VII

Childe sonrió ampliamente mirando la fotografía de Rodder. Heepish, preguntó:

—¿Qué es lo que le hace tanta gracia? Tampoco a mí me vendría mal reírme en estos tiempos tan duros.

—Nada, en realidad.

—¿No le gusta a usted Rodder?

La voz de Heepish era mesurada, pero se podía percibir en ella el toque de un cepo bien engrasado, impaciente por cerrarse sobre su presa.

—Me gustó su serie La Tierra de las Sombras —dijo Childe—, y me gustaban los temas subyacentes a sus obras, aparte del elemento terrorífico. Ya sabe usted el mito, del hombrecillo combatiendo bravamente contra el conformismo, el autoritarismo, las vastas fuerzas de la corrupción, y demás, el individuo solitario, el único hombre honesto del mundo, me gustan esas cosas. Y siempre que tengo ocasión de leer algún artículo en el periódico acerca de Rodder, siempre aparece descrito como un hombre honesto, íntegro. Lo que desde luego no deja de resultar irónico.

Childe se interrumpió y después, aunque no deseaba continuar, pero dado que se veía obligado a ello, añadió:

—Pero conozco a un tipo…

Childe se detuvo. ¿Por qué explicarle a Heepish que el individuo era Jeremiah?

—Este individuo que le digo estuvo en una fiesta a la que asistieron fundamentalmente personajes del mundo de la ciencia-ficción.

Él estaba a corta distancia de un grupo de autores. Uno de ellos era el gran autor de literatura fantástica Breyleigh Bredburger. ¡Lo conocerá usted, por supuesto! Heepish asintió con la cabeza.

—Después de Rodder, Monk Lewis y Bloch, es mi favorito —dijo.

—Otro autor, no recuerdo ahora su nombre —dijo Childe—, por lo visto se quejaba de que Rodder le robó, para su serie, una de sus historias, que había publicado en una revista. Se había limitado a cogerla, cambiarle el título y algunos pequeños detalles, se la había atribuido a no sé qué persona con un exótico nombre griego y había rehusado hasta el momento aceptar correspondencia alguna con el autor acerca del supuesto robo. Bredburger dijo que aquello no era nada. Rodder le había robado tres de sus historias, atribuyéndoselas a sí mismo. Bredburger consiguió arrinconar a Rodder en dos ocasiones obligándole a admitir el robo y a indemnizarle en consecuencia. La excusa de Rodder fue que se había comprometido a escribir él mismo dos tercios de la serie y no había podido hacerlo, de forma que, acuciado por la desesperación, había copiado las historias de Bredburger. No dijo nada acerca de los plagios cometidos con otras personas, por supuesto. Rodder dijo que le pagaría por la tercera historia robada, pero hasta el momento no lo había hecho. Bredburger pensaba que jamás llegaría a cobrar a menos que intentara amedrentar a Rodder o llevar el asunto a los tribunales. Un tercer autor dijo entonces que tendría que ponerse a la cola detrás de unos veinte escritores en la misma situación… Así es su Nimming Rodder, su gran campeón del hombrecillo, del inconformista, del hombre honrado.

Childe se detuvo. Se sentía sorprendido por haberse acalorado tanto. No tenía deseos de discutir. Después de todo, presumiblemente iba a quedar en deuda con este hombre, si es que alguna vez finalizaba aquella gira por la casa. Sin embargo, se sentía picajoso e irritado. Había visto demasiados hombres corrompidos, ensalzados y honrados por todo el mundo, de los que se desconocía la verdad o se hacía la vista gorda. Por añadidura, la irritación producida por el smog, el pánico reprimido motivado por el pavor a aquello en lo que el smog podría llegar a convertirse, la muerte de Colben, la frustrante escena con Sybil, y la actitud de Heepish, intangiblemente quisquillosa, se combinaban para desgastar la piel y la grasa que protegían sus nervios.

