IX

A su regreso al apartamento se sentía muy fatigado. Sólo eran las diez de la noche pero había atravesado un sinfín de vicisitudes. Además, el aire emponzoñado había consumido su energía. El breve respiro de la brisa no había supuesto una gran ayuda. El aire seguía siendo sofocante, y a Childe le parecía que empezaba a volverse de nuevo gris. Sin duda, aquello debía ser uno de los trucos que últimamente su imaginación parecía complacerse en hacerle, porque no circulaban suficientes automóviles en las calles como para que se produjera otra acumulación de smog.

Llamó al comisario y preguntó por el sargento Bruin. No esperaba encontrarle, pero tuvo suerte. Bruin tenía un montón de cosas que contar acerca de sus problemas con el tráfico durante aquel día. Por no mencionar que su esposa había decidido de repente salir de la ciudad. ¡Cristo! El smog había desaparecido, ¿no? En fin, por lo menos de momento. No había forma de saber lo que podría ocurrir si continuaba aquel tiempo enloquecido. Tenía que acostarse ya mismo, porque el día siguiente se presentaba aún peor. No por el tráfico. La mayor parte de los refugiados estarían ya más allá de los límites del Estado. Pero regresarían. No era aquello lo que le preocupaba. Aquel clima demencial y el smog, o para ser exactos la súbita desaparición del smog, había tenido como resultado una creciente espiral de asesinatos y suicidios. Hablaría con Childe al día siguiente, si encontraba un momento.

—Da la impresión de que estás totalmente agotado, Bruin —dijo Childe—. ¿No te interesa saber lo que he venido haciendo acerca del caso de Colben?

—¿Has averiguado algo en concreto? —dijo Bruin.

—Estoy siguiendo una pista. Tengo un presentimiento…

—¡Un presentimiento! ¡Un presentimiento! ¡Por el amor de Dios, Childe, estoy agotado! ¡Ya te veré!

Bruin colgó.

Childe maldijo para sí, pero al cabo de un rato tuvo que admitir que la reacción de Bruin estaba justificada. Decidió irse a la cama. Verificó su contestador automático. Había una llamada. A las 9:45, justo antes de que llegara a casa, Magda Holyani había telefoneado para informar de que el señor Igescu había cambiado de opinión y que le concedería una entrevista. Debía llamarla si regresaba antes de las diez. En caso contrario, no debía hacerlo antes de pasadas las tres de la tarde siguiente.

Childe no consiguió dormir durante largo rato, inquieto por intentar adivinar qué podría haber hecho cambiar de opinión al barón. ¿No habría visto tal vez a Childe recorriendo el exterior del muro, decidiendo invitarle por alguna siniestra razón?

Se despertó de golpe, incorporándose con el corazón encogido. El teléfono repiqueteaba junto a él. Lo derribó sin querer y tuvo que bajar trabajosamente de la cama para recogerlo del suelo. Identificó de inmediato la voz del sargento Bruin.

Las retorcidas manecillas del reloj de su mesilla de noche indicaban el doce y el ocho, estilo gótico.

—¿Childe? ¿Childe? ¡Magnífico! Normalmente me sentiría culpable por despertarte, pero yo estoy levantado desde las seis. Escucha: ¡el coche de Budler ha aparecido esta mañana! En el mismo aparcamiento en el que encontramos el automóvil de Colben. ¿Qué dices a eso? Los muchachos del laboratorio, los que hay disponibles, están ahora revisándolo.

—¿A qué hora de la mañana? —dijo Childe.

—A eso de las seis. ¿Por qué? ¿Qué puede importar eso? ¿Es que has descubierto algo?

—No. Escucha, si es que dispones de un momento —y Childe le contó a grandes rasgos sus actividades del día anterior—. Tan sólo quería que supieras que voy a ir allí esta noche; en caso de que…

Se detuvo. Súbitamente se sintió como un estúpido, y la risotada de Bruin no hizo más que acrecentar esta sensación.

