III

Era como caminar por el fondo de un mar de bilis muy diluida.

No había ninguna nube entre el sol y el mar. El sol brillaba intensamente, como si estuviera intentando abrirse a fuego un camino a través del mar. El sol de agosto llameaba fieramente y cuanto más llameaba, cuanto más lanzaba sus machetazos amarillos, tanto más densa y venenosa se tornaba la jungla gris-verdosa.

(Childe era consciente de que sus metáforas eran caóticas. ¿Y qué? ¿Acaso el cosmos no era una caótica metáfora surgida de la confusión mental de un Dios? La mente izquierda de Dios no tenía idea de lo que estaba haciendo su mano derecha. O no le importaba. ¿Era Dios un esquizofrénico? Herald Childe, criatura de Dios, creado a imagen de Dios, era desde luego un esquizofrénico. ¿O acaso Childe era una imagen inversa de Dios?).

Sus ojos ardían como herejes en la hoguera. El fuego corría por sus fosas nasales; un fluido como espermático se apelotonaba en sus narices, de las que caía gota a gota, esperando que una explosión de aire, voluntaria o involuntariamente inducida, descargara el fluido en una eyaculación muy poco orgástica.

Ni un soplo de brisa. El aire había permanecido inerte durante un día y medio; se diría que la atmósfera hubiera fallecido y estuviera en plena putrefacción.

El gas gris-verdoso parecía estar suspendido, como en cortinas. El libro del juicio estaba siendo leído y las páginas, los pliegos gris verdoso estaban siendo pasados mientras el ojo leía y cada vez más páginas se iban apilando hacia el comienzo del libro. ¿Cuánto quedaba por leer antes del fin?

Childe apenas alcanzaba a ver más allá de treinta metros. Había recorrido tantas veces aquel camino desde la puerta de la comisaría hasta el aparcamiento, que no podía perderse. Pero había gente que no sabía donde se encontraba. Una mujer pasó velozmente gritando junto a él y se perdió en la nube verdosa. Childe se detuvo. Su corazón palpitaba fuertemente. Escuchó un claxon a lo lejos. En algún lugar aullaba una sirena. Se volvió lentamente, intentando ver a la mujer, a su perseguidor si es que lo había, pero no vio nada. Ella huía, pero nadie la perseguía.

Childe aceleró el paso. Sudaba a mares. Sus ojos le escocían y lagrimeaban, y tenía la impresión de que por su garganta se deslizaban pequeñas llamas en dirección a sus pulmones. Deseaba llegar hasta su automóvil, donde guardaba la máscara antigás. Se obligó a sí mismo a ir más despacio. Había pánico en la atmósfera, el mismo pánico que invadía a un hombre al sentir unas manos apretando en torno a su cuello.

La forma inmóvil de un coche emergió de la niebla. No era el suyo. Pasó junto a él y a diez plazas de aparcamiento encontró su Oldsmobile modelo 1970. Se encasquetó la máscara, puso en marcha el motor, arrugando el ceño al pensar en los venenos que se desprendían del escape, encendió las luces y salió del aparcamiento. La calle mostraba más luces móviles de las esperadas. Encendió la radio y averiguó el porqué. Aquellos que tenían algún lugar adónde ir fuera del área afectada por el smog, estaban dispuestos a hacerlo con o sin permiso de las autoridades, de forma que éstas habían decidido dar su autorización. Y muchos que no tenían adónde ir, habían decidido también irse. El éxodo había comenzado. Las calles todavía no estaban bloqueadas, pero pronto lo estarían.

Childe se puso a maldecir. Contrariamente a sus previsiones, el tráfico iba a ser infernal.

La voz del gobernador surgió del altavoz, solicitando calma. Todo el mundo debía continuar en sus hogares, si podían hacerlo. No obstante, aquellos que tuvieran que salir por razones de salud (es decir, toda la población, pensó Childe) deberían conducir con cuidado y comprender que no existían suficientes lugares para ofrecerles acomodo en todo el estado de California. Nevada y Arizona habían sido advertidas de la invasión, y Utah y Nuevo México se estaban preparando para ella. La Guardia Nacional estaba llegando a la zona, pero se limitaría a cuidar del tráfico y auxiliar en los hospitales. No se había declarado la ley marcial. No era necesario. Se habían incrementado los crímenes pasionales, los robos y los atracos de bancos, pero no se habían señalado tumultos.