Los ojos grises de Heepish parecieron hundirse en sus cuencas como si temieran arder si se acercaban demasiado a la luz y el aire. Su nuca se estremeció. Su bigote se arqueó hacia abajo como si pesas invisibles hubieran sido atadas a sus extremos. Sus orificios nasales resonaron como fuelles de una fragua. Su piel blanquecina enrojeció. Sus manos se crisparon.

Childe se mantuvo en silencio, que se fue haciendo tenso. Si Heepish se ponía desagradable, él se pondría al mismo nivel, aunque así perdiera su acceso a aquellos textos que tan necesarios le resultaban. Jeremiah le había dicho que Heepish sacó la idea de su colección de un hombre llamado Forrest J. Ackerman, que probablemente poseía la mayor colección privada de fantasía y ciencia-ficción del mundo. De hecho, a Heepish le llamaban el Ackerman de los pobres, pero no cara a cara. Aunque estaba muy lejos de ser pobre, tenía mucho dinero —nadie sabía de dónde podía haber salido— y su colección llegaría a ser algún día la mayor del mundo, tanto privada como pública.

Pero en aquel momento era muy vulnerable, y Childe estaba dispuesto a atacarle a través de las grietas de sus armaduras.

—¡Vaya, vaya! —dijo Heepish.

Levantó la cabeza; un esbozo de sonrisa volvió a sus labios, pero su bigote seguía aún erizado como el de una morsa en celo; juntaba sus manos como para una oración, después las separaba con un gesto como de estrangulamiento.

—¡Vaya, vaya! —repitió. Su voz tenía el mismo tono resuelto, pero esta vez emitía también muy al fondo una especie de zumbido agudo, como el de un mosquito lejano.

—¡Vaya, vaya! —dijo Childe, consciente de que jamás llegaría a saber lo que Heepish iba a decir e indiferente ante ello—. Me gustaría ver los archivos de prensa, si me lo permite.

—¿Cómo? ¡Oh, sí! Están en el piso de arriba. Por aquí, haga el favor.

Abandonaron el garaje, pero Heepish se colocó la fotografía de Rodder bajo el brazo antes de seguirle. Childe se había preguntado qué demonios estaba haciendo aquel icono en el garaje, pero al regresar a la casa vio que había muchas más fotografías de Rodder —y cuadros y dibujos a lápiz e incluso recortes enmarcados de periódicos y revistas con su retrato— de lo que había pensado.

Heepish se había encontrado con una de más y la había almacenado en el garaje, pero ahora, como para poner a Childe en su lugar, para bajarle los humos de una manera un tanto críptica, Heepish traía consigo aquella fotografía de vuelta a la casa.

Childe sonrió ante esta idea. Dejó pasar a Heepish delante de él, para que le condujera a través de la cocina y el recibidor, girando después a la derecha para ascender por las angostas escaleras. Las paredes estaban decoradas con multitud de fotografías y pinturas del monstruo de Frankenstein y de Drácula y había un cuadro pintado por Hannes Bok y un grabado por Virgil Finlay, todos inclinados en diferentes ángulos como si fueran lápidas de un viejo cementerio abandonado.

Recorrieron una corta galería y penetraron en una habitación cuyas paredes estaban cubiertas de pinturas y fotos, de pósters y carteles de cine. En medio de ella, había una serie de grandes caballetes de madera, sobre los que estaban dispuestas ilustraciones y fotos y recortes de periódico, que podían girar en torno a un eje central, como las páginas de un libro.

Childe echó un vistazo a todo aquel material; en cualquier otro momento le hubieran encantado y regocijado aquellos nostálgicos artículos.

Heepish, como si estuviera abusando de él, suspiró ruidosamente cuando Childe pidió ver sus libros de recortes de prensa. Se introdujo en un enorme armario cuyas paredes estaban cubiertas de grandes libros de recortes, muchos de ellos polvorientos y con olor a moho.

