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Nunca olvidaré los sueños de esa noche. No eran sueños en el sentido corriente de la palabra, sino una mezcla y una confusión de líneas argumentales, experiencias extraordinarias y escenas de la vida cotidiana. Esa noche mis sueños eran sensaciones y sentimientos. Toda emoción positiva y toda sensación placentera que había experimentado alguna vez, aumentada mil veces y repetida en una representación incesante toda la noche. La danza de la vida iba acompañada por la música más fascinante —una música jamás oída sobre esta tierra—, una música fantástica que hablaba de amigos y compañeros, secretos compartidos, y confianza.

La música era un torrente continuo de amor, gozo y solidaridad. Era hermandad y patriotismo y el primer sorbo de una bebida fría en un día caluroso. Era el olor a gatitos recién nacidos y la sensación de los pies desnudos sobre el barro blando y húmedo. Era un pastel de manzana caliente con queso y helado, y que te abracen y te acunen y te besen en la frente. Era correr en una noche de verano y apoyar la nariz contra el cristal frío de la ventana en un día lluvioso. Era fantástica y perfecta, nueva y refrescante, cálida y tierna.

Era mi música, mi música personal. Toda mi vida había oído la melodía de esa sinfonía. Era el eco misterioso de esa música que alentaba mi andadura, que me guiaba a través de los avatares de la vida. Esa música que siempre iba conmigo, la oía siempre que estaba sola, pero, de algún modo, nunca podía aprehenderla, nunca hasta entonces la había oído del todo, nunca antes había sido totalmente mía.

Antes de despertarme, sabía que por fin había encontrado algo que merecía la pena en mi vida. La búsqueda de esa música, la consecución de esa melodía, sería la fuerza motriz de mis ambiciones. Había encontrado la pieza de mis emociones que se había perdido y encajaba perfectamente en mi personalidad.

Me había completado.

Al irme despertando lentamente los sentimientos se extinguieron y escaparon. Deseaba que no me abandonaran nunca, pero notaba que se alejaban a medida que mi conciencia afloraba a la superficie. Noté que fruncía involuntariamente el ceño, deseaba quedarme allí, en aquel lugar placentero, pero entonces oí una voz, una voz que ya había oído antes, en algún lugar, en algún tiempo, una voz tan familiar para mí como mi propio nombre, diáfana, melódica, estimulante y sensual. La voz era tan cercana y clara que casi podía ver los labios que me hablaban en voz alta pero con amabilidad, directamente al oído: «Eres tú, Angelina» y mi corazón latía de gozo, mi espíritu volvió a sublimarse, pues la música estaba dentro de mí. Reconocería ese lugar, podría ir allí cuando quisiera. La paz y la felicidad fluían en mis adentros y abrí los ojos.

El sol coloreaba el cielo hacia el Este. El aire era fresco, pero no tenía frío. Los árboles rojos y anaranjados estaban silenciosos en su esplendor de septiembre. Me desperecé, oyendo como la gravilla crujía bajo mi peso. ¿Había dormido sobre la grava toda la noche? ¿Cómo pude haber dormido así? ¿Me habrían drogado?

Mi mochila se encontraba sobre la mesa de picnic. Ni rastro de Juice ni del coche. ¿Sería Juice el responsable de ese terrible desaguisado? Corrí hacia la mesa, cogí la mochila y la apreté contra mi pecho. Luego, al mirar hacia Earl Foster, me dio lástima. Pobre hombre. Por repugnante que fuera, no merecía una muerte así.

¿Cómo pudo ocurrirle eso, estando yo a su lado?

Miré a mi alrededor en busca de un teléfono o una casa, pero no había nada, salvo el lago, unas pocas mesas de picnic en una pequeña zona de aparcamiento y el camino de gravilla que llevaba hasta la carretera. Por eso Earl Foster me había llevado hasta allí. Estaba desierto.

Cogí la manta de la mochila y le tapé, mientras las moscas empezaban a salir con el alba. Saqué jabón, champú y una toalla de la mochila y fui hasta la orilla del lago. Me metí en él, con ropa y todo y nadé un rato, luego me quité la ropa, prenda por prenda y las lavé bien, hasta que acabé desnuda y limpia. Me cepillé los dientes, me sequé, me puse ropa limpia y colgué la húmeda en un árbol para que se secara. Luego me senté a meditar sobre Earl Foster y qué acción debía emprender.

Llamar a la policía, por supuesto, y buscar algo que comer.

Miré la insólita quietud de la manta que le cubría. Hubiera debido moverse o respirar. Cuanto más me concentraba en él, más tenía la sensación de que Juice era su único contacto con la vida. Earl Foster no tenía familia, ni esperanzas, ni sueños. Qué triste.

Me estremecí y caminé un rato por los alrededores, intentando expulsar de mi cabeza ese conocimiento íntimo de él, intentando recordar cómo había abusado de mí la noche anterior. Me paré sobre su cuerpo cubierto por la manta y quise darle una patada, llorar por él, rezar por él… hacer algo, pero no podía hacer nada, así que me vacié la mente de Earl Foster y me concentré en mi libertad. Me senté en la mesa de picnic, dándole la espalda y leí un ratito mientras el sol me secaba la ropa. Luego empaqué y me encaminé hacia la carretera, que apenas recordaba de la noche anterior. Parecía muy distinta bajo la luz racional del día.

