27

El coche que paró era un Volkswagen escarabajo. La conductora era una mujer de unos treinta años que vestía un abrigo de piel de imitación y ostentosos brillos en sus uñas asquerosamente largas. Se llamaba Winnie, dijo ella, y me aplastó contra el asiento de la aceleración antes de que me diera tiempo a sentarme bien y abrocharme el cinturón de seguridad.

—¿Qué demonios estabas haciendo ahí fuera en una noche como ésta?

—Voy a Red Creek —respondí.

Estaba agradecida por el viaje y sabía que si había soportado a Rosemary todo el tiempo que la había soportado, toleraría a Winnie durante, un par de horas. No haría nada mientras me condujera hasta Sarah.

—¿Qué le ha ocurrido a tu pierna?

—Piernas —le dije, percatándome demasiado tarde de que era la respuesta equivocada para disuadirla de entablar una conversación.

—Piernas, entonces. ¿Qué te ha ocurrido?

—Se me congelaron.

—Ooooh, Diosss, ¿se te congelaron las piernas? ¡Qué horror! ¿Cómo te sucedió?

Suspiré. Winnie me iba a pasar su factura.

—Estaba a la intemperie en la nieve y se me congelaron las piernas.

—Diosss, no puedo imaginar nada peor que la congelación. Odio el frío. Hawai. Yo debería vivir en Hawai, ¿sabes? Quiero decir que no estoy hecha para este clima.

Se ciñó el abrigo y pisó el acelerador, como si eso sirviera de algo. Luego buscó entre los asientos y tiró de una palanca con un mango de plástico rojo. El calor fluyó en el pequeño habitáculo. Olía desmayadamente a cansancio y escupía pedacitos de basura dentro del coche, pero daba calor.

—Me encanta la calefacción de este cacharro. Por eso me compré uno, ¿sabes? Son fantásticos estos coches. No te preocupes. Pronto estarás resoplando de calor. Esta calefacción es fantástica. ¿Para qué vas a Red Creek?

—Para ver a una amiga. Tengo una amiga allí.

—Bien. Bien.

Encendió la radio y bruscamente desplazó el dial de un lado a otro, buscando la música que mejor se adaptase a su humor. Al no encontrar ninguna, la volvió a apagar, bajó la vista hacia mi bastón y se rascó el pelo anaranjado.

—Bonito bastón. ¿Cómo te sientes al caminar con bastón? Quiero decir que te mirará un montón de gente, ¿no?

—No.

—El bastón me hace pensar en personas mayores, ¿sabes? A la gente joven siempre me la imagino con muletas o sillas de ruedas, pero nunca con un bastón. En realidad, un bastón tiene clase. Sobre todo uno como ése. Uau. Mira ese lagarto.

Alargó la mano para tocarlo, luego se lo acercó a la vista. Dedicando breves instantes de atención a la carretera que se extendía ante nosotras, examinó el extremo de bronce de mi bastón, luego me lo devolvió dirigiéndome una mirada escrutadora.

—Uau —dijo—. Eso sí es un bastón.

Dejé el bastón entre mis rodillas, sintiéndome cada vez más orgullosa de él, más celosa de él a cada minuto. El bastón se había convertido en un símbolo de mi firmeza. Había estado a las puertas del infierno por ese bastón. No. Había soportado a Rosemary como el precio a pagar por mi recuperación. Había pagado mi precio y recibí el bastón como premio. El bastón me ayudaría a alcanzar mi destino.

Claro que tenía un bastón. Claro. Debía tener un bastón así como símbolo de mi conquista y de haber regresado de donde había estado, ¿qué otra cosa sería más adecuada?… Acaricié levemente las escamas fundidas en bronce…

—Tengo un empleo esperándome en Carlsbad. Mi hermano trabaja allí y me llamó para decirme que necesitaba ayuda. Está bien, ¿eh? Ni siquiera sé qué clase de trabajo es, pero confío en él. Mi hermano está bien. Él y yo nos cuidamos mutuamente, ¿sabes lo que quiero decir? Al menos será más caluroso que Colorado, Dioss… Me gustaría que me encontrase un trabajo en Hawai.

Me recosté hacia atrás, escuchando con un pequeño resquicio de mi conciencia mientras Winnie se divertía sola hablando de Hawai y yo me concentraba en el dolor de piernas. Era como si el calor me chamuscara la carne de las pantorrillas. Puse la mano para sentir el calor; no estaba muy caliente, ni soplaba muy fuerte, así que supe que no me haría ningún daño. Cerré los ojos y me relajé, luego investigué la sensación del dolor intentando separar las diferentes impresiones.

