Sabía que el chico me oía acercarme, pero no levantó la cabeza hasta que me arrodillé junto a él y le toqué en el hombro. Entonces apartó los dedos y se enjuagó la húmeda cara, primero con las manos, luego con la manga de la chaqueta, el sufrimiento aún modelaba sus rasgos. Al darse la vuelta para mirarme, vi el brutal morado de su mejilla.
—¿Qué? —dijo él, tomándome por una emisaria de su novia.
—Nada. Sólo he venido para estar contigo. Para calmar tu dolor. Me llamo Angelina.
Él asintió, sollozando y se secó la nariz con la manga. Yo empecé a acariciarlo. Mis manos se deslizaban levemente sobre su cabeza, entre su pelo castaño helado de frío. Le toqué la mejilla hinchada y le puse un dedo en la barbilla. Le desabroché el botón de arriba de su abrigo mientras él hurgaba con los dedos en su regazo. Luego me miró, con los ojos enrojecidos y apenados.
—Le compré un diamante para Navidad. ¿Ahora qué voy a hacer con él?
Le desabroché el segundo botón. Debajo tenía una camisa roja de franela y del cuello salía el triángulo de una camiseta blanca. Me sentí a gusto y encauzada, feliz y sana, y se me llenaron los ojos de ternura, amor y gratitud mientras sostenía su rostro en las manos.
—No sé. No creo que ella merezca tu amor —dije, desabrochándome el abrigo.
—Supongo que podré devolverlo —él empezó a apretarse las manos, haciendo crujir los nudillos—. En realidad pensaba… —por primera vez pareció ser consciente de mi presencia cuando me quité la chaqueta de cordero y desenrollé la toalla que llevaba a los hombros—. ¿Qué haces?
—Shhh —le dije, poniéndome un dedo sobre los labios—. Voy a aliviar tu dolor. Vamos, échate. Haré que la olvides por completo.
Podía notar que estaba nervioso e imaginé felizmente que la seducción le hacía olvidar todo recuerdo de su corazón destrozado. Se tumbó y me puse de horcajadas sobre su pecho, situando ligeramente las rodillas sobre sus brazos. Empecé a balancearme, al ritmo de la música que sonaba en mis oídos y le canturreé en voz baja mientras le acariciaba el rostro.
Cerró los ojos y en su boca destelló una sonrisa. Le abrí el cuello del abrigo, descubriendo la tierna piel, tan blanca del invierno, tan virginal e inmaculada, tan hermosa. Ni un pelo, ni un lunar, ni pecas, apenas una arruga. Un liso y amplio campo abierto con el más débil de los pulsos.
La boca se me inundó de saliva mientras un hambre voraz estremecía todo mi cuerpo. Me incliné y tomé lo que era mío.
Su forcejeo fue un entretenimiento. Deseé fervientemente que abandonara esa estúpida lucha, la victoria sería mía, sería nuestra. Pero pronto se apaciguó y yo sacié mi sed, sacié mi espíritu.
Esta vez la herida era pequeña y precisa, estaba depurando mi técnica. La limpié con la punta de la toalla y me sequé la cara lo mejor que pude, dado que carecía de espejo. Le volví la serena cara y recorrí su mejilla con la yema del dedo. La hinchazón había bajado y ya no estaba enrojecida sino azulada. Luego coloqué tiernamente al chico de costado, le doblé las rodillas contra el estómago y le tapé el cuello con la toalla. Lo miré con cariño, qué niño, qué chiquitín, acurrucado como un bebé. Era irresistible en su inocencia. Era hermoso y me había complacido por completo. Me sentía agradecida. Agradecida, feliz y tranquila, completa y muy soñolienta. Me tumbé abrazada a su espalda y dormí, sucumbiendo a los dulces acordes de la música que me inspiraba y como una canción de cuna me invitaba dulcemente al sueño.
