12

Planeé bruscamente desde cumbres vertiginosas hasta profundidades que encogían el estómago. El viento me lavaba la cara y una transparente prenda de gasa me ponía la piel de gallina. Volé sobre montañas y colinas, vi cementerios e iglesias, pequeñas ciudades con su maraña de cables sobre postes de juguete. Levanté la vista y vi la noche por el otro lado del día y siempre estaba allí, paciente, consoladora, prestándome su apoyo y su guía. Era mi seguridad, mi protección. Sabía que no podía caerme.

El día empezó a sonar. Era un sonido incierto, duro, insípido contra el acompañamiento musical de mi vuelo deslizante, flotante. El aire se espesó y me costaba avanzar a través de los estridentes timbres que envenenaban la música. Mi cuerpo temblaba y se agitaba en incómoda resonancia. Deseaba la oscuridad, quería que desapareciera la luz y descender. Inspeccioné el campo en busca de una cueva, una guarida, incluso un valle en sombras.

Pero la luz del día se estaba extinguiendo, yo me estaba extinguiendo y luego me encontré en el suelo, cogiendo montones de… hojas para mi barbilla, y abrí los ojos y volvió a sonar el teléfono de la mesilla de noche de Lewis.

Me senté, con el estómago revuelto, incómoda, carraspeé varias veces, luego descolgué el auricular. Noté como la penumbra descendía alrededor de la casa. Otra vez me había quedado dormida durante el día.

—¿Angelina?

Era Lewis.

—Hola —dije.

—¿Dónde has estado todo el día? Te he llamado una y otra vez. ¿Has salido a divertirte?

—No. He estado aquí. El teléfono no ha sonado.

—Oh. Bueno, quizá la línea no funcionaba bien. Oye, llego a casa mañana. Dios, me muero de ganas de verte.

—¿Mañana?

—Sí. Saldré de aquí a media mañana, o sea que llegaré a última hora de la tarde.

—¿Cómo está tu padre?

—Lo está llevando bien. Aquí tiene buenos amigos, estará bien. Me muero de ganas de verte. Dios, te he echado tanto de menos.

Yo guardé silencio.

—¿Angelina?

—¿Sí?

—¿Te encuentras bien?

—Claro.

—¿Me has echado de menos?

—Sí, Lewis, te he echado de menos.

—Bueno, duerme bien esta noche, cariño. Te veré mañana.

—Vale.

—Adiós, amor.

—Adiós.

Colgué el teléfono. Lewis volvía en casa. Intenté estirarme como un gato, pero la ansiedad me mordisqueaba los límites de la conciencia. Había disfrutado con Boyd, había disfrutado en la estación de autobuses, había disfrutado de mi libertad, y ahora Lewis regresaba a casa para poner fin a todo eso.

Me dejé caer en la almohada y me tapé con la sábana, sintiendo vagamente que hacía algo malo durmiendo todo el día. Madre nunca lo hubiera aprobado.

El reloj dio las cinco y media, el anochecer invernal se agudizaba. Qué extraño que el teléfono no funcionara en todo el día. Debía de haber un problema en la central, una avería que había afectado a todo el vecindario y que acababan de reparar.

Seguramente no habría podido dormir con el timbre sonando.

Cerré los ojos y medité sobre el regreso de Lewis a casa. Él querría que practicara el sexo con él otra vez, algo que no me interesaba en absoluto. Yo había cambiado en los días en que Lewis había estado fuera. Me sentía inquieta ante su regreso, la misma inquietud que sentía cuando de colegiala tenía que presentarme a un examen que no había preparado.

Lewis tenía principios, requisitos.

Desearía que me quedara en casa todas las noches.

Mi inquietud se tornó en rabia. Otra vez me había dejado enredar por las responsabilidades. Ahora tenía que cortar su red restrictiva. No tenía ningunas ganas de someterme a ningún examen, ninguna investigación. Tendría que dejarlo. La cuestión era cuándo.

Afuera se hizo más oscuro y yo me desperté y me despabilé por completo. Mi libertad se acercaba, había tomado una decisión: pronto volvería a viajar, sola, sin lastres. Pero no por ahora. Tendría que esperar. Tendría que esperar.

