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Me hice un precioso hogar para mí sola en el sótano. Ordené las cosas bajo la escalera y en el silencio sepulcral de la noche llevé tablas de madera y cosas para construirme un espacio privado, un lugar íntimo, cómodo y personal. Construí un lugar donde pudiera escapar de los pesares de la luz, de ser descubierta… allí dónde el lustre ebúrneo de mi rostro no atrajera la atención mientras dormía en las sombras. Me construí una caja.

Mi vestuario mejoró pues yo saqueaba de aquí y de allí; me encantaba merodear en los vestíbulos de los hogares en los que me infiltraba. Disfrutaba con los armarios, los sótanos y los niños de los moradores, variaba un poco los muebles de lugar hasta dejarlos más a mi gusto, descansando y disfrutando de un libro, a veces en la biblioteca, después de desayunar.

Sin embargo, nada me fascinó tanto como la familia que vivía en el piso de arriba. No me atrevía a hacerles daño, eran tan íntimos, tan queridos. Mis visitas nocturnas se convirtieron en una costumbre. Disfruté de la mujer con un asomo de celos perversos. Era tan hermosa, tan cordial y completa, y disfrutaba de una vida activa y satisfactoria con su compañero a la luz del día. Me gustaba juguetear con ella y a veces con él, aprendiendo sobre los hombres y las mujeres, aprendiendo sobre aquello que les excitaba. Me intrigaban particularmente sus reacciones sexuales, pues eso es lo que induce a los humanos a reproducirse.

Me sentaba junto a la niña y le alisaba el cabello de la frente redondeada y le concedía bonitos sueños mientras la miraba respirar, miraba el destello de sus ojos bajo los párpados. Mentalmente le había dado el nombre de Diana, diosa de la luna, diosa de la caza, de todo lo que es sagrado.

Al niño lo llamaba Daniel, porque parecía no tenerme ningún miedo. Él siempre estaba en guardia, tenía el sueño ligero, sólo perdía la conciencia cuando yo interpretaba la música. Examiné a Daniel cada noche, como hacía con todos los habitantes de las casas que visitaba… excepto con Diana, claro. Diana era la pureza inviolada. Examinaba a Daniel cada noche, tocando, inspeccionando, observando sus reacciones, sus respuestas. La música cambiaba automáticamente, anticipándose a las necesidades de sus sueños, sumiendo su conciencia en un profundo trance.

Yo disfrutaba de esa música nocturna mientras jugaba con su carne y sus sonrisas de durmiente, y dulces gemidos de placer constituían el contrapunto melódico para mis oídos. ¡Que sinfonías creábamos juntos! Aprendía a tocar el cuerpo de Daniel como un instrumento musical y a pesar de su inconsciencia crecimos muy juntos. Yo sabía que él me conocía. Yo había invadido sus sueños y él me conocía.

Con el tiempo su trance se intensificaba con sólo entrar en su habitación. Su cuerpo respondía automáticamente a mi presencia, con lo cual los acontecimientos habían tomado un curso delicioso.

Y yo pensé que si él me conocía, él me amaba.

Noche tras noche me resistía a la tentación de despertarlo. Deseaba sentarme y charlar con él, simplemente estar juntos en la oscuridad de la noche, nuestra sociedad secreta de dos, sólo descubrirnos el uno al otro y estar juntos.

Nunca debí haber sucumbido, pero la soledad se hizo tan grande, ante ese modo de vida de aislamiento extremo que el control definitivo sobre mis víctimas me dejaba sin compañía de ningún tipo. Un sentimiento nuevo crecía en mí, una clase de hambre distinta, un ansia por alguien que fuera como yo, o pudiera ser como yo. Quería a alguien con el que pudiera compartir, pues aunque yo era una criatura de la noche —alguien cuya voluntad se había volcado hacia la oscuridad— aún sentía, aspiraba, deseaba.

