Fijé los ojos en las estrellas y me concentré en respirar hondo. Cada giro de la camioneta coincidía con el mapa mental que conservaba de la carretera y una pequeña sonrisa empezó a cuajar en la comisura de mis labios. Ya me sentía libre, pero la libertad no procedía de separarse de lo que era real, era abrazar aquello que tenía valor. Sarah poseía consistencia, los sentimientos reales de una mujer, una mujer completa, una mujer cordial. Ella me acariciaría y yo también descubriría aquellos sentimientos inexplicables que me habían alejado todo este tiempo.
La camioneta se detuvo, tembló, protestó y se quedó quieta. Oí dos portazos y las dos jóvenes caras aparecieron ante mí por encima de la portezuela trasera.
—¿Te encuentras bien?
Yo asentí.
—Quietos. Parece que Sarah está en casa. Muy bien, la meteremos dentro.
Yo asentí, con lágrimas de alivio calientes y duras en el rostro y me quedé allí, esperando, anhelante.
Pronto oí pasos a lo largo del camino de gravilla y sonidos de conversación. Oí la voz de Sarah. Había sonado en mi mente hacía dos años, pero, de la continua repetición, había acumulado polvo, rayones y estaticidad, de modo que el sonido de mi recuerdo había perdido sus tonos más bellos. La voz de Sarah era profunda y agradable.
—No me imagino quién podrá ser —dijo ella y luego se asomó al improvisado lecho de la camioneta.
Empezaron a temblarme las piernas. Me apoyé sobre los codos, destellos de luz chocaban contra mi vista.
—Sarah —dije.
—Yo no… yo no sé quién eres —respondió Sarah—. ¿Eres una estudiante?
—No, no. Angelina Watson. Hace dos años… enferma junto a la carretera…
—Ah, sí, Angelina. Ya me acuerdo. Bueno, ¿qué es lo que quieres?
—Por favor. Necesito tu ayuda.
Ella suspiró y mi corazón dio un vuelco.
—Yo no puedo ayudarte, Angelina. Puedo ofrecerte un lecho hasta que te recuperes, pero no puedo ayudarte.
—Sí —susurré—. Sí puedes. Eres la única que puede.
Me derrumbé hacia atrás mientras los contornos de sus rostros empezaban a vibrar en sombras azules y grises, y a expandirse y contraerse con mi respiración. Me hallaba al límite de mis fuerzas.
—Por favor —cerré los ojos—. Por favor, compréndelo.
—Creemos que tal vez necesite ir al hospital, Sarah —dijo uno de los chicos—. La encontramos cuando acababa de salir de un contenedor lleno de latas de pintura.
—Vale. ¿Podéis meterla dentro, chicos?
—Claro.
La portezuela trasera se bajó entre destellos azules y yo me agarré al saco de dormir mientras ellos me sacaban del remolque de la camioneta. Luego me encontraba en brazos de alguien, con el bastón en la mano, y seguíamos a Sarah, mientras el mundo saltaba coléricamente a cada paso.
Ella sujetó la puerta abierta y su aroma levantaba globos lunares ante mis ojos a su paso.
Dentro, la casa estaba tal como la recordaba. Los colores quizá un poco más desvaídos, había montañas de tela alrededor, pero básicamente estaba igual. Un montón de luces parpadeantes en un rincón me hirieron la vista. Me retorcí de dolor y me percaté de que aquello era lo que esperaba encontrar en casa de Sarah: un árbol de Navidad.
—Venid. Ponedla en la cama.
La colcha radiaba colores anaranjados y rojos, y sentí que su dibujo me tatuaba la espalda. Aún me temblaban las piernas. Tenía frío y había empezado a tiritar. Sarah me tapó con una manta amarilla y salió de la habitación. La oí hablar con los muchachos, luego se cerraron las puertas y la camioneta rugió mientras bajaba por la carretera. Cuando Sarah regresó, trajo dos tazas de té caliente.
