El trayecto en coche resultó agradable. No había más que diez coches circulando por las calles, dos de ellos de la policía, de color blanco y negro, con sus luces rojas lanzando destellos, pero sin hacer uso de las sirenas. Le doblaron a toda velocidad.
Childe se dirigió hacia el oeste por Santa Mónica Bd., torció a la derecha por Rex Fort Drive, y emprendió su safari a través de las casas y mansiones cada vez más lujosas y exclusivas (la cumbre de la jerarquía social estaba al norte de las colinas). Ascendió por Coldwater Canyon y se adentró en las colinas rotuladas en el mapa como Montañas de Santa Mónica. Giró a la izquierda y se metió por Mariconado Lañe, recorrió unos tres kilómetros por una estrecha y tortuosa carretera de asfalto, flanqueada por un muro casi impenetrable de grandes robles, de abetos, de altos y espesos matorrales y Setos, giró a la derecha por Daimon Drive, recorrió unos dos kilómetros pasando junto a varias propiedades protegidas por elevados muros, llegando finalmente a la finca de Igescu (si es que Heepish le había orientado correctamente).
Al final de un muro construido con argamasa blanca, a trescientos metros de la verja de entrada, la carretera terminaba bruscamente. Pero ningún obstáculo impedía continuar a pie. Quienquiera que fuese el propietario de la tierra lindante con la del barón, no parecía sentir necesidad alguna por preservar su intimidad. Childe condujo hasta el final de la zona pavimentada, y tras algunas maniobras consiguió dar la vuelta al coche. Lo dejó con su parte trasera rozando un arbusto y apuntando carretera abajo. Tras cerrar las puertas, enterró una llave de repuesto al pie de un arbusto (siempre debe estar uno preparado para las emergencias) y después echó a andar hasta la verja de entrada.
El muro medía más de tres metros de altura y estaba rematado por picas de hierro, entre las cuales se habían tendido de seis a ocho hileras de alambre de espinos. La verja era una pesada puerta de hierro forjado, de una sola pieza, que se abría hacia afuera por medio de un mecanismo eléctrico. No se veía ninguna cerradura. Para abrirla, sin duda debía insertarse un fleje de metal en un hueco de una pieza de acero, al costado de la verja. La verja estaba pintada de color negro mate y estaba separada en ocho cuadrados por medio de gruesas barras de hierro. Cada cuadrado sustentaba una placa de hierro forjado que tenía el cuerpo de un grifo con alas de murciélago. Aquello parecía salir de una película de serie B, pero seguramente no era más que una coincidencia. Las alas de murciélago debían tener seguramente algún significado heráldico.
Una caja de metal suspendida a la altura de una persona, adosada al poste derecho, parecía ser un interfono. Más allá de la verja, una estrecha carretera asfaltada describía una curva y desaparecía entre los espesos bosques. La única señal de vida visible era una alicaída ardilla negra. (La radio había informado de que todos los pájaros habían huido de la zona).
Childe caminó hasta los bosques que había al final de la carretera. Ignoró el cartel de LOS INTRUSOS SERÁN ENÉRGICAMENTE PERSEGUIDOS —le gustaba aquello de ENÉRGICAMENTE— y echó a andar a lo largo del muro. El camino no era sencillo. Los arbustos y las zarzas parecían empeñados en retenerle. Pugnó contra ellos y se retorció unas cuantas veces y un poco más allá del muro describió una curva a la derecha ascendiendo una empinada colina. Jadeante, gateó hasta la cumbre. Se preguntó si su forma física había desaparecido por completo o si el smog había disminuido su capacidad para la asimilación del oxígeno.
El muro seguía obstaculizando su camino. Después de un breve descanso, trepó a lo alto de un enorme roble. Cerca de la copa miró a su alrededor, pero sólo divisó árboles al otro lado del muro. No había ramas que pudiera utilizar para sobrepasar el muro.
Descendió lenta y cuidadosamente. Cuando niño, en ocasiones pensó que tal vez resultara más divertido ser Tarzán que Sherlock Holmes. No había llegado a ser ni uno ni el otro, pero indudablemente estaba más cerca de Holmes que de Tarzán. Ni siquiera desempeñaría bien el papel de Jane. El sudor se deslizaba por su cara y empapaba su camiseta debajo de los sobacos. Sus pantalones estaban rotos por dos sitios, un pequeño arañazo en el dorso de su mano izquierda sangraba profusamente, las palmas de sus manos estaban despellejadas y sucias, y sus zapatos arañados. El sol, en empática actitud con su estado de ánimo, estaba bajo. Estaba a punto de tocar el risco de las colinas occidentales, que alcanzaba a ver entre las ramas. Ahora tendría que regresar e inspeccionar el muro en algún otro momento —si es que lo había—, ya que recorrer a tropezones y al azar los bosques, en medio de la oscuridad, podía ser exasperante. Se apresuró a volver a su automóvil, perdiendo esta vez un botón de la camisa, y llegó a él justo al atardecer. El silencio era semejante al de alguna profunda caverna. No se escuchaba el canto de ave alguna. Incluso los zumbidos de los insectos habían desaparecido. Tal vez el smog los hubiera matado; estaba seguro, en todo caso, de que su número había disminuido y los supervivientes habían huido. No se escuchaba sonido alguno de aviones o automóviles, sonidos de los que hubiera sido imposible escapar en lugar alguno del condado de Los Angeles, ya fuera de día o de noche. La atmósfera parecía preñada con un espíritu de… ¿de qué en realidad? De expectación. Si aquella expectación iba dirigida a él o a alguna otra persona, y a qué obedecía, era algo difícil de discernir. Reflexionó un instante y le pareció una idea ridícula.
Se puso al volante; se acordó de la llave enterrada bajo el arbusto, se aprestó a salir a recogerla, después se lo pensó mejor y cerró de nuevo la puerta. Tamborileó con sus dedos, deseó no haber dejado de fumar, y se puso a masticar chicle. Estuvo a punto de encender la radio pero decidió que, en medio de aquel silencio, su sonido podía llegar demasiado lejos.
Finalmente los últimos resplandores del sol desaparecieron. La oscuridad que le rodeaba se hizo más compacta, como si la noche se solidificara. El fulgor familiar producido por el millón de luces de la ciudad, la falta de nubes para reverberarlo, se echaba a faltar aquella noche, las colinas y árboles que le rodeaban ocluían el brillo del horizonte. Las estrellas empezaron a abrirse paso a través de la oscuridad. Al cabo de un rato, la luna casi llena, ribeteada de negro, como una tarjeta de pésame, se alzó por encima de la arboleda.
Childe esperó. Transcurrido un rato, salió del automóvil y avanzó hacia la verja y escrutó a través de los barrotes, pero no alcanzó a ver siquiera el más pálido nimbo que pudiera indicar que, en algún lugar de aquella espesa oscuridad, existía un gran edificio bien iluminado, en el que se alojaban al menos dos personas. Regresó al coche, estuvo sentado esperando alrededor de un cuarto de hora más, y después se inclinó hacia la llave de contacto. Su mano se detuvo a dos centímetros de ella.
El sonido que acababa de oír le había erizado los pelos.
Había cazado suficientes veces en Montana y en el Yucón como para reconocer en aquel sonido un aullido de lobos. Surgía de algún lugar entre los árboles que había al otro lado del muro de la propiedad de Igescu.