El tiro

Cada vez que oigo a alguien generalizar favorablemente sobre «los años sesenta», siento lo mismo que Hester; siento ganas de vomitar. Recuerdo a los ardientes bobalicones que decían —después de la masacre de aquellos 2800 civiles en Hué, en el 68— que el Vietcong y los norvietnamitas eran moralmente superiores a nosotros. Recuerdo que un contemporáneo mío me preguntó —sin el menor sentido del humor— si no pensaba a veces que toda nuestra generación se tomaba a sí misma demasiado en serio; ¿no me preguntaba a veces si no sería la marihuana lo que nos volvía más conscientes?

«¿MÁS CONSCIENTES DE QUÉ?», —habría preguntado Owen Meany.

Recuerdo la agresividad de los llamados «chicos de las flores»; sí, el extremismo en la causa de la paz, o en cualquier otra causa, es agresivo. Y la mística turbiedad de gran parte del pensamiento… también recuerdo eso, y que había que hablarles a las plantas. Y, con excepción de Owen Meany y los Beatles, recuerdo que en todo aquello había muy poca ironía.

Por eso Hester fracasó como cantante y como autora de canciones… por una letal carencia de ironía. Tal vez por la misma razón tiene tanto éxito ahora: con la orientación que llevó su música del folk al rock, y con la ayuda visual de esos horrorosos videoclips —esas sórdidas y perezosas asociaciones de «imágenes» que pasan como narrativa en todos los canales de televisión del mundo—, la ironía ya no es necesaria. Sólo el nombre que adoptó Hester refleja la ironía con la que en otros tiempos estuvo tan familiarizada… en su relación con Owen Meany. Como cantante folk, era Hester Eastman, una seria nadería, un fiasco. Pero como estrella madura del rock duro, como reina decadente del tipo de rock’n’roll más chirriante y cachondo, es… ¡Hester Joder!

—¿Quién lo hubiera creído? —dice Simon—. Se inspiró en «Hester siempre quiere joder», una condenada expresión casera. La muy zorra tendría que pagarme comisión… ese es el nombre que yo le puse.

Ser primo carnal de Hester Joder me distingue entre mis alumnas de la Bishop Strachan, que en cualquier otro sentido se sienten inclinadas a verme como puntilloso y cascarrabias… un chalado de pelo corto con pantalones de pana y chaquetas de tweed, sólo excéntrico en sus arrebatos políticos y en su desagradable hábito de golpetear la cazoleta de la pipa con el muñón de su dedo índice amputado. ¿Y por qué no habría de hacerlo? Mi dedo tiene un corte perfecto; nosotros, los disminuidos, tenemos que aprender a aprovechar nuestras mutilaciones y desfiguraciones.

Cuando Hester da un concierto en Toronto, las alumnas que se cuentan entre sus adoradoras siempre me piden entradas a mí; saben que dispongo de alrededor de una docena. Y el hecho de que asista a los ocasionales conciertos de Hester aquí, en compañía de jovencitas tan atractivas, me permite infiltrarme sin ser visto en la muchedumbre de delirantes estrepitosos; que vaya a sus conciertos como acompañante de estas niñas me vuelve casi «pasable» a ojos de Hester.

—Aún hay esperanzas para ti —dice invariablemente mi prima, mientras mis chicas se arremolinan en su desordenado camerino de detrás del escenario… naturalmente mudas de pavoroso respeto al ver a Hester en su desaliño típicamente obsceno.

—Son mis alumnas —le recuerdo a Hester.

—No dejes que eso te detenga —me aconseja. Y a algunas, les dice—: Si os interesa el «sexo seguro», tendríais que probar con él… —En ese momento me apoya su manaza en el hombro—. Es casto, nadie más seguro que él.

Y ellas ríen entre dientes por la broma: creen que es una broma. Precisamente el tipo de broma escandalosa que esperan de Hester Joder. Sé que ni siquiera se les cruza por la imaginación que la afirmación de Hester —en el sentido de que soy virgen— pueda ser verdad.

Hester sabe que es verdad. Ignoro por qué considera ofensiva mi situación. Después de tantos años de humillación tratando de perder la castidad, en la que nadie salvo yo mismo parecía siquiera interesado —prácticamente nadie quiso hacérmela perder—, decidí que, a largo plazo, mi virginidad sólo era valiosa si la mantenía. No creo ser un «homosexual no practicante», signifique lo que signifique. Lo que me ha ocurrido me ha castrado, sencillamente. No me apetece «practicar».

A su manera, Hester también ha seguido siendo virgen. Owen Meany fue el amor de su vida; después de él, nunca se permitió a sí misma comprometerse tan seriamente con nadie.

—Me gusta un jovencito, de vez en cuando —dice—. De acuerdo con los tiempos, estoy a favor del «sexo seguro»; además, prefiero que sea virgen. ¡Y esos pollitos no se atreven a mentirme! Además, es fácil despedirlos… de hecho, se van más bien agradecidos. ¿Conoces algo mejor? —me pregunta. Tengo que responder con una sonrisa a su sonrisa pícara.

¡Hester Joder! Tengo todos sus álbumes, pero no tengo tocadiscos; también tengo todas sus cintas, pero no tengo magnetofón… ni siquiera uno de ésos para el coche. Por no tener, tampoco tengo coche. Confío plenamente en mis alumnas para mantenerme informado sobre los nuevos videoclips de Hester.

—¡Mister Wheelwright! ¿Ha visto «Conduciendo sin manos»? —Me estremezco sólo de pensarlo. En última instancia, los veo todos: es imposible escapar a ellos; los videoclips de Hester son famosos. ¡Hasta la reverenda Katherine Keeling es adicta! Afirma que se debe a que sus hijos los ven y ella quiere mantenerse al día de toda nueva atrocidad que penetre en sus mentes.

Los vídeos de Hester son auténticamente horripilantes. Su voz se ha vuelto más fuerte, aunque no mejor; la música que la acompaña está plagada de bajos eléctricos y otras vibraciones que reducen sus tonos nasales al equivalente vocal de una mujer violada que pide socorro desde el fondo de un cañón de hierro. El acompañamiento visual es un batiburrillo mistificador de encuentros carnales contemporáneos con donceles no identificados, intercalados con documentales en blanco y negro de la guerra de Vietnam. Víctimas del napalm, madres acunando a sus hijos asesinados, helicópteros aterrizando y despegando y estrellándose en medio de peligrosos fuegos antiaéreos, cirugía de urgencia en campaña, innumerables soldados con la cabeza entre las manos… y la propia Hester entrando y saliendo de habitaciones de hotel diferentes pero similares, donde un jovencito cohibido siempre se está vistiendo o desnudando.

Los que pertenecen al mismo grupo de edades que ese jovencito —en especial las jovencitas— piensan que Hester Joder es profunda y humana.

—No es como si sólo se tratara de su música, o de su voz, ya sabe… es la totalidad de su planteamiento —me dijo una de mis estudiantes; se me hizo un nudo en la boca del estómago y no pude hablar.

—Ni siquiera son sus letras… es toda su proclama, ya sabe —dijo otra. ¡Y estoy hablando de chicas inteligentes… jovencitas educadas en familias refinadas!

No niego que a Hester le marcó lo ocurrido a Owen Meany; estoy seguro de que piensa que la marcó más aún que a mí… y no voy a discutir con ella esta cuestión. A los dos nos marcó lo que le ocurrió a Owen; ¿a quién le importa quién se vio más marcado? Pero es paradójico que Hester Joder haya convertido su dolor en millones de dólares y fama… que del sufrimiento de Owen, y del propio, Hester haya construido un revoltijo de sexo y protesta con el que las jovencitas que nunca han sufrido sienten que pueden «identificarse».

¿Qué habría dicho de eso Owen Meany? Sólo puedo imaginar cómo habría criticado uno de los videoclips de Hester Joder:

«HESTER, NUNCA HABRÍA ADIVINADO, A PARTIR DE ESTA INMUNDA MARAÑA RUIDOSA, QUE ERAS LICENCIADA EN MUSICA Y SOCIALISTA. CUALQUIERA LLEGARÍA A LA CONCLUSIÓN, ANTE LA EVIDENCIA DE ESTE DESCOYUNTADO REVOLCADERO… DE QUE NACISTE SIN OÍDO Y QUE TE BASAS, CASI EXCLUSIVAMENTE, EN TUS EXPERIENCIAS COMO CAMARERA».

¿Y cómo habría interpretado Owen los crucifijos? A Hester Joder le gustan los crucifijos, o le gusta burlarse de ellos… crucifijos de todo tipo y tamaño; alrededor del cuello y en las orejas. Algunas veces hasta se cuelga uno de la nariz; se ha hecho perforar la ventanilla derecha.

—¿Eres católica? —le preguntó una vez un entrevistador.

—¡No jodas! —contestó Hester.

El licenciado en Literatura que hay en mí debe dejar constancia de que Hester tiene oído para los títulos, ya que no para la música.

«Conduciendo sin manos»; «Ido a Arizona»; «Ni iglesia, ni país, nunca más»; «Sólo otro héroe muerto»; «No creo en alma alguna»; «No me verás en su funeral»; «La vida después de ti»; «Por qué me desean los chicos»; «Tu voz me convence»; «No hay que olvidar el sesenta y ocho».

He de reconocer que los títulos de Hester son pegadizos; además, tiene tanto derecho como yo a interpretar el silencio que Owen Meany dejó tras de sí. Debería cuidarme de generalizar «el silencio»; en mi caso, Owen no me dejó en paz y tranquilidad absolutas. De hecho, en dos ocasiones me hizo oírlo… quiero decir que, en ambos casos, me hizo oírlo después de habernos dejado.

Hace muy poco —en agosto— supe de Owen en un estilo que era típico de él, lo que significa decir de una manera abierta a la interpretación y la discusión.

Me había quedado levantado hasta tarde en 80 Front Street y he de confesar que tenía los sentidos embotados; Dan Needham y yo estábamos disfrutando de nuestras acostumbradas vacaciones… bebiendo demasiado. Recordábamos las medidas que tomamos, años atrás, para permitir que mi abuela siguiera viviendo en 80 Front Street el mayor tiempo posible; rememoramos los incidentes que por último nos llevaron a internarla en la residencia para ancianos de Gravesend. Detestamos hacerlo, pero ella no nos dejó alternativa; volvía loca a Ethel… y no lográbamos encontrar una criada o una enfermera a quienes no volviera locas. Cuando Owen Meany ya no estaba, todos eran demasiado torpes para hacerle compañía a Harriet Wheelwright.

Durante años, los hermanos Poggio le llevaban a casa los pedidos de su tienda de comestibles: Dominic Poggio y el que murió, cuyo nombre no recuerdo. Después los Poggio dejaron de hacer reparto a domicilio. Por consideración a mi abuela —que era su clienta viva más vieja y la única que siempre había pagado las cuentas cuando correspondía—, Dominic Poggio se ofreció generosamente a seguir entregando la compra en 80 Front Street.

¿Supo mi abuela apreciar la generosidad de Dominic? No sólo no supo apreciarla; ni siquiera recordaba que los Poggio ya no repartían a domicilio y que le estaban haciendo un favor especial. La gente siempre le había hecho favores especiales a Harriet Wheelwright y ella daba por sentado que ése era el tratamiento que merecía. No sólo no supo apreciarlo, sino que protestaba. Telefoneaba a Dominic Poggio casi diariamente y le señalaba que su servicio de entrega a domicilio era un desastre. En primer lugar, le reprochaba, los recaderos eran unos «completos desconocidos». En realidad no era así, se trataba de los nietos de Dominic Poggio; mi abuela no recordaba quiénes eran ni que durante años los había visto entregándole mercancías. Además, se quejaba mi abuela, esos «completos desconocidos» eran culpables de sobresaltarla… y a ella no le gustaban las sorpresas, le recordaba al pobre Dominic.

¿No podían los Poggio telefonearle antes de hacer su amenazador reparto?, preguntó mi abuela. De ese modo al menos estaría prevenida cuando llegaran los completos desconocidos.

Dominic accedió. Era un hombre tierno y quería a mi abuela; además con toda probabilidad previo, erróneamente, que Harriet Wheelwright moriría el día menos pensado… y él se vería libre de su carga.

Pero Abuela siguió viviendo. Cuando los Poggio la llamaban para decirle que los repartidores estaban en camino, les daba las gracias amablemente, colgaba el teléfono y al instante olvidaba que alguien iría a la casa… y que se lo habían advertido. Cuando los chicos la «sobresaltaban», telefoneaba a Dominic hecha una furia y le decía:

—¡Si vas a mandar a esta casa a unos completos desconocidos, al menos podrías tener la gentileza de advertírmelo!

—¡Sí, Missus Wheelwright! —respondía siempre el tendero. A continuación, Dominic llamaba a Dan para quejarse; algunas veces incluso me llamó a mí… ¡a Toronto!

