Volví a despertarme a la puesta de sol. La cama estaba empapada de mis excreciones corporales. Tenía la piel agrietada e inflamada allí donde las correas de cuero habían mantenido la ácida mezcla en contacto con mi piel. La habitación olía como imaginamos que debe oler una vieja celda de prisión: a orina, sudor, dolor y asco.
Estaba sola.
Muy lentamente —el menor movimiento era una gran dificultad—, salí de la cama. La alfombra marrón grisácea estaba desgastada hasta su urdimbre en un sendero que llevaba desde la puerta hasta la cama y desde la cama hasta el baño. Usando la cama como apoyo de mis doloridas piernas, me puse en pie y caminé temblorosamente hasta el baño, sintiendo todo mi ser violado y deshonrado.
Me duché hasta marearme, restregando cada milímetro de mi cuerpo, intentando limpiar la sensación de los penetrantes dedos de la vieja, pero los recuerdos se aferraban profundamente. Me froté, abriendo las costras de mi brazo y la sangre se mezcló con el jabón, el champú y el agua y se arremolinaba bajo el grifo en el manchado suelo de la ducha.
Se me saltaron las lágrimas cuando supe que no podía frotarme lo bastante profundo y me apoyé contra el frío cristal de la ducha, deslizándome jabonosamente hacia abajo mientras mis doloridas piernas cedían bajo el peso de los sollozos. Me senté en el suelo, un fuerte chorro me caía en la coronilla y en los hombros, y me eché a llorar con todas las fuerzas que me quedaban. Sabía que estaba pagando por mis pecados, sabía que me merecía todo lo que Rosemary me había infligido y probablemente más. Gemí, sollocé y levanté mi débil puño hacia Dios, y al final sólo lloré.
Al final mis fuerzas para la autocompasión se agotaron y también el agua caliente. Me levanté y la cerré, luego corrí la cortina y la utilicé para ayudarme a mantener el equilibrio mientras enderezaba mis deterioradas piernas. En el lavabo había una toalla limpia y junto a ella estaban todos los objetos de baño necesarios, así como algún maquillaje ligero, lápiz de labios, sombra de ojos, mascarilla. Me sequé los temblores de piel con la toalla y me envolví con ella.
De nuevo en la habitación arrojé las sábanas y las mantas en una gran papelera junto a la cama y descubrí mi mochila en una silla tapizada de una raída imitación de terciopelo. Habían limpiado, planchado y plegado pulcramente las prendas que yo había vestido —¿hacía dos noches?, ¿hacía dos años?—. Encima de la ropa descansaba un sobre cerrado que ponía: «Angelina», con una rúbrica, y apoyado junto a la silla había un hermoso bastón de cerezo.
Cogí el bastón y lo admiré. El mango tenía forma de lagarto de bronce, intrincadamente modelado, con su cola enrollada hasta casi la mitad de la madera, terminando en un pequeño serpenteo de lagarto. Mi pequeña mano se adaptaba perfectamente, mis dedos se cerraban en torno a su fría garganta. El bastón era corto, adecuado exactamente a mi tamaño. Lo amaba y lo odiaba, lo necesitaba y me ofendía. La bendije, la maldije. Me senté en el borde de la silla, con el bastón entre las rodillas y cogí el sobre. Lo volví a dejar, sin abrirlo, y me vestí.
Ella se había ido. Mi viaje a casa de Sarah se había esfumado. Había soportado todo… eso y ahora… nada.
Me sentí tan frustrada que me habría enfurecido, de haber tenido la energía suficiente. Toda mi energía se había desvanecido con las lágrimas y se la había tragado el desagüe de la ducha.
Una vez vestida, con una sensación de pulcritud y limpieza, comodidad y calidez, volví a sentarme en la silla, con el bastón en el regazo, y abrí el sobre.
Contenía tres hojas de papel perfumado de lavanda, cada uno lleno de una delicada caligrafía.
