9

Lewis me llamó justo antes de la puesta de sol. Hablamos poco. Su padre lo estaba llevando bien, el funeral sería la tarde siguiente, se quedaría uno o dos días más con su padre y sus tíos, y luego regresaría a casa.

Le dije que su plan me parecía perfecto y que yo me encontraba bien; de hecho la palabra que empleé fue «feliz». Me dijo que me quería, me mandó un beso y colgamos.

Volví del teléfono dispuesta a reanudar lo que estaba haciendo antes de la llamada de Lewis, pero no pude recordar de qué se trataba. Sabía que había sido agradable, entretenido e interesante —había estado aprendiendo algo— pero se me había borrado de la mente. Estaba segura que no había sido solamente un producto de mi imaginación, aunque en la casa no había rastros de ninguna actividad que pudiera haberme entretenido de ese modo. Era un enigma y estaba algo resentida porque Lewis me había interrumpido. Me senté un momento en la oscuridad creciente, observando crecer las sombras, observando el último destello del cielo anaranjado.

Alargué el brazo y encendí la lámpara. Su luz dura arañó la habitación y me hirió los ojos. La volví a apagar y fui a vestirme para el baile.

Mi rostro parecía algo descompuesto, lo noté mientras me aplicaba una ligera capa de sombra de ojos. Examiné mis rasgos uno a uno, luego retrocedí un paso para calibrar todo el conjunto. Tenía una flacura que no estaba antes. Tenía los pómulos algo más prominentes y también las cejas. Me gustaba el efecto. La gordura de niña por fin había desaparecido. Me peiné, me recorté el pelo alrededor de mi cara, observando los mechones blancos, amarillos y dorados caer en el lavabo, luego me cepillé el nuevo corte y le di un toque de carmín rosa a mis labios.

En la estación de autobuses había visto un cartel sobre los bailes juveniles del viernes por la noche y llevaba semanas aguardando la ocasión. Limpié los mechones de pelo abriendo el grifo y dejando que se los tragara la cañería.

Cogí el abrigo a cuadros del armario del recibidor y me lo puse, luego me contemplé en el espejo de la puerta. Estaba manchado. Tenía una gran mancha marrón en el cuello y se extendía por el delantero izquierdo. Me quité el abrigo, fui al baño y lo miré a la luz.

Sangre seca.

El sereno rostro del muchacho parpadeó en mi memoria. Me sentí satisfecha por haberle concedido ese descanso aun a expensas de mi bonito abrigo. Lo enrollé y lo puse en una bolsa de papel. Los lunes recogían la basura.

Volví al armario donde encontré una cazadora forrada en piel de cordero, calurosa y suave, sólo un poco grande. Me haría muy buen servicio. Del armario de la ropa blanca saqué una vieja y deshilacliada toalla de baño marrón, dejé a un lado la chaqueta y me coloqué la toalla sobre los hombros como una capa. Volví a ponerme la chaqueta. Ya estaba preparada.

Salí al aire fresco y temblé de ansiedad.

Enseguida encontré quien me llevara. Cuando llegué a la sala de baile era pronto. Aún no había nadie, así que me quedé explorando por los alrededores.

La sala era un gran edificio de madera en las afueras de la ciudad. La casa más próxima estaba a cientos de metros de distancia. Sucias zonas de aparcamiento rodeaban el edificio por los tres costados. Detrás había un descampado lleno de hierbajos con unos cuantos árboles, y al internarme en él, pisé botellas de cerveza vacías, papel higiénico y condones usados. Comprendí hasta dónde llegaba la vigilancia en los bailes juveniles de fin de semana: no más allá del ámbito de las luces. Imaginé que a última hora esa zona estaría tan poblada como el interior de la sala.

Hundí las manos en los grandes bolsillos de la cazadora, metí las mangas todo lo que pude para evitar la brisa y di vueltas al edificio, intentando conservar las piernas y los pies en calor.

De repente llegó un viejo en una camioneta roja con un proyector roto en el techo. Era corpulento y caminaba con dificultad. Abrió todas las puertas, las empujó hasta dejarlas abiertas de par en par, y luego encendió todas las luces. Yo le seguí adentro en busca de calor. Aunque en el interior no hacía mucho más calor.

El hombre oyó mis pasos en el umbral de la puerta, se dio la vuelta y me deparó una mirada acuosa.

—Llego pronto, creo —dije yo.