—¿En caso de que no des señales de vida? ¡Ja! ¡Ja! Bruin se rió estrepitosamente. Finalmente, dijo:

—Está bien, Childe. Estaré pendiente de tu regreso. Pero toda esta historia acerca del vampiro… ¿un barón, sin cofia?, ¿un barón rumano transilvano en plan de vampiro auténtico que controla una cadena de supermercados? ¡Ja! ¡Ja! Childe, ¿estás seguro de que el smog no se te ha comido las neuronas?

—Diviértete mientras puedas —le respondió Childe con tono digno—. ¿Tenéis vosotros alguna pista, dicho sea de paso?

—¿Cómo diablos íbamos a tenerla? ¡Sabes perfectamente que no hemos tenido ni un momento libre!

—¿Y qué hay de los lobos, entonces? —retrucó Childe—. ¿Acaso no hay alguna ley acerca de la posesión de animales salvajes, animales peligrosos, en los vecindarios? Por los aullidos, daban la impresión de andar sueltos.

—¿Cómo sabes que eran lobos? ¿Llegaste a verlos?

Childe admitió que no, que no los había visto. Bruin dijo que incluso aunque hubiera alguna ley prohibiendo tener lobos en libertad en Beverly Hills, eso sería un asunto de la competencia de la policía local o tal vez de la policía del condado. No estaba seguro, porque aquella zona era una demarcación dudosa; estaba en el mismísimo borde de Beverly Hills, si no le fallaba la memoria. Tendría que verificarlo.

Childe no insistió en que lo averiguara. Sabía que Bruin estaba demasiado ocupado como para interesarse por el asunto y aunque no lo hubiera estado, lo más probable era que pensara que Childe estaba siguiendo un rastro equivocado. Childe no pudo por menos que admitir que aquello era muy probable. Pero no tenía nada más en que ocuparse.

El resto del día lo ocupó limpiando su apartamento, lavando su colada en las máquinas del sótano del edificio, haciendo planes para la noche, especulando sobre su resultado y recogiendo material que introdujo en el portamaletas del coche.

Vio también las noticias en la tele. El aire estaba inmóvil y tenía un color gris plomizo. A pesar de esto, la mayor parte de los ciudadanos parecían opinar que las condiciones estaban volviendo a la normalidad. Los negocios habían abierto de nuevo, y las calles se iban llenando de automóviles. No obstante, las autoridades advertían a quienes abandonaron la zona que no regresaran si habían encontrado algún lugar donde quedarse. El clima «antinatural» podía continuar durante tiempo indefinido. No existía explicación alguna que lo aclarara, ni siquiera que pudiera ser expuesta de manera convincente. Pero en caso de que volvieran las condiciones atmosféricas normales, sería preferible que aquellos cuya salud estuviera en peligro a causa del smog permanecieran alejados, o bien regresaran tan sólo durante el tiempo necesario para dejar resueltos sus asuntos antes de partir de nuevo.

Childe fue al supermercado, que estaba funcionando a un nivel de normalidad de casi un sesenta por ciento, para abastecerse para un tiempo. El cielo se estaba oscureciendo rápidamente, y aquella peculiar y horrenda luz se había extendido ya por todo el cielo desde el horizonte. Parecía aplastar a los humanos que caminaban bajo aquella cúpula; hablaban menos que de costumbre y más bajo, y hasta el sonido de las bocinas había sufrido una apreciable reducción.

Los pájaros no habían regresado.

Childe llamó dos veces a Igescu. La primera vez, una grabación le indicó que las llamadas sólo serían atendidas a partir de las seis. Childe se preguntó por qué el mensaje grabado de la noche anterior había dicho que podría llamar a partir de las tres. Childe volvió a llamar pocos minutos después de las seis. La voz grave de Magda Holyani respondió al teléfono.

Sí, el señor Igescu le recibiría aquella tarde a las ocho. En punto. Y la entrevista debería finalizar a las nueve. El señor Wellston tendría que firmar un documento comprometiéndose a que cualquier material publicado debería tener la previa aprobación del señor Igescu. No, no podía llevar una cámara fotográfica. El chófer, Eric Glam, se encontraría con el señor Wellston en la verja y le llevaría en coche hasta la casa. El automóvil del señor Wellston debería quedar aparcado en el exterior.