No es de extrañar, pensó Childe. El smog era demasiado irritante; de hecho, corroía la piel de los nervios, pero la gente prefería no salir a la calle, y por tanto no se producían reuniones numerosas. Para cada persona, los demás parecían fantasmas que se dirigían hacia uno emergiendo de la noche gris verdosa o extraños peces que aparecían súbitamente de entre las sombras. Los peces extraños podían ser tiburones.

Adelantó a un automóvil ocupado por tres monstruos con anteojos y trompas. Sus cabezas se volvieron, los ojos ciclópeos observaban ciegamente, las narices parecían olfatear. Se alejó rápidamente hasta ver desvanecerse sus luces, después redujo la velocidad. Algo después, apareció repentinamente un automóvil detrás suyo, y relampagueó una luz roja. Miró por el retrovisor antes de detenerse. Había falsos coches patrulla deteniendo a los automovilistas y robándoles, apaleándoles e incluso matándoles, recorriendo las calles en pleno día, en las mismas narices de los transeúntes. Decidió detenerse, dirigió el coche con suavidad hacia el casi invisible arcén, y se paró. Mantuvo el motor en marcha y observó el automóvil y el policía que salía de él por la izquierda. Si no le gustaba su aspecto, podía aún salir por el lado derecho de su automóvil y perderse en la oscuridad. Pero la cara del policía le pareció familiar, de forma que permaneció sentado al volante. Se abrió la chaqueta e introdujo la mano en el bolsillo interior, muy lentamente, para que el policía no tuviera la falsa impresión de que intentaba sacar un arma. Tenía licencia para llevarla, pero la había dejado en casa.

Los policías habían efectuado ya demasiados controles como para molestarse en hacerle salir del automóvil y empezar a registrarle. Además, había muchos conductores con pase, y en breve habría tantos automóviles en las calles que lo mejor era olvidarse de todo excepto en los casos más flagrantes.

Childe no tuvo dificultades en establecer su identidad. Los dos policías le conocían de oídas y también habían leído los periódicos. Uno de ellos, que dijo llamarse Chominshi, quería comentar el caso Colben, pero el otro no hacía más que toser y Childe rompió también a toser, de modo que le dejaron marchar. Continuó subiendo por la Tercera Calle hacia Los Angeles Oeste. Su apartamento y su oficina estaban a pocas manzanas de Beverly Hills. Tenía intención de ir directamente a su casa y reflexionar un rato. Si es que podía hacerlo. Estaba como atontado. Sus reflejos parecían ralentizados como los de un yonqui o de un boxeador sonado. Se sentía con una vaga sensación de distanciamiento, como separado de la realidad; sin duda era una forma de atenuar los efectos de la película. Y el smog no le ayudaba precisamente a anclarse a las cosas, sino que le producía una sensación de pérdida de identidad.

No se sentía inundado de deseos vengativos hacia los asesinos de Colben. Nunca le había gustado; sabía que Colben había sido responsable de algunos actos criminales de los que logró escabullirse sin ni siquiera (Childe estaba seguro) el castigo de sus remordimientos. Se había tirado a una quinceañera y después la había echado a patadas. Y la muchacha, después de tomarse una sobredosis de barbitúricos, había muerto. Y no fue el único caso, aunque ningún otro terminó tan trágicamente. Pero algunas de las chicas se hubieran sentido mejor muertas. Por ejemplo, la esposa de uno de sus clientes, que después de una tremenda paliza, se había quedado idiotizada para siempre. Aunque Childe no tenía pruebas, sospechó que Colben había sido el autor de la paliza, pagado por el cliente. Especialmente después de descubrir que Colben se acostaba con la mujer en cuestión. Como no tenía la menor prueba, si hubiese acusado a su socio nadie le hubiera tomado en serio.

De todos modos, la actual negligencia de Colben en el trabajo era pretexto suficiente para separarse de él. Childe no tenía el dinero necesario para comprarle a Colben su parte en el negocio; su intención había sido hacerle la vida imposible, para incitarle a disolver la sociedad.

No obstante, ningún hombre merecía una muerte como la de Colben. ¿O tal vez sí? Finalmente, el horror estaba más en la mente de los observadores que en la de Colben. El sufrimiento debió ser atroz, pero de corta duración; su muerte debió ser casi instantánea.

Pero aquello no cambiaba nada. Childe decidió averiguar todo lo que pudiera, aunque sospechaba que iba a ser muy poco. Y, en breve, la necesidad de pagar las facturas le apartaría del caso; sólo podría trabajar en él durante sus ratos de ocio. Dicho de otro modo, su investigación estaba condenada, de antemano, al fracaso.