—Bueno, siéntese allí —señaló una hilera de sillas alineadas contra la pared, luego comprobó su reloj—, Boyd llegará pronto, quizá pueda usted ayudarle a hacer los preparativos y vender entradas o algo.

Desapareció en el lavabo de los hombres.

En la cavernosa estructura resonaron los ecos de sus actividades. Tiempo atrás debieron enorgullecerse de ese edificio. Paredes, techos y vigas estuvieron otrora pintados, y los suelos de madera barnizados y encerados. Pero eso fue hace mucho tiempo. Un polvoriento letrero azul, ribeteado de galones dorados y cubierto de telarañas, se extendía en lo alto de una pared tiznada, loando en letras doradas a los Veteranos de Guerra. El suelo de madera estaba desgastado en el centro, desgastado por generaciones de zapatos danzarines. Un escenario improvisado ocupaba un rincón de la sala, donde se apilaban amplificadores, micrófonos, cables eléctricos y aparatos. En el otro extremo de la sala había una gran ventana que daba a una cocina y a un mostrador, presumiblemente era una zona donde se vendían bebidas sin alcohol. Junto a la ventana estaban las puertas de los dos lavabos. Esa pared ostentaba la única pintura reciente del lugar, un barniz verde claro.

Golpeé los pies contra el suelo y me puse a temblar.

Afuera se detuvo una camioneta, levantando polvo y gravilla. El motor se apagó y se cerraron las dos puertas.

—Hey, ¿Kyle? ¿Kyle? —gritó una fuerte voz masculina desde la puerta. Oí murmurar una respuesta desde el lavabo de los hombres. Luego un vaquero entró en la sala, miró a su alrededor y me vio. Sonrió—. Hola.

—Hola —dije, y mi cuerpo empezó a temblar de una excitación diferente.

—¿Está Kyle por aquí?

Antes de que me diera tiempo a responder, una versión más joven del mismo hombre, obviamente su hermano, dobló la esquina y entró en la sala, frotándose y soplándose las manos. Se paró y me miró con la misma intensidad que su hermano mayor. Luego la puerta del lavabo de los hombres se abrió y el viejo salió, acarreando un cubo y un mocho.

El vaquero se acercó a él:

—Hey Kyle. He conseguido una mesa nueva para dentro del bar. Donada por las mujeres de ese taller de costura. Tienen unas preciosas mesas talladas y nos han dado una de las viejas. Bill me ayudará a meterla en la cocina, así podremos usar la otra mesa para las entradas, en lugar de la vieja y desvencijada mesa de juego.

—Bien, bien —Kyle abrió la puerta del lavabo de señoras y la abrió con una cuña de madera—. Necesitarás ayuda, ella puede ayudarte.

El vaquero me sonrió.

Yo le devolví la sonrisa. Era un hombre más largo que un día sin pan, el hombre más vivaz y saludable que he conocido en mi vida. Su Stetson oscuro mostraba su rostro bronceado. Llevaba una chaqueta marrón sobre una camisa azul a cuadros con tejanos y botas de punta afilada. Era grande, de hombros anchos y tenía ojos verdes, un rostro abierto y sincero y un aroma como a bosque en primavera. Volvió a sonreírme y sentí prenderse algo en mi interior.

—¿Eres amiga de Kyle?

Sacudí la cabeza.

—Es sólo que he llegado algo pronto.

—¿Eres nueva en la ciudad?

Asentí. Me costaba respirar.

—Soy Boyd Turner. Éste es mi hermano Bill.

Bill sonrió y volvió a soplarse las manos.

—Angelina Watson.

—¿Quiere ayudarnos?

Yo me encogí de hombros, sintiendo como se me arrebolaban las mejillas.

—Puede vender entradas. Siempre es demasiado trabajo para Bill y para mí. Kyle nos ayuda con la limpieza y los materiales pero —miró su reloj— pronto llegará la banda, y… —Una camioneta se detuvo en el aparcamiento. Nos sonreímos. Tenía los dientes blancos y limpios—. ¿Lo ve? ¿Nos ayudará durante media hora? ¿Pagará la entrada con su trabajo?

Me adulaba con su coqueteo. Era irresistible, con su encanto masculino y sus maravillosos ojos. Saqué las manos de los bolsillos y me levanté, dispuesta a recibir órdenes.

