19

Regresé al Yacht Club varias mañanas seguidas al acabar de trabajar, pero no podía seguir a Cap, que estaba siempre despejado y descansado. Me dolía continuamente la mandíbula de controlarme de una manera tan drástica. Yo no resultaba una compañía agradable. Al cabo de más o menos una semana, mi turbación me había arrebatado lo mejor de mí misma y empecé a ir directa a casa. No era simplemente llegar a casa después de trabajar. Me sentía como si cada día salvara mi vida. Cuando cerraba la puerta en lo alto de la escalera, casi estaba salvada. Cuando cerraba la puerta al final de la escalera, daba un suspiro de alivio. Podía relajarme.

El hogar. Mi apartamento era mi refugio. Era cómodo y era mío. Tenía su aroma peculiar: a sótano, rozando la humedad. El olor era agradable, era característico, era familiar. Olía como a hogar. El apartamento tenía mi personalidad, todos los muebles los había hecho yo, o los había recogido o comprado. La luz siempre estaba baja, tenue y suave. Podía ser yo misma entre esas frías paredes. No necesitaba fingir. Llegué a considerarlo casi un amigo, un protector, un compañero.

Lo primero que hacía cuando llegaba a casa era pensar en Sarah. Notaba la escasa carne de mis brazos y pensaba en ella, redondeada, musculosa, saludable, resplandeciente. Volvía a ajustarme la mandíbula y prometía comportarme como era debido para ir por el sendero recto hacia un estilo de vida tan sano como el de Sarah.

A veces creía estar al límite del ataque de nervios. Mi personalidad era tan inestable como para quebrarse. La idea era vaga pero omnipresente y se alojaba en lo hondo de mi mente. A todas horas sentía que me encontraba bajo una terrible presión. No tenía ni idea de dónde procedía la presión, ni tampoco qué hacer con ella, ni examiné detenidamente la sensación. Siempre había tenido en cuenta la posibilidad de enloquecer por completo —de hecho, yo sabía que en ocasiones había estado loca— y esa posibilidad aumentó cuando experimenté extraños destellos que no guardaban ninguna relación con mis experiencias.

Por ejemplo podía estar desayunando y preguntándome si Mary Lou se habría graduado después de divorciarse de Al, y albergaba sentimientos cariñosos hacia ella, y luego me percataba de que no conocía a Mary Lou. No conocía a Al. Eso me pareció un síntoma de demencia. No tenía ni idea de lo que significaba un ataque de demencia, ni qué podía hacer si ocurría. No estaba segura de reconocerlo si sucediese, pero sabía que al menos podía hacerlo en privado, ya que no a salvo, si me sucedía en casa. Por eso corría a casa después de trabajar y nunca invitaba a nadie.

Y entonces Ella empezó a perseguirme.

Era un asunto privado y no deseaba compartirlo, ni siquiera admitirlo. No estaba seguro de quién era Ella ni cuáles sus poderes o intereses sobre mí, pero su atención era tan tentadora, tan sensual, tan particular, que me arrastraba por completo. Me atraía absolutamente. Me enamoraba absolutamente. Empecé a bajar la guardia, contrariando el sentido común.

La primera vez que la vi había sido en casa de Lewis. Hasta ese momento Ella rara vez me permitía recordar nuestras conversaciones, y mucho menos ver su rostro. Yo la conocía sólo como una esencia etérea que aparecía en medio de mis meditaciones. La que vivía dentro de la música. Y ahora, después de la muerte de Fred, Ella vino a buscarme, Ella me quería, Ella me deseaba y yo era…

Yo era joven. Muy joven. Y los jóvenes no conocen el peligro.

Descubrí que yo actuaba para obtener su aprobación. Con el tiempo, se desvaneció la idea de estar lo suficientemente bien para Sarah. Era demasiado adulador, demasiado alentador, demasiado divertido. Buscaba cosas ingeniosas para decir y descubrí que lo hacía para divertirla. De algún modo, sabía que Ella me observaba todo el tiempo. Sabía que nadie que me amase tanto como Ella querría estar conmigo todo el tiempo. Empecé a vivir con su idea tan íntimamente como vivía con el color de mi cabello.

Yo sabía lo que le gustaba.

A Ella le gustaba que me citara con la gente que llamaba al servicio de mensajería en mitad de la noche y que dejara la oficina vacía para reunirme con ellos.

Ella fue la única que me habló del estanque y de la vieja cabaña donde los llevaba y luego enterraba sus restos en la nieve para que la primavera los encontrase, si las hambrientas alimañas no los descubrían primero.

Ella me dirigía hacia las zonas más pobladas por turistas aptos para mis fines. Ella me ayudaba a elegir ropas atractivas, a decir cosas inteligentes y seductoras a aquella gente que Ella elegía por mí, cuando antes yo había sido una mentecata incapaz de abrir la boca.

Y mientras Ella me dirigía, me sentía muy orgullosa de demostrarle lo que había aprendido de Ella, que sus enseñanzas no se habían perdido, que yo era inteligente y deseaba agradarle, que pronto se desarrollaría mi imaginación y empezaría a inventar nuevas maneras creativas de desplegar mis recién adquiridas dotes de seducción.