Pero no tenía nada mejor que hacer por el momento y desde luego no pensaba quedarse sentado en su apartamento respirando gases tóxicos. Tenía necesidad de ocuparse en algo. Ni siquiera podía leer cómodamente por culpa del escozor y las lágrimas. Era como un tiburón que tiene que mantenerse en movimiento para que el agua circule por sus branquias; en cuanto se paraban, empezaban a sofocarse.

Pero un tiburón puede respirar y mantenerse quieto si el agua que le rodea está en movimiento. Sybil podría ser su flujo. Sybil era un nombre que evocaba el sonido de arroyos cantarines y la imagen del sol en tranquilas praderas verdes y la sabiduría como leche manando de dos pechos henchidos. No de leche verde, desde luego, sino la leche blanca y cremosa de la ternura y el sentido común.

Childe sonrió. El Gran Romántico. No sólo se parecía a Lord Byron; pensaba como él. La reencarnación en persona. George Gordon, Lord Byron, renacido como detective privado y sin su pie contrahecho. Childe no tenía ninguna enfermedad, salvo quizás en la mente. Y esto no se ve. Por lo menos, al principio. Pero la cojera se acaba haciendo evidente para aquellos que tienen que caminar con ella día tras día.

¡Los Detectives Privados de las novelas! Eran hombres simples y directos con sus ideas cuadradas —todo en blanco y negro— «mía es la venganza», dijo Lord Hammer, —verdaderos héroes con quienes no podían identificarse totalmente la mayoría de los lectores.

Esto resultaba paradójico, ya que los antihéroes de las novelas existenciales supuestamente representaban la mentalidad moderna, y desde luego eran personas indecisas. El antihéroe obtenía mucha más publicidad, mucho más trompeteo crítico que el simple, estable y decidido detective privado, el héroe de las masas.

Childe se ordenó a sí mismo cortar, como si sus pensamientos fueran la secuencia de una película. Estaba exagerando y además simplificando. De puertas adentro, tal vez fuera un antihéroe existencial, pero exteriormente era un hombre de acción, como la Sombra, Doc Savage o Sam Spade. Sonrió de nuevo. A decir verdad, él era sólo Harald Sigur Childe; tenía los ojos enrojecidos, llorosos, la nariz goteante, le sacudían las náuseas y deseaba correr a casa en busca de La Madre. O de aquella imagen de su madre llamada Sybil.

Desgraciadamente la Madre se irritaba si no la telefoneaba antes de ir a su casa. La Madre deseaba intimidad e independencia, y si no era respetada se expresaba de manera desagradable y le enviaba al exilio por tiempo indeterminado.

Aparcó el automóvil frente al inmueble de su apartamento. Corrió escaleras arriba, oyendo a alguien con un fuerte ataque de tos tras una puerta. Sacó la llave y abrió la puerta. El apartamento consistía en un cuarto de estar, una cocina diminuta y un dormitorio. Normalmente tenía mucha luz. Las paredes y los techos eran blancos y los marcos de color crema. Los muebles eran livianos, de madera clara. Pero aquel día, parecía una cripta; las raras zonas que escapaban a la oscuridad estaban bañadas por una pálida luz verdosa.

Sybil contestó al teléfono antes del segundo timbrazo.

—¿Estabas esperando mi llamada? —dijo Childe, alegremente.

—Estaba esperando una llamada —corrigió ella. Sin embargo, su voz era cariñosa.

Él no dio la respuesta obvia.

—Me gustaría pasar por tu casa —dijo finalmente.

—¿Por qué? ¿Es que andas escaso de dinero?

—Ando escaso de tu compañía.

—No tienes nada que hacer. Tienes que encontrar alguna forma de pasar el tiempo.

—Tengo un caso en el que estoy trabajando —dijo. Dudó un instante y después, sabiendo que estaba poniendo el cebo en el anzuelo y avergonzándose por ello, dijo—: Es acerca de Colben. ¿Has leído los periódicos?

—Pensé que sería eso en lo que estarías trabajando. ¿No te parece algo horrible?

No le preguntó por qué no estaba en la oficina. Sybil era la secretaria del ejecutivo de una agencia publicitaria. Era lógico que ni ella ni su jefe tuvieran el pase para conducir.

