Mientras estaba con Sybil, alguien había roto la ventanilla delantera izquierda del Oldsmobile. Una mirada al asiento delantero le explicó la causa. La máscara antigás había desaparecido. Lanzó una maldición. Le había costado cincuenta dólares cuando la compró el día anterior, y ya no había forma de conseguirlas, excepto en el mercado negro. Las máscaras se estaban vendiendo a más de doscientos dólares, y llevaba tiempo localizar a un vendedor.
Childe disponía de tiempo, pero no tenía el dinero en billetes, y no creía que le aceptaran un cheque. Los bancos estaban cerrados, y el smog podría desaparecer tan súbitamente como para no necesitar la máscara y por tanto anular el talón sin más. Lo único que podía hacer era usar un pañuelo húmedo y sus viejas gafas de motorista. Aquello significaba tener que regresar a su apartamento.
Amontonó un buen número de pañuelos y llenó de agua una cantimplora nada más llegar a casa. Telefoneó al Departamento de Policía para dar parte del robo, pero al cabo de dos minutos se dio por vencido. Lo más probable era que la línea estuviera ocupada día y noche, durante un tiempo indefinido. Se limpió los dientes y se lavó la cara. La toalla quedó de color amarillento. Se preguntó si el smog desteñía. Una mañana, tras varios días de smog intenso, había encontrado el parabrisas de su coche cubierto de una sustancia del mismo color amarillento. El aire de Los Angeles, era como un océano en el que vagaba un plancton venenoso.
Comió un sándwich con una tajada de rosbif frío, y bebió un vaso de leche, aunque no tenía el menor apetito. Se sentía alterado imaginándose a Sybil con Al. No conocía a Al, pero no podía apartar de su mente nebulosa imágenes, cuyas únicas facetas nítidas —excesivamente nítidas— eran una inmensa polla erecta y un par de peludos testículos repletos de leche. Creía también oír sus jadeos, no podía dejar de hacerlo. Ciertos fantasmas eran como manchas de tinta indeleble.
Se esforzó en pensar en Matthew Colben y en sus asesinos. O mejor, en sus presuntos asesinos. Nada probaba que Colben hubiera realmente muerto. Podría estar vivo, aunque desde luego no en buen estado, en algún lugar de Beverly Hills, o en algún otro lugar.
Ahora que se iba recobrando de su shock, podía incluso pensar que tal vez Colben estuviera vivo y que la película estuviera trucada. Era posible, pero en realidad no lo creía.
Sonó el teléfono. Alguien había conseguido comunicarse con Childe, aunque a éste le había sido imposible ponerse en contacto con nadie. Sólo podía ser la policía. Descolgó el teléfono. La voz del sargento Bruin, pastosa y gruñona como la de un oso recién despierto de su hibernación, dijo:
—¿Childe?
—Sí.
—Tenemos pruebas de que la cosa va en serio. La película no estaba trucada.
Childe se sobresaltó.
—Precisamente estaba pensando en la posibilidad de un fraude —dijo—. ¿Cómo lo averiguaron?
—Acabamos de abrir un paquete enviado por correo desde Pasadena.
Bruin hizo una pausa.
—¿Y…? —dijo Childe.
—Y. Dentro estaba la picha de Colben. O por lo menos el capullo. O el de la picha de alguien, al menos. Puedes jugarte los huevos a que se la habían arrancado de un mordisco.
—¿Todavía no hay pistas? —dijo Childe, tras un instante de duda.
—Se están haciendo averiguaciones sobre el paquete, pero naturalmente no esperamos encontrar nada. Y tengo malas noticias. Me apartan del caso, bueno, casi por completo. Tenemos demasiadas otras cosas entre manos en este momento. Tú sabes porqué. Si quieres seguir con esto, Childe, tendrás que hacerlo solo. Pero no te vayas a subir a la parra y no se te ocurra hacer nada si no encuentras alguna pista concreta, que en mi opinión es poco menos que imposible. Tú sabes lo que quiero decir, has estado metido en este negocio.
—Sí, lo sé —respondió Childe—. Haré todo lo que esté en mi mano, que lo más probable es que no sea gran cosa. De todas formas no tengo nada mejor que hacer.
