15

Después de dejar la casita de Sarah, durante cinco meses el azar me llevó hacia el oeste. Cada vez me sentía más frustrada y furiosa debido a sentimientos para los que no tenía nombres. No tenía definiciones, ni líneas divisorias, ni etiquetas para los torrentes de emociones que arrasaban mi corazón.

Sabía que yo era especial, sabía que tenía un propósito, una vocación, pero durante ese tiempo de confusión la odié, odiaba pensar en ello. Me enrabié contra Dios, contra la Naturaleza. Pensé en mí misma como en un chiste. Yo no cuadraba en nada, en nada.

Intenté seguir en movimiento, alejándome de Westwaler, Nevada. Pero continuaba fascinándome, seguía haciendo mella en mí la extraña atracción hacia Boyd.

Mi vida era un desastre. Mis recuerdos de ese período son algo vagos, como si los viera a través de un distorsionador cristal ahumado. No dejaba de moverme, sin descansar apenas, sin comer apenas. No me atrevía a nada, no me atrevía a atarme a nada ni a nadie. No había alegría en mi vida, no había compañerismo. No oía música, no me susurraban tiernas palabras al oído, aprendía poco, salvo del sufrimiento.

Seguía pensando en Sarah y en Samuel. Las palabras «saludable» y «equilibrada» siempre me venían a la mente. Sarah había cometido errores, incluso errores notorios y continuaba viviendo, trabajando, esforzándose en la misma comunidad. Yo intenté recordar todo lo que me dijo, pero me lo impedía la vergüenza. Le había mentido, había aceptado su hospitalidad y me había comportado como una estúpida. Aún más desalentadora era la gentileza con la que me había dejado marchar. Ella me había perdonado.

Algún día —pensé— lograré el equilibrio. Algún día tendré salud y mi piel relucirá como la de Sarah y mis ojos brillarán como los de Samuel. Entonces volveré a Red Creek, Nuevo México y le daré las gracias por el profundo influjo que había causado en mí.

Algún día.

Entre tanto tenía una piel cetrina y un cabello sin vida, y los ojos férreamente cerrados o medio ausentes. Intentaba meditar, cada vez que dejaba de trabajar, pero nada, nada.

No podía creer que realmente hubiera matado a esas personas. Tres personas. ¡Tres personas! Tres personas y un cordero. Y a Earl Foster.

Debía de estar loca.

Mis noches se llenaron de raras pesadillas. Soñé con esas tres personas de Westwater. Soñé con triste ternura sobre la hija retrasada del viejo. Soñé con la prometida que esperaba al muchacho joven. Soñé con los mixtificados padres del canalla. Los sueños persistían durante el día, incluso a veces pensaba en los muertos como personajes que yo representaba en ocasiones. Sus recuerdos vivían en mí y a veces yo respondía a preguntas como si fuera uno de ellos. Estaba perdiendo mi identidad. ¿No es eso algo de locura?

Durante cinco meses después de dejar a Sarah, trabajé en pintorescos empleos para conseguir dinero. También trabajé o viajé sin descanso, compulsivamente, durante el día y me rendía al sueño cuando llegaba la noche.

Y entonces, una baja tarde de mediados de junio, entré caminando en Seven Slopes, Colorado. Estaba cansada, hambrienta, sucia y descorazonada. Aunque mis emociones aún pugnaban por salir, sabía que era el momento de darles rienda suelta, de dejar de sentir lástima por mí y hacer algo positivo. Establecerme.

En un destello de lucidez me percaté de que establecerse no significaba esclavitud. De nuevo pensé en Sarah y por primera vez comprendí que una rutina podía ser liberadora… si no malgastaba todo mi tiempo y mi energía en buscar un lugar dónde dormir cada noche, quizás por fin consiguiera descansar o meditar, o —quién sabe— quizás disfrutar de algo.

