Curiosamente mi fruición de la niña se intensificaba por la presencia de los dos allá arriba. Me recordaba a Joshua en su puesto de periódicos allá en Colorado. No las circunstancias, claro, pero sí la naturaleza pública del acto. Allí en el escaparate de su tienda. Allí bajo los pies del hermano de la niña y de Boyd, el pretendido salvador de la humanidad.
Los despreciaba.
La niña era dulce y maravillosa, cálida y nutritiva, y disfruté hasta su última gota, hasta el final. Hasta el final, cuando por último cerró los ojos y el torrencial flujo de recuerdos y experiencias inundó mi válvula mental, sentí que la niña llamaba a su hermano y también percibí la respuesta de éste. En ese momento supe que en aquella pequeña había chupado también la persona de Will. Los dos estaban unidos, muy unidos.
A pesar de eso, la muerte carecía de aventura, servía a su propósito y no hizo más que confirmar mi sentimiento instintivo de una gran conquista, un ejercicio de mis talentos supremos. No obstante, esperé.
Cuando la niña murió tuve que apartar el cadáver de mi presencia.
El ataúd hecho a mano por el chico. Un lugar perfecto. Me acerqué a él despacio, llevando el cadáver conmigo. Rápidamente lo abrí y metí el cuerpo en él, luego lo volví a cerrar. Oí la quietud arriba. Como la niña requirió toda mi concentración, tuve que detener la música para los de arriba. Y ahora ellos estaban conscientes, libres e inquietos.
Vamos, pues, y que todo esto termine entre nosotros. Me senté en el borde de la caja, golpeando con la gastada punta de mi bastón sobre el suelo de cemento, esperando. Vamos, chicos. Venid con Angelina.
Se acercaban. Atravesaron la cocina; podía sentir los latidos de sus corazones. Al llegar a la puerta vacilaron. Luego la abrieron y un destello de luz ondeó sobre la escalera. Ya empezaban a aburrirme. La calidez de la sangre de la niña, que fluía a través de mí, me dio ganas de parar todo eso, de descansar, de dormir.
Entonces la bombilla desnuda proyectó su luz, cegándome momentáneamente, pero me recuperé en seguida y, cuando recuperé la visión, los dos bajaban las escaleras.
Yo estaba en pie, bastón en mano, preparada para enfrentarme a ambos.
Boyd vino hacia mí el primero; el chiquillo pisaba su sombra.
—¿Angelina?
—Hola, Boyd.
—Angelina ¿qué te ha ocurrido?
—He crecido. Madurado. ¿Y a ti?
—¿Crecido? Mírate. Estás hecha un desastre.
La inseguridad hizo mella en mí y la música se elevó automáticamente para proteger mi vulnerabilidad. No podía permitirme el lujo de meditar sobre ello. Al cabo de un momento recuperé el control.
—Tengo lo que los hombres han buscado durante años.
—¿Qué es?
—La vida eterna.
—¿Dónde está Amy? —dijo el chico desde detrás de Boyd.
—En el ataúd que tú construiste para ella. Una disposición muy útil, gracias.
—Oh, Angelina, corta el rollo —la brusquedad de Boyd no coincidía con el recuerdo que yo guardaba de él—. ¿Te gusta este estilo de vida que has elegido?
¿Gustarme? Él no lo entendía.
—No te gusta, ¿verdad?
Le miré, observé al chico atisbarme desde el costado de Boyd. Él azuzaba a Boyd, que apretó los dientes y devolvió el codazo al chico.
—Ven conmigo, Angelina, y nosotros nos ocuparemos de ti. Te daremos todo lo que necesites…
—¡No! ¡Mátala! —me atacó el niño.
Yo lo herí con la música y cayó de rodillas. Boyd se agachó para ayudarle y luego me miró. Yo relajé mi postura y alivié las molestias del muchacho, preparándome para enfrentarme a Boyd. Estábamos a menos de dos metros, mirándonos el uno al otro, rebosantes de animadversión, durante un buen rato. El chico se cogió el estómago y gimió.
