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Tiene usted razón, una foto no demuestra nada —dijo Childe. Consultó su reloj. Le quedaba media hora. Iba a preguntar al barón acerca de su accidente automovilístico y el incidente de la Morgue, cuando en ese momento entró Magda Holyani.

Era una mujer alta, delgada, de pechos pequeños, que rondaba los treinta años, con hermosas aunque desproporcionadas facciones y una espesa cabellera rubio platino. Caminaba como si sus huesos fueran de caucho o como si su carne recubriera diez mil delicados huesos intrincadamente articulados. Los huesos de su cabeza daban la impresión de ser menudos; sus pómulos eran altos, y sus ojos estaban inclinados. Su boca era excesivamente delgada. Había en ella algo indefinido que hacía pensar en un reptil o, para ser más exacto, en una serpiente. Pero no por ello parecía repulsiva. Al fin y al cabo, hay multitud de serpientes extremadamente bellas.

Sus ojos eran tan claros que Childe al principio pensó que eran incoloros, pero, vistos más de cerca, resultaban ser de un gris muy claro. Su piel era muy blanca, como si rehuyera no sólo el sol sino también la luz del día. No obstante, no tenía el menor defecto. No llevaba el más mínimo atisbo de maquillaje. Sus labios podrían haber parecido pálidos si se hubiera colocado junto a una mujer con los labios pintados, pero en el marco de la blancura de su piel parecían oscuros y brillantes.

Vestía un ajustado traje negro con un corpiño con un gran escote cuadrado y la espalda casi totalmente al descubierto. Sus medias eran de nylon negro y sus zapatos de tacón alto eran también negros. Se sentó, una vez hechas las presentaciones, poniendo al descubierto, hasta medio muslo, unas preciosas piernas, aparentemente carentes de huesos. Tomó el relevo de Igescu en la conversación; éste encendió un costoso cigarro y pareció perderse en la contemplación de su humo.

Childe intentó proseguir la ceñida entrevista que había empezado con Igescu, pero ella respondía de forma concisa e insatisfactoria y a cada una de sus preguntas contraatacaba con otra acerca de él o de su trabajo. Tuvo la sensación de que era él quien estaba siendo interrogado.

Empezaba a desesperarse. Esta sería su única oportunidad de averiguar algo, y ni siquiera estaba consiguiendo obtener una «sensación» bien de normalidad o bien de extrañeza sobre el lugar y sus ocupantes. Resultaban un poco excéntricos, pero eso no significaba nada, especialmente en el sur de California.

Se dio cuenta de que Glam, que estaba ocupándose en vaciar los ceniceros y llenando de nuevo los vasos, no quitaba ojo de la mujer. En una ocasión la tocó, y ella volvió la cabeza como un látigo y se quedó mirándole con fiereza, Igescu observó que Childe se había dado cuenta, pero se limitó a sonreír.

Finalmente Childe decidió ignorar a Magda y preguntarle directamente a Igescu si tendría algún inconveniente en comentarle el tan cacareado incidente del «vampiro». Después de todo, aquello era lo que le había hecho venir. Y hasta el momento no había conseguido averiguar gran cosa. Su artículo resultaría más bien escueto, se preguntaba incluso si podría escribir alguno.

—Francamente, señor Wellston —dijo Igescu—, accedí a esta entrevista porque deseaba terminar, de una vez por todas, con la curiosidad de la gente por el incidente en cuestión. Básicamente, yo no soy más que un hombre que ama su intimidad: soy rico pero dejo dirigir mis negocios a otras personas y disfruto de una existencia muy apacible. Usted ha visto mi biblioteca. Como habrá podido comprobar, es muy extensa y valiosa y contiene gran abundancia de primeras ediciones. Cubre una amplia variedad de temas. No quiero parecer presuntuoso, pero puedo afirmar que soy un hombre de lecturas extremadamente amplias en muchos idiomas. Hay diez estantes repletos de libros sobre mi hobby particular: las piedras preciosas. Pero posiblemente haya usted observado también que hay varias estanterías con libros acerca de temas tales como la brujería, el vampirismo, la licantropía, etcétera. Aunque me interesan estas temas, este interés, señor Wellston, es de tipo profesional.

