11

Dormí todo el día siguiente, hasta la puesta de sol, cuando el timbre del teléfono me despertó. Volvía a ser Lewis. De nuevo me profesó su amor, pero esta vez yo no le correspondí. No podía corresponderle. A la luz del nuevo amor que me embargaba —un profundo amor, un amor eterno— no podía corresponder a las superficiales palabras de Lewis. Mi silencio le preocupó y amenazó con regresar inmediatamente. Tenía que pensar rápido, para convencerle de que en aquel momento estaba distraída y de que podía quedarse todo el tiempo que necesitara. Yo me encontraba bien, estaría bien y esperaría ansiosa su regreso.

Me molestó mentirle de ese modo. A Lewis.

Vagué por la sala de estar y me senté en el sofá de plástico, agradecida de que Lewis me despertara justo a tiempo para disfrutar de la oscuridad que rodeaba la casa y colmaba el cielo. La música tocaba un mantra de calma y el tiempo se escurría mientras yo empezaba a meditar, recomponiéndome a mí misma, entrando en equilibrio con lo eterno. Después me percaté de que eran las siete y media, y tenía que darme prisa para estar preparada cuando llegara Boyd.

Llegó puntualmente a las ocho, vestido prácticamente como la noche anterior: tejanos, camisa de franela a cuadros, chaqueta de pana y Stetson oscuro. Se sentía incómodo en la casa de Lewis y verlo allí me horrorizó. Boyd no pertenecía a una casa como aquélla. Pertenecía a un establo en un rancho campestre, a un pequeño y agradable refugio de algún tipo, junto a un fuego de campamento, pero nunca a una prometedora casa semimoderna, en espera de revalorización.

Corrí al recibidor, abrí el armario ropero y me detuve. Sintiéndome algo extraña, abrí el armario de la ropa blanca, saqué una toalla azul floreada y me la coloqué sobre los hombros antes de ponerme la chaqueta de cordero que había llevado la noche anterior.

En dos pasos, Boyd me ayudó a ponerme la chaqueta y me preguntó:

—¿Para qué es la toalla?

Volví a detenerme antes de responderle, porque no sabía exactamente qué responderle. Deseaba contárselo todo, mi misión, mi lugar de serenidad, los sentimientos que me embargaban cuando desarrollaba mi potencial. Pero no me atreví. Quise hablarle de mis pensamientos y de cómo a veces oía voces al oído y otras sabía las cosas instintivamente, y una de las cosas que sabía por instinto era que esa noche debía llevar una toalla alrededor de los hombros. Pero la explicación me pareció desafortunada antes de pronunciar las palabras.

De modo que respondí:

—Esta chaqueta es demasiado grande y a veces me entra frío por las mangas y me llega hasta los hombros.

El sonrió, como si comprendiera mi engaño.

La camioneta aún estaba caliente. Subí al asiento del copiloto por mi propio pie y pude notar cómo Boyd sonreía a mi espalda al mirar cómo me apresuraba a hacerlo; a establecer, de una vez por todas, que yo era capaz de cuidar de mí misma, que no necesitaba auparme como a una niña. La sólida puerta se cerró tras de mí y me centré en el asiento mientras él daba la vuelta por delante y entraba. Cuando cerró la puerta el espacio familiar se cernió sobre nosotros y toda mi ansiedad desapareció. Nos sentamos en silencio, en la oscuridad, un buen rato. Luego él puso en marcha el coche, encendió las luces, la calefacción y la radio con el mismo movimiento rutinario. Ya empezaba a cogerle cariño.

Al acelerar me apreté contra el asiento y escapamos del vecindario de Lewis.

Reprimí el impulso de preguntarle a dónde íbamos, sabía que podía confiar en Boyd, que él encontraría algo que hacer agradable para los dos. Mientras nos dirigíamos hacia la ciudad, empecé a notarlo distinto, un poco ido. Un problema le rondaba en la cabeza, así que me senté a su lado en la cálida cabina e intenté relajar el espacio que nos rodeaba.