—Realmente debería hacer algo antes de que sea demasiado tarde —dijo Heepish—. Tengo aquí algún material extremadamente valioso… de hecho inapreciablemente valioso e irreemplazable.

Llevaba aún la fotografía de Rodder bajo el brazo.

Le llegó el turno de suspirar a Childe al ver la enorme pila de material a estudiar. Pero se sentó en una silla, puso el tobillo derecho sobre su muslo izquierdo, y comenzó a pasar las rígidas y a menudo amarillentas y quebradizas páginas de los álbumes. Al cabo de un rato, Heepish se excusó y dijo que tenía cosas que hacer. Si Childe deseaba algo, no tenía más que llamarle. Childe alzó la vista, sonrió brevemente y dijo que no deseaba molestar más de lo estrictamente necesario. Tras estas palabras, Heepish se marchó, pero dejó a sus espaldas un ectoplasma casi visible de desdén y de sentimientos heridos.

Los álbumes de recortes iban titulados según diversos aspectos temáticos: VAMPIROS DE PELÍCULAS, ALEMANES Y ESCANDINAVOS, 1919-1939; LICÁNTROPOS, AMERICANOS, 1865-1900; BRUJAS, PENNSYLVANIA, 1880-1965; GOLEM, EXTRA-FORTEANA, 1929-1960; FOLKLORE VAMPIRICO E HISTORIAS DE FANTASMAS DEL SUR DE CALIFORNIA, 1910-1967, y así sucesivamente.

Childe había ojeado treinta y dos de estos títulos antes de llegar al último. Todos ellos resultaron interesantes pero no habían rendido excesivo fruto, y no sabía que aquel que tenía en las manos iba a ser relevante. Pero sintió que su corazón se aceleraba y la rigidez de su espalda se atenuó. En realidad aquello no merecía el nombre de pista, pero al menos era algo que se podía investigar.

Un artículo de Los Angeles Times, fechado el 1 de mayo de 1958, describía una serie de casas «reputadamente» encantadas del área de Los Angeles. Varios párrafos extensos estaban dedicados a una casa de Beverly Hills que disfrutaba no sólo de un fantasma, sino también de un «vampiro».

Había una fotografía de la Mansión Trolling tomada desde un helicóptero. Según el artículo, era imposible aproximarse lo suficiente por tierra como para poder utilizar de manera efectiva una cámara fotográfica. La casa se alzaba sobre una colina baja en medio de una gran propiedad —para los estándares del sur de California—, protegida por un muro. El parque estaba densamente poblado de árboles, de forma que la casa no podía verse desde lugar alguno al otro lado del muro. Los fotógrafos de prensa no habían conseguido obtener fotos de ella en 1948, fecha en la que el propietario de la Mansión Trolling había disfrutado de una fama pasajera y los reporteros no tuvieron mejor suerte en 1958, cuando este artículo, en el que se realizaba una recapitulación de los sucesos ocurridos diez años antes, se publicó. Había, no obstante, una reproducción de un retrato a lápiz del «vampiro», el barón Igescu, realizado por un artista que había tenido que confiar en su memoria tras ver al barón en un baile de caridad. No se sabía de la existencia de fotografías del barón. Tan sólo muy contadas personas habían llegado a verle, aunque apareció varias veces en bailes de caridad, y en una ocasión en una reunión de protesta de los contribuyentes de Beverly Hills.

