36

Seguí el olor a miedo durante dos manzanas. El olor se agudizó y se centró y empecé a sospechar. En Wilton ya nadie andaba por la calle después de anochecer. Nadie. Todos se quedaban dentro, encerrados con llave con su aire acondicionado y su miedo, respirando los vapores de su propia desesperación.

¿Por qué, pues, podía oler el silencio histérico de una niña… allí afuera?

Me oculté en la sombra de una casa y pensé. La atracción de la humanidad de la niña era poderosa: el olor me hacía latir las ventanas de la nariz, empecé a segregar saliva. Pero había algo que no encajaba.

Azucé el resto de mis sentidos, intentando desentrañar mi reticencia a ese cándido y fácil alimento. Como una antena de radio, dirigí mi foco en toda la zona y saqué la única conclusión a la que podía llegar: se trataba de una trampa.

Me llenó de indignación. ¡Cómo se atrevían a considerarme tan estúpida! Dejan a su bocadito de carne tentadora sufrir toda la noche y que la torturen las pesadillas durante el resto de su vida… yo no la tocaría, no caería en su patética estratagema.

Apoyé la mano en la casa de cuya sombra disfrutaba para sentir las vibraciones de la familia que estaba dentro. Esta casa, pensé. Ésta es la casa que poseeré esta noche. Y disfrutaré de cada uno de sus moradores.

Escuché más con la mano y esperé a que la casa se quedara en silencio. Entonces, utilizando la música, persuadí al marido de que me abriera la puerta. Entré en el recibidor. La esposa aguardaba su maldita recompensa en el lecho matrimonial y los gemelos de los que ávidamente daría cuenta se arrojaron sobre ella. Todo el rato mi indignación aumentaba y decaía. Estaba verdaderamente herida porque los padres de esta comunidad fueran unos cretinos tan insensibles. Bueno, eso les daría algo de qué hablar entre ellos.

Cuando terminé, me senté tranquilamente en la sala de estar, sabiendo que me había propasado, empachado. Mi cuerpo estaba terriblemente incómodo. Me senté cuidadosamente, con la esperanza de no devolverlo todo en la alfombra que tenía ante mí. De modo que me quedé allí, esperando a que desapareciese la sensación de empacho, esperando a que llegara la paz, esperando la calidez, esperando.

Pero en lugar de la paz llegó la tristeza, tristeza por esa familia, tristeza porque mis únicos compañeros fueran víctimas drogadas por la música. Tristeza porque en la vida no había otra cosa para mí y no había nadie con quien compartirla. No era una sensación nueva, pero su intensidad era abrumadora. La desazón me inmovilizó mientras pensaba en mi vida y mi peculiar sentido de la eternidad le confería una continuidad más allá de cualquier previo brote de nostalgia. Veía la extraordinaria inevitabilidad de mi situación, veía que incluso las cosas que leía, soñaba, pensaba y hacía de niña se aproximaban a su conclusión natural. La conclusión lógica era yo, sentada educadamente, otra vez enferma, en el sofá de una familia de extraños muertos.

Mi eterna visión de futuro estaba distorsionada. Miraba a través de capas y capas de cristal, cada una de las cuales imprimía a la escena su distorsión particular, la suma de todas las pantallas se volvía casi opaca en el futuro lejano y sabía que mis acciones de esa noche y cada momento de mi vida, determinaban la dirección que mi vida tomaría en esa fantástica casa de la risa del futuro. No había nada planeado, nada predeterminado. Tendencias, hábitos y preferencias estaban programadas en el argumento de la vida, pero las decisiones finales me correspondían a mí.

Ésta era la parte más triste, pues yo ya no tenía alternativa. No podía volver atrás. Nunca podría adoptar la vida de un ser humano normal, ni siquiera de un humano tullido. Había traspasado el umbral con Sarah hacía unos meses y ahora se había alterado hasta mi ser físico. Poseía esos dones, esos poderes…

No. Yo había elegido mi sendero y lo seguiría.

El estómago se me asentó un poco mientras volvía a pensar en las cuatro personas cuyos espíritus estaban reunidos en la eternidad conmigo. Yo guardaba su conocimiento, su sabiduría. Con cada nueva muerte, las voces anteriores amainaban, pero aún las oía en mi mente… en el coro del Hades. La muerte había sido automática, no hubo ninguna diversión en ella. Las había perpetrado como venganza a la trampa que me habían tendido los incompetentes vigilantes, uno de los cuales estaba dispuesto a sacrificar a su hija. ¡Qué repugnante!

¿Repugnante, Angelina? Disparar a un pez en un barril es repugnante también para el deportista.

Pero yo no soy ninguna deportista. Yo mato para sobrevivir.