Con una mano amorosa tras mi cabeza, me ayudó a incorporarme para que echase un trago, luego me acomodó sobre una almohada. Se sentó en el borde del colchón y me miró con sus frescos ojos marrones mientras soplaba el humo de su taza.
No podía sostener su mirada.
—Angelina —dijo por fin—. ¿Qué estás haciendo?
—He venido aquí —logré decir—. Necesito tu ayuda.
—¿En qué?
—En…, no puedo… Necesito… Yo no… ¡Oh Dios!
Era incapaz de explicarme a través de la descripción, a través de la frustración, los años, la eternidad de experiencias fantásticas.
—Creo que necesitas dormir un poco. Hablaremos por la mañana.
—No, no, ahora, por favor, ahora.
—No, se está haciendo tarde. Esta noche aún tengo trabajo que hacer y mañana he de bailar. Tengo que dormir. Quédate aquí y yo dormiré en la cama de Samuel.
—¿Samuel? ¿Está aquí?
—Está con su padre —dijo con un destello de algo rojo que no acerté a identificar pero que distinguía perfectamente por la diferencia de tono de la conversación—. Buenas noches.
—Me alegro de volver a verte, Sarah.
—Eso es bonito —dijo ella y apagó la luz.
Permanecí tendida despierta, observando los dibujos de mis alucinaciones visuales danzar por el techo. Noté el frío y el vacío entumecimiento de todo mi cuerpo y aquel dolor de piernas que no cesaba. Me alegré de estar en la casita de Sarah, y aunque a ella no le agradara la idea, pronto le agradaría. Estaríamos bien juntas. Muy bien juntas.
A medida que avanzaba la noche me fui quedando dormida y soñé con el alba. Luego ya no tuve más sueños. Cuando me volví a despertar era la tarde siguiente y Sarah estaba frenética.
Antes de que mis ojos se abrieran por completo, Sarah había saltado sobre la cama y me sacudía por los hombros.
—¡Angelina! ¡Angelina! Despierta.
Yo intentaba desprenderme de ella con las manos, pero éstas tardaban en despertarse. Le hice un pequeño morado.
—Dios, pensé que estabas muerta. El doctor ha dicho que estabas en coma debido a los vapores de la pintura y que tal vez nunca despertaras.
Tardé un momento en comprender lo que me estaba diciendo.
—¿Doctor? —pregunté, con un raro sabor en la lengua.
—Está llamando a una ambu… ¡Espera!
Se puso en pie de un salto y fue a la otra habitación. La oí hablar excitada, luego ambos regresaron al dormitorio y se quedaron de pie mirándome. Parpadeé ante ellos, deseando despertar, despejarme, decir algo, si no importante, al menos inteligible. Me volvía a doler el cuerpo.
—Bueno, señorita, nos has dado un buen susto.
El doctor llevaba gruesas gafas negras una camisa a cuadros enrollada en los puños y tejanos. Su cabello negro empezaba a platear en las sienes.
—Lo siento —dije, luego me raspé la lengua contra los dientes, intentado localizar el sabor.
—Te traeré algo de beber.
Sarah miró al doctor en busca de su aprobación, luego desapareció.
—No todo el mundo se recupera de un envenenamiento tan tóxico como el que tú has padecido. Casi nadie se recupera sin alguna lesión cerebral. Me tomé la libertad de examinarte y debo decir que estoy muy sorprendido de que hayas sobrevivido.
Se sentó en el borde de la cama, adoptando una conducta confidencial. Yo iba recuperando la conciencia. Me hallaba desnuda debajo de las sábanas. Localicé el dolor en el brazo y me lo froté.
—Te he puesto una inyección para contrarrestar las toxinas. Ahora, Angelina, voy a hacerte una pregunta y quiero que me respondas la verdad, ¿vale?
Retrocedí ante ese hombre. Yo no le debía nada. No deseaba nada de él y sólo quería que se largara de la casa de Sarah para que pudiéramos hablar.
—¿Qué clase de drogas has tomado?
—No tomo drogas.
—Oh. Ya veo. —Se echó hacia atrás, pensando que yo mentía—. Bueno, creo que te controlaremos en el hospital durante un tiempo, sólo para asegurarnos de que estás bien. A veces las toxinas pueden tener efectos retardados.