Por fin habló, con su voz profunda y algo nerviosa en ese espacio tan reducido. Yo conocía la conversación silenciosa de Boyd, su voz parlante me resultaba extraña a los oídos. Tardé un momento en digerir el sonido antes de encontrarle algún sentido. Y luego me chocó extraordinariamente.

—Anoche asesinaron a un chico en el baile —dijo.

¡Asesinaron!

—Pero nosotros fuimos los últimos en irnos.

—Ya lo sé. Él estaba fuera en el descampado. Es un viejo lugar lleno de matorrales donde algunos chicos van a beber o fumar o hacer el loco. He pasado toda la tarde con Julie, su novia. Habían ido allí a hacer el amor y tuvieron una pelea. Lo último que sabemos de él es que está muerto. Con la garganta desgarrada. El sheriff cree que fue un perro salvaje o un animal suelto. Lo mismo que le pasó a un motorista en el aparcamiento del Café de Jane el jueves por la noche.

Había dicho asesinato. Asesinato. La palabra flotaba por las paredes internas de mi cráneo y era incapaz de pensar en nada más. Asesinato. La palabra daba vueltas y vueltas. Casi la podía ver desfilando alrededor de mis globos oculares. Asesinato. Mi mente tropezó con el obstáculo y lo repetía una y otra vez hasta que fue un conjunto de sonidos sin sentido. Asesinato.

Yo no había asesinado al chico, en absoluto. Yo le había amado. Amado total y completamente, con todo mi cuerpo y toda mi alma. Le había amado como recompensa, hasta darle la paz. Estaba lejos de esa malévola arpía, no habían ido allí a hacer el amor, ella le había seducido hasta allí para romperle el corazón. Por alguna razón yo conocía la esencia de su carácter. Al muchacho le gustaba ella, pero estaba enamorado de la idea del amor. Él quería ser capaz de amarla. Ahora estaba verdaderamente enamorado. Ahora estaba en paz. Descansaba en paz eternamente, en el seno del reino de la calma. ¿Qué derecho tenían a emplear esa terrible palabra: asesinato?

¡Y por un perro salvaje! Esa noche mi trabajo fue pulcro. Lo aseé con una toalla y lo dejé limpio y respetable. ¡Cómo se atrevían! Me sonrojé ferozmente y hundí las manos en los bolsillos de la chaqueta. No me atrevía a hablar pues sabía que me temblaría la voz de indignación.

El silencio cayó sobre nosotros otra vez, pero el aire de la camioneta era diferente. Estaba teñido de mi rabia y de la pena de Boyd. Al fin ya no pude resistirlo más tiempo. Tenía que saber más.

—¿Lo conocías?

No podía evitar el temblor de mi voz.

—No demasiado. Sabía quién era. Conocía a su chica, Julie. Es una chica estupenda de verdad, pero cree que fue por su culpa. Los remordimientos la están corroyendo.

Es natural, pensé.

—Dan tenía la edad de mi hermano. Bill lo conocía muy bien. Incluso iban a la misma clase.

Boyd viró por la calle principal y paró la camioneta en un aparcamiento frente al concesionario Ford. Apagó el motor, luego se volvió en el asiento para mirarme. Por primera vez noté una mancha marrón en el iris de su ojo derecho. Era una pequeña pincelada marrón, justo encima de la pupila de su ojo verde. Le daba una mirada peculiar, era un punto focal, una característica muy particular. Deseaba sentarme y quedarme mirándolo siempre, le miré a los ojos y supe más sobre la muerte de Dan y sus repercusiones en la comunidad, supe más sobre Boyd y su sensibilidad, pero alargó la mano hacia mi rostro, lo que me alarmó en mi repentino estado paranoico y me hizo retroceder.

—Hey —sonrió—. Relájate. —Luego un tierno índice me acarició la mejilla y la barbilla. Su voz era dulce e hipnótica—. Venga. Vamos a ver una película. Necesito reír.

Se acercó más. El ala de su sombrero frenaba la luz de la fila de bombillas que alumbraban el montón de coches usados y ensombrecía sus ojos.

—Ven a reírte conmigo —dijo mientras giraba la cabeza y con mucho cuidado posaba los labios en mi mejilla.