—Voy para allá —dijo. Hizo una pausa y después añadió—: ¿Podré quedarme un rato o tendré que marcharme pronto? ¡No te enfades! Tan sólo quiero saberlo de antemano, así estaré más relajado.

—Puedes quedarte unas horas, si tienes ganas. No pensaba salir y no tiene que venir nadie; que yo sepa al menos.

Apartó el teléfono de su oído, pero Sybil hablaba muy alto y él seguía oyéndola. Volvió a acercar el auricular.

—¿Herald? ¡De verdad que me apetece que vengas!

—¡Magnífico! —respondió; y después—: ¡Demonios! ¡No hago más que pensar en mí mismo! ¿Necesitas que te lleve algo?

—Vamos, ya sabes que hay un supermercado a sólo tres manzanas de aquí. Fui a pie.

—De acuerdo. Pensé que quizás aún no habías salido o que podías haberte olvidado de algo y podría traértelo.

Se quedaron en silencio durante unos segundos. Él recordaba sus frecuentes irritaciones, cuando vivían juntos, cuando ella había olvidado algo y él tenía que salir corriendo a buscarlo antes de que cerrasen el supermercado. Sybil seguramente debía estar pensando en sus bruscos cambios de humor; era en la primera cosa en que pensaba cuando volvían a estar juntos.

—En un momento estoy allí —dijo Childe—. Hasta ahora.

Colgó y salió del apartamento. El hombre seguía tosiendo tras la puerta. Un estéreo estalló súbitamente con la música de Así hablaba Zaratustra de Strauss, en el piso de abajo. Alguien protestó débilmente; la música continuó sonando a gran volumen. Las protestas se fueron haciendo más fuertes y alguien empezó a aporrear una pared. El volumen de la música no disminuyó.

Herald pensó primero en recorrer a pie las cuatro manzanas que le separaban de la casa de Sybil, pero después decidió no hacerlo. Tal vez no tuviera que marcharse de repente, aunque no parecía demasiado probable. Su contestador automático no funcionaba. Carecía de prioridad. Había decidido no dar el número de Sybil al operador de la policía o al sargento Bruin. Ella hubiera sido capaz de tener un ataque de furia; detestaba que les molestaran con llamadas mientras estaban juntos, sobre todo si eran llamadas profesionales. En la época de su matrimonio, aquello había sido una de las cosas que más la habían irritado. En teoría, ahora ella no debería sentir por ello ni frío ni calor. En la práctica, que opera más a nivel de emociones que de lógica, se enfurecía tanto como siempre. Childe sabía bien hasta qué punto. La última vez, la centralita les interrumpió en un momento crucial y ella le echó de malos modos. Desde entonces, él la había llamado en varias ocasiones, pero ella le dio largas. La última vez había sido dos semanas antes.

Ella había acertado en una cosa: andaba escaso de dinero. Pero no esperaba que su situación mejorara después de verla. Tenía ganas de hablar, tan sólo de hablar con ella para desahogarse y alejar el sentimiento de soledad que le había atacado tan violentamente después de ver la película de Colben.

Resultaba extraño; si no extraño, indicativo. Había vivido veinte de sus treinta y cinco años en el condado de Los Angeles. Aun así, sólo conocía a una mujer con la cual podía realmente descargar sus sentimientos y sentirse relajado y seguro, sin temor de no ser comprendido. No. Falso. No había ni siquiera una mujer, porque Sybil no acababa de comprenderle del todo. O mejor, aunque le comprendiera, no compartía del todo sus sentimientos. Si no, no sería ahora su exmujer.

Pero Sybil había dicho lo mismo acerca de los hombres en general y de él en particular. Era la situación humana… significara lo que significara la frasecita en cuestión.

Aparcó su automóvil frente al apartamento de Sybil. Ahora no había problema para encontrar lugar. Penetró en el pequeño portal y llamó a su timbre. Ella oprimió el portero automático; Childe subió las escaleras atravesando la puerta interior y siguió por un pasillo hasta el final. La puerta de Sybil estaba a la derecha. Llamó con los nudillos; la puerta se abrió. Iba vestida con una túnica hasta los pies, estampada con rombos rojos y negros de mediano tamaño. Los rombos negros contenían ankhs blancos, la cruz rematada en un óvalo de los antiguos egipcios. Iba con los pies descalzos.