—No quiero ir al hospital. Estoy bien.
—Discrepo.
—No me importa. No necesito ningún hospital ni a usted. Por favor, váyase.
Ahora estaba totalmente consciente y la idea de que ese hombre me examinara mientras yo estaba durmiendo me resultaba repulsiva, aunque creo que Sarah actuó de buena fe.
—Señorita…
—Angelina.
—Angelina, ha estado en coma las últimas… al menos doce horas…
—Dormida.
—¿Perdone?
—Dormida. Estaba dormida.
—Angelina, soy médico. Sé la diferencia.
—Entonces vuelva mañana. Yo duermo de día, todo el día, sólo es eso.
El doctor se quedó callado. Nos miramos a los ojos un momento. Luego se produjo un breve destello de… algo que le hizo temblar. Se produjo un sórdido reconocimiento entre nuestras almas. Él cogió su maletín negro, lo cerró, apretó la cerradura de bronce y se puso en pie. Bajó la vista hacia mí un momento, luego se dio media vuelta y salió de la habitación. El doctor y Sarah hablaron brevemente en la cocina, luego se cerró la puerta y se puso en marcha un coche.
Por fin. Sarah y yo estábamos solas. Y la noche era joven.
Me trajo té caliente, un plato de fruta fresca y galletas. Me bebí el té de un trago y ella se fue para rellenar la taza mientras yo olía una rodaja de manzana y una baya. No me apetecían.
—Ha dicho el doctor que tú no cooperabas y que él no podía hacer nada más.
—No es eso —dije mientras me bebía la segunda taza.
—¿Qué esperas que yo haga?
—No estoy segura. Necesito aprender de tu forma de ser. Necesito volverme sana, de mente y cuerpo, yo sé que tú puedes ayudarme a hacerlo.
—Oh, Angelina —dijo ella y dejó su taza de té—. Ni siquiera puedo ayudarme a mí misma en estos días. No me queda nada para dar.
Mientras enfocaba mis sentidos, podía ver que Sarah había engordado. Su cabello estaba deslucido y sucio, una anémica palidez había sustituido el lustre fresco de su tez. Mechones grises ensortijaban su cabellera y una red de arrugas le rodeaban los ojos.
—¿Qué es, Sarah? ¿Qué ha ocurrido?
—Muchas cosas. Demasiadas.
Se miró las manos y empezó tocarse la uñas.
—Cuéntamelo.
—El padre de Samuel vino de visita, descubrió que Samuel era obviamente su hijo, hizo cálculos para asegurarse, luego se llevó a Samuel. Estamos luchando en los tribunales. Gasté tanto dinero en abogados que me vi obligada a desempeñar dos empleos y no hice ninguno de los dos bien… estaba preocupada por Samuel. Me despidieron de ambos. Ahora no puedo pagar a los abogados y ya no quieren trabajar para mí. Samuel está en San Francisco y Victor dice que si lo quiero me tendré que mudar allí. Dice que no tenía derecho a ocultarle la existencia de su hijo. Cristo, apenas conocía a Victor. Fue sólo una aventura de una noche.
Las lágrimas asomaron por los ojos de Sarah y se derramaron por sus mejillas. Siguió en silencio arrancándose cutículas de los dedos.
Yo estaba anonadada.
Sarah se puso en pie de un salto y fue al cuarto de baño. La oí sonarse, luego dejó correr el grifo del lavabo. Cuando volvió, su cara estaba rosada por el agua y se había puesto crema en las cutículas.
—Bueno —dijo ella—. Ya basta de mi triste historia. Volvamos a ti. Lo primero que tienes que hacer es ser correcta con el doctor. Él sabe más que tú, Angelina.
—Él no sabe nada, Sarah. Yo no estaba en coma. Duermo durante el día y estoy despierta durante la noche. Eso es una de las cosas que necesito cambiar.
—Eso es fácil. Sólo tienes que cambiarlo.