Mi querida Angelina:
Siempre me asedian los remordimientos después de sucumbir a mis pasiones más bajas. Recuperar el sentido siempre me conmociona, sin embargo conservo este apartamento para este tipo de emergencias. Prefiero estar preparada para mis perversiones que caer víctima de ellas de modos más terribles.
Te escribo esto mientras duermes el sueño profundo de quien no es ajeno a las bajas y arcanas pasiones, si mi instinto no me engaña. Eso es lo que me hace creer que tú comprenderás, como pocos harían, el alcance del remordimiento del que hablo.
En este momento mi remordimiento es tal que esta tarde no me atrevo a mirarte a la cara. Estoy asustada. Estoy asustada de tu reacción cuando te suelte en la oscuridad y me temo que mi sentimiento de culpabilidad y de repugnancia hacia mí misma me harían sucumbir ante ti. Y no puedo hacer eso, pues hay gente que depende de mí.
De modo que te dejo aquí, lo que engrosa mi culpa y remordimientos. Pero también eso pasará. Sinceramente espero que encuentres tu camino hasta tu amiga Sarah y te ayude en tu viaje. Por favor, acepta este bastón como regalo.
No sé si esto te será de algún consuelo ante los tormentos que aquí has soportado, pero déjame que te diga una cosa: Nunca antes había disfrutado tanto con alguien tan dulce y tierna como tú. La experiencia de las dos noches pasadas ha sido de sublime éxtasis para mi desviada moral y por eso estoy tan en deuda contigo.
Que la paz sea contigo.
Rosemary.
Las lágrimas resbalaban por mis mejillas. Sabía exactamente a qué se refería. Yo podía terminar fácilmente igual que ella, vieja, sola, recogiendo niños desvalidos en paradas de camioneros en las afueras de la ciudad el día de Nochebuena para satisfacer ese… ese… ¿qué? ¡Dios! Arrugué la carta en la mano y cedí a media docena de densos sollozos.
Yo era distinta a ella. Yo nunca terminaría como ella. Nunca. Yo podía vencer a esa cosa. La vencería. La estaba venciendo. Sólo necesitaba llegar a casa de Sarah.
Probé el bastón, practiqué con él, aprendí a caminar con menos dolor. Cuando mi interior se hubo calmado un poco, me lavé la cara otra vez, me soné la nariz y me peiné. Luego me colgué la mochila y cojeando, bastón en mano, atravesé la puerta, dejándola abierta al salir.
Tambaleándome, bajé la escalera hasta el temprano tráfico de la noche. Hacía frío, pero no soplaba el viento helado. Miré a mi alrededor unos momentos, intentando mantener la presencia de ánimo, pero entonces no tenía presencia alguna. Ni siquiera sabía en qué ciudad estaba.
Aún tenía los diez dólares que el vendedor me había dejado, así que caminé hasta el pequeño café de la esquina. Dentro hacía calor, un rincón entero estaba abarrotado de policías bebiendo café y hablando tranquilamente entre ellos. Tomé asiento en la barra y pedí un cacao caliente y un bocadillo. El periódico plegado en el mostrador decía que me encontraba en Santa Fe. Estaba cerca. Probablemente nos separaban menos de ciento sesenta kilómetros. Sabía que Sarah me acogería. Me había acogido cuando estuve enferma. Volvería a acogerme. Ella me ayudaría y ésa sería la última vez. La última vez que necesitaría la ayuda de alguien. La última.
Bebí el cacao y di unos pocos mordiscos de atún, pagué la cuenta y caminé junto a la mesa de los uniformes azules.
—Disculpen —dije, e inmediatamente capté su atención, la de los seis. Me apoyé un poco más en el bastón—. ¿Hay alguna estación de autobuses o… algún modo de ir…? —me quedé callada y miré un momento la puntera gastada de mi bota. No sabía qué preguntar—. Estoy intentando llegar a Red Creek. No. Voy a Red Creek, pero no encuentro quién me lleve. Quiero decir, tenía quién me llevara, pero ella…
Volví a callarme. Debieron pensar que estaba drogada. Me sentía como si hubiera estado drogada.
