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Me desperté con todas mis facultades absolutamente alerta. Mi situación era la misma; podía decir que la seguridad de la caja no había cambiado. La diferencia residía en la casa. La familia había vuelto al hogar.

Los padres estaban mirando la televisión, mi preciosa Diana jugaba tranquilamente en su habitación y mi Daniel… escruté la casa, en busca de una pizca de su aroma. No estaba en casa.

La casa se notaba agradable, el aire relajado.

El barrio había perdido el miedo.

Podía ver a mi adorable Diana, mi diosa, mi ángel, y le envié su canción de cuna favorita, la que había interpretado para ella noche tras noche, la melodía de la que nunca se cansaba, la que le había dado placer todas las noches durante meses.

Ella la oyó y yo la tuve en mi poder.

Seguí su avance mientras silenciosamente salía de la habitación, pasaba ante la de sus padres y atravesaba la cocina. La vi dudar en la puerta del sótano, pero la obligué, elevando la música y luego bajándola, amenazándola con quitársela. Ven, pequeñina, ven un poco más cerca y yo interpretaré para ti una sinfonía, una que te sumirá en el placer y te mantendrá suspendida…

Abrió la puerta. La oscuridad del sótano se incrementó al entrar ella.

Le dije con música: no enciendas la luz. Es una sinfonía de la noche y es hermosa sólo en la oscuridad. No temas, sólo es música, no debes temer nada, la música es hermosa y adorable, como tú. Ven conmigo, ven hacia la música, baja un escalón.

Bajó un escalón.

Me estremecí de placer y ella bajó otro para complacerme, y otro, deslizando su manita de bebé por la barandilla, y luego otro, y pronto bajó los siguientes tan rápido como pudo, gorjeando.

Llegó al final. La oscuridad la rodeaba y chupaba el gorjeo de su garganta. Le temblaba el labio inferior y estuvo a punto de darse media vuelta y desaparecer escalera arriba. O lo que hubiera sido peor, estuvo a punto de gritar.

—Diana —dije, con voz dulce y armoniosa.

Ella conocía ese apodo y lo adoraba. La lágrima que amenazaba con salir se frenó mientras la música volvía a calmarla. Dio unos pasitos hacia mí, titubeando, pero sin temor.

—Diana —dije—. ¿Puedes acercarte a la caja grande? ¿Puedes averiguar cómo abrirla?

Contemplé mi prisión a través de sus ojos. Las cerraduras eran sencillas. Tres enormes aldabas y una pequeña clavija enclavada como seguridad.

Observé cada vez más nerviosa cómo los dedos infantiles manoseaban las adultas cerraduras metálicas.

—Tira de los palos.

Ella lo comprendió y lo intentó, pero se frustró con facilidad. Mi nerviosismo creció cuando ella liberó uno y luego se ocupó del siguiente. El segundo estaba más duro, pero por fin lo liberó con facilidad. Luego la niña tuvo que girar el anillo de metal para hacerlo coincidir con la hendidura de la aldaba. Eso fue lo más difícil para ella, le dolían las manos y empezaba a tener miedo de la oscuridad. Yo estaba perdiendo la paciencia. Estaba tan cerca de la libertad, podría frustrar los planes que Boyd y el chico tuvieran para mí en cuanto esa mocosa consiguiera liberarme.

Tranquila, Angelina, me decía a mí misma. La niña lo hace lo mejor que puede.

Empecé otra vez la música, acariciando tiernamente sus cabellos dorados con ella, calmándonos a ambas en ese momento tan tenso. Los rebordes del metal mordieron sus deditos tiernos y el olor a sangre fue tan intenso que casi me puse a aullar dentro de mi prisión. Giró la primera cerradura y quitó la aldaba.

Buena chica, buena chica. Ahora la siguiente. Apenas podía permanecer consciente, estaba hambrienta. La tensión del momento me tenía a punto de explotar. Con la segunda empezó a sollozar. La caja era irregularmente cuadrada y la aldaba no estaba recta del todo. Era muy difícil girarla.

Aumenté la música, con la esperanza de darle fuerzas. La niña se esforzó, sacaba la lengüita rosada por la comisura de la boca. Gruñó y se quejó, empezó a llorar un poco y a sollozar cuando la sangre fluyó por la aldaba, pero yo había aumentado la música. No debía, no podía dejar que parara. Casi estaba fuera.

Dio resultado. La segunda estaba abierta.

La tercera era más fácil de abrir. La niña la giró y muy lentamente tiró de la aldaba. Retrocedió dos pasos y se metió los dedos sangrantes en la boca.

Tranquilicé mi corazón un momento, no podía creer mi suerte. Luego estiré los brazos y levanté la tapadera. Se abrió sobre las bisagras silenciosas y allí estaba ella, como un ángel.

Salí y me arrodillé ante ella, prometiéndole que esa noche, más tarde, le llevaría a un viaje maravilloso hasta la tierra anhelada por su corazón. Interpreté una ligera melodía para ella mientras observaba su saliva manchada de sangre, de un color verde oro en la oscuridad, salir por la comisura de la boca. Con mucho cuidado, le tomé los dedos y examiné los cortes, luego me metí sus dedos en la boca, probé el delicioso fruto, los regordetes nudillos, mojándolos delicadamente con la lengua, abriéndome el apetito.