—Estoy preocupado por tu abuela, John —empezaba.

Para entonces, mi abuela había perdido todo el pelo. Tenía una cómoda llena de pelucas, y denigraba a Ethel —y a varias de sus sustituías— quejándose de que sus pelucas recibían malos tratos en la cómoda, además de que tanto Ethel como las demás se las sujetaban desmañadamente a su calva cabeza. Abuela incubó tal desdén por Ethel —y por sus ineptas sustitutas— que maquinó, con considerable astucia, socavar lo que consideraba deplorables e inadecuadas aptitudes de sus servidoras. Ninguna logró estar a su altura. Abuela escondía sus pelucas de manera que estas desafortunadas no las encontraran; después las insultaba por dejar en cualquier sitio prendas tan vitales.

—¿De verdad esperas que deambule por el mundo como si fuera una pelada escapada del circo? —decía.

—Missus Wheelwright… ¿dónde ha puesto sus pelucas? —le preguntaba alguna.

—¿Me estás acusando de desear intencionadamente parecer la víctima de un desastre nuclear? —le preguntaba a su vez mi abuela—. ¡Preferiría que me asesinara un maníaco antes que ser calva!

Se compraba más pelucas; la mayoría —pero en modo alguno todas— de las viejas aparecían. Cuando a Abuela le disgustaba alguna en especial, la retiraba a los cuarteles de invierno en el rosedal, sumergiéndola en la pila para pájaros.

Y como los Poggio siguieron enviándole completos desconocidos —con la intención de sobresaltarla—, Harriet Wheelwright respondió sobresaltándolos. Se precipitaba a abrir la puerta —saliendo como una saeta delante de Ethel o de sus sustitutas— y recibía a los aterrados repartidores arrancándose la peluca de la cabeza y chillándoles con la calvicie a la vista.

¡Pobres nietos de Dominic Poggio! ¡Cuánto se peleaban entre sí para no entregar las mercancías en 80 Front Street!

Poco después del cuarto o quinto incidente de este tipo, Dan me telefoneó a Toronto:

—Se trata de tu abuela. Ya sabes cuánto la quiero, pero creo que ha llegado el momento.

Incluso este agosto, el recuerdo de aquellos tiempos nos hizo partir de risa. Era tarde, por la noche, y habíamos estado bebiendo… como de costumbre.

—¿Sabes una cosa? —me dijo Dan—. Todavía existen aquellas condenadas mermeladas y jaleas, y unas cosas sencillamente horribles que tu abuela había conservado… ¡Siguen en esos estantes del pasadizo secreto!

—¡No! —exclamé.

—¡Sí, en serio! Ven a verlo con tus propios ojos —Dan intentó levantarse del asiento para investigar conmigo los misterios del pasadizo secreto, pero perdió el equilibrio en el enorme esfuerzo que hizo por ponerse en pie y volvió a desplomarse, con expresión de disculpas—. ¡Ve tú mismo! —repitió y eructó.

Tuve dificultades para abrir la puerta oculta; no creo que nadie la hubiese abierto en años. Tiré unos cuantos libros de los estantes de la puerta mientras buscaba a tientas la llave y la cerradura. Recordé que en una oportunidad Germaine había sido igualmente torpe… cuando murió Lydia y ella escogió el pasadizo secreto para esconderse de la Muerte.

Por fin la puerta se abrió de par en par. Aunque el pasadizo estaba a oscuras, logré detectar a las arañas que se escabullían. Sus telas eran densas. Recordé el día que dejé a Owen encerrado y él gritó que algo húmedo lo lamía… no creía que fuera una telaraña, pensaba que era ALGO CON LENGUA. También recordé cuando lo dejamos allí en su fiesta de despedida, mientras Mr. Fish recitaba unas líneas de Julio César al otro lado de la puerta cerrada. «¡Los cobardes mueren varias veces antes de expirar! ¡El valiente nunca saborea la muerte sino una vez!», y así sucesivamente. Y recordé cómo habíamos asustado Owen y yo a Germaine… y a la pobre Lydia antes que ella.

Entre las telarañas del pasadizo secreto acechaban montones de viejos recuerdos; tanteé en busca del interruptor de la luz, pero no lo encontré. No quería tocar esos oscuros objetos de los estantes sin ver qué eran.

Entonces Dan Needham cerró la puerta.

—¡No hagas eso, Dan! —grité. Lo oí reír. Alargué la mano en la oscuridad. Mi mano tocó uno de los estantes; lo palpé, pasando a través de las telarañas, en dirección a la puerta. Creía recordar que el interruptor estaba al lado. En ese instante apoyé la mano en algo espantoso. Parecía velludo, flexible, vivo (¡imaginé un nido de ratas recién nacidas!) y retrocedí, gritando.

Lo que mi mano había encontrado era una de las pelucas escondidas por Abuela, pero yo no lo sabía. Retrocedí demasiado, hasta el borde del peldaño más alto de la larga escalera; sentí que perdía el equilibrio y empezaba a caer. En una fracción de segundo imaginé que Dan encontraría mi cadáver en el suelo de tierra, al pie de la escalera… cuando una mano pequeña y fuerte (o algo como una mano pequeña y fuerte) guió la mía hasta el interruptor; una mano pequeña y fuerte o algo como una mano pequeña y fuerte, me retuvo cuando oscilaba en lo alto de la escalera. Y su voz —era, inconfundiblemente, la voz de Owen— dijo:

—NO TEMAS. NO TE OCURRIRÁ NADA MALO.

Volví a gritar.

Dan Needham abrió la puerta; ahora le tocó gritar a él.

—¡Tus cabellos! —chilló. Cuando me miré en un espejo, pensé que eran telarañas: mi cuero cabelludo parecía espolvoreado con harina. Pero al cepillarme el pelo, noté que las raíces se habían vuelto blancas. Esto ocurrió aquel agosto: desde entonces el pelo me ha crecido canoso. A mi edad, ya estaba encaneciendo; hasta mis alumnas opinan que mis canas son distinguidas, que mejoran mi aspecto.

La mañana después de que Owen me «hablara», Dan Needham dijo:

—Los dos estábamos borrachos, por supuesto… especialmente .

—¡Especialmente yo!

—Así es. Oye: nunca me he mofado de tu fe… ¿verdad? Nunca me reiré de tu fe religiosa, ya lo sabes. Pero no puedes esperar que crea que la auténtica mano de Owen Meany evitó que te cayeras por la escalera del sótano; no puedes pensar que me convencerás de que la auténtica voz de Owen Meany te «habló» en el pasadizo secreto.

—Te entiendo, Dan —dije—. No soy un evangelizador, no soy un predicador. ¿Alguna vez intenté volverte creyente? Si quisiera predicar, sería pastor, tendría una congregación… ¿verdad?

—Oye, te entiendo —dijo.

Pero no pudo apartar la mirada de las raíces nevadas de mi pelo. Un rato después, me preguntó:

—¿Realmente te sentiste retenido… sentiste que una mano real tironeaba de ti?

—Reconozco que estaba borracho —contesté.

Y más tarde aún, Dan dijo:

—¿Era su voz… estás seguro que lo que oíste no fue algo que dije yo? ¿Era su voz?

Repliqué, un tanto mosqueado:

—Dan, ¿cuántas voces has oído en tu vida que puedan confundirse con su voz?

—Bien, los dos estábamos borrachos… ¿no es cierto? Eso es lo que digo —concluyó Dan Needham.

Recuerdo el verano de 1967, cuando se me estaba cicatrizando el dedo… recuerdo que el verano pasó corriendo. Fue el verano en que ascendieron a Owen Meany; su uniforme tenía algo distinto cuando Hester y yo volvimos a verlo: era teniente. Los galones de sus charreteras pasaron del latón a la plata. También me ayudó a comenzar mi tesis doctoral sobre Thomas Hardy. Yo tenía muchos problemas para empezar las cosas… y, según Owen, más problemas aún para llegar al final.

«TIENES QUE HACER INMERSIÓN PROFUNDA», me escribió Owen. «PIENSA EN HARDY COMO UN HOMBRE QUE ERA CASI RELIGIOSO, COMO UN HOMBRE QUE ESTUVO TAN CERCA DE CREER EN DIOS QUE CUANDO LO RECHAZO, SU REPUDIO LO VOLVIÓ FEROZMENTE AMARGO. EL TIPO DE DESTINO EN EL QUE CREE HARDY ES CASI LO MISMO QUE CREER EN DIOS… AL MENOS EN ESE DIOS TERRIBLE Y SENTENCIOSO DEL ANTIGUO TESTAMENTO. HARDY DETESTA LAS INSTITUCIONES: LA IGLESIA —MÁS QUE LA FE O LA CREENCIA— Y SIN DUDA EL MATRIMONIO (LA INSTITUCIÓN), Y LA INSTITUCIÓN DE LA EDUCACIÓN. LA GENTE ES VÍCTIMA DEL DESTINO, VICTIMA DE LA ÉPOCA… SUS PROPIAS EMOCIONES LA PIERDEN Y LAS INSTITUCIONES DE TODA ÍNDOLE LE FALLAN.

»¿TE DAS CUENTA DE QUE UNA CREENCIA EN UN UNIVERSO TAN AMARGO NO ES DISTINTA A LA FE RELIGIOSA? AL IGUAL QUE LA FE, AQUELLO EN QUE CREÍA HARDY ERA DESNUDO, SIMPLE, VULNERABLE. CREES EN DIOS O EN QUE —EN ULTIMA INSTANCIA— TODO TIENE CONSECUENCIAS TRÁGICAS… EN CUALQUIERA DE AMBOS CASOS, NO DEJAS LUGAR A LA OBJETIVIDAD FILOSÓFICA. EN CUALQUIERA DE AMBOS CASOS, NO TE MUESTRAS MUY INTELIGENTE. NUNCA PIENSES EN HARDY COMO UN HOMBRE INTELIGENTE; NUNCA CONFUNDAS LA FE NI LA CREENCIA —DE NINGÚN TIPO— CON ALGO NI SIQUIERA REMOTAMENTE INTELECTUAL.

»INMERSIÓN PROFUNDA… Y EMPIEZA. YO COMENZARÍA POR SUS NOTAS, SUS DIARIOS… DONDE NUNCA SE ANDUVO CON RODEOS. MUY PRONTO —CUANDO VIAJO POR FRANCIA, EN 1982— ESCRIBIÓ: “DESDE QUE DESCUBRÍ HACE UNOS AÑOS QUE ESTABA VIVIENDO EN UN MUNDO DONDE NADA CORROBORA EN LA PRACTICA LO QUE EN ESTADO INCIPIENTE PROMETE, ME HE PREOCUPADO MUY POCO POR LAS TEORÍAS. ME CONTENTO CON EL TANTEO DÍA A DÍA”. ¡PODRÍAS APLICAR ESA OBSERVACIÓN A TODAS Y CADA UNA DE SUS NOVELAS! POR ESO DIGO QUE ERA “CASI RELIGIOSO”, PORQUE NO ERA UN GRAN PENSADOR, ERA UN GRAN SONDEADOR.

»PARA EMPEZAR, BASTARA CON QUE TOMES UNA DE SUS OBSERVACIONES CATEGÓRICAS Y LA JUNTES CON UNA DE SUS OBSERVACIONES MÁS LITERARIAS… SOBRE EL OFICIO, YA SABES. A MÍ ME GUSTA ESTA: “UNA HISTORIA TIENE QUE SER LO BASTANTE EXCEPCIONAL PARA JUSTIFICAR QUE SE LA RELATE. TODOS LOS CUENTISTAS SOMOS VIEJOS MARINEROS, Y NINGUNO DE NOSOTROS TIENE DERECHO A INTERRUMPIR A LOS INVITADOS A UNA BODA A MENOS QUE PUEDA NARRAR ALGO MÁS INSÓLITO QUE LA EXPERIENCIA ORDINARIA DE TODO HOMBRE Y TODA MUJER DE LA CALLE”.

»¿ENTIENDES? ES FÁCIL. ADOPTAS SUS ELEVADOS NIVELES DE RELATOS QUE SEAN “EXCEPCIONALES” Y LOS JUNTAS CON SU CONVICCIÓN DE QUE “NADA CORROBORA EN LA PRACTICA LO QUE EN ESTADO INCIPIENTE PROMETE”, Y YA TIENES TU TESIS. DE HECHO, ES SU TESIS… LO ÚNICO QUE TIENES QUE HACER ES PONER LOS EJEMPLOS. PERSONALMENTE, YO EMPEZARÍA POR UNO DE LOS MÁS AMARGOS… CASI CUALQUIER COSA DE JUDE EL OSCURO. ¿QUÉ TE PARECE ESA ESPELUZNANTE Y BREVE ORACIÓN QUE RECUERDA JUDE MIENTRAS SE QUEDA DORMIDO CUANDO ERA NIÑO?