Llevaba una colonia muy fuerte e intensa, un aroma muy elemental, al contrario que la colonia liviana, casi femenina que usaba Lewis.

Se echó hacia atrás, la sombra retrocedió y vi el dolor en sus ojos. Una pregunta afloró a mis labios.

—¿Por qué te duele tanto?

—Porque era tan joven —dijo Boyd, casi susurrando, sus doloridos ojos mirando directamente a los míos—. Porque aún le quedaba mucha vida por delante. Porque le han robado el placer de crecer y casarse y tener niños y una carrera. Y porque nos lo han robado a él y la posibilidad de tener a sus hijos entre nosotros. Danny era un buen chico. Habría sido un buen hombre, un buen ciudadano, una persona muy útil. Y ahora algo irracional ha… —Se apartó de mí y se agarró al volante—. ¿Quieres ir al cine o no?

Podía ver que le había molestado, lo notaba en su voz, lo sentía en el aire, pero no podía detenerme ahora. Era demasiado intrigante.

—Quizá fue justo que muriera.

Los ojos de Boyd me fulminaron.

—Eso es un montón de mierda fundamentalista. La gente me lo ha estado diciendo, sabes. «Los caminos de Dios son misteriosos… De alguna manera todo es para bien…». Eso son un puñado de mentiras. El Dios que yo conozco no va por ahí desgarrando las gargantas de los niños.

Le puse la mano en el hombro. El frío empezaba a penetrar en la cabina.

—¿No crees que a veces la gente se busca su destino?

—¿Qué demonios te ocurre? ¿No lo comprendes?

Me sonrojé como respuesta a su súbita ira.

—Anoche unos perros salvajes desgarran la garganta de un muchacho mientras nosotros bailábamos y lo pasábamos bien. Me he quedado todo el día con su novia. Llevaba un anillo de diamantes que la madre del chico encontró en su armario. Iba a dárselo para Navidad. Hoy es dieciocho de diciembre. Son unas buenas Navidades para un montón de gente. Y tú estás aquí sentada diciéndome que, probablemente debido a que Julie se enojó un poco en el descampado, cuando Danny vio al monstruo le gritó: «¡Ven, perrito, perrito!». —Golpeó el volante, el aura de su pesar olía amargo—. Eres una persona insensible, Angelina. Pensé que te había calado, pero no, no lo he hecho.

—No soy insensible, Boyd, simplemente soy imparcial. Intento descubrir una perspectiva. Estoy segura de que el cuadro es más amplio, si pudiéramos…

—No. Yo ya he descubierto mi justicia. Tenemos que acudir a una partida de caza a medianoche. Vamos a seguir el rastro de esa cosa y machacarla.

Ahora me tocaba a mí saltar de terror. Boyd me sonrió cuando lo dijo, me sonrió sin alegría, me sonrió con la mueca sedienta de sangre de una calavera. Claro. Era un cazador. Un cazador.

Y yo también.

Abrí la puerta y salté a la acera, a la molesta brillantez de la parcela de coches usados. La marquesina del teatro derramaba luz sobre el otro lado de la calle y había empezado a formarse una cola en la puerta.

Boyd saltó y corrió alrededor de la camioneta hasta donde yo estaba, pero yo le di la espalda y me alejé.

Él cazaba por placer, por deporte, para divertirse. Buscaba hermosos animales salvajes y los mataba. Yo cazaba por dolor. Yo buscaba a los confusos, los heridos, los oprimidos y los amaba hasta matarlos, hasta darles la paz, la calma, la eternidad. A mí me odiaban y a él le aclamaban.

—Angelina —oí sus firmes pisadas detrás de mí y una gran mano me cogió por el hombro. Me dio la vuelta—. ¿Angelina? —La mancha marrón de su iris me miraba y yo la percibí como el centro de una diana—. Por favor, te llevaré a casa. —Me zafé de su mano y empecé a caminar otra vez—. ¡Por favor, es peligroso!

Seguí caminando, intentando taconear un poco, hacer que mis pasos sonaran algo más fuertes sobre el cemento, deseando ser más grande y más corpulenta y no tan lamentablemente minúscula.

