24

Cuando me desperté, me hallaba desnuda entre sábanas lisas y blancas, feliz porque la pesadilla había acabado. Podía dormir en paz el resto de la noche. Me subí las mantas y me di media vuelta.

Al mismo tiempo olí el pestilente olor de la almohada que estaba junto a la mía y sentí el tortuoso dolor de mis piernas. No había sido una pesadilla. Al instante me desperté y me alerté. En guardia.

Examiné rápidamente mi entorno; percibí la vulgar habitación del motel en que me encontraba, también percibí que no estaba sola. Luego me revisé a mí misma.

Parecía estar intacta. Al menos la criatura que había dormido a mi lado había tenido la decencia de no depositar su olor en mí, ni dentro de mí, mientras dormía. Me dolían los pies y las piernas, la carne de mis pantorrillas estaba blanda cuando la pellizcaba. El pellizco no me dolía, ni siquiera lo sentía, pero el dolor persistía. El miedo me entró hasta las entrañas. Se me habían congelado las piernas y ahora estaban descongelándose. Las saqué de la cama e intenté levantarme. El fuego me quemaba pero me mantuve en pie.

Encontré mis ropas plegadas pulcramente sobre la cómoda junto a su maletín. Él no me había abandonado. Regresaría. El neón del anuncio del motel desparramaba luz rosada a través de la ventana. Parecía primera hora de la tarde.

Cuando terminé de ducharme, me sentí algo marcada y me tallaban las rodillas. Salí chorreando del cuarto de baño y, con la vista nublada, llegué hasta la cama. Una vez tumbada, respirando profundamente, la vista se me aclaró y vi a un hombre como una comadreja de pie ante mí, sosteniendo una bolsa de papel de comida maloliente.

—Mira —dijo él—. Será mejor que comas algo.

Le cogí la bolsa, pero no tuve estómago para comer su contenido. Piqué algo mientras me miraba. Lo oí hablar. El hombre se sentó en el borde de la cama. Tenía la esperanza de averiguar quién era, qué quería, dónde estábamos y a dónde se dirigía.

—Conduzco por las noches. Es el momento mejor. Suelo parar en donde llego y dormir un par de horas por la mañana temprano, refrescarme un poco y ya estoy listo para mis visitas comerciales. Supongo que has tenido suerte de que viaje de noche, de otro modo aún seguirías allí. Aquí también ha caído una buena tormenta. Aún estarías allí de pie con nieve hasta las narices.

Mi gratitud no era aplastante.

—De cualquier modo, me alegro de verte despierta y comiendo. Por un momento temí tener que llamar a una ambulancia. Quiero decir que seguro que tienes un sueño profundo, pero nunca había visto a nadie congelado de ese modo.

Su sonrisa se desvanecía, nerviosa.

Me cansé de la comida y la dejé caer al suelo.

—¿Cómo te encuentras?

—Me estoy reponiendo.

—Bueno, oye, tengo que volver a la carretera. —Miró su reloj—. Son más de las cinco. Siento tener que dejarte aquí, pero o te dejo o te llevo conmigo al menos hasta un hospital, pero no puedo hacerme responsable de tus facturas.

—No necesito un hospital. ¿Adonde va?

—A Texas.

—¿Pasa por Nuevo México?

—Espero hacer todo el trayecto esta noche.

Salté de la cama y me tambaleé hacia la cómoda.

—Hey, espera.

—Me voy con usted, si no le importa.

—Me importa. Creo que necesitas cuidados médicos. Oye. Cuando me haya ido, llama al hospital para que vengan a buscarte. —Se acercó a mí—. Sé cómo son estas cosas. Tú no puedes pagar, pero ellos te atenderán. Si estás conmigo, me empapelarán de facturas y yo tengo esposa…

Me cogió por las muñecas.