Childe colgó, y se había alejado tres pasos del teléfono cuando este sonó de nuevo. Era Bruin:

—Childe, el informe del laboratorio llegó hace ya algún tiempo, pero no he tenido ocasión de verlo hasta ahora. Hizo una pausa.

—¿Y bien? —dijo Childe.

—El coche estaba limpio, exactamente igual que el de Colben. A excepción de una cosa.

Bruin hizo otra pausa. Childe sintió un estremecimiento en la espina dorsal que ascendió por su cuello hasta llegar a su cuero cabelludo. Al oír a Bruin, había sentido una sensación de deja vu, de haber escuchado antes aquellas palabras bajo circunstancias exactamente idénticas. Pero en realidad no era tanto una cuestión de deja vu como de premonición.

—Había pelos en el asiento delantero. Pelos de lobo.

—Entonces, ¿has cambiado de opinión acerca del interés de investigar a Igescu?

—No podemos —gruñó Bruin—, no en este momento; pero sí creo que tú deberías hacerlo. Los pelos de lobo fueron puestos sobre el asiento a propósito, esto es obvio, considerando lo limpio que estaba todo lo demás. ¿Por qué? ¿Quién puede saberlo? Yo esperaba otra película, esta vez con Budler, pero no ha llegado nada. De momento.

—Podría ser tan sólo una coincidencia —dijo Childe—. Pero si no te he llamado esta noche a las diez, si es que no te importa que te llame a tu casa, quizá sea mejor que le hagas una visita al barón.

—Demonios, me apostaría algo a que no estaré libre de servicio a las diez y vete a saber dónde estaré. Podría hacer que me transmitieran tu llamada, pero al teniente no le iba a hacer ninguna gracia, estamos ya bastante agobiados con llamadas oficiales, y esta difícilmente podría ser calificada así. No, llama al sargento Mustanoja, estará de guardia y cogerá el recado para mí. Me pondré en contacto con él en cuanto pueda.

—Entonces digamos mejor que a las once —dijo Childe—, tal vez me quede retenido allá.

—Espero que no sea por las pelotas —dijo Bruin, y riéndose colgó el auricular.

Childe sintió una ligera retracción en sus testículos. No le hacía mucha gracia el humor de Bruin. Desde luego, no mientras la película de Colben permaneciera nítida en su cerebro.

Dio tres pasos y el teléfono volvió a sonar. Magda Holyani le dijo que, lamentándolo mucho, habría que posponer la reunión hasta las nueve.

Childe dijo que no tenía importancia. Holyani le respondió que era muy amable por su parte y que por favor estuviera allí a las nueve en punto.

Childe volvió a llamar a Bruin para informarle del cambio de planes. Bruin había salido, de modo que le dejó el recado al sargento Mustanoja.

A las ocho treinta salió con el coche. Desde el Beverly Boulevard, las colinas parecían fantasmas excesivamente tímidos como para vestirse de momento con un ectoplasma denso.

Cuando detuvo su coche ante la verja de la finca de Igescu, era ya noche cerrada. En el interior, un automóvil grande vertía la luz de sus faros carretera privada arriba, alejándose de la verja.

Una forma voluminosa estaba apoyada contra ésta. Se dio la vuelta y una gigantesca figura de hombros extraordinariamente anchos y estrecha cintura quedó silueteada frente a las luces. Lucía una gorra de chófer.

—Soy el señor Wellston. Estoy citado a las nueve.

—Sí, señor. ¿Me permite su identificación, señor?

La voz sonaba como emitida por un gran tambor.

Childe extrajo varias tarjetas, una licencia de conducir y una carta, todas ellas falsificadas. El chófer las revisó con la ayuda de una pequeña linterna, se las devolvió a través de la abertura de la verja y desapareció a un costado. La verja se abrió hacia dentro silenciosamente. Childe entró y la verja se cerró. Glam se acercó a grandes zancadas, abrió la puerta trasera del automóvil para que entrara y la cerró una vez que Childe estuvo sentado. Él se sentó al volante y Childe pudo apreciar que sus orejas eran enormes y se extendían en ángulo recto desde su cráneo, aparentemente tan grandes como las alas de un murciélago. Por supuesto exageraba un poco, pero realmente eran enormes.