Sonrió por encima de su cigarro.

—No, señor Wellston —continuó—, no es por ser un vampiro por lo que he leído textos acerca de estos temas. No tenía el menor interés en ellos hasta después del incidente que ha motivado su visita… Pensé que si iba a ser tildado de vampiro, lo menos que podía hacer era averiguar cómo son. Por supuesto, ya tenía alguna idea al respecto, ya que al fin y al cabo procedo de un área en la que los campesinos creen más en los vampiros y en el demonio que en Dios. Pero mis tutores jamás me enseñaron gran cosa sobre estas supersticiones populares y mis contactos con la nobleza local no eran exactamente íntimos. Decidí concederle esta entrevista para que, de una vez por todas, se acabara con toda esa leyenda sobre mi vampirismo. Y también para desviar la atención de mi persona hacia la única característica realmente sobrenatural de esta casa: Dolores del Osorojo. Y, asimismo, he cambiado de opinión acerca de las fotografías para su artículo. Haré que Magda le envíe unas cuantas. Mostrarán algunas de las habitaciones de la casa y varias imágenes del fantasma. Haré esto a condición de que deje usted bien claro en su artículo que yo soy una persona que ama su intimidad y quiere llevar una vida tranquila, y que toda esa charlatanería acerca del vampirismo no es más que eso, charlatanería. Una vez que haya establecido eso, puede usted hacer tanto hincapié en la cuestión del fantasma como le venga en gana. Pero también debe usted dejar claramente sentado que no se concederán más entrevistas a nadie y que no me gusta verme asediado ni por los amantes de lo insólito, ni por los ocultistas, ni por periodistas. ¿Está de acuerdo?

—Por supuesto, señor Igescu. Puede usted contar con mi palabra. Y por supuesto, tal como acordamos, usted podrá revisar el artículo antes de que sea publicado.

Childe empezaba a sentirse un poco mareado. Deseó no haber aceptado la copa de brandy. Llevaba cuatro años sin beber, y no hubiera transgredido su norma si no hubiera sido porque al haber Igescu elogiado tanto el brandy, proclamando su extraordinaria rareza, se había sentido tentado a probarlo. También temió ofender a su anfitrión si no aceptaba. No obstante, sólo había bebido una copa grande. O bien el licor era enormemente poderoso o él estaba especialmente vulnerable tras su largo período de abstinencia. Igescu volvió la cabeza para mirar al reloj de pared:

—Su tiempo prácticamente ha finalizado, señor Wellston.

Childe se preguntó por qué estaría tan preocupado el barón con el tiempo cuando, según sus propias palabras, rara vez salía ni tenía nada que hacer particularmente urgente. Pero no hizo pregunta alguna al respecto. El barón hubiera considerado esto lo suficientemente impertinente como para no merecer otra respuesta que un gélido silencio.

Igescu se puso en pie. Childe lo imitó. Magda Holyani terminó su bebida y se levantó del sillón. Glam apareció en la puerta, pero Igescu dijo:

—La señorita Holyani conducirá al señor Wellston hasta la entrada, Glam. Te necesito para otras cosas.

Glam abrió la boca como para protestar, pero la cerró de inmediato.

—Perfectamente, señor —dijo, giró sobre sus talones y se alejó.

—Si acaso deseara más material para su artículo, señor Wellston, podría usted consultar a Michel Le Garrault en la biblioteca de la UCLA —dijo Igescu—. Tengo ejemplares de dos de sus trabajos, primeras ediciones dicho sea de paso. El viejo belga tenía algunas teorías extremadamente interesantes y originales acerca de los vampiros, los hombres lobo y otros fenómenos llamados sobrenaturales. Su teoría de la impregnación psíquica resulta fascinante. ¿Ha leído usted algo suyo? ¿Lee usted francés?

