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La casa de Lewis era una nadería moderna, un hogar de madera y ladrillo en Westwater, Nevada, con una horrible alfombra anaranjada y accesorios de plástico imitación de madera. La sala de estar albergaba una televisión sobre un cubículo con ruedas, un montón de almohadones, cojines desemparejados y un raído sofá Naugahyde. Una mesa de fórmica, cubierta por un mantel verde de plástico con polvo de Nevada en su áspero tejido a juego con un portaservilletas de plástico y servilletas marchitas en un rincón de la cocina. Todo en la cocina era amarillo trigo o verde aguacate. Todo en la casa parecía comprado en un supermercado, incluido el mobiliario del dormitorio.

Lewis me enseñó su patio trasero, su barbacoa, su cobertizo para las herramientas. Me sonrió mientras recorríamos la casa, las paredes desnudas brillaban ante nosotros, como si estuviera presentando a sus antiguas queridas la nueva, con la esperanza de que coexistieran en armonía, para hacer más gratos sus días. Tenía la extraña sensación de que ya me había convertido en una de las posesiones de Lewis y ese sentimiento era alarmantemente agradable.

Me duché mientras Lewis encargaba la cena, luego se duchó él mientras yo cambiaba las sábanas y exploraba la casa. La nevera contenía cuatro latas de cerveza, una botella de Tabasco casi vacía, un trocito de queso blando en la esquina de una lechosa bolsa de plástico y dos patatas germinadas. Empecé a hacer una lista.

Esa noche, desempacamos, comimos y nos fuimos a dormir pronto. Lewis se desperezó en la cama a mi lado y luego me buscó. Yo me coloqué en una posición cómoda y nos acostamos juntos mientras él hablaba de lo bueno que era estar en casa, lo agradable que era tener un nido, aunque normalmente no tuviera a quién arrimarse. Antes de conciliar el sueño, me contó sus planes para mejorarla, el estilo de mobiliario, los colores de la pintura, la hipoteca y un barrio algo mejor cuando esa casa se hubiera revalorizado lo suficiente.

Mientras él hablaba, me percaté de que me había equivocado al pensar que lo que yo deseaba era encontrar un hogar y establecerme.

A la mañana siguiente era domingo. Leímos el periódico en la cama, luego fuimos a comprar comestibles al colmado de la esquina.

El viaje al colmado resalta en mi mente porque por primera vez hasta donde alcanzo a recordar otra persona y yo nos enfrascamos en un divertido juego de niños, tan divertido que no podía dejar de reírme y se me saltaban las lágrimas. Nos lanzamos comestibles uno a otro, hicimos carreras de carritos, nos turnamos para empujarnos, hicimos burla a los demás compradores, leímos los ingredientes echándole mucho teatro e hicimos el tonto, perfectamente el tonto, durante casi una hora.

Entonces, en el instante de pensarlo, estallé de júbilo, placer y cariño hacia ese hombre, ese hombre tan inteligente, que me había acogido y me hacía girar a su alrededor, y toda la alegría desapareció. La diversión llegó a su fin. Ese estrecho contacto físico en un lugar público era demasiado molesto. Me gustaba controlar mi cuerpo, sobre todo en público. La diversión llegó a su fin. Terminamos de comprar y fuimos a casa.

Lewis volvió a trabajar al día siguiente y yo tuve que entretenerme por mi cuenta, lo que no me resultaba difícil en condiciones normales, pero en el desierto de la casa de Lewis, tenía que exprimirme la imaginación para descubrir algo un poco divertido. Acabé lavándole todos los platos, toda su ropa y luego me dediqué a la casa.

Cuando llegó de trabajar me habló emocionado de su trabajo y sus amigos, yo estaba sombríamente resentida. Entré las bolsas de ultramarinos y ayudé a guardarlos, escuchando sus chistes, luego me senté con la barbilla apoyada en la mano, mientras él preparaba la cena y fantaseaba sobre las aventuras que nos depararía el día siguiente. Yo no estaba hecha para quedarme en casa esperando a que un hombre regresara del trabajo. Con un día tenía bastante.