En la gasolinera pedí la dirección de la lavandería, luego entré en esa tranquila y pequeña ciudad con sus tiendas de chalets suizos. Al andar, admiraba, y mientras admiraba sentí que se me relajaba el rostro, sentí que se esfumaba el malhumor. Probablemente Seven Slopes fuera el hogar más perfecto que pudiera hallar.

De repente, un modo de vida normal me resultaba de lo más atractivo que podía imaginar. Deseaba cortinas amarillas para la cocina, como las de Alice.

Seven Slopes, Colorado, descansaba en una cañada donde convergían seis valles. Las vertientes se alzaban drásticamente por tres costados de la pequeña ciudad y, aunque en junio verdeaban afablemente, sin duda constituirían una impresionante estación de esquí en invierno.

El comercio de invierno significaba forasteros de paso desde octubre hasta abril. Turistas. Cuando me cansara de la pequeña ciudad, los forasteros probablemente saciarían mi apetito de novedad, de cambio, de animación.

Al caminar, noté que los telesillas aún funcionaban en una vertiente. Los turistas de verano. Fuera de temporada, la tranquila gente de la ciudad tendría las narices metidas en las vidas de los demás desde mayo hasta septiembre, pero yo podría permanecer al margen, distante. Podría llevar una vida ordenada sin implicarme demasiado. Podía vivir allí y disfrutar de los visitantes. Todo el año.

Encontré la lavandería y entré en el lavabo a asearme mientras las máquinas me lavaban la ropa. Cuando volví a estar fresca y limpia, hice autoestop colina arriba para pasar la noche. Caminé entre vegetación que me llegaba hasta la cintura y flores silvestres. Mis botas desprendían un fresco y verde olor. Sentía más ligero el corazón en ese lugar. Anhelaba ansiosa que llegara la mañana. Por la mañana empezaría a establecerme y a hacer de ese maravilloso paraje mi hogar.

Observé ponerse el sol detrás de las Montañas Rocosas y sentí la excitación de vivir. Apenas tenía tiempo para sorprenderme de que esa excitación hubiera estado antes dormida, frente al olor dulce del aire de montaña que me rodeaba.

Por la mañana, me despertó la canción de los pájaros y la espectacular visión del sol sobre las montañas. Sabía que ése era mi hogar. Lo sentía en los huesos.

La casa que pude permitirme alquilar era un sótano arreglado bajo un almacén de telas. Era sombrío, las únicas ventanas eran unos pequeños tragaluces en el techo, pero tenía dos dormitorios, una sala de estar, baño y cocina, y una indescriptible moqueta gris humo. El dormitorio más pequeño y el baño carecían de ventanas, pero me gustaba el sitio. Era mi primera casa, mi primer hogar, mi primer paso en la carretera hacia una madurez responsable. Después de pagar al propietario, recorrí el espacio vacío tocando las paredes y me sentí orgullosa.

Al cabo de una semana me había gastado hasta el último centavo comprando lo mínimo necesario para la casa: un colchón, una cómoda, ropa blanca, una mesa de cocina y sillas.

Necesitaba un empleo.

La suerte me sonreía. El primer día, me contrataron como operadora de un servicio de mensajería telefónica.

Pasaron las semanas. Ante mí se desplegaba una nueva vida y por primera vez empezaba a comprender el punto de vista de Lewis. Había placer en la responsabilidad. Había placer —un placer casi animal— al anidar y al mejorar el nido. Otros deseos animales invadían mis sueños y buena parte de mis caminatas, pero no había olvidado la enfermedad que me produjo la medicación del cordero ni el sentimiento de inferioridad cuando me senté, enferma y confusa en un rincón, mientras Sarah y su bebé perfecto irradiaban salud ante mí.

Evitaba la noche. Por primera vez me asustaba la noche, su poder sobre mí, su persistente paciencia. Podía discernir mi locura —mi grave enfermedad mental— de antaño, pero había dejado atrás todo eso. Se me presentaba la oportunidad para empezar de nuevo e iba a aprovecharla. Tenía una vida durante el día, no quería saber nada de la marea nocturna que me había confundido la mente.