—Jamás oí hablar de él —dijo Childe, preguntándose si habría caído en una trampa de haber manifestado familiaridad con aquel personaje—. Aunque, en efecto, leo francés.

—Existen infinidad de pretendidas autoridades de lo oculto y lo sobrenatural que no han oído ni siquiera hablar de Le Garrault o no han leído nada suyo. Le recomiendo que vaya a la sección de libros raros de la biblioteca de la UCLA y solicite Les murs S’écroules. Se realizaron traducciones del original latín al francés y, curiosamente, algunas al checo, y son todas muy buscadas. Existen, por lo que yo sé, tan sólo diez ejemplares latinos en el mundo. El Vaticano está en posesión de una; un monasterio sueco tiene dos; yo, por supuesto, tengo una; el káiser de Alemania tenía una pero se perdió o, más probablemente, fue robada tras su muerte en Doorn; y las otras cinco están en bibliotecas estatales en Moscú, París, Washington, Londres y Edimburgo.

—Lo consultaré —dijo Childe—. Muchísimas gracias por la información.

Se volvió para seguir a Igescu al exterior, cuando vio a la mujer del traje español con la peineta sujeta en su negro cabello, en el momento en que entraba por una puerta al final del recibidor. Ella volvió la cabeza, le sonrió y desapareció.

—¿La vio usted también? —dijo Igescu muy tranquilo.

—Sí, en efecto. Pero no era transparente —dijo Childe.

—Yo también la he visto —dijo Magda Holyani. Su voz temblaba ligeramente. Parecía irritada, pero no asustada.

—Como ya le había dicho, últimamente se va volviendo cada vez más opaca —dijo Igescu—. Su solidificación es tan sutil que tan sólo resulta perceptible si se compara con lo que era hace seis meses. El proceso ha sido muy lento, pero ininterrumpido. Cuando llegué aquí, era casi invisible.

Childe meneó la cabeza. Estaba discutiendo sobre un fantasma como si realmente existiera.

¿Y por qué estaba Magda tan alterada? Se había detenido, mirando fijamente hacia la puerta como si estuviera resistiéndose al impulso de salir corriendo detrás del fantasma.

—Mucha gente, más de la que le gustaría admitirlo, ha sido testigo de apariciones fantasmales, por lo menos de fenómenos misteriosos e inexplicables; pero o bien el fenómeno no se repite o bien la gente «visitada» simula ignorar al fantasma y éste no insiste más. Pero Dolores, ah, ¡esa es otra historia! Yo hago ver que no veo a Dolores, excepto para tomar alguna fotografía ocasional. Magda solía ignorarla pero ahora parece que sus apariciones empiezan a enervarla. Dolores está obteniendo sustancia y esta sustancia la toma de alguna parte, tal vez de alguien de esta casa.

¿Sustancia? En todo caso, la historia de Dolores sí que estaba tomando sustancia. Así como una foto de ella no demostraba su existencia, tampoco lo hacía el hecho de que Childe la hubiera percibido. Quizá por alguna razón, sólo por él conocida, Igescu había organizado todo aquel espectáculo, y si él, Childe, echara a correr tras Dolores intentando agarrarla, ¿sobre qué se cerrarían sus manos? Tenía el presentimiento de que aferraría carne sólida y que la joven resultaría ser alguien nacido unos veinte años atrás, no ciento cincuenta.

En la puerta, estrechó la mano de Igescu, le expresó su agradecimiento y prometió enviarle una copia del artículo para que la revisara. Siguió a Magda hasta el auto y se volvió una vez más, antes de meterse en él, para mirar atrás. Igescu había desaparecido, pero una de las persianas estaba levantada hasta la mitad y la cara de bulldog de Glam y sus orejas de ala de murciélago resultaban claramente visibles.

Aceptó la invitación de Magda de sentarse junto a ella en el asiento delantero.

—Mi trabajo está bien pagado, ¿sabe usted? —dijo ella—. Tiene que estarlo. Es lo único que puede hacerlo soportable. Casi nunca tengo oportunidad de bajar a la ciudad y las únicas personas con las que puedo hablar son el jefe, unos cuantos sirvientes y algún invitado ocasional.

