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Me temblaba el estómago como si tuviera frío, incluso me castañeteaban un poco los dientes, apoyada en un hombro contra la jamba de la puerta, de brazos cruzados, mientras Lewis hacía las maletas para salir de viaje. Al principio permaneció en silencio, limpiando las maletas y doblando sus trajes. Podía ver cómo repasaba mentalmente lo que se iba a llevar y yo lo observaba en silencio, pensando en lo extraño que me resultaba que los hombres desgraciados tuvieran tanto peso en mi vida.

Entonces Lewis empezó a hablar. Se puso a recordar y habló de las cosas especiales que su madre solía hacer cuando él era un niño. Me dijo:

—Ponía pepinillos en los bocadillos en lugar de lechuga. Una vez, recuerdo que me pegó. Yo tendría unos quince años. Estábamos en la cocina y dije alguna estupidez propia de un adolescente, ella vino directa hacia mí y me abofeteó. Y luego se puso a llorar y se fue al dormitorio. Siempre era así, firme, nada extravagante, sólo… mamá. Ésa fue la única vez que me pegó y la única vez que la vi llorar. Casi me muero.

Le brillaban los ojos por los recuerdos y las lágrimas.

No podía hacer nada por él, nada para aliviar su pena ni ayudarle a hacer las maletas. Había intentado adecuar mi humor, como lo había hecho en tantos coches. Intenté aligerar el ambiente, intenté elevar mi espíritu al menos lo suficiente como para que el alma de Lewis no pesara tanto. Pero no pude. El pesar se derramaba por el suelo como una capa de plomo fundido. De modo que me limité a mirarlo y me sorprendió lo distinto que era al perder a su madre… distinto de cómo Rolf perdió a Alice, distinto de cómo la perdí yo.

Y luego mis pensamientos vagaron de nuevo hacia esa noche de libertad y sentí un escalofrío de ansiedad.

Cerró las maletas, me metió un fajo de billetes de veinte dólares en el bolsillo del tejano y me abrazó. Cargó el equipaje en el maletero mientras yo le miraba desde la puerta principal y, justo antes de subir al coche, una extraña expresión modeló su rostro. Cerró la puerta y volvió hacia mí, me cogió por la cintura y me miró con una feroz intensidad, con aquellos ojos verdes, fríos y delicados a pesar del temblor de sus manos:

—Estarás aquí cuando regrese, ¿verdad? Quiero decir que no sé cuánto tiempo voy a estar fuera… serán pocos días, seguro, pero no sé cuántos. Por favor, Angelina, prométemelo. No podría soportar perderte a ti también… Ahora no…

Le falló la voz y los ojos, humedecidos en las comisuras, centellearon de temor y añoranza.

Sonreí con una sonrisa que creí adecuada a las circunstancias, si no compasiva al menos considerada y le acaricié la mejilla:

—Estaré aquí —le dije.

Y se marchó. Se metió en el coche y partió.

Yo cerré la puerta y eché un vistazo a la casa vacía. Empezaba a parecerme un hogar. Los pocos efectos personales que habíamos incorporado en los meses pasados la habían hecho más cálida. Pero de repente me resultó vacía e impersonal. Era barata, ruidosa y polvorienta. Me sorprendió mucho. Lewis hacía que la casa resultara alegre. Lavé los platos del desayuno y me senté a la mesa de la cocina a meditar sobre él.

Pero sólo pude pensar en la noche que se avecinaba. Mi fantasía había crecido hasta proporciones tan tremendas que una parte de mí deseaba retenerse, temiendo descubrir que no podía vivir de acuerdo a mis expectativas.

Pero eso era una tontería. En realidad carecía de expectativas. Era sólo curiosidad. Una curiosidad aplastante. No era más que una estación de autobuses, me dije a mí misma. Una estación de autobuses que conocía muy bien. Era simplemente un aspecto distinto lo que deseaba ver esa noche, como mirar una pintura al óleo bajo la luz natural en lugar de hacerlo bajo un fluorescente. En la estación de autobuses vería a los noctámbulos bajo su luz natural.

Fui a tomar un baño.

HAROLD WATERTON: Claro que la recuerdo. Es una de esas como-se-llamen. Ya sabe cuáles. Tienen la manía de observar a la gente. A ésa la recuerdo. Delgada. Una muchachita flacuchita y menudita ¿no?

Sí. La recuerdo. Solía venir hacia las once, once y media cada día y se quedaba hasta las tres. Se sentaba, simulando leer, pero sólo observaba.

Llevo veintisiete años vendiendo billetes en trenes y terminales de autobuses. Y las ves de todo tipo. Yo ya las había visto de su tipo. Lo convierten en una manía ¿sabe a lo que me refiero? No es precisamente normal sentarse en una terminal de autobuses durante cuatro horas al día, sin hacer nada más ¿no le parece? Durante meses, hablamos de meses. Le eché el ojo, creo que estaba aguardando para hacer algo. Las maníacas siempre acaban haciendo algo. Así que me limité a esperara que hiciera su número para poder echarla. Incluso hice que una mujer la siguiera hasta los lavabos por si hacía algo allí ¿sabe? Pero nada. Nunca hizo nada.

Luego dejó de venir. La perdí. Pasas cuatro horas al día vigilando a una pervertida que espía a los demás y llegas a encariñarte un poco con ella, mentalmente claro. Así que la perdí y me pregunte dónde estaría mejor con su locura que en la estación de autobuses. Westwater no tiene estación de trenes ni aeropuerto.

Luego, oh, tres semanas, un mes más tarde, apareció y compró un billete para Nuevo México. Esa fue la mejor parte. A ese tipo de personas no les gusta que las sorprendan en su elemento ¿sabe lo que quiero decir? No le gusta que los demás reconozcan cómo se lo montan con sus locuras ¿sabe lo que quiero decir? Allí estaba ella, de puntillas, apenas la podía ver desde la ventanilla. Yo estaba sentado en el taburete, mirándola, je, y le dije —no se lo pierda—, le dije: «¿Dónde ha estado… escondiéndose de alguien?».

Estos pervertidos siempre se esconden de alguien, alguien que los busca. Je. Bueno, me fulminó con la mirada y se dio media vuelta, realmente asustada. Diablos, en realidad creo que se estaba escondiendo. Quiero decir que se escondía de verdad. Pero ya sabe, cuando me fulminó con la mirada casi me caigo de espaldas, durante un segundo… bueno, diablos.

¿Sabe cuando en las fotografías a veces sales con los ojos rojos? Sobre todo cuando sacas una foto a tu perro. Bueno, sus ojos eran casi así. Nada de casi, quiero decir que eran así, pero sólo durante un segundo.

Diablos, no sé lo que quiero decir.