El miedo que sentí al despertarme era una presión indolora, claramente reconocible como miedo, sólo que no presentaba reacción física como ocurre con los mortales, con reacciones normales. Como el dolor de piernas, que se había convertido en una pesadez física, así el miedo era una sensación de pesadez, de presión.
Tenía frío y me sentía trasparente, tranquila e inteligente. Había demorado demasiado tiempo en Wilton y ahora me pisaban los talones, me buscaba el mejor. Mis sentidos volvieron a la vida, agudizados por ese temor.
Boyd había venido a por mí.
Boyd. Pensar en él me trajo recuerdos, extraños recuerdos que parecían inmersos en la confusión, pero pertenecían a otro tiempo, a otra época; los experimentaba otra Angelina.
Boyd. ¿Cómo sería volver a verlo, hablar con él, estar cerca de él?
¿Podríamos cazar juntos, Boyd y yo?
Sí, Angelina, me dije a mí misma. Boyd está cazando. Te está cazando a ti.
Di por concluidas mis ideas —¿románticas?— y empecé a trazar un plan. Había llegado la hora de mudarse. Tal vez había cometido errores en Wilton que no habría cometido en otro lugar. Tal vez cambiaría de hábitos. Había llegado el momento de poner fin a mis fantasías pueriles. Había llegado el momento de ceder sólo lo suficiente como para asegurarme la supervivencia y dedicar mis energías a descubrir un compañero, un amigo, un confidente, un camarada.
Un amante de la noche.
Me moví para salir de mi celda de dormir, pero algo había cambiado. Noté que las paredes que me rodeaban eran distintas, eran sólidas. Empujé la tapadera con todas mis fuerzas, pero no se movió. Me atenazó el miedo, dejé de forcejear y empecé a pensar.
Daniel. Desde luego. El sabía que yo estaba allí y me había dicho que lo sabía; había colgado el crucifijo para alertarme y estúpidamente yo no había hecho nada al respecto. Y ahora, mientras dormía, me había aprisionado, me había claveteado dentro de un ataúd recién construido.
Abrirme paso a golpes habría sido alertar a toda la casa. Además, estaba por ver si podría liberarme yo sola. La construcción parecía resistente. La caja era sólida. Si hacía mucho ruido, seguramente los padres acudirían a liberarme. No. Daniel les convencería de lo contrario y tendría que vérmelas con alguien más que con Daniel. Yo podía manejar a Daniel si estaba solo.
Intenté la música, pero la caja no capitulaba a los acordes de la melodía ni a mi falta de materia. Yo aún era enteramente sólida, sólo que poseía un aspecto algo vago cuando fluía la música.
Intenté localizar a Daniel y obligarlo mediante la música a acudir a mí, a liberarme, pero no había nadie en casa. Busqué por toda la casa, ni un solo latido, ni una respiración, ni una célula viva en el edificio.
Daniel había sido más listo que yo. Se había aprovechado de mi debilidad y ganado la primera mano. Lo pagaría caro. Lo pagaría caro.
Di un fuerte golpe a la madera e hice una mueca ante el estruendo que retumbó en el espacio cerrado. Sería imposible escapar. A regañadientes, me tumbé hacia atrás a esperar, con las manos en el pecho en la más cómoda posición de descanso. El crucifijo descansaba allí, frío en mi pecho. Jugueteé con él, acariciando la cadenita de oro, deslizando mi pulgar sobre las rayas entrecruzadas del anverso.
Sentí furia.
El chico lo pagaría caro.
El niño desapareció antes que pudiera llegar hasta él. Nadie más parecía haberlo visto, al menos nadie pudo decirme quién era. Después de la reunión en los terrenos de la feria, todos estaban enardecidos. Les dijimos que se fueran todos a casa y miraran en sus sótanos y garajes y en los remolques de los coches viejos fuera de servicio. Angelina debía de estar oculta en alguna parte. Eso contribuyó a dispersar su agitación de masa enfurecida. Les dio algo que hacer en lugar de regodearse en su impotencia. Regresé a casa del alcalde, donde habíamos establecido una especie de cuartel general temporal.
Justo antes del crepúsculo, cuando empezaban a encenderse las farolas de la ciudad, empezaron a congregarse las familias por cuestión de seguridad. Creamos refugios en las escuelas y en las iglesias. Nadie se quedó en casa. Los niños reían y jugaban, pensando que esa reunión de populacho atontado se trataba de una celebración, mientras los adultos se apretujaban de un miedo tan físico que podía olerse.