—¿Es un trabajo duro? —dijo Childe, preguntándose por qué le contaba todo aquello. Tal vez necesitaba desahogarse con alguien.

—¡Oh, no! Yo me ocupo de sus escasas obligaciones sociales, concierto citas, actúo como intermediaria entre él y sus gerentes comerciales, mecanografío partes del libro que está escribiendo sobre las joyas, y me ocupa más tiempo del que quisiera el mantenerme a distancia del monstruo de Glam.

—No fue por nada en concreto, pero me dio la impresión de que se siente atraído por usted —dijo Childe.

Los faros barrieron los árboles al doblar una curva. La luna había salido ya, y podía ver con más claridad. Tal vez estuviera equivocado, pero daba la impresión de que no estaban recorriendo el mismo camino que habían recorrido al subir.

—He tomado una ruta más larga, aunque no menos pintoresca —dijo ella, como si hubiera leído su pensamiento—. Espero que no le importe. Siento necesidad de hablar con alguien. No tiene usted por qué prestarme atención, por supuesto, no hay razón alguna para que lo haga.

—Puede usted desahogarse conmigo. Me gusta el timbre de su voz.

Atravesaron la verja del muro interior. Ella conducía lentamente, en primera, mientras hablaba, y en una ocasión le puso la mano sobre la rodilla. Él no se movió. Ella retiró la mano, transcurrido un minuto, y detuvo el coche. Se habían salido de la carretera por un estrecho sendero cubierto de piedras que conducía a un claro a través de una abertura en la arboleda. Un pequeño pabellón de verano, una estructura redonda de madera situada sobre un alto basamento circular de cemento se erguía en el lugar. Sus abiertos costados estaban parcialmente cubiertos de enredaderas, de forma que su interior quedaba a oscuras. Una escalinata de cemento conducía hasta la amplia entrada.

—Llego a sentirme muy sola —dijo ella—. Aunque el barón es un hombre delicioso y muy hablador. Pero él no siente por mí el interés que otros patrones sienten por sus secretarias…

No le pareció necesario preguntarle qué era lo que quería decir. Ella había puesto de nuevo la mano sobre su rodilla, aparentemente de forma tan accidental e inadvertida como la vez anterior.

—¿También hay lobos aquí afuera? —preguntó Childe—. ¿O acaso están dentro del recinto interior?

Ella se estaba acercando cada vez más, y su perfume era tan poderoso que a Childe le pareció que se estaba filtrando a través de sus poros. Sintió que su verga se erguía, le cogió la mano y la puso sobre la bragueta. Ella no hizo amago de retirarla. Childe extendió un brazo y acarició con un dedo la curva de su pecho izquierdo y siguió descendiendo. Su mano se deslizó entre la tela y el pecho y frotó el pezón. El pezón se puso erecto y ella se estremeció. Él la besó deslizando la lengua a lo largo de la suya y lamiéndole los dientes. Ella manoseó torpemente en su bragueta, encontró el tirador, lo bajó lentamente y después introdujo sus dedos a través de la abertura de su slip. Childe le desabotonó el vestido y verificó rápidamente lo que ya había sospechado: no llevaba nada debajo, excepto un delgado liguero. Sus pechos eran pequeños pero bien formados. Se inclinó, introduciéndose un pezón en la boca y comenzó a chuparlo. Ella jadeaba tan profundamente como él.

—Vayamos al pabellón —dijo ella suavemente—. Allí hay un sofá.

—Está bien —dijo él—. Pero antes de ir más lejos, debo advertirte que como no había previsto esto, no traigo preservativo.

No le habría sorprendido nada escuchar que ella tenía unos cuantos en el bolso. No hubiera sido la primera vez que le ocurría una cosa así.

Pero todo lo que dijo fue:

—No importa. No me quedaré preñada.

