Cuando abrí los ojos y recuperé la conciencia durante un brevísimo instante, me centré, lúcida y serena, y obtuve la respuesta a mis dificultades.
Niños. Gratos e inocentes niños. Olían tan bien; sabían tan tiernos, ricos, blandos, inmaculados. Los niños no habían envenenado sus cuerpos con drogas ni productos químicos; no habían endurecido sus corazones ante las ironías de la vida; sus vidas habían sido breves, sus aspiraciones limitadas. Podía vivir con el conocimiento y la conciencia de los niños —podría vivir con el optimismo de los niños— mucho mejor que con el amargo esbozo de los recuerdos adultos.
Y dos niños perfectos vivían justo encima de la escalera. Mi huevo en el nido, mi reserva.
Encima de mí la casa rebosaba actividad. Las tablas del suelo sobre mi cabeza crujían cuando eran atravesadas por pisadas y yo sintonizaba y reconocía las vibraciones de la voz. La tarde era joven: estaban preparando la cena. Alguien podía oírme o verme mientras salía del sótano. ¿Debía esperar a que se fueran a la cama? Miré el desolador sótano a mi alrededor. No podía.
Me desperté, me quité las telarañas del pelo y me cepillé la suciedad de la ropa. Según mi experiencia con los dos autoestopistas y el gato parecía que mi poder de sugestión tenía sus límites. No podía hipnotizar a más de una persona a la vez. Aunque tal vez pudiera envolverme en la música como había envuelto al coche en el que dormí. Tal vez pudiera ocultarme, convertirme en una sombra ante sus ojos durante un breve instante —sólo necesitaba un instante—, luego tendría el campo libre y ellos no tendrían porqué saber nada.
Caminé hacia la puerta de salida, sintiendo el frío a través de las rendijas. Cuando me disponía a girar el picaporte, la puerta de la cocina que se hallaba en lo alto de la escalera se abrió ruidosamente. Una bombilla desnuda que colgaba sobre los peldaños se encendió, iluminando todo lo que no quedaba oculto por la sombra de la escalera. Pies enfundados en zapatos blandos bajaron ligeramente los peldaños de madera.
Me agaché, sintiendo erizarse el vello de mi nuca. Un rugido salvaje aguardaba en el fondo de mi garganta. La mujer apareció ante mí. Alta, esbelta, con tejanos y una camiseta blanca, y su largo cabello cobrizo cepillado y resplandeciente. Se detuvo ante las estanterías de comida enlatada y me dio la espalda. Se contoneaba mientras revisaba la fila y decidía qué hacer de comida.
Si ella se daba la vuelta, me vería.
Cogió una lata, luego otra y dejó la primera. Seguía inspeccionando la hilera. Inicié una música, no dirigida hacia ella, sino para elevar el nivel de mis vibraciones, para resguardar mi carne de los ojos intrusos o de un descubrimiento peligroso.
La mujer dejó de contonearse. Lentamente se volvió hacia mí y sus ojos parpadearon por toda la extensión del sótano, descansando durante un buen rato sobre la puerta del sótano. Ella no me veía, pero me sentía. Se frotó los brazos con sus finos dedos y pude percibir el acre aroma del miedo. Miró rápido la lata que tenía en la mano, cogió otra casi sin mirarla y se precipitó a subir la escalera, apagó la luz y cerró de un portazo al salir.
Suspiré aliviada. Había funcionado, pero sólo hasta cierto punto. Ella sabía que yo estaba allí… podía no saber cuál era mi naturaleza, pero su instinto descubrió al mío y por tanto debía quedarme poco tiempo allí, debía actuar con brevedad y astucia.
La puerta del sótano se abrió haciendo poco ruido y volví a caminar sobre la nieve.
Atravesé el patio trasero, que daba al del vecino, hasta la parte de atrás. Giré hacia el norte en la próxima calle y me dirigí hacia la ciudad, al otro lado de la ciudad, en busca de un barrio mejor, en busca de la clase alta de Wilton, donde alimentaban a los niños con mantequilla y dulce de leche, donde los niños eran gorditos y tiernos, estrujables y deliciosos.