Me fabriqué una capa azul marino de tela de toalla, lavable a máquina, para llevar debajo de mi abrigo y hacer mi trabajo limpiamente, como a Ella le gustaba. Dije e hice cosas abominables, complaciéndome en su aprobación. Mantuve conversaciones voluptuosas con los clientes, completadas con insinuaciones obscenas, delante de las demás chicas del turno de día, para consternación de éstas y entusiasmo de Ella. Empecé a salir más, me volví más animada.

Y luego iba a casa, cerraba la puerta con llave, daba de comer al gato y comía yo si tenía hambre, alargando el tiempo, el momento, excitándome.

Y luego llegaba la hora en que finalizaban mis obligaciones. Me tumbaba sobre el colchón tendido en el suelo y me ponía a meditar. Los labios me hablaban al oído —los carnosos, rojos y brillantes labios— y Ella me hablaba con claridad y determinación, mansamente, y me explicaba el placer que yo le había proporcionado esa noche.

Y a cambio Ella me daba placer a mí.

Se me aparecía siempre en una o dos formas. Cuando estaba despierta, meditando, los labios me hablaban y, aunque sólo los veía a través del ojo de la mente, conocía cada pliegue, cada arruga de sus labios, cada curva de blancos dientes, cada mancha reluciente en la punta de su lengua.

Y cuando juntas nos escabullíamos a través del vacío, escuchando la música, y yo me sentaba tranquilamente mientras Ella ejecutaba los sonidos, como si Ella, la niebla, fuera la misma sustancia de las notas. Ella cambiaba a medida que la música crecía. Se arremolinaba como una bruma delicada. Se expandía en grandes masas de niebla en movimiento y me nublaba la visión, mientras caía sobre mí y me envolvía, excitándome, estimulándome. La música debía ser creación de Ella; nadie más podía haber imaginado algo tan bello, tan perfecto, tan esencialmente adecuado para nuestra relación, nuestras experiencias, nuestras personalidades, nuestra unión y nuestro amor.

Otras veces nos limitábamos a conversar: por su ingenio, experiencia y sus anécdotas daba gozo estar a su lado. Pero sobre todo su esencia era la del amor y cuando estaba con Ella, me sentía total y completamente amada.

Ahora parece incomprensible, pero pasó mucho, mucho tiempo antes de que me percatase de que Ella no tenía ningún nombre, ni tampoco la conocía. Mi soledad y el deseo de estar con otra alma se hacía confuso a la luz de su brillante y amorosa personalidad, y creí que había encontrado lo que estaba buscando.

Quizá fuera cierto.

En realidad era Ella quien había encontrado lo que estaba buscando, pues cuando me conoció obtuvo mi devoción de un modo tan completo como yo obtenía la sangre vital de Sus víctimas.

En nombre del amor.

Los días se hicieron más largos, llegó y pasó la Pascua, los regurgitantes autobuses dejaron de vomitar turistas y en las laderas de las montañas empezaron a aparecer parches marrones. Salí del invierno como si amaneciera de un profundo sueño, como si me despertara de un sueño tan lleno de terrores nocturnos y ruidos extraños que la realidad no hiciera más que levantar sospechas.

La nieve derretida corría por las calles, bajaba de las colinas, y los grandes torrentes y los barrizales constituían una situación apurada para quienes vivían por debajo de nosotros.

La primavera me trajo una sensación de renovación. Vi como la hierba se volvía verde, las hojas brotaban en los árboles. Caminé junto a los árboles en el crepúsculo de la mañana y de la tarde, e, inspirada por todo ello, deseé una vida a la luz del día, entrar en la luz del sol y reírme en su calidez.

Pero en lugar de eso dormía durante el día. Desde el ocaso hasta la aurora dejaba que la oscuridad penetrase en mi mente. Estaba continuamente ocupada, sorprendida de mi rareza, dolorida por mi soledad, deseando con tanta fuerza… pero tenía miedo. Buscaba amistad, camaradería. En lugar de eso sólo encontré víctimas.

Empecé a perder la salud. Temía no sobrevivir a las noches, que pasaban factura a mi cuerpo. Ya apenas me reconocía a mí misma en el espejo. Necesitaba hacer algunos cambios.

Lo primero que hice fue dejar el servicio de mensajería para siempre. No necesitaba el empleo. Era demasiado… demasiado… opresivo. Al dejarlo sentí un gran alivio. Ahora podía hacer exactamente lo que se me antojase, sin limitaciones de tiempo, sin sentimiento de culpabilidad. Podía pasar el rato como gustase. Podía vivir de mis ahorros y de la cuenta de Pennsylvania durante mucho, mucho tiempo.

