Transcurrió una noche y Ella no contactó conmigo. Luego otra noche y más tarde una semana entera. Mis emociones eran tan intensas que poseían consistencia física. Ansiaba volver a verla. Deseaba con todo mi ser estar con Ella, sentirla junto a mí, conmigo, dentro de mí, en torno a mí. La extrañaba tanto que tenía ganas de hacerme una herida para poder superar el dolor, de acurrucarme en un rincón y mecerme adelante y atrás.
A la vez temblaba de excitación por haberme librado de Ella. Me castañeteaban los dientes y eso que vestía gruesos jerseys y tupidos calcetines, incluso durante las cálidas noches de verano, y siempre tenía frío en los brazos y las piernas. Apenas podía creer que lo hubiera conseguido, que hubiera derrotado a lo que amenazaba con destruir mi alma.
En lo más hondo de mi corazón no creía que Ella fuera a rendirse tan fácilmente, pensaba que Ella no había hecho más que retirarse y me estaba observando, que me estaba volviendo loca al pensar que poseía siquiera una pizca de poder sobre su inmensa personalidad. Pero me negaba a albergar estos pensamientos. Me subía un poco más la manta de la determinación y hacía otro montón de planes para mi vida.
Con el tiempo cesaron los temblores. Mi termostato interno parecía recuperar la normalidad. Dejé las mantas y los jerseys. Sin embargo, conservaba el horario nocturno, pero estaba bien: una cosa detrás de otra, sabía que con el tiempo eso también cambiaría.
Me aventuré a salir de vez en cuando al supermercado en busca de provisiones, e intenté probar suerte cocinando pan y esas cosas en mi pequeño horno. Las noches se desplegaban ante mí y compré más lámparas para expulsar a la oscuridad de mi apartamento. Evité, lo mejor que pude, la extraviadora influencia de la noche y cada amanecer, agotada del esfuerzo, me metía en mi caja y me felicitaba por el éxito de otra noche.
Transcurrieron varias semanas en las que Ella no dio señales de vida, y empecé a sentirme mucho mejor conmigo misma. Mi audacia fue en aumento y empecé a salir de casa al atardecer y a pasar algún tiempo con Cap antes de que el Yacht Club se llenase de gente.
Siempre estaba encantado de veras al verme. Al principio me costaba creer en su entusiasmo, pero con el tiempo me encariñé cada vez más con él. Parecía preocuparse por mi aspecto, siempre hablando de vitaminas y de las ventajas de raros alimentos, y no había ocasión en la que saliera del Yacht Club sin algo en el estómago o al menos en el bolsillo. No cabía duda de que tenía poco apetito. Yo cocinaba, pero uno o dos bocados me saciaban. La mayoría de la comida iba a parar a los gatos o, en el caso de los alimentos asados, a la familia de ratas que se había mudado al dormitorio que quedaba libre.
Me ahorré explicaciones diciéndole a Cap que había estado enferma de gripe y las estaba pasando moradas para recuperar peso. Su risa estallaba contra la barra y las relucientes mesas, y me contaba lo mucho que él llegaba a comer en una comida familiar tipo la de Acción de Gracias. A Cap le encantaba la comida. Sus ojos brillaban cuando hablábamos de dorados pavos asados y el crujiente sabor a nueces aderezado con arándanos, y yo le ayudaba a barrer el suelo y me reía de su preocupación por lo que seguramente sería su fin. Cap padecía del corazón y él sabía que con el tenedor se estaba cavando su propia tumba.
Y cuando la gente empezaba a llegar para tomar su copa vespertina, yo le daba a Cap un beso en la mejilla y me escapaba por la puerta para dar un paseo.
Empecé a andurrear cada noche por la pequeña ciudad, pensando en cada esquina en regresar a casa e intentar dormir, intentar romper la rutina, dormir un poco cada noche para recuperar el horario normal, estar despierta un poco cada día. Pero irremisiblemente, a medida que transcurrían las semanas y las noches se hacían más largas, la oscuridad me impregnaba hasta los poros y desistía de la idea. En cambio, estaba contenta con dejar la mayoría de las tiendas al personal de día, de dejar la vida mediocre y normal de los que trabajaban de nueve a cinco.
