En mis viajes ya había tenido ocasión de reflexionar sobre el hecho de que, en realidad, yo era una mujer que viajaba sola y, como tal, no debían sorprenderme en desventaja. Caían las sombras, muy pronto oscurecería, y haría frío. A los dos hombres que acababan de llegar probablemente les importaba poco mi intimidad. Ciertamente no se marcharían después de haber llegado hasta allí, sólo porque constituyeran una intromisión en mi soledad.
Por un momento pensé que podía arrebujarme en la manta y simular que era un hombre. Las botas y la mochila no traicionaban mi sexo, pero entonces me hallaría totalmente indefensa y aún más a su merced. Decidí afrontarlos lo más preparada posible.
Arrojé la manta al suelo y salté de la hamaca, enfundándome las botas tan rápido como pude, sin perder de vista a los dos hombres de pelo cano. Earl dejó un paquete de seis botellas marrones de cerveza sobre la mesa de picnic y me miró. Oí que hablaban entre sí, pero todo lo que alcancé a entender fue una exclamación de sorpresa y la palabra «chica». Me alisé las arrugas de mi ropa y caminé hacia ellos mientras se acomodaban al otro lado de la mesa.
—Hola —dije.
—Hola. No esperábamos encontrar a nadie aquí —dijo el de pelo largo.
Tenía el pelo canoso amarillento, con unos pocos cabellos negros. Le colgaba alrededor de las orejas hasta los hombros en grasientos mechones, ligeramente rizados en las puntas. Su barba cerdosa era del todo gris y venas rojas y púrpura le habían explotado en la nariz y las mejillas como fuegos artificiales. Parecía musculoso en cierto sentido, como si utilizara sus fibrosos músculos, pero sólo a medias.
—¿Cerveza?
—No, gracias. No bebo.
—No bebes, ¿eh? —Intercambiaron miradas—. Me llamo Juice. Éste de aquí es Earl Foster.
—Yo me llamo Angelina.
—Angelina —Earl Foster abrió la boca por primera vez—. Bueno, es un nombre precioso —su voz sonaba áspera de ironía—. ¿No te parece, Juice? Angelina. ¿No se te atrabanca la punta de la lengua?
Vació la botella de cerveza sin quitarme ojo. Earl tenía un vientre gordo y redondo de bebedor de cerveza, y carrillos fláccidos y rechonchos. Tenía los ojos marrón oscuro bañados en amarillo y ribeteados de rojo. Su pelo era grueso y blanco, y se lo acababa de cortar. Mientras le miraba con asco, él eructó y me sonrió de un modo grotesco. Le faltaban los dientes y tenía las encías enrojecidas y enfermas.
Arrojó la botella de cerveza a los matorrales y cogió otra, la destapó y tiró la chapa a un lado sin ningún cuidado.
—Angelina —volvió a decir.
Se despertó mi sentido del ambiente, al intentar identificar el sentimiento que revoloteaba sobre mí. ¿Era peligro? Los miraba a uno y otro, intentando descifrar el ritmo de su relación. Cándidamente no creí que ninguno de los dos fuera capaz de violarme, pero como aún era virgen, no estaba del todo segura de lo que se requería para ello. Juice parecía, con mucho, físicamente el más fuerte de los dos, pero Earl parecía al mando. Earl era el cerebro, si es que entre los dos tenían algún cerebro. Juice se limitaba a sonreír.
—Bebe, Juice —dijo Earl, su lengua acuosa pronunciaba sin ayuda de los dientes—. No queremos hacer esperar a Juliana. —Se volvió hacia mí para explicarme, sus encías chocaban entre sí, soplaba las palabras a través de los labios y escupía espuma de cerveza al hablar—. Juliana es la hermana de Juice. Vamos a cenar a su casa. Hoy su marido ha pescado un montón de truchas. Y Juliana fríe el pescado de un modo… ummm. —Pasó la lengua alrededor del extremo de su dedo índice, chupó delicadamente la punta, luego sorbió la cerveza mirándome por el rabillo del ojo—. ¿Tienes hambre, Angelina?
Yo estaba muerta de hambre. La idea de las truchas recién fritas era más de lo que podía soportar. Asentí.