Sarah no comprendía. No podía comprender. La miré, vi cómo había cambiado y me sentí reacia a hablar con ella. Ésa no era la Sarah que yo recordaba. Me vinieron a la mente las palabras de Rosemary. «Una balsa salvavidas. ¿Alguien que te salvará? Descubrirás que eso no funciona». Empezaba a estar asustada. Sarah tenía que ayudarme. Al menos tenía que intentarlo.
—No —dije—. No lo entiendes. Tengo miedo.
—¿De qué?
—De la luz.
Me froté la escasa carne del brazo en el que me habían puesto la inyección.
—¿Qué crees que sucedería?
—Bueno, la voz me dice que ya no puedo vivir a la luz y Ella parece estar en lo cierto. Al llegar el alba no logro permanecer despierta y, como puedes comprobar, no puedo despertarme hasta la noche.
—¿La voz?
—Creo que es el diablo. Una diablesa. Pero no estoy segura. Me obliga a hacer cosas terribles. Cosas terribles.
—¿Oyes voces?
—Oh, Sarah, no es lo que tú crees. Sé que parece una locura, pero no es como cuando los locos oyen voces que les dicen que hagan cosas… Mi voz…, sólo es una…, Ella más bien me invita a hacer cosas y cuando la complazco… cuando la complazco…
Dulces acordes musicales sonaron en mis oídos y el tenue dolor de mi brazo desapareció. Escuché un momento, como en trance. Había olvidado qué hermosa…
—¿Sí?
La voz de Sarah se interrumpió bruscamente. La música cesó. El dolor regresó, redoblado.
—¿Qué?
—¿La ves a ella?
—Oh, sí. Ella se me manifiesta de dos maneras. Una, como una niebla, evanescente y etérea, pero con sustancia. De la otra sólo veo la boca, los labios, la lengua y los dientes.
El rostro de Sarah palideció en la penumbra de la habitación y yo cerré los ojos un momento. Ahí estaban ellos, los labios, húmedos y perfectos, temblando tan delicadamente, planteando una pregunta con tanta elocuencia que podría haberla arrancado como una flor. Ábrete, pensé. Muéstrame la segura fila de dientes, la punta húmeda y rosada de la lengua perfecta. Muéstramelo. Muéstramelo.
—¿Qué te dice? —La voz de Sarah me arañaba como un serrucho oxidado.
—¿Qué? —dije, irritada por sus preguntas que volvían a traer la luz, el dolor, la desesperanza.
—¿Qué te dice?
Y entonces recordé que Sarah iba a salvarme. No sucumbiría a la seducción de Ella. Tenía que quedarme con Sarah, permanecer consciente.
—¿Qué? —volví a preguntar—. Lo siento. ¿Qué?
Sarah suspiró exasperada.
—Estoy intentando ayudarte, Angelina. Pero no puedo hacer nada si tú no cooperas. Ahora concéntrate. ¿Qué te dice la voz?
Intenté recordar alguna de las cosas que Ella me había dicho. No había nada que pudiera repetir. Habíamos compartido sensaciones, experiencias, entusiasmo, paz. Nos habíamos amado y dicho y hecho todo aquello que los amantes hacen en su mundo privado, y no había nada que realmente pudiera compartir…
Los labios se separaron y Ella me habló, en voz alta y clara, en esa voz que resultaba melódica y familiar a cada célula de mi cuerpo, a cada chispa de mi alma. La voz decía:
—«Te hablo de amor» —y todo mi ser se estremeció.
—Ella me habla de amor —dije.
—«Y juntas nos bastaremos».
—Y juntas nos bastaremos.
—«Juntas encarnaremos las más altas aspiraciones en la búsqueda de justicia de la humanidad…».
¿Era ése nuestro voto nupcial? «Juntas encarnaremos las más altas aspiraciones en la búsqueda de justicia de la humanidad…».
—«Y juntas estaremos…».
Tomé aliento.
—Y juntas estaremos…
—«Unidas en amor y en el trabajo. Para siempre».