Con las piernas temblorosas la siguió fuera del coche, deslizándose por debajo del volante. Ella se dio la vuelta y dejó que el traje se deslizara de sus hombros. La luz de la luna resplandeció sobre la más blanca piel imaginable, sobre unos pezones oscuros y húmedos, y un oscuro triángulo de vello púbico por debajo del liguero. Se quitó los zapatos arrojándolos por el aire y, vestida tan sólo con el liguero y las medias, subió las escaleras del pabellón de verano ondulando las caderas.

Childe la siguió, pero no estaba tan excitado como para no preguntarse si no habría cámaras y micrófonos en aquel lugar. Sabía que era un hombre apuesto, pero al fin y al cabo tampoco era ningún dios como para arrastrar a todas las mujeres que se le ponían por delante en una vorágine de deseo. Si Magda Holyani había decidido seducirle, cuando apenas se conocían, aquello quería decir o bien que estaba muy necesitada o que tenía algún motivo para hacerlo y que posiblemente, de conocerlo, no le gustara. O quizás ambas cosas. Su pasión no parecía fingida.

Y si, por algún motivo, ella imaginaba que podía llegar tan lejos con él, excitarle y después dejarle colgado, le esperaba una buena sorpresa. Buena parte del día anterior la había pasado con un intenso dolor de huevos a causa de su interrumpida sesión amorosa con Sybil, y no tenía la menor intención de repetir la experiencia.

Dentro del pabellón, miró a su alrededor. Allí no podía haber cámaras ocultas. De haber alguna, tendría que estar sujeta a los árboles del borde del claro y no conseguía imaginarse cómo iban a poder filmar gran cosa, aunque estuvieran equipadas con dispositivos de luz negra. Las hiedras y sus soportes formarían una pantalla casi impenetrable; se podrían percibir quizás unos centímetros de piel o alguna visión ocasional de una cabeza o un miembro. Además, ¿qué podía perder? El chantaje no podía ser el objeto de aquel juego.

Magda arrancó de un tirón la manta que hacía las veces de guardapolvo del sofá. Después se giró hacia él. La luna, atravesando la espesura de la hiedra, moteaba su piel lechosa. Childe la tomó en sus brazos besándola de nuevo. Acarició su espalda —ella era musculada como un joven puma— la concavidad de su cintura y la curva convexa de sus caderas. El liguero le molestaba, de modo que se arrodilló para soltarle las medias y las enrolló hacia abajo. Después tiró del liguero. Ella se desprendió de todo, y poniendo sus manos tras la cabeza de Childe, tiró de ella hacia su coño. Él dejó que le oprimiera la cara contra el pelo de su pubis, y sacando la lengua, la insertó justo debajo de la abertura de los labios y acarició su clítoris. Ella gimió y le oprimió aún más fuertemente contra su cuerpo.

Pero él se levantó, deslizando su lengua desde el coño, recorriendo todo su abdomen, hasta llegar a un pezón, que empezó a chupar de nuevo. Empujó a Magda hasta que cayó en el sofá, con las piernas colgando y los talones apoyados en el suelo. Entonces se arrodilló y comenzó a lamerle de nuevo el clítoris, después se deslizó hacia abajo e introdujo la lengua una y otra vez en su vagina. Ella empezó a contorsionar sus caderas, pero él extendió una mano sobre el vientre y le apretó dulcemente para indicarle que se mantuviera quieta.

Su coño era tan dulce como el de Sybil y sus pelos eran aún más suaves. Le introdujo un dedo por el coño y otro de la misma mano por el ano y les imprimió un movimiento de vaivén, lamiéndole el clítoris, y después la folló con la lengua mientras sus dedos iban acelerando el ritmo de su vaivén en el coño y en el ano.

Ella se corrió con un grito agudo y un súbito estrechamiento de sus muslos en torno a su cabeza. La presión era tan fuerte que Childe no podía ni mover los dedos.

