El falso Drácula y la mujer se habían quedado mirando a la cámara, riéndose salvajemente. Después vino un fundido en negro y una breve aparición de la palabra «¿Continuará?». Fin de la película.
Herald Childe no vio las últimas imágenes. Estaba demasiado ocupando gimiendo, limpiándose los ojos de lágrimas, sonándose y tosiendo. El sabor y el olor a vómito eran muy intensos. Estuvo a punto de pedir excusas por reflejo, pero se reprimió. No había razón alguna para hacerlo.
El comisionado no había vomitado, pero probablemente tendría mejor aspecto si lo hubiera hecho.
—Salgamos de aquí —dijo.
Esquivó las vomitonas del suelo. Childe le siguió. Los demás salieron.
—Vamos a tener una conferencia, Childe —dijo el comisionado—. Puede usted asistir a ella, colaborar, si así lo desea.
—Me gustaría mantenerme en contacto con la policía, comisionado, pero no tengo nada que aportar. Al menos por el momento.
Le había contado ya a la policía todo lo que sabía acerca de Matthew Colben, que era mucho, y todo lo que sabía acerca de su desaparición, es decir: nada.
El comisionado era un hombre alto y enjuto, medio calvo, con una cara larga y delgada y un melancólico mostacho negro. Siempre estaba tirándose del extremo derecho de su mostacho, jamás del izquierdo. Y sin embargo era zurdo. Childe había observado este hábito, preguntándose sobre su origen. ¿Qué diría el comisionado si se lo comentara?
Era sin duda un gesto maquinal que probablemente podría explicar sin la ayuda de un psicoanalista.
—Se dará usted cuenta, Childe, que estos sucesos han comenzado en un momento extremadamente difícil para nosotros —dijo el comisionado—. Si no fuera por los… ejem, aspectos extraordinarios del caso… no podría dedicarle más que algunos minutos. Ya comprenderá…
—Sí, ya sé —asintió Childe—. El Departamento se ocupará del asunto más adelante. Le estoy muy agradecido por haberse tomado tantas molestias.
—Vamos, no se lo tome así. El sargento Bruin se hará cargo del caso. Esto es, cuando consiga hacer un hueco. Debe usted comprender…
—Comprendo —dijo Childe—. Bruin es un amigo. Me mantendré en contacto con él. Pero procuraré no agobiarle.
—¡Magnífico, magnífico!
El comisionado extendió una mano pellejuda y fría, pero sudorosa.
—¡Ya nos veremos! —dijo, y dio media vuelta, dirigiéndose al ascensor.
Childe entró en el lavabo más cercano, donde varios policías de paisano y dos agentes uniformados intentaban quitarse de encima el sabor a vómito. El sargento Bruin estaba también allí, pero no se había mareado. Venía del retrete subiéndose la cremallera. A Bruin le habían puesto el nombre adecuado. Parecía un grizzly, pero era mucho más difícil alterarle.
—Tengo que darme prisa, Childe —dijo, lavándose las manos—. El comisionado quiere acabar pronto con la conferencia, y después tenemos que movilizarnos todos con lo del smog.
—Tú tienes mi número de teléfono y yo el tuyo, Bruin —dijo Childe. Bebió otro vaso de agua, arrugando después el recipiente y arrojándolo a la papelera—. Bueno, al menos podré utilizar el coche. Me han dado un pase.
—¡Vaya leche! Esto es lo que quisieran tener millones de ciudadanos —dijo alegremente Bruin—. Asegúrate de no desperdiciar la gasolina.
—Hasta el momento no he tenido muchas ocasiones de desperdiciar nada. Pero voy a ponerme en marcha.
Bruin le miró de pies a cabeza, con sus grandes ojos negros, tan impenetrables como los de un oso. No parecían humanos.
—¿Vas a dedicarle tiempo a este asunto sin cobrar? —dijo.
