23

Había poco tráfico el día de Nochebuena. Caminaba por la carretera que salía de Seven Slopes en dirección suroeste, dejando atrás las experiencias vividas. Caminaba en la noche interminable, helándome de frío, con las estrellas como única luz. El cuerpo me pesaba, cargado de tristeza, de soledad.

A tres kilómetros de la carretera, enlacé con la autopista principal. Caía una nieve ligera, yo pateaba los guijarros de mi camino y sentía a través de las suelas de mis botas la vibración que indicaba que se acercaba un camión. Con cada uno que pasaba de largo, me adentraba con más arrogancia en su trayecto, de modo que ellos inevitablemente hacían sonar sus monstruosas bocinas de vapor y tenían que esquivarme. ¿No veían que necesitaba que me llevaran? Después de todo, era Navidad. ¿Adonde había ido a parar el cristianismo? Entonces el camión pasaba rugiendo, la atracción centrípeta casi me derribaba, me succionaba hacia las ruedas gigantes y, por un instante, entraba en calor, calor de la fricción y luego otra vez el frío, el viento helador; regresaba el silencio, siempre más intenso que el anterior, y luego cesaba la vibración del asfalto. El mundo era un lugar desesperadamente solitario.

Continué caminando, intentando fijar la mente en la marcha, en los kilómetros pasados, en la siguiente ciudad, que, seguramente, no quedaría lejos. Mi destino parecía abominablemente lejano, tan lejano que ni siquiera era una realidad, era una meta improbable. No creo que en verdad pensara que podía llegar hasta Nuevo México. Hacía demasiado frío, estaba demasiado cansada, demasiado agotada.

Entonces noté un resplandor en el cielo que tenía delante. Miré hacia atrás para asegurarme, sí, el cielo estaba indudablemente más claro hacia adelante. Una ciudad. Pronto llegaría a una loma y vería el letrero de un café, el primer camión pararía en este lado de la ciudad y sería acogedor y servirían chocolate caliente, y podría quedarme allí y descansar, entrar en calor y quizá conseguir que me llevaran hacia el sur, tal vez directamente hasta Nuevo México.

Entonces oí los tacones de mis botas, sentí su ritmo y la vieja sensación me limpió. La sentía, pero me resistía a rendirme a ella. Mi agonía me había mantenido en calor todos esos kilómetros. Pero allí estaba, innegable, el entusiasmo. La había dejado atrás. Estaba saliendo de la ciudad, empezando de nuevo. ¿Por qué había de sentirme melancólica? La vida era buena. Era libre, inteligente y capaz. El pasado no tenía por qué atormentarme.

Di unos cuantos pasos saltando mientras el resplandor del cielo se hacía más intenso. Todo mi cuerpo se estremecía en libertad. Sentí el temblor en el suelo, creció hasta convertirse en un rugido y el siguiente camión se detuvo y me invitó a subir.

En la cabina se estaba caliente y el conductor tenía un termo de café caliente que compartimos. Avanzamos hasta esa ciudad y la siguiente y me castañeteaban los dientes en el ambiente caldeado del camión. No tenía idea del frío que había pasado hasta que empecé a entrar en calor y luego la tarea me pareció imposible. El hielo se me había metido en la médula de los huesos.

El conductor se llamaba Ned y era un buen chico. A menudo lo sorprendía mirándome con curiosidad y aunque no deseaba ser ruda con él —después de todo me estaba llevando y dando calor y café—, tampoco apreciaba su manifiesto interés. Encontré una manta detrás de mi asiento y me arropé con ella.

—¿Eres una fugitiva?

—¿De qué?

—Ya sabes. La escuela. La familia.

—No. No tengo familia.

—¿Adonde te diriges?

Sus preguntas eran exasperantes.

—Nuevo México.

—¿Tienes familia allí?

—Como he dicho, no tengo familia. Tengo amigos allí.

—¿No eres excesivamente joven?

Eso era demasiado. Me volví para mirarle directamente a la cara, para que no tuviera que escudriñar a hurtadillas por encima del cuello de mi abrigo.

—No soy demasiado joven —dije.

—Oh —respondió él, obviamente cortado—. Lo siento. Al principio me pareciste mucho más joven. Ahora veo…

Su voz se extinguió.

Recorrimos kilómetros silenciosos.

—¿Cuándo has comido por última vez?

—No tengo hambre.

—Ésa no era la pregunta.

—¿Por qué te interesa? ¿Intentas mantener una conversación o convertirte en mi guardián?

—Oye. He recogido lo que creí era una niña medio congelada y famélica de la cuneta de la carretera. Se supone que no llevo autoestopistas. Sólo intento ayudarte y todo lo que me ofreces es insolencias.

Él tenía razón. Me refugié en los pliegues de la manta.

—Voy a parar a comer algo. Te compraré un bocadillo, si quieres; tal vez comer te quitará el mal humor. O puedes ver si encuentras a otro que te lleve. No sé por qué adoptas una actitud tan negativa, pero yo no tengo por qué aguantarte.

No tenía nada de hambre; me temblaba el estómago de frío.

Por fin detuvo el camión en el aparcamiento de un café, lo aparcó con destreza y paró el motor.

—Hay un enlace a poco más de un kilómetro —me dijo—. Allí puedes encontrar a alguien que viaje hacia el sur. Buena suerte.

—Gracias —le dije y con dedos temblorosos me quité la manta y cogí la manecilla de la puerta.

—Quédate la manta.

—Oh, no, está bien. Oye —le dije, plegando la manta y colocándola detrás del asiento—. Siento haber sido una molestia.

—No has sido una molestia, simplemente no eres divertida. Puedo pasármelo mejor solo —dijo, luego bajó, esperó a que saliera, me dio la espalda y caminó hasta el café.