Avanzaba rápidamente en la noche temprana, amparándome en las sombras y arrimándome a los muros. No quería que nadie me parara y me preguntara qué estaba haciendo… incluso podían reconocerme. Con el bastón podía caminar ligera y así lo hice, atravesé la calle mayor y subí hasta el iluminado barrio que se hallaba sobre la loma.
A pesar de su prestigio, ese barrio tenía patios delanteros muy pequeños y apenas había espacio entre las casas. Sabía que los patios traseros eran más grandes. Muchas de aquellas casas tenían piscina. Pero todas las casas estaban adosadas, dando su fachada a la calle, como si guardaran su intimidad detrás.
Caminé lentamente, dejando que los recuerdos afloraran a mi mente. Tenía compañeros de clase que vivían en esas casas. ¿Dónde estarían ahora? ¿Qué andarían haciendo? ¿Quién vivía y quién no? ¿Quién había triunfado? ¿Quién tenía hijos? ¿Quién era un alcohólico y quién un adúltero? ¿Quién era un desfalcador y quién se prostituía? Un barrio tan bonito debía de ocultar un montón de perversiones.
La noche invernal era más joven de lo que yo creía. Chicos vestidos con anoraks y armados con bolas de nieve jugaban en las calles. Todos se paraban y me miraban al pasar y yo podía oír sus murmullos. Se asombraban de que careciera de ropa de invierno. Especulaban sobre mi bastón. Se desafiaban entre sí a tirarme una bola de nieve, pero ninguno lo hizo. Yo llevaba la cabeza gacha, asumiendo la postura de una vieja bruja y seguía adelante, despacio. Ya no sentía el frío. Sólo sentía la calidez de los niños al pasar.
Las casas estaban iluminadas con colores cálidos. La luz amarilla se derramaba por las ventanas hacia la noche negra y gris. Caminé a lo largo de la calle uno, luego doblé la esquina y caminé hasta la siguiente. A través de las cortinas corridas observaba a los habitantes del barrio mientras servían la cena, limpiaban las cocinas y encendían los televisores. Caminé y observé, escuchando los talones de mis botas sobre las heladas aceras.
Y entonces la vi. De pie ante la ventana de la sala de estar, con las manos cruzadas para mirar, más allá del reflejo del fuego, la noche que aguardaba en el exterior. Para mirarme a mí. Me detuve y la observé, arrobada por su belleza. Unas coletas negras miniatura sujetas por unos lazos rojos colgaban a los lados de su cabeza. Llevaba un vestidito blanco con corazones rojos estampados. Me pareció como si acabara de regresar de un viaje a casa de la abuela, o de algún lugar igual de especial e importante, y estaba despierta tan tarde porque estaba demasiado excitada para irse a dormir.
No podía tener más de cuatro años, y sus dientecillos de bebé me sonreían al mirarla. Me saludó con la mano y luego se volvió y echó a correr y al cabo de un momento una hermana mayor corrió las cortinas.
Rodeé la casa, temerosa de que la siguiente luz encendida se hallara en el segundo piso, pero estaba equivocada. El dormitorio de los niños se encontraba en la planta baja.
La miré ponerse un pijama rojo, con su barriguda redonda tan lisa como un tambor sobre las braguitas rojiblancas. Vi entrar a su madre y arrodillarse juntas al lado de la cama y rezar sus oraciones, luego la pequeña se metió en la cama mientras su madre le leía un cuento.
Me quedé afuera, de pie, firmemente plantada sobre la nieve, con los dedos agarrados al borde exterior del alféizar, mirando. Miraba el amor y la alegría que transpiraban, sabía que la niña estaba bien alimentada y eso aumentaba mi impaciencia.
Por fin la madre besó a la niña, apagó la luz y salió de la habitación. Empecé a examinar los marcos de las ventanas.
Tenía una contraventana exterior, sujeta por pestillos atornillados. Los hundí con el dedo y dejé la contraventana en el suelo. La ventana ulterior estaba cerrada, de modo que empecé a interpretar una música tranquila y amable.
Al cabo de pocos instantes, la niña abrió los ojos y yo recreé para ella la música de un circo, de la aprobación de mami, del entusiasmo y la diversión, un trato especial por tratarse de una niñita tan maravillosa. Salió de la cama y fue directa hacia la ventana, luego tuvo que volver a por una sillita para subirse y alcanzar el picaporte. Luchó con él. Su carita de querubín hacía muecas de esfuerzo, hasta que sonrió mientras la media luna se deslizaba a su alrededor.