—¿Y quién iba a pagarme? —dijo Childe—. Colben está divorciado. Este caso está relacionado con el de Budler, pero la esposa de Budler me despidió ayer. Dice que ya no le importa un carajo.
—Quizás esté muerto, igual que Colben. No me sorprendería nada recibir otro paquete.
—Tampoco a mí.
—Ya nos veremos —dijo Bruin. Posó su pesada manaza sobre el hombro de Childe durante un segundo—. De modo que lo vas a hacer a cambio de nada, ¿eh? Él era tu socio, cierto, pero ibais a separaros, ¿no es verdad? Y aun así, quieres averiguar quién le mató, ¿correcto?
—Voy a intentarlo —dijo Childe.
—Eso me gusta —dijo Bruin—. No queda ya mucho sentido de la lealtad en estos tiempos.
Se alejó pesadamente; uno tras otro, sus colegas le siguieron. Childe se quedó solo. Se miró en el espejo del lavabo. Su pálida faz era bastante parecida a la de Lord Byron como para haberle causado problemas con las mujeres —y con una serie de hombres celosos o encelados— desde que tuvo catorce años. Ahora estaba ya un poco abotargado y una cicatriz recorría su mejilla izquierda. Un recuerdo de Corea: un soldado borracho había puesto objeciones a ser arrestado por Childe y le había rajado la cara con el extremo roto de una botella de cerveza. Los ojos, gris oscuro, estaban en aquel momento muy enrojecidos. El cuello, bajo la byroniana cara, era grueso y los hombros anchos. La cara de un poeta, pensó, por enésima vez, y el cuerpo de un policía o de un investigador privado. ¿Por qué se metería uno en esta profesión sórdida y degradante, insensibilizadora y corruptora? ¿Por qué no convertirse en un tranquilo profesor de inglés o de psicología en una tranquila ciudad universitaria?
Tan sólo con la ayuda de un psicoanalista podría llegar a saberlo, y evidentemente no tenía el menor deseo de saberlo, dado que jamás había consultado a ninguno. Estaba convencido de que, en algún rincón de su mente, disfrutaba con la sordidez y las lágrimas y el dolor y el odio y la sangre. Algo en él se alimentaba con aquel despreciable forraje. Una parte de él disfrutaba con ello pero ese algo, con absoluta seguridad, no era él, Herald Childe. Al menos no durante aquella proyección.
Abandonó el lavabo y tomó el ascensor. Al salir, se dio cuenta de que había estado sumido en sus reflexiones, que ni siquiera podría asegurar si había bajado en la cabina solo o acompañado. En el trayecto hacia la salida, sacudió la cabeza ensimismado, como intentando despertarse. Resultaba peligroso ir tan ensimismado.
Matthew Colben, su socio, había estado a punto de convertirse en su exsocio. Colben era un engreído bocazas, un ligón, capaz de abandonar una pista para correr detrás de una chica. Cuando seis años atrás Childe y él se habían asociado, no permitía que su verga se interpusiera en sus actividades. Pero Colben tenía ya cincuenta años y quizás estaba intentando desesperadamente olvidar el declive de su cuerpo, el exceso de grasas y el tiempo cada vez mayor que precisaba para recuperarse de las resacas. Childe le comprendía, pero no le excusaba. Colben estaba en su perfecto derecho de hacer lo que le viniera en gana en sus horas libres, pero abusaba de su socio cada vez que abusaba de sí mismo con las mujeres y la bebida. Después del caso de Budler, Childe se había prometido acabar con esta asociación.
Ahora Colben estaba muerto y tal vez Budler estuviera en manos de los mismos asesinos, aunque no tenía ninguna prueba de que así fuera. Pero Budler y Colben habían desaparecido la misma noche, y Colben había estado precisamente siguiendo a Budler.
La película había sido enviada desde una central de correos del sur de Los Angeles, tres días antes. Colben y Budler llevaban sin aparecer dos semanas exactas.