Propasarme en los asesinatos fue excesivo. Has desperdiciado la noche, desperdiciado.

Me levanté del sofá y empecé a vagar por la habitación. Fui al dormitorio de la mujer, vi a los niños esparcidos sobre ella como marionetas rotas. Algo me atrajo hasta el baño y entré en él, con precaución.

Me atraía el aroma del jabón de lavanda. La mujer se bañaba con jabón de lavanda. Lo había olido en su piel. Tal vez ésa era la razón de mi melancolía insondable. Jabón de lavanda. Alice usaba jabón de lavanda. Yo también pero había dejado mi última pastilla en casa de Lewis y no lo había olido desde entonces.

Lentamente me desaté la capa y la dejé caer al suelo. Me quité las botas, los calcetines, los pantalones y la camisa. Mi cuerpo, delgado y pálido, resplandecía en la penumbra. Abrí el grifo de la ducha, me metí en ella y sentí que el agua me lavaba, pero su calor no me calentaba.

El jabón no hacía espuma. Me froté frenéticamente la piel con él, pero no dejaba aroma. Me restregué, cada vez más desesperada, nada. Me hundí otro peldaño en la sombría depresión.

Cerré el grifo del agua y salí de la ducha, secándome sin notar siquiera que me había mojado. Fui hacia el armario y encontré ropa interior negra limpia, que resaltaba contra mi piel absolutamente blanca. Ella también tenía un jersey negro y unos pantalones de seda negra.

Estaba contemplándome en el espejo cuando oí un ruido en la cocina. Automáticamente caí en el sofá, empecé la música, ocultándome de la vista, de las miradas y, mientras me concentraba en la música, en el latido de mi corazón, en escrutar la casa en busca de intrusos, de la causa del ruido, vi desaparecer mi reflejo en el espejo.

Yo no era real.

Mi subconsciente juzgó que el ruido era la caída natural de algo, nada que temer. Me aposté ante el espejo, elevé y descendí la música y observé mi reflejo aparecer y desaparecer. Ya no era algo con materia. Ya no era real. En algún momento había traspasado la línea física que separa la vida de la sombra… Había otros como yo que pasaban ante mí en las sombras de la noche. Lo mismo debía parecerles yo a ellos.

Pero Daniel… Daniel me había visto… ¿o no?

¿Qué hizo Daniel al verme?

Volví la mirada hacia los tres cadáveres sobre la cama.

Ellos no eran nada. Eran patéticos. Ni siquiera Daniel era algo, sólo un chaval, un chico, mortal y asustado. Afuera, en algún lugar, estaba mi víctima ideal. Afuera, en algún lugar, estaba la persona por quien pondría mi existencia en peligro. En algún momento de mi futuro tendría lugar un combate de voluntades y el botín sería para el vencedor. En eso consiste la vida hoy, Angelina, pensé. Supervivencia. Perpetuación de las especies. En algún lugar existe la víctima perfecta cuya voluntad, cuando sea vencida, luchará conmigo a muerte y esa lucha significará su vida. La vida en la eternidad. Sí. Una compañía en la eternidad.

La esperanza alivió mi perspectiva durante un momento. Ahora me sentía capaz. Estaba preparada. Era prolífica.

Aún sintiéndome pesada debido a mis excesos, me envolví en la capa y salí afuera, escuchando los sonidos del barrio. La lluvia había cesado, dejando las calles relucientes. El olor a miedo aún flotaba nítido en el aire, pero ya no era agudo ni acre.

La niña de la trampa sabía de algún modo que el peligro casi había pasado.

Deseaba irme a casa, meterme tranquilamente en mi ataúd, sin embargo me picaba la curiosidad, me guiaba hacia la acumulación de hombres. Creo que tenía que demostrar mi superioridad. Y los límites de mi irrealidad.

Sabía exactamente dónde se encontraban. Sus auras iluminaban de rojo el porche de una casa al final de la manzana. Me embocé en la capa y elevé la música, sintiéndome sólida y competente, y caminé por en medio de la calle hacia ellos. Oía el ruido del bastón y el de los tacones de mis botas. Levanté la cabeza y les desafié a verme.

La niña, como un señuelo, estaba apostada en el lindero del césped. Arropada en un saco de dormir, del que sólo le sobresalía la coronilla. Estaba durmiendo, pero su sueño era intranquilo; la idea de que su padre y sus muchos amigos la vigilaban nunca se alejaba de su mente.

Caminé despacio por el centro de la calle, deteniéndome delante de la niña. Giré a su alrededor, arrastrando los pies sobre el pavimento lleno de arenilla mojada, levantando la capa a mi alrededor al andar.

El color del aura que rodeaba el porche cambió. Ellos me notaron.

