22

Débiles notas musicales de una melodía melancólica flotaban suspendidas en el aire a mi alrededor. Se movían lenta y lánguidamente. Las azuzaba con un empujoncito de mi psique: ánimo, creced, cantad, cantad alabanzas… ¡Dejadme fluir, llevadme con vosotras y cantemos la música de las esferas!

Pero en lugar de eso, sentía como si se estuvieran extinguiendo, decayendo con un chirrido enervante, como un disco de fonógrafo rayado cuando se desenchufa de la corriente.

Me desperté despacio, sintiendo primero el frío que me había calado hasta los huesos durante mi sueño. Sentí la oscuridad a mi alrededor y eso era bueno, era reconfortante y sentí la dura madera debajo de mí y a mi alrededor; estaba segura, estaba cerrada, estaba bien.

Luego me acordé de Joshua y se me revolvió el estómago con una sacudida nauseabunda. Vi su rostro, no en paz, sino con una horrible sonrisa ante la muerte.

Abrí la tapadera de mi caja y aspiré una bocanada de aire fresco. Mi apartamento estaba negro como la boca de lobo. La cabeza me daba vueltas de mareo y tuve que sostenérmela con ambas manos para aquietarla. Salí despacio de la caja y bajé de la mesa, tambaleándome un instante antes de correr al baño para vomitar todo lo que contenía mi estómago.

Era negra, la nauseabunda sustancia que salía de mi boca y se vertía sobre el lavabo. La dulce y sabrosa ambrosía que había sido mía la noche anterior se había vuelto negra, pestilente y odiosa en el curso del día; durante mi sueño me hinchó el estómago y la vomité en un violento flujo ácido.

Me vino a la mente la palabra de Boyd. Asesinato. Había asesinado a Joshua; no cabía duda. No había actuado para calmar su dolor. No había actuado en despreocupado delirio. No había actuado para agradarle a Ella. No había gozado de la música, ni de la cordial y familiar consecuencia. La había expulsado a Ella de mi vida y seguía matando. Había asesinado a Joshua y al hacerlo había perdido mi alma.

Apoyé la mejilla contra la porcelana manchada y observe el hilo de saliva que conectaba mis labios con el remolino de masa negra que arrastraba el agua. El estómago seguía dándome vueltas convulsivamente y aún sentía nauseas. Esperé. Gotas de sudor me enfriaban la piel mientras mi respiración resonaba dentro de la pila.

Mis brazos delgados como palos eran del mismo color que el lavabo; llevaban un año sin ver la luz del día.

Yo había renunciado a Ella y sin embargo continuaba viviendo a su manera.

Ella se había ido y Joshua se había ido y yo no tenía a nadie, a nadie, a nadie.

A nadie excepto… al Boyd de mis fantasías.

La depresión y la desesperación me endurecieron los miembros. Descansé el rostro en mis brazos cruzados sobre el lavabo y sentí el dolor que venía de dentro.

Había llegado la hora de marcharme. Mi estancia en Seven Slopes había concluido. Pronto volvería a oír mis pasos sobre la autopista.

Me incorporé despacio, me duché y me vestí con ropa de abrigo. ¿Qué había sucedido allí? Me parecía como si el pasado año y medio no hubiera sido más que un macabro recuerdo. Había acudido a Seven Slopes en busca de empleo, diversión, amigos. La vida había sido nueva y excitante. Mi futuro, que había sido brillante y lleno de gozo esperanzador, era ahora sombrío, horrible y siniestro.

¿Qué había hecho mal? Mis intenciones eran buenas, al menos eran rectas. Nunca deseé hacer daño a nadie y mira lo que había hecho… oh, mira…

Me temblaron las rodillas mientras meditaba sobre mi vida en Seven Slopes. Era como si por primera vez pensase en ella. ¿Nunca antes había meditado sobre mis razones? ¿Nunca antes había sido sincera conmigo misma? ¿Había mentido, engañado y pecado así por voluntad propia todo este tiempo?

Parecía increíble.

Y precisamente ahora tenía una oportunidad. Podía quedarme y dejarme atrapar; encerrarme a mí misma. O podía irme, rectificar e intentar pagar mi deuda con la sociedad convirtiéndome en un miembro activo. La dialéctica proseguía, pero yo ya había tomado una decisión.

Saqué la mochila del estante del armario y la llené de ropas de abrigo prácticas, dejando todas las prendas brillantes y de primavera que me habían resultado tan gratas, pero que colgaron mustias durante mucho tiempo. Vacié la nevera y di de comer a los gatos y a las ratas. Deambulé por el apartamento, tocándolo todo, recordando cómo había conseguido cada cosa, la excitación de amueblar mi primer apartamento, de pagar por mi propio modo de vida y me entristeció dejar todo aquello.