El dolor penetrante era casi como un coro musical, rasgando un acorde universal. El dolor declinaba y aumentaba con la respiración, rasgaba el mismo acorde una y otra vez. Podía definir cada secuencia, ver la vibración de cada sensación distinta. Podía ver con el ojo de la mente cómo se rasgaba el acorde, pero no podía ver la mano que pulsaba las cuerdas. Me preguntaba si, empleando la voluntad, podría cortar las cuerdas y librarme del dolor. En realidad, el dolor ya no era dolor, era más parecido a una intensa presión. Había diseccionado el dolor hasta que ya no me dolía; era como pronunciar la palabra «oscuridad» una y otra vez hasta que pierde todo su significado y se convierte simplemente en un sonido carente de sentido.

Así pues. Podía controlarse el dolor a través de la mente. Sarah sabría todo eso, sabría de yoga, control mental y todo eso. Yo sería su discípula.

Winnie farfullaba, obviamente sin importarle si le respondía o no —pues yo nunca le respondía— y las dos nos dirigíamos en el pequeño Volkswagen a través de la fría noche de Nuevo México hacia Red Creek, finalmente, con el calor y el arrullo de su voz me quedé dormida.

Me desperté sobresaltada al primer resoplido del motor. Mis piernas ardieron al volver a la vida con una explosión de dolor; me las froté muy fuerte e intenté ponerme en situación. Íbamos cada vez más despacio.

El Volkswagen traqueteó otra vez, falló y volvió a ponerse en marcha, mientras Winnie lo maldecía, embragaba, soltaba el embrague y por último lo arrimaba a la cuneta. Las luces se debilitaban cuando ella intentaba ponerlo en marcha, hasta que se produjo un terrible chasquido y se agotó la batería.

Winnie apretó el interruptor de las luces de un manotazo, soltó una maldición y nos sentamos en la oscuridad, en silencio, durante un buen rato.

Por fin un largo suspiro escapó de sus labios, giró la manecilla de la puerta, la abrió de par en par, saltó fuera y la cerró tan fuerte que me estallaron los oídos. La vi patalear contra el suelo al borde de la carretera, detrás del coche, su abrigo ondeaba alrededor de sus piernas atraído por los coches que pasaban zumbando sin detenerse. Me acurruqué en mi abrigo, sintiendo el leve balanceo del Volkswagen con cada coche que pasaba. Intenté pensar, planear qué hacer. No sabía nada de coches; no podía hacer nada para reparar esta situación.

Sólo podía empezar una nueva situación.

El frío empezaba a calarme, cabalgando la oscuridad, cabalgando el viento.

Winnie volvió al coche, trayendo consigo una oleada de oscuridad helada, rompiéndome los tímpanos al cerrar la puerta otra vez.

—Joder —dijo.

—¿Qué ocurre?

—¿Cómo demonios voy a saberlo? ¿Tengo pinta de mecánico?

—Lo siento.

—Sí, bueno, bien, aquí todos lo sentimos. Pero ¿qué vamos a hacer ahora? ¿Pegarnos un tiro?

—Tengo que llegar a…

—A Red Creek. Sí, ya lo sé. Y yo tengo que llegar a Carlsbad. ¿Se te ocurre algo?

Se volvió hacia mí y me miró, la brillante sombra de ojos destelleaba en la brusca iluminación del tráfico que venía en sentido contrario. Su rostro estaba cubierto por una gruesa capa de maquillaje, agrietado en los límites. Sus horribles dientes de repente amenazaban bajo la curva de los gruñones labios anaranjados.

Sacudí la cabeza. Mis ojos eran incapaces de sostener su mirada. Winnie bajó la vista con una adorable prolongación de su cuello, dulcemente arrugado y maquillado. Noté un débil latido bajo la piel en cada embate de su corazón agitado y eso hizo surgir en mí sentimientos del abismo…

Me dio la espalda y se levantó la solapa del abrigo, devolviéndome bruscamente al presente. Noté con azoro que me salía saliva por la comisura de los labios. Me la enjuagué con la manga del abrigo, pero el mal ya estaba hecho.

Winnie tenía los ojos redondos como platos y los labios anaranjados tensos sobre los dientes, mientras agarraba asustada la manecilla de la puerta.

—Yo conseguiré que nos lleven —dije; abrí la puerta y estiré las piernas.

Apoyándome pesadamente sobre el bastón, pataleé contra el suelo para devolver la vida al dolor que había sustituido a mis huesos. Winnie alargó el brazo para cerrar la puerta. Oí el sonido de los seguros.

