25

Su traje era de modista, su abrigo de piel, su coche lujoso. Rosemary caminó hasta el coche con aires de vieja dama sobre la nieve prieta, entró y lo puso en marcha con una feroz sombra de cansancio helado. Yo caminé despacio, con los pasos de un viejo, y cuando pude meter mis piernas dentro, el interior se estaba caldeando rápidamente. El dolor me anegaba el cerebro, apoyé la cabeza hacia atrás y cerré los ojos. Si hubiera sido un dolor que pudiera estrujar, un dolor ante el que pudiera apretar los dientes, un dolor agudo, que me permitiera chillar, habría sido más fácil. Pero era un dolor infernal, un dolor sostenido, ineludible, nauseabundo.

Dejábamos los kilómetros atrás mientras yo agonizaba, probando todo lo que sabía para desembarazarme del dolor, o al menos para calmarlo. La presencia de Rosemary era reconfortante. Notaba sus ojos luminosos sobre mí cuando me controlaba a cada poco, a veces dándome golpecitos en el hombro como había hecho antes.

Pasó un buen rato antes de que pudiera hablar, antes de que pudiera ofrecer a Rosemary algo de compañía. Y fue sólo después de que Ella viniera a por mí, a sobornarme, a tentarme para volver a las andadas.

Durante milésimas de segundo caí en el vacío y Ella estaba allí. Me cogió la barbilla en sus manos siempre con tanta ternura, su caricia era como de terciopelo. Su amor y calidez envolvían mi delirante cabeza, Ella me refrescó la frente con su aliento, descansó su mejilla junto a la mía y supe cuál era su oferta.

Ella aliviaría mi dolor.

Era una idea tan imperiosa, tener unas piernas normales, libres de dolor. Medité un momento lo maravilloso que sería y otro momento en cómo la había añorado (oh, sí, ése era el dolor que sentía) y abrí los ojos para mirar su amoroso rostro. Boyd me contemplaba por encima de su hombro, él me juzgaba y volví bruscamente a la realidad del coche, al lado de Rosemary, al dolor de mis piernas congeladas.

—¡No! —dije apretando los dientes—. ¡No pagaré ese precio!

Los ojos de Rosemary se abrieron alarmados y yo empecé a hablar, a hablar de Sarah.

Sarah lo había logrado sola. Vivir, ser amada, criar a su hijo, mantener un empleo, cocinar. Adulta. Responsable. Llevaba una vida sana. Sarah me enseñaría cómo hacerlo. Era una buena persona, una persona amable. Me había ayudado una vez; ahora me salvaría.

Sarah. La mera idea de su tez cetrina, medio india, medio oriental y sus amplios y rectos dientes en una sonrisa desinteresada, bastó para hacerme sentar derecha. Ella tenía todo lo que yo deseaba. Tenía sentimientos, tenía amor. Tenía amigos y sabía cómo comportarse como una amiga. Tenía familia: un hijo. Yo quería tener un hijo, algún día. Quería una casa propia llena de colores vivos y dibujos y luz. Aire fresco. Quería una cocina y una tetera silbante. Quería un empleo y un coche y un modo de ayudar a los extraños necesitados.

Miré a Rosemary, colgada al volante como un pajarillo. Yo no quería ser siempre la que necesitaba ayuda.

Me dolían las piernas.

Pasaron los kilómetros y las horas. Al fin empezaron a destellar algunas luces de la ciudad ante mí, acurrucada en el asiento del coche, sujetándome las rodillas. Rosemary hizo una serie de giros. Las luces de la calle se deslizaban sobre el asiento creando distintos dibujos. Luego nos detuvimos. Ella apagó el motor y el silencio fue un amigo. Me tocó la frente con su mano fría.

—Espera aquí, enviaré a alguien a buscarte —dijo, luego salió, cerrando la puerta tras ella.

Al cabo de un momento, un indio enorme abrió la puerta y me aupó, me llevaba sin esfuerzo y en silencio, subiendo una vieja escalera de madera, y luego a través de una puerta que Rosemary aguantaba abierta. La habitación olía a rancio, a viejo. Era un olor agradable, seco y caliente. Me dejó sobre la hundida cama, cogió el dinero que le daba Rosemary y gruñó al marcharse.

En otro tiempo, la colcha había sido de felpa amarilla, pero ahora estaba desvaída y manchada. Temblé y me froté los brazos en una agonía semiconsciente, mirando el desconchado papel pintado a mi alrededor, luego vi a Rosemary cerrar la puerta y quitarse el abrigo. Sus ojos brillaban como dos canicas plateadas.