—¿Quieres venir con nosotros? Su casa está a poco más de… ¿qué habrá, Juice, un kilómetro y medio? A Juliana no le gusta beber, igual que a ti, de modo que venimos aquí primero para entonarnos un poco, ¿sabes lo que quiero decir?
Miré a Juice, se limitó a sonreírme con esa sonrisa vacía y a abrir otra cerveza.
—¿Por qué no vienes como nuestra invitada? Disfrutaremos de una buena cena y luego te traeremos directamente de vuelta aquí. Sana y salva y empachada de pescado.
Millones de ideas cruzaron por mi mente y todas ellas eran positivas. No me habían hecho ningún daño en más de un año que llevaba en la carretera. Nunca me habían amenazado. Había aceptado viajar con todo aquel que se había ofrecido a llevarme y éste era un viaje más, con comida al final. Tal vez ésa era otra de las incontables circunstancias afortunadas que me había deparado mi andadura, para proporcionarme una ducha caliente o sábanas limpias de vez en cuando. En esta ocasión se trataba de truchas frescas.
—¿Qué dices?
—Estaría bien —dije.
Earl Foster se volvió hacia Juice y guiñó un ojo.
—Las chicas siempre tienen hambre, Juice. —Hurgó en el bolsillo y sacó un llavero, que dejó sobre la mesa de picnic—. ¿Te gusta conducir, Angelina?
Pronunció las palabras de un modo burlón: ¿te gusta conduuuuucir, Angeliiina?
Yo asentí. No tenía permiso, pero sabía conducir. Había reemplazado a muchos que necesitaban dormir y no deseaban detenerse. Me sentiría mucho mejor al volante. Earl se levantó eructando.
—Vamos, Juice. Ardo de deseos de probar pescado blanco y tierno.
Recogí la hamaca, doblé la manta y las metí en la mochila. Me silbaban los oídos, avisándome de que algo iba mal, pero el estómago me empujaba hacia adelante y también estaba mi orgullo. Deseaba que la vida fuera perfecta y enriquecedora, y necesitaba creer que todo acabaría bien. Había decidido establecerme y necesitaba que ésa fuera la experiencia que coronase mi trayectoria.
Tuve que ajustar el asiento delantero del coche para llegar a los pedales. Earl Foster se sentó delante y tuvo que ayudarme a mover el asiento hacia atrás y hacia adelante hasta que estuvo lo bastante cerca. Gruñía y gemía al hacerlo, mientras Juice, en el asiento trasero con mi mochila, se carcajeaba ebrio. Earl se sentó con el brazo sobre el respaldo del asiento y las rodillas apuntando hacia mí.
El motor se puso en marcha y encendí las luces. Estaba oscureciendo. Retrocedimos, giramos y nos aproximamos despacio hacia la autopista, donde Earl indicó que nuestro destino quedaba a la derecha. Entonces miró a Juice por encima del hombro y abrió otra cerveza.
Condujimos un buen trecho, dos kilómetros, tal vez tres, por un lugar solitario. Entonces Earl señaló hacia una bandera, una cinta, no, un harapo atado a la rama de un árbol y con dedos fuertes y huesudos me cogió del brazo y se acercó hacia mí, lanzándome su aliento pestilente al inclinarse para indicar un camino de gravilla apenas visible entre la maleza. Yo aminoré la marcha y me interné en él.
Saltábamos en los asientos mientras en vano trataba de esquivar los baches y, a unos catorce metros o así, la carretera —lo que yo creía el camino de entrada a la casa— se hizo más estrecha. Aún conducía despacio, casi por inercia, sobre la gravilla, sintiendo algo más que el ruido de los matojos bajo las trazas de los neumáticos al arañar los bajos del Pontiac.
El camino viraba hacia la derecha, luego hacia la izquierda y luego seguía recto todo lo lejos que los faros permitían ver. Empecé a soñar que estaba despierta. Los crujidos de los toscos matojos eran tan fuertes que invadían el coche, a los lados los matorrales se iban haciendo más altos que el techo y los faros iluminaban el exiguo túnel por el que pasábamos. Sentí que los tres estábamos apresados en una confabulación eterna —la realidad había huido de nosotros—, estábamos fuera de control, deslizándonos por el canal del parto del destino.
