Despertó en el servicio de urgencia del Doctors Hospital de Beverly Hills. Su única molestia era un fuerte dolor de estómago. Estaba inconsciente cuando un buen samaritano le sacó de su automóvil. El oficial de Beverly Hills le comentó que su coche chocó contra un árbol a un lado de la carretera, pero que la colisión había sido tan ligera que los únicos daños consistían en un parachoques ligeramente abollado y un faro roto.
Evidentemente, el oficial sospechaba que conducía borracho o bien drogado. Childe le dijo que se había visto forzado a salirse Je la carretera para no chocar con otro coche y que había perdido el conocimiento al chocar contra el árbol. El no tener ninguna avería visible en la cabeza no quería decir nada.
Afortunadamente, no había habido testigos del choque. El hombre que le sacó del automóvil había salido de la curva justo a tiempo de presenciar la colisión. Se había cruzado con otro coche que no iba zigzagueando, como había informado Childe, pero aquello no probaba nada, ya que el conductor podía haber retomado el control. Childe dio como referencias el nombre de Bruin y otros policías amigos. Quince minutos después le dieron de alta, aunque los médicos le advirtieron que debía ser prudente, aunque no hubiera síntomas de conmoción cerebral.
Su coche estaba aún en la cuneta de la carretera. La policía no lo había hecho recoger por una grúa, pues éstas estaban ocupadas en cosas más acuciantes, pero el agente se había llevado la llave del arranque. Desgraciadamente, el agente en cuestión también había olvidado devolvérsela a Childe, de modo que se vio obligado a ir caminando hasta la comisaría de Beverly Hills para recuperarla. El agente estaba de servicio. Una llamada de radio tuvo como resultado la información de que estaba ocupado y no podría pasar por la comisaría antes de una hora cuando menos. Childe se aseguró de que la llave sería entregada al oficial de guardia, y se fue andando hasta su casa en plena oscuridad. Se maldijo a sí mismo por haber enterrado la llave extra bajo el arbusto junto a la finca de Igescu.
Había intentado coger un taxi, pero ninguno estaba libre. Aparentemente, la gente pensaba que el smog había desaparecido definitivamente y todo el mundo lo estaba celebrando. O tal vez todos estaban intentando pasar un buen rato antes de que el aire volviera a envenenarse.
En su edificio se estaban celebrando tres fiestas. Se puso tapones en los oídos en cuanto se hubo duchado, y se metió en seguida en cama. Los tapones conseguían eliminar la mayor parte del ruido, pero no podían interrumpir sus pensamientos.
Había sido drogado y puesto en la carretera esperando que se matara en un accidente. ¿Por qué la droga le había afectado a él y no a Magda? Era una pregunta interesante, pero de momento podía dejarla en suspenso. Ella podía haber tomado un antídoto o confiado en la ayuda de una tercera persona que se ocupara de ella una vez que Childe hubiera partido. ¿O acaso era posible —recordó lo que había pensado en aquel momento— que el líquido contuviera algo que sólo se convirtiera en droga al ponerse en contacto con la epidermis humana?
Se incorporó bruscamente en la cama. ¡El sargento Mustanoja! Debía estar preocupado por la falta de noticias de Childe. ¿Qué habría hecho… si es que había hecho algo?
Telefoneó a Jefatura y se puso al habla con Mustanoja. Sí, había recibido la nota, pero Bruin no parecía pensar que fuera nada importante y, de cualquier forma, con todo el trabajo que tuvo —¡vaya nochecita!— se había olvidado por completo de ello. Es decir, hasta que le había llamado aquel agente de Beverly Hills preguntándole por él y entonces Mustanoja se enteró de lo ocurrido y de que no estaba pues en casa de Igescu, de forma que ¿por qué preocuparse, no? ¿Qué tal se encontraba?
Childe respondió que estaba en casa y bien. Colgó un tanto irritado contra Bruin por tomarse a la ligera sus preocupaciones. No obstante, tuvo que admitir que no había motivo para que Bruin actuase de otra forma. Aunque cambiaría de opinión una vez que Childe le informara de lo ocurrido aquella noche. Tal vez Bruin pudiera arreglar con la policía de Beverly Hills… No, aquello no funcionaría. La comisaría de Beverly Hills tenía deberes mucho más acuciantes que el investigar lo que constituía, hablando objetivamente, una pista extremadamente evanescente. Y además, había ciertas cosas, cosas importantes acerca de aquellos acontecimientos, que Childe no tenía intención de contarle. Aunque no mencionara sus actividades en el pabellón de verano y se limitara a decir que había sido drogado con el brandy tomado en el cuarto de estar, los agentes no se lo tragarían; eran muy astutos, habían escuchado tal cantidad de historias falsas y verdades a medias, tal cantidad de omisiones y dudas, que eran capaces de detectar falsedades y distorsiones con la misma facilidad con la que el radar distinguía un águila de un avión.