Me despertaron los rugidos de un motor y, al sentarme, frotándome los ojos, intentando recuperar el sentido, me deslumbraron unos faros. El baile había terminado. Debía reunirme con Boyd para que me llevara a casa. Besé a mi amante de esa noche y lo abandoné. Me cepillé las hojas y la hierba de mi ropa, me puse la cazadora y me peiné con los dedos. No estaba segura de tener manchas delatoras en la ropa o en la cara y no lo sabría hasta que encontrara un espejo.
Con la cabeza gacha, me debatí contra la multitud que salía y me abrí paso a contracorriente hasta llegar al vacío lavabo de señoras. Abrí la puerta y me miré al espejo. Mi cara reflejaba la serenidad de mi alma. Parecía relajada, feliz, amada. El agua caliente me lavaba las manos mientras yo me miraba la cara en el espejo, estimando mi nuevo aspecto. Era el aspecto enjuto de la satisfacción espiritual. Me sequé las manos en la toalla de papel y comprobé una vez más mis dientes en el espejo.
Apagué las luces al salir.
Kyle barría un montón de colillas, envoltorios de chicles y basura variada que desfilaba ante su ancha escoba. El snack bar estaba cerrado, la comida recogida, todo limpio y las luces apagadas. La mesa de las entradas estaba guardada. Bill y Boyd aguardaban en el portal, hablando con algunos hombres más mayores. Me dirigí hacia ellos.
Boyd me vio aproximarme y sonrió.
—¿Preparada?
Yo asentí.
—Kyle cerrará —dio un codazo a su hermano en el costado—. Vamos, tío.
Estrechó las manos de los dos hombres, dio las gracias a Kyle y los tres salimos al frío del aparcamiento que aún contenía unos pocos coches y estaba lleno de botellas y latas vacías.
La camioneta de Boyd era grande, una camioneta tan elevada del suelo que creí que necesitaría una escalera para entrar. Me cogió por la cintura y me ayudó a subir, y yo me senté cómodamente entre los dos hermanos. El motor cobró vida. Boyd encendió las luces, la calefacción y la radio en un movimiento rutinario. Puso la furgoneta en marcha y emprendimos el camino.
Boyd permaneció en silencio mientras conducía los pocos kilómetros que faltaban hasta su casa. Bill seguía el ritmo de las canciones de la radio con los pies y asentía con su Stetson. Incluso cantó algunos fragmentos de una melodía de amor. Cuando nos paramos fuera de su casa, saltó, dio rápidamente las gracias, cerró la puerta y volvimos a reanudar la marcha. Boyd no pronunció ni una palabra.
Me aparté hacia la puerta, pero no del todo. Me había gustado sentirme tan ínfima, flanqueada por los dos hombres. Por fin me encontraba en la situación que había deseado durante la noche. Pero fue tan breve, ahora tenía un hueco a mi lado, aire a mi alrededor y por un momento me inquieté, temerosa de perder el sentimiento de camaradería.
Pero la hermosa voz estaba conmigo, en lo más hondo de mi mente, siempre conmigo. Me sentía realizada y satisfecha.
Aún era pronto, teníamos toda la noche por delante. No me importaba volver a casa de Lewis, pero ¿qué podíamos hacer?, ¿sería correcto que yo sugiriera algo?
Y entonces se me ocurrió que Boyd no me había preguntado dónde vivía. Mi espíritu se alegró. Así que la noche no había concluido. Estábamos camino hacia alguna parte, hacia la aventura. La angustia de enfrentarme sola a la casa de Lewis se desvaneció y yo me relajé. El aire caliente que soplaba en mis botas me adormecía. Boyd alargó el brazo y cambió de emisora; mucho más perceptivo que su hermano menor a la molestia de la música, y las viejas canciones de la radio decían su cuestionable sabiduría en nuestro cuadrado y veloz universo sobre ruedas.
Continuamos por la autopista, por carreteras llenas de surcos, pasamos vallas rotas y salimos a caminos de arena y polvo, donde la luna se reflejaba en el desierto. Volvimos a la ciudad, atravesando despacio el distrito de luces rojas, luego tranquilamente por los pequeños y pacíficos barrios con sus casas alineadas y sus habitantes plácidamente inmunes al efecto de la oscuridad sobre ellos, incluso dormidos.
