VI

—Verás, Ham —dijo Childe—, la presencia de un vampiro en la película puede no significar nada, ser una falsa pista, pero tengo la sensación de que es algo enormemente importante y además es de hecho lo único a lo que puedo agarrarme. Pero las posibilidades…

Dejó su frase en suspenso. Él y Jeremiah se hallaban en la acera del extremo norte de Burton Way, esperando. Los automóviles en medio del gris imperante eran como elefantes, elefantes grises con las trompas pegadas al rabo del inmediatamente anterior, y con enormes ojos que resplandecían en la oscuridad. Los carriles eran allí de una sola dirección para el tráfico hacia el oeste, pero todo el tráfico se movía en dirección este.

Sólo había una posibilidad si querían cruzar antes de terminar el día. Childe se introdujo en medio del tráfico. Los automóviles iban tan despacio que resultaba fácil trepar a la capota del más cercano y saltar a la del siguiente y a la de un tercero hasta llegar a la hierba del arcén central.

Los conductores y ocupantes, desconcertados y escandalizados, les gritaban e insultaban, pero Jeremiah se limitaba a sonreír y Childe les tomaba el pelo. Cruzaron la divisoria y saltaron de nuevo de capota en capota hasta llegar a la otra acera. Descendieron por Willaman Drive. No había una sola casa con las luces encendidas. En el cruce de Wilshire y Willaman, los semáforos funcionaban, pero los conductores no les prestaban la menor atención. Todos se dirigían hacia el este por las dos avenidas de Wilshire.

El tráfico era allí algo más rápido, pero no demasiado. Childe y Jeremiah consiguieron cruzar, aunque Jeremiah resbaló en una ocasión, cayendo cuan largo era sobre una capota.

—A media manzana —dijo Jeremiah.

Las casas y apartamentos eran muy de clase media. Las casas eran las habituales villas hispano-californianas; los edificios de apartamentos eran cajas de zapatos de cuatro o cinco pisos en los que algunas terrazas hacían de simulacro de decoración. Había luz en algunas ventanas, pero la casa ante la cual se detuvo Jeremiah estaba a oscuras.

—No debe estar en casa —dijo Childe.

—Esto no quiere decir nada. Sus ventanas están siempre a oscuras. Una vez que entres, comprenderás porqué. Tal vez no esté en casa en este mismo momento; tal vez haya ido al almacén o a la gasolinera; deben estar abiertos, al menos eso es lo que dijo el gobernador. Vamos a ver.

Entraron en el jardín. La ventana frontal parecía estar tapada por tablas. Al menos, algo oscuro con aspecto de madera la recubría por el interior. Al acercarse, vio que la figura del tamaño de un hombre que tan silenciosamente se erguía en el patio y que creyó fuera una estatua de hierro, era un Godzilla recortado en madera.

Contornearon la casa hasta el camino particular. En una gran pancarta roja se habían inscrito unas chillonas letras amarillas: MAESE HORROR ESTA VIVO Y COLEANDO AQUÍ DENTRO.

Más allá había una especie de patio con un árbol inclinado cuarenta y cinco grados, cuya copa cubría el tejado del porche y parte de la casa como una gran mano verdosa. El tronco del árbol era tan gris y estaba tan retorcido y nudoso, que Childe pensó por un momento que era artificial. Parecía como si hubiera sido diseñado para decorar una película de horror.

La puerta estaba cubierta de multitud de letreros, desde aforismos que pretendían ser ingeniosos hasta chistes para iniciados. Había también máscaras de Frankenstein, Drácula y el Hombre Lobo clavadas en la pared. También varios carteles de ABSOLUTAMENTE PROHIBIDO FUMAR. Otro prohibía la introducción en la casa de cualquier tipo de bebida alcohólica.

Jeremiah oprimió el timbre, que era la nariz de una gárgola pintada alrededor de él. Un sonido intenso como de carillones se oyó en el interior, inmediatamente seguido de varios compases dé música de órgano: Domingo Siniestro.

No se produjo mayor respuesta. Jeremiah esperó un momento y volvió a pulsar el timbre. Más campanadas y música de órgano. Pero nadie acudió a la puerta.

Jeremiah se puso a golpear la puerta, gritando:

—¡Abre la puerta, Woolie! ¡Sé que estás ahí dentro! ¡No pasa nada! ¡Soy yo, Hamlet Jeremiah, uno de tus más fervientes admiradores!

Una pequeña mirilla se abrió hacia adentro, dejando pasar un rayo de luz. La luz desapareció, reapareció, desapareció de nuevo y la mirilla se cerró. La puerta se abrió con un horrísono chirrido de bisagras oxidadas. Segundos más tarde, Childe comprendió que el sonido procedía de una grabación.