Hicieron el recorrido en silencio; el gran Rolls-Royce seguía los meandros del camino sin esfuerzo alguno y sin ningún ruido perceptible de motor. Sus faros iluminaban a su paso árboles diversos, abetos, arces, robles, y multitud de espesas plantas recortadas en extrañas formas. La luz parecía dar existencia a aquella vegetación. Tras recorrer tal vez un kilómetro a vuelo de pájaro, si bien dado lo tortuoso del recorrido, quizá habían sido tres, el automóvil se detuvo frente a otro muro. Este era de ladrillo rojo, medía unos tres metros y estaba rematado por picas de acero unidas entre sí con alambre de espino. Glam oprimió algo en el tablier y la verja de hierro se abrió hacia dentro.

Childe miró por las ventanas pero no alcanzó a ver más que una continuación de la carretera y de los bosques. Súbitamente, al tomar la primera curva, vio el reflejo de los faros contra cuatro ojos resplandecientes. Los faros se apartaron, los ojos desaparecieron, pero no antes de que pudiera apreciar dos formas lobunas escurriéndose hacia los arbustos.

El automóvil emprendió la subida de una empinada colina y al aproximarse a su cúspide los faros enfocaron una cúpula victoriana. El camino describía una curva frente a la casa y, mientras los rayos de luz barrían su fachada, Childe observó que, tal y como la había descrito el artículo del periódico, era una estructura extravagante. La parte central, obviamente más antigua, estaba hecha de adobe. Las alas eran de madera pintada de gris, exceptuando las ventanas ribeteadas de rojo, y se extendían colina abajo, hasta media pendiente, de forma que la casa parecía un monstruoso pulpo apoltronado sobre una roca.

Esta imagen atravesó su mente como una inserción incongruente en una película, y luego no vio más que una edificación extravagante, incluso monstruosa.

El edificio original tenía un amplio porche, y las edificaciones añadidas posteriormente habían sido también equipadas con sus respectivos porches. La mayor parte del porche estaba sumida en sombras, pero su porción central estaba tenuemente iluminada por la luz que se escapaba a través de unas delgadas persianas. Frente a una de ellas pasó una sombra.

El automóvil se detuvo. Glam se apresuró a salir, abriéndole la puerta a Childe. Childe bajó y se mantuvo inmóvil un minuto, escuchando. Los lobos no habían aullado ni una sola vez. Se preguntó qué les retenía de atacar a los habitantes de la casa. Glam no parecía preocuparse acerca de ellos.

—Por aquí, señor —dijo Glam precediéndole por el porche hasta la puerta principal. Apretó un botón y se encendió una luz encima de la puerta. La maciza puerta era de una madera noble, ¿caoba?, muy trabajada, representando una escena pintada (al parecer) por El Bosco. Pero una inspección más minuciosa le convenció de que era la obra de un español. Había algo indefiniblemente ibérico en aquellos seres (demonios, monstruos, hombres) que sufrían toda clase de torturas o fornicaban de maneras harto peculiares con órganos que resultaban a su vez harto peculiares.

Glam había dejado su gorra de chófer en el asiento delantero del Rolls. Vestía un traje negro de franela, y sus pantalones estaban metidos dentro de las botas. Sacó una gran llave de un bolsillo, la introdujo en la puerta, la abrió de par en par (estaba bien centrada, no se produjeron chirridos estilo Inner Sanctum), y se inclinó indicando a Childe que pasara. Se encontraban ante un gran (incluso podría describirse como inmenso) recibidor. De hecho era un vasto recibidor que recorría la parte frontal de la casa, y a la mitad había una amplia entrada a otro recibidor que se hundía en las profundidades de la casa. Las alfombras eran gruesas y de color vino, con un dibujo verde pálido. Unos pocos muebles pesados, macizos, de estilo español, se alineaban junto a las paredes.