Entonces sucedió lo peor. Las lágrimas que pugnaban por desbordar la comisura de mis ojos —¿desde cuándo?, ¿desde que tenía doce años?— asomaron entonces y se estrellaron sobre el sucio suelo de linóleo blanco y negro.
—Necesito ir a Red Creek y no sé cómo hacerlo.
Sollocé sonoramente, luego respiré hondo, avergonzada de mi demostración. El silencio de la mesa se espesó. Después de recogerme a mí misma, respirar hondo un par de veces, me enjuagué los ojos, me limpié la nariz y les miré.
Los seis se miraron entre sí, dando muestras de meditar sobre mi súplica. Entonces uno de ellos dijo:
—¿Tiene dinero?
Hurgué en el bolsillo y saqué los cuatro billetes y el cambio que me había sobrado de la comida. Lo miraba estúpidamente, sintiéndome como si fuera a perder el juicio.
—Eso no la llevará muy lejos —dijo otro—. ¿De dónde es usted?
—Pero tengo más —dije—. Tengo una cuenta bancaria en Pennsylvania.
Todos ellos se miraron entre sí, esta vez parecían incómodos —casi turbados— en mi presencia.
Uno de los policías se puso en pie, sacó un liso billete de cinco dólares de su cartera. Me lo ofreció.
—Toma —dijo—. Hay un pequeño motel a unos tres kilómetros por esta carretera. Se llama «Fivers». La señora que lo lleva se llama Molly y cobra cinco dólares por noche. Ve allí, pasa la noche y por la mañana llamas a tu banco de Pennsylvania y les dices que te envíen algún dinero, ¿vale?
Me quedé allí plantada, mirando el dinero de su mano, pensando en lo de llamar al banco de Pennsylvania por la mañana. Yo no estaría despierta por la mañana. Las horas de funcionamiento del banco eran diurnas y no podía llamarlos a menos que estuviera despierta. ¿Y cómo demonios iba a recorrer esos kilómetros con aquellas piernas?
Sacudió el dinero ante mí.
—Toma. Cógelo. No merodees por las calles de noche. Es peligroso. —El policía miró a sus amigos. Ellos desviaron su mirada—. Vamos, ¡cógelo! —Acepté el donativo con reticencia—. Ahora vete al motel de Molly o uno de nosotros te arrestará.
Sus compañeros sonrieron, la tensión se rompió.
Murmuré las gracias y me di media vuelta, volví al mostrador y pedí otra taza de cacao. No podía creer lo que acababa de hacer. ¿Estaba totalmente loca? ¿Qué había hecho de mi inteligencia? ¿Y mis recursos? ¿Y mi sentido de la aventura y mi invencibilidad? ¡Pedir dinero a un policía! ¡Angelina!
Estaba avergonzada, deseé no haberme acercado a ellos para contarles mi estúpida historia. Deseé no haber aceptado el dinero y ahora que había pedido más chocolate caliente, en lugar de largarme corriendo, y peor que eso, tendría que pagarlo. Él no me había dado dinero para un chocolate caliente. ¡Oh, Dios, qué desgraciada era!
Cogí el periódico de Santa Fe y lo abrí para distraerme de mis ideas autodestructivas y mi mente se sorprendió de lo que vio.
La fotografía de Boyd estaba en primera página. El titular decía: «El asesino de Colorado relacionado con los crímenes de Nevada».
Seven Slopes, Colo. (UPI) — El asesino de un minusválido, propietario de un puesto de periódicos en Seven Slopes podría estar relacionado con tres asesinatos cometidos en Westwater, Nevada, según un hombre de Westwater que se encuentra en la ciudad para ayudar a la policía con la investigación. Boyd Turner está en Seven Slopes para comprobar si los crímenes tienen ciertos elementos en común. «Si es así, creo que podemos encajar varias pistas. Podemos averiguar la identidad del principal sospechoso», ha dicho él. El jefe de policía ha declinado hacer declaraciones.
