18

El apartamento de Fred estaba muy bien decorado con mobiliario caro y de excelente gusto. Parecía el anuncio de una revista, terminado en apagados colores pastel, obras de arte originales y un amplio panorama de las pistas de esquí cubiertas por la nieve y la librería de la ciudad iluminada por la noche.

Sus dos perritos le saludaron moviendo el rabo y contoneando el cuerpo, resoplando y bailando de excitación. Yo tenía ganas de pisarlos, pequeñas cositas repelentes. Seguramente percibieron mi opinión, pues me ignoraron por completo, recibieron muestras de amor y cariño de su amo, y luego, a una orden de éste, desaparecieron en la habitación más lejana de la casa.

Entonces acaparé la atención de Fred. Toda la atención.

Sus manos largas parecían cubrir cada recodo de mi cuerpo mientras me ayudaba a quitarme el abrigo. Para mi sorpresa, me descubrí a mí misma temblando ante sus caricias, la excitación me ponía la piel de gallina hasta los dedos de los pies y los pezones se me ponían duros como pequeñas nueces. Sirvió dos vasos de agua mineral con rodajas de limón, luego bajó las luces y nos acomodamos en el sofá a mirar el panorama. Me sentía muy cómoda a su lado. Yo estaba abierta y excitada ante sus caricias.

Me estaba convirtiendo en una mujer.

—A veces —dijo él— me siento aquí, aquí mismo en este sillón y observo todo el día los esquiadores —su mano empezó a jugar con el cabello de mi nuca. Yo notaba como me subía la temperatura—. Y en vacaciones, por la noche, toda la gente de la patrulla de esquí sube a la cima y baja esquiando con antorchas. Bajan en línea y zigzag, y trazan distintos dibujos, sosteniendo esas llamas en la noche oscura contra la nieve blanca.

Me besó detrás de la oreja. Yo quería ver los esquiadores con antorchas. Casi podía extraerlos de su recuerdo y verlos a través de mi mente.

Me cogió el vaso y lo dejó sobre la mesa de café, luego me acercó hacia él. Su abrazo no se parecía en nada al de Cap, ni al de Lewis. Era enjuto y duro, y me dolía la piel de estar en contacto con la suya.

Él debió de oír mi pensamiento porque se desabrochó la camisa, me sacó la blusa de los tejanos y con una mano en mi espalda, apretó mi vientre desnudo contra el suyo. El contacto fue seguido por una vibración eléctrica. Sentía el escalofrío recorrernos a los dos y nuestra respiración se detuvo un momento. Entonces él se separó y me miró intensamente. Empezó a desabrocharme despacio la blusa mientras yo me quedaba allí sentada, mirándole a la cara, recordando los detalles, y él se ponía a hablar.

—Hay algo mágico en esquiar a toda velocidad. Bajas tan deprisa las vertientes que te da miedo a caerte. —Su toque liviano me quitó la blusa tan rápidamente como crecía su pasión—. Es tan estimulante que no puedes detenerte, no deseas detenerte, no deseas caerte. —Su rostro empezaba a cambiar y sus dedos se hicieron más duros en su excitación—. Porque si te caes los cristales pueden hacerte trizas. ¿Qué camino seguir, eh, Angelina? En una explosión de triunfo orgásmico, una mancha roja en el declive de tu pista favorita.

Cuando me hubo desabrochado la blusa y los tejanos, se ocupó de su ropa. Nos inclinamos hasta quedarnos horizontales sobre el sofá, incongruentemente cálido justo delante del enorme y frío ojo de una ventana, que nos mostraba el invierno en todo su esplendor.

De repente me apretó fuerte, dejándome un morado en la cintura, luego me tumbó sobre el sofá y con una mano me bajó los tejanos hasta las rodillas y su dedo cálido y seco me penetró, y yo grité ante lo inesperado del acto. Él dudó un instante, sonriéndome con cariño, luego se puso en pie, lanzó el resto de mis prendas, me quitó los tejanos, luego me cogió en brazos y me llevó a través de la sala de estar hasta el dormitorio.