Y entonces los árboles desaparecieron, nos encontrábamos al aire libre, el lago rielaba ante nosotros y al lado teníamos otra mesa de picnic. No vi ni casa, ni hermana, ni olía a pescado y el miedo me atenazó la mente y la retorció entre sus dedos nudosos.
—Para aquí.
Yo obedecí.
—Apaga las luces.
Apreté el botón. Mi seguridad se esfumó.
—Dame las llaves.
Quité las llaves del contacto y las dejé en la mano que había encontrado mi muslo.
—Bueno —dijo Earl en el silencio—. ¿No es acogedor?
Juice seguía riéndose en el asiento trasero.
—Qué lástima que no tengamos una furcia en celo para ti, Juice, viejo. Ésta nos lo tendrá que hacer a los dos. —Sus horribles dedos me amorataron el muslo, dejando cinco marcas redondas. Luego cogió la cerveza y abrió la puerta del coche—. Vamos querida. Juice, trae su mochila.
Me agarré al volante hasta que me dolieron los dedos. Mirando a la lejanía, intentando pensar, intentando decidir, pero la materia de la que se hacen las decisiones parecía haber escapado de mi mente. Los hombres se sentaron en los bancos a la luz de las estrellas y hablaron en voz baja. Se acabaron las seis cervezas y sacaron otras dos del maletero del coche. Yo me senté quieta, silenciosa, inmóvil, intentando aclarar el desbarajuste de mi cabeza.
Me pareció que debía echar a correr, sin embargo, me sentía ligada a mis pertenencias. Tenían toda mi vida en su poder. Pesaba más el hecho de no poder abandonar mi mochila que la idea de que los dos viejos me violaran, mataran y tiraran al lago donde nunca, nunca, nadie me echaría en falta. No podía recorrer ese túnel terrible sin que me dieran caza con el coche. No sabía a dónde ir ni qué hacer.
Empecé a llorar de frustración. No podía pensar. Pero entonces de algún lugar me llegó el conocimiento, la certeza, de que todo terminaría bien. Una fuerza más profunda, más poderosa actuaba pacientemente. Mi cabeza no acertaba a comprender el propósito, me impedía la acción. Era como derivar hacia un estado de supervivencia, en el que la mente consciente está drogada, para que la Naturaleza, que es infinitamente más sabia que el hombre, proceda sin obstáculos.
La puerta del coche se abrió y se encendió la luz interior, cegándome por un momento. Earl estaba allí, con la camiseta sucia tensa sobre el voluminoso vientre.
—Vamos, vamos, pequeña Angelina, no llores, querida.
Le miré a la repugnante cara, deformada por la bebida e iluminada por un fuego que no era de este mundo. Algo empezó a revolverse en mi interior. Sonrió abiertamente, levantando los labios y mostrando esas horribles encías, mientras sus ojos me dirigían llamaradas.
—Vamos, Angelina. Dale un besito al viejo Earl y te dejará marchar.
Me cogió del brazo y me sacó del asiento delantero. Yo caí al suelo y él me dio una patada en lugar de besarme. Me llevé el dedo a la garganta, con la esperanza de que si me provocaba el vómito, me creerían enferma y me llevarían a algún sitio o al menos me dejarían en paz.
Pero en el estómago no tenía nada que devolver. Logré provocarme dos o tres náuseas y Juice dijo:
—Está enferma, Earl.
Su respuesta fue:
—Estos sucios hippies siempre están enfermos de algo.
De modo que me limité a quedarme allí tendida, sobre la gravilla, entre el coche y la mesa de picnic, llorando.
Se sentaron a la mesa y bebieron. Cuando mis sollozos se hicieron más lentos, volví a oír la voz de Earl Foster.
—Angelina, cielo, puta de coñochungo, cuando dejes de jorobar y lloriquear, quizá quieras cerrar la puerta del coche. Gastarás la batería del Pontiac y pasaremos un buen rato juntos. Aunque huelas demasiado mal para ello.
Me sequé la cara con la manga y me levanté. Volví al asiento del conductor y cerré la puerta. ¿Qué le ocurría a mi mente? ¿Por qué no podía pensar?