Metí las manos en los bolsillos de la chaqueta, preparándome para un largo y frío viaje a casa. El precoz aire de la noche me helaba hasta hacerme tiritar. Me sentía animada y viva.

Mis pies me llevaron calle principal abajo, hacia los barrios más bajos de la ciudad. Las prostitutas esperaban de pie en las esquinas, la mayoría de ellas escasamente vestidas. Si tenían suerte, un coche con calefacción aparecería por la curva y ellas subirían con un cliente que las pagaría. Si no, se contonearían sobre sus tacones altos hasta un bar caldeado, donde se calentarían las rodillas e intentarían darse un poco de marcha. Era un clima duro para las rameras, sobre todo acercándose la Navidad.

Las esquivé, ignorando sus miradas, ignorando el bullicioso calor que explotaba en la calle cada vez que la puerta de una taberna se abría, ignorando a los sucios chavales que se pasaban paquetes de plástico entre ellos, ignorando a los hombres de pelo corto y uniforme que hacían comentarios groseros y vagaban por las calles en grupos.

Me percaté de estas cosas apenas como detalles periféricos. Mi mente estaba ocupada con Boyd mientras caminaba por la sucia acera, pasando ante las librerías para adultos y los espectáculos pornográficos.

Al andar, recordé la charla que habíamos mantenido en la camioneta. Intenté encontrarle algún sentido. Intenté descubrir un hilo de razón con el que hilvanar la conversación. Boyd y yo estábamos muy cerca. Eramos del mismo tejido. Éramos como retales idénticos de tela de diferentes tintadas. Demasiado distintos para coincidir, pero demasiado iguales para contrastar. Era una situación peculiar. Yo entendía su punto de vista. Al menos, podía captarlo, comprenderlo. Boyd no toleraría mi punto de vista en absoluto.

En absoluto.

¿Quién era él para desaprobar mi opinión? Por algún motivo mi indignación se asió a esa lógica para nutrir el resentimiento. Cuando me interné en la zona vacía y solitaria del centro de Westwater, ardía de rabia contra Boyd y su hermano y la mocosa de Julie y toda la cuadrilla que se había preparado para cazar y mutilar al asesino de Dan. Si ellos supieran. Si supieran. Si…

Tal vez debía presentarme voluntaria para acompañarlos.

No seas loca, Angelina, me dije a mí misma. No corras riesgos innecesarios.

Tuve que pararme y mirarme en el reflejo de un escaparate. Miré mi diminuta estatura, mi carita delgada y mis rasgos, mi cabello rubio y corto y pensé en perseguir a los perseguidores que se abrirían paso entre la maleza intentando ahuyentar a un coyote enloquecido. La idea me hizo reír a pesar de mi rabia y recuperé la cordura. Olvídalo, Angelina, dije a mi reflejo. Mi ser virtual asintió y reanudé la caminata.

Pero, como ocurre con los resentimientos, mi mente no lo olvidaba. Cuando hube salido del centro de la ciudad, pasado ante la biblioteca y me dirigía hacia la estación de autobuses, volví a tener un nudo en la garganta y me subió la temperatura. Empecé a correr para quemar el exceso de energía.

Con las manos en los bolsillos pasé de largo ante la estación de autobuses y el restaurante de Jane, sintiendo como el aire frío me cortaba la garganta a medida que mi respiración se hacía cada vez más fuerte debido al desacostumbrado esfuerzo. Me sentía maravillosamente. Atravesé la carretera hasta el barrio de Lewis y giré a la izquierda en lugar de hacerlo a la derecha, donde se encontraba la casa de Lewis. Aún no estaba preparada para ir a casa, quería seguir corriendo, corriendo cada vez más rápido y más fuerte, quería librarme de todas las tensiones y resentimientos creados y de la rabia. Mis pies golpeando el pavimento se convirtieron en un único sonido, un ritmo casi tan hipnótico como mis reflexiones, y, poco a poco, llegó la música y mis pies descendían ligeros y el reino de paz estaba allí, justo delante de mí, justo al alcance de la mano, resplandecía tentador, justo delante de mí. Angelina, ¿por qué por una vez no lo haces a la manera de Boyd? —dijo la música—. No le guardes rencor hasta que no hayas comprendido su punto de vista. La posibilidad de comprensión se presentaba precisamente ante mis narices.