El terrible asesino del veterano de Vietnam, Joshua A. Bartholtz, ha aterrorizado a la población local de Seven Slopes. Se han agotado los candados de las ferreterías de la localidad. La ciudad se ha vaciado de turistas y además de la perspectiva de un maníaco homicida suelto por la ciudad, los empresarios se enfrentan al desastre económico. Todo esto es muy parecido a la situación por la que pasó Westwater hace dos años, cuando tres personas fueron asesinadas en unas monstruosas vacaciones de fin de semana. Aquellos asesinatos permanecen sin resolver.
No podía seguir leyendo. Sólo podía mirar la foto de Boyd, sorprendido con la boca abierta mientras hablaba con los periodistas. Su Stetson se asentaba en lo alto de su frente, echado hacia atrás, sin duda en una demostración refleja de frustración. Llevaba su chaqueta de pana con forro de cordero y se hallaba ante el hotel Snowson de Seven Slopes. En medio de mi horror me asaltó una sensación de nostalgia.
Ahora Boyd me estaba dando caza. Había abandonado la caza menor y los pájaros. Ahora tenía una presa digna de su habilidad para seguir el rastro.
Volví a recuperar el juicio. Doblé tranquilamente el periódico, terminé el cacao, levanté la mochila y recogí el bastón. Me acerqué a los policías y dejé el billete de cinco dólares ante el oficial que me lo había dado.
—Gracias —le dije—. No lo necesito. Estoy realmente bien y tengo un lugar donde pasar la noche. Sólo que a veces… pierdo el rumbo. Por favor, discúlpenme.
Y salí caminando con toda la dignidad que mi ineptitud de tullida me permitía.
Iría a casa de Sarah y estaría bien. Y luego llamaría a Boyd para que habláramos. Dejaría que me atrapara si era eso lo que él necesitaba, pero así no. Dios mío, así no.
Saqué el pulgar en cuanto me hallé fuera de la vista del café y encontré quien me llevó lejos.
No parece importar demasiado lo que hago. Todo da lo mismo; la vida da lo mismo. Podía ser un tipo de Madison Avenue y daría lo mismo, trataría con el mismo tipo de gente, haría las mismas cosas, sufriría los mismos desengaños, haría los mismos tests de personalidad y me comportaría igual en cualquiera de esos empleos. Seguiría haciéndolo del mismo modo.
Mi viejo trabajó en la construcción hasta que ya no pudo más. Sus músculos y su espíritu se gastaron al mismo tiempo. Probó un trabajo de oficina, pero había ido demasiado lejos. La vida le había desgastado. Yo sigo pensando que tal vez si él hubiera empezado en una oficina, habría sido distinto. Pero no era ése el caso. Se trataba de una elección en la vida. No tenía por qué derrengarse. No tenía que haber trabajado en la construcción. Pero, conociendo a papá, se hubiera derrengado haciendo cualquier cosa. Eligió la construcción para ello.
Esta actitud me ha dado mucha libertad en la vida, pero a veces la libertad es desencanto. Nunca he echado raíces, nunca me he dedicado realmente a nada… es decir, hasta Angelina. Y cuando ella entró en mi vida, me dije, Boyd, éste es el vehículo de tus energías, esto es lo que debes hacer.
Vender zapatos, cuidar un rancho, ser policía… todo es lo mismo. Así que, pienso yo, si no importa lo que hagas, ¿cómo elegir qué hacer?
La elección es el mensaje. Todo el tiempo que estaba cazando solo en las montañas, rezaba pidiendo una verdadera presa. Cuando derribaba un ciervo, me sentía agradecido, pero también desilusionado. Los ciervos ya no eran una presa para mí, pero no sabía qué lo era. Me limitaba a rezar pidiendo una verdadera presa.
De modo que, ya ves, yo pedí esta presa. La elección de una carrera, una afición o ambas cosas, es la única oportunidad de afirmarse en la vida. Para mí es la caza.
La caza es el mensaje.