Boyd no dijo una palabra. Yo también guardaba silencio.
De repente parecía haber un olor en el aire. Olía como a cuero gastado. Sentí la soledad mezclada con amor. Me aliviaba la unidad… no, no era exactamente unidad, no estábamos unidos. No me alivió descubrir que se trataba de camaradería. Compartíamos cierta pasión por conducir y por la noche. Boyd y yo no necesitábamos palabras para comunicarnos. A cierto nivel nos comprendíamos perfectamente.
La noche, la calefacción, la música y afuera la eterna película que se proyectaba sobre la amplia pantalla que nos mantenía juntos. No dejaba de sorprenderme la evolución del viaje por la ciudad y sus alrededores. A medida que avanzábamos me maravillaba de la aguda percepción que Boyd tenía de mí y de Westwater. Me lo presentó en una secuencia lógica que me sorprendía y me fascinaba en cada viraje. No había ninguna necesidad de comunicación verbal. El aire estaba cargado de nuestra energía.
Después de horas, días, minutos, eternidades, acabamos de nuevo en la sala de baile. Estaba oscura y vacía. Pensé en el descampado trasero lleno de maleza y también en Boyd. Pero estaba oscuro y vacío. Como el cadáver del chaval que yacía allí.
Boyd frenó para pararse en medio de la calle desierta y miró el edificio a través de su ventanilla. Luego bajó un poco el cristal y entró una helada ráfaga de aire, haciendo pedazos el ambiente. Parecía encerrarse en sí mismo con un temblor.
—Sin gasolina —dijo.
Miré el indicador de la gasolina. La aguja roja descansaba sobre la señal de «vacío».
Se volvió hacia mí y me miró a los ojos, luego sonrió.
—¿Dónde vives?
Se lo dije.
Nunca he creído en las almas gemelas, ni en la reencarnación, ni en las drogas alucinógenas, siempre he creído que todo eran patrañas, hasta esa noche. Y entonces, cuando Angelina y yo empezamos a hablar, la reconocí. No me refiero a su rostro, ni a su cuerpo, ni a nada, sino a su alma. Reconocí su alma. No sé cómo pudo suceder, pero es cierto. Nos conocíamos tan bien, por dentro y por fuera, que circulamos —después del baile— circulamos en la camioneta toda la noche. Jamás Westwater me había parecido tan mediocre. Supongo que fue entonces cuando supe que me largaría y eso añadió excitación.
Fue una noche excitante, es cierto, al menos para mí. Dimos vueltas hasta que cerraron todas las gasolineras y apenas tenía suficiente gasolina para llegar a casa. Y no cruzamos ni una sola palabra. Era como la noche, así de mágica. Era como si estuviéramos encerrados en una celda juntos, sin hacer más que contemplar juntos el mundo y mirar esa rarísima película del mundo que nos rodeaba, un pequeño microcosmos de la sociedad, de la que nosotros nos sentíamos desligados. Nosotros estábamos juntos. No, juntos no es exactamente la palabra precisa. Eramos más bien uno con el otro, en un sentido puramente visceral. Almas gemelas, supongo que es el único modo de describirlo.
Cuando la dejé, le dije que la recogería la noche siguiente a las ocho y luego me fui a casa.
Fue divertido. Toda mi vida se vació allí mismo en la puerta de su casa cuando ella bajó de la camioneta. De camino a casa, de algún modo sabía que no sólo nos habíamos conocido en el pasado, sino que nuestros senderos se cruzarían muchas veces en el futuro. Ya sentía impaciencia. Deseaba estar con ella, sentarme con ella y charlar durante años, y quizás descubrir que… ¿qué es eso? ¿Atracción? No lo creo. Y sin embargo, cuando tuvimos la oportunidad, cuando estuvimos juntos esa noche no hubo palabras entre nosotros. No teníamos nada que decirnos. De alguna manera estábamos más allá de las palabras.
No obstante, la pasión persistió. Un pasión por conocerla, porque sentía que ella tenía mucho que enseñarme sobre mí mismo. Casi como si fuera mi otra mitad.