Vagaba por las calles todas las noches, hablando en el lenguaje de la noche a los otros habituales con los que me topaba.
Y las noches se volvieron frías. Spartacus y sus hijas tuvieron una camada cada una y yo ya no encendí las luces en casa. Andurreaba desde la puesta del sol hasta la salida, inquieta, sin descanso, buscando algo, cualquier cosa, que me diera la paz, que llenase el vacío innominable que chirriaba de vacuidad.
Yo sabía que Ella me esperaba y buscaba desesperadamente una diversión, un camino alternativo, un modo de rehuirla, aunque también sabía que su paciencia era eterna. Lo veía tan claro como podía ver el rostro de la luna llena.
En noviembre la nieve empezó a caer, los visitantes regresaron y el Yacht Club estaba abarrotado desde que abrían hasta que cerraban. Lo evité.
Me sentía frágil, como si mis huesos se hubieran descolorido y mis abrigos y mis prendas de invierno ya no bastaran para guarecerme del frío mientras yo vagaba a través de la noche y la nieve. Hasta mi apartamento era frío. Por la ventana rota que los gatos utilizaban de puerta siempre se colaba el aire fresco.
Una noche, cogí mi capa del armario y me la puse. La notaba pesada, más pesada de lo que recordaba. Al tocar el tejido sentí un escalofrío macabro de ansiedad. Había pasado mucho tiempo. Me la puse sobre los hombros y me la até al cuello.
Para calentarme —me dije—, para calentarme. Me puse el abrigo encima y salí a la noche, al invierno, y odié el hecho de que hubiera empezado a sentir la oscuridad exterior como un hogar.
Hundí las manos en los bolsillos, mis dedos se cerraron automáticamente sobre las chucherías del bolsillo y las frotaba inconscientemente mientras caminaba junto al umbroso almacén de la calle. Apenas eran las diez de la noche, pero hacía un frío espantoso y la nariz se me enrojeció y empezó a gotearme antes de pasar dos manzanas. La nieve estaba por caer, pesada en el aire, amortiguando los sonidos, distorsionándolos de tal modo que el crujir del hielo bajo los tacones de mis botas cobraba el aspecto de un ruido de la cuarta dimensión, y las luces amarillas sobre la nieve blanca y el aire gélido añadían un aura surrealista a la ciudad. La sentía desierta.
La sentía desierta.
Los restaurantes y bares de la ciudad estaban llenos a rebosar, así que evité la calle principal, no deseaba tratar con borrachos ni toparme con conversaciones felices. No me sentía como para que me atrajera la comodidad de un fuego y los jerseys de vivos colores que vestía la gente de pelo limpio y mejillas sonrosadas.
Arrastré dificultosamente mis botas contra la nieve de la acera de una calle paralela a la calle mayor.
Cuando llegué a la esquina donde convergen la calle Jack con Poplar, vi el puesto de periódicos de Joshua, encendido, cálido e incitante. Al cabo de dos pasos vi a Joshua, sentado en su postura de siempre detrás de la caja registradora, levantando una bolsa de papel hasta los labios y luego limpiándose la boca con la manga de su asquerosa y raída chaqueta del ejército.
Visitar a Joshua era una ocurrencia poco frecuente, pero no necesariamente desagradable. Abrí la puerta y casi me asfixio en el aire cálido y húmedo que olía a vino barato y a Joshua.
—¡Hey, Angelina! ¿Qué tal estás en esta noche desapacible?
—Helada. Joshua, gracias. ¿Y tú?
—Cuidando la tienda. Cuidando la tienda. ¿Has venido a buscar algún material de lectura o sólo a charlar?
—Sólo compañía, si no te importa.
—¿Importarme? Uno se siente solo aquí. Oye. Vigila esto. Voy un minuto a la trastienda. Atiende a los clientes que entren ¿vale?