—Bienvenidos —dijo una suave voz de barítono. Jeremiah golpeó suavemente el hombro de Childe para indicar que debía entrar el primero. Entraron en la casa, y el hombre cerró la puerta, corrió con fuerza tres grandes cerrojos y echó dos cadenas.

La habitación era excesivamente abigarrada como para que Childe pudiera registrar todos sus detalles de un vistazo, como era su costumbre. Se concentró en el hombre, que le fue ceremoniosamente presentado por Jeremiah como Woolston Q. Heepish.

«Woolie» medía alrededor de un metro ochenta. Era de formas redondeadas y aspecto fofo, una incipiente sotabarba, un mostacho de morsa color de bronce, gafas cuadradas sin montura, un hermoso perfil de boca para arriba, una cabeza cubierta de tupido, liso y sedoso pelo rojo oscuro, y ojos gris pálido. Iba un poco encorvado, como si se hubiera pasado la mayor parte de su vida inclinado sobre una mesa.

Las paredes y las ventanas de la habitación estaban cubiertas de estanterías, de libros y objetos diversos, amén de pinturas, fotos de película, pósters, máscaras, bustos de plástico, cartas enmarcadas y ampliaciones de fotografías de actores de cine. Había un sofá, varias butacas y un piano de cola. El cuarto adyacente tenía prácticamente el mismo aspecto, aunque sin muebles.

Si deseaba aprender algo acerca de los vampiros, había dado con el lugar adecuado.

Aquel sitio se encontraba atestado de absolutamente todo aquello que pudiera concernir aunque fuera indirectamente a la literatura gótica, el folklore, las leyendas, lo sobrenatural, la licantropía, la demonología, la brujería y las películas sobre estos temas.

Woolie estrechó la mano de Childe con una mano grande, húmeda y rolliza.

—Bienvenido a la Casa del Horror —dijo.

Jeremiah explicó los motivos de su visita. Woolie meneó la cabeza y dijo que había oído lo de Colben en la radio. El comentarista había dicho que Colben había sido «horriblemente mutilado» pero sin dar más detalles.

Childe le contó los detalles. Heepish agitaba la cabeza y hacía sonidos de disgusto con la lengua, aunque una luz extraña aparecía en su mirada y una leve sonrisa cruzaba las comisuras de su boca.

—¡Qué terrible! ¡Qué horroroso! ¡Repugnante! ¡Dios mío, la de salvajes que hay aún entre nosotros! ¿Cómo pueden ocurrir estas cosas?

La suave voz descendió hasta un murmullo y pareció perderse, como si estuviera descomponiéndose en añicos que, como ratones, se escurrieran hacia la oscuridad de los rincones. Frotaba sus pálidas, blandas y húmedas manos una contra otra; en varias ocasiones las entrecruzaba en un gesto que al principio parecía de oración, pero que daba también la impresión de que estaban rodeando un cuello invisible.

—Si hay algo que yo pueda hacer para ayudarle a localizar a estos monstruos, si existe algo en mi casa que pueda ayudarle, sea usted bienvenido —dijo Heepish—. Aunque he de admitir que no consigo imaginar qué clase de pista podría encontrar hojeando mis libros. No obstante…

Extendió ambas manos y dijo:

—Pero permítame que le enseñe mi casa. Siempre realizo un recorrido por ella, antes que nada, con los nuevos visitantes. Hamlet puede venir con nosotros o echar un vistazo por su cuenta, si así lo desea. Bien, empecemos. Esta ampliación de aquí es de Alfred Dummel y Else Bennerich en la película alemana El Bebedor de Sangre, realizada en 1928. Tuvo una distribución un tanto limitada en este país, pero yo tuve la suerte —tengo muchos, muchísimos amigos en todo el mundo— de obtener una copia de la película. Bien pudiera ser la única copia existente en estos momentos; he realizado indagaciones y jamás he podido localizar otra, y he tenido a mucha gente intentando encontrarla…

Childe reprimió el impulso de decirle a Heepish que deseaba ver sus archivos de prensa de inmediato. No quería perder el tiempo. Pero Jeremiah le había explicado cómo debía comportarse si deseaba obtener el máximo de cooperación por parte de su anfitrión.

La casa estaba atestada de objetos de lo más variopinto, todos originarios del mundo del terror y de las sombras malignas, pero diseñados y manufacturados con fines comerciales. La casa estaba brillantemente iluminada con luces de diversos colores: amarillo bilis, rojo sangre, púrpura de podredumbre, gris azulado de rigor mortis, naranja de ira reprimida. Pero las sombras parecían acechar por doquier. Incluso allá donde no podía haberlas.