—Escuchad —oí que decía un hombre.

—Yo no oigo nada.

—Cállate.

—¿Qué has oído?

—¡Cierra la jodida boca!

—Yo vi una sombra.

—¿Dónde?

—Allí afuera.

—¿Os vais a callar de una vez, tíos?

Disfruté muchísimo con ellos. Elevé la música y bailé en la calle. Giraba cada vez más rápido, sabiendo que yo ya no era real, sabiendo y odiando el hecho de que nunca más volvería a entrar en calor, sabiendo que mis heladas y exangües aletas de la nariz nunca volverían a oler un asado y que mis gélidos dedos nunca volverían a sentir la textura de nada que no fuera carne viva; había cambiado los sentidos de la vida por las nuevas experiencias sensuales del erial eterno y bailaba con ellas, bailaba con el frenesí de los malditos.

Luego me detuve y, aunque no podían verme ni oírme ni sabían exactamente dónde estaba, sabían que yo estaba allí… y me paré y metí mi frío dedo en la oreja de la niña-señuelo.

Se levantó chillando como una histérica, chillando sin parar, y los hombres llegaron en tromba desde el porche, agitando armas y linternas en un caos perverso. Los miré con tristeza, me envolví en la capa y regresé tranquilamente a casa.

Me metí en silencio en mi ataúd, olvidando por completo a Daniel y a su crucifijo. Me quedé despierta varias horas, recreando la escena en mi mente, enojada e inquieta, intentando captar una esencia que revoloteaba, algo que se me había escapado, un elemento importante de esa noche que me estaba perdiendo, me estaba perdiendo debido a mis excesos e indulgencias.

Yacía en el frío suelo de cemento, no estaba triste, pero tampoco contenta con la revelación de mi nueva naturaleza, sólo tenía frío y me sentía sola, y esperaba que llegara el sueño y borrara mis pensamientos.

Y cuando me desperté, oí a Boyd.

Al día siguiente fueron los funerales. Los funerales de los niños. Seis ataúdes de niño alineados en el cementerio, todos tapados por idénticas mantas de flores.

Que extraño funeral. No vi emoción, ni siquiera en los padres de los niños que enterramos. Mientras el sacerdote celebraba la ceremonia, miré a mi alrededor a las caras de la gente de la multitud y todas estaban surcadas por profundas líneas, como si hubieran sido rajadas por hojas de afeitar. No había conversaciones, ni charlas, ni lágrimas, ni nada. En unos meses habían dejado seca a esa ciudad. Seca.

Después del funeral, convocamos otra reunión. Allí fue donde afloró la emoción y se desbordó en ira. Ella había asesinado a otras cuatro personas la noche anterior. Sabía lo de la trampa: los tipos que la tendieron incluso creyeron verla, pero no estaban seguros… Ellos no tenían ni idea de con quién estaban tratando. Ni, en realidad, yo tampoco.

De cualquier modo, era jueves o viernes… no lo recuerdo con exactitud, sólo recuerdo que era un día de escuela y convocamos la reunión en el terreno de la feria, justo en las afueras de Wilton. Allí debía estar toda la ciudad, dividida en grupos. Era una multitud iracunda y no tenía en quién descargar su ira, de modo que la expresaban unos contra otros.

Un grupo quería llamar a la Guardia Nacional. Otro grupo quería llamar al papa. Un tipo nos dio un plazo. Dijo que acudiría a la prensa nacional a vender su historia y la del monstruo chupasangre de Wilton el lunes. Si deseábamos guardar silencio, teníamos hasta el lunes. La gente que se beneficiaría de una ciudad llena de gilipuertas quería llamar a la prensa en cualquier caso. La policía y el alcalde sólo querían contárselo a la gente que pudiera colaborar.

Era un desastre. Una ciudad entera unida sólo en el miedo.

Yo sólo deseaba encontrar el escondite de Angelina antes de que se mudara.

Y entonces lo vi. Un niño, merodeando en los límites de la multitud. La expresión de su rostro era arrogante y su actitud altanera. El niño sabía dónde estaba Angelina, yo estaba seguro de ello.

Pero cuando me presenté y hablé con ellos de lo que sabía sobre Angelina, y les conté a los ciudadanos de Wilton sobre los años que llevaba siguiéndole la pista y lo que había descubierto en su busca, me hicieron demasiadas preguntas y tuve que dar muchas explicaciones. No podía dejar de mirarlo.

Era un niño, el único que había allí. En Wilton, en aquellos días ningún niño se quedaba en casa sin ir a la escuela. Los acompañaban de aquí para allá y no dejaban a ninguno solo ni en casa. Salvo a ese niño. El sabía algo, tenía que saberlo.