Me descubrí a mí misma exigiendo tiempo, tiempo para acostumbrarme a mis nuevas propiedades, mis nuevos dones. También necesitaba dinero en metálico.
Hurgué en la cómoda de Sarah y descubrí un sobre con la palabra «Alquiler». Contenía cien dólares. Había otros diez en su bolso, que cogí sin remordimiento. El dinero era algo mundano. Sarah ya no lo iba a necesitar. Cogí prestado el coche, me dirigí a un pequeño motel a varios kilómetros de Red Creek y me inscribí, pidiendo una habitación trasera.
Envié una carta de explicación al banco de Wilton, dando como dirección actual la del motel. Por correo certificado me enviarían, dado mi requerimiento, un talón de caja.
La semana que pasé esperando mi dinero, también la dediqué regulándome. Había adquirido algunos talentos indómitos, el más espectacular era el uso de la música. Sin embargo, el tremendo don de la música no era nada comparado a la inmensa confusión que me producía. Preguntas y respuestas, desemparejadas y abstractas, dando vueltas en mi cabeza como la colada en la secadora. Uniría una respuesta a una pregunta al vuelo, creando una pregunta compuesta, obligándome a atrapar otra respuesta que refutase la primera, ocultando la pregunta y convirtiendo mi mente consciente en un gran bol de tallarines, preguntas y respuestas liadas unas con otras, sin principio ni fin.
¿Era rara de nacimiento o había adquirido mis rarezas? ¿Eran los demás como yo? ¿Eran mis rarezas perversiones de la personalidad o era una influencia externa la que me controlaba, como una vez pensé que hacía Ella? Y si descubría esa influencia, ¿me arrasaría en un momento de extrema hostilidad y se convertiría en parte de mí, permitiéndome descubrir que aún existía otra influencia, más importante, más oculta, más amenazadora? ¿Me hallaba yo en el centro de una grotesca mascarada que iría revelando las capas del ser a medida que yo madurase? ¿Tenía una enfermedad o un don? ¿Era universal la música? ¿Podían oírla los demás? ¿Podían controlarla tal como yo hacía?
Cómo ansiaba los sencillos interrogantes de la adolescencia, las preguntas de «¿por qué yo?». Ahora parecía que una sensación de eternidad ocultaba mi pensamiento, expandiendo las ideas más sencillas en una compleja procesión de contraataques y estrategias.
¿Podía yo cambiar el futuro? ¿Podía yo cambiar el pasado?
Durante cinco noches me senté en la habitación del motel y medité sobre los interrogantes. Durante cinco noches escuché mi música interior, la subí, la bajé, la encendí, la apagué, cambié el tempo y estudié los efectos. Eso borró el dolor de mis piernas. El bastón era aún una necesidad, y aunque mis piernas no estaban curadas —estaban débiles y me molestaban—, ya no me dolían.
Trabajé en la música, sintonicé sus variaciones a cada minuto y disfruté de los drásticos cambios que podía imprimir en la habitación con las más ligeras alteraciones de tono o motivo. Mientras trabajaba empecé a descubrir confianza en mí misma, una confianza que siempre había asociado con la sabiduría. Me sentía segura de que podía enfrentarme a la situación más delicada de la vida, podía hacer brotar la música apropiada en el momento crucial.
Alterar el humor de una habitación llena de gente siempre había sido un talento, pero yo lo hacía a ciegas, por instinto. Ahora tenía herramientas, erudición y una técnica científica. El conocimiento me calmó.
Cuando llegó el sobre del banco, simplemente dejé sonar una delicada bruma de melodía bajo el oído del empleado y alegremente me dio el cheque en metálico.
Pagué la cuenta del motel, me compré algunas ropas, pues había perdido la mochila en el episodio del contenedor de pintura y llené de gasolina el depósito del coche de Sarah.
La tarde siguiente abandoné Nuevo México para siempre, siguiendo la llamada del norte. Conducía hacia Pennsylvania, de regreso a Wilton, de vuelta hacia mis raíces, de vuelta al suelo helado de mi nacimiento.
La libertad era algo distinto tras el volante de un coche. Yo era independiente y la independencia se sentía como una responsabilidad.
Los faros alumbraban la autopista desierta que se extendía ante mí y pronto me acostumbré a los destellos del constante tráfico que circulaba en dirección contraria. Los neumáticos producían sobre la carretera su propia música, monótona, grave, depresiva.
Entonces algo en la cuneta captó mi atención. Un autoestopista. Compañía. Se me avivó la curiosidad a medida que frenaban las ruedas.
