33

Seis noches más tarde, el coche de Sarah murió de una muerte escandalosa e inoportuna justo a las afueras de Wilton. La noche estaba en su plenitud, de modo que abandoné el esqueleto del automóvil donde se quedó y empecé a caminar.

Era una noche serena y sin luna. No había tráfico en la carretera de dos carriles que conducía a la ciudad. Me había acostumbrado a que mi estabilidad dependiera del bastón. El ritmo de mis pasos era regular y plácido, lento y deliberado, pensativo y controlado. Era bueno volver a caminar por la autopista.

Observé la caída de la noche, sentí el frío crepitar de las estrellas en el cielo despejado, oí el arrullo de los animales nocturnos en los campos.

Caminé hasta el pequeño letrero verde de letras reflectantes que decían: «Wilton, Pa., Pop. 4780», levanté un poco más la cabeza y enderecé la espalda. El lugar al que había prometido no regresar jamás, pues suponía ataduras —ataduras emocionales—, y a mí me importaba bien poco todas las cargas de la vida humana.

No obstante, allí estaba yo, y ningún resorte emocional me impelía a volver a ese lugar. Era otra cosa, algo más fuerte, turbio, más sustancial que las mediocridades de las emociones humanas, sin embargo, su naturaleza se me escapaba. Sólo sabía que era allí donde debía estar.

La noche declinaba cuando pasé por la primera estación de servicio, después por la taberna del tamaño de un granero de la que provenía la música country del oeste propia de una noche de fin de semana. Continué caminando, internándome en la ciudad, dejé atrás la tienda de alimentación, la lavandería, el banco y la oficina de la propiedad. Me detuve en la esquina junto al único teatro, que representaba sólo obras familiares y miré hacia el norte.

El barrio estaba allí mismo, sobre la loma. La casa donde Rolf nos llevó a Alice y a mí a vivir, el lugar donde Alice murió, estaba allí, en alguna parte, oscuro, lleno de extraños que dormían. Una luz ocasional procedente de un panel cuadrado era todo lo que delataba la presencia del barrio y que no se trataba de sólo un campo desierto lleno del enero de Pennsylvania.

Me volví para mirar hacia el sur. Las vías del tren corrían paralelas a la parte posterior de la calle principal y cuatro manzanas más allá se encontraba la casa donde Alice y yo vivíamos antes de conocer a Rolf. La casa donde nací, la casa donde mi padre se reía, donde murió, la casa que albergaba los recuerdos del aburrimiento infantil —la casa a la que juré no volver jamás— se levantaba justo cuatro manzanas más allá.

Me atraía como un imán.

Sólo quedaba un tercio de la noche, como mucho, cuando divisé la casa desde fuera. Parecía que no había cambiado. Seguía descuidada, sin pintar, desarreglada. El árbol de la entrada estaba desnudo y espigado. Sucios montones de nieve se almacenaban en los rincones y bajo los pelados setos, mientras asomaban pedazos de hierba amarilla, que en la oscuridad daban un aspecto desolado y fantasmal. Los recuerdos de la casa se me presentaban nítidos pero curiosamente desprovistos de emoción.

Las emociones de tantos otros se arremolinaban dentro de mí. No tenía espacio para las mías.

Probablemente la cerradura de la puerta del sótano aún estaría cerrada. Mis pisadas crujían delicadamente sobre la nieve del camino mientras me dirigía a un costado de la casa y luego a la parte trasera. Los peldaños que llevaban a la puerta del sótano estaban cubiertos de nieve no hollada. Me encaminé hacia ellos sin vacilación, descendí los peldaños, y posé la mano en el gélido y oxidado picaporte. El ruido que hizo al abrirse me resultó tan familiar como los latidos de mi propio corazón. Nunca estaba cerrada con llave. Siempre estaba ajustada, pero yo sabía cómo abrirla, había que empujar la esquina superior, tirar del picaporte, dar media vuelta y levantarlo.