Ya no podía aguantar más. Llevaba sin tener una sola eyaculación casi dos semanas, a causa de su trabajo en un caso que había aparecido justo antes de la desaparición de Colben. Estuvo ocupado de día y de noche y las veces que había conseguido dormir un poco, hasta su inconsciente estaba demasiado agotado como para estructurar un sueño sexual, y después, debido a la frustración del episodio de Sybil, se notaba hipersensible. En cuestión de un minuto iba a correrse, en el coño de Magda o donde fuera.

—No puedo esperar más —dijo—. Hace demasiado tiempo… Se aprestó a acostarse a su lado; la ayudó a subirse al sofá para que pudiera tenderse en toda su longitud. Pero ella dijo:

—¿Estás a punto de correrte?

—Hace demasiado tiempo. Estoy a punto de reventar de lo lleno que estoy —gimió.

Ella le obligó a reclinarse y recorrió con su lengua su abdomen y humedeció con su saliva los pelos de su pubis y después cerró sus labios en torno a su glande. Lo deslizó entre sus labios un par de veces, y con un grito que nada tenía que envidiar al de ella, Childe se corrió en su boca.

Se quedó allí, yaciente, con una sensación como si una marea dentro de él se estuviera retirando a algún lejano horizonte. No dijo, nada; esperaba que ella se levantara para escupir el esperma, como hacía siempre Sybil. Sybil siempre se lavaba los dientes y hacía gárgaras con Listerine después de episodios como éste. No es que la culpara de nada, por supuesto. Podía comprender que, una vez saciada la excitación, aquella sustancia espesa y con sabor áspero podía resultar repugnante. Conocía el sabor. A la edad de catorce años, él y su hermano mayor, de quince años, habían atravesado un período de unos seis meses en el que se dedicaban a mamársela el uno al otro. Y después, por mutuo y silencioso acuerdo, habían dejado de hacerlo. Aquello había sido la última de sus experiencias homosexuales, y por lo que sabía, de las de su hermano. Desde luego, su hermano, que estaba siempre tan salido que lo suyo debía ser algo compulsivo, detestaba a los mariquitas, y en una ocasión, muchos años más tarde, cuando Childe había hecho referencia a sus juegos de adolescente, su hermano no había sabido a qué se refería. O bien se sentía demasiado avergonzado por el recuerdo como para admitirlo, o tal vez lo había enterrado tan profundamente que ni lo recordaba.

Pero Magda no se levantó. Tragó audiblemente varias veces y después reemprendió su chupeteo. Él se incorporó inclinándose para poder asir sus senos mientras ella le chupaba el glande. Y entonces, justo cuando su verga estaba a punto de lograr una erección completa, pensó en Colben y en los dientes de acero. Después de todo, Magda bien podía ser la actriz de aquella película.

Ella alzó bruscamente la cara y dijo:

—¿Qué es lo que no va?

—Escucha… —respondió él—. Y no te vayas a poner furiosa. Ni te eches a reír. Pero, dime, ¿llevas dentadura postiza?

—¿Por qué quieres saberlo? —Se echó a reír y dijo—: ¿Acaso quieres que me la quite?

—Si llevas dentadura postiza…

—¿Tan vieja parezco?

—He conocido a varias personas de diecinueve años de edad que tenían los piños falsos.

—Bésame y te lo diré —dijo ella.

—De acuerdo.

La abrazó estrechamente mientras tanteaba su boca con la lengua. Olfateó el olor a bestia salvaje de su propio semen, saboreando aquel producto espeso como aceite y de textura gomosa de su propio cuerpo. Lejos de resultarle desagradable, le excitó. Ella tenía la mano sobre su polla y, notando cómo se ponía dura, se escapó de su abrazo y se inclinó para chupársela otra vez. Al parecer, no tenía la más mínima intención de que él averiguara si llevaba dentadura postiza, o tal vez pensaba que su lengua ya se había cerciorado al respecto.