Childe se detuvo en el puesto de tabaco y compró la edición matinal del Times. En cualquier otro momento, el caso Colben hubiera merecido grandes titulares, pero el smog lo había relegado a un rincón de la primera página. Childe, que no tenía ninguna prisa por salir al exterior, se apoyó contra la pared y leyó el artículo. Los reporteros habían expurgado considerablemente los detalles de la película. No habían estado presentes en las dos proyecciones a las que Childe había asistido, pero Bruin le había comentado que se había hecho una proyección especial para ellos. Bruin se había reído con sus risotadas de oso, al contarle cómo la mitad de los periodistas habían vomitado.
—¡Algunos de ellos han sido corresponsales de guerra y han visto hombres con las entrañas al aire, reventados por una explosión! —había dicho Bruin—. Tú estuviste metido en lo de Corea y además eras oficial, ¿correcto? ¡Y aun así te mareaste! ¿Cómo es eso?
—¿No sentiste que tu pito se te metía para dentro? —le respondió Childe.
—¡Quiá!
—A lo mejor es que no tienes —dijo Childe.
A Bruin aquello le había también parecido muy divertido.
La historia completa ocupaba dos columnas y resumía lo que Childe sabía, exceptuando los detalles más escabrosos de la película. El automóvil de Colben había aparecido en un aparcamiento, en el Wilshire Boulevard de Beverly Hills. Colben había estado siguiendo la pista de Benjamín Budler, un acaudalado abogado de Beverly Hills. Su esposa sospechaba que Budler la engañaba (su amante oficial compartía dicha opinión), y había contratado a Childe y Colben, Investigadores privados, para que obtuvieran pruebas suficientes para conseguir una sentencia favorable de divorcio.
Colben había grabado en el magnetofón de su automóvil todos los movimientos de Budler. Este había recogido a una hermosa mujer de pelo castaño (detalladamente descrita, pero sin identificar) en la esquina de Olimpic y Veteran. El semáforo se había puesto en verde, pero Budler, sin inmutarse por los cláxons iracundos de una larga hilera de automóviles, bajó del coche y abrió la puerta para que entrara la misteriosa mujer. Esta iba vestida con elegancia. Colben suponía que su automóvil debía estar aparcado en algún lugar cercano. No tenía aspecto de vivir en aquel sórdido vecindario.
El Rolls-Royce de Budler había girado a la derecha por Veteran Boulevard, dirigiéndose a Santa Mónica, donde había girado a la izquierda, recorriendo Santa Mónica Boulevard, hasta detenerse a una manzana de un lujoso restaurante reputado por su discreción. La mujer descendió del coche y Budler fue a aparcar en una calle transversal. Volvió caminando al restaurante donde (presumiblemente) comieron y bebieron durante tres horas. Aunque habían entrado por separado, salieron juntos. Budler tenía la cara colorada, hablaba en voz muy alta y reía continuamente. La mujer también reía, pero su paso era firme. El equilibrio de Budler resultaba un tanto precario; tropezó al intentar cruzar la calle y estuvo a punto de dar con sus huesos en el suelo.
Habían cogido el Rolls-Royce (con Budler conduciendo a velocidad excesiva y haciendo toda clase de quiebros en medio del tráfico) por Santa Mónica Boulevard arriba y habían girado a la izquierda en Bedford Drive para dirigirse hacia el norte.
A partir de ese punto, la cinta había sido borrada.
Colben había afirmado haber fotografiado a la mujer, con el teleobjetivo, cuando Budler la recogió. La cámara estaba en el coche, pero la película había desaparecido.
El coche había sido limpiado concienzudamente; no había una sola huella dactilar. Algunas partículas de polvo, presumiblemente procedentes de los zapatos de quienquiera que hubiese llevado el automóvil al aparcamiento, habían quedado en la alfombrilla, pero su análisis tan sólo había mostrado que el polvo en cuestión podía proceder de cualquier lugar de la zona. Había también unas cuantas fibras, procedentes del trapo utilizado para limpiar los asientos.
