El autobús llevaba sólo tres pasajeros y avanzaba en la oscuridad a la vez que yo me hundía en la depresión. Me sentía como si me hubieran suspendido en una solución incolora e inodora. El autobús se encaminaba hacia la libertad. Luego aceleró la marcha, llevándome lejos de Westwater, llevándome lejos de Boyd.
Encogí los hombros hasta que la piel mullida del abrigo me tapó las orejas y apreté el dorso de la mano contra la ventana empañada mientras los postes de teléfono azotaban la noche al pasar. Mi equipaje descansaba en el asiento contiguo. Un soldado negro fumaba un cigarrillo apestoso en el asiento trasero. Una mujer de mediana edad dormía a pierna suelta en el asiento de detrás del conductor. La cavernosa vacuidad de la radio de pasajeros resonaba a mi alrededor. Así no era como debía sentir la libertad.
Pensé un momento en Lewis. El y yo pertenecíamos seguramente a especies diferentes. Le tenía mucho respeto; admiraba sus ideales, su empuje, la perpetua pulcritud en sus asuntos, pero no teníamos nada en común. Nada en absoluto.
Tenía la mente llena de Boyd, todo mi ser estaba lleno de Boyd. Me atraía como las mareas. Pensé que necesitaba huir de él, irme muy lejos, distanciarme de su esfera de influencia.
Pero eso era una tontería. El influjo estaba en mí, no en él, no en el aire. Sin embargo, la atracción era real y la sentí toda la noche.
El alba suavizó el desierto y tuve la suficiente energía para admirarlo antes de quedarme dormida. Dormí todo el día y me desperté para la puesta de sol, renovada, viva y cansada del autobús. Desembarqué en la siguiente parada y eché un vistazo a Red Creek, Nuevo México. Impulsivamente le dije al conductor que podía partir sin mí. Me lavé en las dependencias de la cafetería y comí un poco antes de recoger el equipaje y volver a la carretera.
La superficie alquitranada se extendía infinitamente en ambas direcciones. No era necesario que me planteara de qué dirección habíamos venido. Westwater quedaba hacia el noroeste. Su fuerza aún me atraía. Eché a andar hacia el este, el taconeo de mis botas era un sonido tranquilizador y familiar sobre el lomo de la carretera. No sabía que había añorado tanto ese sonido hasta entonces. Ningún ruido podía equipararse a ese.
Di grandes y rápidas zancadas en el temprano aire vespertino, recargando mis energías, bombeando sangre caliente por mis músculos. Respiré hondo y moví los brazos. Me sentía bien. La libertad volvía a fluir. Tal vez había cortado la cuerda que me ligaba a Westwater y había escapado por fin a su influencia magnética.
La luna se alzó sobre las romas colinas. Apenas había tráfico. El desierto brillaba a la luz de la luna. Caminé por el centro de la carretera desierta, trazando un dibujo con el tacón de mis botas, sintiendo que la luz de la luna me bañaba en su glacial calidez y cómo fulguraba en la ancha franja de carretera que quedaba ante mí. Imaginé que caminaba por un canal, clavando los tacones en la superficie del agua.
Volví a pensar en Boyd. ¿Qué lo hacía tan distinto de Lewis? No pensaba en las características individuales, como el color del pelo y los gustos sobre el mobiliario. Me refería a diferencias fundamentales… del mismo modo en que yo era diferente de mis compañeros de clase, del mismo modo en que yo era diferente de todos los demás. Boyd también participaba de esa diferencia. Él y yo éramos distintos entre nosotros pero teníamos algo en común… había algo similar.
Nosotros pertenecíamos a la inmensa minoría, Boyd y yo. La mayoría de la gente era básicamente igual, presentaba saludables manifestaciones de sus características individuales. Se casaban, tenían amigos íntimos, asistían a reuniones y jugaban al bridge. Todas esas actividades me parecían extrañas y sus motivaciones ajenas.
Mi libertad se esfumó. La frustración se materializó ante mí, en la forma de una búsqueda eterna, una búsqueda tan desesperada como la del Santo Grial. Me debatiría para encontrar la paz interior, un vínculo común, la normalidad, y nunca las hallaría. Parecía que mi destino iba a ser una vana búsqueda de respuestas a preguntas que apenas estaban planteadas.
Mi frustración parecía tan ilimitada como la carretera que se extendía ante mí, plateada y centelleante a la luz de la luna. Tan infinita como el camino de mi vida, tan infinita como la valla que corría al lado de la carretera, tan infinita como el rebaño de ovejas acostadas en el otro lado de la valla.
En cuanto concebí la idea, la sangre se aceleró hasta cada capilar de mi cuerpo. Todo mi ser enrojeció. Habían sido semanas. Semanas. De repente, se me presentó un antídoto contra mi frustración. Ya sentía el alivio, colándose por las ranuras. ¿Cómo podía haberme olvidado? La música era mi compañía, mi eterna amiga. Sólo necesitaba evocarla.
