Mis opciones me superaban. Conduje agarrada firmemente al volante, escuchando la charla de Jack mientras intentaba desentrañar mis nuevos sentimientos. Ese nuevo conjunto de herramientas venía con un nuevo conjunto de emociones, no necesariamente conflictivas pero sí confusas. No sabía adonde llevarlo ni cómo acercarme a él. Las ventanillas de mis narices se llenaban de sus latidos y me apremiaba el apetito, pero no podía tomar una decisión.
Por fin, la frustración hizo salir lo mejor de mí, de modo que le drogué con la música: al caer dormido yo podría pensar, mientras avanzábamos a través de la noche. Ella siempre me había proporcionado las respuestas. ¿No tenía yo Su imaginación?
Eché un vistazo a Jack, cabeceaba plácidamente con los ojos cerrados. Una sonrisa le adornaba las comisuras de la boca. Era tan fácil de manipular, tan frágil. Era tan hermoso, tan accesible y estaba tan solo.
La pasión me decía que detuviera el coche allí mismo y que dispusiera de él a mi modo, que le amara y me nutriera, cediendo a la violencia necesaria, brutalmente mezclada con el placer. La razón me decía que esperara, que anhelara, que prolongara el momento, que aprendiera a controlarme. Sin práctica, mis métodos siempre serían nidos y vulgares.
Necesitaba detenerme, necesitaba un lugar donde tomar a mi amante. De repente tuve una idea y la idea me hizo sonreír al percatarme de que yo disponía del poder para hacer lo imposible: podía crear un lugar en su imaginación.
Me desvié a una oscura área de descanso y aparqué el coche en el rincón más apartado. En mitad del aparcamiento había un edificio con servicios, teléfonos y fuentes para beber. Detrás no había más que un campo liso y vacío, por lo que pude comprobar con los faros. Los apague y la luna me devolvía mis sensaciones.
—Jack.
Le toqué en el brazo, notando con disgusto el alto contenido en fibra artificial de sus ropas, deseando desesperadamente que mis dedos sólo hubieran tocado y no agarrado, y alteré la música hasta que se despertó.
Volvió sus ojos somnolientos hacia mí, parpadeó un par de veces y se frotó la cara.
—¿Dónde estamos? Hey, debo de haberme dormido. No tenía idea de lo cansado que estaba. Soy una horrible compañía, ¿eh? Lo siento. Dime, ¿dónde estamos?
—Estamos en mi casa de veraneo, Jack. Pensé que a los dos nos vendría bien dormir un poco. Mañana volveremos a la carretera y te llevaré hasta la universidad.
Me miró intensamente a los ojos y por un instante temí que me descubriera, que pudiera leer la mentira escrita en mi alma. Temí que pudiera ver el rostro de Rosemary en mi técnica de seducción. Para defenderme, encendí la música y su mirada inquisidora desapareció.
—Fantástico —dijo, luego se volvió para sacar sus cosas.
—Déjalas. Enviaré a un hombre a buscarlas.
—Vale.
Ambos salimos del coche al mismo tiempo e inicié una sinfonía para él. La música consistía en un nuevo sentido para mí, una nueva habilidad. Podía componer e interpretar sin más concentración que la requerida para ver, hablar y charlar al mismo tiempo. Jack se dio la vuelta hacia el campo vacío, sus ojos vagaron por la mansión imaginaria que yo había construido y exclamó:
—Uau.
—Vamos —le dije—. Entremos.
Y lo llevé al campo.
Abrí para nosotros una puerta de madera labrada y le conduje a través de un exquisito vestíbulo. El mobiliario era macizo y oscuro. Muebles de madera tallada, tapices antiguos, cortinas de terciopelo y grandes retratos absorbían la tenue luz de las arañas de luces de cristal. Yo misma me maravillé de mi propia imaginación y le envolví más y más en la música para que no notara que los retratos carecían de rasgos. La alfombra era suntuosa de color rojo sangre y subimos juntos las escaleras, yo le precedía, ambos deslizábamos los dedos por la suave y pulimentada barandilla. Jack se había quedado sin habla y cuando me volví para mirarlo, sus ojos abiertos y maravillados ante la opulencia me llenaron de alegría.
Alentada por mi éxito, creé mi dormitorio con detalles aún más lujosos. La cama era pequeña, íntima, cubierta de terciopelo. Estanterías llenas de gruesos volúmenes se alineaban en las paredes. Lámparas antiguas derramaban luces bajas por todas partes. Barnizadas sillas de cuero negro rodeaban una mesilla de café de mármol y una barra provista de líquidos en botellas de cristal aguardaba convenientemente en un rincón.
—¿Es éste tu dormitorio? —preguntó él, y vi arder la admiración en sus ojos, una admiración que alimentaba el deseo, el deseo que siempre suscitan los poderosos, los ricos.