Me alejé del coche para que el tráfico que pasara pudiera verme, y al cabo de unos minutos se había detenido un coche. Era una pareja joven, acurrucada en el asiento delantero. Abrí la puerta trasera y metí mi mochila, mi bastón, y luego entré dolorosamente.

—Problemas con el coche, ¿eh? —preguntó el chico.

Volví la vista hacia el Volkswagen. En la oscuridad apenas se distinguía la abultada silueta del pelo de Winnie.

—Sí —dije, casi cegada por el dolor. Cerré la puerta tras de mí—. Por la mañana enviaré a alguien por él.

—Nosotros vamos a Texas —dijo la chica, soltándose del brazo de su novio y volviéndose por encima del asiento para mirarme.

Su fino cabello rubio parecía flotar alrededor de su cabeza. Sus rasgos se me nublaban en la punzante y furiosa locura de mi dolor. Me había movido demasiado rápido…, demasiado lejos, demasiado rápido. Durante un momento, la miré a través del velo de dolor y pensé… pensé…

—¿A dónde vas? —preguntó la chica.

La pregunta reverberó en mi mente: ¿A dónde vas? ¿A dónde vas? ¿A dónde vas? ¿A dónde vas? Y luego vi el rostro de Ella y su voz. El coche se alejaba a toda velocidad y yo estaba atrapada —atrapada en el coche con la mujer que haría cualquier cosa para tenerme, la mujer que nunca me dejaría en paz—, a menos que rechazase sus proposiciones.

Cerré los ojos y me hundí en el asiento, descansando pesadamente la cabeza sobre mi mochila. En unos instantes, el fuego que me recorría las piernas se apagó y ya no me daba vueltas la cabeza. Abrí los ojos y la chica aún estaba mirándome por encima del asiento.

—¿Estás enferma?

Respiré hondo. ¿Era ésa la mujer? ¿Era Ella? No sabría decirlo. No estaba a salvo en ningún lugar. No, dado el poder que tenía esa mujer. Debía ser muy cuidadosa.

—Sólo mis piernas. El frío…

—Oh —dijo ella y asintió comprensiva—. ¿A dónde vas?

—A Red Creek —solté.

—¿Por qué has dejado a tu amiga en el coche? —Nuestras miradas se cruzaron durante un breve instante. Percibía su enjuiciamiento, su desaprobación—. ¿No quería ir contigo?

¿Cómo explicarle que el miedo de Winnie me había encerrado fuera del coche? ¿Cómo explicarle la compulsión que me había asaltado, la ruta de escape que estaba siguiendo? ¿Cómo explicarle que padecía una terrible enfermedad, o así me lo parecía, y que mi salvación residía en una casita de Red Creek?

Estaba demasiado cansada para explicárselo.

En lugar de eso, recordé mi talento, largo tiempo aletargado, para recargar el aire de una habitación; cerré los ojos y envolví el coche de amor y misterio, y un sentido de aventura asedió a los dos jóvenes amantes.

—Déjala en paz, Marsh —dijo el chico—. Déjala descansar.

La chica me sonrió y se dio media vuelta, mirando hacia adelante, acurrucándose bajo el brazo cobijador del chico. De nuevo volvía a estar de camino hacia la casa de Sarah. A salvo, por el momento.

Toda mi vida me había preparado para Angelina. Claro que no la conocía, pero yo había hecho mis deberes y los había hecho bien. Aprendí a seguir el rastro, a oler el aire, a aprender las costumbres y predecir los movimientos, a desarrollar mi intuición.

La policía de Seven Slopes deseaba publicar una foto de Angelina, de modo que le di su descripción al dibujante de la policía. Fue muy raro, volver a ver su rostro otra vez, a medida que cobraba vida en su libreta de apuntes. El dibujante añadió las pinceladas adecuadas, una mirada algo fiera, delgada y desesperada, salvaje y astuta, una mezcla del olor de su apartamento.

Me llevé una copia de ese dibujo al bar y me senté a mirarla. Era una cara que había conocido toda mi vida.

Allí en Seven Slopes le perdí la pista un tiempo, estaba tan endiabladamente contrariado, pero en cuanto tuve noticias de que la habían visto en Santa Fe, recuperé todos los sentidos. No era la llamada de un chiflado. Fue una información precisa proporcionada por seis policías, por Cristo, y salí disparado.

Ella andaba un paso por delante de mí.

Pero un paso era mucho más cerca de lo que había estado nunca.