La Mansión Trolling había recibido su nombre del tío del actual propietario. El tío, perteneciente también a la familia Igescu, había emigrado de Rumania a Inglaterra en 1887, donde permaneció un año y después había seguido camino hacia América, en 1889. Tras convertirse en ciudadano de los Estados Unidos, Igescu cambió su apellido por el de Trolling. Nadie supo porqué. La Mansión estaba en medio de un parque, rodeada por los cuatro costados por una elevada tapia de ladrillos rematada con picas de hierro, entre las cuales se había tendido un entramado de alambre de espinos. Era una inmensa construcción, llena de esquinas y recovecos, de un estilo Victoriano muy tardío; se había edificado en 1900, una época en que Beverly Hills era una alejada comarca agrícola, en torno a los vestigios de una antigua hacienda edificada, cien años antes, por el excéntrico (demente, según algunos), don Pedro del Osorojo. Se suponía que Del Osorojo estaba emparentado con la familia de De Villa, que era la propietaria de toda la región, pero el dato no pudo ser confirmado con certeza. De hecho, era bien poco lo que sabía acerca de Del Osorojo, excepto que era un hombre con tendencia a la reclusión y que disfrutaba de una desconocida fuente de inmensas riquezas. Su esposa procedía de España (en aquellos tiempos California era una colonia española) y se decía que pertenecía a la nobleza castellana.

En 1938, el propietario actual, Igescu, se vio, bien involuntariamente, bajo los focos de la publicidad al ser conducido al Hospital Cedros del Líbano tras una colisión automovilística entre Hollywood y La Brea, llegando cadáver. Al atardecer del día siguiente, el forense del condado procedió a la autopsia. Igescu carecía de heridas o daños perceptibles.

Al primer roce del escalpelo, Igescu se incorporó sobre la mesa de disección.

Esta historia fue recogida por los periódicos de todos los Estados Unidos porque un reportero señaló jocosamente que Igescu (1) jamás había sido visto durante el día, (2) era de origen transilvano, (3) procedía de una familia aristocrática que durante siglos habitó un castillo (actualmente abandonado) que coronaba una alta y empinada colina en una remota zona rural, (4) había embarcado el cadáver de su tío de vuelta a su país de origen para que fuera enterrado en el mausoleo familiar, pero el ataúd había ya desaparecido por el trayecto, y (5) vivía en una casa ya bien conocida a causa del espectro de Dolores del Osorojo.

Dolores era supuestamente el espíritu de la hija de don Pedro. Murió de pena o se suicidó por tal causa. Su amante, o en todo caso pretendiente, era un capitán de marina noruego que había visto a Dolores en un baile ofrecido por el gobernador, durante una de sus escasas apariciones en la ciudad. Al parecer se volvió loco por ella. Abandonó su barco y sus negocios, y sus hombres desertaron o fueron encarcelados en la prisión local por embriaguez y vagancia.

Lars Ulf Larsson, el capitán, a quien el viejo don Pedro había prohibido acercarse a Dolores, consiguió introducirse subrepticiamente en la Mansión y cortejarla con tanto éxito, que ella le prometió escapar con él una semana más tarde. Pero llegó la noche de la fuga y Larsson no apareció. Nadie volvió a verle jamás; según una leyenda, don Pedro le había asesinado enterrando su cuerpo en sus propiedades. Otra decía que el cadáver había sido arrojado al mar.

Dolores había tomado luto y murió pocas semanas más tarde. Un mes después de su entierro, su padre se fue de caza a las colinas y no regresó. Las partidas de rescate no consiguieron dar con él; se dijo entonces que había sido arrebatado por el mismísimo Demonio.

Los posteriores ocupantes de la casa informaron de que en ocasiones habían visto a Dolores en la casa o en el parque. Siempre iba vestida con una túnica negra sencilla a la moda de 1810; tenía el pelo negro, la piel blanca y unos labios extremadamente rojos. Sus apariciones no eran frecuentes, pero resultaban lo suficientemente estremecedoras como para hacer que se mudaran toda una larga serie de arrendatarios y propietarios. La antigua Mansión había terminado por convertirse en un montón de ruinas a excepción de dos habitaciones, cuando el tío de Igescu compró la propiedad, construyendo su casa en torno a esta parte que aún quedaba en pie.

A pesar de la publicidad en torno al Igescu actual, no se sabía en realidad gran cosa acerca de él. Había heredado de su tío una cadena de fruterías y un negocio de exportación. Bajo su impulso, o el de sus asesores, la pequeña cadena de fruterías se había convertido en una gran cadena de supermercados por todo el sudoeste y el negocio de exportación había tomado una expansión considerable.