«ENSEÑAME A VIVIR, PARA QUE PUEDA TEMER

A LA TUMBA TAN POCO COMO A MI CAMA.

ENSEÑAME A MORIR…».

«NADA PUEDE SER MÁS FÁCIL», escribió Owen Meany.

Así —después de cortarme el dedo para permitir que me graduara—, también perfiló y plasmó mi tesis doctoral.

Aquel agosto en Gravesend —adonde procuro volver todos los agostos—, los estudiantes de Dan de la escuela de verano se debatían con Eurípides; le comenté que en mi opinión había hecho una elección extraña y despiadada. Para estudiantes de la edad de mis chicas de Bishop Strachan, pasar siete semanas del verano memorizando Medea y Las troyanas debía de ser tedioso… además del riesgo de matar en los jóvenes su amor por las tablas.

—¿Qué podía hacer? —dijo Dan—. ¡En la clase había veinticinco estudiantes y sólo seis eran varones! —por cierto, tal como estaban las cosas, estos últimos parecían sobrecargados de trabajo; un jovencito desusadamente pálido tenía que hacer de Creonte en una obra y de Poseidón en la otra. Todas las chicas entraban y salían del Coro de Corintias y del Coro de Troyanas como si las mujeres corintias y troyanas poseyeran una estridencia intercambiable. Me conquistó la dolorosa muchachita que Dan había escogido para interpretar a Hécuba; además de las pesadumbres propias de su papel, tenía que estar en el escenario desde el principio al fin de Las troyanas. Por tanto, Dan le dio la oportunidad de descansar en Medea, en la que le asignó un papel especialmente triste pero en su mayor parte mudo, en el Coro de Corintias… aunque la singularizó al final de la obra; sin la menor duda era una de sus mejores actrices, y Dan acertó al enfatizar esas líneas finales del coro haciéndola declamar sola.

—«Muchas son las cosas que logran los dioses y que están más allá de nuestro entendimiento» —dijo la niña triste—. «Lo que pensamos no está confirmado y lo que pensamos no es idea de Dios».

Muy cierto. Ni siquiera Owen Meany lo habría discutido.

A veces envidio a Dan su capacidad para enseñar en el escenario; el teatro tiene una gran fuerza expresiva, sobre todo para los jóvenes, que no poseen suficiente experiencia de la vida por la cual juzgar las experiencias con que tropiezan en la literatura, y que no tienen gran confianza en el lenguaje, ni para emplearlo ni para oírlo. El teatro, afirma acertadamente Dan, dramatiza tanto la experiencia como la confianza en el lenguaje, de las que los jóvenes —como nuestros estudiantes— adolecen. Los estudiantes de la edad de los de Dan —y de las mías— no tienen una gran sensibilidad por el ingenio, por ejemplo; el ingenio pasa a su lado, sencillamente, o lo interpretan como una forma de snobismo adulto, un mero lucimiento con el lenguaje que utilizan (en el mejor de los casos) con indecisión. El ingenio no es indeciso; por tanto, tampoco es joven. El ingenio es uno de los muchos aspectos de la vida y de la literatura que se reconoce en un escenario con más facilidad que en un libro. Mis alumnas siempre se pierden el ingenio en lo que leen, o no confían en él; en escena, hasta un actor aficionado es capaz de hacer que cualquiera vea qué es el ingenio.

Agosto es el mes que dedico a hablar con Dan de la enseñanza. Cuando nos encontramos por Navidad, cuando vamos juntos a Sawyer Depot, todo es puro trajín y siempre hay gente alrededor. Pero en agosto solemos estar solos; en cuanto concluyen las funciones teatrales de la escuela de verano, Dan y yo nos tomamos vacaciones juntos… lo que en general significa que nos quedamos en Gravesend y nuestra mayor aventura consiste en hacer alguna excursión diurna a la playa de Little Boar’s Head. Pasamos las noches en 80 Front Street, charlando; desde que Dan se mudó allí, no vemos televisión. Cuando la abuela fue a la residencia para ancianos, se llevó consigo el televisor; a su muerte, nos dejó la casona de 80 Front Street a Dan y a mí.

Es una casa inmensa y solitaria para un hombre al que nunca se le pasó por la imaginación la idea de volver a casarse, pero contiene casi tanta historia para Dan como para mí. Aunque disfruto en mis visitas, ni siquiera la tentadora nostalgia de la casa de 80 Front Street podría atraerme para volver a los Estados Unidos. Éste es un tema —mi retorno— que Dan aborda todos los agostos, siempre una noche en que es evidente para él que disfruto de la atmósfera de 80 Front Street y de su amistad.

—Aquí hay lugar más que suficiente para un par de solterones como nosotros —dice—. Y con tus años de experiencia en la Bishop Strachan… sin hablar de la recomendación que, estoy seguro, te daría tu directora, para no hablar de que eres un antiguo alumno distinguido… el Departamento de Literatura de Gravesend Academy estaría contento de contar contigo, por supuesto. Bastará con que lo digas.

No por amabilidad, sino debido a mi cariño por Dan, lo dejé pasar.

Este agosto, cuando empezó de nuevo con la misma cantinela, me limité a decir:

—Es muy difícil… sin el montaje en un escenario, enseñar a los adolescentes qué es el ingenio. Me desespera que ya tengamos encima otro otoño y deba volver a esforzarme por hacer que mis chicas de Nivel Diez noten algo en Cumbres borrascosas, además de los más mínimos pormenores acerca de Catherine y Heathcliff… la historia, la historia. ¡Es lo único que les interesa!

—John, querido John —dijo Dan Needham—. Hace veinte años que está muerto. Perdona. Perdona y olvida… y vuelve a casa.

—Hay un párrafo, al principio, que se les pasa por alto todos los años —dije—. Me refiero a la descripción que hace Lockwood de Joseph; se lo hago notar hace tantos años que lo sé de memoria: «… mirándome… a la cara tan acerbamente que conjeturé, caritativamente, que debía de necesitar de la ayuda divina para digerir la cena…». Se lo he leído en voz alta, pero les resbala… ni siquiera esbozan una sonrisa. Y no sólo el ingenio de Emily Bronte se les escapa. Tampoco lo entienden si se trata de un contemporáneo. ¿Mordecai Richler es demasiado ingenioso para unas niñas del undécimo curso? Parecería que sí. Oh, sí, piensan que El aprendizaje de Duddy Kravitz es «entretenido», pero se pierden la mitad del humor. ¿Conoces la descripción del balneario de judíos de la clase media? Siempre es la descripción lo que omiten; te juro que no la consideran importante. Quieren diálogo, acción. ¡Pero la descripción contiene tanta escritura! «Aún había algunos focos de resistencia gentil, es verdad. Ninguno de los dos hoteles que todavía estaban en sus manos admitía judíos pero eso, como el raj británico que sigue deambulando por la costa de Malabar, no era tan molesto como conmovedoramente desafiante». Todos los años observo sus caras cuando se lo leo: no se les mueve un pelo.

—John —dijo Dan—. Olvidemos lo pasado… ni siquiera Owen estaría furioso todavía. ¿Crees que Owen Meany habría culpado a todo el país de lo que le ocurrió? Aquello fue una locura y esto también lo es.

—¿Cómo enseñas la locura en el escenario? —le pregunté—. Hamlet, supongo, para los principiantes… yo les doy Hamlet a mis chicas de Nivel Trece, pero les cuesta leerlo, no llegan a comprenderlo. Y Crimen y castigo… hasta mis chicas de Nivel Trece tienen que esforzarse muchísimo con la llamada «novela psicológica». El «concentrado abatimiento» de Raskólnikov está a su alcance, pero no entienden cómo opera la psicología de la novela ni siquiera en las descripciones más sencillas de Dostoievski; una vez más, lo que dejan de lado es la descripción. El casero de Raskólnikov, por ejemplo: «Su rostro parecía cubierto por una espesa capa de aceite, como una vieja cerradura de hierro». ¡Qué rostro más perfecto para un casero! «¿No es maravilloso?», pregunto a la clase; me miran como si pensaran que estoy más loco que Raskólnikov.

De vez en cuando, Dan Needham me mira de la misma manera. ¿Cómo se le ocurre que yo podría «perdonar y olvidar»? Es demasiado lo que hay que olvidar. Cuando a los maestros nos preocupa que nuestros estudiantes no tengan sentido de la historia, ¿no es lo que la gente olvida lo que nos preocupa? Durante años he intentado olvidar quién podía ser mi padre; no quería descubrir quién era, como señaló Owen. ¿Cuántas veces, por ejemplo, volví a llamar al viejo maestro de canto de mi madre, Graham McSwiney? ¿Cuántas veces lo llamé y le pregunté si se había enterado del paradero de Buster Freebody, o si había recordado sobre mi madre algo que no nos hubiese dicho a Owen y a mí? Una sola vez; lo llamé una sola vez. Graham McSwiney me dijo que me olvidara de intentar averiguar quién era mi padre; yo lo estaba deseando.

Mr. McSwiney dijo:

—Buster Freebody… si está vivo, si lo encuentras, sería tan viejo que ni siquiera recordaría a tu madre… para no hablar del novio de tu madre —Mr. McSwiney estaba mucho más interesado en Owen Meany… en por qué su voz no había cambiado—. Tendría que ver a un médico… no existe ninguna razón para una voz como la suya.

Pero existía una razón. Cuando supe cuál era, no llamé a Mr. McSwiney para contárselo; dudo de que la explicación fuese lo suficientemente científica para él. Intenté decírselo a Hester, pero ella me aseguró que no quería saberlo.

—Creería cualquier cosa que me dijeras, de modo que ahórrame los detalles, por favor —contestó mi prima.

En cuanto al tema de la voz de Owen Meany, y de todo lo que le ocurrió, sólo se lo dije a Dan y al reverendo Lewis Merrill.

—Supongo que es posible —dijo Dan—. Supongo que cosas más extrañas han sucedido… aunque no se me ocurre ningún ejemplo. Lo importante es que lo crees, y yo nunca cuestionaría tu derecho a creer en lo que quieras.

—¿Pero lo crees? —le pregunté.

—Bien, te creo a ti —dijo.

—¿Cómo puede usted no creerlo? —le pregunté al pastor Merrill—. Precisamente usted, un religioso… ¿cómo puede no creerlo?

—Creerlo, me refiero a todo —dijo el reverendo Merrill—, creerlo todo… bien, exige más fe de la que yo tengo.

—¡Pero precisamente usted! —exclamé—. Fíjese en mí… nunca fui creyente hasta que ocurrió esto. Si yo puedo creerlo, ¿por qué no usted? —le pregunté. Mr. Merrill empezó a tartamudear.

—Es más fácil para ti a-a-a-aceptarlo. La fe no es algo que has sentido y d-d-d-después no sientes; tú no has v-v-v-vivido con fe y sin fe. P-p-p-para ti es más fácil —repitió el reverendo—. Tú no has estado ll-ll-ll-lleno de fe y lleno de d-d-d-duda. Algo t-t-t-te impresiona como un milagro y lo crees. Para mí no es t-t-t-tan s-s-s-sencillo.

—¡Pero es un milagro! —grité—. Él le contó aquel sueño… lo sé. Y usted estaba presente… cuando vio su nombre y la fecha de su muerte en la tumba de Scrooge. ¡Estaba delante! —chillé—. ¿Cómo puede dudar de que lo sabía? —le pregunté—. ¡Él sabía… lo sabía todo! ¿Cómo llama a eso… si no lo llama milagro?

—Tú has presenciado lo que ll-ll-ll-llamas milagro y ahora crees… crees todo —contestó el pastor Merrill—. Pero los milagros no p-p-p-producen fe… los verdaderos milagros no crean fe; y-y-y-ya tienes que tener fe a fin de creer en los verdaderos milagros. Yo creo que Owen era un ser extraordinariamente d-d-d-dotado… sí, dotado y profundamente seguro de sí mismo. Sin duda también padeció algunas visiones muy perturbadoras… e indudablemente era emotivo, muy emotivo. Pero en cuanto a saber lo que parecía «saber», hay otros ejemplos de p-p-p-precognición, y no todos los ejemplos se atribuyen necesariamente a Dios. Fíjate en ti… nunca creíste ni siquiera en D-D-D-Dios; eso es lo que decías y ahora atribuyes a la m-m-m-mano de Dios todo lo que le ocurrió a Owen M-M-M-Meany.

Aquel agosto, en 80 Front Street, me despertó un perro. En lo más profundo de mi sueño, lo oí y pensé que era Sagamore; después pensé que era mi perro —solía tener perro, en Toronto— y sólo cuando estuve plenamente despierto volví a mi tiempo presente y me di cuenta de que tanto Sagamore como mi perro habían muerto. Era encantador tener un perro para pasear por Winston Churchill Park; debería conseguir otro.

