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Salí de casa a las dos y media, deseaba llegar a la estación a las tres para poder asistir al cambio de la luz a la oscuridad. El cielo enviaba mensajes de un atardecer tardío, un viento levantisco soplaba en mis cabellos. Me subí el cuello del abrigo y sólo saqué el pulgar de lo hondo del bolsillo cuando se aproximó un coche. Pronto me llevaron hasta la estación de autobuses.

Abrí las grandes puertas y entré.

Había algo en el aire y me parecía una aventura.

La calefacción del edificio estaba encendida y la gente estaba cómoda en mangas de camisa, con los abrigos apilados sobre los asientos de madera. Las calefacciones que rara vez se usaban despedían un olor distinto, un viejo aroma, una fragancia añeja un poco mohosa que era lo bastante esquiva para resultar agradable. Alguien con un poco de espíritu navideño había colgado una guirnalda plateada alrededor de la garita del vendedor de billetes y parecía banal en medio de las antiguas, auténticas y deterioradas condiciones del edificio.

Algunos pasajeros esperaban el autobús de Salt Lake City; otros esperaban partir en ese autobús o en otro. Dos jóvenes homosexuales compartían a hurtadillas un cigarrillo junto a la fuente. Un cowboy sentado en una esquina rasgaba una guitarra y cantaba en voz baja una canción de amor. Cuando acabó, los ocupantes de la estación de autobuses le aplaudieron, a lo que él respondió tocándose el Stetson y sonrojándose débilmente. Yo sonreí al encontrar un asiento con una vista excelente, junto a la vieja máquina de café de la que colgaba un cartel amarillo de «Averiada». Iba a ser una buena noche, completada con diversión gratis.

Los pasajeros cambiaban… un lento pero constante cambio.

Los borrachos entraron para resguardarse del frío y acurrucarse junto a los calefactores. Mujeres y niños llegaban justo a tiempo para comprar los billetes y abordar los autobuses y no se quedaba ni uno solo de ellos. Viejos alcohólicos, jóvenes drogadictos, homosexuales, parias, los deformes y los desposeídos, viejos raros que me recordaban a Earl Foster… entraban, algunos se quedaban, otros partían. La policía pasaba cada hora a inspeccionar y a cambiar saludos con el vendedor de billetes. El viejo vendedor de billetes fue sustituido por uno más joven, más huraño, obviamente mejor preparado para solucionar cualquier posible problema que surgiera con los pasajeros y, cada vez más despacio el aspecto de la estación de autobuses fue cambiando.

A las once en punto llegaron cinco hombres jóvenes de pelo engominado y con chaquetas de cuero y empezaron a burlarse y mofarse de los que estaban en la estación. En quince minutos el vendedor de billetes había hablado con ellos dos veces, pero el daño ya estaba hecho. Toda la gente, salvo unos pocos, se habían ido, largándose a sus segundos lugares preferidos, según supuse, dejando la estación relativamente vacía. Luego, como si conocieran el horario de las rondas policiales, el quinteto se esfumó en sus motos y se fueron justo antes de que la policía acudiera para su próxima inspección rutinaria. El resultado fue penoso: tres borrachos dormían en la esquina trasera cerca de las salas de espera, una pareja apasionada se abrazaba en una misteriosa postura bajo una manta de cuadros y yo me senté junto a la máquina del café, sintiéndome como si me acabaran de robar.

Sabía que la noche no había terminado. Algo me decía que la marcha estaba por llegar. Crucé las piernas, eché un trago de agua, comprobé el horario y me percaté de que no había más llegadas hasta la una y media, cuando en diez minutos llegarían tres autobuses.

Reflexioné unos momentos sobre Lewis. Por aquel entonces ya habría llegado a casa de sus padres y probablemente estaría durmiendo, o sentado hablando y bebiendo con su padre. Habría estado llorando y tendría los ojos hinchados y el cabello despeinado. Podía verlo, con su camisa de lana a cuadros verdes, intentando afrontar la pérdida como un hombre, sentado junto a su padre, quien, sin duda, le haría sentirse como un niño.

Miré bajo la luz artificial, bajo el calor artificial de la estación de autobuses y percibí la diferencia del color de la madera por la noche. Noté que las luces exteriores tenían un halo diferente a su alrededor cuando las veías a través de los viejos cristales de las ventanas. Suaves ronquidos procedían de la esquina, del otro lado partían gemidos de satisfacción y el vendedor de billetes volvía las páginas de su libreta.