Carraspeó, cogió sus muletas de acero que reposaban apoyadas en la pared, luego echó a andar a paso renqueante y desapareció tras la cortina a rayas que separaba la parte delantera del puesto de la trastienda.
La trastienda —yo lo sabía de anteriores visitas— consistía en un asqueroso cuarto de baño, con lavabo individual y pilas y pilas de revistas y periódicos viejos. La parte delantera de la tienda era parecida, sólo que las revistas y periódicos eran algo más recientes, más actualizados y la caja registradora era nueva. Joshua me había dicho que la asociación de comerciantes iba de vez en cuando y le adecentaban la tienda, limpiaban el suelo, pintaban un poco, pero nunca se molestaban en la trastienda.
Detrás del mostrador había dulces, chicles y cigarrillos, y de izquierda a derecha grandes expositores de revistas. Cuatro aparadores de libros de bolsillo, gruesas novelas de guerra y la ventana del escaparate estaba llena de tebeos. Los periódicos estaban apilados en el suelo alrededor del mostrador principal, para que al hacer la compra, uno tuviera que permanecer a varios centímetros de distancia e inclinarse. A Joshua le gustaba eso, hacer perder el equilibrio a la gente.
Tenía el monopolio local. Esa coqueta y pequeña ciudad mantenía su vergüenza particular, su héroe de guerra particular, su ídolo roto: un veterano de Vietnam que alimentaba y cuidaba a una pequeña mascota. Joshua rebañaba la caridad como una gran salsa con un mascado mendrugo de desdén.
Y eso lo había vuelto viejo.
Había apilado dos puñados de periódicos y estaba sentada sobre ellos, desabrochándome el abrigo, cuando oí que Joshua terminaba del lavabo, oí el sonido de sus muletas metálicas y enseguida volvió a asomar tras la cortina.
—¿Te has ocupado de esta racha de clientes por mí? —Sonrió él. Yo me sentí como si fuera la única en la ciudad de quien Joshua no se burlaba. Me arrojó una bolsa de papel que yo cogí por reflejos—. Come algo, ¿lo harás?
Abrí la bolsa y descubrí dos donuts endurecidos.
—Oh, gracias, Joshua. No tengo hambre.
—Te estás consumiendo. ¿Qué demonios pasa contigo?
—Últimamente he estado enferma, creo, pero ahora ya lo he superado.
—Bueno, eso está bien. No conozco a nadie más que venga a sentarse conmigo por la noche. —Hubo un largo silencio mientras Joshua dirigía su atención hacia la botella que guardaba en la bolsa de papel. Nunca bebía mientras yo estaba con él, pero escrutaba su licor como si fuera su único punto de referencia—. ¿Por qué lo haces?
—Me gustas.
—Y una mierda. Yo no le gusto a nadie. Soy muy rudo.
—A mí me gustas.
—¿Sí?
Casi vi el asomo de una sonrisa en la comisura de su boca, pero no se la permitió.
—¿Qué es lo que te gusta de mí?
—Lo que está al otro lado de tu fachada ruda. Lo que serías si olvidases esa imagen y adoptases la que es más humana.
—No sabes de qué coño estás hablando. Primero pierde ambas piernas y las pelotas, y luego háblame de ser más humano.
La expresión de su rostro nunca se alteraba. También eso era parte de su fachada.
—¿Es que nada te conmueve? ¿Te has endurecido tanto que nada puede afectarte?
De repente me sentí como si yo fuera Joshua y estuviera enfrentándome a mí misma, a una extraña e inconcebible parte de mi ser.
—Será mejor que te vayas.
—Entonces te he afectado, ¿no?
—Sal de aquí, Angelina. Esta noche me aburres.
Cogí el abrigo.
—Yo me preocupo por ti, Joshua. Me preocupo porque estás sentado aquí noche tras noche, bebiendo y lamentándote para tus adentros. —También eso era una nueva faceta de mí misma—. Me gustaría enternecerte… de otro modo.