En Front Street, el perro desconocido ladraba sin parar. Me levanté; seguí el oscuro pasillo familiar hasta la habitación de mi madre… donde siempre hay más luz, donde nunca se corren las cortinas. Dan duerme en el antiguo dormitorio de mi abuela… el dormitorio principal oficial de 80 Front Street, supongo.

Me asomé a la ventana de mi madre pero no vi al perro. Luego fui al estudio… o a lo que se llamaba estudio cuando vivía mi abuelo. Más tarde fue una especie de habitación de juegos para los niños, el lugar donde mi madre ponía discos en la vieja Victrola, para cantar con Frank Sinatra y la orquesta de Tommy Dorsey. En el sofá de ese cuarto Hester se había tendido a esperar, mientras Noah, Simon y yo registrábamos 80 Front Street de punta a punta, en vano, buscando a Owen Meany. Nunca supimos dónde lo había escondido, o dónde se había escondido él. Me tumbé en el viejo sofá y recordé todo aquello. Debí de quedarme dormido; era un sofá histórico, en el cual —también rememoré— mi madre me había susurrado al oído, por primera vez: «¡Mi canita al aire!».

Al despertar descubrí que tenía una mano debajo de uno de los mullidos cojines; mi muñeca detectó algo… al tacto parecía una carta de baraja, pero cuando la saqué vi que era una reliquia de la pretérita colección de Owen Meany: una ficha de béisbol muy vieja y doblada. ¡Hank Bauer! ¿Lo recuerdas? La tarjeta se imprimió en 1950, cuando Bauer tenía veintiocho años, en su segunda temporada completa como bateador de los Yankees. Sin embargo, parecía mayor; tal vez por la guerra… abandonó el béisbol por la segunda guerra mundial y luego volvió a jugar. Aunque nunca fui un fanático del béisbol, recordaba a Hank Bauer como un jugador fiable, nada caprichoso… y por cierto, su expresión ligeramente fatigada y bronceada reflejaba su sólida ética laboral. No mostraba los rasgos de una estrella en su paciente sonrisa y tampoco ocultaba los ojos bajo la visera de la gorra de béisbol, echada hacia atrás de la cabeza, poniendo de relieve su reflexiva frente arrugada. Era una de esas fotos viejas a las que se añadía color con intenciones optimistas: su bronceado era demasiado bronceado, el cielo demasiado azul, las nubes demasiado uniformemente blancas. Las altas nubes aborregadas y la brillantez del cielo azul creaban un fondo tan asombrosamente irreal para Bauer, con su uniforme blanco a rayas, que daba la impresión de haberse muerto y ascendido a los cielos.

Por supuesto, en ese momento comprendí dónde había escondido Hester a Owen Meany; él estaba debajo de los cojines del sofá —y debajo de ella— mientras registrábamos la casa. Eso explicaba por qué había aparecido tan arrugado y con el pelo como si acabara de levantarse de la cama. La ficha de Hank Bauer debió de caérsele del bolsillo. En ocasiones, descubrimientos como éste —por no mencionar la voz de Owen «hablándome» en el pasadizo secreto y su mano (o algo como una mano) reteniéndome— hacen que le tenga miedo a 80 Front Street.

Sé que hacia el final, mi abuela le tenía miedo a la vieja casona.

—¡Demasiados fantasmas! —refunfuñaba. Por último, creo, se sintió feliz de no ser «asesinada por un maníaco», idea que en otros tiempos consideró preferible a abandonar 80 Front Street. Dejó la vieja casa bastante tranquilamente y se mostró filosófica con su partida—. Es hora de partir —nos dijo a Dan y a mí—. ¡Demasiados fantasmas!

En la residencia de ancianos de Gravesend, su decadencia fue bastante rápida e indolora. Al principio olvidó todo lo referente a Owen; después me olvidó a mí; nada podía recordarle ni siquiera a mi madre… nada excepto mi bastante experta imitación de la voz de Owen. Esa voz sacudía su memoria; esa voz sacaba a la superficie sus recuerdos, casi todas las veces. Murió mientras dormía, sólo dos semanas antes de cumplir cien años. No le gustaban las cosas que «sobresalían», por ejemplo: «¡Ese peinado sobresale como un pulgar dolorido!».

La imagino meditando en su centenario; la reunión familiar organizada para celebrar el acontecimiento la habría «matado», sin ningún género de dudas… y sospecho que ella lo sabía. Tía Martha ya había puesto en antecedentes al programa Hoy; como es sabido, este programa felicita a todos los que cumplen cien años en los Estados Unidos… si se enteran del acontecimiento. Tía Martha se ocupó de que así fuera. ¡Harriet Wheelwright cumpliría cien años la víspera de Todos los Santos, el día de Halloween! Mi abuela odiaba ese día; era una de sus pocas rencillas con Dios… el hecho de que Él hubiese permitido que naciera en semejante fecha. A sus ojos, era un día inventado para provocar graves accidentes entre las clases bajas, un día en que se invitaba a éstas a insultar a los ricos… y la casa de mi abuela siempre recibía insultos el día de las brujas. La casa de 80 Front Street aparecía envuelta en papel higiénico, las ventanas del garaje debidamente enjabonadas, las farolas de la rampa de acceso rociadas con pintura (anaranjada), y una vez alguien metió la mitad más grande de una lamprea en el buzón. Owen siempre había sospechado de Mr. Morrison, el cartero cobarde.

A su llegada al hogar de ancianos, Abuela consideró que el mando a distancia para cambiar de canal en el televisor era un verdadero hijo de Satanás; era el triunfo definitivo de la televisión, decía, que pudiera dejarte descerebrado, sin siquiera permitirte que te levantaras del sillón. Fue Dan quien la encontró muerta, una tarde que la visitó en la residencia de ancianos. La visitaba todas las tardes, y las mañanas de los domingos también la iba a ver con un periódico y se lo leía.

La noche que murió, Dan la encontró sentada en su cama de hospital; aparentemente se había quedado dormida con el televisor encendido y el mando a distancia en la mano, en una posición que producía un cambio constante de canales. Pero estaba muerta, no dormida, y su frío pulgar se había quedado adherido al botón que recorría sin descanso todos los canales… buscando algo bueno.

¡Cuánto lamento que Owen Meany no haya muerto tan pacíficamente!

Toronto: 17 de septiembre de 1987… lluvioso y frío; atmósfera de retorno a la escuela, atmósfera de retorno a la iglesia. Estos rituales familiares de la iglesia y la escuela son mi mayor consuelo. Pero Bishop Strachan School ha contratado una nueva profesora para el Departamento de Literatura; supe, cuando la entrevistaron la primavera pasada, que era alguien a quien habría que soportar… una mujer que da nuevo significado a la llamativa primera frase de Orgullo y prejuicio con que comienza el trimestre de otoño para mis niñas de Nivel 9: «Es una verdad reconocida por todo el mundo que un hombre soltero, dueño de una gran fortuna, ha de sentir algún día la necesidad de casarse».

No sé si encajo en la idea que tiene Jane Austen de «una gran fortuna», pero mi abuela me proveyó muy generosamente.

Mi nueva colega se llama Eleanor Pribst, y me encantaría leer lo que Jane Austen habría escrito acerca de ella. Y sería muchísimo más feliz leyendo sobre Ms. Pribst que conociéndola. Pero la soportaré; aguantaré más que ella. Es una mujer alternativamente tonta y agresiva, y con cualquiera de ambos métodos resulta voluntariosamente insufrible: es una déspota germánica.

Cuando ríe, recuerdo la maravillosa frase cercana al final de En la superficie, de Margaret Atwood: «Río y sale un ruido semejante al que emitiría algo que estuvieran matando: ¿un ratón, un pájaro?». En el caso de la risa de Eleanor Pribst, juraría que llegaban a mis oídos los estertores de una rata o un buitre. En la reunión del departamento, cuando volví a plantear mi solicitud de que se leyera El gato y el ratón de Günter Grass en Nivel 13, Ms. Pribst atacó.

—¿Para qué quiere enseñar un libro tan desagradable a las niñas? —preguntó—. Es un libro para chicos —afirmó—. La escena de la masturbación es ofensiva para las mujeres.

Después se quejó de que yo estaba «consumiendo» a Margaret Atwood y a Alice Munro en el curso de Literatura Canadiense de Nivel 13; no había nada que impidiera a Ms. Pribst enseñar a Atwood o a Munro en otro curso… pero quería buscar camorra. Un hombre que da clases sobre esas dos mujeres «las consume», decía… para que las mujeres del departamento no puedan enseñarlas. Conozco bien su estilo. Es de las que te dicen que si enseñas a un autor canadiense en el curso de Literatura Canadiense, estás condescendiendo con los canadienses… no enseñándolo en otro curso de literatura. Y si los «consumes» en otro curso de literatura, te preguntará qué piensas que tiene de «malo» el curso de Literatura Canadiense; entonces te dirá que estás siendo condescendiente con los canadienses. Todo ello se debe a que soy un exestadounidense y a ella no le gustan los estadounidenses; esto es tan obvio… esto y el hecho de que soy soltero, de que vivo solo y no me he desvivido por invitarla a «salir» (como suele decirse). Es una de esas mujeres agresivas que de buena gana te humillarán si la invitas a «salir»; si no la invitas, intentarán humillarte más.

Esto me retrotrae a unos años atrás y a una neoyorquina que me recordó a Mitzy Lish. Acompañó a su hija a una entrevista en Bishop Strachan; la madre quería entrevistar a alguien del Departamento de Literatura… para averiguar, dijo a la directora, si enfocábamos de forma «pueblerina» la literatura. La mujer era un caldero hirviente de contradicciones sexuales. En primer lugar, quería que su hija estudiara en una escuela canadiense —«una escuela de la vieja escuela», dijo varias veces— porque tenía la intención de «salvarla» de los peligros que conlleva crecer en Nueva York. Todas las escuelas de Nueva Inglaterra, decía, estaban llenas de neoyorquinos; era una tragedia que una jovencita no tuviera la oportunidad de asimilar los valores y las virtudes de una época más sana, más segura.

Por otro lado, era una de esas neoyorquinas que pensaba que «moriría» si pasaba un minuto fuera de Nueva York… que estaba segura de que el resto del mundo era un lugar provinciano de flagelación donde la gente como ella, de gustos refinados y energías sumamente urbanas, sería fustigada con las virtudes y valores anticuados hasta expirar de aburrimiento.

—Confidencialmente, ¿qué hace aquí una persona adulta? —me susurró. Supongo que quería decir en Toronto… en Canadá… en este desierto, por así decirlo. Sin embargo, deseaba fervientemente desterrar a su hija, para no exponerla al saber revelador que había hecho de ella una prisionera de Nueva York.

Le interesaba saber cuántos autores canadienses figuraban en nuestra lista de lecturas; como no los había leído, sospechaba que eran de una grave mentalidad pueblerina. No llegué a conocer a la hija; probablemente era simpática… un tanto temerosa de la nostalgia que sentiría, estoy seguro, pero simpática. La madre no la inscribió, aunque la solicitud de la chica fue aceptada por la escuela. Tal vez la madre había venido a Canadá por un capricho; ni yo mismo puedo decir que he venido por motivos del todo sólidos. Tal vez la madre no inscribió a su hija porque no podía (la madre) soportar las privaciones que sufriría (la madre) cuando visitara a su hija en este desierto.

Yo tengo mi propia versión de por qué no la inscribió. ¡La madre me tiró los tejos! Había pasado bastante tiempo desde que alguien lo hiciera; ya estaba empezando a creer que este peligro había quedado atrás, pero de repente la madre dijo:

—¿Qué hace una aquí… para pasarlo bien? ¿No quiere enseñármelo?

La escuela había llegado a un acuerdo bastante inusual, aunque no del todo extraordinario, para que la hija pasara una noche en uno de los dormitorios de estudiantes: conocería a otras chicas, algunas estadounidenses… ese tipo de cosas. ¡La madre me preguntó si yo podía disponer de «una noche en el centro»!

—Soy divorciada —se apresuró a agregar… innecesariamente; yo debía abrigar la esperanza de que estuviera divorciada. ¡Pero aun así!

Bien, no pretendo poseer ningún tipo de habilidad para librarme de invitaciones tan atrevidas; no he tenido mucha práctica. Sospecho que me comporté como un pazguato hecho y derecho; no dudo de que di a la mujer otro asombroso ejemplo de la «mentalidad pueblerina» que estaba condenada a encontrar fuera de Nueva York.