El Rolls-Royce de Budler también había desaparecido.
Colben llevaba dos días desaparecido cuando los policías descubrieron que pasaba algo anormal con Budler. Su esposa estaba al corriente de su desaparición, pero no se molestó en dar parte de ella. ¿Para qué iba a hacerlo? A menudo dejaba de ir por casa durante varios días.
Cuando fue informada de que su marido podría haber sido raptado o asesinado y que su desaparición estaba relacionada con la de Colben (o al menos era probable que lo estuviera), le había dicho a Childe que prescindía de sus servicios.
—¡Espero que encuentren a ese hijo de perra muerto! ¡Y que sea pronto! —le había gritado por teléfono—. ¡No quiero que su dinero se quede bloqueado por toda la eternidad! ¡Lo necesito ahora! ¡Resultaría muy propio de él que no le encontraran jamás y que yo me quedara metida en pleitos y toda esa mierda! ¡Muy de su estilo! ¡Le odio! —y así sucesivamente.
—Le enviaré mi factura —respondió Childe—. Ha sido agradable trabajar para usted —y colgó el teléfono.
Le enviaría la factura, pero cobrarla resultaba algo más dudoso. Incluso en el supuesto de que la señora Budler le enviara un cheque a vuelta de correo, probablemente no podría hacerlo efectivo en algún tiempo. Los periódicos informaban que las autoridades estaban discutiendo la posibilidad de cerrar todos los bancos hasta que finalizara la crisis. Mucha gente protestaba enérgicamente contra esta medida, aunque realmente no supondría gran diferencia que los bancos permanecieran abiertos. ¿Qué utilidad tendría que así fuera si la mayoría de los clientes no podían ir a sus bancos a menos que estuvieran lo suficientemente cerca como para ir a pie o desearan hacer una cola durante horas para tomar alguno de los infrecuentes autobuses?
Alzó la vista del periódico. Dos hombres uniformados, pertrechados de máscaras antigás, arrastraban a un hombre alto de tez oscura. Mantenía alzadas sus manos esposadas como para mostrar al mundo su calvario. Uno de los policías llevaba una tercera máscara antigás, por lo que Childe supuso que el hombre arrestado probablemente la llevara puesta mientras asaltaba un almacén o robaba en una compañía de préstamos o hacía cualquier otra cosa que requiriera ocultar su cara.
Childe se preguntó por qué los policías le hacían entrar por aquel acceso. Tal vez le hubieran atrapado justo al lado y estaban simplemente siguiendo el camino más corto, ahorrándose dar la vuelta al edificio.
La situación resultaba ventajosa para los criminales en un aspecto. No era infrecuente ver a hombres con la cara tapada con máscaras antigás o telas empapadas de agua. Pero, por otra parte, cualquier transeúnte tenía grandes probabilidades de ser detenido e interrogado. Una cosa iba por otra.
Los policías y el arrestado estaban tosiendo. El vendedor de periódicos también se puso a toser. Childe sintió un cosquilleo en la garganta. No notaba el smog, pero la idea de aspirarlo evocaba el fantasma de la tos.
Comprobó que llevaba sus papeles y su pase. No quería que le pillaran sin él, como le había ocurrido el día anterior. Había perdido casi una hora porque, aun después de que los policías hubieran realizado las llamadas pertinentes y verificado sus motivos para estar en la calle, le habían obligado a volver a su casa a recoger sus documentos, y lo había detenido de nuevo un segundo control, antes de llegar a ella.
Se puso el periódico bajo el brazo, anduvo hasta la puerta, miró a través del cristal y se estremeció. Deseó tener un equipo de hombre-rana con botellas de oxígeno. Abrió la puerta y se lanzó entre la niebla.