Su mirada nunca se desviaba. Noté cómo un destello de interés cruzaba el fondo de sus ojos, y sentí, como si fuera mío, mi propio deseo de cambiar, de unirme con una parte mejor de mi ser, pero en Joshua era una esperanza demasiado radical para ser real, la esperanza de que una muchacha, una muchacha de verdad le mirase, le volviera a enternecer con amor. Seguía mirándome y me di cuenta de que yo me preocupaba por él. Me preocupaba por Joshua y me preocupaba por mí, por mi propio bienestar. Su rostro era de repente joven e inocente, el mío se sobre impresionó en el suyo, como en una fotografía accidental, ambos absortos en los estragos del desencanto.
Un temblor recorrió mi cuerpo y me froté las manos. Cuando le miré de nuevo volvía a ser Joshua, el sucio, repelente, amargado Joshua. Había cerrado la puerta ante el rostro amenazador del afecto.
Se precipitó hacia sus muletas y se irguió, acercándose a mí. Su rostro revelaba el ansia del deseo. La suave caricia de las manos de una mujer sobre su piel bastarían para cambiar su vida. Yo tenía ese poder y debía usarlo en ese momento. Al levantarme me topé con las estanterías de tebeos que resbalaron en ríos rojos y azules de cubiertas satinadas. Puse mi abrigo sobre ellos en la ventana del escaparate, arreglándolos y ordenando su deslizante montaña.
En ese momento me escindí de mí misma. Me sentía indefensa ante lo que estaba haciendo, no comprendía mis razones, ni siquiera comprendía lo que estaba a punto de hacer. Sólo sabía que Joshua necesitaba esperanza; había vivido demasiado tiempo con miedo. Le disuadí de que cerrara la puerta con una caricia de mi mano en su brazo. Joshua apagó las luces y, un instante más tarde, me volví hacia él, con una peculiar y turbadora excitación en el estómago.
Joshua se sentó sobre mi abrigo, en el borde del escaparate, apoyó las muletas contra la pared y, cuando cogí la cinta que me ataba la capa alrededor del cuello, mis glándulas salivales se pusieron a funcionar. Fue entonces cuando descubrí mi propósito y el hambre que había ido creciendo en mí todos aquellos meses; la insaciable y voraz ansia que sentía por Joshua, no por Ella ni por ninguna otra cosa más que por él. Él.
Y ahí estaba, sentado, con aspecto pequeño y frágil. Enfermo. Ansioso. Esperando. Sabiendo.
Le rodeé con mi capa y le entregué mi amor. En el escaparate. A la luz. Y probé la aspirina, oh, este dolor nunca cede. Y probé el vino que él había bebido y el azúcar en los alimentos que él había comido, probé dolor y más dolor y la soledad y la aflicción, y los tebeos se arrugaron y empaparon por debajo de nosotros, y Boyd lo veía todo, pero a mí no me importaba.
Ni tampoco a Joshua.
En cuanto vi los titulares del periódico de Denver, busqué Seven Slopes en el mapa y salí pitando. No había dormido mucho la noche anterior, de modo que conducía un poco ido. Sólo recuerdo dos cosas del viaje. Una es que conduje a una velocidad jodidamente excesiva, lo supe en ese momento, pero deseaba atraparla, acabar con eso, encerrarla y retirarla de la circulación. Fuera de la sociedad y de mi mente. Estaba demasiado cansado y conducía demasiado rápido. Por fortuna, eso no me ocasionó ningún problema.
El segundo recuerdo es una frase que me daba vueltas en la cabeza. Como cuando se te pega una canción. Bueno, desde el momento en que vi el titular, cogí mi maleta y salí por la puerta, hasta el momento en que entré en Seven Slopes, la idea que me revoloteaba en la mente era ésta: ¿Cómo podía ella… como podía abrazar tan cariñosa y tierna a un tipo y acto seguido dejarle seco? Ante el escaparate de una tienda. Cristo bendito.