—Sí —le respondí y él me atrajo hacia sí y me abrazó.
Su olor hizo que se me cayera la saliva, que formó una mancha de espuma blanca en la alfombra.
—Vamos.
Me aparté de él y lo llevé de la mano hasta la cama, apagando las luces en el camino; nuestros ojos no cesaban de mirarse en un momento realmente romántico y mágico.
—No puedo creerlo —dijo él—. Es como un sueño.
Dudé en aumentar o reducir la música; repentinamente preocupada porque yo no tenía la suficiente experiencia como para mantener tan lujosa ilusión, y por un instante toda la estructura se tambaleó bajo mi duda. Sentí que la cama temblaba bajo mi indecisión. Entonces, a medida que recuperaba la confianza, la cama iba ganando solidez y Jack se inclinó sobre mí, traspasado por mis ojos y por mi poder. Sus dientes brillaron a la luz de la luna cuando una sonrisa de pasión abrió sus labios.
—Eres hermosa —me dijo, y supe que no lo había sedado del todo.
Me lamió el cuello y bajó su lengua hacia mis pechos mientras me desabrochaba la blusa, y el olor de su excitación era sobrecogedor, enloquecedor. Su pulso latía fuertemente en la habitación. Yo sabía que tenía que poseerlo o perdería el control, y eso significaría perderlo todo.
Lo empujé hacia atrás y le desabroché la camisa. Jack seguía mirándome.
—Mira qué pechos. Nunca había visto pechos iguales. Son tan… son tan fríos y blancos. Mira qué blanca es tu piel. —Me cogió un pezón entre los dedos y empezó a acariciarlo—. Hasta tus pezones son casi blancos. —Me miró a la cara—. Y tus labios. Tus labios…
Lo tumbé delicadamente y me quité los pantalones. Me puse a horcajadas sobre su pecho desnudo, sintiendo el calor de su cuerpo empapar incesantemente mis piernas hambrientas de calor.
Me agarré a su cabello con ambas manos y alcé la música hacia una elevación orgásmica, observando su cara, amándolo tan vehementemente que pensé en dejar la música así para siempre y cuando cerró los ojos, le clavé los dientes en el cuello, mordí la arteria y absorbí.
Mientras su cálida sangre me llenaba el estómago, yo lo conocí. Mientras su sangre se confundía con la mía, empecé a poseer sus experiencias, sus pensamientos, sus deseos, sus aspiraciones. Las imágenes cruzaban por mi mente mientras a Jack se le iba la vida y yo lo conocí, desde el día de su nacimiento, yo lo conocí, por completo.
Cuando llegó el estertor último y la muerte aferró su jaula en lo hondo de su pecho, me detuve y le besé en la cara, la frente, la nariz, los labios. Me senté sobre su pecho y me abroché la blusa, luego sacudí los hierbajos de mis pantalones y me los volví a poner.
De nuevo en el coche tiré su letrero y sus dos bolsas en el contenedor de basura. Luego me senté al volante, tratando de digerir mi experiencia. Era increíble. Quién había de creer que el amor podía despertar sentimientos como ésos, pasiones tan desesperadas saciadas tan minuciosamente.
Esperé, meditando, entreteniéndome, disfrutando de los últimos rescoldos y luego me puse en marcha, satisfecha, cómoda, otra vez hacia Wilton. Y mientras conducía, ideas y recuerdos que habían sido de Jack empezaron a estimular mi conciencia. Al cabo de un rato, estaba colmada de sus ideas, sus impresiones, sus ambiciones, sus propias pasiones. Hasta sus pensamientos sobre mí eran ahora míos para examinarlos. No tenía ni idea de que sucedería esto, de que llegaría a conocer a mis víctimas tan bien que conocería a sus familias y me apenaría con ellas al descubrir su pérdida.
Pero yo le había dado la vida eterna dentro de mí.
La noche era cerrada y conducía deprisa, más deprisa de lo prudencial, pero había pocos coches en la carretera. La cara de Jack se materializó aún más grande en mi mente, fragmentos de conversaciones que había mantenido con su padre, sobre la escuela de medicina, sobre la obtención del título y marcharse a África y al Sudeste asiático para ayudar; con su novia, con la que había hecho el amor por primera vez la Nochebuena pasada… la Nochebuena en que yo había asesinado a Joshua ante el escaparate de su tienda. Los triunfos deportivos de Jack, su pulcritud, su idealismo, todo eso constituía un recordatorio de la venenosa bestia en la que me había convertido y yo tenía que desembarazarme de ellos, de todos, desembarazarme antes de que me volviera loca.
Supuse que debía de existir un modo de no pensar en él, y en cuanto lo pensé, se me ocurrió también la respuesta.
Volver a matar.
Me desvié por la próxima salida de la autopista y aminoré la marcha, conduciendo automáticamente como si siguiera un indicador de dirección, hacia el barrio más cutre de la ciudad.