En todo caso, una cosa era cierta: ella no le diría nada más a no ser que él hiciera uso de la fuerza. Se dejó caer hacia atrás y la dejó hacer. Y al cabo de un rato, le hizo darse la vuelta y ella se abrió de piernas tomando suavemente su verga en sus manos, guiándola hacia sus entrañas. Se la hundió hasta el fondo, y ella empezó a apretársela con sus músculos vaginales como si tuviera una mano en el interior del coño. Y, en ese momento, recordó de nuevo la película, y su polla quedó fláccida. Recordó aquel bulto que aparecía tras la minúscula braga de la desconocida de la película.

—Por el amor de Dios —dijo ella—. ¿Qué es lo que pasa, ahora?

—Me pareció ver a alguien entre las sombras —contestó, con Ja primera excusa que se le ocurrió en aquel momento—. ¿Glam?

—Más vale que no sea así —dijo ella—. Le mataré como se le haya ocurrido aparecer. El barón también le mataría. Se puso en pie sobre el sofá.

—¿Glam? —gritó—. ¿Glam? Si estás ahí, pedazo de imbécil, más te vale echar a correr, y de prisa. Si no, te va a tocar el otro extremo del lobo.

No hubo respuesta.

—¿El otro extremo del lobo? —preguntó Childe—. ¿Qué quieres decir?

—Ya te lo explicaré más tarde —dijo ella—. No está ahí fuera; y si está no se atreverá a molestarnos. Por favor, sigamos, estoy a punto de estallar.

Pero en lugar de abrazarle, se levantó del sofá y atravesó el pabellón hasta llegar a un armarito que había sobre un soporte, entre las sombras. Regresó con una botella de cuerpo chato y un cuello largo y estrecho, con una embocadura ancha. Estaba medio llena. Ella bebió un trago, deslizó el líquido por su boca y reteniéndolo oprimió sus labios contra los de Childe introduciendo el líquido en su boca. Estaba caliente y era espeso y de sabor ligeramente áspero. Tragó un buche e inmediatamente sintió que su angustia desaparecía.

—¿Qué demonios es esto?

—Es un licor fabricado en la provincia natal de Igescu. Se dice que tiene un efecto afrodisíaco. Ya sé que en realidad no existe ningún auténtico afrodisíaco, pero esto al menos hace una cosa: suprime las inhibiciones. Aunque jamás pensé que tuviera que emplearlo contigo.

—No creo que necesite más —dijo él. Su pene estaba alzándose como si fuera un globo que estuviera siendo dispuesto para un viaje transatlántico. Un rayo de luna cayó sobre él como un faro, y Magda, al verlo, chilló encantada.

—¡Oh, qué preciosidad! ¡Qué preciosidad tan grande!

Se recostó y alzó las piernas, él la penetró de nuevo y, durante un largo espacio de tiempo, se mantuvo en silencio. Una de sus peculiaridades era que, si le hacían primero una mamada, después tardaba mucho tiempo en correrse por segunda vez. Magda pareció experimentar una serie ininterrumpida de orgasmos en este intervalo, y cuando finalmente él se corrió, ella le clavó las uñas en la espalda hasta hacerle sangre. En aquel momento no le importó, aunque luego la maldijo. Su teoría era que las mujeres que le arañaban a uno la espalda al correrse, de hecho intentaban demostrar lo apasionadas que eran, pero estaba dispuesto a admitir que podía estar equivocado.

Se quedaron recostados algún tiempo el uno junto al otro, sin decir palabra. Estaban bañados en sudor y hubieran recibido con alivio algún atisbo de brisa. Pero el aire permanecía tan inmóvil como antes.

—No te esfuerces en meneármela —dijo finalmente Childe—. Por lo menos hasta dentro de un buen rato. Estoy agotado. Necesitaría al menos una hora para estar otra vez a punto, pero tengo que irme ya.

Estaba pensando en que debería haber llamado ya a Mustanoja.

—No me siento insatisfecha, pichón —dijo ella—, pero podría volver a entusiasmarse con algo de colaboración por tu parte, no creas que no me gustaría. ¡No puedes imaginarte la de tiempo que llevo sin catar esto!

Ella extendió el brazo para coger la botella que estaba en el suelo, junto al sofá.