Fui a la cocina, apesadumbrada y triste.

Lewis llegaría a casa mañana. La frase siguió rondándome por la cabeza. Cada vez que me detenía en mis quehaceres domésticos —quitar el polvo, limpiar el baño, pasar el aspirador—, las palabras me zumbaban en el cerebro y la inquietud me pisaba los talones.

A las nueve en punto estaba hasta las narices de los trabajos caseros. Las dos lámparas de la sala de estar emitían una luz amarilla que se reflejaba misteriosamente en la ventana oscura de la habitación principal de Lewis. Me puse a pasear. Me senté en el borde del sofá. Paseé. Me senté. Me encontraba tensa, horriblemente tensa. Mis manos se retorcían, combatiendo en mi regazo.

Lewis llegaría a casa mañana.

Deseaba salir. A la oscuridad. Deseaba entregarme a ella, rendirme a lo extraordinario, al lado alterado de mi personalidad que cobraba vida después del ocaso.

Quería encontrar a Boyd, ver si había perseguido y matado algo a lo que pudieran culpar de las muertes.

Boyd.

Quería ver a Boyd. Me moría por ver a Boyd.

Mis manos se separaron y reposaron sobre mis muslos como dos pájaros heridos.

Boyd.

Me recosté en el duro sofá de Lewis y cerré los ojos. Recordaba haber estado en la cabina de la camioneta de Boyd, cómodamente custodiada por los dos hermanos. La abrasante sensación del aire caliente, la música en la radio, el parabrisas inmaculado… recordaba su olor, boscoso y despierto.

Recordé nuestra pelea.

Se me clavaron las uñas en la palma de las manos y una náusea punzante me ardió en el esternón. Boyd no tardaría en descubrir que yo era la responsable de esas muertes.

Empecé a pasear otra vez. Los sentimientos pugnaban por aflorar. Estaba a punto de coronar nuevos altiplanos emocionales en mi ascensión a la madurez.

Boyd era el único que podía comprenderme. Era el único que podía contener mis pasiones.

Quería que Boyd…

Dios mío, quería que Boyd me detuviera.

Con esa idea en mente, respiraba como una exhalación, como si me hubieran apaleado. Tenía calambres en el estómago y me tallaban las rodillas. Al cabo de un momento el dolor cesó y volví al sofá, sintiéndome frágil y delicada. Me tendí, reprimiendo las ganas de escapar. Controlando los deseos nacidos del pánico que insistían en que hiciera las maletas y me fuera de la casa de Lewis esa misma noche. «Lárgate —me decía mi interior— incluso sin hacer una maleta». En cuanto se me borraba ese pensamiento de la mente, lo reemplazaba otro que decía: «Ve a la estación de autobuses, diviértete». Y otro diablo decía desde mi hombro: «Encuentra a otro necesitado».

Mi cuerpo parecía palpitar con cada nueva idea, pero no respondía con ninguna acción. Me sentía hinchada y pesada, como si los excesos de las tres noches anteriores finalmente hubieran quebrado mi sistema interno.

Cerré los ojos y apreté la mejilla sonrojada contra el frío plástico del sofá. Esperaba dormir, esperaba superar el enloquecedor diálogo interno que sabía me asediaría todo el tiempo que me negase a mí misma la oscuridad.

Cerré los ojos y empecé a buscar un lugar en mis adentros, el lugar de la meditación, el único que me había ayudado antes. Oí la música, la hermosa música, y se aplacó el martilleo en el interior de mi cabeza. Escuché la música, relajándome en la meditación, acunándome hacia delante y hacia atrás a su ritmo. Precisamente cuando me sentí centrada otra vez, la música se alejó y oí Su voz, la clara y portentosa voz femenina que me hablaba al oído con labios deliciosos. La voz era incisiva y fresca como un arroyo de montaña, y las palabras me acariciaban el corazón y se fundían con él. Ella dijo:

—Es el momento, Angelina. Ven. Sígueme.