Al día siguiente en cuanto Lewis se fue a trabajar, empecé a explorar Westwater.

En la ciudad había media docena de grandes supermercados y Lewis era el supervisor general del más grande y más próspero, en la zona norte de la ciudad. La zona norte era la más rica, la meta de las estrategias de Lewis en donde establecer su verdadero hogar. A mí me importaba un pimiento.

Era mi primera experiencia en ese paraje del Oeste. Había pasado el invierno anterior en California, pero California no se parecía en nada a Nevada. Westwater era un auténtico desierto —desierto en el sentido literal de la palabra— lleno de arena, artemisa y cactus.

Eché a andar desde la casa de Lewis por su barrio, atravesando la autopista hasta la ciudad. Por la cantidad de moteles ruinosos, deduje que Westwater era el lugar a donde acudían los perdedores de Las Vegas, para ganarse un salario decente, con vistas a reponerse y regresar. Caminé por el pequeño pero respetable distrito comercial, que estaba lleno de hombres con trajes claros y mujeres con trajes de chaqueta. Seguí caminando, sabiendo que esa ciudad, como todas las ciudades, debía tener una zona más destartalada y mi paciencia fue recompensada un par de manzanas más allá.

Me pareció que había excesivos bares, coctelerías, teatruchos de variedades y librerías para adultos, dado el tamaño de la ciudad, hasta que me percaté de la cantidad de cortes de pelo militares que desfilaban por las calles. Debía de haber una base militar cerca. Empecé a fantasear sobre esa zona cutre y al instante desee oír su música por la noche, cuando cobrase vida, en plena efervescencia.

Pero el primer día me limité a vagar por las calles, familiarizándome con Westwater.

Comí un bocadillo de ensalada de atún en un puesto de camioneros justo al lado de la autopista, y observé ir y venir camiones y autocares, luego me di cuenta de que el edificio de al lado era una estación de autobuses y me picó la curiosidad. Terminé de comer, miré la hora y me fui, por Lewis. Deseaba estar en casa cuando llegara, pero me atrajo la estación de autobuses. Miré el interior a través de las ventanas polvorientas, vi personas sentadas sobre bancos de madera, y oí los vagos acordes de una melodía que antaño me había sido muy familiar. Acordé conmigo misma que regresaría al día siguiente.

En un principio, exploraba Westwater cada mañana después de que Lewis se fuera a trabajar, luego me sentaba al frescor de la estación de autobuses durante el calor de la tarde, leyendo ostensiblemente un libro que llevaba conmigo. Nunca podía concentrarme en las páginas del libro, en su lugar miraba los pasajeros de la estación de autobuses y maquinaba historias sobre sus vidas.

Con el tiempo, esperaba ansiosa a que Lewis se fuera a trabajar por la mañana y me dirigía de inmediato a la estación de autobuses en cuanto su coche doblaba la esquina.

La estación de autobuses, la fascinante estación de autobuses. Era un espectáculo continuo y divertido. Mis emociones fluían libremente, sentada en el gastado banco de madera. Deseaba estar con algunas personas, viajar con ellas, conocerlas. Otras eran demasiado obvias, algunas tenían demasiados niños, otras me irritaban con sus ostentaciones y su aspecto presuntuoso, algunas parecían, por sus vestidos y sus modales, fuera de lugar en aquellos andurriales.

A la semana de descubrir la estación de autobuses, acudía cada día, a mirar, a mirar. El único sentimiento más fuerte que aquel que me empujaba a sentarme allí cada día era acudir por la noche. Quería ver las diferencias en la gente. Anhelaba experimentar el ambiente, estar allí con los moradores de la noche moviéndose a sus anchas.