—No me toque —dije inexpresivamente y sus manos retrocedieron. Me senté en el borde de la cama y empecé a vestirme—. No necesito un hospital. Necesito ir a Nuevo México. Iré con usted.

—No, creo que no. Me parece que tienes problemas.

Cogió su maletín y una pequeña bolsa de viaje de la cómoda, y abrió la puerta.

Estaba indefensa para detenerlo. Me senté en el borde de la cama, sin saber siquiera si él había pagado la factura del motel y miré salir por la puerta al hombre que me había salvado la vida. Dejó las bolsas en la acera y me miró cuando se acercaba a cerrar la puerta. Yo tenía los tejanos puestos pero sin subir la cremallera, una bota puesta, la blusa desabrochada y el pelo húmedo. Me dolía el cuerpo y tenía los huesos molidos.

En esa décima de segundo me vi a mí misma como él debió verme: sola, desesperada, abandonada. Instintivamente supe cómo jugar mi baza.

—¿Por favor?

Su cara tensa se ablandó y sus hombros se deshincharon. Volvió la cara hacia el aparcamiento, con las manos en las caderas y supe que lo tenía en el bote. Se dio media vuelta.

—Muy bien, con dos condiciones.

Terminé de vestirme.

—Una, que estés fuera de mi coche antes de la mañana, y dos, si sigues enferma, te lanzaré a la cuneta.

Entró, recogió mi mochila y llevó las tres bolsas al coche. Yo le seguí, a cada paso me dolía desde los dedos de los pies hasta las articulaciones de las caderas. Estaba en camino hacia casa de Sarah. Llegaría esa noche, o la siguiente.

Viajar en su coche fue más duro de lo que creí. Su continua charla me enervaba, sobre todo porque a cada minuto me planteaba un tipo de pregunta que requería una respuesta, por lo que debía hacer un esfuerzo para escuchar y comprender. Eso me resultó muy duro, pues la mayor parte de mi atención se centraba en ese sobrecogedor y horrible dolor de piernas.

Probé todas las posturas imaginables, pero nada me alivió. No importaba si estaba con las piernas cruzadas, sentada sobre los talones o tumbada en el respaldo con los pies levantados. El dolor era el mismo. No lograba acomodarme y el dolor me inquietaba. No podía sentarme quieta.

Alrededor de medianoche cruzamos Nuevo México y nos detuvimos para comer algo en una típica parada de camioneros que permanecía abierta las veinticuatro horas. Me ayudó hasta una mesa a la que me senté, pálida y temblorosa, mientras chirriaban mis traicioneras piernas y él entró a lavarse las manos. Pasó un rato estúpidamente largo antes de que me percatara de que él no iba a volver. Cuando por fin tuve la certeza, me sentó como una piedra en el estómago, en medio del vacío y la bilis. Cogí el menú y descubrí que él había dejado diez dólares antes de esfumarse.

Pedí chocolate caliente y me lo tomé, evitando los ojos curiosos de los noctámbulos del lugar. Mis piernas irradiaban tanto dolor que parecía que calentaban las botas.

Me habían abandonado. Estaba en el camino, sola, medio tullida, en medio de ninguna parte. Me había dejado iría, sin decir adiós. La auto-compasión se convirtió en rabia. ¡Cómo se había atrevido! Acaso no habíamos compartido… ¿qué?

Exactamente qué has compartido, Angelina, me pregunté a mí misma y me di cuenta que lo peor. El hombre me había salvado la vida, me había dado de comer, me había llevado y yo ni siquiera le había preguntado su nombre.

Por un momento olvidé el dolor de piernas, maravillada ante ese hecho. ¿En qué me había convertido, cómo podía ser tan insensible? Me ardía la cara, aguanté un trago de cacao en la boca hasta que lo tragué junto con el puñado de auto-compasión que tenía en la garganta, se me nubló la vista bajo el torrente de lágrimas sin derramar.

