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Me senté en una polvorienta caja de libros, esperando, mi mente daba vueltas sobre sí misma. El sabor de la sangre de Diana en mis labios alimentaba mi obsesión, poniendo en peligro mi vida. Noté como me debilitaba y me enfriaba de tanta ansiedad y tan poco alimento. Había gastado muchas energías durante mi confinamiento. Tenía que esperar a Boyd y al chico, y me estaba mareando de esperar.

Sería mejor que saliera a la caza. Y me alimentara. Y me calentara.

Diana. Aunque la había probado, deseaba más. Sin embargo, tenía que esperar.

Ellos llegaron a la casa. Oí sus fuertes pisadas sobre las tablas de encima de mi cabeza. Escuché el murmullo de sus voces y supe que se creían superiores, pensando que yo yacía encerrada e indefensa debajo de ellos.

Boyd. Los años que había pasado pensando en él, preguntándome sobre él y yo, y lo que podía haber sido. ¿Qué había pensado él todos esos años?

Yo lo sabía. Sabía lo que pensaba. Me había cazado, me había seguido y disfrutaba desmesuradamente de su presa. Él creía que yo estaba encerrada.

Bueno. Por fin tendría lugar nuestra confrontación, pero sin duda sería algo distinta a como Boyd la había imaginado. Nunca sería otro trofeo en su colección.

De repente supe perfectamente por qué Ella había alimentado esa extraña relación con Boyd. Ella no había dejado nada al azar en mi desarrollo, y esa noche pasaría mi examen final.

Necesitaba tener la cabeza clara, reaccionar con celeridad en caso de que él tendiera sus trampas.

El hambre pesaba onerosamente en mi mente, la debilidad mermaba mis facultades.

Diana. Volví a probar su dulzura en mi lengua.

Inspeccioné la casa mentalmente. Los adultos se habían acostado, les bajé los párpados y los adormecí con una breve oleada de música agradable. También mi Diana estaba durmiendo, ligeramente. Boyd y Daniel estaban en la habitación del chico, sentados en la litera de arriba. Unos libros descansaban en su regazo y estaban charlando. Hablaban de destruirme en la misma habitación que había sido la mía. Esa habitación había sido mi cuarto, donde una vez tuve sueños infantiles, pensamientos, propósitos y emociones pueriles. Mi habitación. Mi lugar, mi santuario, los confines de mi vida, desde que nací hasta que cumplí los doce años.

Estaban tramando contra mí.

Les envié música para mantenerlos ocupados, disfrutaba regulando sus reacciones con mi afinado talento. Tejí redes para ellos, redes de peligro, de dolor, de suplicio, y las tensé cada vez más en torno a ambos, revelando el olor del miedo que se filtraba a través del parquet hasta mi regazo. Apreté los lazos corredizos en torno a sus gargantas, los envolví con ataduras de inseguridad, ineptitud, ineficacia e impotencia.

Los tenía más atados con sus propias excreciones emocionales que lo que Rosemary me amarró con sus correas de cuero.

Y entonces me concentré en Diana.

Despierta, querida, ¿recuerdas mi promesa? Ven conmigo y yo te lo daré todo.

Ella se acordaba. Se levantó y, sin que fuera necesario alentarla demasiado, abrió la puerta y caminó por la casa. Nunca se atrevió a encender una luz. Recordaba lo de la sinfonía de la oscuridad. Era demasiado buena, demasiado preciosa, demasiado maravillosa. Me dolían las glándulas salivales de admiración.

Vino directamente hasta mí, a través de la cocina. Abrió la puerta del sótano. Bajó los escalones, de uno en uno, oh, mi niña, oh, sí, ven, ven con Angelina, ella te lo dará todo. Todo y más.

Mi cuerpo se desmayaba de hambre al ver su pijamita rosa bajar por la polvorienta escalera del sótano. La preciosa niña pronto tendría su vida, sus experiencias, para mí sola. Yo sabría quién era ella en realidad. Durante un breve instante sería una con ella, dos personalidades se mezclarían en una y luego su identidad parpadearía y se desvanecería, pero yo poseería su esencia. Yo poseería su magnitud virgen e inmaculada, y no la pervertiría como sus padres y la sociedad harían con el tiempo. La mantendría fresca, eternamente joven.