Abrió la puerta de atrás y se metió dentro. Un chico, sucio, apestoso, ofensivo desde el primer momento. Eso no era lo que yo consideraba compañía, pero quizá… Lo flagelé con un hiriente haz de notas autoritarias y él volvió a abrir la puerta y salió. Luego envié una seductora cancioncilla y él dio media vuelta y abrió la puerta delantera. Era tan simple de manipular. Tan simple. No era de mi agrado, pero habría otros. Hice que cerrara la puerta, luego la abrió y la volvió a cerrar, sin entrar, luego hice que girara alrededor, se tocara la punta de los pies, girara una y otra vez y lo observé danzar al son de mi música. Tiré de los hilos de la marioneta hasta que empecé a reírme, luego reanudé la marcha, alerta, vigilante ante las posibilidades que pudieran surgir en mi viaje a Wilton.
Conduje respetando el límite de velocidad hasta Texas, donde vi al siguiente autoestopista, pero no pude detenerme. Se acercaba la mañana y debía encontrar un lugar para dormir.
Salí de la autopista y conduje despacio, dejando atrás estaciones de servicio y panaderías abiertas. Precisamente en esa pequeña ciudad había un bulevar con una hilera de supermercados y las luces de aparcamiento iluminaban kilómetros de asfalto desierto, cruzado por las líneas delimitadoras de los espacios del aparcamiento. Aparqué en un rincón discreto.
El ruido del primer tráfico de la mañana aumentaba mientras yo me senté allí unos momentos. Pronto llegaría el reparto a los mercados, luego acudirían los compradores y el aparcamiento se llenaría de bullicio y actividad. Sonreí. Algún gordo cliente dejaría a sus niños, limpios, sanos, pequeños bebés suculentos descuidados en el coche, aparcado inocentemente al lado del mío. La idea me resultaba particularmente agradable. Reconfortante.
Abrí el amplio maletero del coche de Sarah y saqué papeles, juguetes y las zapatillas de tenis de talla infantil de Samuel. Un coche grande tiene muchas ventajas. Extendí la manta que había cogido del motel, tapando las pequeñas acumulaciones de basura, luego desaté un cordón de uno de los zapatitos de Samuel y me metí dentro. Até un extremo del cordón a través de dos agujeros de la portezuela del maletero y el otro en la manecilla, luego lo bajé sin que se cerrara, sólo lo bastante como para que pareciera cerrado.
Me tumbé a mis anchas, con la cabeza y un hombro en la leve montaña del fondo. Era fantástico. Más amplio que el armario, más íntimo que la habitación del motel. Era cerrado, cálido, seguro. Olía a goma, autopista, polvo de la carretera y a grasa de eje. Relajé los músculos, me acomodé y empecé a hacer música. Interpreté la música que rodeaba el coche, para evitar que manos amantes de lo ajeno lo robasen, manos curiosas lo tocaran, manos serviciales cerraran el maletero. Interpreté la música hasta que el coche casi oscilaba con las vibraciones y luego la oscuridad se retiró y con ella también mi conciencia.
Cuando me desperté, lo hice bruscamente. Los ojos abiertos de golpe y los sentidos completamente alerta, preparados, listos. Escuché la actividad a mi alrededor. Carritos traqueteando sobre sus ruedas destartaladas, portazos de los coches, llantos de niños, una botella rota.
Busqué el bastón, lo sostuve contra mi pecho, palpé el frío lagarto de bronce, palpé cada una de las escamas esculpidas, la larga y grácil cola ondulada, la fina garganta, los ojillos de bronce. Pasé los dedos sobre el liso y pulido fuste de madera y lo oí cantar, como el borde de una copa de vino cuando se acaricia con un dedo húmedo. Oí los acordes de la textura de la madera. Bien. Las cosas a mi alrededor tenían su propia música. Tenía mucho que aprender. Tardaría algún tiempo en percatarme de las ventajas de mezclar mi personalidad con la Suya.
Muy despacio, con dificultad y torpeza salí del maletero y cerré la portezuela. Me di la vuelta y sorprendí a tres señoras mirándome, las tranquilicé una a una y sus ojos dejaron de centellear, sus rostros se ablandaron y prosiguieron sus quehaceres.
Puse en marcha el coche y lo incorporé al marasmo de tráfico vespertino, recordando con notable claridad el mapa que había estudiado en el motel. Sentía una gran necesidad de Pennsylvania. También noté que Boyd ya estaba con Sarah, y no malgastaría el tiempo en su empresa.
Acababa de acelerar el coche cuando los faros iluminaron a una pareja, un hombre y una mujer, de pie a un lado de la carretera. Pasé de largo mientras tomaba una decisión, luego me desvié hacia la cuneta. Ambos corrieron hacia mí, iluminados por el halo de los faros traseros. El hombre abrió la puerta y miró al interior. Al hacerlo, sonó un terrible estruendo producido por el tráfico de la autopista y la mujer empezó a bailar alrededor, desgañitándose. Automáticamente lancé una música para que se calmaran, pero el ruido persistió cada vez mayor, y un garito amarillo, con el pelo erizado, salió de entre el abrigo de la mujer y bailó, erguido, de puntillas sobre el asfalto.