Llevaba caminado unos ocho kilómetros por la autopista principal cuando paró un coche último modelo recién encerado. Me agradó descubrir que el conductor rondaría los veinte años, de complexión fuerte, pelo negro y rizado, y unos ojos azules que centelleaban deliciosamente. Parecía una compañía amena. En el asiento trasero llevaba una nevera pequeña llena de hielo y bebidas sin alcohol, y dos petates pequeños, limpios, bien cosidos, como los del ejército, llenos de una blanda y redonda plenitud. Se llamaba Lewis y era un tesoro.

En los escasos minutos que llevábamos juntos me convenció de que el Oeste era el lugar para pasar el invierno y Nevada no era un mal sitio para vivir todo el año. Era pulcro y agradable. Me sentía cómoda y segura, y de un solo viaje me llevaría hasta mi campamento de invierno. Me resistí a abandonar todo eso para hablar con la policía y declarar sobre Earl Foster, que era una persona deplorable, ahora ya sin remedio. Decidí que otro se ocupara de Earl Foster… y podía esperar para comer. Después de todo, no tenía tanta hambre.

Nos turnamos para conducir todo el día, luego nos detuvimos a pasar la noche en un motel de carretera. Lewis arregló lo de nuestro alojamiento, yo estaba tan cansada que no dije nada. Dormimos en la misma habitación, en camas gemelas separadas, sin incidentes.

Me desperté al alba con el sonido de un gran camión que se arrastraba por la carretera y luego olí el café que compartía el mismo aparcamiento con el motel. Me levanté en silencio —Lewis aún dormía—, me vestí y salí. Me gasté el último dólar en dos cafés en tazas de plástico.

Lewis se despertó cuando yo regresé y se incorporó, apoyándose sobre un codo para mirarme, con el pelo oscuro revuelto y los ojos hinchados de dormir. Se frotó la bronceada barbilla y me sonrió como un niño.

—Buenos días.

—Buenos días —le dije y le ofrecí la taza.

Él acomodó la almohada contra la pared y se sentó, arrastrando la sábana consigo. Su piel lisa contrastaba agradablemente con la blanca ropa de cama.

—¿Has dormido bien?

Asintió, dejó la taza en el centro de una mancha negra sobre la mesita de noche de madera. Extendió los brazos y movió un dedo.

—Ven aquí.

Me senté tímidamente en el borde de la cama, sabiendo que estaba a punto de seducirme, sabiendo también que yo accedería. No porque fuera Lewis concretamente, sino porque había llegado el momento.

Se sentó hacia adelante, se cayó la sábana y me besó en el cuello. Yo cerré los ojos y pronto empezó a desabrocharme la blusa. El corazón me latía tan fuerte que apenas podía respirar, no de excitación, sino de miedo, creo. No sabía si me dolería o me agradaría. No sabía si me gustaría o lo detestaría. En materia sexual estaba completamente en blanco y de repente sentía muchas ganas de aprender. Pero estaba acostumbrada a hacerme cargo de mi vida. Y en esa ocasión, en aquella vulgar habitación de motel, era Lewis quien estaba a cargo y yo me disponía a dejarle el control de mi cuerpo.

Cuando me hubo quitado la blusa, me desabrochó los pantalones y yo me puse en pie y me los bajé. Entonces él se levantó, muy cerca de mí y yo intenté con todas mis fuerzas desviar la mirada… al menos durante el momento siguiente. Él se frotó contra mí, luego me tomó en sus brazos y me tumbó en la cama, donde consumamos el acto. No me impresionó, aunque estoy segura de que no fue culpa de Lewis. Creo que lo hizo lo mejor que pudo.

Cuando acabó disfruté examinando su anatomía. Le hice muchas preguntas y él se tumbó un rato con las manos bajo la cabeza. Yo me arrodillé en la cama a su lado y él me respondió con sonrisitas, sonrojándose de vez en cuando. Al poco volvió a tomarme y yo intenté con todas mis fuerzas encontrarle algún placer.

Descubrí una cosa. Fue un momento de perspicacia tan intenso que casi me dolió, lo sentí al observar el orgasmo de Lewis. Aunque he sido célibe la mayoría de mi vida, aún recuerdo esa mañana. Miré fascinada la cara de esfuerzo de Lewis en el preciso momento del orgasmo y me percaté de mi error al creer que estaba cediendo el control a Lewis, cuando en realidad era al contrario. Su naturaleza sexual le dejaba totalmente indefenso. Durante el orgasmo, era yo quien tenía el control. El control absoluto. Le podía hacer lo que quisiera en el lapso de esa liberación. Casi me eché a reír en voz alta.

Ahí reside el placer del sexo.

LEWIS GREGORY: La amé desde el primer momento en que la vi. Era tan delgada y una bola de fuego. Creo que era virgen, aunque nunca me lo dijo. Tenía ojos salvajes. Siempre estaban como… asustados, o algo así. Nunca eran como los de los demás. Estaban como asustados o si no parecían… no sé. Parecían comprenderlo todo sobre todas las cosas. No puedo explicarlo. Era lo más excitante que me ha sucedido en la vida. La amaba. Quería llevármela a casa, meterla en el dormitorio y ocuparme de ella para siempre jamás.

Supongo que toda la vida he intentado domar criaturas salvajes. Cuando era un crío, quería salvar los pajarillos que cazaban los gatos. Quería cuidarlos, pero siempre morían. Nunca supe si morían del susto —del gato— o porque yo los cogía. Deseaba que uno viviera lo suficiente para convertirse en una mascota.

De algún modo, así es como me sentía con Angelina. Supongo que fui un ingenuo. Deseaba domesticarla pero no me atrevía.

¿Por qué se fue? Secreto. Las criaturas salvajes siempre tienen secretos, cosas que no pueden compartir porque no saben cómo hacerlo. Angelina tenía montones de secretos y ellos la arrastraban.