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Dejé a Rolf en Wilton, Pennsylvania, y empecé el viaje de mi vida. Me paró una matrona en un sedán de color crema y cuando me senté en el asiento delantero me preguntó cuál era mi destino. Lo pensé un momento, pero me di cuenta de que no tenía respuesta. Después de cierta vacilación, indagué a dónde se dirigía. Me dijo que iba a Columbus, Ohio, a visitar a su hermana y que, si lo deseaba, podía viajar con ella todo el trayecto. Parecía agradable y olía a limpio, de modo que acepté.

Viajamos juntas cinco horas. Al principio yo me resistía a hablar de mí misma, pero como la mujer me contaba cosas íntimas, de su familia, de sus dificultades y sus alegrías, llegué a comprender algunos de sus sentimientos. Había enviudado el año anterior y sentía una rabia por la pérdida que discutimos en profundidad. A mí no me resultaba extraña la pérdida que causa la muerte.

Nos separamos a primera hora de la mañana en las afueras de Columbus. Me dijo que disfrutaría viajando hacia el sur, de modo que me dejó en el nudo de autopistas, donde podría encontrar quién me llevara hacia Tennessee.

Estoy segura de que pasaron más de dos horas antes de que volvieran a recogerme y para entonces había meditado mucho sobre las familias, la pérdida, la muerte y mi viaje. Llevaba menos de un día en la carretera y mi radiante alegría ya se había convertido en introspección. La aventura era una experiencia instructiva y debía prestarle mucha atención. En ese tiempo quería ver el amplio abanico que ofrecía la vida, de lo normal a lo extravagante, de la seguridad a los conflictos, con todas sus gradaciones intermedias. Y lo hice.

Los problemas me rehuyeron durante todo un año, hasta esa terrible noche de luna nueva cuando un demonio llamado Earl Foster, azuzado por el fucilazo del alcohol, intentó hacerme daño. Así, retrospectivamente, estoy segura de que habría podido evitar la situación de haber tenido tiempo para meditar un momento antes de actuar. Pero no lo tuve, de forma que quizá la experiencia completa resultara inevitable. Eso ocurrió tras un año de incesante vagabundeo, aunque también de aprendizaje incesante e inestimable.

Durante más de un año viví como una pasajera. Aunque traté de no hacer nada ilegal, me sometí a varias pruebas muy inocentes. Aprendí sobre los toros en los pastos de las granjas y los peligros de subir a los árboles frutales. Absolutamente ingenua. Joven e impetuosa.

Viajaba sin dirección, sin prisa. Aceptaba cordialmente viajar con quienquiera que se ofreciera a llevarme y nuestras vidas convergían durante los kilómetros que hacíamos juntos. No sentía remordimientos en pedir que me dejaran bajar, ni tampoco me parecía una imposición viajar con ellos hasta su destino final si la compañía era agradable.

Noté que se agudizaba mi percepción del ambiente. Podía oler una situación nada más abrir la puerta del vehículo. Los humanos desprenden un perfume de cólera, un dulce aroma a voluptuosidad, una satisfacción arrolladora e imperturbable y un miedo intenso. Aprendí a equilibrar los ambientes, a sintonizar al dedillo mis propias vibraciones para contrarrestar o aumentar una atmósfera, o para mantener una neutralidad que permitía que vagaran libremente las emociones del momento. Esa práctica constituía un interesante pasatiempo; el talento resultó ser, a la larga, indispensable.

Mis compañeros de viaje eran trabajadores, ejecutivos, drogadictos, amas de casa fugadas, borrachos, vendedores, hombres de negocios, familias, abuelos y cantantes de rock. Me topé con mayordomos y mujeres policías de tráfico y criminales cosidos a cicatrices. Llegué a conocer a maridos que engañaban a sus esposas y mujeres corrientes que pegaban a sus hijos. Me encontré con corrupciones del lenguaje, dialectos de todo el país, acentos de todo el mundo. Oí chistes terribles, proposiciones repulsivas y cumplidos enigmáticos. Me contaron historias imposibles y llegué a creer en ellas.

Viajamos por carreteras, autopistas y caminos de carro. Viajamos con aire acondicionado y con polvo, en sedanes y jeeps y camiones y limusinas. Viajamos en autobuses y taxis viejos y casas sobre ruedas y una vez en un barco arrastrado por un camión. Viajé largas distancias en camiones con remolque con visionarios vestidos de cuero y hasta el colmado de la esquina en un coche antiguo con una amorosa abuela. La variedad era infinitamente sorprendente. Y extensa.