Un acondicionador de aire desplazaba lentamente un aire tan glacial que parecía anunciar una inminente glaciación. El aire estaba bien filtrado, porque el ardor de los ojos, la garganta y los pulmones iban desapareciendo. (Algo que puede decirse a favor de las glaciaciones). A pesar de esto, y del frío que le pellizcaba la piel, Childe sentía que se sofocaba con la atmósfera cargada que se desprendía del gigantesco batiburrillo de libros, máscaras, cabezas de monstruos del cine, distorsionadas y ondulantes pinturas amenazadoras, estatuas de yeso del monstruo de Frankenstein y el Hombre Lobo, pequeños Robots Repulsivos de plástico articulado, estatuas egipcias representando a Anubis, el dios de la cabeza de chacal, y Sekhmet, el de la cabeza de gato.

La habitación adyacente era más pequeña, pero aún mucho más sobrecargada.

Woolie hizo un vago gesto —todos sus gestos eran vagarosos, como ectoplásmicos— en dirección a las inclinadas, o desmoronadas, pilas de libros y revistas.

—Recibí un envío de un coleccionista de Utica, Nueva York —comentó Heepish—. Murió recientemente.

Su voz se hizo más profunda y untuosa.

—Muy triste. Un hombre magnífico. Un verdadero aficionado al horror. Nos mantuvimos en correspondencia durante años, más de los que nos gustaría mencionar, aunque jamás llegué a encontrarme con él en persona. Pero nuestras mentes se encontraron, teníamos mucho en común. Su viuda me envió todo este material, me dijo que lo valorara al precio que me pareciera justo. Hay una colección completa de Weird Tales desde 1923 hasta 1954, una primera edición de King in Yellow de Chambers, una primera edición de Dracula firmada por Bram Stoker y Bela Lugosi y… ¡oh!, ¡hay tantas cosas!

Se frotó las manos y sonrió:

—¡Tantas cosas! Pero la joya es una carta autógrafa del doctor Polidori que, como usted sabrá sin duda, era el médico y amigo íntimo de Lord Byron. Él es el autor de la primera novela de vampiros escrita en inglés: The Vampyre. Tengo el honor de poseer varios ejemplares de la primera edición. ¡Una carta del doctor Polidori, se da usted cuenta! Una carta a una tal lady Milbanks en la que describe cómo obtuvo la idea para su novela. ¡Es algo único! ¡Anduve enloquecido detrás de ella, literalmente enloquecido, desde que oí hablar de su existencia en 1941! ¡Ocupará un lugar prominente, tal vez el más prominente, en la pared del cuarto principal en cuanto pueda conseguir un marco adecuado!

Childe tuvo que contenerse para no preguntarle dónde pensaba encontrar un espacio vacío en aquella pared.

Heepish le mostró su despacho, una habitación grande constreñida con numerosas hileras de librerías hasta el techo y por un inmenso y anticuado escritorio de persiana y sepultado por libros, revistas, cartas, mapas, fotografías, pósters, estatuillas, juguetes y un hacha de verdugo que parecía genuina, igual que la sangre seca.

Regresaron a la habitación que separaba el despacho y la sala, y luego Heepish condujo a Childe hasta la cocina. En ella había una estufa, un fregadero y una nevera, pero aparte de esto estaba repleta de libros, revistas, pequeños archivadores, y unos cuantos insectos muertos que reposaban en los bordes de los armarios abiertos y en el suelo.

—Voy a hacer que se lleven la estufa la semana que viene —dijo Heepish—. No como en casa, y cuando doy una fiesta encargo que me lo traigan todo.

Childe alzó las cejas, pero no dijo nada. Jeremiah le había dicho que la nevera estaba tan repleta de microfilms, que quedaba poco espacio para guardar comida. Y, a juzgar por el ritmo al que se iba amontonando los microfilms, en breve no quedaría espacio ni para un vaso de leche.

—Estoy considerando la posibilidad de añadir un ala a la casa —dijo Heepish—. Como puede usted ver, está un poco atestada en este momento, y sabe el cielo cómo estará de aquí a cinco años. O incluso el año próximo.

Woolston Heepish había estado casado durante más de quince años. Su esposa quiso tener hijos, pero él se había negado. Hubiera sido imposible mantener alejados a los niños de sus libros, revistas, pinturas y dibujos, máscaras y disfraces, juguetes y estatuillas. Los niños eran muy destrozones.

Después de unos años, su esposa abandonó su deseo de ser madre. ¿Podría tal vez tener alguna mascota, un gato o un perro? Heepish dijo que lo lamentaba de veras, pero que los gatos arañaban y los perros lo mordisqueaban todo y orinaban.

La colección fue en aumento; la casa fue quedándose pequeña.