A Childe le resultó interesante esta historia de fantasmas. Si había sido visto o no recientemente, era algo abierto a la especulación, ya que Igescu jamás lo mencionó. Su última aparición registrada se produjo en 1878, al marcharse la familia Redds.

El croquis de Igescu que aparecía en el periódico mostraba una larga y enjuta cara, con frente despejada y altos pómulos. Tenía los ojos muy grandes y las cejas tupidas. Su espeso mostacho se curvaba hacia abajo, como el de los mineros eslovacos.

Heepish regresó, y Childe, sujetando el croquis de forma que pudiera verlo, dijo:

—Desde luego este hombre no tiene el más mínimo aspecto draculino, ¿no le parece? Más bien parece el típico frutero, ¿no es cierto?

Heepish adelantó la cabeza y entrecerró los ojos.

—Desde luego, no se parece en nada a Bela Lugosi —dijo, sonriendo levemente—. Pero el Drácula del libro, el de Bram Stoker, tenía precisamente esa clase de mostacho. O, por lo menos, uno parecido. Yo intenté ponerme en contacto con Igescu en varias ocasiones, sabe usted, pero jamás conseguí pasar de su secretaria. Era una mujer agradable, pero de sorprendente firmeza. El barón no quería que se le molestara por tonterías de este género.

El tono y la débil y hueca risotada de Heepish indicaban a las claras que toda posible tontería era atribuible estrictamente a Igescu.

—¿Tiene usted su número de teléfono?

—Sí, pero me costó grandes esfuerzos hacerme con él. No figura en la guía.

—No tiene usted ningún compromiso con Igescu —dijo Childe—. Necesito tener este número. Si averiguo algo que pudiera interesarle, se lo haré saber. ¿Qué le parece? Me siento en deuda con usted por haberme dedicado su tiempo y su cooperación. Tal vez pueda hallar algo digno de su colección.

—Bueno, está bien, le daré su número —dijo Heepish con un tono perceptiblemente más cordial—. Pero posiblemente lo hayan cambiado.

Guió a Childe escaleras abajo y, mientras Childe esperaba bajo un estante que contenía las cabezas del monstruo de Frankenstein, El Cerebro Desnudo, y una inmensa mano negra de caucho con largas uñas y repleta de verrugas de alguna innominada criatura aparecida en alguna (merecidamente) olvidada película, Heepish desapareció hacia la parte trasera de la casa por un oscuro corredor festoneado de telarañas de plástico entre el techo y la pared. Salió de las sombras y telarañas con un librito negro en la mano. Childe anotó el número y la dirección en su agenda y pidió permiso para utilizar el teléfono. Marcó y obtuvo lo que esperaba: nada. Las líneas telefónicas seguían bloqueadas. Probó con el número de la Jefatura de policía de Los Angeles. Probó incluso su propio número de teléfono. Nada.

Por pura cabezonería, volvió a probar con el número de Igescu. Y esta vez, como si los hados hubieran decidido otorgarle sus favores, o por una de esas coincidencias demasiado poco plausibles como para resultar verosímiles en una novela pero que se dan en ocasiones en la vida «real», obtuvo la comunicación. La voz de una mujer dijo:

—Hola, ¡válgame el cielo, el teléfono funciona! ¿Qué ha ocurrido?

—¿Podría ponerme con el barón Igescu? —dijo Childe.

—¿Quién?

—¿No es la residencia del barón Igescu?

—¡No! ¿Con quién hablo?

—Herald Wellston —respondió Childe, dando el nombre que había decidido utilizar—. ¿Quién está al aparato?

—¡Esfúmese! ¡Esfúmese o llamaré a la policía! —chilló la mujer, colgando el aparato.

—No creo que esa fuera la secretaria de Igescu —dijo Childe en respuesta a la interrogativa expresión de Heepish—. Ese número ya no debe ser el suyo.