Compré muebles para mi pequeño apartamento y ropa nueva para mí. Empecé a vestir como una joven señora, con bonitos vestidos veraniegos y americanas y pantalones y blusas que se adaptaban a mi pequeña figura. Mi apartamento empezó a adquirir personalidad propia, con tapices y el uso creativo de ciertos materiales desechados y mucha tela. No era elegante, pero era mío.

El servicio de mensajería consistía en cinco cuadros de conexión manual llenos de luces de mensaje y agujeros, y empleábamos cables antiguos, enchufes y auriculares. Me gustaba mi trabajo, hablar con la población anónima, coger mensajes… Durante las horas punta y por la tarde trabajábamos tres chicas, dos durante el día y una por la noche. La señora Gardener y su secretaria trabajaban en la oficina al otro lado de una ventana de cristal, desde donde no nos quitaba ojo.

Lo más sorprendente era lo mucho que me gustaba la compañía de las chicas con las que trabajaba. Con el tiempo llegué incluso a sentirme una de ellas.

Aprendí a reír.

En mis horas libres exploraba la ciudad, que sólo parecía pequeña a primera vista. Detrás de la calle mayor, con su fachada y las diversiones para después del esquí destinadas a los visitantes, estaban las galerías comerciales, los almacenes y pequeños suburbios donde vivía la gente del lugar. Había poca pobreza. Era un lugar agradable; atraía mis latentes pretensiones sociales.

Un día me sucedió que ya no me sentía diferente. Me sentía como una persona. Pronto podría considerarme una persona «normal». Incluso cruzó por mi imaginación la idea de que un día podría borrar el pasado, encontrar un hombre y fundar una familia. La idea me hizo sonreír. No parecía probable, pero mis horizontes se ampliaban. Notaba que era importante para mí dejar las puertas y la mente abierta. Era joven.

Era muy joven.

Las tardes se volvieron frías. Pronto los días se acortaron y las noches se hicieron largas. Temía por mi nuevo estilo de vida. Sabía lo que podía ocurrir si la noche volvía a atraparme. Me guardé con esmero de ella. A veces notaba que, como yo no iba a la noche, la noche venía a mí.

Los extraños empezaron a andurrear por las calles. Zonas vacías de la ciudad se abrieron y se prepararon para la temporada. El servicio de mensajería telefónica necesitó trabajadores adicionales, como todo el mundo en la ciudad, y se intensificó el ambiente de excitación. El perezoso verano había pasado. El invierno y su rémora, la oscuridad, estaba a punto de descender.

Cautelosamente, disfrutaba de todo ello. Disfrutaba de los cambios en la ciudad, en la gente. Me sentía más feliz y más sana que nunca en mi vida. Mis sueños eran normales, apenas pensaba en Boyd. Me entretenía planeando un viaje a Red Creek, para ver a Sarah y a Samuel en primavera, cuando acabara la temporada alta.

Y entonces cayó el primer copo de nieve. La ciudad se llenó hasta rebosar. Parajes que apenas había notado, cobraron vida de repente y las montañas rutilaban con su fulgor blanco tanto a la luz del sol como a la luz de la luna.

Por todas partes destacaba la moda de la ropa de esquí; hasta los empleados de las tiendas estaban equipados. Por todas partes se veían rostros activos quemados por el sol con relucientes dientes blancos. Los bares y los restaurantes rebosaban de bullicio: música, canciones, voces felices. Pares de esquíes se alineaban a ambos lados de la calle mayor, de pie sobre rejillas, apoyados contra edificios y coches, transportados a hombros y en los costados de los enormes autobuses. Era un fascinante espectáculo las veinticuatro horas del día.

Todas las chicas del trabajo eran entusiastas del esquí. A todas les horrorizó saber que yo no me había calzado jamás un par de esquíes; todas prometieron introducirme en lo que creían la más alta expresión del deporte. Yo seguía excusándome para no acudir a sus excursiones a la nieve, pero no podía quitar los ojos de la calle mayor de la ciudad.