Hay algo en la noche que fomenta el lado turbio de las personas. Preocupaciones y temores pesan onerosamente cuando está limitada la percepción sensorial. Uno puede estar acostado en la cama y asustarse por un leve ruido procedente de la otra habitación hasta que el corazón está a punto de explotar de tensión. Esos terrores que sobrecogen en la oscuridad resultan insignificantes, incluso tontos, a la luz del día.

Me parece excitante salir después de que oscurezca. Incluso ir al supermercado de la esquina es diferente. Los colores se alteran, las percepciones cambian y la distorsión de la realidad se acentúa a medida que la oscuridad se hace más intensa. Las cosas suenan diferente en la oscuridad.

Hay quien mejora. Otros corren a casa y cierran la puerta. Mucha gente se queda en casa por la noche, sin atreverse a salir. Creo que temen esa influencia que, como las mareas, como dos copas de champaña, afectan a nuestra más sórdida naturaleza animal y nos desquician.

El crepúsculo siempre ha sido la hora mágica, el momento encantado que nos hace saltar de alegría, provocador, mientras esperamos la oscuridad para sentar la cabeza, sólo un poco —gracias a Dios, sólo un poco—, esperando contra toda posibilidad de esperanza que la luz proyecte un último rayo de racionalidad en nuestras mentes y nos diga que nos vayamos a casa y encendamos las luces. Pero no lo hacemos. Preferimos doblegar nuestra sensibilidad y pronto el doblegamiento se hace permanente y debe ser alimentado como un hábito. Los noctámbulos son amantes, solitarios, lectores, románticos. Los noctámbulos son adictos.

Me obsesionó la idea de ir a esa estación de autobuses concreta y observar a los noctámbulos en su elemento durante la borrachera de la luna, la locura de la oscuridad.

Cada día durante semanas me senté en la estación de autobuses. Cada día cambiaba de asiento y por tanto de punto de vista. Y cada tarde, precisamente después de que el autobús de las tres y veinte vomitara sus pasajeros procedentes de Salt Lake City, abandonaba mi asiento —¡a regañadientes!— y me iba a casa para llegar justo antes que Lewis.

Me sentaba a su mesa, con la barbilla apoyada en la mano, mientras él hacía la cena y charlaba sobre los incidentes del día, yo me ponía a soñar con la estación de autobuses. ¿Cómo estaría con las luces encendidas? ¿Quién habría allí, quién llegaría y quién partiría, y cómo me las arreglaría para verlos?

Nunca me sentí en deuda con Lewis, ni tampoco atrapada por él. Era la persona más agradable que había conocido y por eso establecía cuidadosos parámetros sobre el límite que toleraría al cariño que sentía por mí. Yo me creía una persona relativamente fiel y Lewis era una joya de hombre. Él sabía que yo me pasaba todo el día fuera, pero después de la primera pregunta —cuando fue evidente que yo no tenía ningún interés por revelar mi paradero y me desagradaba que insistiera en el tema— respetó mi intimidad. Creo que sólo deseaba asegurarse de que no veía a otros hombres, lo cual me parecía totalmente divertido y pintoresco. Salir sola por la noche en lugar de quedarme con él, hubiera rebasado los límites no sólo de su afecto, sino también de su hospitalidad. A él le habría dolido y eso a mí no me habría gustado.

De modo que me sentaba con él, presente en cuerpo pero con la mente en otra parte, jugábamos a cartas y mirábamos la televisión, a veces salíamos a dar largos paseos y hablábamos sobre cómo los vecinos intentaban audaz y vanamente hacer sus hogares únicos mediante el extravagante uso de la vegetación.

Los días pasaban, uno tras otro y tras otro. El día de Acción de Gracias cociné un pequeño pavo. Se acercaban las Navidades y mientras lo hacían los días se volvían terriblemente fríos. Se desempolvaban y compraban estufas, y también edredones y mantas. Empecé a acostumbrarme al ritmo sexual de Lewis y toleraba sus proposiciones con menos desagrado. Compramos sudaderas rojas a juego y empezamos a hablar de los regalos de Navidad y de las actividades del Año Nuevo.