De cualquier manera, nuestro encuentro acabó amargamente. La mujer había tenido, en su opinión, valor suficiente para ofrecérseme; que yo no tuviese la valentía de aceptar su generoso obsequio demostraba con toda claridad que era la esencia diabólica de la cobardía. Después de honrarme con sus seductores encantos, se sintió justificada para volcar en mí su justificable desdén. Le dijo a Katherine Keeling que nuestras listas de lectura eran «más pueblerinas aún» de lo que temía. Si he de decir la verdad, no encontró «pueblerinas» las listas de lectura. ¡El pueblerino era yo! No tuve suficientes entendederas para reconocer una insinuación cuando me la ponían en bandeja.

Y ahora —en mi propio Departamento de Literatura— tengo que soportar a una mujer de temperamento aparentemente similar, una mujer cuya susceptibilidad también se agita en un mar de contradicciones sexuales: ¡Eleanor Pribst!

Incluso se quejó de mi elección de Tempest-tost; sugirió que tal vez se debía a que no supe reconocer que Fifth Business era «mejor». Yo había enseñado ambas novelas, naturalmente, y muchas obras más de Robertson Davies, con gran —no, con el mayor— placer. Le aseguré que había tenido buena suerte enseñando Tempest-tost en el pasado.

—Las propias estudiantes se sienten como aficionadas —dije—. Creo que encuentran sumamente divertidas y sumamente familiares todas las intrigas de la liga de teatro local —pero Ms. Pribst quería saber si yo conocía Kingston; por cierto, al menos sabía que la ciudad ficticia de Salterton es fácilmente identificable como Kingston. Había oído decir que era cierto, apostillé, aunque no había estado personalmente en Kingston.

—¡Nunca ha estado! —gritó—. ¡Supongo que eso es lo que ocurre cuando hay estadounidenses dando clases de Lit Can!

—Detesto la expresión «Lit Can» —informé a Ms. Pribst—. Nosotros no llamamos «Lit Est» a la literatura estadounidense y no veo ninguna razón para encoger la literatura más interesante de este país en una abreviatura peyorativa. Además, considero a Mister Davies un autor de importancia tan universal que he decidido no enseñar lo «canadiense» de sus libros, sino lo que tienen de maravillosos.

Tras esta conversación, quedó declarada la guerra. Cuestionó mi sustitución —en Nivel 11— de Granja de animales de Orwell por Días birmanos, de Orwell. En términos de «importancia perdurable», dijo, había que elegir entre 1984 y Granja de animales; Días birmanos era un «mal sustituto».

—Orwell es Orwell —dije—, y Días birmanos es una buena novela.

Pero Ms. Pribst —graduada en Queens (de ahí su amplio conocimiento de Kingston)— está redactando su tesis doctoral en la Universidad de Toronto, sobre algo relacionado con «política en la ficción». Me preguntó si yo no había escrito la mía sobre Hardy —insinuando «meramente» Hardy— y si no era mi tesis doctoral lo único que había escrito.

Así fue como le pregunté a mi vieja amiga Katherine Keeling:

—¿Crees que Dios creó a Eleonor Pribst sólo para ponerme a prueba?

—Ya eres bastante malo —respondió Katherine—. No seas también malvado.

Cuando quiero ser «malvado», muestro el dedo; corrección: muestro lo que falta, muestro el no dedo. Reservaré el dedo faltante para mi próximo encuentro con Ms. Pribst. Estoy agradecido a Owen Meany por muchas cosas; no sólo me mantuvo alejado de Vietnam, sino que me creó una herramienta perfecta para la enseñanza, me proporcionó un estupendo foco de atención para cuando la clase está adormilada. Levanto la mano y señalo. Es la ausencia del dedo señalador lo que vuelve interesante rematar algo señalando. Al instante cuento con la atención de todo el mundo. También funciona de perlas en las reuniones del departamento.

—¡No me señales con esa cosa! —solía decir Hester.

Pero no era «esa cosa», no era ninguna cosa lo que la alteraba, sino lo que faltaba. La amputación era muy limpia… el corte más limpio que cabe imaginar. Mi muñón no tiene nada grotesco ni deforme, ni siquiera tosco. Lo único malo es lo que está ausente. Falta Owen Meany.

Después de que Owen me cortara el dedo —a finales del verano del 67, cuando estuvo en Gravesend con unos días de permiso—, Hester le dijo que no asistiría a su funeral; se negó de plano.

—Me casaré contigo, me mudaré a Arizona… iré a cualquier lado contigo, Owen —le dijo—. ¿Me ves como recién casada en una base del Ejército? ¿Me ves invitando a otro matrimonio joven… cuando no estés escoltando a un cadáver? ¡Puedes llamarme Hester Huachuca! —gritó—. Incluso me quedaré embarazada… si quieres, Owen. ¿Quieres tener hijos? ¡Yo te los daré! —vociferó—. Haría cualquier cosa por ti… y lo sabes. Pero no pienso asistir a tu jodido funeral.

Hester cumplió su palabra; no estuvo presente en el funeral de Owen Meany… Hurd’s Church estaba abarrotada, pero ella no formaba parte de la muchedumbre. Él nunca le pidió que se casaran; nunca la hizo mudarse a Arizona, ni a ningún otro sitio.

—NO SERIA JUSTO… NO SERIA JUSTO CON ELLA, ME REFIERO —me había dicho Owen.

En el otoño del 67, Owen había hecho un trato con el general de división LaHoad; no lo nombraron ayudante de campo: LaHoad estaba demasiado orgulloso de las recomendaciones que recibió Owen como oficial asistente de bajas. Al general de división lo trasladarían un año y medio después; si Owen permanecía en Fort Huachuca —como el «mejor» escolta de cadáveres de la sección bajas—, LaHod le prometía «un buen puesto en Vietnam». Esperar dieciocho meses era mucho esperar, pero el teniente Meany consideró que merecía la pena.

—¿No sabe que no hay «buenos puestos» en Vietnam? —me preguntó Hester. Corría octubre; estábamos en Washington con otros cincuenta mil manifestantes pacifistas. Nos reunimos frente al Lincoln Memorial y marchamos hacia el Pentágono, donde nos recibieron filas de oficiales y policías militares de los Estados Unidos; incluso había oficiales y policías militares en el tejado del Pentágono. Hester llevaba una pancarta:

Apoyemos a nuestros soldados.

¡Traigámoslos ahora a casa!

Yo no llevaba nada; todavía me cohibía un poco mi dedo faltante. El tejido cicatrizal era muy reciente y cualquier esfuerzo hacía que el muñón pareciera inflamado. Pero traté de sentirme parte integrante de la manifestación; lamentablemente, no lo sentí… no me sentía parte integrante de nada. Gozaba de una prórroga 4-F; nunca tendría que ir a la guerra ni a Canadá. Mediante el simple acto de quitar las dos primeras articulaciones de mi dedo índice derecho, Owen Meany me había permitido sentirme totalmente disociado de mi generación.

—Si es la mitad de listo de lo que se cree —me había dicho Hester mientras marchábamos hacia el Pentágono—, se habría cortado su propio dedo al mismo tiempo que el tuyo… se habría cortado tantos dedos como fuera necesario. Te salvó… feliz de ti. ¿Cómo es que no tiene suficiente materia gris para salvarse a sí mismo?

En Washington, aquel octubre, vi miríadas de estadounidenses auténticamente consternados por lo que su país estaba haciendo en Vietnam; también vi a miríadas de otros estadounidenses atraídos hipócritamente hacia una noción pueril del heroísmo… concretamente, el propio. Pensaban que forzar una confrontación con los militares y los policías no sólo los elevaría a la categoría de héroes; se engañaban a sí mismos pensando que esta confrontación expondría la corrupción del sistema político y social al que se oponían con arrogancia. Era la misma gente que, años después, adjudicaría al «movimiento» antibélico el mérito de retirar a las fuerzas armadas estadounidenses de Vietnam. No es eso lo que yo vi. Lo que vi es que el sentido justiciero de muchos de estos manifestantes contribuyó, sencillamente, a endurecer las actitudes de los pobres imbéciles que apoyaban la guerra. Esto es lo que llevó a decir a Ronald Reagan —dos años después, en 1969— algo tan ridículo como que las protestas contra Vietnam «proporcionaban ayuda y consuelo al enemigo». Lo que yo vi fue que las protestas hicieron algo peor que eso: proporcionaron ayuda y consuelo a los idiotas que apoyaban la guerra… hicieron que la guerra se prolongara. Eso es lo que yo vi. Me volví con mi dedo faltante a New Hampshire, dejando que arrestaran a Hester sola en Washington; aunque no estaba exactamente sola: aquel octubre hubo arrestos en masa.

En las postrimerías del 67 había problemas en California, había problemas en Nueva York; y había 500 000 soldados estadounidenses en Vietnam, donde habían muerto más de 16.000. Fue entonces cuando el general Westmoreland dijo: «Hemos llegado a un punto importante en que el fin comienza a vislumbrarse».

Eso fue lo que llevó a Owen Meany a preguntar: «¿QUÉ FIN?». El fin de la guerra no llegaría a tiempo para salvarlo.

Lo pusieron en un ataúd cerrado, por supuesto, envuelto en la bandera de los Estados Unidos, donde iba prendida su medalla. Como cualquier teniente en servicio activo, mereció un funeral militar con todos los honores, oficiales de escolta, toques de silencio… y toda la parafernalia. Podría haber sido enterrado en Arlington, pero los Meany insistieron en darle sepultura en Gravesend. Debido a la medalla, debido a que el relato del heroísmo de Owen apareció en todos los periódicos de New Hampshire, el zoquete del reverendo Dudley Wiggin quería ofrecerle un oficio episcopaliano; el rector Wiggin, virulento partidario de la guerra de Vietnam, se empeñó en celebrar el funeral de Owen en Christ Church.

Convencí a los Meany de que lo hicieran en Hurd’s Church… y permitieran que el reverendo Lewis Merrill oficiara el servicio. Mr. Meany todavía estaba enfadado con Gravesend Academy por haber expulsado a Owen, pero lo persuadí de que su hijo «se indignaría en los cielos» si los Wiggin le ponían una mano encima.

—Owen los odiaba —expliqué a Mr. y Mrs. Meany—. Y tenía una relación bastante especial con el pastor Merrill.

Corría el verano del 68; yo estaba harto de oír decir a los blancos cuánto había cambiado su vida Alma en hielo —apuesto a que Eldridge Cleaver también estaba harto— y de oír decir a Hester que si oía hablar una vez más de «Mrs. Robinson», vomitaría. Esa primavera —en el mismo mes— habían asesinado a Martin Luther King y se estrenó Hair en Broadway; el verano del 68 sufrió lo que se convertiría en la tópica combinación social de lo mortífero y lo trivial.

Me estaba abrasando en la casa herméticamente cerrada de los Meany… cerrada a cal y canto, decían siempre, porque Mrs. Meany era alérgica al polvo de piedra. Permanecía con su mirada normalmente desenfocada dirigida —como casi siempre— a las cenizas apagadas de la chimenea, encima de la cual las desmembradas figuras del Nacimiento rodeaban la cuna vacía del pesebre. Mr. Meany empujó un morillo con la punta de su bota sucia.

—¡Nos dieron cincuenta mil dólares! —dijo Mr. Meany; Mrs. Meany movió afirmativamente la cabeza… o pareció mover afirmativamente la cabeza—. ¿De dónde saca el gobierno tanto dinero? —me preguntó; meneé la cabeza, aunque sabía que nos los sacaban a nosotros.

—Estoy familiarizado con los himnos favoritos de Owen —les dije—. Sé que el pastor Merrill dirá una oración apropiada.

—¡Para lo que le ha servido a Owen tanto rezar! —dijo Mr. Meany y le dio una patada al morillo.

Después me senté en la cama de Owen. Los brazos amputados de la estropeada estatua de María Magdalena estaban curiosamente sujetos al maniquí de mi madre… con anterioridad tan manco como acéfalo. Los pálidos brazos encalados eran demasiado largos para las proporciones de la figura de mi madre, pero supongo que esos brazos exageradamente tendidos habían servido para afianzar el recuerdo que Owen tenía del cariño que mi madre le prodigaba. A mi lado, en la cama, estaba su bolsa de lona del Ejército; los Meany no la habían deshecho.

—¿Quieren que la deshaga? —les pregunté.

—Encantado —me dijo su padre. Más tarde, entró en la habitación y dijo—: Me haría feliz que si hubiese algo que quieres… sé que a él le habría gustado que lo tuvieras tú.

En la bolsa estaba su diario y su manoseada edición en rústica de Selecciones de los escritos de Santo Tomás de Aquino… cogí las dos cosas; también su Biblia. Fue duro revisar sus pertenencias. Me sorprendió que nunca hubiese desempaquetado las fichas de béisbol que tan simbólicamente me entregara y que le devolví; me sorprendió lo marchitas y grotescas que estaban las garras arrancadas de mi armadillo… otrora parecían tesoros y ahora, además de su fealdad, parecían mucho más pequeñas de lo que yo recordaba. Pero sobre todo me sorprendió no encontrar aquella pelota de béisbol.