Vislumbré el vestigio de algo eterno deslizándose por los corredores de mi mente y lo seguí.

Me desperté a las tres y media de la mañana. La noche languidecía y sentí que necesitaba un baño. Las ropas ceñidas me habían dejado huellas en la piel pegajosa. Me desperecé, luego llené una bañera de agua caliente y me sumergí un buen rato mientras cavilaba. Me quedaban pocos recuerdos de mi encuentro con Ella. Sólo sabía los sentimientos.

Observé el agua del baño golpear contra los límites de mi cuerpo mientras examinaba los sentimientos, extrayendo uno tras otro. El más potente llegó el primero. Se centró en el plexo solar, se agitó en el estómago y me llegó hasta el fondo de la garganta. Lo reconocí como algo secreto, algo divertido, algo así como un niño pequeño obsceno, algo que no cuentas a tus padres, sino de lo que te ríes en el dormitorio, con las puertas cerradas y las luces apagadas. Por la noche.

Ella y yo teníamos un secreto, pero no sabía cuál.

El segundo sentimiento fue de responsabilidad. Podía sentir una ligera tensión en los hombros y sabía que tenía una responsabilidad, posiblemente un acuerdo de por vida. Con ese sentimiento nacía otro… un sentimiento de seguridad.

Yo la serviría y Ella se ocuparía de mí.

Estos sentimientos trajeron consigo una nueva libertad. Podía relajarme. Sólo tenía que desempeñar las tareas que se me asignaban. Me sentía más ligera y más libre que en toda mi vida. La vida sería fácil de ahora en adelante. Me diría a dónde ir y cuándo. Carecía de exigencias y preocupaciones. Tenía una importante misión y, como una elegida, estaba en casa de Lewis para un propósito. Ella me diría cuándo debía marcharme.

Lewis estaría en casa mañana.

Derramé más jabón de lavanda en el baño y empecé a lavarme y a frotar.

Me marcharía de casa de Lewis, pero todavía no.

LEWIS GREGORY: Llegué a casa a eso de las cuatro de la tarde y ella estaba dormida en la habitación. Al principio pensé que estaba borracha o drogada o algo así. No podía despertarla. La sacudí y la abofeteé un poco, con delicadeza, no la pegué fuerte ni nada por el estilo. Empezaba a estar realmente asustado. Ella apenas respiraba. Cuando le puse una toalla fría en la frente, parpadeó un poco y profirió unos sonidos. Comprobé el armario de las medicinas y la cocina y no encontré nada que pudiera haber tomado o ingerido que la hubiera puesto en ese estado, así que me limité a esperar. Entré la maleta y me senté a mirarla. Y poco a poco fue despertándose. Sencillamente se despertó. ¡Jesús! Había visto sueños profundos antes, pero

A las cinco y media, ya estaba bastante consciente y a la hora de cenar estaba activa y nerviosa. Era extraño. Era como ver a algo… regenerarse. Parpadeó y luego hizo un movimiento lento, perplejo y por último recuperó la conciencia. Fue extraño. Sáurico, supongo que podría calificarse así.

Yo estaba cansado de conducir y a las nueve ya estaba dispuesto a irme a dormir. Ella dijo que no y se quedó toda la noche en vela mirando la televisión, creo. Fuera como fuese, de madrugada noté cómo se acurrucaba en la cama conmigo. A las seis y media, cuando sonó el despertador, intenté despertarla, yo estaba… ya sabe… alegre de verla, pero ella volvía a estar ausente.

Nunca había visto a nadie dormir de ese modo. Angelina no dormía así antes de irme a California. Me dio tiempo a acostumbrarme, porque nunca cambió. Pasaba las noches despierta mirando la televisión, y dormía todo el día. Durmió hasta el día de Navidad. Año Nuevo también. Estuve despierto hasta medianoche intentando estar con ella… estaba tan quemado, casi enardecido.

La amaba tanto, pero ella había cambiado. Era demasiado distinta. Y la amaba por quedarse todo ese tiempo, después de haber perdido a mamá y todo eso. Cuando llegó la hora de que se marchara, ambos lo supimos.