—Un regalito de Navidad, Angelina. Un regalito de Navidad para una vieja dama, una vieja, vieja dama. —Se sentó en el borde de la cama y me apartó unos húmedos mechones de cabello de mi frente febril y sudada—. Una vieja dama solitaria desea un poco de cariño navideño, —canturreó—. Sólo un poco de cariño navideño.

Yo estaba agotada, demasiado enferma para protestar. Vi la soledad en su rostro, vi la desesperación, vi el temor a ser rechazada, conocía esa sensación. Sentí el alba y volví la cabeza hacia la ventana. Aún estaba oscuro, pero podía sentirla. Arrancaba de mí las tinieblas y con ellas hasta mis últimas fuerzas.

—Rose —dije.

Ella me estaba desabotonando la blusa. Se detuvo y me acarició la mejilla.

—¿Qué ocurre?

—Es el alba.

—Sigue. Lo comprendo.

—Por favor…, ¿tendrás cuidado?

—Claro.

Y diciendo esto se inclinó sobre mí y me besó con toda la ternura de la que alguien es capaz.

Perdí la conciencia y pronto estaba en el frío territorio de la inercia sin sueños y sin tiempo. El lugar sin vida de los que no están muertos.

Me desperté despacio por el dolor, el omnipresente dolor de piernas. Me sentí vagamente incómoda, algo no iba bien. En realidad, parecía que algo me dolía, o que mi cuerpo ya no me servía, pero el ardiente dolor de mis piernas eclipsaba el resto de las sensaciones. Hacía calor, parecía como si tuviera kilos y kilos de mantas encima de mí y no estaba sola. El delgado cuerpo de Rosemary estaba acurrucado, desnudo, a mi espalda.

En cuanto empecé a volverme hacia ella, realicé un segundo descubrimiento: mis ligaduras.

La impresión me dejó en silencio un buen rato mientras examinaba las correas de cuero que sujetaban mis brazos por los codos y por las muñecas. Eran anchas, de calidad profesional con brillantes pernos de plata y grilletes. Otras me sujetaban las piernas por las rodillas y los tobillos. Las correas que me ataban las rodillas estaban cinchadas a las correas que me sujetaban los codos, todas ellas amarradas a una cuerda fijada al cabezal de la cama. Me encontraba atada y bien atada, con las rodillas casi en el pecho. Indefensa.

Mi mente siempre discurría perezosa al poco de despertarme y me costó un rato descubrir lo que iba a suceder contra mi voluntad. Tal vez Rosemary se había dormido antes de poder acabar su juego. Seguro que no…

—Rosemary. Rosemary, despierta.

Me debatía contra la espalda, con las rodillas en el aire, palpando las mantas.

Un rostro anciano, anciano, se volvió hacia mí. Privado del maquillaje, el rostro arrugado y fofo de Rosemary servía simplemente de grotesco marco de aquellos brillantes ojos marrones, aquellas afiladas puntas de alfiler que captaban cada matiz de la tarde invernal y me penetraban profundamente.

—Hola —dijo ella—. ¿Has dormido bien?

—Estoy atada.

—Oh, sí. —Los huesudos dedos acariciaron los correajes de cuero, sintiendo los bordes que apretaban mi carne—. Oh, sí —repitió, jadeante.

Se me puso la carne de gallina. Ella bostezó y se estiró, luego sacó su escuálido cuerpo de la cama y caminó desnuda por una puerta que yo no había visto la noche anterior. Oí los sonidos del agua corriente y de repente noté que tenía la vejiga llena. Sonó la cadena del wáter y ella volvió a salir, caminando hacia mí, balanceando sus fláccidos pechos.

—Por favor, desátame.

—Todavía no puedo.

—¡Rosemary!

Yo estaba atónita y empezaba a tener miedo.

—No temas —dijo ella sentada en el borde de la cama, pero yo retrocedí de su lado—. Rose quiere que te quedes durante un rato, ¿vale? Sólo un ratito y luego te meteremos en el coche y Rosemary te llevará a casa de Sarah. Eso es lo que quieres, ¿no es cierto? ¿Ir a casa de Sarah? Iremos a casa de Sarah, sólo que… un poco más de Navidad para Rose, ¿vale? —Su mano me acariciaba el brazo, calmándome. Yo aún estaba en guardia, deseando desesperadamente poder creerla—. Rosemary sólo desea un poco de compañía, ¿vale? ¿Vale? Luego ella te llevará hasta la casa de Sarah.

Rosemary canturreaba dulcemente y casi me dormí, hasta que unas uñas como clavos se hundieron en mi brazo y grité de dolor, avergonzada cuando mi vejiga se aflojó durante un momento.

—Shhhh, Angelina, dulce Angelina. Lo siento, ¿te hemos hecho daño? Pobre pequeña. Anda, deja que Rosemary te haga sentir mejor.