La miré a los ojos, los ojos de mi rescatadora, y quise levantarla y bailar con ella, hundir mis dientes profundamente en su cuello y disfrutar del flujo dorado de esa niña maravillosa. Pero no me atrevía. Despacio, a regañadientes, resistiendo la tentación, saqué sus tiernos dedos de mi boca y le di unos cariñosos golpecitos en la cabeza.

—Ahora vete a la cama, cariño, y más tarde iré a arroparte.

Ella se dio media vuelta y corrió hacia la escalera. La detuve con un tañido de címbalos, un frenesí que sólo ella podía oír.

—No le cuentes esto a nadie. —Ella me miró, con sus ojos inocentes, interrogantes—. Será nuestro secreto —le dije.

Ella asintió solemnemente y subió al mundo superior.

Yo sonreí para mí, luego volví a cerrar la caja y me senté en el rincón.

Boyd y el chico no tardarían en llegar.

Me enfrentaría a ellos en igualdad de condiciones.

Aunque creí en la historia de Will, no dejé que el alcalde ni la policía se enterasen. Tenía varios motivos. El primero era que ellos acudirían y la despedazarían o, lo que es peor, la dejarían escapar en la confusión. El segundo es que podía no ser Angelina o tal vez ella ya había salido y se había ido. Y el tercero, probablemente el verdadero motivo de que no dijera nada, es que la quería para mí solo. No quería compartir el enfrentamiento con nadie más, y menos aún con una multitud. Había sido mi cacería todo el tiempo y era honesto que la atrapara yo.

Habría ido con Will en el instante en que me dijo que Angelina estaba en su sótano. Pero no pude. No pude. Sentía como si nos hubiéramos citado y necesitaba sentarme y pensar, prepararme para el momento. El momento que había anhelado con frustración impotente durante años, estaba allí y necesitaba meditar sobre ello un rato. Necesitaba pensar qué le diría, cómo actuaría, qué sentiría.

En cualquier caso, estuve ocupado en reuniones todo el día, hablando con la gente que intentaba controlar la ciudad. Todo el mundo había regresado a casa, como he dicho, pero un puñado sabía que el peligro no había pasado, de modo que ensayamos nuevas estrategias de búsqueda y también para evitar que los habitantes fueran asesinados y los medios de difusión convirtieran Wilton en un carnaval.

Durante todo el día, en esas reuniones, supe dónde estaba Angelina y no se lo dije a nadie.

Por fin me encontré con Will en casa del alcalde justo antes de las diez de la noche y nos dirigimos a su casa. En mi mente no cabía ninguna duda de que Angelina estaba en esa casa. Lo supe cuando nos encontrábamos a más de tres manzanas de distancia. Podía sentirla.

Los padres de Will estaban viendo las noticias. Me presentó y les dijo que iba a mostrarme su colección de libros sobre ocultismo. Ellos estaban muy preocupados y no prestaron demasiada atención. Entramos en el cuarto de Will a esperar a que sus padres se acostaran, antes de bajar la escalera.

Tenía toda clase de libros sobre ocultismo, brujas y cosas por el estilo, y estaba muy orgulloso de enseñármelos. Intenté hablar con él, intenté decirle que se trataba de una mujer joven muy enferma. Compulsiva, obsesiva, autodestructiva y homicida, es cierto, pero enferma al fin y al cabo. No había nada de sobrenatural en ello. Sólo era Angelina, nada más que Angelina. Un triste caso de trastorno psicopatológico.

Pero él no entendía nada de eso. Se limitaba a mirarme con unos ojos que de algún modo veían más allá de mi experiencia y pacientemente me volvía a hablar de estacas clavadas en el corazón y ritos macabros, por llamarlos de alguna manera.

Oí apagar la televisión y sus padres nos desearon las buenas noches. Luego se cerró la puerta de su dormitorio.

Will se quedó muy quieto y también yo. Nos sentamos en la litera de arriba, con sólo una lámpara encendida y escuchamos los sonidos de la casa.

El tiempo parecía transcurrir sin que nos enteráramos. Miramos el reloj a las once menos cuarto y un minuto más tarde ya eran las once y media. Ninguno de los dos habló ni se movió en cuarenta y cinco minutos. Creo que escuchábamos el mal en las paredes.

Supe que entrar en el sótano era lo último que deseábamos hacer en el mundo. El miedo se congregaba en mis entrañas y supe que si me levantaba para dar un paso hacia ella, me atenazaría. Había perdido la fuerza en las manos. Ni siquiera podía apretar el puño. El miedo me hizo trizas los nervios y al mirar a Will supe que a él le ocurría lo mismo.

Con los ojos muy abiertos y la frente empapada en sudor, me susurró: «Justo antes del alba. La liberaremos justo antes del alba. Entonces será más seguro».

Eso suponía unas buenas cinco horas allí sentados, empapados en nuestros ácidos.

Pero a medianoche, oímos abrirse la puerta del dormitorio de su hermana.