Para hacer hueco para objetos, Heepish fue prescindiendo de mobiliario. Llegó el día en que ya no quedaba sitio para la señora Heepish. La Novia de Frankenstein la estaba desplazando. Ella conocía la inutilidad de solicitar siquiera un alto a la recolección, y una disminución era algo impensable. Se mudó y obtuvo el divorcio acusando como rival a La Criatura de la Laguna Negra.

Para ser justos con Heepish, había dicho Jeremiah, Childe debía saber que Heepish y su esposa seguían siendo íntimos amigos y salían juntos con la misma frecuencia que cuando estaban casados. Tal vez, no obstante, ésta era la forma de vengarse de la exseñora Heepish, porque evidentemente lo llevaba por donde quería, y él se sometía humildemente con tan sólo algún que otro gruñido ocasional.

Ahora, el propio Heepish se estaba viendo expulsado de su casa. Algún día volvería a casa después de una reunión tardía de La Sociedad del Conde Drácula, abriría la puerta delantera, y toneladas de libros, revistas, documentos, fotografías y demás parafernalia se derrumbarían sobre él, y los que le rescatasen tendrían que hacer un túnel y finalmente encontrarían a Woolston Heepish aplastado entre las páginas de El Castillo de Otranto.

Childe se vio conducido a un porche trasero cubierto, repleto por entero de libros, como las demás habitaciones.

Salieron por la puerta trasera y quedaron rodeados por una pálida luz verde y una instantánea sensación como si sus ojos se vieran atacados por los vapores de ácido sulfúrico diluido. Childe parpadeó, y sus ojos empezaron a segregar lágrimas. Tosió. Heepish tosió a su vez.

—Tal vez deberíamos omitir la gran gira del garage —dijo Heepish—, pero…

Su voz se perdió en la distancia. Childe se había detenido un instante; Heepish aparecía ante él como una figura tan oscura, voluminosa e informe como la de un monstruo en las brumas acuosas de una película de serie B.

La puerta del garaje chirrió al alzarse. Childe se apresuró a entrar. La puerta volvió a chirriar al descender y se cerró con un sonido metálico. Childe se preguntó si también aquella puerta estaría conectada a una grabación tomada del antiguo programa de radio dedicado a temas de terror, Inner Sanctum. Heepish encendió las luces. El garaje tenía el mismo aspecto que el resto de la casa, excepto que aquí, las cabezas, las máscaras, los libros y las revistas estaban recubiertos de polvo.

—Guardo aquí mis duplicados, el material de segunda categoría y cosas que simplemente no puedo guardar en la casa por el momento —dijo Heepish.

Childe sintió que se esperaba que emitiera sonidos de entusiasmo acerca de unos cuantos objetos por lo menos. Deseaba salir de aquel aire cálido, enrarecido y putrefacto, y volver a la casa. Esperaba que los archivos que buscaba no estuvieran almacenados allí.

Childe arriesgó un comentario acerca de las obras del Dr. Nimming Roder, que ocupaban un anaquel entero.

—¡Oh! ¿Se ha dado usted cuenta —dijo Heepish— de que él es el único autor vivo que ocupa un anaquel individual en mi colección? Nim es mi favorito, por supuesto, en mi opinión es el mejor escritor de todos los tiempos dentro del género gótico, o de «horror», si lo prefiere, superior incluso a Monk Lewis o H. P. Lovecraft o Bram Stoker. Es un gran amigo mío. Guardo aquí muchos duplicados de sus obras porque él necesita alguno de vez en cuando para escoger unas páginas y añadirlas a alguna nueva antología. Tiene un montón de antologías, ¿sabe?, cantidades de reimpresiones y colecciones extraídas de sus selecciones, y selecciones extraídas de éstas. Probablemente sea el hombre más reseleccionado de la Tierra.

Childe no sonrió. Heepish se encogió de hombros.

Había una gran ampliación de Rodder sujeta con chínchelas a un larguero de la biblioteca. Al pie de la foto, escritas en gruesas letras negras, estaban las palabras: A MI PRIMER ADMIRADOR Y GRAN AMIGO, MAESE HORROR, CON INTENSO AFECTO DE NIM. La cara pálida y delgada de hundidas mejillas, afilada nariz, y las gafas de inmensa montura parecía la de un inquietante e inquieto primate de la jungla de Madagascar; algo así como un lémur. Y lémur, pensó ahora Childe, significaba originalmente fantasma. Sonrió. Recordaba la nota en el enorme diccionario no abreviado que tan a menudo había consultado en la Universidad.

Lémur —latín lémures, espíritus nocturnos, fantasmas; similares a los lamia griegos, un monstruo devorador, lamas cosecha, fauces, lamia, pl., grietas, gargantas, letón lamata trampa para ratones; idea básica: mandíbulas abiertas.