O tal vez ella sería mía, podría presentarle la vida tal y como yo la había conocido. Mi preciosa Diana podría ser mi legado a Wilton, Pennsylvania. Podría dejar atrás una parte de mí misma a otra de mi especie.

O podía convertirse en mi compañera y ella me llamaría Señora.

Ven conmigo, Diana, preciosa.

La sostenía en brazos, tierna y acurrucada, olía a calidez y a la dulzura de dormir. Se frotó los ojos con los puñitos y yo bailé con ella.

—¡Amy! —oí a su hermano que la llamaba, y yo le disparé un arponazo de terror que hirió su estómago.

Ella es mía ahora, mocoso. Déjala en paz.

Nos sentamos juntas a la mesa del té; ella tan formal y modosa en su pijama de algodón, con las manitas heridas en su regazo, y yo bebía su olor mientras sonreía y elevaba una minúscula tacita de té de plástico, vacía, en un fingido brindis a su salud. Ella bajó la vista hacia sus manos.

—Diana, querida, ¿qué te ocurre? Oh, ya sé. Te prometí un viaje y estamos aquí en este horrible e intimidatorio sótano.

Me levanté y tendí la mano hacia ella. Levantó la vista hacia mí con aquellos confiados y amorosos ojos y supe que tenía que darle eso, precisamente eso. Tenía que concederle el placentero sueño infantil de su vida. Entonces ella puso su manita en la mía, y la llevé a mi escondite debajo de la escalera y ella se metió allí conmigo. Sostenía su cuerpo cálido muy cerca del mío, tan cerca que podía sentir su pulso incluso en sus piernecitas y empecé a quitarle el pijama con cuidado mientas tejí su ilusión final.

De repente recuperé el aliento. Me sentía como si estuviera atado a una silla con gruesas cuerdas alrededor de mi pecho y bruscamente desaparecieron.

También Will respiraba hondas bocanadas de aire, aguantándose el estómago, y supe por el aspecto de su rostro que el control de sus tripas no era tan bueno como el mío.

Pero algo había cambiado. El aire era distinto. El miedo ya no era opresivo. Will probó la fuerza de sus miembros, entonces llevó ropa limpia al baño para cambiarse. Al irse me miró y dijo:

—¿Un psicópata haría eso?

Me dejó con una nueva clase de miedo y un pensamiento sobre las estacas. Al regresar dijo:

—Amy está allí abajo. Vamos. Tenemos que ir ahora.

—Espera un minuto, Will —le dije—. Amy no puede llegar hasta ella, ni ella hasta Amy, ¿verdad?

—Bueno… sí… supongo…

Su respuesta no era todo lo confiada que habría deseado.

—¿No crees que debemos esperar hasta antes del alba como habíamos dicho? Ella está a buen recaudo en la caja, ¿no?

—Tengo que ir a buscar a Amy.

—Aguarda. ¿Puede Amy abrir la caja?

—No.

—Pero tú sí.

—Sí.

—Si Angelina puede inspirarte ese temor, tal vez pueda hacer que le abras la caja.

Will retrocedió y se sentó en la litera. Su rostro presentaba el dolor del sacrificio en nombre de la culpabilidad.

—Boyd —dijo—, es mi hermana pequeña.

—Lo sé. —Miré mi reloj—. Es poco más de la medianoche. Amanecerá a las cinco. Al menos esperemos un par de horas.

Will se mesó los cabellos.

—Oh, Dios —dijo él, luego enterró la cara en las manos, mientras nos sentábamos allí a esperar.

Creo que lo hice lo mejor que supe en esas circunstancias. Tengo la conciencia tan limpia como aquella noche. En realidad pensé que la caja de Will era fuerte y que su hermanita no podría abrirla. Supongo que quizá estaba algo asustado de bajar allí —me pregunto ¿quién no lo estaría?— pero en verdad, honestamente creí que la niña estaría bien.

Pero no pasó ni media hora cuando Will gritó y supe que había subestimado a Angelina.