De repente estaba hambrienta, famélica.

Junto a la estación de autobuses se hallaba el café, una parada de camioneros, un restaurante abierto las veinticuatro horas.

Era el momento.

Me levanté y cogí el pesado abrigo a cuadros que Lewis me había comprado y reprimí la absurda idea de que debía decirle al corpulento hombre que estaba tras la garita de barrotes que volvería en seguida. Me abroché el abrigo, hundí las manos en los bolsillos y abrí las grandes puertas.

Afuera helaba. Con ese frío, tan cerca de Navidad, debería haber nieve. Me levanté el cuello y bailé durante un velocísimo instante; mi respiración se condensaba en el aire. Podía ver el neón parpadear sobre el aparcamiento, en lo alto de un poste para captar la atención de los camioneros de largas distancias. El letrero de neón rosa decía: «Cocina casera de Jane». Debajo, en letras azules destelleantes decía: «Buena comida casera». A la luz del día siempre me había parecido que se hallaba justo en la puerta contigua, pero en la distorsión nocturna de la realidad, el café estaba claramente al otro lado del aparcamiento, más allá de los remolques de los camiones que estaban aparcados en una alineación notablemente ordenada.

Me encaminé hacia él, con paso enérgico y la cabeza gacha, agradeciendo a Lewis el dinero que me había dejado. Me quité el frío de la cabeza y en su lugar pensé en qué pediría con la taza de chocolate caliente que ya estaba empezando a saborear.

Al andar, di un puntapié a unos cuantos guijarros de mi camino y decidí salir a la calle, por el aparcamiento y los camiones que me bloqueaban el paso, en lugar de caminar entre ellos por los callejones que creaban al estar aparcados tan juntos. Pero el viento era tan frío y tan desagradable que en el último minuto lo pensé mejor, pues los camiones harían una perfecta barrera contra el viento y troté entre dos remolques.

Las paredes creaban un intrincado laberinto. No alcanzaba a ver ninguna luz, salvo el destello del ridículo neón de «Jane». Las ruedas eran casi tan altas como yo. Me sentí indefensa, enana entre esa maquinaria gigantesca.

Avanzaba por el pasillo, cuando oí un ruido que me detuvo en seco. La adrenalina me daba falso valor y excitaba mi cerebro. Me paré a escuchar un momento más. Oía el sonido del metal contra el metal, un estrépito.

Observaba con horror mientras mis pies empezaron a moverse hacia el ruido. Con el oído atento al silencio, percibí más ruidos; alguien intentaba forzar uno de los contenedores. Me acerqué, caminando instintivamente en silencio. Rodeé el enorme extremo de uno de los remolques y bajo el vientre del contenedor vi tres pares de piernas enfundadas en tejanos Levi’s. Si alguno de los muchachos se inclinaba para coger algo o atarse el zapato, me vería y ése sería mi fin. Uno caminó hacia el fondo del camión, susurrando a los demás. Hubieron más susurros, luego otras pisadas resonaron hacia la cabina del camión. Seguí el ruido, manteniendo el camión por medio.

Las pisadas se alejaban, se dirigían hacia la estación de autobuses. Le seguí, ocultándome. Luego él se paró, se desabrochó los pantalones y oí el chorro de orina contra un neumático.

Era uno de los rufianes con cazadoras de cuero que antes, por la tarde, habían perturbado la tranquilidad de la estación de autobuses, tres de ellos estaban intentando robar el contenedor y aquél se había separado momentáneamente del grupo.

Miré el fuerte chorro de orina salpicar, evaporarse, mientras mojaba todo el neumático, luego pude olerlo y eso prendió el delirio que ya había aflorado a mi mente. De repente me sentí hambrienta, sentí despertarse en mi interior un hambre antigua, innata, latente. Me dolían las glándulas salivares debido a la dulzura que se me prometía. Tuve un exceso de salivación y me sequé la comisura de los labios con la manga del abrigo. Ardía de excitación, también mi abrigo estaba caliente.

Mi sistema nervioso se tensó a medida que el río de orina se debilitaba. Di dos ligeros pasos hacia adelante, balanceando mi peso, agazapándome un poco. El hombre se sacudió el pene y se lo guardó en los pantalones, subiéndose la cremallera mientras se daba la vuelta.

Yo salté y me abalancé sobre su garganta antes de que le diera tiempo a verme.