—Podrías pasarte por aquí y apuntarte al Departamento —dijo Bruin—. ¡Necesitamos hombres ya mismo! El tráfico es un caos total, en la vida había visto cosa igual. Todo el mundo está intentando salir de aquí. Esto se va a convertir en una ciudad fantasma. Pero va a ser un cristo, un auténtico cristo hoy y mañana. Lo que te digo, nunca en la vida había visto nada igual.
Bruin podía comportarse estólidamente en el caso de Colben, pero la perspectiva del mayor atasco de tráfico de la historia le descongelaba las entrañas. Estaba verdaderamente desquiciado.
—Si necesito ayuda, o si tropiezo, y quiero decir tropiezo, con algo significativo, ¿a quién debo llamar?, ¿a ti?
—Puedes dejar un mensaje. Te llamaré cuando llegue, si es que llego. Buena suerte, Childe.
—Lo mismo te deseo, Bruin —dijo Childe, murmurando mientras colgaba—, oh, ursus horribilis o como quiera que sea el vocativo.
Se dio cuenta de que estaba empapado de sudor, de que sus ojos le escocían como si los hubieran›pasado por una lima, de que le dolía la nariz y la cabeza, de que tenía la garganta irritada, y que sus pulmones silboteaban por primera vez en cinco años (desde que había dejado de fumar), y de que no muy lejos se oía un estrépito de bocinas.
Childe podía protegerse algo del aire envenenado, pero no de los embotellamientos. Al salir del apartamento de Sybil se había encontrado con una sorprendente cantidad de dificultades para descender desde Burton Way hasta San Vicente. En Le Doux no había semáforo en ese punto. Había que hendir el flujo ininterrumpido de coches que bajaban por Burton Way por un lado de la divisoria y que subían, por el otro. Cuando fue a casa de Sybil no había visto ni un solo coche, ni tan siquiera unos faros en la penumbra. Pero al regresar había tenido que tomar grandes precauciones para cruzar. Un poco más abajo, Burton Way hacía una curva y los faros de los coches que remontaban hacia el oeste surgían de la bruma verdosa a una velocidad sorprendente. En un momento dado, aprovechó un hueco y se arriesgó a atravesar a toda velocidad. Aun así, un par de faros, el pitido de una bocina y el chirrido de unos frenos y una retahíla de insultos —todo ello sujeto al efecto Doppler— le hicieron saber que un loco del volante le había pasado cerca.
El tráfico que iba hacia el oeste, hacia Beverly Hills, era ligero, pero el que atravesaba Burton Way entre los bulevares para cortar hacia el sudeste, a San Vicente, era denso. Había pánico entre los conductores. Los coches iban de dos en fondo. En seguida ya fueron de a tres, y Childe se había encontrado con el espacio justo para pasar. Se estaba viendo forzado a salirse de su propio carril y a pegarse a la acera. En varias ocasiones había conseguido pasar a base de rozar con sus ruedas el bordillo.
El semáforo en el cruce de San Vicente Boulevard y la Calle Tercera estaba rojo, pero los automóviles que bajaban por San Vicente se lo saltaban. Un coche que iba hacia el este por la Tercera, con el claxon a tope, intentó forzar el paso. Colisionó ligeramente con otro. Por lo que pudo ver Childe, no se habían producido más daños que un par de parachoques abollados, pero los dos conductores saltaron de sus coches y empezaron a darse puñetazos; eran tan torpes, que Childe temió que se hicieran daño de veras. Había visto de pasada varias caras de niños aterrorizados, mirando por las ventanillas de ambos automóviles. Después, quedaron atrás.
Ahora podía distinguir un constante coro de bocinas. El gran rebaño iniciaba su emigración; que Dios les amparase.
Cuando la mayor parte de los automóviles habían cesado de circular, el hedor era ya espantoso y el humo cegador. Pero ahora que, de golpe, se habían puesto en marcha dos millones de automóviles, el smog se iba aún a intensificar. Evidentemente, el flujo de coches acabaría por cesar y entonces cabía esperar que la atmósfera se despejara. Childe tenía la sensación de que el smog no iba a desaparecer nunca, aunque reconocía que era una sensación irracional.
Sin embargo, él, Childe, no se iría. Tenía mucho trabajo por delante. Pero ¿sería capaz de hacer algo? Tenía que moverse y le parecía que no iba a poder hacerlo.