Mi cuerpo estaba satisfecho; estaba relajada, bien alimentada y ejercitada, pero había un hueco en mi mente y un deseo en mi alma. Tenía que salir. Tenía que acabar con ese papel de mujercita, aunque fuera durante un rato. Tenía que hacer otra cosa, algo más, algo diferente, algo joven.

Cuando creí que ya no podía soportarlo, cuando empecé a pensar seriamente en dejar a Lewis, cuando creí estallar de frustración por relegar mis verdaderos sentimientos frente a mis prioridades, se murió la madre de Lewis.

La llamada se produjo mientras estábamos desayunando. El teléfono sonaba raras veces; Lewis no era una persona gregaria. La llamada nos sorprendió, era tan rara a las siete de la mañana. Lewis fue a cogerlo a la sala de estar. Le oí proferir una exclamación, luego siguió escuchando, yo acudí y me acurruqué a su espalda mientras él hablaba y vi el estúpido árbol de Navidad en un rincón, mirando el agostado polvo del desierto y supe que alguien había muerto, precisamente en Navidad, justo en el momento preciso.

Se dio la vuelta y me abrazó y me llenó el hombro de lágrimas. Se trataba de su madre, me dijo. Un ataque. Tenía que salir inmediatamente para California y estaría fuera tres o cuatro días.

Sentí lástima por Lewis. Le abracé y mientras sus sollozos sacudían mi cuerpo y resollaba y sus lágrimas me mojaban el pelo y la ropa, intenté comprender su dolor. Con la mejilla apoyada contra su pecho, observé temblar los pequeños carámbanos de plástico sobre el árbol de Navidad con el estremecimiento de la habitación, haciendo juego con el temblor de excitación que me recorría el vientre al pensar que esa noche podría ir a la estación de autobuses y dejar que la marea de oscuridad arrastrara mi mente.

LEWIS GREGORY: Mi madre murió justo antes de Navidad. Creo que fue eh… el quince de diciembre. Angelina y yo ya habíamos puesto el árbol. Papá llamó mientras estábamos desayunando. Llamé a la tienda, empaqué y me fui. Mi padre estaba bastante alicaído. Le ayudé a hacer los preparativos, luego la enterramos. Salimos juntos un par de noches. Me dolió dejarlo. Sólo tenía a mi madre, a mi madre y a mí.

Fuera como fuere, estuve cinco días ausente. Volví el veinte. Llamaba a Angelina cada día y parecía estar haciéndolo bien. Creo que incluso me echaba de menos. No era muy demostrativa con los afectos y las emociones, pero creo que me echó de menos mientras estuve fuera.

Ella se quedó unas pocas semanas después de mi regreso. Me dije a mí mismo que el hecho de haber ido al funeral no tenía nada que ver con su partida, pero no las tenía todas conmigo. Fue una verdadera patada. Perder a mi madre y luego a Angelina, a las dos al mismo tiempo. Fue una verdadera putada.

Pero sé el motivo de que Angelina me abandonara. Cuando volví a casa estaba diferente. Se habían producido aquellos asesinatos, ¿recuerda, aquellos horribles asesinatos? Angelina estaba sola y no conocía a nadie en la ciudad, y sé que tuvo miedo, debió pasar verdadero miedo. Así que yo me volví superprotector y ella no podía vivir de ese modo. Yo no sabía qué hacer. No sabía cómo actuar. Ella era tan importante para mí, no podía dejarla ir sola por las calles, al menos hasta que capturaran al que había cometido aquellos… no lo hice demasiado bien. Acababa de perder a mamá y luego Angelina estaba distinta. No sabía qué más hacer.

Intenté agarrarla fuerte y ella se escabulló, como el jabón.

Como el jabón de lavanda.