Además, tenía el presentimiento de que Magda no tendría ningún escrúpulo en afirmar que Childe la había violado, obligándola a cometer todo tipo de «perversiones».
Se había vuelto a meter en la cama, pero se levantó a toda prisa. Sentía náuseas. Aquella droga había anulado su pulcritud y precaución habituales. Jamás hubiera practicado el sexo oral con una mujer a la que acabara de conocer. Siempre había reservado este acto —aunque tuviera muchas ganas de hacerlo— para las mujeres a las que conocía bien, mujeres a las que amaba o que le gustaban, y de las que podía sentirse razonablemente seguro de que no tenían sífilis o gonorrea.
Aunque ya se había lavado los dientes, se fue de nuevo al baño y volvió a lavárselos y después hizo gárgaras diez veces con un fuerte licor bucal. Del armarito de la cocina tomó una botella de bourbon, normalmente reservada para sus invitados, y bebió de ella sin más trámites. Quizás fuera un acto estúpido, ya que era muy dudoso que el alcohol matara a los posibles gérmenes que pudiera haber tragado tantas horas antes, pero el gesto, como tantos otros actos estrictamente rituales, le hizo sentirse mejor, más limpio.
Cuando se dirigía otra vez a la cama, se detuvo a mitad de camino. Estaba tan alterado que había olvidado llamar al servicio de contestador o poner en marcha el suyo propio. Intentó comunicar con la central y colgó una vez que el teléfono iba ya por la llamada número treinta. Al parecer aún no funcionaba, o bien el operador nocturno se había largado. En su contestador había una llamada. Era de Sybil, a las nueve de la noche. Le pedía que por favor la llamara en cuanto volviera a casa, sin importar la hora que fuera.
Eran las tres y diez de la madrugada.
El teléfono de ella sonó sin interrupción. La llamada sonaba en los oídos de Childe como el tañido de una campana lejana. La visualizó yaciendo en la cama, con una mano fláccida colgando por un costado de la cama, la boca abierta, los ojos vidriosos. Sobre la mesilla de noche una botella de Fenobarbital. Vacía.
Si había intentado suicidarse de nuevo, estaría ya muerta, si había tomado la misma dosis que la última vez.
Childe se había jurado que si ella volvía a intentarlo tendría que llegar hasta sus últimas consecuencias.
No obstante, se vistió y estaba en la calle antes de un minuto. Llegó a su apartamento jadeando, con los ojos irritados y los pulmones ardiéndole por partida doble, por el esfuerzo y por el smog. El veneno se estaba acumulando rápidamente, tan rápidamente que por la noche volvería a ser tan espeso como antes, a menos que se levantara el viento.
El apartamento de Sybil estaba en silencio. Al entrar en su habitación el corazón de Childe latía apresuradamente, tenía el estómago contraído. Encendió la luz. Su cama no sólo estaba vacía, sino que no había sido utilizada. Las maletas habían desaparecido de su lugar habitual.
Inspeccionó cuidadosamente el apartamento, pero no pudo encontrar ningún rastro de lucha. O bien se había ido de viaje o bien alguien se había llevado las maletas para dar esa impresión.
Si ella le había llamado para anunciarle su partida, ¿por qué no dejarle el recado?
Tal vez su llamada y su súbita marcha no tuvieran ninguna relación.
Existía la posibilidad de que sí estuvieran directamente relacionadas y que ella sólo le hubiera dicho lo estrictamente necesario para atraerle hasta allí, y que él se preocupara por ella. Tal vez estuviera lo suficientemente irritada como para desear vengarse. Siempre había sido lo bastante mezquina como para hacer cosas de ese estilo. Pero siempre se había arrepentido rápidamente, y le había llamado llorosa y avergonzada.
Se sentó en un sillón, volvió a levantarse y se dirigió a la cocina abriendo el compartimento secreto de la trasera del armarito, tras la segunda balda. El tarrito redondo para dulces lleno de canutos de marihuana liados con papel blanco —en total quince— seguía intacto.
Si Sybil hubiera partido voluntariamente, lo primero que hubiera hecho hubiera sido librarse de aquello.
A menos de que se sintiera muy alterada.