—Echemos otro trago y veamos qué ocurre. La observó para asegurarse de que bebía de la botella antes de beber él. Tomó un pequeño trago y después dijo:

—¿Qué es toda esa historia acerca de Glam y el otro extremo del lobo?

Magda se echó a reír.

—¡Esa enorme mierda con patas! Él me desea, pero yo no lo soporto. Es tan estúpido que acabará por intentar violarme, aunque sabe que si después no le mato yo, lo haría Igescu. Debes estar al corriente de lo de los lobos, ya que los has mencionado. Una tarde estaba paseando por los bosques cuando escuché a un lobo gruñir y aullar. Parecía estar sufriendo, o en cualquier caso tenía problemas. Subí a una colina y desde allí divisé un hueco donde estaba la loba, con la cabeza sujeta por cuatro lazos corredizos atados a los árboles. La loba no podía avanzar ni recular, y allí estaba Glam desnudo, con sólo los calcetines y los zapatos puestos, levantándole el rabo y jodiéndola. Creo que debía hacerle daño, no sé lo grande que pueda ser el coño de una loba, pero no creo que lo sea tanto como para que le quepa una polla tan enorme. Realmente juraría que le estaba haciendo daño. Pero Glam, ese maldito animal de Glam, se la estaba follando.

Childe quedó en silencio un momento.

—¿Y qué fue del lobo, del macho? —preguntó finalmente—. ¿Acaso no tenía Glam miedo del macho? Magda se echó a reír.

—Oh, esa es otra historia —y siguió riendo durante largo rato. Cuando cedió la risa, alzó la botella y dejó caer líquido sobre sus pezones y después sobre su pubis.

—Quítamelo con la lengua, niño mío, y después haremos otra vez el amor.

—No servirá de nada —respondió Childe. Pero se dio cuenta y le chupó los pezones un rato y la folló con los dedos hasta que ella se hubo corrido una y otra vez y después le besó el vientre, recorriéndolo hacia abajo hasta que su boca estuvo contra el tupido vello de su coño. Lamió el licor y después introdujo su lengua en la vagina todo lo que pudo hasta que le dolieron las mandíbulas y la lengua. Cuando se detuvo, ella le dio la vuelta con sus fuertes manos y mordisqueó suavemente su polla, que respondió como una trucha ante el cebo. La montó por detrás y ella le indicó que se estuviera quieto, que no se cansara. Contrajo los músculos de su vagina como si fueran una mano, y esta vez su erección se mantuvo. Empezaba a sentirse algo mareado y su visión se estaba haciendo borrosa. Sabía que había cometido un error al beber aquel líquido; no podía ser veneno, porque ella no lo hubiera bebido, pero se preguntaba si no tendría la propiedad de convertirse en un narcótico al entrar en contacto con la epidermis humana. ¿Sería posible que su interacción con la piel de sus pezones o de su coño hubiera producido algo peligroso para él solo?

De pronto, tanto esta idea como su inquietud se desvanecieron.

Más tarde recordó vagamente un orgasmo de duración aparentemente infinita, como el orgasmo de un millar de años que se les promete en el cielo a los fieles del Islam, en los brazos de una hurí. A partir de ese momento había multitud de lagunas. Recordaba, brumosamente, que se había metido en su coche y que había partido, y que la carretera se retorcía como una serpiente y los árboles se inclinaban sobre él intentando atraparle con sus ramas. Algunos de los árboles parecían tener grandes ojos nudosos y bocas como conos recubiertos de corteza. Los ojos se transformaban en pezones que empezaban a rezumar savia. Un árbol le hizo un gesto obsceno con el extremo de una rama.

—¡Tu madre! —recordaba haber gritado el árbol, y de repente se encontró en una ancha carretera repleta de luces que le rodeaban y de cláxones que aullaban y entonces reapareció aquel mismo árbol y al acercarse Childe pudo apreciar que su boca era realmente un coño de corteza que le prometía algo que jamás había experimentado anteriormente.

Y era cierto. Le ofrecía la muerte.