Salté la valla y separé a un corderillo de su madre. Lo desgarré furiosamente y bebí, percatándome al instante de que era un error, sabía… mal, pero no podía detenerme.
Cuando terminé, estaba enojada por mi comportamiento. El acto no me alivió en absoluto. Acabé con el cordero y me lavé, percibiendo el fuerte olor a medicina en el agua y luego el cartel oficial de cuarentena apostado al lado. Noté lo extrañamente quieto que estaba todo el rebaño. Apenas habían reaccionado, ni siquiera cuando el pequeño baló ante la inminencia de la muerte. Me pareció raro el escaso alboroto y la poca resistencia que ofreció el cordero, que fueron nulos por parte de su madre. Me sentí vagamente entretenida, pero estaba demasiado enfrascada en mi propia soledad como para prestarle atención. Esperé la somnolencia —y la música, la música celestial— que siempre acompañaba a una muerte. No llegó.
A un kilómetro carretera abajo, me afligió la enfermedad. Vomité hasta que no me quedó nada y aún sentía náuseas. Hacia la puesta de sol tenía los ojos hinchados y cerrados y los dedos tan gruesos y abultados como salchichas. Apenas lograba sostener la cabeza erguida. Pasé todo el día tumbada en una zanja de riego seca y sombría, sintiendo la piel cada vez más tensa hasta que pensé que iba a estallar. La sed era aplastante y esperaba la muerte.
Al caer la noche y refrescar el aire me sentí algo mejor y al salir la luna logré ponerme en pie. Me apoyé contra un poste y cuando por fin pasó un coche me arrastré hasta la cuneta. Era una mujer joven con un niño. Se detuvo para recogerme. Cuando me vio la cara a la luz interior del coche, lanzó una exclamación, luego me llevó a su casa, me alimentó, me bañó y me metió en la cama.
Se llamaba Sarah.
Me quedé con ella tres días hasta que pasó la reacción alérgica causada por la medicación del cordero. Ofrecerme su casa fue un acto de caridad y desprendimiento que me afectaría mucho, mucho tiempo.
Sarah Monroe. Era una profesora de baile de piel morena y fuertes músculos. Sarah vivía con Samuel, su hijo de tres años en una casa pequeña de un solo dormitorio. Los grandes ojos marrones del niño miraban curiosos e interrogantes, serenos y pacientes. Nunca había conocido a un niño igual.
La primera noche dormí. Me despertaba con frecuencia, pero la enfermedad aún no me había abandonado y pronto volví a sumirme en el sueño sanador que mi cuerpo necesitaba.
Dormí hasta que asomó la noche, cuando Sarah llegó a casa después del trabajo. Me alentó a sentarme y charlar.
Ésa fue la primera vez que vi realmente a Sarah, a Samuel y a su entorno. La casa estaba decorada con telas indias a modo de tapices, cortinas, colchas, una de ellas incluso colgaba del techo. Las telas de vivos colores constituían también su guardarropa. Sarah se las envolvía alrededor de su cuerpo y llevaba el cabello oscuro corto en un cómodo peinado. El efecto era un poco claustrofóbico, pero colorista y animado. Almohadones de todos los tipos y tamaños se hallaban esparcidos por el suelo alfombrado y apilados en montañas en un rincón. Estantes de madera cruda se sujetaban sobre ladrillos. Dichos estantes estaban llenos de libros sobre baile, expresión corporal, terapia y misticismo. En un rincón de la pequeña sala de estar había un colchón, pulcramente cubierto por un tejido floreado.
Sarah parecía ser una exótica mezcla de nacionalidades. Yo la observaba moverse por su minúscula cocina mientras preparaba el té para las dos. Me apoyó contra la pared, me ayudó a ponerme cómoda. Samuel se sentó en el colchón y nos observaba en silencio. Sus ojos eran del mismo color oscuro que los de Sarah.
Sarah se desenrolló el sarong para descubrir unos leotardos amarillos y calentadores. Se sentó sobre la alfombra en medio de la habitación y empezó a practicar sus ejercicios. Nunca había visto nada tan hermoso ni fascinante en mi vida.
Mientras trabajaba, iba charlando. Tenía treinta y cuatro años, enseñaba baile en la escuela superior, expresión corporal en preescolar y pasaba dos tardes a la semana con los ancianos de la ciudad, enseñándoles ejercicios suaves para reducir al mínimo los estragos de la edad. Los sábados ayudaba en la clínica de fisioterapia.
Hacía cuatro años la escuela superior de la localidad había ofrecido una exhibición de danza en la que participaron Sarah y sus clases. Sarah bailó con un invitado: un guapo muchacho de San Francisco que había venido para la exhibición de danza y que la dejó con un niño gestándose en su vientre.
—Fue un escándalo —se reía Sarah mientras bajaba la cabeza hasta las rodillas y se sostenía grácilmente un pie con la mano.