Glan le dijo que esperara a que le anunciara. Childe vio como el gigante tenía que agacharse para atravesar el umbral que daba al recibidor central. Después volvió la cabeza violentamente a la derecha, porque había percibido por el rabillo del ojo que alguien o algo desaparecía en un ángulo del pasillo. Se sorprendió, ya que no había visto a nadie al entrar. Entrevió la espalda de una mujer alta, una amplia falda negra que le llegaba hasta los pies, la blanca piel de su espalda que la uve del escote dejaba al descubierto, un cabello negro recogido en lo alto, y una gran peineta negra.

Sintió frío y, por un segundo, desorientación.

No dispuso entonces de más tiempo para pensar en la aparición, puesto que su anfitrión venía a su encuentro. Igescu era un hombre alto y enjuto de pelo castaño, espeso y ondulado, grandes ojos verde brillante, una gran nariz aquilina y un hoyuelo en la mejilla derecha. El bigote había desaparecido. Parecía rondar los sesenta y cinco años de edad, unos sesenta y cinco años vigorosos y atléticos. Vestía un smoking azul oscuro. Su corbata era negra con un símbolo azulado en su centro, casi indiscernible. Childe no conseguía identificarlo; su contorno parecía ser fluido, cambiar de forma a cada gesto de Igescu.

Su voz era grave y agradable, y hablaba con tan sólo un levísimo acento extranjero. Estrechó la mano de Childe. Sus manos eran grandes y fuertes y su presión era poderosa. La mano era fría pero no en un grado que pudiera considerarse anormal. Parecía un anfitrión extraordinariamente cordial y distendido, pero dejó perfectamente claro que no permitiría que su huésped permaneciera en la casa más de una hora. Le hizo a Childe unas preguntas acerca de su trabajo y de la revista que representaba. Childe le dio detalladas respuestas; estaba preparado para un interrogatorio mucho más extenso.

Glam había desaparecido en dirección desconocida. Igescu invitó a Childe a recorrer la casa. No duró más de cinco minutos, ya que la visita se limitó a unas pocas habitaciones de la planta baja. Childe no pudo hacerse una idea precisa de la distribución de la casa. Regresaron a un gran salón que daba al recibidor central, e Igescu pidió a Childe que se sentara. El salón estaba también amueblado estilo español y tenía además un piano de cola. Sobre la repisa de una chimenea había un gran retrato al óleo. Childe, dando pequeños sorbos a un excelente brandy, escuchaba a su anfitrión, estudiando mientras el retrato. Representaba una bellísima joven vestida con un traje español y con un gran abanico de marfil en la mano. Tenía unas cejas inusitadamente espesas y unos ojos extraordinariamente oscuros, como si el pintor hubiera inventado un pigmento capaz de concentrar la negrura. Había un esbozo de sonrisa en los labios del retrato, pero no estilo Monna Lisa, ya que la sonrisa parecía indicar una firme determinación de… ¿de qué? Estudiando los labios, Childe pensó que en aquella sonrisa había algo cruel, como si en ella se ocultara un odio profundo junto con un deseo de venganza. Tal vez fueran el brandy y aquel ambiente los que le inducían a pensar aquello, o tal vez el personaje desagradable y lleno de odio hubiera sido el artista, quien hubiese proyectado sobre la inocente vaciedad de su sujeto sus propios sentimientos. Cualquiera que fuese la verdad, el artista tenía talento. Le había dado a su obra la autenticidad, que es algo más que la vida.

Interrumpió a Igescu para interrogarle acerca de la pintura. A Igescu no pareció molestarle aquella interrupción.

—El nombre del artista era Krebens —dijo—. Si se aproxima usted al cuadro, verá su firma en letras minúsculas en el rincón de la izquierda. Yo poseo un conocimiento bastante amplio sobre la historia del arte y la historia de la región, pero jamás he visto ningún otro cuadro suyo. Este venía incluido con la casa; se dice que es de Dolores del Osorojo. Personalmente yo estoy convencido de que así es, ya que he visto al modelo.

Sonrió. Childe volvió a sentirse helado.