Sybil tenía treinta y cuatro años y medía un metro sesenta y cinco. Tenía el pelo largo y negro, depiladas cejas negras, grandes ojos verdosos, la nariz delgada y recta, quizás un poco demasiado larga, los labios carnosos y la tez pálida. Era bonita y el cuerpo oculto bajo el quimono estaba bien construido, aunque tal vez excesivamente ancho de caderas para algunos gustos.

Su apartamento era luminoso, como el de Childe, con mucho blanco en las paredes y techos, los marcos en color crema y mobiliario ligero y aéreo. Pero una reproducción alta y sombría de un Greco pendía incongruentemente de la pared; se cernía sobre todo lo que se dijera y se hiciera en aquella habitación. Childe siempre había sentido como si el alargado hombre en la cruz estuviera juzgándole a él y a toda la ciudad.

El cuadro no resultaba tan visible como de costumbre. En el apartamento había casi siempre una diáfana neblina azulada de tabaco —lo que explicaba por qué las paredes y el techo no eran tan blancos como los del apartamento de Childe— y aquel día el azul se había vuelto gris-verdoso. Sybil tosió al encender otro cigarrillo, después sufrió un ataque de tos y su cara se puso violácea. Él no se inmutó; estaba acostumbrado. Ella sufría de un enfisema crónico; el médico le había recomendado suprimir el tabaco hacía ya dos años. Desde luego, el smog agravaba su estado, pero Childe no podía hacer nada. Antes, esto hubiera sido un motivo más de pelea.

Finalmente Sybil fue hacia la cocina en busca de agua y volvió varios minutos después. Su expresión era desafiante, pero él mantuvo su gesto inexpresivo. Esperó hasta que ella se hubo sentado en el sofá, enfrente de su sillón, al otro lado de la habitación. Ella aplastó el cigarrillo recién encendido en un cenicero:

—¡Oh, Dios! ¡No puedo respirar! —exclamó. Con lo que quería decir que no podía fumar.

—Háblame acerca de Colben —dijo ella, e inmediatamente—: Pero antes, ¿quieres que te sirva…?

Se interrumpió. Siempre olvidaba que él había dejado de beber hacía cuatro años.

—Necesito relajarme —dijo él—, no me queda nada de hierba ni tampoco hay posibilidad de obtenerla. ¿Tú…?

—Espera un momento —dijo ella rápidamente. Se levantó y entró en la cocina. Un panel crujió al deslizarse. Pasó un minuto. Volvió con dos cigarrillos de papel retorcido por ambos extremos. Le dio uno. Él dijo «gracias» y lo olfateó. Su olor de siempre le sugería imágenes de pirámides de techos planos, de sacerdotes aztecas con afilados cuchillos de obsidiana, hombres y mujeres desnudos, de tez oscura, trabajando en campos de arcilla roja bajo un sol más feroz que la mirada de un águila, de felucas árabes atravesando el Océano Indico. Se preguntaba dónde iba a pescar su inconsciente aquellas visiones.

Encendió el canuto y aspiró el humo acre manteniéndolo en sus pulmones todo el tiempo que pudo, al tiempo que intentaba vaciar su mente y su cuerpo del horror de aquella mañana y de la irritación que había sentido después de llamar a Sybil. No tenía sentido el fumar si conservaba sentimientos negativos. Debía verterlos al exterior, y podía hacerlo… a veces. La técnica de meditación que le había enseñado —o intentó enseñarle— un amigo, resultó eficaz en ocasiones, pero él era un detective y la persecución de seres humanos, la búsqueda, la inmersión en el odio y la miseria obstaculizaban la capacidad de meditar. No obstante, tenazmente, había perseverado, y en ocasiones conseguía vaciarse. O así lo creía. Su amigo le había dicho que no meditaba realmente; estaba utilizando un truco, una técnica carente de esencia.

Sybil, sabedora de lo que estaba haciendo, no dijo nada. Un reloj desgranaba las horas. A lo lejos sonaba la sirena de un barco; aullaba la de un automóvil. Aquellos días las sirenas no paraban de aullar. Después exhaló y volvió a inhalar, conteniendo la respiración, y finalmente consiguió la cristalización. Se produjo un claro desplazamiento de líneas invisibles, como si las corrientes de fuerza que atraviesan cada centímetro del universo se hubieran dispuesto en otra configuración distinta, más recta.

Childe miró a Sybil. En este momento la amaba intensamente, como la había amado al principio de su matrimonio. Los nudos se deshicieron de un tirón. Estaban en el centro de una hermosísima telaraña que vibraba con amor y armonía a través de ellos a cada movimiento. Qué importaba la inevitable araña.