Sobre todo…

Extendí la capa sobre la tapadera de la caja, la alisé allí donde estaba dura y tiesa debido a la sangre de Joshua. La capa encima de la caja y ésta a su vez encima de la mesa de madera parecían un altar. Y, de alguna manera, lo eran. Era un altar a la madurez, a crecer y a dejar atrás las cosas de la infancia. Era un símbolo de la búsqueda de la verdad y la justicia y hacer buena toda la maldad.

Algún día regresaría a Seven Slopes y cuando lo hiciera sería una buena persona, una persona encantadora, una adulta e ingresaría en el Yacht Club y jugaría al bridge y haría todas las cosas buenas y propias de los adultos.

Abrí la ventana de la segunda habitación para que las ratas pudieran subir y escapar, luego cerré la puerta del dormitorio para que los gatos no se las comieran al intentar salir. Me despedí de cada uno de los gatos y gatitos, mis amigos, con sus voces maullantes que me resultaban tan queridas y su olor felino tan agradable y reconfortante. Los echaría de menos.

En un gesto final de despedida, entré una última vez al dormitorio, supongo que para convencerme de que me iba, de que no había ninguna esperanza de que me quedara y, al hacerlo, vi lo que verían ellos cuando entrasen.

La indignación creció en mi interior, al saber que pronto ellos violarían mi espacio, entrarían en mi dominio, en mi reino y verían ante ellos justo lo que yo estaba viendo en aquel momento.

Bueno, no lo harían. Recogí la capa de la tapadera de la caja, la doblé y la metí en el último resquicio de mi mochila.

Espera, Angelina —me dije a mí misma—. No vas a necesitar la capa. Déjala.

Y luego pensé en Boyd cuando viera mi pequeño altar, pues seguramente lo haría y sonreí y volví a dejar la capa en su dramático lugar sobre la caja. Me colgué la mochila al hombro y me fui sin volver la vista atrás.

En lo alto de la escalera, el aire gélido caía sobre mi rostro como una máscara. Miré la calle desierta de izquierda a derecha. Mi aliento flotaba ante mí mientras intentaba tomar una decisión. Adonde ir. Qué camino tomar. Izquierda o derecha.

El frío empezaba a molestarme y durante un breve instante deseé tener más carne en los huesos. Al sur. Iría al cálido sur.

Westwater.

Lewis.

Los talones de mis botas recuperaron pronto su sonido familiar y rítmico; mi marcha tenía un propósito y me encaminé hacia el teléfono cercano a la biblioteca. La calderilla tintineaba en mi bolsillo y pensé que probablemente bastaría para una rápida conversación. Durante todo el camino discutí conmigo misma si debía llamar o simplemente aparecer. Si llamaba, él podía decirme que no fuera. Si me limitaba a ir a su casa, él podía rechazarme en persona. No sabía qué sería peor. Pero seguramente él desearía verme. En otro tiempo Lewis me había amado, algo tenía que quedarle. Al menos debía ofrecerle la oportunidad. Tal vez, podríamos recuperar lo que tuvimos…, tal vez ambos habíamos crecido, cambiado.

Mientras depositaba las monedas, mi mente volvió a Westwater, al baile juvenil, a la camioneta de Boyd y a esa noche encantada y mágica que pasamos juntos, a la estación de autobuses y al hombre del abrigo con el cuello de piel de castor. ¿Realmente podía regresar?

Entonces sonó el teléfono y respondió una voz femenina.

—¿Diga?

Me quedé un momento en silencio, sorprendida, y ella repitió:

—¿Diga?

Era la voz de una mujer. Podía verla: alta y delgada, pelo azabache, buena cocinera y probablemente buena jugadora de tenis. Ella y Lewis eran jóvenes y sanos, una buena pareja, una pareja prometedora, los inicios de una familia que duraría toda la vida. ¿Qué demonios estaba yo haciendo?

Me aclaré la garganta y en una voz que sonó demasiado joven, demasiado débil, demasiado inferior, dije:

—¿Está Lewis?

—No, me temo que no. ¿Quiere que le dé algún recado? ¿Llama a larga distancia?

—Sí, soy una amiga de hace mucho tiempo… —A lo lejos lloraba un bebé—. Sólo quería hablar con él un momento.

—Bueno, ¿puede llamarle él? —dijo sin un asomo de celos en la voz; estaba segura.

—No, no. ¿Es usted su esposa?

—Sí.

—No, no le diga nada. Dígame, ¿está bien?

—Sí, está muy bien. Todos estamos bien.