No te detengas ahora, Angelina, me dije a mí misma. Parpadeé para borrar las lágrimas, bebí el chocolate y me desmayé ligeramente con el ataque de dolor de piernas. Sarah. Sarah sabrá qué hacer y cómo. La visión de Sarah tumbada en el suelo, con cada fibra tensa y lisa, la piel reluciente de sudor y la oleada de salud, me hizo sonreír. Eso es lo que quiero, pensé. Y Sarah sabrá cómo proporcionármelo.

Pedí otra taza de chocolate y un bistec poco hecho, me froté las piernas y miré a mi alrededor. Lo primero que vi fue el mantelito individual. Era un mapa del Estado de Nuevo México, con una gran estrella en la esquina noroeste que decía. «Café del Estado de Nuevo México» en unas espectaculares líneas rotuladas. Hacían juego con las letras del menú. Esta versión de «Usted está aquí» del mapa probablemente ahorraba a las indolentes camareras un millón de preguntas. Me elevó el ánimo. No me quedaba mucho trecho.

Bebí la segunda taza de chocolate y comí unos bocaditos del bistec muy hecho. El café estaba medianamente vacío en esa fría noche de Navidad. Los conductores de camión estaban en casa con sus familias. Tendría suerte si encontraba a alguien que me llevara.

¿Y si no lo encontraba?

Volvió a asaltarme la ansiedad. ¿Dónde pasaría el día? ¿Dónde dormiría sin congelarme? Necesitaba cobijo, oscuridad, una caja. Necesitaba recordar que Ella aún acechaba, esperando a que me rindiera, limitándose a observar, pacientemente, oh, tan pacientemente.

Me calmé, me froté los muslos e intenté recordar, no hacía mucho, cuando era más joven, más aventurada, cuando nunca me preocupaba por dónde iba a dormir, yo era una con la creación y pertenecía allí donde me encontraba. ¿Qué me ocurría en aquellos días?

No estaba segura. Pero algo había pasado. La vida despreocupada era para niños… para la niña que yo había sido en esa época… esa época anterior a Earl Foster, anterior a Lewis, anterior a Boyd.

Tres hombres se sentaron en unos taburetes giratorios redondos y verdes ante el mostrador de fórmica del Café del Estado de Nuevo México. Un muchacho fumaba cigarrillo tras cigarrillo en una mesa del rincón mientras su novia de pelo de rata dormitaba apoyando la cabeza en su hombro. Una mujer delgada sorbía café y se retocaba el lápiz de labios con un pañuelo después de cada sorbo. Me fijé en ella. Una vez vi la petaca que vertía en su café cada vez que la cansada camarera le rellenaba la taza.

Vio que la observaba y arqueó una ceja, ofreciéndome un trago. Sonreí, en medio de mi dolor tan personal, y decliné la invitación. Al cabo de un momento se había sentado conmigo sin que yo la invitara, pero estaba demasiado débil para protestar. Su cabello rojizo estaba tan perfectamente peinado que pensé que lo domaba con una redecilla. Brillantes sombras de maquillaje manchaban sus empolvadas mejillas y las cejas habían sido trazadas sobre una fina línea. Los ojos castaños brillaban en una cara arrugada con labios precisos. No era más alta que yo —un duende, pensé— y le sonreí.

Me dio unos golpecitos en la mano con su tono deslustrado.

—¿Viajas sola? —me preguntó.

Yo asentí.

—Yo también. Éste es mi viaje de Navidad, un pequeño regalo que me hago a mí misma cada año. Me encanta viajar. Es decir, por la noche. El día me asusta demasiado, todos esos camiones y autobuses y… cosas. —Volvió a verter la petaca en el café, luego enroscó fuerte el tapón y guardó la petaca de plata en el bolso—. ¿Te gusta… la noche?

Y sus ojillos brillantes se volvieron depredadores mientras los fijaba en mí por encima del borde de su taza de café.

Yo asentí.