Abrí la ventana y ella me miró con sus enormes ojos marrones.
—¿Es cierto? —susurró ella con un leve balbuceo.
Cuando yo asentí, se levantó de la silla y titubeó hasta su cama. Cogió la manta verde oscura de su cama y la sostuvo contra la cara —con el pulgar metido en la boca— y volvió de nuevo junto a la ventana. Me miró solemnemente durante un momento, se quitó el pulgar de la boca y levantó las manos hacia mí. Yo la saqué por la ventana y la cerré.
Ése era el calor que mi cuerpo necesitaba. Me senté con la espalda apoyada en la casa y abracé su voz aguda, envolviéndonos con la manta oscura. Continué la música para ella, tejiendo un hechizo mágico, llevándola al circo, a la feria, protegida y feliz, y ella, con el pulgar en la boca, gorjeaba tiernamente contra mi pecho.
Agaché la cabeza hasta su cuello, regordete y húmedo en ese pliegue. Era tan perfecto que no podía tolerar echarlo a perder, por muy famélica que estuviera. La idea de mordisquear, roer, desgarrar, parecía incompatible con mis sentimientos, con mi propósito, y mientras la probaba, dando pequeños lametazos, saboreando su excitación salada, pensé que tal vez podría, con mucho cuidado, absorber un largo pliegue de piel y dar un mordisco, atravesando y cogiendo la arteria en el lugar preciso.
Le mordí el cuello y escuché los gemidos de placer que surgían de su garganta mientras ella experimentaba los payasos y los caballos y las delicias del último sueño de la infancia, y cuando sentí que el pulso se hacía más fuerte, tiré de un gran montón de carne, luego lo mordí rauda y minuciosamente con mis incisivos y la sangre empezó a fluir.
¡Oh, que dulce melodía! Acuné a esa niña contra mi pecho, era tan pequeña que podía abrazarla toda, no necesitaba sentarme sobre su pecho ni forcejear con ella, ella vino a mí por su propia voluntad y totalmente confiada. La rodeé con ambos brazos en un apasionado abrazo mientras su fluido vital se vertía en mi cuerpo hambriento de calor y supe sus alegrías, sus juegos, las cuitas y problemas de su niñez. Era maravillosa.
Cuando estuvo vacía, continué abrazándola, acunándola, mientras su esencia fluía en mí, y supe que tenía la respuesta a mi vida: inocencia.
Inocencia. El sentimiento se agarró a mi garganta como una bufanda de lana rasposa. Inocencia. Nunca la había tenido. Nunca había experimentado la confianza ciega de la que había dado muestra esa niña al saltar por la ventana hacia mí. Yo había abusado de su confianza y la había dejado seca, sólo porque era inocente.
La inocencia fue su crimen. La inocencia fue su crimen y mi salvación. ¿Viviría mejor con la inocencia de mis víctimas que con los depravados y aniquiladores sueños de los adultos en los que se convertirían con el tiempo?
Sí.
Dejé a la niña, ahora una cáscara, una patética y ajada muñeca de trapo y la apoyé en un lado, y al hacerlo vi dos precisas incisiones en un lado de su cuello —mi trabajo más pulcro hasta la fecha— y luego su rostro se enterró en la nieve, donde se desplomó, y no pude ver nada más.
Me envolví los hombros con la manta verde oscura, esperando conservar parte de la calidez que el parco bocado me había proporcionado, notando que con unos pocos arreglos me serviría de capa. Me cepillé la nieve de la espalda, encontré el bastón y de nuevo volvía a estar en mi camino.
Creo que Wilton guardó muy bien el secreto. No deseaban desatar el pánico ni nada parecido, pero si hubieran sido un poco menos reservados, yo lo hubiera sabido y hubiera podido evitarlo… bueno, no lo sé. Murieron un montón de niños. Angelina era despiadada.
Un monstruo, eso es lo que era, un monstruo. El informe sobre el coche robado no relacionó Pennsylvania con Nuevo México hasta la primavera. Y para entonces…
Bueno, para entonces, Angelina se había deformado, más allá de cualquier posible reconocimiento. Pero yo la conocía.
Yo la conocía.