—¿Estás bien, Will?
—Está bien —respondí por él.
Boyd se acercó. Yo me erguí más tiesa, retrocediendo ante su mirada. Su mirada era más dulce que la que yo recordaba, más… humana, más mortal. Más cálida. Separó las manos en gesto de paz y sus ojos brillantes de emoción aprobaron con la manchita marrón en un iris. Vi profundidad en esa mancha.
—Ven conmigo, Angelina. Deja todo esto.
Siempre había sabido que Boyd y yo nos volveríamos a encontrar; existe un lazo misterioso entre nosotros. Lo supe desde la primera vez que nos vimos.
—Por favor, Angelina. Lo que estás haciendo aquí no está bien.
Se acercó otro paso y yo era arrastrada hacia él, atraída hacia él por algo más que su olor. Había algo más, algo que una vez había conocido de Boyd pero lo había olvidado, olvidado en el drama de las escenas que habíamos compartido desde que nos conocimos, olvidado en mis fantasías, olvidado en la locura de mi vida… olvidado.
—Angelina, yo… Angelina, no tienes por qué vivir de esta manera.
Boyd me tendió las manos y yo las miré. Grandes y cálidas, abiertas y seductoras, tiernas y dignas de confianza. Yo estaba cansada, tenía tanto sueño.
Entonces se produjo un forcejeo y el chico gritó:
—¡No!
Y se abalanzó sobre mí. Pillada desprevenida, retrocedí un paso y el ataúd me frenó. Se me doblaron las rodillas y me senté violentamente, elevando la música y el bastón al mismo tiempo. Se le pusieron los ojos vidriosos como reacción a la música mientras yo apuntaba cuidadosamente a la sien del chico, pero cuando tracé con el bastón un gran arco, su hermana, dentro de mí, traicionó mi propósito. Ella detuvo el movimiento de mi brazo. Vacilé durante un brevísimo instante, lo suficiente para que la música titubeara, el chico esquivara la trayectoria y me fallara la puntería. Recuperé el control y bajé el bastón con todas mis fuerzas, golpeándole fuerte. Pero fallé en mi intención de darle en la cabeza y le rompí el bastón en el hombro. El bastón salió disparado de mi mano dolorida y luego el chico estaba sobre mí, cortándome la respiración contra la caja.
—¡Basta, Will! —oí gritar a Boyd, pero también él me sujetaba sobre el ataúd y mi música y yo estábamos indefensas para detenerlos.
Forcejeé, pero tenía las piernas débiles y desacostumbradas. Me tiraron al suelo, donde el chico se sentó sobre mis piernas mientras con una mano cogía las aldabas. La otra le colgaba ociosa en el costado. Lo había herido. Veía su dolor, rojo y púrpura a su alrededor, y sin embargo ardía en deseos de vengar a su hermana. Estaba impresionada por semejante resistencia, semejante motivación.
Boyd me sujetó las muñecas a la espalda y bajó la vista hacia mi rostro. De nuevo, en medio de mi furia, temor y sufrimiento, experimenté ese sentimiento hacia Boyd. Empecé a interpretar bajito la música para él, mientras el chico gritaba y golpeaba la caja, maldiciendo. Boyd reaccionó. Se relajó sólo un poquito, lo suficiente.
El chico quitó las aldabas y abrió la tapadera.
—No mires, Will —dijo Boyd.
Pero claro que lo hizo y empezó a sollozar. Yo yacía quieta, jadeante del ejercicio, interpretando una ligera música para Boyd, manteniendo el contacto leve como una pluma, dejando que el chico se inmovilizara solo con sus propias emociones estúpidas.
—Ayúdame a meterla, Will.
Will devolvió la mirada a Boyd con el rostro sofocado, sudado, empapado en lágrimas.
—Amy —dijo el chico.