La puerta se abrió hacia adentro, arañando levemente el suelo de cemento. Entré y cerré la puerta con cuidado.

El mismo olor: dulce y mohoso, como si siglos de manzanas secas hubieran impregnado el húmedo cemento y la madera con su aroma. Ése era mi olor favorito de todos los tiempos. Respiré profundamente, cerrando los ojos, afinando mis sentidos, sintiéndome… en casa. Aliviada. Cansada. Otra vez en casa… después de un largo, largo viaje.

Dormiría más tarde. Antes que nada debía descubrir a los ocupantes.

Repasé minuciosamente el desorden del sótano: bicicletas, cajas marcadas con la palabra «Navidad», un equipo de pesca, una canasta de baloncesto, una diana de tiro al arco, grande y desgarrada. Un rincón del sótano tenía estanterías de obra y las estanterías estaban llenas de conservas caseras de frutas, verduras, mermeladas y salsas. Los estantes inferiores estaban abarrotados de provisiones enlatadas.

Una tela de araña cruzó por mis párpados cuando caminé bajo la escalera donde aún estaba la vieja y redonda lavadora. Era la lavadora rosada y de metal que recordaba de mi niñez. En la parte superior pude ver el rodillo para escurrir la ropa. Pasé el dedo por su superficie polvorienta. Un viejo caballo de juguete rojo aguardaba en el otro rincón, junto con una cuna desmantelada y una cocinita blanca de juguete que había sido abandonada en mitad de la ceremonia del té y las muñecas ocupaban aún sus asientos.

Hay dos niños en esta familia, pensé, y fui hacia la escalera. Recordé qué peldaños crujían y cuáles no, y con la ayuda del bastón los subí despacio, y cuando estuve arriba, abrí la puerta de la cocina.

En la casa dormían cuatro humanos. Podía olerlos.

La cocina estaba igual que la última vez que la vi: el mismo azulejo de linóleo blanco y negro, el mármol desconchado, el fregadero manchado; las toscas paredes amarillentas tal vez estuvieran un poco más sucias, un poco más pringosas.

La sala de estar estaba totalmente cambiada. El mobiliario era más barato, más ruinoso del que nosotros tuvimos nunca. Por todas partes había rastros de travesuras infantiles, marcas en las paredes, juguetes abandonados para pisarlos y tropezar con ellos, jarrones rotos pobremente pegados, señales de dientes sobre las patas de todas las sillas. Marcas de quemaduras en las mesas, en la tapicería; toda la casa estaba destartalada, demasiado destartalada, deprimente.

Pero sobre la repisa de la chimenea, la mujer había colocado dos velas y fotos de los niños, una ranita de cerámica y una flor seca. Me pareció un detalle de sensibilidad y por un momento deseé tener mi propia repisa de la chimenea donde colocar detalles de sensibilidad. Soplé con delicadeza el polvo que tenían acumulado y, al hacerlo, noté que alguien se levantaba de la cama. Mi corazón latió deprisa. Alguien profundamente dormido se había despertado. El chico. Caminé despacio y en sigilo hacia el pasillo para esperar, para observar.

En unos momentos se reanudaron las vibraciones del sueño. Caminé con sigilo por el pasillo y abrí la puerta del primer dormitorio.

Mechones rubios ensortijados en los extremos, derramados sobre la almohada. Una niña de cuatro, tal vez cinco años, dormía con la boca abierta, sus labios eran como pequeños pétalos rosados y húmedos, su respiración dulce sobre la almohada. Le acaricié la satinada mejilla. Estaba tan caliente. Era tan tierna y firme, dormía tan plácida y segura, tan feliz y despreocupada. De repente me fallaron las rodillas. Estaba agotada. Ansiaba dormir el sueño tranquilo de los niños. Me incliné a su lado, para llenar las ventanas de mi nariz con el aroma de la juventud, para oler su pureza. La niña movió sus piernecitas de muñeca bajo las sabanas, froté su cara con una mano y ella abrió los ojos.

