16

Durante el turno de noche trabajaba de un tirón, sin descansos. Respondía llamadas, calculaba los totales del día, renovaba y ponía al día la información de los clientes, hablaba con los clientes solitarios y borrachos, respondía a las alarmas contra ladrones llamando a la policía, trabajaba en emergencias de distintos tipos, todo en un estado de actividad frenética, de ansiedad y movimientos contenidos. Mantenía mis emociones tensas y evitaba hablar demasiado con los usuarios.

Sentía el alba, más que la veía, la atracción cedía, se relajaba mi percepción de la realidad y volvía a respirar. Había pasado otra noche, la había derrotado una vez más.

A las seis en punto, otra chica, normalmente Theresa, se incorporaba al cuadro de conexiones. Juntas hacíamos las llamadas horarias de despertador, preparábamos el café para la señora Gardener, limpiábamos los cuadros y nos preparábamos para la avalancha de llamadas.

Theresa era una animada pelirroja que siempre se estaba peleando con su novio y luego se quedaba despierta toda la noche para enmendarlo. Me gustaban sus notables comentarios en torno a la primera taza de café. Su mera presencia me animaba. La veía como la encarnación completa del día: el resplandor del sol, la salud, la felicidad, el amor. Incluso la turbulenta relación con su novio traía luz a la habitación.

A las seis y media llegaba Judy y para entonces el cuadro estaba encendido de llamadas. Ésa era la franja del hogar y, con el día, mi humor mejoraba bastante. A las ocho llegaba Suzanne para reemplazarme. Fichaba con la tarjeta, guardaba mis auriculares, rellenaba mi informe diario y me iba, agotada.

La mañana que conocí a Cap Nicks yo salía del edificio con las piernas fatigadas para internarme en el helado aire de diciembre. Toda la noche había librado una batalla con la paciente, pacientísima oscuridad, trabajando sin descanso y luego emergiendo a la luz del sol llena de ávidos esquiadores que marchaban por las aceras con nieve apilada, los esquíes al hombro, con un aspecto demasiado activo, saludable y animado para ser las ocho de la mañana. Recuerdo que miraba su desfile, sintiendo el agotamiento en cada célula, pensando que me sentaría bien una taza de chocolate caliente o incluso un café.

En lugar de girar a la izquierda, bajar por la calle y llegar a mi casa-sótano, giré a la derecha y subí hacia la calle mayor hasta un puesto popular de desayunos.

Debí haberlo sabido. La fila de turistas esperando el desayuno salía por la puerta y se alargaba dos tiendas más allá. Era la temporada del visitante, Angelina, me dije a mí misma. Era un duro concepto, el del populacho estacional, y yo no estaba acostumbrada.

Mientras permanecía allí, me percaté de que ni el café ni el chocolate caliente eran el verdadero motivo. Lo que yo quería era compañía, deseaba estar con alguien interesante. Cualquier cosa que me impidiera ir a casa, a un apartamento vacío.

De repente, la soledad me pareció sobrecogedora. Sentía la necesidad de compartir con alguien los terrores de la noche, la confusión sobre mi pasado que me estrangulaba las ideas. Necesitaba hablar con alguien, estar con alguien. Necesitaba aprender no sólo el significado de la palabra «remordimiento», sino también ver a otras personas que vivieran con él. Y «remordimiento» no era la única palabra que necesitaba comprender. «Altruismo» era otra. Como también «compromiso» y «sacrificio». Todas esas palabras sociales.

La soledad me envolvía como el sudario de un leproso. No tenía a nadie. A nadie excepto a Boyd y él era imposible. Sin embargo, algún día regresaría con Boyd. Algún día podría mantener la cabeza alta y estar limpia.

Continué caminando, pasé los almacenes, dejé atrás la entrada de servicio de las galerías comerciales. Oí los tacones de mis botas sobre el suelo helado y sobre la nieve prieta, sobre el hielo e incluso sobre el pavimento, pero no sonaba igual. Sonaban graves.