Habló de criar a un hijo, de enseñar a las chicas de la escuela superior; mirando de reojo mis reacciones, hablaba de su amor por la vida y la libertad de entregarse a las propias creencias.
Sólo la podía seguir unos momentos al mismo tiempo, y luego mi mente se disparaba, en busca de un pensamiento o una idea y cuando regresaba, el tema era diferente y yo tenía que simular que la seguía, hasta que la entendía y ella decía algo que me hacía correr tras un nuevo concepto.
Fue una tarea agotadora. Yo recostada en un rincón, enferma, aún con fiebre, débil y triste, mientras delante de mí una mujer sana, feliz y equilibrada hacía ejercicios con la cara sofocada y un femenino lustre de transpiración cubriéndole el rostro y el pecho. Se paró y me miró.
—Bébete el té —dijo ella—, te ayudará a curarte.
Con un estruendo de mis tripas, me di cuenta de que yo no sólo era diferente, yo era inferior. Me bebí el té y débilmente regresé a la cama, a la cama de Sarah, que generosamente me había prestado. Ella dormía en la habitación principal, sobre el colchón con su hijo.
Al tercer día, seguimos la misma rutina: yo dormía durante el día y me despertaba con el crepúsculo, cuando ella regresaba de trabajar. Me reclinaba contra las almohadas y Samuel se sentaba en el colchón y ambos mirábamos cómo su madre finalizaba los ejercicios de su jornada profesional. Sólo en esa ocasión, porque era evidente que yo me encontraba mejor, Sarah empezó a preguntarme sobre mi vida.
Le conté mentiras.
Ella sabía que yo mentía, podía deducirlo de sus movimientos y para mí se convirtió en una especie de juego: al contarle algo terriblemente falso y pasar a la siguiente pregunta, mi imaginación me conducía por extraños derroteros. Ni siquiera me preocupaba porque mis historias se contradijeran entre sí.
Sarah dejó de hacer preguntas. Samuel se apartó de mí y se metió el pulgar en la boca. Esa acción me hizo parar. Me puse en pie y me desperecé, luego me duché mientras Sarah terminaba sus ejercicios. Luego se duchó ella, mientras yo intentaba jugar con Samuel, pero él no hacía más que mirarme con aquellos ojos marrones líquidos y dejó bien claro que prefería divertirse por su cuenta. Así que hice las maletas, sintiendo un vago resentimiento y remordimientos. Sarah había sido tan amable conmigo y yo le había mentido. Cuando Sarah terminó del baño, yo ya estaba preparada para irme.
Ella me vio en la puerta, con ojos comprensivos de perdón y me dijo:
—Cuando aprendas a decirte la verdad a ti misma, Angelina, házmelo saber.
Me di la vuelta y me fui.
Transcurrieron al menos seis meses, tal vez cerca de un año, antes de que recogiera toda la información sobre aquellas tres muertes de Westwater. Cuando descubrí la verdad —que las marcas de dientes eran humanas— no me cupo duda de que se trataba de Angelina. La policía estaba tan alucinada que inventaron la teoría del perro salvaje la noche que encontraron el cuerpo de Danny. Pensaron que era mejor que la comunidad creyera que se trataba de una manada de perros asesinos deambulando por las calles, y no de un maníaco homicida. Cuando en realidad encontraron una toalla que envolvía pulcramente las heridas. Jesús.
No podía creerlo. Quiero decir que sabía que era cierto… de ser alguien, había sido Angelina… pero ¿cómo podía una persona hacer algo semejante? Dios.
En cualquier caso, cuando logré atar cabos, ella hacía tiempo que se había marchado. Yo era el único que podía saberlo. Nadie más conocía su conducta, sus… cambios de personalidad, como podríamos llamarlos. Ella era algo diferente. Nadie más sabía lo de la toalla. Yo la vi precisamente fuera del armario, luego la volví a ver empapada de la sangre del señor Simpson.
Empecé a pensar en ella. Anoté todo lo que podía recordar sobre ella, todo lo que había dicho y me suscribí a distintos periódicos, buscando algo sospechoso, algún asesinato con su marca de fábrica, cualquier pista que seguir, cualquier indicio sobre su paradero. Ahorré dinero y guardé una maleta hecha y preparada, en espera de un indicio. Me volví negligente en el trabajo, incluso acepté un descenso de capataz de la construcción a empleado, para poder salir escopeteado y descolgarme por la estación de policía. A los policías les gustaba que yo estuviera tan fascinado por el caso.
Sabía que Angelina y yo volveríamos a encontrarnos algún día. Y cada mañana al despertarme me preguntaba si sería ése el día y miraba la maleta que aguardaba a la puerta de mi dormitorio y rezaba para que ocurriera.
Pero nada sucedió. Esperé durante casi un año.
Cuanto más pensaba en ella, más fantaseaba sobre ella y más me dejaba llevar por la imaginación. A veces hubiera podido jurar que estaba con ella…