Se sorprendió de ver mi rostro tan cerca del suyo, luego sonrió, la sonrisa de un ángel, mientras el sueño aún le enturbiaba el cerebro. Le dirigí una canción de cuna —la más dulce que se haya escuchado nunca y observé como se le caían los párpados y finalmente se le cerraban, y la sonrisa se desvaneció a medida que su respiración recuperaba la honda regularidad del sueño de los niños. Le acaricié el pelo un momento, sus mechones finos y dorados, luego me di media vuelta. Tenía mucho que explorar y disponía de poco tiempo.

La siguiente habitación había sido mi dormitorio. La puerta estaba cerrada. Giré cuidadosamente el picaporte y abrí la puerta. El suelo estaba lleno de juguetes y ropas; estanterías de libros se alineaban en todas las paredes. Ante mí quedaban unas literas de hierro, la litera de abajo estaba llena de trastos, en la de arriba dormía un niño.

Sorteé el desorden para llegar hasta el chico. Era mucho mayor que su hermana: doce, quizá trece años. Se había bajado las sucias y empapadas sábanas hasta la cintura, la piel de su espalda, fina y blanca como la leche, se hallaba desnuda, esperando que la tocaran, que la acariciaran. Un mechón de cabello castaño claro le caía gallardamente sobre la frente, los pesados párpados descansaban apaciblemente sobre las mejillas que se encontraban en plena transición de la regordeta niñez a la delicadeza de la adolescencia.

Interpreté una música bajita para él. Nada más empezar él se relajó, hundiéndose más en el colchón. Había estado en un tris de despertarse. Deslicé un dedo sobre su espalda, tan tierna, cosquilleándole, sintiendo la fresca suavidad de la piel. Le peiné el cabello de la cara y dibujé una ceja, una mejilla con el dedo. Me recordó a alguien. Toqué el puente de su nariz, le rocé los labios, una y otra vez, separándoselos, sintiendo sus dientes delanteros con la yema del dedo. Aumenté la música. ¿A quién me recordaba? Le abrí los labios y le miré los dientes. Tenía los dos incisivos algo ladeados, observé la curva de la mejilla y los labios carnosos, y entonces lo supe. Retrocedí, la música cambió y recuperé pronto el control antes de que él despertara, antes de que se despertaran todos. Me recordaba a Boyd, me recordaba tanto a Boyd que estaba segura de que si ese chico abría los ojos en aquel preciso instante, tendría una mancha marrón oscura sobre la pupila de un ojo.

Que tontería, Angelina, me dije burlándome de mí misma y, apaciguando al niño otra vez con mi música, me encaramé a la litera de arriba, asustándome cuando crujió. Le besé en el cuello y olí la maduración de su virilidad. Era un olor delicioso y dejé la nariz en la cavidad que se formaba entre el hombro y el cuello durante un buen rato, sin atreverme a probarlo.

Noté como la noche languidecía. Sobreviviría sin alimentarme una noche, pero no sobreviviría sin resguardarme del día. Dejé al niño a regañadientes, totalmente complacida porque dos niños perfectos durmieran en mi nuevo hogar.

Cerré la puerta y crucé el vestíbulo. El dormitorio principal. La habitación de los padres. Me detuve a examinar el papel pintado. Mi mancha de sangre aún estaba allí, no era más que una manchita sucia, pero ahí estaba. Recordé esa noche con tanta nitidez como si hubiera sucedido esa misma vigilia. ¿Habría sido la mancha de sangre la que me había atraído hasta esa casa?

La puerta estaba cerrada. La abrí despacio y entré.

La mujer dormía desnuda, la sábana y la manta estaban tensas alrededor de su marido, lo cual apenas permitía cubrirle a ella una pierna y un brazo. Tenía un cuerpo delgado y en forma, su cabello era de un tono cobrizo, mucho más claro que el vello con rastros de semen de su entrepierna. El olor a sexo aún flotaba pesadamente en el aire. El marido, de pelo oscuro, grasiento, rizado y barba negra e hirsuta adornando sus amplias mandíbulas, dormía ruidosamente y vestía un pijama a rayas.