No creyendo en realidad que pudiera funcionar, pero dispuesto a intentarlo, marcó el número de informaciones. La llamada se produjo sin dificultades y casi al instante consiguió que le pusieran en comunicación con su contacto. Ella no tenía por qué preocuparse de que el supervisor pudiera escucharla; ella era el supervisor.

—¿Qué ha ocurrido, Linda? De golpe y porrazo están todas las líneas libres.

—No tengo ni idea. Una de esas pausas inexplicables, tal vez estemos en el ojo de la tormenta. Pero esto no va a durar, puedes apostarte tus más preciadas posesiones, Herald. Mejor será que te des prisa.

Childe le explicó lo que deseaba, y ella le consiguió el número de Igescu en pocos segundos.

—Te mandaré lo de costumbre por correo antes de esta noche. Gracias, Linda, eres maravillosa.

—Tal vez no esté aquí para recogerlo si sigue este smog. O tal vez el cartero se haya dado el bote de la ciudad como todo cristo.

Colgó el teléfono. Heepish, que había salido de la habitación pero sin alejarse lo suficiente como para no haberle oído, alzó las cejas. Childe no se sintió en la obligación de justificarse pero, dado que estaba utilizando su teléfono, le pareció que debía darle algún tipo de explicación.

—Las fuerzas del bien han de utilizar la corrupción para combatir la corrupción —dijo—. Ocasionalmente me veo en la obligación de localizar algún número, y le envío un billete de diez dólares a mi informante, o solía hacerlo. Ahora tiene que ser de a veinte, con todo esto de la inflación. En este caso, sospecho que he desperdiciado mi dinero.

Heepish carraspeó. Childe salió de la casa a toda prisa; sentía que no podría soportar por más tiempo aquel sombrío y mohoso lugar, con sus monstruos petrificados en diversas actitudes de ataque y sus horrorizadas y paralizadas víctimas. Ni tampoco se sentía capaz de soportar por más tiempo al custodio del museo.

Y no obstante, cuando se detuvo en la puerta para despedirse y darle las gracias a su anfitrión por sus atenciones, se sintió avergonzado. No cabía duda de que el hobby de aquel hombre —o más bien su pasión— era inofensivo e incluso entretenido —hasta incluso emocionalmente depurativo— para millones de niños y de adultos que nunca llegaron realmente a dejar de serlo. Aunque consagrada a los arquetipos del horror y a sus sofisticados subproductos hollywoodenses, la casa había llegado a derrotarse a sí misma y tenía por lo tanto un valor terapéutico. Allá donde haya un exceso de horrores, el horror se convierte en algo banal.

Y aquel hombre había hecho todo lo que estuvo en su mano por ayudarle.

Le dio las gracias y le estrechó la mano, y tal vez Heepish percibiera el cambio experimentado por su invitado, ya que sonrió ampliamente, con gran cordialidad, e invitó a Childe a regresar en cualquier momento que le apeteciera.

La puerta se cerró con los chirridos radiofónicos, pero Childe y Jeremiah no fueron engullidos por una bruma corrosiva. Una brisa les acarició el cabello, el sol estaba radiante y el cielo era azul.

Hasta aquel momento Childe no se había dado cuenta de hasta qué punto se había sentido deprimido y miserable. Ahora, parpadeó con ojos que no escocían ni lagrimeaban e inspiró profundamente el precioso aire impoluto. Soltó una juguetona carcajada y dio unos pasos de giga del brazo de Jeremiah. El paseo de vuelta a su apartamento le resultó el más delicioso de su vida. Su deleite superó incluso al de su primer paseo con Sybil cuando empezó a cortejarla. Los patios y las aceras mostraban a un sorprendente número de personas, todas ellas disfrutando del aire y del sol. Aparentemente, habían huido de la zona menos personas de las que tanto él como los expertos de radio y televisión creyeron.