—No está aquí —dijo Mr. Meany; me estaba observando desde la puerta del dormitorio de Owen— Busca todo lo que quieras, pero no la encontrarás. Nunca ha estado aquí… lo sé porque la he buscado años enteros.

—Yo suponía… —dije.

—¡Yo también! —dijo Mr. Meany.

¡La pelota, la llamada «arma homicida» o «instrumento del delito» nunca había estado en el cuarto de Owen Meany!

Leí el fragmento que Owen había subrayado más vehementemente en su libro de santo Tomás de Aquino: «Demostración de la existencia de Dios a partir del movimiento». Lo leí varias veces, sentado en la cama de Owen Meany.

Puesto que todo lo que se mueve funciona como una especie de instrumento del primer movedor, si no hubiese primer movedor, cualesquiera cosas que están en movimiento serían simples instrumentos. Por cierto, si una serie infinita de movedores y cosas movidas fuera posible sin primer movedor, la infinidad de movedores y cosas movidas serían instrumentos. Ahora bien, es ridículo, aun para las personas indoctas, suponer que los instrumentos son movidos pero no por un agente principal. Esto sería como suponer que la construcción de un cajón o una cama podría lograrse poniendo a trabajar una sierra o un hacha sin un carpintero que las hiciera funcionar. Por ende, tiene que existir un primer movedor por encima de todas las cosas… y a este primer movedor llamamos Dios.

La cama se movió; Mr. Meany se había sentado a mi lado. Sin mirarme, me cubrió una mano con su manaza de trabajador; no tuvo ningún remilgo en tocar el muñón del dedo amputado.

—Ya sabes que él no era… natural —dijo Mr. Meany.

—Era muy especial —respondí, pero Mr. Meany meneó la cabeza.

—Quiero decir que no era normal, nació… diferente —dijo Mr. Meany. Excepto cuando me había dicho que lamentaba lo de mi pobre madre, nunca había oído hablar a Mrs. Meany; mi desconocimiento de su voz —y el hecho de que hablara desde su sitio en la chimenea, en la sala— hizo que me sobresaltara.

—¡Basta! —gritó. Mr. Meany me apretó la mano.

—Quiero decir que no nació de manera natural —prosiguió Mr. Meany—. Como el Niño Jesús… eso es lo que quiero decir. Yo y su madre nunca lo hicimos

—¡Basta! —gritó Mrs. Meany.

—Ella concibió un hijo… como el Niño Jesús —dijo Mr. Meany.

—¡No te creerá! ¡Nadie te cree, nunca! —gritó Mrs. Meany.

—¿Está diciendo que Owen nació de parto virginal? —pregunté a Mr. Meany; no me miró, pero asintió enérgicamente.

—¡Ella era virgen… sí! —dijo.

—¡Nunca, nunca, nunca, nunca te creen! —gritó Mrs. Meany.

—¡Calla! —le gritó él.

—¿No puede haber sido… un accidente? —pregunté.

—¡Ya te he dicho que nunca lo hicimos! —repitió Mr. Meany con tono áspero.

—¡Basta! —gritó Mrs. Meany, aunque ahora con menos apremio. Estaba completamente loca, por supuesto. Podría haber sido retrasada. Podía no haber sabido siquiera cómo «hacerlo», o incluso si lo había hecho y cuándo. Podía haber estado mintiendo todos estos años, o podía haber quedado tan terriblemente lesionada que no recordaba el medio a través del cual había logrado quedarse embarazada.

—Ustedes realmente creen… —empecé a decir.

—¡Es verdad! —me interrumpió Mr. Meany y me apretó tanto la mano que hice una mueca—. ¡No seas como esos condenados sacerdotes! —dijo—. ¡Creen aquella historia, pero no quieren ni escuchar ésta! Incluso enseñan la otra, pero nos dicen que la nuestra es peor que un pecado. ¡Owen no era ningún pecado!

—No, no lo era —dije en voz baja. Tuve ganas de matar a Mrs. Meany… por su ignorancia. ¡Tuve ganas de asfixiar a esa loca en la chimenea!

—Fui de iglesia en iglesia… ¡Esos católicos! —chilló Mr. Meany—. Yo sólo entendía de granito —dijo. ¡Eso es realmente lo único que sabe!, pensé—. Trabajaba en las canteras de Concord, los veranos, de niño. Cuando conocí a mi señora, cuando ella… concibió a Owen… no había en todo Concord un católico con el que pudiéramos siquiera hablar. ¡Fue un agravio… lo que le dijeron!

—¡Basta! —gritó Mrs. Meany, tranquilamente.

—Nos mudamos a Barre… allí había buen granito. ¡Ojalá el de aquí fuera tan bueno! —dijo Mr. Meany—. Pero la Iglesia Católica de Barre no era diferente… nos hicieron sentir como blasfemos de la Biblia, como si estuviéramos tratando de inventar nuestra propia religión o algo parecido.

Claro que habían inventado su propia «religión»; eran unos monstruos de superstición, eran lelos fervientes del tipo de camelo que los telepredicadores llaman «milagros».

—¿Cuándo se lo dijeron a Owen? —pregunté a Mr. Meany. Sabía que eran lo bastante estúpidos como para haberle dicho lo que tan absurdamente creían.

—¡Basta! —gritó Mrs. Meany; ahora su voz sonaba meramente repetitiva… o como si estuviera impartiendo un mensaje pregrabado.

—Cuando consideramos que tenía edad suficiente —dijo Mr. Meany; cerré los ojos.

—¿Cuántos años tendría… cuando se lo dijeron? —pregunté.

—Calculo que diez u once… fue más o menos cuando bateó aquella pelota —me contestó Mr. Meany.

Sí, exacto, pensé. Imaginé que ése era un momento en que la historia de su «parto virginal» habría impresionado suficientemente a Owen Meany… ¡el auténtico descendiente de Dios! Imaginé que el relato le había puesto la piel de gallina. Me pareció que Owen Meany había sido tan cruelmente usado por la ignorancia como lo había sido por cualquier designio. Yo vi para qué lo había utilizado Dios; ahora también vi cómo lo había utilizado la ignorancia.

Fue Owen, recordé, quien dijo que Cristo había sido UTILIZADO… cuando Barb Wiggin insinuó que Cristo había sido «afortunado», cuando el reverendo Dudley Wiggin dijo que Cristo, después de todo, había sido «salvado». Tal vez Dios había utilizado a Owen, pero sin la menor duda, Mr. y Mrs. Meany y su colosal ignorancia, también.

Pensé que ya tenía todo lo que quería, pero Mr. Meany se sorprendió al ver que no me llevaba también el maniquí.

—¡Me figuro que todo lo que guardaba era para algo! —dijo Mr. Meany.

No logré imaginar para qué podía servir el triste vestido rojo de mi madre, su maniquí y los brazos robados a María Magdalena… y lo dije, más secamente de lo que quería. Pero los Meany eran invulnerables a sutilezas como las de un tono de voz. Me despedí de Mrs. Meany, que no me dijo una palabra ni me miró; siguió con la vista fija en la chimenea, en algún punto imaginario, más allá de las cenizas muertas… o en lo más profundo de su interior. ¡La detestaba! Esa mujer era un argumento convincente para la esterilización obligatoria.

En la calzada de tierra llena de baches, Mr. Meany me dijo:

—Tengo algo que quiero mostrarte… en la tienda de monumentos.

Fue a buscar la camioneta tomate y dijo que me seguiría hasta la tienda; mientras lo esperaba, oí que Mrs. Meany gritaba en el interior de la casa cerrada a cal y canto:

—¡Basta!

No había estado en el taller de la tienda desde que Owen creara quirúrgicamente mi prórroga. Cuando estuvo en casa por navidades —fue su última Navidad, la de 1967— pasó mucho tiempo allí, poniendo al día pedidos con los que su padre, como de costumbre, se había rezagado, o con los que había hecho algún tipo de chapuza. Owen me había invitado varias veces a la tienda, a tomar una cerveza con él, pero rechacé todas las invitaciones; todavía estaba adaptándome a la vida sin el dedo índice derecho y sospechaba que ver la muela adiamantada me pondría la piel de gallina.

Fue un permiso navideño tranquilo para él. Practicamos el tiro tres o cuatro días seguidos; mi intervención en el ejercicio era sumamente limitada, por supuesto, pero tenía que atajar la pelota y pasársela. El dedo no significó ningún problema, lo que puso muy contento a Owen. Yo pensaba que habría sido poco generoso de mi parte quejarme de las dificultades que tenía con otras tareas: escribir y comer, por ejemplo; escribir a máquina, por supuesto.

También fue una especie de Navidad triste para él; no veía mucho a Hester, cuyas observaciones —apenas unos meses antes— referentes a la negativa a asistir a su funeral parecían haber herido sus sentimientos. Y luego todo lo que ocurrió después de Navidad precipitó una nueva declinación en su relación con mi prima, que se radicalizó en la oposición a la guerra en enero, cuando McCarthy anunció su candidatura para la nominación demócrata a la presidencia.

—¿A quién quiere engañar? —preguntó Hester—. ¡Es tan buen candidato como poeta!

En febrero, Nixon anunció su candidatura.

—¡Hablando de ruinas! —dijo Hester.

Y ese mismo mes se registró el índice semanal de víctimas de los Estados Unidos en Vietnam más alto de todos los tiempos: murieron 543 estadounidenses en una semana. Hester envió a Owen una carta sumamente desagradable: «¡Debes de estar de cadáveres hasta el culo… incluso en Arizona!». En marzo, Bobby Kennedy anunció su candidatura para la nominación demócrata; el mismo mes, el presidente Johnson dijo que no se presentaría a la reelección. Hester consideró la renuncia de Johnson como un triunfo del «Movimiento por la Paz»; un mes más tarde, cuando Humphrey anunció que él era el candidato, Owen Meany le escribió a Hester: «VAYA TRIUNFO PARA EL ASÍ LLAMADO MOVIMIENTO… ¡ESPERA Y VERAS!».

Creo saber qué estaba haciendo Owen; la estaba ayudando a desenamorarse de él antes de morir. Hester no podía saber que lo había visto por última vez… pero él sabía que jamás volvería a verla.

En todo esto pensaba cuando entré en la tienda de monumentos con el tarado de Mr. Meany.

La lápida era extraordinariamente grande aunque escrupulosamente sencilla.

TENIENTE PAUL O. MEANY, JR.

Bajo el nombre estaban las fechas —las fechas correctas de su nacimiento y de su muerte— y debajo de éstas, la simple inscripción latina que significaba «por siempre».

IN AETERNUM

Era un verdadero agravio que Mr. Meany me la mostrara, pero seguí mirándola. El rotulado era exactamente el que Owen prefería —su estilo predilecto— y los bordes biselados en las aristas y la parte superior se veían sumamente delicados. Por lo que Owen había dicho —y por lo grosero del trabajo con la muela adiamantada que ya había visto en la lápida de mi madre—, nunca habría imaginado que Mr. Meany fuera capaz de realizar una tarea tan precisa. Tampoco tenía idea de que estuviera familiarizado con el latín… naturalmente Owen había sido un excelente alumno de latín. Sentí un cosquilleo en el muñón del dedo índice derecho cuando le dije a Mr. Meany:

—Ha hecho usted un trabajo muy fino con la muela adiamantada.

—No es trabajo mío… sino de él —dijo—. La hizo cuando estuvo en casa de permiso. La tapó… y me dijo que no la mirara mientras viviera —volví a mirar la piedra.

—Entonces usted sólo agregó la fecha… ¿la fecha de la muerte? —le pregunté, pero ya tenía la piel de gallina: conocía la respuesta.

—¡No agregué nada! —dijo Mr. Meany—. Él conocía la fecha. Pensé que tú lo sabías —lo sabía, por supuesto… y ya había buscado en el diario y me había convencido de que Owen siempre conoció la fecha exacta. Pero verla firmemente tallada en su lápida no dejaba lugar a dudas: había estado en casa con permiso durante las navidades de 1967. ¡Terminó su propia lápida más de seis meses antes de morir!

Si se le puede creer a Mr. Meany —me dijo el reverendo Lewis Merrill cuando se lo conté—. Como tú dices, ese hombre es un «monstruo de superstición» y la madre puede ser «retrasada», sencillamente. ¡Que creyeran que Owen había nacido de «parto virginal» es una monstruosidad! Pero que se lo dijeran… cuando era tan joven e impresionable, es un «agravio más incalificable», como decía siempre Owen, que cualquier «agravio» que los Meany sufrieran a manos de la Iglesia Católica. ¡Hablarle de eso al padre Findley!

—¿Owen le hablaba a usted de eso? —pregunté.