Pero esa primera noche, en lugar de dormir y empezar a readaptar mi peculiar horario para que coincidiera con horas de vigilia más normales, me levanté con Spartacus, la gata que me había adoptado cuando yo andaba deseosa de madurez y responsabilidad, cuidándola mientras ella daba a luz a una camada de cuatro gatitos, dos machos a rayas amarillas, otro manchado y una tigresa igual que su madre. Sostuve a los recién nacidos en la mano, aún húmedos de los jugos embrionarios y los acaricié y les hablé, los olí y los sentí. Eran tan puros, los pequeñines. Nunca habían comido, nunca habían maullado, nunca habían pensado. ¡Qué limpios! ¡Qué gustosos! Chupé la cara de uno, probando su humedad —salada, como las lágrimas—, probando su vida. Luego lo puse en la caja con su familia.

Pero entonces apareció Ella otra vez y, al principio, temí cuál sería su reacción al saber que yo había dejado el servicio de mensajería. Temía que Ella ya no me encontrase graciosa, ni excitante, ni atractiva, cuando en realidad esos miedos sólo existían en mi mente. Su afecto era incondicional y consistente.

De hecho, mis pequeñas inseguridades, mis temores y deseos de una vida distinta, palidecieron ante la inmensidad de su afecto, su consistencia, su fortaleza firmemente arraigada.

Cada noche había algo que me entretenía, me mantenía despierta y me impedía ajustar mi horario. Mi lucha contra ello consistía en poco más que un pensamiento voluntarioso, pues Ella siempre tenía la última palabra, y cuando me acurrucaba en las sábanas con los puños apretados contra los ojos, Ella acudía y me susurraba al oído, y mi cuerpo ávido de caricias respondía. Estaba perdida. Perdida de nuevo.

A medida que la noche se aclaraba y la negrura de los ventanucos de mi sótano se volvía lechosa, el cansancio me vencía y ya no podía sostener la cabeza erguida. Por fin llegaba el sueño, un duermevela sin sueños que no suponía ningún descanso.

REBECCA DEL ROSARIO: En realidad no deseaba arruinar a Angelina, pero estaba verdaderamente descontrolada. Me tomé mi tiempo antes de delatarla, porque no quería que sonara a uvas amargas, ¿sabe? Me refiero a que de verdad quería que me devolviera mi turno; mi novio también trabaja por las noches, de modo que era perfecto y era una pena que yo tuviera que trabajar durante el día, una verdadera lástima.

Pero Angelina se lo buscó. Al principio pensé que no hacía su trabajo, registrando las llamadas y todo eso. Me imaginé que se dormía. Las chicas siempre suelen dormirse en el turno de medianoche, ése es uno de los problemas que siempre ha tenido la señora Gardener.

De modo que la encubrí un poco, bueno a veces nos encubrimos entre nosotras. Luego las chicas del turno de mañana empezaron a contarme esas historias fantásticas sobre el modo de actuar de Angelina.

Debía de estar tomando drogas o algo así. Ellas me contaron que hablaba muy fuerte. Sabes que con los auriculares que llevamos, un susurro es suficiente, pero me dijeron que Angelina paseaba de aquí para allá entre ellas, con el cable telefónico enchufado al tablero, respondiendo a las llamadas, gritando a la gente, hablándoles muy fuerte y diciéndoles cosas terribles.

Una vez le dijo a un cliente que nunca se citaría con él porque era italiano y todo el mundo sabe que los italianos comen ajo y ella no soportaba el sabor a ajo en un hombre. ¿Se lo imagina? Estaba totalmente descontrolada.

Y cuando descubrí que había estado saliendo de noche, bueno, ahí lo tenía. Sólo tenía que decírselo a la señora Gardener. La señora Gardener podía haber perdido un montón de clientes y ése era el trabajo de todas, ¿no es cierto? Angelina no tenía derecho a hacernos eso.

La vi el día que la señora Gardener la despidió. Me dejé caer por allí pronto, porque sabía que la señora Gardener llegaría temprano para ver a Angelina antes de que se fuera a casa y con eso tuve la prueba. De hecho, casi no la reconocí. Llevaba más de seis meses en el turno de noche y un chico se había aprovechado de ella. Estaba tan delgada como un saco de huesos. Sus ojos estaban vidriosos y hundidos. Su cabello rubio ya no parecía rubio, era una especie de gris. Parecía ansiosa por largarse y cuando la señora Gardener la despidió, se limitó a coger el cheque y largarse. No dijo nada. Creo que le costaba mucho mantener los ojos abiertos. A mí me habría despejado que me despidieran, eso seguro. Pero a Angelina no. No sé qué drogas estaría tomando, pero iba realmente flipada. Quiero decir que había visto gente flipada antes y ella lo estaba del todo.

Me preocupé un poco por ella, ¿sabe? Angelina vivía en un sótano debajo de un almacén en el barrio industrial de la ciudad, un lugar bastante siniestro. Fui a hablar con ella, para ver si se encontraba bien, pero nunca contestó a mis llamadas a la puerta. Eso estuvo bien, porque en realidad yo no deseaba ir a ese lugar, era demasiado macabro. Sólo quería controlarla, ¿sabe? En realidad, nunca deseé ser su amiga.