En un momento se armó un gran bullicio. La banda empezó a colocarse y mientras lo hacían, llegaron los voluntarios a trabajar en el bar. Boyd los reconoció, chocó sus manos y les dejó pasar gratis. Todos los demás tuvieron que pagar un dólar por un pedazo de papel escrito en tinta negra que decía: «En depósito sólo — Alimentación y ganadería Wileys’s».

Empezaron a llegar los más madrugadores, la mayoría chicos jóvenes que habían pasado la mayor parte del día decidiendo qué ponerse y preparándose para conocer chicas esa noche. Pagaban su entrada, luego se agrupaban alrededor de las puertas de los lavabos. Cuando los grupos eran lo suficientemente grandes, todos se iban a sentar a los coches, seguía el intercambio de mentiras y planes estratégicos, reforzados por una cerveza y un cigarrillo, y volvían a entrar más tarde, mostrando un sello en el dorso de la mano.

Mi trabajo consistía en despachar entradas y despertaba en mí sentimientos interesantes. Me sentía orgullosa cada vez que llegaba Boyd a recoger los recibos y me deparaba una sonrisa especial de gratitud. Me sentía fatal cuando las jovencitas —de mi edad, más mayores, más jóvenes— venían y me arrojaban sus billetes de dólar o no me enseñaban el sello de sus manos para volver a entrar.

La banda afinó y tocó para una multitud que atendía de pie. Nadie se sentaba en las sillas plegables de metal dispuestas a lo largo de las paredes. Se quedaban de pie con sus tiesas ropas del oeste, en grupos de chicas, de chicos y parejas. Nadie bailaba. Todo el mundo se abría paso a codazos entre la multitud, merodeando y luego, como si obedecieran una señal secreta, todos se pusieron a bailar. Un baile que se expandía hasta las paredes. ¡Qué ritual más peculiar!

Cuando la banda se tomó su primer respiro, la sala se vació. Todos salieron a fumar y a evaporar el sudor que habían acumulado bailando en un local cerrado. Muchos ya estaban bastante borrachos y unos pocos me hicieron comentarios obscenos al pasar. Boyd me trajo una taza de chocolate caliente y se sentó en la mesa, mirándome.

—Bill te sustituirá ahora. No quedan muchos más por llegar. Unos pocos, pero no muchos. Él se las arreglará.

Sorbí el chocolate y asentí, observando a los jóvenes dividirse en más y más parejas, vi las miradas seductoras, oí las risas, vi a muchos desaparecer por la esquina y supe a dónde habían ido. Temblé y me crucé de brazos. Boyd seguía mirándome.

—¿De dónde eres?

—De Pennsylvania.

—¿Llevas mucho tiempo aquí?

Sacudí la cabeza.

—¿Tienes familia aquí?

—No —dije—. Estoy aquí por mi cuenta. Precisamente ahora estoy cuidando la casa a un amigo que está en California.

Sabía que le sorprendería, así que le dirigí mi mirada más incisiva, desafiante y mejor calculada, para demoler la pregunta antes de que la planteara. Él creía que yo era demasiado joven.

—¿Has conducido hasta aquí?

—He venido en autoestop.

—Luego te llevaré a casa ¿vale?

Tardé un rato en responder. Deseaba estar con él, oh Dios, deseaba estar con él, pero me acordé de Lewis. No existía ningún compromiso, me recordé a mí misma, se trataba sólo de acompañarme a casa. Y si sucedía algo mejor, más interesante, bueno… yo no estaba atada a él para toda la noche, aunque no podía imaginar nada más interesante que ese hombre increíble. ¿Era prudente aceptar que me acompañara un desconocido? Oh Angelina, pensé. Te has vuelto tan precavida en tus meses de domesticidad. Yo sabía que era perfectamente capaz de cuidar de mí misma.

Me pasó la respuesta por la mente, pero no podía apartar los ojos de su rostro. Vi cuando empezó a hacerle mella la timidez. Él pensaba que yo debía responderle.

—Vale —dije.

Su alivio fue evidente. Volvió a sonreír, una sonrisa íntima, una sonrisa reveladora.

—Pues, vamos. Baila. Disfruta. Y cuando cerremos, nos reuniremos aquí.

Me levanté y al hacerlo, él, sentado en la mesa, sacó las manos de los bolsillos como para tocarme: la cintura, los hombros, la cara. Pero dejó caer las manos en su regazo y columpió los pies adelante y atrás, luego se puso en pie y se instaló en la silla plegable en la que yo había estado sentada.