—Eso creía. Sin embargo, ¿me gustaría que fueras distinta?

El dolor de piernas cedió un poco. No podía creer a esa mujer. Hablaba directamente a mi alma.

—Sí. Yo también.

—Olvídalo. —Agitó la mano por encima de la mesa—. Somos como somos. Eres demasiado joven para aceptarlo y disfrutar de tu vida nocturna. Yo desperdicié la mía intentando cambiar. —Sus manos hacían pequeños movimientos como si tocara el piano a cada lado del calé mientras lo miraba pensativa, con el ceño fruncido—. Así pues, ¿qué es lo que quieres?

—¿Perdón?

—¿Qué es lo que quieres? Los noctámbulos siempre desean algo. Siempre van a alguna parte o buscan algo o planean conseguir algo. ¿Y tú?

Lo pensé un momento.

—Necesito ir a… —aparté el plato y señalé en el mapa del mantelillo— aquí.

—Yo puedo llevarte —dijo ella—. ¿Qué buscas allí?

Me debatía entre enfurecerme ante sus inquisidoras preguntas o ser amable y participativa a cambio del viaje.

—Amigos —solté por fin—. Tengo que visitar a unos amigos.

—Ah —se carcajeó e indicó a la fatigada camarera que le sirviera más café—. Una balsa salvavidas. ¿Alguien que te salvará? Eso está bien. Te llevaré. Descubrirás que eso no funciona. Pero te llevaré. —Guardó silencio mientras la chica le rellenaba la taza, luego vació la última gota de licor en ella y removió el líquido negro con una cucharita—. ¿Dejarás que te lleve?

Yo asentí. Ella me sonrió, moviendo la cabeza de un lado a otro, repasándome. Bebí mi cacao frío y sentí el dolor de piernas. Me alegré que esa mujer, esa mujer vieja, rara e intrigante se ocupara de mí todo el trayecto hasta la casa de Sarah. Y entonces, con un jadeo, recordé.

—Me llamo Angelina Watson. ¿Y tú?

—Rosemary. Rose. —Sus penetrantes ojos relampagueaban ante mí mientras acababa su café en silencio. Luego, con los labios tensos, sacó dinero de su bolso de piel y lo depositó sobre la mesa—. Entonces, ¿nos ponemos en marcha?

La seguí obedientemente, ocultando el dolor que me golpeaba el cráneo al ponerme en pie, sintiéndome muy pequeña e inexperta. Hasta más tarde —hasta que fue demasiado tarde— no se me ocurrió que ella me había dicho que los noctámbulos siempre buscan algo. En lugar de preguntarle su nombre, debí haberle preguntado qué deseaba a cambio del viaje.

Pero para entonces ya lo sabía.

Notaba que ella se alejaba de mí. Notaba que Angelina se trasladaba hacia el sur y no pude hacer más que quedarme en Seven Slopes y esperar. Ansiaba volver a la carretera, volver sobre el rastro, pero toda mi información estaba dirigida allí, y tenía que esperar. Esperar es la parte más dura de la caza. Me limitaba a rezar para tener una de esas experiencias en las que podía ver a través de sus ojos, de manera que me permitiera echar un vistazo alrededor y tal vez reconocer un letrero o algo… Era dura esa espera. La más dura espera a la que he asistido nunca. Estar tan cerca

Y luego noté que Angelina estaba herida, realmente malherida y toda la aversión y el odio que sentía por ella se desintegró, como si… bueno, sólo se desintegró. Luego ya no quise seguir cazándola, quise abrazarla. Quise detenerla para que no se hiciera daño, ni hiciera daño a otros. Supe que si conseguía detener lo uno, lo otro se detendría automáticamente. Si ella no hería a nadie, no se heriría a sí misma.

Pasaba la mayor parte del tiempo en el bar Hot-Dogger, intentando dilucidar mi vida, y allí es donde me encontraron cuando por fin tuvieron noticias.