Cogió las correas de cuero con una horrible fuerza y me dio la vuelta, de modo que yo yacía acurrucada de costado mirando el borde de la cama. La sangre de mi brazo se derramaba sobre las sábanas. Entonces ella rodeó la cama y se metió bajo las sábanas conmigo.

Oh, Dios, pensé. Oh, Dios. Por un viaje a casa de Sarah. No puedo soportarlo. No puedo soportar nada por un viaje a casa de Sarah.

Había una alternativa. Yo sabía que Ella me evitaría esta humillación, esta degradación suprema. Sabía que sólo tenía que llamarla y juntas, Ella y yo, acabaríamos con Rosemary y su repugnante diversión navideña.

Sentí el calor del cuerpo de Rosemary. Así tumbada su piel no debía estar a más de medio milímetro de la mía y cada fibra de mi cuerpo estaba alerta de miedo y ansiedad. Sabía que me tocaría, pero no sabía dónde ni cuándo y la terrible expectativa alcanzaba proporciones descomunales. Pequeñas vibraciones movían la cama mientras ella manipulaba algo, yo no sabía qué, pero sin duda pronto descubriría la verdadera magnitud de su perversión. De nuevo volvía a estar indefensa frente a la vida, literalmente en las garras de esa horrible mujer y ya tenía suficiente.

Apenas pude resistirme a la tentación de llamarla a Ella.

Ahí estaba. Algo horriblemente húmedo y frío se deslizó entre mis nalgas y todo lo que yo había estado construyendo dentro de mí durante los días pasados amenazaba con derrumbarse. Sentí la frescura de la noche, sentí su fuerza. La sentí a Ella dentro y me cogí el pelo con ambas manos y lo agarré como para salvar la vida. Me agarré, intentando no rendirme ante esa abyecta experiencia, intentando pensar sólo en Sarah, en Sarah y en Samuel, y en que ella me curaría, lo que en verdad deseaba más que nada en este mundo.

Sabía que podría soportarlo. Un viaje a casa de Sarah sería mi recompensa. Podría soportarlo. Conseguiría ir a casa de Sarah.

Se me puso la piel de gallina e involuntarios gemidos de repulsión nacieron en el fondo de mi alma, mientras Rosemary me tenía amarrada a la cama toda la noche, yo me hallaba indefensa para detenerla, indefensa para salvarme, mis malheridas piernas me daban la única paz que podía encontrar. Me sumergí en mi atormentante dolor mientras Rosemary pasaba las horas, gimoteando y gorjeando con su perversa charla y sus risas. Sólo me mantenía con vida gracias al dolor de piernas. Traté de ignorarla durante las horas interminables en las que jugó conmigo y con su maletín lleno de artículos especializados.

Después de lo que pareció una eternidad, sentí la llamada del alba y la bendita inconsciencia me cubrió como un sudario.

Una de las cosas que mi padre me remarcaba cuando me enseñaba a cazar —de hecho, lo mencionaba antes de cada viaje que emprendíamos— era: «Asegúrate de que sabes lo que andas buscando, hijo, y por qué. Y no regreses con ninguna otra cosa. Regresa con las manos vacías si es necesario, pero no regreses con algún trasto sólo para que el viaje valga la pena».

Cuanto más tiempo tenía que pasar sentado allí en aquel bar de Colorado y esperar a que Angelina saliera a la superficie, más tenía que pararme a pensar por qué anclaba tras ella, para empezar. Demonios, tenía un buen empleo, tenía a mi padre y a mi hermano Bill esperándome en Westwater. Podía ser un capataz de la construcción por aquel entonces, o podía haber regresado a la escuela, o hacer algo con mi vida, en lugar de estar sentado en un estúpido bar de Seven Slopes todo el tiempo, tomando café por la mañana y cerveza por la noche, intentando trazar un plan para cazar a esa escurridiza muchachita.

¿Para qué, Boyd?, seguía preguntándome a mí mismo. Matas a un ciervo, o a un cerdo, o a un conejo para comer. Para comer. Para vivir. ¿Por qué andas tras Angelina con tal desesperación?

Porque no quería ninguna escuela. Y no quería trabajar. Ya no quería a los mismos antiguos amigos, ni vivir en el mismo lugar, al lado de mi viejo y Bill. Estaba cazando algo nuevo en mi vida. Angelina simbolizaba precisamente eso. Ya estaba preparado para cambiar a Westwater y todo lo que tenía que ofrecerme, lo cual no era mucho.

No, esta caza se había convertido en algo más para mí. Estaba persiguiendo lo raro, lo insólito, lo amenazador, lo excitante. Estaba persiguiendo una presa inteligente, aunque un elemento incierto. Era lo más excitante de mi vida.

Y estaba a punto de «regresar sin nada». La próxima vez que viera Westwater, yo sería otro hombre.