No había visto su agenda de direcciones en ninguno de los cajones al realizar su inspección, pero miró de nuevo para asegurarse. La agenda había desaparecido, y Childe dudaba mucho que ninguno de sus amigos comunes de su época de casados supiera dónde podría encontrarla. La habían abandonado o ella los había abandonado una vez conseguido el divorcio. Había un amigo, de toda la vida, al que aún escribía de cuando en cuando, pero se había mudado de California un año antes.
Tal vez su madre estuviera enferma y Sybil hubiera partido apresuradamente. Pero la prisa no hubiera sido tanta como para impedir que dejara el recado en su contestador.
Childe no recordaba el número de la madre pero conocía la dirección. Obtuvo la información de la operadora e hizo una llamada a San Francisco. El teléfono sonó largo rato. Finalmente, colgó y después pensó de pronto en algo que debería haber comprobado inmediatamente. Era imperdonable no haber pensado en ello antes.
Fue al garaje del sótano. El automóvil de Sybil seguía allí.
Por aquel entonces, estaba ya tomando en consideración la posibilidad fantástica —¿o tal vez no tan fantástica?— de que Igescu la hubiera raptado.
¿Por qué iba a hacer Igescu semejante cosa?
Si Igescu era responsable de la muerte de Colben y de la desaparición de Budler, tal vez tuviera pensado ocuparse del detective que estaba investigando el caso. Childe había fingido que era Wellston, el periodista, pero se vio obligado a dar su propio número de teléfono. E Igescu podía haber comprobado la identidad del supuesto Wellston. Evidentemente, Igescu disponía del dinero suficiente como para hacerlo.
¿Y si Igescu sabía que Wellston era en realidad Childe? ¿Y si había averiguado que el accidente de tráfico había resultado menos grave de lo previsto y había tomado como rehén a Sybil? Tal vez Igescu quería advertir así a Childe de que más le valía abandonar sus investigaciones o… No, era más probable que Igescu quisiera incitarle a violar su casa, entrando como un intruso. Por razones que sólo él conocía, por supuesto.
Childe meneó la cabeza. Si Igescu era culpable, si también era responsable de otros crímenes, como parecía, ¿por qué había sentido la necesidad de comunicar a la policía la existencia de aquellos crímenes?
Esta no era una pregunta que tuviera respuesta inmediata. En aquel momento, lo principal era saber si Sybil había desaparecido voluntariamente, y, de no ser así, con quién se había ido.
No había comprobado los aeropuertos. Se sentó y comenzó a marcar. Los teléfonos de todas las líneas aéreas comunicaban, pero persistió hasta conseguir consultar a cada una de ellas, soportando interminables y exasperantes esperas mientras se comprobaban las listas de pasajeros. Al cabo de dos horas, tuvo la certeza de que no había tomado avión alguno. Tal vez lo hubiera intentado, pero las compañías aéreas se habían visto desbordadas desde el momento en que el smog había empezado a convertirse en un problema serio. Las listas de espera eran estremecedoramente largas, y los servicios de los aeropuertos, los restaurantes y los lavabos exhibían largas colas. No existían ya facilidades de aparcamiento para los últimos en llegar. Había demasiada gente que se había limitado a dejar abandonado su automóvil, partiendo sin intenciones de regresar de manera inmediata. Las autoridades habían impuesto una limitación de estacionamiento de emergencia, pero el proceso de quitar coches con la grúa era complicado y lento. El embotellamiento de tráfico en las inmediaciones del Aeropuerto Internacional exigía más agentes de policía de los disponibles.
Comió unos cereales con leche y después, aunque le dolía pensar en tanto dinero desperdiciado, tiró la marihuana al water. Si Sybil no aparecía y se veía obligado a dar parte a la policía, registrarían el apartamento. Aunque si regresaba pronto y se encontraba con que sus provisiones habían desaparecido, se pondría loca de furor. Pero Childe confiaba en que comprendería sus razones.
Por aquel entonces apuntaba ya el alba. El sol era una cosa retorcida color amarillo pálido suspendida en medio de un cielo blanco. La visibilidad estaba reducida a unos treinta metros. El escozor de ojos, el ardor de la nariz y el fuego en los pulmones habían reaparecido.
Decidió llamar a Bruin y contarle lo de Sybil. Por supuesto, Bruin pensaría que se estaba preocupando injustificadamente; pensaría también, aunque no lo dijese, que ella simplemente se habría marchado a correrse una aventura con algún amigo. O, dado el cinismo de Bruin, quizá con alguna amiga.
Bruin le llamó mientras permanecía aún indeciso ante el teléfono.