Me dirigí al lavabo de señoras. Madera pintada de verde, llena de palabras escritas con lápiz de labios, bolígrafo y objetos punzantes habían absorbido el olor de miles de muchachas, litros de desinfectante. El cuartito con dos lavabos, dos espejos y dos wáteres estaba abarrotado de chicas retocándose el maquillaje, arreglándose la ropa y peinándose. Me quedé en un rincón observándolas un rato, mientras charlaban sobre los chicos y sus novios. Entonces, una preciosa joven de pelo oscuro, labios pintados de rojo intenso y demasiado colorete en las mejillas se fijó en mí en el espejo, y mientras se volvía entre la multitud dijo:

—Hola.

Hundí aún más las manos en los bolsillos y dije:

—Hola.

—¿Eres amiga de Boyd?

No sabía qué responderle.

—Algo así.

—Eres nueva.

Asentí.

—Soy Catherine.

—Yo Angelina.

—Bueno Angelina si eres amiga de Boyd, yo soy tu amiga.

Se giró hacia sus amigas y todas rieron, luego volvió a repasarme de arriba abajo y regresó a sus cremas, sus colores y su estúpida charla. La contemplé en el espejo un momento más, la contemplé escrutándome sin mirarme a los ojos y recordé esa sensación, esa sensación de ser diferente, de perderme el chiste, de estar fuera del rebaño y la odié. Me largué de allí y me topé de frente con un chaval borracho cuyas manos se aferraron rápidamente a mi torso, por dentro de la chaqueta. Le aparté de un empellón, asqueada del lugar y salí al exterior. Deseaba volver a mi sitio en la mesa, pero Bill estaba allí, intercambiando monedas y camaradería con algunos amigos.

El aire fresco me reanimó después del ambiente cargado de la sala abarrotada. El aroma a sudor mezclado con perfume, lociones para el afeitado, desodorante, cerveza y aliento de fumadores era demasiado potente para mí. Aspiré hondas bocanadas de aire fresco y caminé sin rumbo entre los coches del aparcamiento. La mayoría de los vehículos estaban desocupados, unos pocos tenían las ventanas empañadas, otros cigarrillos incandescentes en la oscuridad mientras sus ocupantes charlaban. Vagué entre ellos, con los puños hincados en los bolsillos. Me pregunté de qué hablarían, cómo sería estar abrazado a alguien en el coche de papá, con buenos amigos y mucha conversación un viernes por la noche.

Oí como la música volvía a sonar, los portazos de los coches como respuesta a la llamada, pero oí un sonido diferente, que respondía a otros estímulos y vi que me dirigía irresistiblemente al aprovechado descampado de la parte trasera del edificio. Oí el siseo de la maleza y mi corazón empezó a latir.

Me arrimé a la sombra de un matorral alto, sintiendo cada vez más una sensación innata de furtividad, aunque probablemente no había necesidad de ello. Quienquiera que estuviera en el descampado sabía que estaba a pocos metros de la formidable multitud. Habían optado por ceder cualquier derecho a la intimidad.

Me enjuagué las comisuras de la boca.

A medida que los ojos se me acostumbraban a la oscuridad, vi dos formas, dos personas sentadas en el suelo, mirándose. Al acercarme, los oí hablar y mi sentido del ambiente percibió vibraciones rojas de furia en su conversación. Me acerqué aún más, olvidando el frío, excitada mi curiosidad. Alzaron las voces.

—Yo confiaba en ti —dijo ella dulcemente.

—Y aún puedes confiar —respondió él.

—No cuando estás fuera haciendo… lo que quiera que hagas… con ella.

—No fue nada, Julie. De verdad. Ella necesitaba ayuda y yo la ayudé.

—Apuesto a que sí —su voz estaba llena de burla, de desdén.

—Sabes, creí que había hecho de ti una mujer, pero aún eres una niña.

Oí una respiración honda, luego la chica se puso lentamente en pie. El muchacho se alzó y se quedaron cara a cara un momento antes de que ella le propinara una bofetada. Fue tan fuerte que estaba segura de que todo el mundo la había oído, incluso dentro de la sala. Me sentí consternada.

Él se llevó la mano a la cara. Casi pude ver las huellas rojas y oír el zumbido en sus oídos. Le dolía la cara, el orgullo, el amor. Yo deseaba ir hacia él, pero dudaba. No conocía a esa persona. No comprendía la situación, ¿qué bien le haría mi presencia? Me quedé donde estaba, sin atreverme apenas a respirar, meditando. Meditando.