El aire era punzante y gélido, y me destilaba la nariz. Hundí las manos en los bolsillos, donde una encontró un viejo Kleenex y la otra jugueteó con un penique y un guijarro pulido. El sol brillaba y se reflejaba en la nieve. Me detuve un momento dejando que la tristeza y la soledad se mezclaran con el cansancio. Caminé por la cuneta tiznada de negro y sentí lástima de mí misma.

Sentí como si me estuviera rindiendo. La vida era demasiado dura. Tenía que luchar sola contra la oscuridad y era demasiado, demasiado duro. Me sentí vieja.

Quería tumbarme sobre el montón de nieve y esperar a que alguien viniera a rescatarme. Deseaba que alguien me alejara de todo eso, que cuidara de mí. Estaba cansada de hacerlo todo yo.

Pero me limité a seguir dando patadas al montón de nieve y cuando gasté un poco del exceso de energía, decidí que mi casa era el lugar donde debía estar. Allí me prepararía una buena taza de té caliente, me pondría cómoda y dormiría. Estaba muy cansada.

Sintiendo el sol calentándome la espalda y el frío en la cara, bajé la cabeza y eché a andar hacia casa. De repente, el santuario de mi pequeño apartamento me resultó atractivo. Podía ocultarme allí. Aceleré el paso.

Había cruzado la calle, escuchando nueva vida en mis pasos, cuando oí una voz ronca, afilada por el whisky gritando un saludo.

—¡Buenos días! ¿No es una belleza?

Un hombre, un hombre grande al que le salía la carne por encima de los pantalones se hallaba en el portal de la esquina de unos almacenes. Era calvo, estaba descalzo, llevaba una camiseta de cuello cerrado, daba palmas contra el frío y bailaba un poco, pues sus rosados y desnudos dedos de los pies se hacían daño con los duros granos de sal esparcidos por la helada acera.

—¡Si sigue mirándose los pies mientras camina, se perderá el día! —Se quedó en silencio, meditando un momento, frotándose fuerte las manos y luego los brazos enrojecidos—. ¿Tiene prisa?

Volvió a sonreír con los dientes grandes y blancos. Yo dije no con la cabeza.

—Bueno, demonios, entonces entre, salgamos de este frío.

De repente empezó a temblar convulsivamente, ejecutando una extraña danza con los pies desnudos y balanceando obscenamente el vientre.

—Maldición, que frío hace fuera.

El hombre abrió la puerta y entró, sonriendo ante su peculiar invocación.

Me siguió y cerró la puerta tras él.

—Bueno, preciosidad, ¿qué puedo ofrecerte? ¿Café? ¿Té? ¿Un amigo? Eso es lo que yo necesito, un poco de compañía. Un poco de compañía femenina. Me llamo Nicks. Capitán de este club. Todos me llaman Cap.

—Yo soy Angelina Watson. Un té estaría bien.

—Marchando una taza. —Se dio media vuelta, luego se paró y saludó con la mano desde el almacén—. Bienvenida al Yacht Club Antituristas de Seven Slopes.

La habitación ocupaba todo el vasto extremo de un almacén. El tejado con sus claraboyas y vigas de metal se extendía mucho más arriba. Una partición de metal dividía el Yacht Club del resto del edificio del almacén, pero la pared sólo llegaba tres o cuatro metros de alto.

Con todo su espacio, el Yacht Club estaba decentemente amueblado y parecía, si no cómodo, como mínimo habitable. Varios módulos de salón distribuían el espacio, junto con lámparas, alfombras y una atmósfera hogareña. Una cocina con tres frigoríficos y un bar separaban el resto de la sala de las dependencias personales de Cap, que, según podía ver, consistían en una cama desecha, un armario y varias cajas de cartón. Una larga barra se extendía por dos de las paredes, un ecléctico surtido de taburetes de bar aguardaban ante ellas. Todas las tuberías a la vista estaban bien pintadas y el resultado era el interior más extraño que había visto en mi vida, pero no era desagradable. No era en absoluto desagradable.

Cap regresó con una camisa a cuadros desabrochada sobre la ilimitada camiseta y con una taza de té en un platito. La puso sobre una mesa de café donde descansaba un tazón de café humeante y me indicó que me acercara.

—Ven, ven, siéntate aquí. Justo debajo de esta mesa está la calefacción. Hace que toda esta zona sea bonita y agradable. Así que vamos, ¿qué le parece mi club?