Se dejó caer en el sofá y miró hacia las estanterías color oro viejo, al otro extremo de la habitación. El Sherlock Holmes anotado, dos enormes volúmenes con su caja, ocupaban el lugar de honor; era la obra preferida de su colección, exceptuando el ejemplar de La Guardia Blanca, autografiada por Arthur Conan Doy le, que había heredado de su padre. Había sido éste quien, a temprana edad, había iniciado a Herald en la lectura de libros que le interesaron y estimularon mucho, y era también responsable de haberle transmitido su devoción al más grande de todos los detectives. Pero su padre había seguido siendo profesor de matemáticas; no se había sentido llamado a emular al Maestro.
En ningún niño «normal» persistía esta llamada. La mayor parte de los muchachos soñaban con ser pilotos de aviones, ingenieros de ferrocarriles, vaqueros o astronautas. Muchos de ellos, por supuesto, querían ser detectives, Sherlock Holmes, Mark Tidd (¿qué niño de hoy en día sabía quién era Mark Tidd?), incluso Nick Cárter, ahora que se volvían a publicar nuevas aventuras suyas en ambientes modernos, pero casi todos se olvidaban de ello al hacerse mayores. La mayor parte de los policías e investigadores privados que conocía no habían tenido estas profesiones como vocaciones de infancia. Muchos nunca habían leído a Holmes, o, si lo habían hecho, era sin entusiasmo alguno; jamás había conocido a un fanático de Holmes entre ellos. Pero sin embargo leían revistas de historias policíacas verídicas y devoraban las numerosas ediciones baratas de novelas de misterio y asesinatos y detectives privados. Se burlaban de estos libros, pero a la manera de los vaqueros que también critican el carácter genuino de los westerns, pero no se pierden uno.
Childe no guardaba en secreto sus «vicios». Le gustaban mucho las novelas policíacas, incluso las malas, y cuando leía alguna «buena», quedaba entusiasmado.
Pero, ¿por qué necesitaba justificar el ser un detective? ¿Es que acaso era algo de lo que avergonzarse?
En cierto sentido lo era. Existe en todo americano, incluso entre jueces y policías, un desprecio más o menos acendrado contra los hombres de la ley. Esto coexistía con la admiración por él, pero siempre dirigida hacia el individualista, que combate por sí mismo contra un mal arrollador, a menudo al margen de la ley, para conseguir que se haga justicia. En pocas palabras, el sheriff fronterizo, el detective privado al estilo Mike Hammer. Este defensor de la ley resulta tan próximo al criminal, que se produce un cierto sentimiento de simpatía entre ambos.
O así le parecía a Childe, el cual, como no dejaba de repetirse a sí mismo, tendía a teorizar excesivamente, además de proyectar como generales sus propios sentimientos.
Matthew Colben… ¿Dónde estaría ahora? ¿Ya muerto o agonizando? ¿Quién le habría secuestrado? ¿Estaría prisionero por aquellos parajes? ¿Por qué se había enviado la película a la policía? ¿Por qué este gesto de irrisión y desafío? ¿Qué podían obtener de él los criminales, excepto el perverso placer de burlarse de la policía?
No había pistas, ninguna indicación, excepto la alusión vampírica, tan sólo la sugerencia de una dirección a seguir. Pero era el único asidero a tomar. Por ectoplásmico que fuera, Childe decidió aferrarse a él. Al menos así estaría ocupado.
Sabía algunas cosas, no muchas, acerca de vampiros. Había visto por la tele las primeras películas de Drácula, así como muchas posteriores. Diez años atrás había leído la novela Drácula, encontrándola sorprendentemente vivida y poderosa, muy convincente. Era, con mucho, mejor que la mejor película de Drácula, la primera, la de Tod Browning; los adaptadores se equivocaron al alejarse del libro. Había leído también a Montague Summers y, en su juventud, había sido un ávido consumidor de la ahora extinta revista Weird Tales. Pero este escaso conocimiento no resultaba peligroso; tan sólo superfluo.
Por fortuna, conocía a un hombre apasionado por lo oculto y lo sobrenatural. Buscó su número de teléfono en su agenda, no figuraba en la guía, y no le había usado lo bastante a menudo como para memorizarlo. No hubo respuesta. Colgó y encendió la radio. Excepto breves noticias sobre la situación nacional e internacional, la mayor parte de la emisión estaba destinada al gran éxodo. Numerosos coches averiados en las autopistas y carreteras habían colapsado el tráfico a lo largo de varios miles de kilómetros. La policía estaba intentando liberar un carril de las autopistas para permitir el paso de los coches de policía, ambulancias y grúas. Pero era inútil; estaban pasando horas infernales intentando despejar la situación. Se habían producido una serie de incendios en diversas viviendas y edificios y algunos de ellos se estaban consumiendo por el fuego sin poder recibir ayuda de los bomberos. Se producían numerosas colisiones, imposibles de atender, no sólo a causa del tráfico, sino sencillamente porque no había suficiente personal hospitalario y policial para dar abasto.