Había otros seres de la noche. Los había visto: sombras moviéndose. No sabía si eran como yo. No tenía ni idea, pues los evitaba a todos. No deseaba nada de lo que ellos tenían. Sólo deseaba la calidez y los vivos, los que tenían carne suculenta, eran los únicos que podían darme esa calidez. Dudo que la compañía de cualquiera perteneciente a la miríada de compulsivos de la noche hubiera saciado mi apetito de conversación.

Sabía que llegaría un tiempo en el que encontraría a alguien a quien pudiera enseñar, alguien que viera en mí algo de sus aspiraciones, y yo miraba a ese muchacho y deseaba que fuera él. Tenía tantas ganas de caminar con él, enseñarle todo lo que había aprendido, compartir mi vida… Una noche, la tentación, el deseo de compañía, fue superior a mis fuerzas y lo desperté.

Lo hice despacio. Mi control era absoluto. Interpretando una escala musical podía devolverlo al sueño. Deseaba que él se acostumbrara, tal vez, de un modo gradual, al cabo de varias noches, a que yo estuviera allí, con él, en persona.

Sentí despertar su conciencia; me latía fuerte el corazón de ansiedad. Iba a despertar a mi amante, iba a estar realmente con él, conversar con él, en verdad, en la vida real, como había hecho tantas veces en mis fantasías.

Me senté a su lado, con las piernas colgando al borde de la litera de arriba y recorrí con el dedo la línea familiar que trazaba su vello claro desde el ombligo, mientras él recuperaba la conciencia lentamente, paso a paso.

Se sorprendió tanto al verme por fin, a la chica de sus sueños, a su compañera nocturna, la que había compartido esos momentos eróticos con él. Estaría tan complacido. Apenas podía esperar. La anticipación hacía temblar mis órganos internos hasta que pensé que me iba a dar un ataque. Era él, él era el único, él era el compañero de mi vida. Seguramente ese chico me elegiría.

Parpadeó y luego abrió los ojos, desenfocados. Los volvió a cerrar, a medida que yo arremolinaba la música hacia un estado de semiinconsciencia. La habitación se hallaba a oscuras, había luna nueva, poco podía ver en la penumbra.

Volvió a abrir los ojos y me vio. Yo relajé la vigilancia, esperando que me dirigiera la primera sonrisa somnolienta, el reconocimiento del amado, pero su reacción no revistió la ternura que yo esperaba. Al verme abrió la boca de horror, llenó los pulmones, presto a gritar y sus ojos marrones se engrandecieron de espanto. En mi sorpresa, dudé un momento, sin saber qué hacer. Mi primer impulso fue sofocar al mocoso con su propia almohada, pero su forcejeo me habría tirado al suelo.

La música. Fabriqué una alta y poderosa, y el niño perdió la conciencia de inmediato.

Sudaba y me temblaban las piernas. El chico lo recordaría. No podía borrar mi acto de estupidez. Qué loca había sido.

No había nadie como yo.

Me quedé allí de pie, a su lado, hasta que noté la llamada del alba.

Le acaricié la espalda e interpreté notas profundas y oscuras de sueño relajado para él, con la esperanza de que se despertara medio drogado por el sueño y confundiera mi desatino con una simple noche de terror.

O podía matarlo.

No. Esa casa debía conservarse sagrada, nadie debía examinar el sótano en busca de pistas.

El alba despuntaba y di una palmadita a mi Daniel en la mejilla, luego salté con agilidad de la cama. Me envolví en mi manto verde oscuro y, sintiéndome más sola que nunca, me arrastré hasta el sótano, para meterme en mi sucia caja provisional debajo de la escalera y tumbarme, plácidamente, en espera de la noche siguiente.

Cuando me desperté, un crucifijo colgaba de la escalera directamente sobre mi caja.

Noté el cambio que experimentaba Wilton. Interesante, una ciudad asediada. Primero olí la paranoia que flotaba como una espesa niebla sobre las calles y en torno a los hogares. Nadie caminaba por la calle después de anochecer. Ningún niño jugaba en las agradables tardes de primavera. Las puertas estaban cerradas y las cortinas echadas. Toda la ciudad se retraía en una especie de luto privado.