Consumía mucha menos energía que cuando vivía en casa con Alice y Rolf. En casa siempre estaba reprimiendo energía nerviosa, pero mientras viajaba me sentía relajada, sosegada, en calma. No tenía nada que hacer salvo mover el pulgar ante el que pasaba. Soy más bien bajita, por debajo del metro sesenta, y siempre he estado delgada, así que mantenía la línea con una comida fuerte al día y siempre llevaba una manzana o una naranja en la bolsa por si acaso.

Descubrí que la importancia de la comida residía en la sociabilidad del acto, no necesariamente en la nutrición. Comimos en tenderetes de carretera, paradas de camioneros, cafeterías y amables cocinas con esposas que cocinaban pasteles rebullendo en ellas. Compartimos el pan sobre las colinas y alrededor del fuego y de pie en los aparcamientos. Incluso pasamos un rato comiendo el caldo y los mendrugos de las comidas de beneficencia en ciudades lo bastante grandes como para tener misiones para los necesitados.

En aquellas ciudades fuimos engullidos por los camiones y los rascacielos y el cansancio. En pequeños burgos, admiramos las fachadas recién pintadas y los letreros de color pastel y diseño clásico expuestos para atraer al visitante. Visitamos museos y vimos estatuas. Vimos las nubes reflejadas en edificios de espejo y cerramos las puertas del coche contra la chusma de los suburbios y de los espectáculos pornográficos del sábado por la noche.

La civilización no me impresionó. En todas partes la mejor aportación del hombre a la creación me parecía tan lamentablemente insuficiente como las palabras que tengo para describirla.

Pero también vi kilómetros cuadrados de campos de maíz y bosques de bóvedas tan espesas que parecía que estuviéramos dentro de una casa. En Minnesota acampamos junto a lagos y nos bañamos en arroyos. Nadamos en el océano en una playa de Alabama y atravesamos a pie el río Mississippi en su nacimiento. Vimos llanuras infinitas y después colinas de suave pendiente y detrás montañas. Vimos pájaros y conejos y ciervos y alces; esquiroles, ardillas listadas, antes y osos y jabalíes. La naturaleza hablaba en voz alta y clara, y en mi alma supe que era la más fuerte. El hombre contra los elementos era una falacia. El hombre estaba fantástico cuando bailaba con la Naturaleza, pero parecía un loco cuando le presentaba batalla.

Me sirvieron de lecho lugares tan variopintos como mis visiones. Dormí en árboles, en alcantarillas y bajo las estrellas. Dormí en moteles, hoteles, establos abandonados y hogares con sábanas limpias. Me desperecé sobre una loma en mitad de kilómetros y kilómetros de prados, y conté ochenta y ocho estrellas fugaces. Dormí en una estación de trenes y en un cementerio y debajo de una autopista.

Siempre dormía sola.

Durante mi meditación nocturna, repasaba los acontecimientos del día y, aún cansada, regeneraba mi entusiasmo para la aventura del día siguiente.

Con la mañana procedía a mi aseo particular. Me lavaba el cuerpo a conciencia y me ponía ropas limpias. Luego lavaba la ropa del día anterior. Cada día me alegraba de llevar corto mi cabello rubio. Nunca fue un engorro. Aprendí a bañarme en los lavabos de las estaciones de servicio. Podía lavarme el pelo y la ropa interior, enjabonar y enjuagarlos muy rápido. Si estaba en movimiento tendía la ropa húmeda sobre mi mochila, donde se secaba al sol antes de volver a doblarla. Si no, me limitaba a tenderla en una rama, una valla o en el retrovisor de un coche aparcado. Sólo entonces estaba preparada para hacer nuevos amigos. Para mi sorpresa me resultó muy fácil hacerlos, incluso en la jungla de la gran ciudad.

Durante más de un año afronté el desafío diario. Era América lo que veía; era la Naturaleza lo que oía; era supervivencia lo que aprendía. Al cabo de un tiempo ya no era ningún desafío. Estaba preparada para algo nuevo. Y se me ofreció algo nuevo.

Fue a finales de septiembre y yo me encontraba en Missouri por segunda vez cuando conocí a Earl Foster. Regresaba a un lugar que me había resultado cómodo en el pasado. Era en realidad la primera vez que buscaba denodadamente un destino, en lugar de ir a donde la vida me condujese. Llegué a media tarde, encontré un campamento Ozark muy agradable y tendí mi hamaca entre dos gruesos árboles, cerca de una mesa de picnic.