Era la actividad que precedía al esquí lo que me fascinaba.

El cielo se oscurecía cuando salía de trabajar, yo hundía las manos en los bolsillos y corría a casa, temerosa de estar fuera en la noche floreciente, temerosa de la atracción que ejercía sobre mí, temerosa de la fascinación que sentía por las fiestas. A veces me descubría a mí misma de pie en la nieve, mirando a través de las ventanas, las chimeneas, los jerseys coloristas, el brillo alcohólico de los rostros bronceados y tenía que esforzarme para correr a casa antes de que la oscuridad me llevara más allá del sentido común, más allá del punto de imposible retorno.

El día anterior a Acción de Gracias una de las chicas intentó esquiar en «Sucker», una de las pistas negras más difíciles. Poco después la enyesaron desde los sobacos hasta los dedos del pie y me llamaron para suplir sus horas de trabajo.

Ella trabajaba en el turno de medianoche.

Al principio todo fue bien. Sentía la instigación pero la resistía. Yo sabía en qué consistía un comportamiento normal y lo practicaba toda la noche. Intenté con todas mis fuerzas dormir desde las cuatro de la madrugada hasta las nueve, levantarme, salir y desayunar y luego volver a trabajar desde medianoche hasta las ocho de la mañana. La rutina era sencilla y no presentaba ningún problema. Mi único problema era la atracción, la atracción que ejercía el otro lado.

Tenía los fluorescentes encendidos y las cortinas corridas. No quería que ninguna oscura influencia tocara mi cuadro de conexiones.

Pero, claro que lo hizo. Estaba allí la primera vez que entré de noche. Había afectado a la chica a quien yo sustituía. Corrí hacia la puerta y la cerré con llave. La sala del cuadro de conexiones estaba tranquila, vacía, la oficina estaba oscura, los escritorios limpios, las máquinas de escribir y las calculadoras tapadas. La oscuridad ya estaba dentro.

La oscuridad ya estaba dentro y se colaba a través de las llamadas que intentaba responder. Las personalidades de aquella gente —clientes, usuarios con los que había hablado durante el día— estaban obviamente alteradas por la noche y, de noche, cuando suponían que yo no tenía trabajo, ellos querían hablar.

Y mientras hablaban yo sabía que en ellos obraba el influjo de la noche y pronto empecé a contagiarme de la marcha.

En unas semanas la oscuridad me poseyó de nuevo.

GLORIA GARDENER: Era una buena trabajadora. Me dolió tener que ponerla en el turno de medianoche cuando Becky se rompió la pierna, pero ella era la única candidata. Todas las demás chicas tenían familias, o novios, o algo, y Angelina estaba sola. No pareció importarle demasiado, al menos ella no me comentó nada. Le di un buen aumento por el inconveniente.

Se llevaba muy bien con las demás chicas. Un poco tímida al principio, creo que lo había pasado mal, no hablaba demasiado de su pasado. Me refiero a que era tan poquita cosa, joven y demás, pero en su rostro no quedaba inocencia, si entiende a lo que me refiero. Creí que le estaba dando un respiro cuando, ya sabe, la contraté, tan joven y tal, y huérfana a esa edad. Trabajaba realmente bien. Las demás chicas, bueno, eran maravillosas y la hicieron sentirse bien de verdad. No imaginé ni remotamente que Angelina me daría problemas por la noche. Pero supongo, que… bueno, las jóvenes tienen sus tentaciones, ¿no cree?

De cualquier modo, Becky tuvo que permanecer en cama sin trabajar durante seis meses. Pasaron seis meses antes de que ella volviera al trabajo. Por aquel entonces, claro, Angelina no deseaba dejar su turno, así que Becky volvió a trabajar de día. Pero Becky deseaba su antiguo turno, de manera que fue ella quien descubrió todo lo que Angelina había estado haciendo de noche y me lo contó. Las demás chicas la habían estado tapando, supongo que fue porque Angelina llevaba poco allí y yo nunca lo descubriría.