No obstante, había pocos automóviles recorriendo las calles. En Wilshire Boulevard vieron tan sólo un coche entre La Ciénaga y Robertson y cuando cruzaron Burton Way por Willaman, no vieron ni un solo coche.

Sin embargo, había grandes nubes gris-verdoso apiladas contra las montañas. Pasadena y Glendale y otras ciudades del interior estaban aún envueltas por el smog.

Para cuando se despidió de Jeremiah, al dirigirse éste al hospital, el viento, que había ido disminuyendo, pareció detenerse, y el aire quedó tan inmóvil de nuevo como una medusa muerta. Un extraño resplandor apuntaba en el horizonte por el oeste; un trémulo silencio se apoderó del ambiente, como si alguien hubiera puesto un dedo sobre los labios del mundo.

Sin embargo, se sentía aún de buen humor al llegar a su casa. Las líneas telefónicas estaban ocupadas, pero insistió y al cabo de trescientos segundos de su reloj de pulsera sonó el teléfono. La voz que le respondió era femenina, grave y adorable.

Magda Holyani era la secretaria del señor Igescu; subrayó el «señor».

—No, el señor Igescu no podía ponerse al aparato. El señor Igescu jamás hablaba con nadie que no tuviera una cita. No, no le concedería una entrevista al señor Herald Wellston por mucho camino que el señor Wellston hubiera recorrido para visitarle, ni tampoco lo importante que pudiera ser la revista a la que el señor Wellston representaba. El señor Igescu jamás concedía entrevistas, y si el señor Wellston tenía en mente aquella estúpida historia de vampiros y fantasmas del Times, lo mejor que podía hacer era olvidarse, al menos de hablar acerca de ella con el señor Igescu.

O acerca de cualquier otra cosa.

Y ¿cómo había obtenido el señor Wellston aquel número de teléfono?

Childe no respondió a aquella última pregunta. Solicitó que su petición fuera transmitida al señor Igescu. Ella dijo que éste sería informado tan pronto como fuera posible. Childe le dio su número —diciendo que estaba alojado en casa de un amigo—, añadiendo que si Igescu cambiaba de opinión, podía llamarle allí. Dio las gracias a la secretaria y colgó el teléfono. Durante el transcurso de la conversación, ninguno de ellos había mencionado ni una sola vez el smog.

Childe decidió que tenía que meditar las cosas algún tiempo, y, entretanto, mejor sería que atendiera a unas cuantas cuestiones inmediatas, tales como su supervivencia. Fue en coche hasta el supermercado, que acaba de abrir de nuevo sus puertas. Aparentemente, el gerente se había alojado en el lugar, y varias de las cajeras y el empleado del almacén de licores vivían muy cerca.

El aparcamiento estaba empezando a llenarse de coches, y numerosas personas habían venido a pie. Childe se alegró de haber pensado en esto, ya que las estanterías empezaban a tener un aspecto un tanto desolado. Hizo acopio de productos enlatados y leche en polvo y compró una botella de veinte litros de agua destilada.

En el camino de vuelta oyó seis sirenas y cruzó dos ambulancias. Desde luego, los hospitales no podrían quejarse por falta de trabajo.

Cuando hubo guardado las provisiones, había tomado ya una decisión. Cogería el coche y echaría un vistazo en torno a la propiedad de Igescu. No existía motivo racional alguno para hacerlo. No existía ni tan siquiera el más mínimo hilo conductor que pudiera conectar a Igescu con Colben. No obstante tenía el propósito de investigar. No tenía otro sitio dónde ir ni nada más que hacer. Podría pasar el resto del día con aquella pista indudablemente inconsistente, y el día siguiente, si es que la ciudad volvía a la normalidad, abordaría algún caso concreto y rentable, si es que surgía. Y alguno debería surgir. Necesariamente se habían debido producir abundantes desapariciones de personas que habrían partido, junto con el smog, hacia algún lugar desconocido.