Segundos más tarde, la puerta volvió a abrirse con una explosión de luz y sonido, y Earl me acercó hacia él de un tirón. Me sujetaba fuerte contra su despreciable cuerpo. Me tiró del pelo con una mano, obligándome a levantar la cara, luego aquellos labios llenos de cerveza bajaron sobre los míos, me metió su asquerosa lengua en la boca y su barba cerdosa me rascó la piel.
Se me debilitaron todos los músculos. Pensé que eso era morirse. Y entonces lo que se revolvía dentro de mí hirvió e irrumpió al exterior. Una fuerza primaria que Earl había desatado al violarme el alma con su mierda se rebeló y asumió el control. Recuerdo sólo el aullido, no un grito, sino un bramido gutural que procedía de lo más hondo de mis entrañas. Me sorprendió más a mí que a nadie. No sabía que fuera capaz de emitir un sonido así.
Earl retrocedió, como accionado por un resorte.
A la luz de la puerta abierta del coche, le vi retroceder a tientas, luego subirse a un montón de matorrales y caer de espaldas. Si la memoria no me falla, él se acercó, aunque también pude aproximarme yo, no me acuerdo con exactitud. Sólo recuerdo lo bien que me sentí al abandonarme —renunciando al control—, al saber que no debía hacer más que observar el drama que se desarrollaba.
Recuerdo una expresión de terror en el lamentable rostro de Earl, mientras se tambaleaba hacia atrás, intentando escapar de mí. Recuerdo la sensación de agrado y asombro. Recuerdo que casi pude comprender esa huidiza melodía que me había seguido toda mi vida.
Y entonces me falla por completo la memoria.
J. C. «JUICE» WICKERS: No me des prisas, ¿vale?
Así que la llevamos a nuestro bebedero particular. Se prestó de buena gana a acompañarnos. Llegamos y empezamos a beber.
Earl Foster iba un poco cargado y estaba un poco molesto porque ella no quería unirse a nosotros y ser sociable, se limitaba a sentarse en el coche haciendo pucheros. De modo que la hizo salir para que nos acompañara, bebiéramos unas cervezas y contáramos unos cuantos chistes, ya sabes.
Earl abrió la puerta del coche, sabes, la convenció de que saliera y ella le atacó. Lanzó ese aullido, ese… Dios Todopoderoso… era como un gato en celo maullando a la noche ¿sabes? Earl retrocedió y ella se abalanzó sobre él.
No daba crédito a mis ojos. Era oscuro, pero la puerta del coche estaba abierta y ese viejo Pontiac tiene buenos acabados. El viejo Earl Foster estaba tumbado de espaldas y esa chica estaba sobre su pecho, encorvada sobre él, y el viejo Earl estaba gorgoteando, moviendo brazos y piernas al principio, luego fue debilitándose y ella le chupaba, tío, ella estaba jodidamente chupándole y bebiéndole… ¡Dios! bebiéndole la sangre. Por fin Earl dio un suspiro y ese fue el fin, yo estaba sentado en esa mesa de picnic sin saber qué hacer, Jesucristo, recogimos una escoria de la playa y resulta una jodida…
No sabía qué hacer, así que me senté allí quieto. Pensé que cuando terminase con el viejo Earl Foster vendría a por mí, de modo que me quedé sentado, sin atreverme a respirar, rezando para que no se agotase la batería del Pontiac.
Entonces ella se apartó de él con los ojos cerrados. El cuello del viejo Earl estaba hecho una mierda de… Jesús, estaba desgarrado y ella tenía esa expresión, como… Dios… como si acabara de follar, serena y sonriente, y volvió con él, ya frío y amoratado, y le acarició la mejilla.
Jesús, me dieron ganas de vomitar. Ella le acariciaba la mejilla, luego se desasió, le besó en la… la cómo-se-llama…, la sien y luego se acurrucó contra él y se puso a dormir.
Cuando oí que empezaba a roncar, me acerqué y cogí las llaves del bolsillo de Earl Foster, sin dejar de temblar. Te aseguro que nadie se ha puesto sobrio tan rápido en su vida. De modo que le quité las llaves sin tocarle apenas, mientras ella roncaba y tenía sangre en la nariz, las mejillas y la ropa. Y me largué como alma que lleva el diablo.