Yo estaba tomando un café en el porche del alcalde, asintiendo y haciendo señas a los tipos que pasaban por delante con mantas, comida y niños, cuando el mismo chico llegó corriendo calle abajo y subió directamente al porche, cerrando la cristalera de un portazo. Se quedó allí de pie, sofocado, jadeante, y tuvo que respirar hondo durante un minuto o dos antes de poder hablar. Tenía la feroz mirada de un conejo asustado.
La señora Haskill, la esposa del alcalde, salió, vio quién era y dijo:
—¡William! —Le miró con una serena curiosidad reflejada en el rostro—. Siéntate aquí, Will. Te traeré un vaso de zumo.
—No, gracias, señora —respondió Will, aspirando hondas bocanadas de aire—. Sólo necesito hablar con…
Me señaló con un movimiento de cabeza.
—Boyd —le dije.
—El señor Boyd. ¡Por favor, señora Haskill!
Necesitaba privacidad desesperadamente.
—Muy bien, por supuesto —y cerró la puerta tras ella.
—Siéntate aquí, Will.
—No, gracias, señor. La he atrapado. La he atrapado. He atrapado a la asesina. La he metido en una caja en mi sótano.
—¿Qué has hecho?
—Ella asesinó a todas esas personas. Asesinó a nuestros vecinos. Yo pude haberla detenido, pero no lo hice. Yo sabía que estaba allí abajo, me despertó la otra noche y le puse el crucifijo de mamá encima, pero ella se levantó por la noche y asesinó a esa familia. No lo supe hasta la reunión que hubo en el terreno de la feria, entonces me fui de allí, fui a la tienda de papá y construí una caja grande y fuerte. Ella nunca saldrá de allí, señor, yo la metí allí y ahora estoy aterrado. Estoy aterrado. Ella se despertará a la puesta de sol, ¿no es cierto? Y sabe que fui yo quien lo hizo. Ella me despertó una noche, estaba sentada en mi cama… —el muchacho empezó a llorar—. Oh Dios, fue horrible.
Le di al chico una palmada en el hombro y le dejé solo un momento mientras iba a por un pañuelo de papel y el zumo que la señora Haskill había preparado. Cuando regresé, estaba sollozando, con la cara aún sofocada y los ojos abiertos como platos.
—Muy bien, Will —le dije después de que tragara un poco de zumo y se sonara la nariz—. Dime cómo era ella.
—Delgada. Pequeña y rubia. Enjuta. Muy ligera, tuve que cogerla en brazos para meterla en la caja. Muy menuda, huesuda y fría. Fría como el cemento húmedo. Pero ligera —se estremeció—. Ella dormía en una especie de fortín que había construido debajo de la escalera de nuestra casa. Tuve que desmantelar eso y sacarla de allí, luego la metí en la caja y ella ni siquiera pestañeó. Habría creído que estaba muerta, pero ella era tan…
El chiquillo movió los brazos.
—¿Flexible?
—Sí —volvió a su zumo—. Yo temía que despertara. Un poco más y no lo logro de lo asustado que estaba —se frotó la piel de gallina de sus brazos—. Era casi bonita, sabe, quiero decir, podía ver donde…
—Sí —dije—. Ya sé.
—Así que esperaremos a que amanezca y luego le clavaremos una estaca en el corazón, ¿verdad?
Hasta ese momento no me percaté de la locura que se había cebado en esa ciudad. Ante mí estaba un jovencito de unos catorce años, hablando de clavar una estaca en el corazón de Angelina. Probablemente también quería cortarle la cabeza y rellenarla de ajos. Dios. Pero no debí sorprenderme. Toda la ciudad participaba de una caza de brujas. Abundaba la superstición, había brujos, y encantamientos colgados de cada puerta y alrededor del cuello de todos. Se trataba de gente que predecía —por dinero, claro está— quién sería el próximo. Incluso oí que algunos rajaban gallinas para leer el futuro en sus entrañas. Intenté ignorar todo eso, salvo cuando Will me dijo que se escondía en su casa. Sabía que tenía que actuar con muchísimo cuidado para evitar una catástrofe.
—No, Will, las cosas no se hacen así. Ella es una persona, como tú y como yo.
—No, no lo es.
—Sólo está enferma, eso es todo.
Miró al suelo y restregó los pies.
—Pues, ¿qué vamos a hacer?
—¿No has dicho que está a buen recaudo?
El chico asintió.
—Bueno, entonces esperaremos hasta mañana y la sacaremos. Y luego mañana por la noche, cuando se despierte, hablaremos con ella.
—Estáis locos.
—La conozco, Will. Ya has visto tú mismo lo pequeña que es. ¿No crees que tú y yo podemos manejarla?
Me miró con sus ojos grandes y vi un poco de mí mismo en ese chico.
—No creo que nadie pueda manejarla —dijo.