—¡Dios! —dijo la mujer—. ¡Me ha hecho trizas el pecho!
Y del abrigo sacó una mano ensangrentada. El gato continuó resoplando y rabiando, erizado y frenético. Intenté calmarlo con música, pero no dio resultado. Intenté aportar un asomo de razón a la alborotada escena que acontecía al otro lado de la puerta abierta, pero la mujer gritaba y el hombre se debatía entre su lealtad hacia el gato y hacia la mujer. Mis mensajes eran confusos y no podía hacer nada en esa situación. Al ver la sangre de la mujer se me puso la piel de gallina y me rendí impotente ante la diversidad de emociones que se arremolinaban al otro lado de la puerta del coche.
Pisé el acelerador, la puerta se cerró sola, dejándolos plantados en el frío, solucionando sus problemas. Mis emociones daban vueltas debido a la confusión, me dolían las piernas, me latía rápido el corazón y las manos se me quedaban tiesas de frío al volante.
Limitaciones. Había limitaciones.
Aspiré dos profundas bocanadas de aire y regeneré mi entorno. Calmé el dolor, alivié el frío y asenté el estómago. No podía permitirme que otra situación me turbara de tal modo.
Pero la sangre en la mano de la mujer… La sangre de su mano…
La noche era joven y yo era una amante.
Me asaltaron pensamientos sobre Pennsylvania mientras frenaba el coche y mantenía los ojos bien abiertos en busca de personas solitarias en la autopista.
Ahí estaba. Justo ante mí. Volví a sentir confianza y seguridad con intenso alivio. Era un hombre joven. Un estudiante que sostenía un letrero que decía: «Princeton». Estaba bien afeitado y tenía los dientes blancos. No podía creer en mi buena suerte. Lo amé inmediatamente.
El muchacho arrojó el cartel, una maleta y una mochila al asiento trasero del coche de Sarah y luego subió a mi lado. Olía a jabón, olía a cordialidad, olía a vida. Le rodeé de amistad y bienestar. Él respondió con entusiasmo.
—Hola. Me llamo Jack. Jo, me alegro de que pararas. Hace un frío de mil demonios ahí afuera.
—Sí —dije yo—. Sí que lo hace.
—Jo, también aquí hace frío. ¿Puedes poner un poco la calefacción?
Se frotó las manos y se las calentó con aliento.
Inmediatamente puse música, calentándole por dentro en lugar de por fuera.
—Eso está mejor. Gracias. Dime, ¿a dónde vas? Yo regreso a la universidad. Se me han acabado las vacaciones de Navidad, ya es hora de empezar el nuevo semestre. Estoy estudiando antropología. Oye, bonito coche. ¿Eres de Texas?
Su vitalidad me pilló totalmente desprevenida. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado tan cerca de alguien tan vital. Su esencia joven, viril, animal, ponía mis sentidos al máximo. Debía tener cuidado. Podía hipnotizarlo para que me obedeciera ciegamente, como las señoras del supermercado, pero eso sería un desperdicio de juventud y vitalidad, y por tanto una vergüenza. Era mejor encontrar el equilibrio entre el deseo y el temor, por un lado, y el entusiasmo y la voracidad, por el otro. Sería una empresa delicada, que requeriría una meticulosa concentración. Confié en que mis habilidades estuvieran premiadas para ello.
—No —dije—. Soy de Pennsylvania.
Me sonrió y yo asentí, anticipando un largo viaje en una atmósfera agradable, y me estremecí por dentro, para el placer de ambos.
Me puse malo al ver lo que le había hecho a esa señora en el armario. En realidad nunca antes había estado en la escena de uno de los crímenes de Angelina.
Se nos volvió a escabullir, de modo que dispuse de un montón de tiempo para meditar sobre ello. Un montón de tiempo para pensar en ella.
¿Cómo podía hacerlo? ¿Por qué no paraba? Sentí que Angelina creía que no podía dejarlo, pero siempre tenemos una oportunidad, ¿no es así? Creo que siempre tenemos una alternativa, ¿o no? ¿O no?
A menos que llegue un momento en que se nos nieguen las oportunidades y ya no tengamos ninguna.
Mi oportunidad desapareció cuando sentí a Angelina como a un animal herido, que debía ser cazado antes de que… antes de que… No sé, tenía la obligación moral de frenarla, porque ésas son las reglas del juego que yo practico.
¿Por qué reglas se regía ella? Y ¿cuándo perdió su oportunidad?