—Eso es bueno —dije—. Eso es todo lo que deseaba saber.

—Bueno, vale. Está segura…

—Estoy segura. Gracias. Adiós.

Colgué el auricular y apreté la frente en un lado de la cabina.

El prometedor Lewis. Revalorización de la casa. No, él y yo nunca podríamos, nunca.

Volvía a estar abocada hacia la carretera, sin destino, sin dirección, sin conocer a nadie, empezando de nuevo, combatiendo no sólo contra mí misma y las presiones adolescentes del crecimiento, sino también contra los elementos y las condiciones sociales de la vida.

Era demasiada carga.

Pensé brevemente en Rolf, pensé en ir a Pennsylvania. Pensé en Boyd. Sabía que no estaría casado y con un hijo. Pensé en la comisaría de policía de la localidad, en una taza de chocolate y alguien en quien confiar.

Me alejé de la cabina telefónica, ya agotada, me dolían los hombros de la carga psicológica y miré el cielo invernal, vi caer unos cuantos copos junto a las farolas de la calle. La ciudad estaba desierta. Claro. Era Nochebuena.

Necesitaba un lugar donde curarme, cambiar. Necesitaba que alguien me ayudara, me enseñara, me mostrara el modo.

Y de repente supe adonde ir. Sarah. Seguramente su invitación aún seguía vigente. Probablemente incluso tendría un árbol de Navidad.

La policía abrió su apartamento en cuanto yo llegué, lo cual ocurrió unos tres días demasiado tarde. Creo que yo vi cómo mataba a ese pobre tipo, ese vendedor de periódicos y, cuando leí sobre ello, supe que había sido ella y me puse en marcha. Parece que en la ciudad todos conocían a Angelina y todo el mundo tenía cosas agradables que decir de ella. El peor comentario que recogí fue que era un poco rara, pero nadie creía que ella hubiera hecho el daño que había hecho.

Hasta que abrimos su apartamento.

Dios, era horrible. Todo el lugar era negro. Paredes, mesa, cortinas, todo negro. Olía a madriguera, o a hura, o a cueva de murciélagos. Ahí estaban los restos de lo que supuestamente habían comido los gatos desde que ella se había ido. Los gatos olían bastante mal, pero… bueno, era bastante duro de aceptar. El lugar era absolutamente inmundo, con la ventana abierta y los gatos entrando y saliendo, y más gatos, y gatos en celo y luchando y camadas bajo la mesa y oh, Jesús.

Había dejado abierta la ventana del cuarto trasero y las ratas habían entrado y anidado allí, pero la policía las cazó y cerró la ventana.

En el otro dormitorio había un colchón en el suelo, desgarrado y arañado, y una mesa con un ataúd encima. Por el amor de Dios. El policía que iba delante de mí salió de esa habitación tan rápido que casi choca conmigo. Se persignó y no se acercó. Yo también estaba asustado, pero sabía que tenía que abrirlo. Los otros policías se alegraron de que fuera yo quien lo hiciera.

Un gato amarillo acurrucado encima. Lo espanté, él resopló y bajó de un salto. La caja estaba cubierta con una prenda de toalla azul o negra. La aparté, un lado estaba apelmazado y tieso. La policía la metió en una bolsa de plástico. Debajo se encontraba el ataúd.

El ataúd estaba hecho con clavos doblados y bordes sin pulir, no era más que una caja conforma de ataúd, un embalaje de tablas en realidad. Lo miré y supe que iba a abrirlo y me pregunté qué demonios estaba haciendo yo allí. Reuní valor y lo destapé.

Estaba vacío, pero no del todo. Mi alivio inicial al comprobar que no había nadie dentro fue vencido de inmediato cuando olí el aroma de la caja. Me incliné y olí, era inequívoco. Entonces lo supe. Lo supe a ciencia cierta. No cabía duda. Era el olor de Angelina. Lo sabía de memoria, lo había dejado en el interior de mi camioneta, impregnado en mi abrigo, por todas partes. Tenía un olor particular, como todo el mundo, pero a mí me parecía un perfume.

La caja olía igual, no había error. Era fuerte, pero también era distinto, era más… Cielos, ¿cómo lo describiría? ¿Salvaje? ¿Animal? Es como cuando hueles una madriguera de zorro, nunca la olvidas. Así era.

De modo que al instante supe que buscar a Angelina no sería tarea fácil. Angelina había cambiado, muy bien. Había sido astuta. Pero yo también contaba con bazas importantes a mi favor. Angelina estaba realmente enferma. Realmente enferma. Lo bastante enferma como para dormir en un… Dios.

Los enfermos, hasta que se curan, siguen enfermando cada vez más.