—Siempre —dijo el pastor Merrill, con un irritante ademán de rechazo displicente—. Me hablaba a mí, le hablaba al padre Findley… ¿por qué crees que éste le perdonó el vandalismo de su bendita estatua? ¡El padre Findley sabía con qué basura esos padres monstruosos habían estado alimentando a Owen… durante años!

—¿Pero qué le decía usted a Owen?

—Desde luego, no que pensaba que era el segundo Cristo —contestó el reverendo Merrill.

—Desde luego que no —dije—. ¿Pero qué decía él?

El reverendo Mr. Merrill frunció el ceño. Empezó a tartamudear.

—Owen M-M-M-Meany no creía exactamente que era J-J-J-Jesús… pero me decía que si yo podía creer en un parto v-v-v-virginal, no veía por qué no podía creer en otro.

—Muy propio de Owen.

—Owen c-c-c-creía que había un propósito en todas las cosas que l-l-l-le ocurrían… que D-D-D-Dios quería que la historia de su vida tuviera algún significado. Dios lo había e-e-e-elegido.

—¿Y usted lo cree? —le pregunté.

—Mi f-f-f-fe… —empezó a decir y se interrumpió—. Yo c-c-c-creo… —empezó de nuevo y volvió a interrumpirse— Es evidente que Owen estaba d-d-d-dotado de cierto poder p-p-p-precognitivo… las visiones del f-f-f-futuro no son insólitas, tú lo sabes.

Estaba indignado con el reverendo Mr. Merrill por hacer de Owen Meany lo que tantas veces había hecho de Jesucristo o de Dios: un tema de «especulación metafísica». Estaba convirtiendo a Owen Meany en un problema intelectual y se lo dije.

—Tú quieres llamar m-m-m-milagro a Owen y a todo lo que le ocurrió, ¿verdad? —me preguntó Mr. Merrill.

—Bien, es «milagroso», ¿verdad? —le pregunté—. ¡Tiene que estar de acuerdo en que al menos es extraordinario!

—Decididamente pareces un converso —dijo Mr. Merrill con tono condescendiente—. Yo que tú me cuidaría de no confundir tu p-p-p-pena con la auténtica creencia religiosa…

—¡Me da la impresión de que usted mismo no cree mucho! —repliqué, airado.

—¿Respecto a Owen?

—No sólo respecto a Owen. A mí me parece que no cree mucho en Dios… ni en ninguno de los llamados milagros. Siempre está hablando de «la duda como la esencia y no la enemiga de la fe», pero a mí me parece que su duda lo domina. Creo que esto es lo mismo que pensaba Owen de usted.

—Sí, es verdad… eso es lo que él pensaba de m-m-m-mí —dijo Lewis Merrill. Seguimos juntos en la sacristía, sin hablar, durante casi una hora, tal vez dos; oscureció mientras estábamos allí, pero Mr. Merrill no se movió para encender la lámpara del escritorio.

—¿Qué va a decir sobre él… en su funeral? —le pregunté finalmente.

En la oscuridad no discernía su expresión, pero Mr. Merrill estaba tan rígido ante su viejo escritorio que la rigidez antinatural de su postura me dio la impresión de que no confiaba en su capacidad para cumplir su trabajo como era debido. «QUIERO QUE DIGA UNA ORACIÓN POR MÍ», le había dicho Owen Meany. ¿Por qué aquella oración había sido tan difícil para el reverendo Mr. Merrill? «ES ASUNTO SUYO, ¿NO?», le había preguntado Owen. ¿Por qué Mr. Merrill dio la impresión de aceptar casi por obligación? ¿Acaso no era ASUNTO suyo, no sólo rezar por Owen Meany, entonces y ahora y siempre, sino aquí, en Hurd’s Church —en el funeral de Owen—, dar testimonio de la manera en que Owen había dado su vida, como si fuera por asignación divina, como si cumpliera una orden sagrada de Dios? Y creyera o no el reverendo Lewis Merrill en todo lo que había creído Owen, ¿no era también ASUNTO suyo dar testimonio del fiel siervo de Dios que había sido Owen Meany?

Sentado en la sacristía a oscuras, pensé que para el pastor Merrill la religión sólo era una profesión. Enseñaba las mismas historias trilladas, con los mismos personajes trillados; predicaba las mismas virtudes y valores trillados; teologizaba sobre los mismos «milagros» trillados… y sin embargo daba la impresión de no creer en nada. Su mente estaba cerrada a la posibilidad de una nueva historia; en su corazón no había lugar para un nuevo personaje elegido por Dios, ni para un nuevo «milagro». Owen Meany había creído que su muerte era necesaria si otros habían de salvarse de la estupidez y el rencor que a él lo estaban destruyendo. En esa creencia no era, sin duda, un héroe tan singular.

En la oscuridad de la sacristía, sentí de pronto que Owen Meany estaba muy cerca.

El reverendo Lewis Merrill encendió la lámpara; tuve la impresión de haberlo despertado mientras estaba soñando… parecía haber sufrido una pesadilla. Cuando intentó hablar, el tartamudeo le agarrotó de tal modo la garganta que tuvo que levantar las dos manos hasta la boca… para arrancar casi las palabras. Pero no emitió ningún sonido. Parecía atragantado. Luego abrió la boca… y tampoco encontró las palabras. Sus manos se agarraron al escritorio y serpentearon hasta los tiradores de los cajones del viejo escritorio.

Cuando el reverendo Merrill habló, no lo hizo con su propia voz; se expresó con el falsete exacto, el «grito permanente» de Owen Meany. La boca de Mr. Merrill formaba las palabras, pero la voz que me habló fue la de Owen Meany: «MIRA EN EL TERCER CAJÓN DE LA DERECHA». A continuación la mano derecha del reverendo Mr. Merrill voló hasta el tercer cajón de la derecha; tiró tan fuerte que el cajón se soltó del escritorio… y la pelota de béisbol rodó por el frío suelo de piedra de la sacristía. Cuando miré la cara del pastor Merrill, no dudé de qué pelota se trataba.

—¿Padre? —dije.

—¡Perdóname, h-h-h-hijo mío! —dijo el reverendo Lewis Merrill.

Fue la primera vez que Owen me habló… después de haberse ido. La segunda fue este agosto, cuando —como si quisiera recordarme que jamás permitiría que me ocurriera nada malo— evitó que me cayera por la escalera del sótano, en el pasadizo secreto. Y sé que volveré a tener noticias suyas, de vez en cuando. Es típico de Owen, que siempre fue capaz de contragolpes eficaces; tendría que saber que no necesito oírlo para saber que está. Como su burda sustituta gris de María Magdalena, la estatua que según Owen era como el Dios que él sabía que estaba —incluso en la oscuridad, incluso invisible—, no tengo duda de que Owen está.

Mi amigo me prometió que Dios me diría quién era mi padre. Siempre sospeché que me lo diría Owen… siempre estuvo mucho más interesado que yo en esa historia. No me sorprende que cuando Dios decidió que había llegado la hora de informarme sobre quién era mi padre, escogiera hablarme con la voz de Owen.

«MIRA EN EL TERCER CAJÓN DE LA DERECHA», dijo Dios.

Y allí estaba la pelota bateada por Owen Meany, allí estaba mi desgraciado padre pidiéndome que lo perdonara.

Mi percepción primordial de los últimos veinte años es que somos una civilización que bandea hacia una sucesión de decepciones… hacia una infinidad de desenlaces desagradables e insatisfactorios. La decepcionante, insatisfactoria y desagradable noticia de que el reverendo Mr. Merrill era mi padre —para no hablar de la muerte de Owen Meany— sólo es un ejemplo más de este estado de decepción universal.

En el caso de mi lamentable padre, mi decepción aumentó por su negativa a reconocer que Owen Meany había logrado —desde más allá de la tumba— revelarme su identidad. Mi padre carecía de fe para creer en este otro milagro. Había sido un momento emotivo; he de reconocer que me estaba volviendo experto en imitar la voz de Owen. Además, el propio Mr. Merrill siempre había deseado decirme quién era; le faltaba valor, sencillamente; tal vez había encontrado valor usando una voz que no era la propia. Siempre había deseado mostrarme la pelota, también, admitió… «confesármelo».

El reverendo Lewis Merrill estaba intelectualmente tan aislado de su fe, que tiempo atrás se había apartado de la necesaria dosis de darle alas que se requiere para creer, que no podía aceptar un milagro pequeño pero firme cuando ocurría no sólo en su presencia, sino que había sido pronunciado por sus propios labios y cristalizado con su propia mano… que, con una fuerza que no le era propia, había arrancado completamente del escritorio el tercer cajón de la derecha. He ahí a un ministro ordenado de la Iglesia Congregacional, pastor y portavoz de los fieles, diciéndome que el milagro de la voz de Owen Meany hablando en la sacristía —sin mencionar la contundente revelación del «instrumento del delito», del «arma homicida»— no era tanto una demostración del poder de Dios como un indicativo del poder del inconsciente; concretamente, el reverendo Merrill pensaba que los dos nos habíamos visto «inconscientemente motivados». En mi caso, para usar la voz de Owen Meany o para hacer que la usara Mr. Merrill; en el caso de Mr. Merrill, para confesarme que era mi padre.

—¿Usted es pastor o psiquiatra? —le pregunté. El hombre estaba tan confundido, que en ese momento yo podría haber estado hablando con el Dr. Dolder.

Como tantas cosas en los últimos veinte años, ésta empeoró. El reverendo Mr. Merrill confesó que no tenía ninguna fe, la había perdido, me dijo, a la muerte de mi madre. Dios había dejado de hablarle y él había dejado de pedirle que le hablara. Mi padre estaba sentado en las gradas en aquel partido de la liguilla, y cuando vio a mi madre pasearse despreocupadamente por la línea de la tercera base —cuando ella lo divisó en las gradas y lo saludó con la mano, de espaldas a la base de meta—, en ese momento, me contó mi padre, le había rogado a Dios que mi madre se cayera muerta.

Exasperantemente, me aseguró que en realidad no era eso lo que deseaba, que sólo había sido un «pensamiento fugaz». Con más frecuencia deseaba que fueran amigos y que verla no lo cubriera de asco por su pretérita transgresión. Cuando vio los hombros desnudos de mi madre se odió a sí mismo… se avergonzó de seguir sintiéndose atraído por ella. Entonces ella lo vio y —descaradamente, sin una pizca de culpa— lo saludó con la mano. Lo hizo sentir culpable y él deseó su muerte. El primer lanzamiento había pasado lejos y Owen Meany ni se movió. Mi madre había dejado la iglesia de mi padre, pero aparentemente nunca la perturbó encontrarse con él: siempre era cordial, le hablaba, lo saludaba con la mano. A él le dolía recordar hasta el más mínimo detalle de ella: el bonito hueco de su axila al descubierto, que vio con toda claridad cuando levantó el brazo para saludarlo. El segundo lanzamiento estuvo a un tris de darle a Owen en la cabeza; mi amigo se zambulló en la tierra para evitarlo. Recordara lo que recordase mi madre, mi padre pensaba que nada le producía dolor. Siguió saludándolo. ¡Que se caiga muerta!, pensó.

En ese preciso instante, eso es lo que rogó. Entonces Owen Meany bateó el siguiente lanzamiento. Esto es lo que hace con nosotros una religión egocéntrica: nos permite utilizarla para nuestros propios fines. ¿Cómo podía el reverendo Lewis Merrill coincidir conmigo —en que Mr. y Mrs. Meany eran «monstruos de superstición»— si él mismo creía que Dios había escuchado su oración en el partido de liguilla y que no lo «escuchaba» desde entonces? Como había deseado la muerte de mi madre, dijo mi padre, Dios lo había castigado; Dios le había enseñado al pastor Merrill a no jugar frívolamente con la oración. Y sospecho que por eso le había resultado tan difícil orar por Owen Meany… y nos había invitado a ofrecer nuestras oraciones silenciosas por él, en lugar de pronunciarlas personalmente. ¡Y él llamaba «supersticiosos» a Mr. y Mrs. Meany! Qué mundo: cuántos de nuestros incomparables líderes presumen de decirnos que saben qué desea Dios. ¡No nos jode Dios sino los gritones que dicen creer en Él y afirman perseguir sus fines en Su santo nombre!

La razón de que Lewis Merrill hubiese implorado tan peregrinamente que mi madre se cayera muerta era una historia vieja y agotada. El breve idilio de mi madre, me decepcionó saber, había sido más patético que romántico; al fin y al cabo, mi madre sólo era una jovencita de una ciudad de paletos. Cuando empezó a cantar en The Orange Grove, buscó la aprobación de su pastor: necesitaba estar segura de comprometerse en un empeño decente y honorable; le había pedido que fuera a verla y oírla cantar. Con toda evidencia, fue verla lo que impresionó al reverendo Merrill; en ese ambiente —con ese vestido desusadamente escarlata—, «La dama de rojo» no lo impresionó como la misma niña del coro a la que había guiado a través de la pubertad y la adolescencia. Sospecho que fue una seducción lograda con apenas un poco más de sinceridad de la habitual… pues mi madre era sinceramente inocente, y al menos debo conceder al reverendo Lewis Merrill el beneficio de suponer que estaba sinceramente «enamorado»; a fin de cuentas, no tenía mucha experiencia con el amor. Más adelante, la realidad de que no tenía la intención de dejar a su mujer y a sus hijos —¡que ya eran (y siempre habían sido) desdichados!— debió de avergonzarlo.