Nos acostamos sobre la suave colcha, nuestras manos ocupadas en el otro, así como nuestras bocas, que probaban, chupaban, hablaban en tonos bajos y tiernos. Fue una coreografía magnífica. Me sentí como si hubiéramos bailado juntos cientos de veces antes.

Nuestras piernas se entrelazaron, luego se recompusieron. Él intentó montarme, movimiento que evité con poca dificultad y continuamos nuestra danza, luchando cada vez más intensamente. La fricción física creció y nuestro vals se convirtió en un combate —una batalla de dos voluntades— examinando, probando, retrasando. Su frustración crecía con cada una de mis negativas, mi excitación explotaba con cada nuevo énfasis de su frustración.

El combate se agudizó, el dolor entró entre lo permitido y sentí que me ardía la muñeca y un tobillo de la fricción con la piel mientras me zafaba de su llave.

Entonces la música se elevó en mis oídos. Parecía como si hubiera estado allí toda la noche, tocando un dulce acompañamiento a nuestro cortejo y ahora el volumen aumentaba con un apropiado cambio de intensidad.

Los acordes musicales fueron memorables, monumentales, el arreglo era único, era nuestro, se exaltaba en el coro, construyendo, construyendo, el crescendo casi nos ensordecía, y yo oía mi parte orquestada, sabía cuándo dejaba de ser un pas de deux para convertirse en un solo y Fred se tumbó de espaldas. Yo me senté a horcajadas sobre su pecho y me agarré a los músculos pectorales, clavándole los dedos en los sobacos, aguantando, aguantando, aguantando un último momento más largo y durante el tañido de címbalos vi la expresión de su rostro, el destello de la duda, el instante de la verdad y la pizca de remordimiento, y yo me abalancé sobre el gusano gigante que latía justo debajo de su oreja.

La canción de cuna que sonaba sobre mi cabeza mientras bebía fue la música más dulce e inocente que he oído nunca. Hablaba de paz y armonía y vida, y vida después de la vida. Fred se quedó quieto y mi respiración se ralentizó. Chupé más, estaba llena, pero él era tan puro, tan delicioso, era como un arroyo fresco en un día caluroso… no soportaba desperdiciar nada. Enrollé las piernas a sus pesadas extremidades y me acurruqué con la canción de cuna, estimulando el pezón de mi alimento con los dientes, frotando con las manos su peludo pecho y masajeándole los músculos faciales hasta que se relajó.

Cerré los ojos y vi los esquiadores con las antorchas, zigzagueando por la montaña. Mi rostro se ablandó en una sonrisa y pensé en la expresión de Fred cuando hablaba de esquiar rápido, tan rápido que temía caerse, y conocí la sensación. Sentí el alborozo, vi a la Muerte volando sobre la montaña a mi lado. Conocí a Fred en ese momento y lo amé.

Hasta que no me percaté del peligro de dormirme no me di cuenta de que habíamos caído al suelo en nuestra violenta contienda y nos habíamos llevado la mitad de la colcha con nosotros. Me senté y rocé la carne fría con las yemas de los dedos entretanto mis pasiones se enfriaban aún más y, mientras deslizaba los dedos sobre sus rodillas, volvió a suceder.

Vi a Boyd.

Lo sentí mirando a través de mis ojos, viendo lo que yo veía, el hermoso y fuerte cuerpo de Fred Bertow, durmiendo el eterno reposo, con el cuello desgarrado y la colcha arrugada colgando de la cama. A los ojos de Boyd no era hermoso. Era bárbaro y repugnante.

Luego volvió a ser dulce y tierno. Me dirigí hacia mis adentros y miré directamente la expresión conmocionada y de repulsa de Boyd, y le dije:

—¿Los amas antes de matarlos, a los indefensos animales que asesinas con tus armas automáticas? ¿Les das placer o al menos una oportunidad honesta? ¿Los amas, Boyd? ¿Los amas como hago yo?