—Ayúdame a meter a Angelina en la caja, Will —dijo Boyd, y yo tuve que aumentar la música sólo un poco para contrarrestar la reacción emocional del muchacho.
Will tendió el brazo bueno hacia la caja para coger a su hermana y yo insuflé la incertidumbre en Boyd en ese preciso instante. Dudaba entre refrenar a Will o refrenarme a mí y su equilibrio era algo precario.
Me di la vuelta violentamente y le cogí el brazo entre los dientes. Los clavé con toda mi energía, sintiendo cómo mis dientes desgarraban tendones y venas, chupando profundamente, desesperadamente, todos sus jugos. La sangre se derramaba por mi rostro, me anegaba los ojos mientras le chupaba el espíritu, preservando su alma de la carne.
Vi la inminencia del golpe, pero no me importó. Había probado en Boyd algo nuevo, algo tan extraordinario que necesitaba todo el tiempo para ponderarlo. Despertó en mí un nuevo sonido, una nueva música. Abrió nuevas vistas, nuevos ámbitos. Ingresé en un nivel más elevado en el descubrimiento del yo. Me aferré con mi vida a su brazo, bebiendo más y más. Nunca tendría bastante, era todo tan nuevo y empezaron a desplegarse los misterios del universo.
Luego el chico me golpeó y yo me retiré al vacío, a descansar, a recuperarme, a maravillarme.
La reconocí por los ojos. La conocí por los ojos. Había cambiado tanto en el curso de todos esos años. Se había convertido en un monstruo, pero el monstruo era claramente Angelina.
Resultaba extraño enfrentarme por fin a ella en ese sótano. Había vivido esperando ese momento y por fin había llegado. Pronto finalizaría y eso me producía una especie de tristeza. Había sido toda una aventura. Ella me había dado tanto, había sido Angelina.
No puedo explicar exactamente lo que ocurrió allí abajo, todo fue tan rápido. Recuerdo algunas partes a cámara lenta y otras distorsionadas, extrañas, como si estuviera drogado o algo por el estilo.
Will estaba realmente apesadumbrado por su hermana, pero su pena casi le mata. Angelina pudo haberlo matado con el bastón, pero sólo le alcanzó en el hombro.
En cualquier caso, por fin la metimos en la caja. La arrojamos encima de la pobre Amy. Supongo que no debimos hacerlo, Angelina estaba inconsciente. Will la noqueó mientras ella me mordía, pero Dios, incluso inconsciente, no me soltaba. Seguía mordiendo y chupando, a pesar de que tenía los ojos en blanco. Ella estaba… oh, Cristo, yo sólo quería librarme de ella. Tuvimos que abrirle las mandíbulas con el extremo de bronce de su bastón. Una vez terminó la succión, ella se relajó.
Cuando la tuvimos en esa caja, con capa y todo, cerramos la tapadera y la afianzamos. Me envolví el brazo en la camisa y me puse a temblar. No podía creer que realmente la tuviéramos. Me senté allí, Will y yo nos abrazamos y ambos lloramos. Lloramos porque se había acabado, pero porque no se había acabado del todo. Will aún tenía que enfrentarse con la muerte de su hermana y sacar a Angelina de encima de su pobre cuerpecito, y yo aún tenía que cuidar de mi brazo desgarrado y… y… y…, enfrentarme al hecho de que cuando me estaba chupando la sangre, pensé por un momento que me iba a explotar el corazón, dolía tanto y me sentía tan bien a la vez. Todo lo que acerté a pensar fue cómo había enmarañado mi vida, cuánto había odiado —a mi padre, a mi hermano, a mí mismo—, que la vida era una mierda y dolía todo el tiempo, la vida dolía, y qué avergonzado estaba de que todo hubiera resultado de ese modo, pero en realidad no me importaba lo bastante como para cambiar. Y ahora, Angelina… Dios, me dolió, pero fue bueno. No quería que se detuviera. Me estaba castigando porque me amaba.
Y yo merecía ambas cosas… ambas, el dolor y su amor.