Y entonces llegó esa voz, esa voz que conocía tan bien como mi nombre, la misma voz que hablaba a mi alma, que me hablaba con esa música etérea que plantaba los cimientos de mi vida… esa voz me hablaba directamente al oído como Ella lo había hecho antes; una voz clara, una voz dulce, rica y sensual, y cerré los ojos y vi los húmedos labios que me hablaban:

—Tu regalo, Angelina —dijo Ella—. Dale al chico tu regalo.

Recordé la felicidad y la paz. Recordé la tranquilidad y la alegría. Luego recordé el flujo de emociones de la noche anterior y la noche en los Ozarks y me percaté de que tenía un regalo, una misión, y la libertad cobró para mí un nuevo significado.

En ese momento, de pie en la maleza, sentí nuevas emociones, nuevos sentimientos, llegué a creer que yo era una elegida. Era la elegida para poseer y emplear la música, esa música eterna y etérea. ¿Por qué algo —¿alguien?— se hacía cargo de mi vida como eso (¿Ella?) había hecho? ¿Por qué mi recompensa era esa adorable sensación de paz y protección? ¿Por qué me obsesionaba la idea de la estación de autobuses, si no era para cumplir mi destino acudiendo allí a experimentar la paz? Yo aliviaba el sufrimiento, concedía la paz. ¿Para qué otra cosa estaba allí, acechando por instinto en la maleza? Sabía lo que debía hacer.

Librarme de la responsabilidad no era un error. Liberarme de las relaciones familiares, de los bienes materiales, incluso de los deseos básicos de poseer tales cosas, no había sido un plan erróneo. Todo eso tenía un propósito. Yo había sido la elegida. Yo era especial. Yo sería una persona de segundo plano, que realizaría grandes cosas sin o con poco reconocimiento y aclamación públicos. A todas luces mi tipo de ayuda no sería reconocida. Ellos no lo entenderían. Se avecinaban grandes cosas y yo era un diente menor de un poderoso engranaje. Guiado por Su voz.

Me sentí libre, maravillosa y una con la naturaleza.

La seguridad inundó mi alma. Oí deliciosos acordes musicales. Me asomé a la puerta de la eternidad y supe que si pudiera sentarme y meditar sobre ella un momento, comprendería el escurridizo concepto.

Más tarde. Cuando llegó el momento, tenía algo importante que realizar.

Avancé entre la maleza justo cuando el joven se inclinaba hacia el suelo, con las manos en la cara y los hombros temblorosos.

KYLE CARMICHAEL: Claro que la recuerdo. Estaba merodeando alrededor de la sala cuando llegué. Nunca había visto a Boyd tan colado por una mujer. Las mujeres le asediaban, a un muchacho grande, fuerte y de buen corazón como él. Le asediaban; hubiera podido elegir, pero nunca pareció salir con ellas en serio más de una o dos veces.

El padre de Boyd y yo éramos viejos amigos, luchamos juntos en la guerra. Yo nunca tuve hijos, sólo hijas que mi esposa crió, de modo que siempre sentí que Boyd y Bill eran también míos. Los cuatro íbamos de caza cada fin de semana. Era precisamente el tipo de cosas que hacen los hombres, reunirse, enseñarles a los jóvenes lo que es la vida.

Je. Si Boyd se hubiera tomado a las mujeres tal como se tomaba la caza, probablemente habría tenido un montón de problemas. Ese chico no se rendía. Ni siquiera la puesta de sol le detenía. Se compraba libros y armas y él mismo las cargaba. Una vez siguió la pista de un ciervo todo el fin de semana. Lo cazó. A mí me parece que era como una obsesión, pero no quise preocupar a su padre, no soy de esos entrometidos.

Boyd era siempre un caballero. Y su hermano también. Buenos deportistas. Al cabo de un tiempo los tres nos cansamos de cazar; primero dejamos de disparar, luego dejamos de llevar las armas, y por último dejamos de salir, salvo Boyd. Él siguió, aunque solo.

Sí. Mi corazón se alegró cuando vi a Boyd y a ese pedacito de rubia mirarse de ese modo. Me dije a mí mismo: «Kyle, Boyd ha encontrado algo mucho mejor que seguir rastros en una montaña nevada. Ahora tiene una mujer que cazar». Je. No hay como una mujer para cambiar la cabeza de un hombre.