Entonces salió la policía y los vigilantes. Al principio caminaba por las calles sin temerlos, pues ellos veían mi silueta y me juzgaban inofensiva. Pero a medida que persistía en mis incursiones nocturnas, a medida que las desgraciadas víctimas seguían abriéndome las puertas cerradas de su reino, los hombres empezaron a reunir su temor en grupos y en mí se despertó algún recuerdo antiguo y empecé a tenerles miedo. Los veía, quietos en grupos o vagando por las calles, en silencio, discretamente armados. Sus negras siluetas recortadas por la luz de las farolas o de las estrellas me recordaban aldeanos con antorchas. A través de un creciente sentido de eternidad, mezclando el pasado con el presente y con el futuro, mis ojos contemplaron padres, hermanos y abuelos frenéticos, desolados y preocupados, pero mi imaginación veía a los cazadores, a la muchedumbre linchadora y a los grupos furiosos e iracundos que se convertían en monstruosos.

Yo bailaba alrededor de ellos, ocultándome tras los árboles, los matorrales, tras las esquinas de las casas. Bailaba alrededor de su impotencia, sabiendo que mi tiempo en Wilton se estaba acabando, sin embargo dilatándolo más allá de los límites del sentido común. Hacía un mes que debía haber salido de Wilton, pero no fue así. No podía soportar abandonar a mi Diana, a mi Daniel. A mi hogar, a mi tierra. Tendría más cuidado.

Y entonces desperté a Daniel, como una idiota, y la noche siguiente encontré un crucifijo colgado sobre donde yo dormía.

Había sido obra de Daniel, lo supe al instante. Me amaba demasiado como para entregarme a la muchedumbre que me destrozaría, Daniel sabía demasiado. No, estaba claro que pretendía inmovilizarme con ese ridículo esfuerzo, como para hablar conmigo, para controlarme… a su propio súcubo que vivía en su sótano. Su secreto. El secreto que mi Daniel y yo compartíamos.

Descolgué el crucifijo y lo examiné mientras escuchaba los sonidos procedentes del piso de arriba. Sin duda, había pertenecido a su madre. Pensé en esperarle, pero luego supe que nunca bajaría mientras su familia estuviera despierta; Daniel esperaría a que se hubieran dormido. Nos reuniríamos en la oscuridad de la noche. Me daba tiempo a salir y regresar.

Salí sigilosamente por la puerta y sentí la ligera lluvia brumosa que caía a mi alrededor. La tierra se había vuelto verde en las últimas semanas y el fresco olor a tierra húmeda, a raíces podridas y a la descomposición del invierno flotaba perezosamente en el aire entre las gotas de lluvia. La paranoia de la ciudad ronroneaba a mis pies como un gato hambriento y yo sonreía para mí, sabiendo que la adrenalina añadía más sabor.

Sin embargo, esa noche había un olor nuevo en el aire y era miedo. Una sola y afilada nota acre de miedo fluía claramente a través de la carrera de obstáculos de la bruma. Alguien andaba afuera, asustado. Alguien cercano.

Me envolví en mi capa para resguardarme de la lluvia y eché a andar.

Por fin Angelina y yo estábamos en la misma ciudad al mismo tiempo. Ella estaba en Wilton, es verdad. Asesinando niños. Asesinando niños indefensos. ¡Dios!

Sabía que estaba en Wilton, pero no sabía dónde. Trabajábamos en silenciosa desesperación, el alcalde y yo. Yo intentaba permanecer en la sombra hasta comprobar toda la información… no podía soportar que se me volviera a escabullir.

La ciudad era presa del pánico, pero por fin sentía que mi cerco se estrechaba en torno a ella. Intenté hacer las cosas metódicamente, como se hace en una cacería. Ellos estaban impacientes. Pero yo no tenía ninguna autoridad, así que, mientras yo clasificaba la información, ellos le tendieron una trampa.