—Nos llegó un paquete en el último correo de ayer, pero no fue abierto hasta hace un rato. Mejor será que te vengas por aquí, Childe. ¿Podrás llegar en media hora?
—¿De qué se trata? ¿De Budler? —Y después—: Ya vengo. ¿Cómo supiste que estaba aquí?
—Te llamé a tu casa pero no te encontré, y se me ocurrió pensar en tu exmujer. Sé que aún estás en buenas relaciones.
—Ya —dijo Childe, dándose cuenta de que era demasiado pronto para dar parte de su desaparición—. Ahora vengo. Hasta ahora. Aunque tal vez me retrase. Tengo que ir a recuperar mi coche y eso puede que me tome algún tiempo.
Le contó a Bruin lo que le había ocurrido, omitiendo las actividades del pabellón de verano. Bruin quedó en silencio durante un largo tiempo y después dijo:
—¿Sabes, Childe, que parece que estemos haciendo juegos malabares? Por mí, yo investigaría a Igescu aunque no tengas la más mínima prueba en contra suya, porque desde luego es gente sospechosa, pero dudo que pudiéramos entrar en ese lugar sin una orden judicial, y carecemos de evidencia alguna para pedirla. Tú lo sabes. De modo que debes apañártelas. Aquellos pelos de lobo en el auto de Budler, y ahora esta película —bien, no pienso contarte nada acerca de ella, hay que verla para creerla— pero si no puedes llegar aquí a tiempo… escucha, podría hacer que te recogiera un coche patrulla. Aunque no sé si hay alguno disponible. Te diré lo que vamos a hacer: si yo me he ido ya, pídeles que te pongan de nuevo la película. Dejaré órdenes al respecto. En cualquier caso, seguramente sé proyectará otra vez para el comisionado. Está asfixiado de trabajo, pero se está tomando un interés especial en este caso; no es de extrañar.
Childe se afeitó, bebió un poco de zumo de naranja (Sybil tenía guardadas una maquinilla de afeitar y espuma para él y —sospechaba— para otros hombres), y después fue a pie hasta el Departamento de Policía de Beverly Hills. Recogió sus llaves y le preguntó al oficial de guardia si algún coche patrulla podía acompañarle a buscar el suyo. Le contestaron que no. Intentó tomar un taxi sin conseguirlo y decidió hacer dedo. Al cabo de cinco minutos lo dejó estar. No había demasiados automóviles en el Boulevard Santa Mónica y Rexford, y los pocos que pasaban le ignoraban completamente. Tampoco podía culparles. Recoger autoestopistas era siempre un riesgo potencial, pero en medio de aquel alucinante smog blanco cualquiera hubiera tenido un aspecto siniestro. Por ende, la radio, la televisión y los periódicos no hacían más que recomendar las máximas precauciones a causa del elevado número de crímenes cometidos en las calles de la ciudad.
Con los ojos llorosos y sintiendo el interior de sus narices y de su garganta como si hubiera estado respirando emanaciones de metal fundido, se quedó en la esquina. Alcanzaba a ver la casa del otro lado de la calle y a distinguir, enfrente de ella, los contornos del ayuntamiento y la biblioteca pública, como masas indistintas, inmóviles témpanos en medio de la niebla. A lo lejos, o aparentemente a lo lejos, Rexford Avenue abajo, aparecieron los faros de un automóvil que giraron desapareciendo de la vista.
Al cabo del tiempo un coche patrulla blanco y negro pasó por su lado. Cuando casi había desaparecido Rexford arriba, se detuvo y retrocedió hasta donde estaba Childe. El oficial de la derecha, sin bajar del coche, le preguntó qué estaba haciendo allí. Childe se lo explicó. Afortunadamente el agente le conocía de oídas. Le invitó a subir en el coche. No tenían ningún objetivo definido en aquel momento; tan sólo estaban patrullando por la zona (el rico distrito residencial, por supuesto) pero nada les impedía ir hasta el coche de Childe, aunque este tendría que comprender que si recibían una llamada tal vez tuvieran que dejarle tirado en cualquier lugar. Childe le respondió que se arriesgaría.
Tardaron quince minutos en llegar hasta su coche. Tan sólo una emergencia podría haberles obligado a ir más de prisa en medio de aquella niebla lechosa y espesa. Les dio las gracias y puso en marcha el coche sin problemas, retrocedió, y se dirigió hacia la ciudad. Cuarenta minutos más tarde, estaba aparcado en el aparcamiento para visitantes de la Jefatura de Policía de Los Angeles.