Precisamente ante mis narices un hombre paseaba a su perro. Se encontraba en medio del campo que bordeaba la hilera más externa de casas. Bajé por un sendero segado y sin perder el ritmo, con pies ligeros, a una velocidad increíble, corrí, casi volé, camino abajo y, como a cámara lenta, lo vi dudar y volverse, vi al perro aullar, la expresión del rostro del hombre, luego oí el alarido feroz, el alarido de la victoria, del coraje, de la superioridad, de exultación.

Y llevé a cabo el asesinato.

El perro escapó, gruñendo y ladrando, y regresó cuando yo hube terminado. Me puse en pie, me aparté del hombre y le miré: mi primera muerte puramente por placer. El perro lamió la fría y arrugada cara del hombre, mirándome de soslayo, luego encontró la herida abierta. El perro frunció el ceño y empezó a gemir, olvidándose de mí, mientras chupaba el cuello inerte de su propietario. Sacudió la herida con los dientes, mordisqueando cuidadosamente los bordes con sus pequeños e ineficaces incisivos y yo le ahuyenté, luego me quité la toalla de los hombros y cubrí al hombre con ella.

Puse una bota sobre el pecho del hombre y miré al cielo con un apremio dramático. Levanté los brazos como para abrazar el frío cielo de la noche con sus millones de estrellas parpadeantes y grité:

—¡Ahora lo comprendo, Boyd! ¡Lo comprendo! ¡Tú y yo somos de la misma calaña!

Y luego me reí, porque Boyd aún no lo sabía. Y me volví a reír, consciente de que los placeres del universo, los goces de la eternidad me pertenecían.

Apeñusqué la toalla alrededor del cuello del hombre, justo por encima de la solapa de piel de castor de su abrigo, como si fuera una bufanda. Asusté otra vez al perro, aplaudiendo para ahuyentarlo y luego volví a la casita de Lewis, donde me duché y me dejé caer sobre la cama, maravillada del placer de matar, preguntándome a quién intentaba agradar.

Esa noche estaba un poco nervioso. Había pasado todo el día sentado con Julie, mientras ella lloraba y frotaba ese diamante de su dedo También aguardaba la cacería de esa noche. Estaba algo tenso.

Angelina era demasiado joven, ahora que lo pienso. Tendría sólo unos… bueno, no sé, pero era joven. En realidad era solo una niña. De no haber estado tan nervioso, probablemente lo habría notado y no la habría agobiado. Pero no lo hice, no lo hice.

Así que discutimos. Es difícil decir exactamente por que discutimos, el caso es que ella terminó por bajar de la camioneta y largarse por la calle. Intenté detenerla, pero Angelina es muy terca. Yo no soportaba su obstinación, así que supe cuando darme por vencido. Nada la haría cambiar de opinión.

Ves, ahí es donde empiezan los problemas. A veces encuentras en chorros huérfanos —zorros, coyotes— y son buenas mascotas, porque son bastante jóvenes. Pero llega un momento en la vida de un cachorro salvaje en que ya es demasiado mayor para domesticarlo, e intentar quedárselo es una pérdida de tiempo. Seguía pensando que quizá si no la hubiera dejado marchar… aún era tan joven… Entonces tal vez fuera mi instinto el que me dijo que ya había traspasado ese umbral.

Ésa fue la última vez que la vi en una buena temporada. Había mucho que hacer en la ciudad, apenas tenía tiempo para pensar en ella, aunque nunca la aparté de la mente. Yo ayudaba al sheriff haciendo el trabajo de a pie del caso y fue entonces cuando… cuando vi la toalla, Jesús, la toalla y entonces lo supe. No podía creerlo, por eso no se lo dije a nadie. Pero lo supe. Fue entonces cuando empecé a buscarla seriamente. Tardé mucho tiempo, pero la encontré.