—Un instante después de entrar en la casa —dijo—, vi a una mujer doblar la esquina en el extremo del recibidor. Iba vestida con ropas españolas antiguas. ¿Podría tal vez ser…?

—Sólo hay tres mujeres en esta casa. Mi secretaria, mi bisabuela y una huésped. Ninguna de ellas utiliza jamás la ropa que usted describe.

—Al parecer, al fantasma lo han visto un buen número de personas. No obstante, a usted no parece alarmarle. Igescu se encogió de hombros.

—Tres de nosotros —dijo—, Holyani, Glam y yo hemos visto a Dolores en multitud de ocasiones, aunque siempre a distancia y tan sólo por unos instantes. No se trata de ninguna ilusión ni de ningún hechizo. Pero parece inofensiva, y me resulta más fácil soportarla que a muchas personas de carne y hueso.

—Me gustaría que me hubiera permitido traer una cámara. Esta casa es extremadamente pintoresca, y si hubiera podido fotografiar su fantasma… ¿o acaso lo ha intentado usted ya y ha averiguado que no sale en las fotos?

—En efecto, así era cuando llegué aquí —dijo Igescu—. Pero posteriormente lo ensayé de nuevo y pude fotografiar su imagen con perfecta claridad. El mobiliario que había detrás de ella aún se podía percibir débilmente a través suyo, pero ella es mucho más opaca que antes. Supongo que con el tiempo, y con suficientes personas de las que tomar la sustancia necesaria…

Hizo un vago gesto con la mano como rematando la frase. Childe se preguntó si Igescu no estaría tomándole el pelo.

—¿Podría ver esa foto? —preguntó.

—Claro está —respondió Igescu—. Pero, por supuesto, esto no demuestra nada. Quedan muy pocas cosas que no puedan falsificarse…

Se dirigió a un intercomunicador disimulado como humidificador para cigarros, en una lengua que Childe no acertó a reconocer. Desde luego no sonaba a idioma latino, aunque, dada su falta de familiaridad con el rumano, carecía de medios para identificarlo. Aunque dudaba que el rumano tuviera sonidos tan guturales.

Oyó un chasquido de bolas de billar y se volvió para mirar a la habitación contigua. Dos jóvenes estaban jugando con gran concentración. Ambos eran rubios, de estatura media y atractiva constitución, e iban vestidos con ajustados jerseys blancos, vaqueros blancos igualmente ajustados y sandalias negras. Por su aspecto bien podían ser hermanos. Sus cejas eran altas y arqueadas y las cuencas de los ojos hundidas. Sus labios resultaban peculiares. El labio superior era tan delgado que parecía el filo de un cuchillo ensangrentado; el labio inferior estaba tan hinchado que daba la impresión de haber sido cortado por el superior y que la herida se hubiera infectado.

Igescu los llamó. Alzaron las cabezas con una vivacidad tan animal que Childe no pudo evitar pensar en los lobos que había visto de pasada en su recorrido hasta la casa. Saludaron a Childe con un movimiento de cabeza cuando Igescu los presentó como Vasili Chornkin y Frau Krautschner, pero no sonrieron ni dijeron palabra alguna. Parecían ansiosos por reemprender su partida de billar. Igescu no dio explicaciones sobre su presencia en la casa, pero Childe pensó que la muchacha debía ser la huésped que había mencionado.

Glam apareció súbita y silenciosamente; se deslizaba como un gato a pesar de su peso y su talla. Entregó a Igescu un sobre de papel manila. Childe echó una mirada a Igescu mientras extraía la foto del sobre. Entretanto, Glam había desaparecido tan rápida y silenciosamente como entró.

La foto se había tomado de día, desde unos doce metros de distancia. La luz que inundaba la habitación, penetrando a través del gran ventanal, mostraba todos los detalles. Allí estaba Dolores del Osorojo en el momento de abandonar el recibidor a través de una puerta. El borde de la puerta y parte de una silla cercana se distinguía vagamente a su través. Ella estaba mirando hacia atrás, hacia la cámara, con la misma vaga sonrisa del cuadro.

—Lo siento, pero tengo que pedirle que me la devuelva —dijo Igescu.