Childe pensó: «¡Al infierno con el caso! ¡Echaré una mano!».
Llamó a la Jefatura de Policía, estuvo pendiente del teléfono durante quince minutos. Inútil. Llamó entonces al Departamento de Policía de Beverly Hills, con el mismo resultado. Su suerte no mejoró con el hospital Monte Sinaí de Beverly Boulevard, pero estaba a pocos minutos a pie de su casa. Se echó colirios en los ojos y se puso gotas en la nariz. Humedeció un pañuelo para proteger la nariz y la boca y se puso sus gafas de motorista sobre la frente. Se metió en un bolsillo una delgada linterna y una navaja automática en el otro. Después abandonó su inmueble y echó a andar San Vicente abajo hacia Beverly Boulevard.
En la media hora que había pasado en su casa, la situación había variado considerablemente. Los coches antes apiñados, parachoques contra parachoques y aleta contra aleta, habían desaparecido. No estaban muy lejos; podía escuchar el trompeteo de los cláxones en la intersección de Beverly Boulevard y La Ciénaga, pero San Vicente Boulevard estaba desierto.
Podía verse aún un coche. Yacía sobre un costado. Miró a través de sus ventanillas, temiendo lo peor, pero estaba vacío. No comprendía cómo el vehículo pudo haber volcado, ya que en el atasco era imposible alcanzar suficiente velocidad como para chocar contra algo y volcar. Además, Childe hubiera oído el impacto. Alguien —debían haber sido varios— lo habían balanceado hasta volcarlo. ¿Por qué? Jamás lo sabría.
Los semáforos del cruce de San Vicente y Beverly estaban apagados. Apenas distinguía, al otro extremo de la calle, la forma delgada y oscura del poste del semáforo. Cuando llegó hasta él, vio plástico roto que podría haber sido verde, rojo y amarillo en circunstancias de mayor luminosidad. Los restos estaban dispersos por toda la calle.
Se quedó unos momentos en la acera, escrutando la verdosa atmósfera. Si un automóvil bajara sin luces por la calle a toda velocidad, le aplastaría antes de conseguir cruzar la calle. Sólo un maldito idiota iría de prisa o sin luces, pero había demasiados malditos idiotas conduciendo por las calles de Los Angeles.
Oyó aproximarse el aullido de una sirena, una luz roja parpadeante centelleó en la bruma, y una ambulancia pasó junto a él como una exhalación. Miró calle arriba y calle abajo y cruzó a la carrera, con la esperanza de que la luz y el ruido hubieran hecho que hasta los más idiotas entre los idiotas actuaran con cautela; se dijo que cualquiera que pudiera venir tras la ambulancia haría sonar también el claxon. Llegó al otro lado sin más percance que un ligero ardor en los pulmones. El smog los estaba oxidando poco a poco. Sus ojos lloraban como si sufriera una infección.
Oyó un rumor confuso; un instante después, el inmenso edificio del hospital se cernió sobre él, emergiendo entre la bruma. Fue interceptado por un hombre de pelo blanco que vestía un uniforme de guardia de seguridad. Tal vez el vejete hubiera estado trabajando como guarda en alguna planta de construcción de aviones o en un banco y la policía le hubiera encargado ir a ayudar en el hospital. Enfocó su linterna al rostro de Childe, preguntándole qué quería. El smog no era lo bastante espeso para hacer que la luz le cegara, pero Childe se irritó.
—¡Aparte esa maldita luz! —dijo—. He venido para ver si puedo ser útil en algo.
Abrió su cartera y mostró su identificación.
—Mejor será que entre por la puerta delantera —dijo el guardia—. La entrada de urgencias está totalmente atestada y allá están demasiado ocupados para atenderle a usted.
—¿Por quién debo preguntar? —dijo Childe.
Con voz impaciente, el guardia le dio el nombre del director y le indicó cómo llegar hasta su despacho. Childe entró en el hall y vio inmediatamente que su ayuda podía ser de utilidad, pero que iba a tener que imponérsela al hospital. El hall estaba atestado por los heridos enviados desde urgencias después de una cura sumaria, por los parientes de los heridos, por gente preguntando por amigos o parientes desaparecidos, y también por una serie de gente que, como Childe, habían ido a ofrecer sus servicios.
El pasillo junto al despacho del director estaba demasiado atestado como para poder abrirse paso, por muchas ganas que hubiese tenido. Le preguntó a un hombre que estaba en la última fila cuánto tiempo llevaba esperando para entrar al despacho.
—Una hora y diez minutos, amigo —le respondió, desanimado.
Childe se dio la vuelta y fue hacia la salida. Se había resignado a volver a su apartamento y a dejar pasar el tiempo como humanamente pudiera. Después, transcurrido un período de tiempo monable (si es que existía tal cosa en semejante situación), regresaría, con la esperanza de que se hubiera restablecido el orden, al menos parcialmente. Se detuvo. Allí, erguido cerca de la puerta de entrada, con la cabeza envuelta en una tela blanca, estaba Hamlet Jeremiah.
La tela podría haber sido un turbante, ya que la última vez que había visto a Jeremiah lucía un turbante con un hexagrama de lentejuelas. Pero esta vez la tela era un vendaje que formaba una especie de estrella escarlata de tres puntas, como un triskelium. Sus mefistofélicos mostachos así como su barba habían desaparecido, y lucía una camiseta manchada de grasa con el lema: NOLI ME TAN-GERE SIN AMOR. Sus pantalones eran blancos y acampanados, y calzaba unas sandalias marrones.
—¡Herald Childe! —exclamó. Quiso sonreír, pero su cara se contrajo con una mueca de dolor. Childe extendió su mano.
—¿Me tocas con amor? —le preguntó Jeremiah.
—Te tengo mucho afecto, Ham —le respondió Childe—, aunque realmente no sabría decir por qué. ¿Te parecen necesarias estas zalamerías precisamente en este momento?
—En este momento y en todos —dijo Jeremiah—. Especialmente en este momento.
—De acuerdo. Entonces lo mío es amor —dijo Childe, estrechándole la mano—. ¿Qué demonios te ha pasado? ¿Qué estás haciendo aquí? Escucha, ¿sabes que he estado intentando llamarte por teléfono hace un rato y que estaba pensando en la posibilidad de ir a verte? Pero entonces…
Jeremiah levantó una mano y se echó a reír:
—¡Vamos por partes! —dijo—. He salido de mi madriguera porque mis esposas insistieron en que nos marcháramos de la ciudad. Les dije que debíamos esperar uno o dos días hasta que las carreteras quedaran despejadas. Para entonces, en cualquier caso, el smog se habría ido, o estaría camino de hacerlo. Pero ellas se negaron a escucharme. Se pusieron a llorar y montaron un escándalo espantoso, creía que iban a sacarme las entrañas y pisotearlas. Algo bueno tienen las lágrimas: arrastran el smog y evitan que los ácidos le corroan a uno las córneas. Pero también constituyen un ácido para los nervios, de modo que finalmente dije, está bien, os amo a las dos, de modo que emprenderemos camino, pero si nos metemos en algún bochinche o nos ocurre alguna desgracia, no me echéis la culpa. Metérosla por vuestros adorables culos. De modo que sonrieron, se limpiaron las lágrimas, hicieron el equipaje y emprendimos el viaje por Doheny abajo. Sheila hacía girar su molinillo de oraciones tibetano y Lupe sacó tres porros para aliviar lo que podría convertirse en una verdadera tortura, y para disfrutar de un cierto facsímil de satisfacción. Llegamos a Melrose, y el semáforo se puso rojo, de modo que me detuve, siendo como soy un ciudadano respetuoso con las leyes, siempre y cuando éstas beneficien a todos y tengan razón de ser. Además, no tenía la más mínima intención de que me arrollaran. Pero el hijo de Adán que venía detrás mío se puso histérico; al parecer, pensaba que debía saltarse las señales. Su alma estaba realmente alterada, Harald, estaba invadido por el pánico y sudaba frío. Me tocó la bocina y al ver que yo no saltaba el semáforo, saltó él de su automóvil y abrió mi portezuela —estúpido bastardo que soy, no se me había ocurrido echar el seguro— y me sacó a tirones, me dio la vuelta y me golpeó el cráneo contra el coche. Me abrió la cabeza y me dejó medio atontado; creo de veras en la famosa tesis de poner la otra mejilla. Estaba medio metido en el otro carril, y los otros automóviles no estaban dispuestos a detenerse, de modo que Sheila saltó del coche y de un empellón mandó al hombre justo delante de uno de ellos, metiéndome después a mí en nuestro coche. Esa Sheila es todo un carácter, hay que perdonarla. El hombre fue atropellado; rebotó del automóvil y cayó dentro del nuestro. Sheila se puso al volante mientras Lupe intentaba echar fuera a aquel hombre. Yacía sobre el asiento trasero y sus piernas arrastraban por el pavimento. Detuve su acción y le dije a Sheila que nos llevara al hospital. Así lo hizo, aunque a regañadientes; quería dejar allá a mi agresor. Hace un rato que llegamos aquí y finalmente conseguí que me vendaran la cabeza, y Sheila y Lupe están ayudando a las enfermeras, en el segundo piso. Yo iré a echarles una mano en cuanto me sienta un poco mejor.
—¿Qué le ocurrió al tipo?
—Está tumbado en un colchón, en el segundo piso. Está en coma y escupiendo sangre, el pobre infeliz, pero Sheila vela por él. Se ha arrepentido de haberle empujado. Tiene un pronto muy malo, pero en el fondo está llena de amor verdadero.
—Yo había venido para echar una mano —dijo Childe—, pero no me divierte la idea de quedarme aquí esperando durante horas. Además…
Jeremiah le preguntó qué significaba aquel además. Childe le habló de Colben y la película. Jeremiah se escandalizó. Comentó que había oído algo acerca del asunto por la radio. Llevaba dos días sin recibir un solo periódico, de modo que no había leído ningún artículo. ¿De modo que Childe deseaba encontrar a alguien que dispusiera de una importante documentación sobre los vampiros y otras criaturas que se deslizan por las tenebrosas profundidades del inconsciente colectivo?
Bien, pues él conocía precisamente al hombre que buscaba. Y vivía a no más de seis manzanas, justo al sur de Wilshire. Si había alguien que dispusiera de toda la documentación necesaria, ese alguien forzosamente tenía que ser Woolston Heepish.
—¿No crees que quizás esté intentando salir también de la ciudad?
—¿Woolie? ¡Por el bigote de Drácula, ni hablar! Nada, con la excepción tal vez de la amenaza de un ataque atómico, podría hacerle abandonar su colección. No te preocupes, estará en casa. Existe no obstante un pequeño problema. No le gustan las visitas inesperadas, hay que telefonear de antemano para solicitar una entrevista, tienen que hacerlo hasta sus mejores amigos —con excepción, tal vez, del doctor Nimming Rodder—; por lo demás no hay excepciones. Todo el mundo tiene que telefonear previamente, si no, ni siquiera se molesta en contestar al timbre. Pero conoce mi voz; gritaré a través de la puerta y nos abrirá.
—¿Rodder? ¿Dónde demonios he…? ¡Ah, sí! ¡El escritor de libros y guiones para televisión! Vampiros, licántropos, una adorable jovencita atrapada en una horrible y vieja mansión en lo alto de una colina, todas esas cosas. Escribió y produjo la serie de La Tierra de las Sombras, ¿no es así?
—Por favor, Herald, no le menciones para nada, si no es para elogiarle. Woolie adora al Dr. Nimming Rodder. Si hablas mal de él, quizá no te salte al cuello, pero, ¡por Shiva!, puedes estar seguro de que no te ofrecerá ninguna clase de colaboración y te someterá al ostracismo más absoluto.
Childe, incómodo, cambió el peso de un pie a otro, y tosió. La tos no sólo la producía la atmósfera asfixiante. Era también la expresión de la pugna de su conciencia. Deseaba quedarse allí a echar una mano —al menos una parte de él— pero la otra parte, la más poderosa, estaba deseando echarse a la calle a seguir el rastro. De hecho, no resultaba de gran ayuda en aquel lugar, al menos hasta transcurrido algún tiempo. Y tenía la sensación, tan sólo una sensación, de que algo allá abajo, en la oscuridad abisal, estaba mordisqueando su anzuelo; y su experiencia le había enseñado a confiar en estas intuiciones.
Puso la mano sobre el huesudo hombro de Jeremiah.
—Intentaré telefonearle —dijo—, pero si…
—Sería inútil, Herald. Todos los teléfonos están estropeados.
—Dame una carta de presentación, para al menos poder meter el pie en el quicio de su puerta.
—Haré algo mejor que eso —dijo Jeremiah, sonriendo—, te acompañaré hasta su casa. Aquí no hago más que estorbar, y quisiera alejarme de la contemplación de tanto sufrimiento.
—No sé —dijo Childe—. Quizá tengas una conmoción cerebral. Tal vez tú,…
Jeremiah se encogió de hombros.
—Voy contigo —dijo—. Espera un minuto que encuentre a las mujeres y les diga que me voy.
Childe, mientras esperaba, y dado que no tenía nada que hacer, salvo observar y escuchar, comprendió por qué Jeremiah estaba tan ansioso por marcharse. La sangre, los gemidos y los sollozos eran ya de por sí desagradables, pero el concierto de toses —unas secas y sincopadas, otras prolongadas y jadeantes, con expulsión de flemas sanguinolentas— le exasperaba, tal vez incluso despertaba su ira aunque ésta estuviera profundamente reprimida. No sabía porqué las toses le irritaban tanto, pero sabía que la tos nicotínica de Sybil y el borboteo de sus pulmones en cualquier momento del día o de la noche, y que resultaban particularmente agobiantes cuando estaba comiendo o haciendo el amor, habían intervenido en su separación tanto como cualquier otra cosa.
Jeremiah parecía patinar a través de la multitud. Tomó a Childe de la mano y le condujo hasta la puerta principal. Eran las doce y tres minutos. El sol era un disco difuso, de color amarillo-verdoso. Un hombre que pasaba a unos treinta metros no era a sus ojos más que una silueta borrosa. Parecía haber bandas gruesas y delgadas deslizándose unas junto a otras y por consiguiente oscureciendo y aclarando, comprimiendo y alargando, los objetos y las personas. Esto debía ser una ilusión óptica, o algún otro fenómeno, ya que el smog permanecía inmóvil. No pasaba ni un soplo de aire. Los rayos de sol parecían filtrarse a través de la bruma gris-verdosa, deslizarse a lo largo de los filamentos de smog como febriles acróbatas y dejarse caer planeando, yendo a enroscarse alrededor de la gente.
Los sobacos, la espalda y la cara de Childe estaban empapados, pero a pesar de la transpiración apenas tenía menos calor. También le sudaban los pies y la entrepierna, y habría dado cualquier cosa por ir vestido sólo con un slip o una toalla. A pesar de todo, ahí afuera se sentía algo mejor que dentro del hospital. El ruido y el espectáculo de tanta miseria y tanto dolor lo habían obnubilado hasta el punto de apenas darse cuenta del fuerte hedor de la gente sudorosa y asustada. Ahora se dio cuenta de que Jeremiah, que a pesar de ser un hippy, le gustaban los baños, y presumía de ser un auténtico «hermano del agua»[2], apestaba. El olor era una combinación peculiar de tabaco de pipa, marihuana, de algo pesado, penetrante e inidentificable, parecido a la esperma, y de incienso; también distinguió un soupcon de agua de rosas de coño, el olor del sudor de un hombre atemorizado, de un hombre que se ha cagado de miedo, tal vez el smog inhalado expulsado en forma de sudor.
Jeremiah miró a Childe, tosió, sonrió y dijo:
—También tú hueles como si fueras algo vomitado por las profundidades del Pacífico que llevara dos semanas muerto, si me permites que te lo diga.
Childe, aunque sorprendido, no hizo comentario alguno. Jeremiah había dado repetidas pruebas de capacidad telepática o lectura mental. Childe no creía en otras explicaciones. En todo caso, Jeremiah no había podido leer sus pensamientos por la expresión de su cara: Childe se enorgullecía de que su rostro era impenetrable.
Echó a andar junto a Jeremiah. Parecían estar dentro de un túnel que surgía del pavimento ante ellos y desaparecía en cuanto lo habían atravesado. Childe se sintió inexplicablemente feliz durante un momento, a pesar del dolor de su pecho, de su garganta y del ardor de sus ojos, de la insidiosa corrosión de sus pulmones y de las punzadas que sentía en los testículos. En el fondo, no había querido jugar a enfermero humanitario en el hospital; sólo tenía un deseo: seguir el rastro de los criminales.