Y entonces empecé a reírme, me enjuagué la barbilla y sentí el viscoso fluido y noté que había goteado en mi pecho, entre mis senos y se había mezclado con mi rubio vello púbico. Y me reí más y más. Luego él se fue y yo regresé a la habitación, al silencioso dormitorio en el que sólo estábamos Fred y yo. Oí a los perros gemir en la otra habitación, y de repente el buen humor desapareció.

Era como si acabara de despertar y estaba conmocionada por lo que había hecho. Estaba horrorizada. ¿Cómo había sucedido? ¿Cómo pude permitir que eso sucediera? No sólo dejé que sucediera, sino que yo lo busqué. Yo hice que sucediera.

Se me quebró el alma dentro de mí. Me inundó la desesperación. Me percaté de que no tenía ningún control sobre mi vida. Todo lo que había hecho en los meses pasados para evitar que la oscuridad se adueñara de mi vida había sido en vano. Todo en vano. Todo. No podía creer que hubiera vuelto a matar.

Entonces tuve frío y miedo.

Esa noche llegué puntual a trabajar, pero mi mente estaba turbia y me dormía durante mi turno.

Por la mañana me arrastré como pude y cuando por fin dieron las ocho fui al Yacht Club a cumplir mi cita para desayunar con Cap. Me disculpé con la excusa del cansancio, pero en realidad era la vergüenza lo que me cansaba así. Él me guiñó un ojo como si comprendiera que había pasado una noche movida y me dejó marchar.

La policía no llegó hasta al cabo de seis días. Para entonces, los perros de Fred habían dado buena cuenta de lo único que podían comer, mutilando las pruebas que la policía hubiera podido conseguir como causa de la muerte. Como yo era aparentemente la última en verlo con vida, vinieron a preguntarme si se había quejado de indigestión o dolores en el pecho o de algún tipo.

No lo había hecho y así se lo conté a la policía.

En realidad me enfurecí y me descontrolé cuando empecé a ver a Angelina, quiero decir a verla de verdad.

Angelina y yo estábamos conectados de una misteriosa manera. No puedo describirlo, era como

Cuando yo era un niño solía pasar mucho tiempo llamando a la gente por teléfono. Bueno, el teléfono de una chica siempre comunicaba, pero el resto descubrimos que si gritábamos en el teléfono entre las señales de comunicar podíamos hablar con otras personas que estuvieran llamando a su número y oír la señal de comunicar. Era una misteriosa conferencia.

Bueno, algo así sucedía con Angelina y conmigo. Caíamos en una especie de vacío, como ese lugar en donde existía la señal de comunicar y nos veíamos. A veces podía ver por sus ojos, como brillantes ventanitas en el vasto agujero negro, ventanas al mundo exterior.

Y al igual que la señal de comunicar, creo que había más, pero nunca me dio tiempo a investigar. Siempre me pillaba por sorpresa. Y Angelina solía hacer lo mismo

La primera vez que ocurrió, casi me cago. Pero luego empezó a ser más frecuente. Tuve que dejar mi trabajo. Temía que me sucediera mientras estaba trabajando con una sierra o algo por el estilo, o mientras conducía. Dejé de conducir. La conexión duraba sólo un segundo o dos. Justo lo bastante para consternarme, supongo. No sé por qué. No creo que Angelina lo hiciera a propósito. Creo que estaba tan consternada como yo.

Pronto me cansé de mirar a sus víctimas y escuchar su demencia, y empecé a buscar pistas sobre su paradero. La mayoría de las veces me quedaba en casa a esperar a que volviera a suceder y a concentrarme en cualquier cosa que divisase desde su punto de vista: un jalón, el cartel de una calle, cualquier cosa. Me quedaba en casa y esperaba oír algo sobre extraños asesinatos en la televisión, en los periódicos o en el servicio de cablegramas. Vivía para encontrar indicios sobre su paradero.

Ella supo cuándo empecé a buscarla. Al principio Angelina era muy cuidadosa, pero a medida que transcurrió el tiempo, perdió el control. Se volvió descuidada y empezó a dejar un rastro.