Sé que mi madre se lo tomó con calma; en mi memoria, nunca puso mala cara al llamarme «mi canita al aire». En síntesis, Tabitha Wheelwright se sobrepuso bastante rápido a Lewis Merrill y soportó más que estoicamente la tarea de dar a luz a su hijo ilegítimo. Las intenciones de mi madre siempre fueron sanas, nunca turbias, no creo que nunca se haya tomado la molestia de sentirse culpable. Pero el reverendo Mr. Merrill era un hombre proclive a revolcarse en la culpa; de cualquier modo, sólo podía aferrarse a su remordimiento… especialmente después que lo abandonara su escaso coraje y se viera forzado a reconocer que nunca tendría la valentía de abandonar a su desgraciada mujer e hijos por mi madre. Continuaría torturándose, por supuesto, con la insistente y autodestructiva noción de que amaba a mi madre. Supongo que su «amor» por ella estaba intelectualmente aislado del sentimiento y la acción, así como su «fe» estaba sujeta a su inmensa capacidad de interpretación distante y realista. Mi madre era un animal más sano; cuando él le dijo que no abandonaría a su familia por ella, lo apartó de su mente y siguió cantando.

Aunque era incapaz de una «respuesta» sentida a una situación real, el reverendo Merrill era infatigablemente capaz de pensar, reflexionó, rumió, postuló y conjeturó sobre mi madre hasta su muerte. El hecho de que conociera a Dan Needham y se comprometiera con él, debió de amenazar con poner fin a sus conjeturas; el hecho de que se casara con Dan debió de amenazar con poner fin al autoinfligido dolor al que tanto se había aficionado. Y que, a pesar de toda su amargura, ella siempre viera el lado bueno de las cosas —que incluso recorriera alegremente con la vista las gradas y lo saludara una tracción de segundo antes de morir— debió de volverla inconsistente a sus ojos. El reverendo Lewis Merrill nunca estuvo tan cerca de Dios como en los remordimientos por su «pecado» con mi madre.

Y cuando tuvo el privilegio de presenciar el milagro de Owen Meany, a mi agrio padre no se le ocurrió mejor respuesta que quejarse sobre su fe perdida… su fe ridículamente subjetiva y frágil, que con tanta facilidad permitió que fuera sustituida por su autoimpuesta duda de espíritu mezquino. ¡Qué debilucho era el pastor Merrill! ¡Pero qué orgulloso me sentí de mi madre… de que hubiese tenido la sensatez de minimizar las dificultades y quitárselo de encima!

No es de extrañar que fuese una tribulación para Mr. Merrill saber qué diría sobre Owen… en su funeral. ¿Cómo podía saber qué decir sobre Owen Meany un hombre como él? Había llamado monstruos a sus padres mientras presumía escandalosamente de que Dios había «escuchado» de verdad su ardiente y mezquina oración rogando que mi madre se cayera muerta; también presumía arrogantemente de que ahora Dios guardaba silencio y no lo escuchaba… como si él solito tuviera el poder de hacer que Dios le prestara atención y de endurecer el corazón de Dios contra él. ¡Qué hipócrita era! ¡Coincidir conmigo en que Mr. y Mrs. Meany eran «monstruos de superstición»!

En la sacristía, donde se suponía que nos estábamos preparando para el funeral de Owen Meany, dije muy sarcásticamente a mi padre:

—¡Ojalá pudiera ayudarlo a recuperar la fe!

Lo dejé allí… probablemente pensando cómo sería posible semejante recuperación. En mi vida estuve tan rabioso; fue entonces cuando me vi «excitado a hacer lo malo», y cuando recordé que Owen Meany había intentado prepararme para la decepción que para mí significaría mi padre.

Toronto: 27 de septiembre de 1987… encapotado, con lluvia inevitable al final del día. Katherine dice que lo menos cristiano que hay en mí es que no perdono; sé que es cierto y que va de la mano con el resurgimiento de mi constante deseo de venganza. Estaba en Grace Church on-the-Hill, solo, bajo la tenue luz… tan nublado como el día. Para colmo de males, los Toronto Blue Jays están en plena carrera: si logran clasificarse para la Serie Mundial, el único tema de conversación será el béisbol.

En algunas ocasiones necesito leer repetidas veces el Salmo 37.

Déjate de la ira, y depón el enojo;

No te excites en manera alguna a hacer lo malo.

He pasado una semana difícil en Bishop Strachan. Todos los otoños empiezo exigiendo demasiado a mis estudiantes; después me decepciono irracionalmente con ellas… y conmigo mismo. Las he tratado con excesivo sarcasmo. Y francamente mi nueva colega —Ms. Eleanor Pribst— me excita a hacer lo malo.

Esta semana estuve leyendo a mis niñas de Nivel 10 un cuento de fantasmas de Robertson Davies: El fantasma que se esfumaba gradualmente. En medio del relato, que me encanta, pensé: ¿qué saben unas niñas de Nivel 10 sobre estudiantes universitarios o tesis doctorales o sobre el tipo de posturas académicas que Mr. Davies vuelve tan divertidas? Tuve la impresión de que mis alumnas estaban dormidas; en el mejor de los casos, prestaban una atención letárgica. Enfadado con ellas, leí realmente mal, sin hacer justicia a la historia; después me enfadé conmigo por escoger este relato concreto sin tener en cuenta la edad e inexperiencia de mi público. ¡Dios, qué situación!

En este cuento, Davies dice que «el ingenio de un estudiante universitario es como el champagne… como el champagne canadiense». Una frase absolutamente impagable, como diría mi abuela; creo que se la soltaré a Eleanor Pribst la próxima vez que intente ser ingeniosa conmigo. Creo que introduciré el muñón del dedo índice derecho en la ventanilla derecha de mi nariz… para darle la impresión de que he logrado meter tan a fondo las dos primeras articulaciones del dedo que la yema debe de estar asentada entre mis ojos; una vez captada así su atención, le despacharé esa impagable frase sobre el ingenio de los estudiantes universitarios.

En Grace Church on-the-Hill, bajé la cabeza e intenté que se me pasara la ira. No hay forma de estar más solo en la iglesia que rezagarse después de un oficio dominical.

Esta semana he arengado a mis alumnas de Literatura Canadiense sobre el tema de los «comienzos audaces». Dije que si los libros que les pedía que leyeran comenzaran tan indolentemente como sus ejercicios sobre Últimas palabras famosas de Timothy Findley, nunca habrían logrado leer uno solo. Utilicé la novela de Findley como un ejemplo de lo que quería decir cuando hablaba de un comienzo audaz… la impresionante escena en que el padre lleva a su hijo de diez años al tejado del Arlington Hotel para mostrarle el panorama de Boston y Cambridge y Harvard y el río Charles, y luego salta desde el piso número quince, matándose delante de su hijo. Imagínate eso. Se inscribe en la misma línea que el primer capítulo de El alcalde de Casterbridge, donde Michael Henchard coge tal borrachera que pierde a su mujer y a su hija en una apuesta. ¡Imagínate eso! Hardy sabía lo que hacía: siempre lo supo.

Pregunté a mis adormiladas alumnas qué quería decir que en general sus ejercicios «empezaban» después de cuatro o cinco páginas de vagabundeos por una sopa de ideas a modo de comienzo. Si necesitaban cuatro o cinco páginas para encontrar el principio acertado, ¿no pensaban que deberían revisar sus ejercicios y empezarlos en la página cuatro o cinco?

Oh, jóvenes, jóvenes, jóvenes… ¿dónde está vuestro gusto por el ingenio? Lloro a lágrima viva enseñando Trollope a estas chicas de BSS; me importa menos que ellas parezcan llorar porque las obligo a leerlo. Me gustan especialmente los placeres de Las torres de Barchester, pero enseñar Trollope a esta generación de niñas de la tele es lo mismo que echarle margaritas a los cerdos. Sus caderas, sus cabezas e incluso sus corazones se conmueven con esos videoclips implacablemente estúpidos; sin embargo, el inicio del capítulo IV no les provoca ni siquiera una risilla.

«No es mucho lo que puedo decir del linaje del reverendo Mr. Slope. He oído decir que es descendiente en línea directa del eminente médico que asistió al nacimiento de Mr. T. Shandy y que en tiempos tempranos agregó una “e» a su apellido por cuestiones de eufonía, como hicieron otros grandes hombres antes que él.”[7]

¡Ni siquiera una sonrisa! Pero sus corazones golpetean y repiquetean, sus caderas se menean de un lado a otro, sus cabezas cuelgan y se sacuden —y sus ojos quedan en blanco, desapareciendo por completo el iris en sus inexperimentados cerebros— con sólo oír a Hester Joder, para no hablar de ver la desarticulada tontería que acompaña la banda sonora de su último videoclip.

Supongo que ahora entiendes por qué necesitaba sentarme a solas en Grace Church on-the-Hill.

Esta semana estuve leyendo Las lunas de Júpiter —ese maravilloso relato breve de Alice Munro— a mis estudiantes de Lit Can Nivel 13, como diría la abrasiva Ms. Pribst. Sentí cierta ansiedad al leerlo, porque una de mis alumnas —Yvonne Hewlett— se encontraba en una situación muy similar a la de la narradora del cuento: su padre estaba en el hospital, a punto de sufrir una delicada operación quirúrgica del corazón. Cuando empecé a leerle a la clase Las lunas de Júpiter, no recordaba lo que le estaba ocurriendo al padre de Yvonne Hewlett; era demasiado tarde para dar marcha atrás o modificar la historia a medida que avanzaba. Además, no era de ningún modo brutal… sino tierna, aunque no exactamente tranquilizante para los hijos de pacientes cardíacos. De cualquier manera, ¿qué podía hacer? Yvonne Hewlett había perdido una semana de clases recientemente, cuando su padre sufrió un ataque al corazón; parecía tensa y agotada mientras yo leía el cuento de Munro… parecía tensa y agotada, naturalmente, desde la primera línea: «Encontré a mi padre en el pabellón de cardiología…».

¿Cómo pude ser tan desconsiderado?, pensé. Tuve ganas de interrumpir la narración y decirle a Yvonne Hewlett que todo saldría bien… aunque no tenía ningún derecho a hacerle semejante promesa, sobre todo en relación con su pobre padre. ¡Dios, qué situación! De pronto me sentí como mi padre… soy el infeliz hijo de mi infeliz padre, pensé. Entonces lamenté lo malo que me sentí impelido a hacerle; de hecho, al final le hice el bien… resultó que le hice un favor. Pero no era mi intención hacerle ningún favor.

Cuando lo dejé solo en la sacristía, meditando en qué podía decir en el funeral de Owen Meany, me llevé la pelota de béisbol. Fui a ver a Dan y la dejé en la guantera de mi coche. Estaba tan furioso que no sabía qué haría… y lo primero que no sabía era si debía contárselo a Dan.

Fue entonces cuando le pregunté a Dan Needham —dado que evidentemente no tenía fe religiosa— por qué había insistido en que mi madre y yo cambiáramos de iglesia, en que dejáramos a los congregacionalistas y nos volviéramos episcopalianos.

—¿Qué quieres decir? —me preguntó Dan—. ¡Fue idea tuya!

—¿Qué dices? —le pregunté a mi vez.

—Tu madre me dijo que todos tus amigos estaban en la Iglesia Episcopal… concretamente Owen —respondió—. Tu madre me dijo que tú le pediste que cambiaran de iglesia para poder asistir a la escuela dominical con tus amigos. Dijo que no tenías ninguno en la Iglesia Congregacional.

—¿Mi madre te dijo eso? A me dijo que debíamos hacernos episcopalianos para pertenecer a la misma iglesia que … porque eras episcopaliano.

—Soy presbiteriano… aunque no tiene la menor importancia.

—Entonces nos mintió —le dije; después de un rato, se encogió de hombros.

—¿Cuántos años tenías en esa época? —me preguntó—. ¿Ocho, nueve, diez? Tal vez no recuerdas correctamente todas las circunstancias.

Pensé unos minutos, sin mirarle. Luego dije:

—Estuviste prometido a ella mucho tiempo… antes de casaros. Fueron alrededor de cuatro años… por lo que recuerdo.

—Sí, unos cuatro años… correcto —dijo, cautamente.

—¿Por qué esperasteis tanto para la boda? Los dos sabíais que os amabais… ