No se había atrevido a detenerla cuando empezó a cubrirle el vientre de besos, aunque sabía lo que se avecinaba. Siguió conteniéndose cuando le cogió el sexo y se lo metió en la boca. Sintió como su lengua lo acariciaba, se estremeció, apartó su cabeza, suave pero firmemente y exclamó:
—¡No!
—¿Por qué? —dijo ella alzando la cabeza para mirarle.
—No llegué a contarte los detalles específicos de la película —respondió.
—¡Se te está poniendo blanda!
Se incorporó en la cama y se quedó mirándolo con el ceño fruncido.
—¿Acaso has pillado alguna enfermedad?
_¡Por el amor de Dios! —respondió, incorporándose a su vez—. ¿Acaso piensas que me iba a acostar contigo si supiera que tenía sífilis o gonorrea? ¿Qué clase de pregunta… qué clase de persona te has creído que soy?
—Lo siento —dijo ella—. ¡Por Dios! ¿Qué es lo que va mal? ¿Qué es lo que he hecho?
_Nada en absoluto. No me has hecho nada. Pero tuve la sensación de que se me congelaba la polla cuando tú… Déjame que te explique por qué no he podido soportar que me hicieras una mamada.
—¡Me gustaría que no utilizaras semejante vocabulario!
—¡De acuerdo, entonces que me hicieras «aquello». Déjame que te lo explique.
Ella le escuchó con los ojos muy abiertos. Estaba apoyada sobre un brazo, a su lado. Childe podía ver su inflamado pezón que no parecía disminuir de tamaño lo más mínimo mientras escuchaba. De hecho, parecía haberse inflamado aún más. No cabía la menor duda de que sus ojos brillaban y de que, a pesar de sus expresiones de horror, sonrió más de una vez.
—¡Empiezo a pensar que te gustaría hacerme eso a mí! —dijo él.
—Siempre tienes que contar estupideces como esa —respondió—. Incluso ahora. ¿Tan poco te gusto, que ni siquiera te hago trempar?
—Querrás decir que no me haces tener una erección, ¿no? —dijo él—. Si no puedes comprender por qué mi pene parecía querer esconderse dentro de mi vientre en busca de protección, es que eres incapaz de entender nada de los hombres.
—No te morderé —dijo Sybil, y aferrando su verga se abalanzó sobre ella, la boca abierta de par en par, con una sonrisa maligna que descubría todos sus dientes.
Childe se apartó bruscamente:
—¡No hagas eso! —exclamó.
—Olvídalo, tan sólo te estaba tomando el pelo —dijo ella, y gateó colocándose sobre él y comenzó a besarle. Introdujo su lengua a lo largo de su boca hasta tan adentro que creyó ahogarse.
—¡Por el amor de Dios! —dijo, apartando la cabeza—. ¿Qué demonios estás haciendo? ¡No puedo respirar! Ella se incorporó y le habló en tono cortante:
—¡No puedes respirar! ¿Cómo crees que respiro yo cuando me metes ese chisme enorme por la garganta? ¿Qué demonios te ocurre?
—No lo sé —dijo él. Se incorporó—. Vamos a dar unas caladas más. Tal vez se enderecen las cosas.
—¿Es que ahora necesitas eso para poder hacer el amor conmigo?
Intentó tomar su mano, pero ella la apartó bruscamente.
—Tú no lo viste —dijo él—. ¡Aquellos dientes de acero! ¡La sangre! ¡La mujer escupiendo trozos de carne ensangrentada! ¡Santo Dios!
—Siento lástima por Colben —dijo ella—, pero no acabo de entender qué tiene que ver con nosotros. A ti jamás te gustó; ibas a librarte de él. Y a mí me daba escalofríos aquel tipo. Y además… bueno, qué más da…
Ella se deslizó fuera de la cama, fue hasta el armario, y se enfundó el quimono. Encendió un cigarrillo e inmediatamente empezó a toser. Sonaba como si sus pulmones estuvieran llenos de moco. Childe se sentía irritado; abrió la boca para decir algo. No sabía qué concretamente, pero algo que resultara hiriente. Pero el recuerdo de sabor de su coño le hizo contenerse. Sybil tenía un coño precioso. El vello era espeso y de un negro azulado y era casi tan suave como la piel de foca. Se lubrificaba abundantemente, tal vez en exceso. Pero sus secreciones eran dulces y limpias. Y era capaz de oprimir su verga como si dentro tuviera una mano. Pero ahora, de pronto, recordó la cosa que abultaba detrás de la tela que cubría el coño de la mujer de la película, y la sangre que había empezado a afluir hacia su verga volvió a retirarse de nuevo. Sybil, que había visto la incipiente erección, dijo:
—¿Y ahora qué es lo que ocurre?
—Sybil, a ti no te ocurre nada. Me ocurre a mí. Estoy demasiado alterado.
Ella aspiró un poco más de humo y consiguió contener la tos.
—Desde luego, nunca dejaste de traerte el trabajo a casa. No me extraña que nuestra vida se convirtiera en un infierno.
Childe sabía que aquello no era cierto. Se habían irritado el uno al otro hasta la exasperación por otros motivos, cuyas causas, en su mayor parte, no alcanzaban a comprender. En cualquier caso, discutir no servía para nada. Ya lo habían hecho bastante.
Se incorporó, sacando las piernas de la cama. Se puso en pie y caminó hasta la silla sobre la que había amontonado la ropa.
—¿Qué haces?
—¿Es que se te ha metido el smog en el cerebro? —dijo él—. Parece obvio que pienso vestirme y resulta razonablemente predecible que voy a largarme de aquí.
Reprimió el impulso de decir «¡para siempre!». Sonaba excesivamente pueril. Aunque podría ser cierto.
Sybil no dijo nada. Se balanceó hacia atrás y hacia adelante con los ojos cerrados durante un minuto. Después, abriéndolos, se dio la vuelta y salió del dormitorio. Un minuto después él la siguió. Sentada en el diván, le miraba iracunda.
—No había tenido un dolor de huevos como el que tengo ahora desde los quince años, cuando volvía a casa después de mi primer magreo en un guateque —dijo él. No sabía por qué lo había dicho; desde luego no esperaba que ella sintiera compasión e hiciera algo por aliviarle. ¿O tal vez sí?
—¿Magreo? ¿Guateque? ¡Menudo lenguaje, carcamal!
Parecía furiosa. Desgraciadamente, la furia no hacía nada por realzar su belleza.
Y, no obstante, le sabía mal marcharse; tenía la vaga sensación de que era culpable de algo.
Dio un paso hacia ella y se detuvo, a punto de besarla, pero era la fuerza de la costumbre lo que le había impulsado.
—Adiós —dijo—, lo siento de veras, en cierto modo.
—¡En cierto modo! —chilló ella—. ¡Vaya una actitud típicamente tuya! ¡No eres capaz de lamentar las cosas del todo o sentirte justamente indignado o totalmente en lo cierto o totalmente equivocado! Tienes que lamentarlo a medias. ¡Tú… tú… especie de medio hombre!
—Y es así como dejamos atrás la exótica Sybilandia —dijo él, abriendo la puerta—. Lentamente se sumerge en el smog del fantástico sur de California mientras nosotros exclamamos ¡aloha, aloha, hasta siempre, adieu, y tócame el culo!
Sybil saltó del sofá dando un grito, como impulsada con un resorte, y se abalanzó sobre él con las manos convertidas en garras, dispuesta a sacarle los ojos. Childe la cogió por las muñecas y le dio un empujón y ella tropezó contra el sofá. Consiguió recuperar el equilibrio y gritó:
—¡Tío mierda! ¡Te odio! ¡Podía haber elegido a Al y te elegí a ti! ¡Te deseaba a ti y no a él! ¡Él hubiera sido un mal menor, y encima un mal menos malo! ¡Tú crees que te sientes solo, pero no tienes ni idea de lo que es eso! ¡He rechazado a montones de hombres porque no hacía más que esperar noche tras noche a que me llamaras! ¡Quería devorarte; tardarías días en salir de aquí! Te iba a hacer el amor, ¡oh, todo lo que tenía pensado! ¡Y ahora me sales con esto, apestoso hijo de perra! ¡Muy bien, pues ahora pienso llamar a Al y él va a recibir todo lo que pensaba haberte dado a ti y más! ¡Más! ¡Más! ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?
Childe comprendió que aún era capaz de sentir celos. Sintió el impulso de darle un puñetazo y después quedarse esperando a Al y echarle a patadas escaleras abajo.
Pero no serviría de nada el intentar reconciliarse con ella. No en aquel momento. De hecho, ya nunca, pero no estaba realmente preparado para aceptarlo. En el fondo de sí mismo, estaba seguro de lo contrario.
El intentar comprender lo que estropeaba sus relaciones era como intentar asir un puñado de smog.
Cruzó el umbral en dos zancadas y, sabiendo que ella esperaba que cerrara de un portazo, se abstuvo de hacerlo.
Tal vez fuera esto lo que la enfureció aún más. Salió detrás suyo, gritando con todas sus fuerzas:
—¡Le chuparé la polla! ¡Le chuparé la polla, entérate! Él se volvió y le gritó:
—¡No te olvides que eres una dama! —Se dio media vuelta y echó a correr. Fuera, entre la espesa niebla gris-verdosa, se echó a reír hasta que le acometió una áspera tos, y luego se echó a llorar. En parte, las lágrimas eran producto del smog; en parte, de su dolor y su ira. Todo resultaba triste, desolador y repugnante y tremendamente cómico.
En casos como aquel, lo mejor era coger la delantera: el fanático de la última palabra de hecho no hace más que metérsela por el culo.
—¿Cuándo demonios pensará volverse adulta? —gimió, y después añadió—, ¿y cuándo demonios voy a hacerlo yo? ¿Cuándo se convertirá el Childe[1] en el padre del adulto?
Dante tenía treinta y cinco años, estaba a mitad de camino en el viaje de su vida, cuando se alejó del sendero recto y despertó encontrándose solo en un oscuro bosque.
Pero logró beneficiarse de los servicios de un guía competente, y al menos había estado en algún momento en el camino recto, el Camino Verdadero.
Childe no recordaba haber estado jamás en tal camino. ¿Y dónde estaba su Virgilio? El hijoputa debía estar en huelga pidiendo más paga y menos horas de trabajo.
Cada hombre es su propio Virgilio, se dijo Childe. Después, tosiendo a más y mejor, se abrió paso a través del smog.