Me quité las botas y subí a la hamaca, me estiré lo mejor que pude y me cubrí con la ligera manta del Ejército de Salvación.

Cayeron las sombras y de pronto me sentí muy cansada. Deprimida. Llevaba tres días sin verme la cara en otro lugar que no fuera un espejo retrovisor. Sólo me quedaban un dólar y catorce centavos, y no había comido más que una manzana por la mañana.

Se acercaba el invierno. A todos los animales del bosque les empezaba a crecer el pelaje invernal, habían acumulado alimentos y se preparaban para hibernar. Noté el aviso, pero no supe qué hacer. Empecé a cuestionarme mi elección en la vida. O mi falta de ella.

Durante más de doce meses había estado viajando, experimentando, acrecentando mi conocimiento, pero ¿con qué fin? Acostada en aquella hundida hamaca, me sentía como si hubiera estado observando sin participar. No recordaba haber contribuido a nada que no fuera crear un poco de ambiente en las vidas de toda la gente que había conocido. Sentí que mi vida había sido un simulacro, que una verdadera vida era una vida normal —con familia y responsabilidades— y hasta que no las tuviera, no tendría vida. No tenía nada. Nada, salvo el hilo de un eco misterioso que me guiaba hacia adelante.

Caminaba sobre terreno peligroso. No podía estar siempre libre de responsabilidades, siempre en movimiento, adicta a las carencias y, por primera vez, eso me asustó.

Me subí la manta hasta el cuello.

«Sí, Angelina —pensé—. Es hora de establecerse en algún lugar».

El recuerdo de la cara de Rolf pasó por mi imaginación y durante un momento me ardió el fondo de la garganta, pero mi camino no iba en esa dirección. Había pasado el tiempo. Yo había cambiado. Seguramente él tendría una nueva vida.

Se levantó la brisa y me mecí un poco en la hamaca, mientras levantaba la vista hacia los árboles teñidos de otoño.

«Encontrar un lugar y establecerme. Encontrar un lugar y establecerme». Hasta la frase sonaba cómoda, cálida, deliciosa. Sonaba a seguridad y yo me imaginé mirando desde un cómodo sillón frente al fuego por ventanas de cristales limpios los árboles cubiertos de nieve. Encontraría un lugar y me establecería. El dinero me saldría al paso, eso no me preocupaba: siempre me quedaba la cuenta en Wilton, en caso de necesidad. Conseguiría un piso, un empleo y un novio. Pronto, antes de que mis viajes se volvieran amargos y se convirtieran en un borrón en la historia de mi vida. Necesitaba que el tiempo transcurrido en la carretera fuera un buen recuerdo, un recuerdo agradable. Un recuerdo de felicidad y aprendizaje, de risas y plácida soledad.

Mi decisión disolvió la tensión y descansaba a punto de sumirme en el primer sueño cuando un polvoriento y viejo Pontiac azul traqueteó por la carretera y resopló para detenerse en la mesa de picnic junto a mí. Había dos hombres en el coche. Salieron despacio, tambaleándose, cada uno con una cerveza en la mano.

Ésa fue la primera vez que vi a Earl Foster. Y me recorrió un escalofrío procedente del Infierno.

J. C. «JUICE» WICKERS: Earl y yo entramos en el parque a beber cerveza como siempre, y justo donde siempre íbamos había un excursionista, durmiendo en una hamaca. Un niño. Pensamos en darle una cerveza y charlar un rato, ya sabes, para matar el tiempo. De modo que aparcamos, salimos del coche y el niño saltó de la hamaca y empezó a ponerse las botas y ¿puedes creerlo? ¡no era un niño, era una chica! Dime qué hacía una maldita chica acampando sola junto al lago ¿eh?, ¿Qué clase de chica haría algo así?

Bueno, yo te lo diré. Una hippie, eso es. Una de esas putas fugitivas y malolientes, eso es. Sin familia, sin juicio, sólo basura ¿sabes? Asquerosa basura.

Pero vi esa mirada en los ojos de Earl ¿sabes? Me decía que hacía mucho que no había estado con una mujer, me decía que ya había bebido demasiada cerveza, me decía que estábamos demasiado lejos de cualquier persona. Y, diablos, pensé que ella se lo estaba buscando, allí fuera sola.

Pero, te cuento. Te cuento. Esa mirada en los ojos de Earl Foster no era nada, nada, maldita sea, comparada con la de la muchacha.

Esa chica no era una chica, si quieres creerme.