Me dio la espalda y caminó hasta el café.

Me dio la espalda.

Le observé marcharse, intentando reunir la suficiente indignación como para salir tras él, pero no pude.

De nuevo la vida era dura; era un pesado fardo sobre mis hombros. Le miré marcharse, pensé en correr tras él, disculparme. Pensé en seguirle hasta el café, pedir una taza de chocolate caliente, pero ¿no sería un error suplicar otra oportunidad? Le miré marcharse, luego me coloqué la mochila a la espalda, me la ajusté lejos de donde me había rozado y eché a andar. La próxima vez sería más simpática.

Sin dejar de caminar, un pie delante y otro atrás, finalmente divisé el enlace. Era una solitaria farola que bañaba con luz amarilla un solitario cruce de caminos. A medida que me acercaba me parecía más solitario y más yermo, y unos copos ligeros caían en diagonal desde el foco de luz.

Me sentía cada vez más deprimida, mirando a ese pequeño cono de luz, en el silencio de la noche y en la intimidad de la nieve a mi alrededor. Por fin llegué hasta el cruce, me quedé en la curva bajo la luz y ése fue el fin de mi resistencia. Dejé caer la mochila a mis pies y junté mis rodillas congeladas, sosteniéndome lo mejor que pude, con unos temblores que empezaban a convertirse en convulsiones. No podía seguir.

Habría sido mejor que Ned no me hubiera recogido. Empezar a entrar en calor y luego volver a congelarse era mucho peor. Mi abrigo no estaba hecho para ese viento mordiente; tenía insensible la porción de pierna entre el abrigo y las botas. Tampoco notaba los dedos de los pies y tenía tiesos los de las manos.

Metí cada mano en la manga opuesta y permanecí de pie, con los hombros subidos hasta las orejas. Si recordaba correctamente la charla informal de Seven Slopes, pronto me entraría sueño a medida que mi sangre se espesara y subiera lentamente a mi cerebro. Entonces me tumbaría a descansar, a echar una siestecita.

Qué idea más agradable. Cerré los ojos. Echar un sueñecito parecía una idea maravillosa. Casi imaginaba un hermoso y cordial sueñecito y tal vez, tal vez al despertar, me encontrase en casa, en la cama, acurrucada, cómoda y caliente, y todo habría sido una horrible pesadilla.

O tal vez no. Tal vez morir allí mismo, en aquel momento, sería lo mejor. Ya no habría más huidas. Ni más soledad. Ni más ser una extraña, ser diferente. No tendría que ponerme bien, o ponerme mejor, ni esforzarme por mantenerme despierta durante las horas de luz diurna. No tendría que preocuparme por mi pasado ni por mi futuro. Ni por Ella. Noté que me tambaleaba. Pensé que sería mejor tumbarme antes de que me cayera, pero mi mente estaba demasiado ocupada para pensar lo suficiente como para actuar. ¿Por qué todo el mundo pensaba en cortarse las venas o colgarse? Esto era tan superior. Simplemente salir afuera el día de Nochebuena y echar una siestecita.

Hasta el frío perdió su rigor. El concepto «frío» dejó de existir. El frío se hizo mi amigo, mi compañero. Entra, entra. Tú y yo descansaremos juntos durante un buen rato. Qué reconfortante. Qué placentero.

Entonces se produjo un estruendo terrible. Abrí los ojos y ante mí había un coche tocando la bocina. Un hombre miraba por la ventanilla. Quise hacerle señas, no gracias, me encuentro bien, pero tenía los brazos algo cansados, así que me limité a cerrar los ojos.

Mis brazos estaban demasiado cansados también para resistirme, cuando se acercó y me empujó al asiento delantero de su coche. Las rodillas no se me doblaban y temí que me rompiera los huesos, pero ni siquiera eso importaba demasiado. Estar sentada fue toda una mejora con respecto a estar de pie. Descansé la cabeza en su hombro, sintiendo las vibraciones de su voz, y me dormí.

Mostré a la policía de Seven Slopes toda la información que tenía sobre aquellos tres asesinatos de Westwater. Atraje su atención.

Entonces un poli empezó a contarme todos esos casos de personas desaparecidas que habían archivado, más de quinientos y el setenta por ciento en el año pasado. Caramba con estas pequeñas ciudades. Sujetan las cartas tan cerca del pecho… temen por su preciosa industria turística. Evitando la publicidad dejaban el campo libre a Angelina. Eso también le permitió escabullirse.

Drogas, pensaban ellos, o gente descarriada que no estaban donde ellos decían que estaban. Un lugar de tránsito durante la temporada, decían ellos. No podían responsabilizarse de los turistas.

Pero yo sí lo sabía. Sí lo sabía. Angelina. Maldición.

Pasé un rato en Seven Slopes, charlando con la gente, gente con la que ella había trabajado, gente con la que había convivido, en busca de otra pista, escrutando los periódicos, los servicios cablegráficos de noticias, los informes de policía. En busca de otra pista. La prensa empezó a hablar un poco de la situación, nos prestaron cierta colaboración nacional y por fin me sentí como si estuviera haciendo algo positivo.

Cada vez que veía autoestopistas en la carretera, me paraba y les gritaba. Jesús, niños que aceptaban viajar con extraños. No tenían ni idea, no tenían ni la más remota idea de todo lo que anda por ahí suelto.

Yo les decía: «Cuando estás en el lugar equivocado en el momento equivocado pueden ocurrirte ciertas cosas. Si sigues haciendo autoestop te estás metiendo directamente en la boca del lobo. Tú te lo estás buscando. No coquetees con el peligro. Apártate de este maldito modo de vida».

Y terminaba dándoles un consejo: «Vete a casa y cierra las puertas».