La mujer era hermosa, tan hermosa como sus hijos. Me acerqué a su lado de la cama e interpreté la música para ella, mientras la acariciaba tiernamente. Acaricié partes de una mujer que no había tocado nunca, que no había visto nunca. La vi a través de los ojos de la eternidad. Acaricié su carne, absorbiendo la calidez, como si viera su cuerpo madurar y envejecer ante mis ojos. Cuidadosamente le hice cosquillas, la pellizqué y la penetré y, a pesar de mí, la música cambió y ella empezó a reaccionar.

Sabía que pisaba terreno peligroso, pero sentí que esa noche había excitado mi naturaleza más allá del límite de lo razonable y deseaba su reacción, y tragué la saliva que amenazaba con desbordarse.

Y entonces oí la voz. Esta vez era mi propia voz, clara y dulce: «Angelina empieza a despuntar el alba». Era cierto, podía ver mi propia sombra sobre la suya al tiempo que el cielo empezaba a aclarar.

Me retiré con reticencia, la besé levemente en el pecho y prometí regresar. Bajé la escalera con pasos ligeros, estaba perdiendo la conciencia, deseaba disponer de un minuto y otro más. Me maldije por haber sido tan estúpida y me arrastré bajo la escalera con la suciedad y el polvo y los secos esqueletos de insectos. Me tumbé y me quedé dormida.

SONJA HARDESTY: Todo es culpa mía. Oh Dios, sabía que estaba allí abajo en el sótano, lo sabía. Lo sentía. Casi… casi la vi.

Muy bien. Desde el principio. Justo cuando empezaron a producirse aquellos asesinatos, empecé a tener esos sueños eróticos. También mi marido, pero no tanto como yo.

Pensé que estaba atravesando una especie de etapa de identidad sexual. Al menos esperaba que así fuera… y sin embargo, pensé que podía tratarse de algo más, algo real, una fuerza física que me hacía algo a última hora de la noche, mientras yo dormía. Estaba tan asustada… me habría sentado junto al lecho de Amy durante horas y me preguntaba si era lo suficientemente real como para afectarle a ella y a Will, y no obstante esperaba que no fuera más que yo misma, una etapa por la que estaba atravesando, una crisis de mitad de la vida o algo parecido.

Pero todo el rato me burlaba de mí misma, porque sabía que eso… sentía a eso en el sótano.

Y no me sorprendí de que todas aquellas cosas sexuales siguieran produciéndose, noche tras noche, y todo el tiempo que en Wilton estaban sucediendo aquellas horribles cosas, que las puertas estaban cerradas con llave y todo el mundo estaba tan asustado… empecé a dudar de mí misma. Pensé que tal vez acababa de descubrir que yo era, ya sabe, una de esas personas que se excitan con los horribles crímenes que suceden en el vecindario

Sea como fuere, estaba tan aterrorizada que hice como si no fuera cierto. Deseaba creer que eran imaginaciones mías… prefería creer que yo era una pervertida antes de pensar seriamente en que el asesino estaba en mi sótano, de modo que nunca dije nada a nadie.

Vaya madre, ¿eh?

Oh Dios, lo peor es que pensé que si hablaba de esto con alguien, se acabaría y algo en mi interior no deseaba que acabara. Pensé que puesto que era ya una mujer de mediana edad y habiendo tenido dos niños, ese tipo de sexo se había acabado, bueno, no verdaderamente acabado, pero no lo que solía ser y eso era tan… tierno, casi amoroso. Me asustaba y me confortaba a la vez. Suena raro cuando lo digo.

Así que, ya ve, apenas pensaba en lo que no podía sucederle a Will, o… o a Amy… Dios, no puedo creer que esté diciendo esto.