Allí encontré a un borrachín, sólo un borrachín, sentado junto al poste de una farola, con los pies sobre una tubería y una bolsa de papel marrón sujeta por un grasiento guante. He aquí una persona sin aspiraciones —pensé—, he aquí una persona que no me despertará ningún sentimiento de culpa. He aquí un desecho de la humanidad, sin el cual el mundo estará mejor.
Abrí la puerta del coche y empecé a interpretar una música para él. Dejó la botella en la tubería y se acercó al coche tambaleándose. El pestazo era mareante, pero sabía que tenía que hacerlo o me cegaría la rabia interior. Se sentó a mi lado, extasiado, y yo me incliné sobre su repugnante regazo para cerrar la puerta, luego lo conduje hacia un distrito lleno de almacenes, asegurándome de que estuviera desierto a esa hora.
Aparqué detrás de un bulldozer y, con una impaciencia que superaba cualquier precaución, corrí alrededor del coche y abrí la puerta del borracho. Lo derribé al suelo y me aferré a su cuello, chupando furiosamente, desgarrándole cuando la sangre no salía lo bastante rápido como para borrar el eco de los recuerdos de Jack. La sangre estaba envenenada, el vagabundo estaba mortalmente enfermo de algo, además de su adicción a la bebida y supe que más tarde yo también enfermaría, pero por ahora aún quedaba sangre y mastiqué y mastiqué, sintiendo que su espíritu se debilitaba y su cuerpo se abandonaba al fantasma.
Me senté, jadeante por el ejercicio, oliendo sus asquerosas ropas mezcladas con el calor aceitoso del motor y el alquitrán de aquel lugar en construcción, y en una náusea gigantesca vomité todo lo que había bebido en un chorro que salpicó la puerta del coche y formó un charco junto al hombre muerto.
Me puse en pie, mareada y enfebrecida y me apoyé contra el coche. Me había equivocado. El deshecho de carne que se pudría a mis pies había sido antaño C. Wakefield Caldwell, ejecutivo de una corporación, un millonario, un filántropo, padre, marido e hijo de una orgullosa familia… hasta que la enfermedad de la bebida se adueñó de su alma, mucho antes de que yo me adueñase de su cuerpo. Sus aspiraciones eran de otro tipo que las de Jack, pero no menos carentes de convicción y altruismo. Su sufrimiento me llenó de dolor. Él era incapaz de dejar la bebida. Era adicto al alcohol, a pesar de que había destruido hasta la última fibra de su ser. Vio como su familia le perdía el respeto y le abandonaba. Vio como se derrumbaba su imperio. Había visto desaparecer bajo sus pies el último pedazo de alfombra cuando su madre cambió la cerradura de su apartamento. Sabía muy bien lo que había sido cuando hurgaba en el baúl de ropa gratuita del Ejército de Salvación y vendía los harapos a cambio de vino.
La voz de Jack volvió a deslizarse furtivamente para unirse con la de Joshua y la de Sarah y la de los demás. Música de fondo.
Ahora tenía a C. Wakefield Caldwell por compañía.
La espera era la parte más dura. Jesús, ella se nos escabullía cada vez. Parecía una profesional. Parecía conocer todas las estratagemas, pero lo que debía hacer para no dejar absolutamente ningún rastro solo, su paradero, ni pistas sobre su dirección. No podía creer que fuera tan astuta, aunque tal vez lo era. Prefería pensar que había tenido suerte.
Fuera como fuese, me dio tiempo a meditar sobre ella. Y sobre mí mismo. No me gustaba pensar demasiado en mí, pero fantaseaba mucho sobre Angelina. Siempre intentaba situarla mentalmente y provocar algún destello de intuición o algo lo bastante sólido como para encaminar la búsqueda en alguna dirección. El resultado fue que mi imaginación me condujo a reinos bastante extraños. A un territorio más oscuro que cualquier bosque que hubiera pisado jamás; esa concesión era más amedrentadora, más perversa, más peligrosa de lo que yo podía imaginar.
Pero intentar meterme en la mente de Angelina era lo peor. Siempre tratas de anticiparte a las intenciones del animal —¿saldrá a campo abierto, buscará agua o se ocultará bajo tierra?—, y para hacerlo con alguna precisión debes saber un poco sobre la especie.
Yo no sabía nada de Angelina, sólo lo que imaginaba en mi cabeza. A veces era preciso, pero la mayoría no era así. Sin embargo, lo peor era cuando tenía que admitir que disfrutaba con mis propias escabrosas meditaciones, en las que trataba de pensar como ella, intentaba ser ella, adivinar qué pensaba ella, a dónde iría, cómo evolucionaría su enfermedad.
Lo dejé todo por ella. Todo. Familia, amigos, empleo, todo. Por ella. Ella y aquellas escabrosas meditaciones.