Ella nunca antes me había hablado así y yo grité ante la belleza de sus palabras. Repetí la frase final de mi voto en un susurro apenas audible y, al hacerlo, el dolor desapareció. Volví a sentirme fuerte, poderosa, maravillosa, invencible.
Me senté en la cama y miré a Sarah, la pobre Sarah, tan bonita, tan noble, tan equivocada. Grandes círculos oscuros colgaban de sus ojos hasta mitad de sus mejillas.
—Sarah —dije—. Tal vez Samuel pertenezca a su padre, tal vez yo pertenezca a quien me ama. Tal vez tú pertenezcas a alguien, también.
—Angelina, no creo…
Pero la sujetaba por las muñecas y mi fuerza era algo hermoso. Los poderes del universo fluían a través de mí. La apreté más fuerte hasta que vi el misterio, la fascinación, el dolor, la rabia, la herida y el miedo cruzar por su vista. Eso me colmó y yo me relajé, deleitándome en las sensaciones, en el aura que Ella estaba creando en la habitación. Era celestial, era saludable, era nutritiva.
Y entonces Sarah empezó a forcejear en serio. Me eché a reír. Era tan sincera en sus intentos. Antes de que hubiera terminado, tenía rotas ambas muñecas y una clavícula. Yo me había montado sobre ella y la importunaba, pasando los dedos a través de su cabello grasiento y dejando que cayera sobre su rostro, creando escurridizos dibujos de moaré mientras el pelo remolineaba sobre sus rasgos.
Por fin ella se cansó. Yo conocía ese sabor. Se debía jugar con la presa sólo un rato y luego, las hormonas del cansancio añadían ácido a la sangre. El momento culminante estaba a punto de llegar.
—Sarah —dije, y sus débiles ojos se alzaron hasta mí—. Sabía que tú me ayudarías a encontrar el camino.
Se frotó los ojos cerrados de dolor y aflicción, respiró hondo e inició un nuevo intento por desalojarme de su pecho.
—Gracias, Sarah —susurré, rozando con los labios su pequeña oreja.
Luego me acurruqué en la ternura de su cuello, sintiendo el fino vello que me hacía cosquillas en la cara, probando la sal de sus esfuerzos, oliendo el olor de su miedo.
Mordisqueé sus gemidos y mastiqué sus quejas por completo, de modo que los sonidos burbujearon en el néctar, y observé la espesa sangre espumear y fluir un momento antes de enterrar mi rostro en la dulce fragancia, y beber hasta saciarme.
Cuando hube terminado, oí la música, desfilando en grandes nubes a mi alrededor. Los labios me hablaron orgullosos al oído y supe que por fin había llegado a casa, que cualquier otra cosa que hubiera pensado había sido un error: éste era mi destino, esto era lo que me hacía más feliz, ésta era mi vida y era la vida eterna.
Ella me despidió con besos y torrentes de éxtasis, oleada tras oleada de placer orgásmico, cada una aumentando y decayendo con la música, sólo para volver a elevarse y proseguir.
Yací en arrobamiento toda la noche, con el cuerpo apretado firmemente contra el de Sarah y el rostro enterrado en su pelo. Cuando la música regresó con la llamada del alba, la saqué de la cama y la metí en el armario, llevando con nosotras la manchada ropa de cama. Aparté los zapatos del rincón y la apoyé con delicadeza contra la pared, luego la cubrí con todos los preciosos tejidos que pude encontrar.
Cuando la mañana se infiltró en mis fuerzas, hice un nido entre las telas, me acurruqué en el regazo de Sarah y cerré la puerta del armario.
COLIN W. SHERWOOD, MÉDICO: Regresé al día siguiente a comprobar cómo seguía la chica, pero nadie respondió a la puerta. En realidad deseaba hacerle algunas pruebas. No tenía derecho a estar viva, lo digo en serio. Miré a través de la ventana del dormitorio y la cama estaba deshecha, así que imaginé que Sarah estaba haciendo la colada, o trabajando o algo y la chica había proseguido su camino.
Jesús, no creerá que ambas estaban… en el… mientras yo…
Jesús.