—Es muy peculiar —dije.

—Ja, ja. ¿Acaso no es verdad? Le llamamos la «buhardilla». Eso le da más clase, ¿no crees?

—¿Qué es exactamente este lugar?

Se dejó caer pesadamente en el sofá, moviendo los codos.

—Antes de que vinieran los turistas, teníamos una linda ciudad. Un hombre podía ir a un bar del barrio y tomar una copa tranquilo, llevar a su chica, ya sabes, quizás tomar un bocadillo o algo así.

Me bebí mi té. Canela.

—Y luego descubrieron Seven Slopes. Ta-chán. Una buena cobertura informativa, anuncios en todas las revistas de esquí, subieron los terrenos y las facilidades para el esquí, y ahora los bares están llenos de cocaína y estúpidos de vacaciones. Unos pocos nos reunimos y fundamos el Yacht Club. Está abierto todos los días excepto los lunes, ése es mi día libre, y de vez en cuando, cuando me voy a dormir. —Gruñó hacia la mesa y dio un sorbo de su café—. Así que tú eres mi primera cliente de hoy.

—Y tú eres el capitán.

—Así es. Capitán. Antes de que me llamaran Cap me llamaban Jefe. Trabajaba en la línea de ferrocarril de Denver, pero ahora estoy retirado.

—¿Es un club reservado?

—En realidad, sí. No se admiten turistas. Todos somos antituristas, pero no oficialmente. Los turistas son buenos para la economía, sabes. Aunque sean malos para la vida social. Todos nuestros miembros son residentes de todo el año y de buena fe. —Volvió a mirarme y de nuevo noté sus rasgos, el humor en sus ojos—. ¿Vives aquí?

—Sí, vivo en Wharton Street. Trabajo en el servicio de mensajería telefónica.

—¿Trabajas para Gloria? ¿Gloria Gardener?

Asentí.

—Ja. Mejor para ti. Apuesto a que no te da respiro, ¿no? Gloria es una buena y vieja liberal. Su marido es miembro fundador del Yacht Club. Quizá por eso nunca utilizo su servicio. Ja. Gloria. Dale recuerdos… No, mejor no.

Me guiñó el ojo mientras tragaba ruidosamente el resto de café.

De repente toda la energía abandonó mis extremidades como el agua caliente. Necesitaba ir a casa.

Me levanté y le di las gracias a Cap, declinando su insistente invitación a desayunar. Le expliqué mi horario y me invitó a regresar esa noche como su invitada, para cenar algo después de trabajar, ver el club en acción y conocer a sus amigos.

En mi ansiedad por salir, acepté. Más tarde me arrepentí y pensé en no acudir. Por otro lado, era la excusa perfecta para ver parte del otro lado de la vida social de Seven Slopes y yo también necesitaba compañía.

Empecé a odiar a Angelina. Después de tanto tiempo sin saber nada de ella, imaginé que debía de haber muerto. Intenté convencerme a mí mismo de que había muerto o se había reformado, pero lo pensé mejor. En lo más hondo de mi ser estaba seguro de que si Angelina hubiera muerto yo lo habría sabido. No hacía más que pensar en ella y eso me estaba destrozando la vida. Recé por tener noticias de ella y poder detenerla. Y luego recé por tener noticias de ella y poder volver a verla. Tenía que hablar con Angelina. Tenía que preguntarle: «¿Por qué?». Y por último recé para recibir noticias de ella y tener una excusa para dejar Westwater. De repente se había convertido en una maldita ciudad, demasiado pequeña para mí. La odiaba y odiaba a todo el mundo que se relacionaba conmigo. Otro invierno y creí que moriría de aburrimiento. Estaba inquieto como nunca antes. Realmente inquieto. Sólo deseaba salir, ver cosas nuevas, encontrarme con personas nuevas. Sólo quería irme.

Pero ésa era la dirección donde recibía los periódicos, y desde allí había tendido mi red intentando encontrarla, así que no me atrevía a marcharme. Estaba atrapado en ese lugar por culpa de Angelina. Ella me había atado a Westwater y de veras la odiaba por eso.