Cayó hacia atrás y sus brazos estaban demasiado ocupados intentando hacer tantas cosas: intentando amortiguar su caída, intentado desasirse de mí, intentando liberarse de mi mordisco, intentando arrancarme los ojos. Todo fue inútil. Me fijé en cada uno de sus débiles intentos por defenderse con mucha atención, al igual que me fijé en el ruido que hicimos al caer al suelo. Eran cosas de las que aprender, nada más. En aquel momento lo importante es que estaba hambrienta, insaciable, estimulada por el primer sorbo. Luego la sangre fluyó cálida y dulce, mis labios encontraron la vena y la apretaron con cuidado, bebiendo con avidez, deleitándome, saboreando el último chorro, saboreando el alivio, jugueteando, estallando de alegría hasta que no pude esperar más y una explosión de terminaciones nerviosas prendió como una chispa en mi cuerpo y me eché a temblar, a tiritar, y me sentí plena.

Estaba mareada del esfuerzo. Yacía con la mejilla junto a la suya, recobrando el aliento, sintiendo una vez más el fresco aire de la noche. Lo aparté lentamente y lo miré a la cara, tan pálida a la luz mortecina. Se parecía algo a Lewis, con los rizos oscuros colgándole por la frente. Doblé las piernas y me arrodillé sobre su pecho. Esa herida de aspecto terrible en su cuello brillaba al mirarla. Cogí una gota con el dedo y la chupé, luego cogí otra y la restregué cuidadosamente por un lado de su nariz. Estaba hermoso.

Se me cayeron los párpados. Oí una música familiar. Deseaba descansar y sumirme en ella, donde me cuidarían y atenderían. Necesitaba acostarme, abrazada a esa bella persona, ese maravilloso Adonis de rostro frágil y dormir con él un sueño reparador. Me sentía afectiva y fantástica y amada. Completa.

Pero el suelo estaba duro y el aire era frío y dos hombres esperaban a que regresara mi adorable y apuesto príncipe. Vendrían a buscarlo.

Con un supremo esfuerzo, me sacudí las telarañas del sueño, besé al hermoso joven en los labios y me levanté, sin dejar de mirarlo. Tenía los labios rojos dónde le había besado. Con las mejillas pálidas y el pelo oscuro parecía un escolar inglés.

Le amaba.

No recuerdo haber regresado a casa, pero estaba en casa cuando me desperté con música en los oídos, sumida en la agradable sensación de ser engullida, cuidada, nutrida, alimentada. Me desperté y me levanté como si estuviera flotando, deslizándome sobre la llamativa alfombra anaranjada de la casa de Lewis, que de algún modo me resultaba menos ofensiva. Recordaba todos los incidentes de la noche anterior, todos excepto mi regreso a casa y me parecía una aventura increíble.

Espera a que se lo cuente a Lewis, pensé para mí. Luego me di cuenta de que no podía contárselo ni a Lewis ni a nadie. Era un secreto. La idea de tan maravilloso juego de naturaleza furtiva me hizo reír y me llevé la mano a la boca. El reloj dio las dos de la tarde, así que me di un baño y me preparé para la noche.

Viernes por la noche.

Noche de baile juvenil en el local de la Asociación de Veteranos de Guerra.

Ese viernes, no podía concentrarme en el trabajo, sólo podía pensar en el baile. Había estado ayudando a montar esos bailes adolescentes desde que tenía dieciséis años —Jesús, ocho años ya—, luego, cuando Bill tuvo la edad y el interés suficiente, empezó a colaborar. Eran divertidos y era un lugar bonito y limpio para que fueran y se reunieran los chavales. Yo siempre disfrutaba con ellos. Pero ese viernes… ese viernes

Casi dejo mi empleo. Había sido capataz de la construcción durante mucho tiempo y el trabajo es un problema detrás de otro, ¿sabe? Bueno, ese viernes, Westwater era una ciudad demasiado pequeña para mí, la industria de la construcción me parecía una profesión sin salida, mi padre parecía apegado a la rutina y si el capullo de mi hermanito no paraba de enredar en el trabajo… me refiero a que le hice un favor al contratarle.

Supongo que tenía el día, pero ése en concreto estaba preparado para cualquier cosa. Si no hubiera tenido la responsabilidad de ese baile de adolescentes, me habría largado, dejado el empleo, agarrado mi pistola y mi saco de dormir y me habría largado. Estaba preparado para cualquier cambio. Estaba preparado para algún cambio fundamental.

No podía siquiera sospechar que asistir a ese baile de adolescentes fuera a cambiar algo más que mi vida.

Me cambió a mí.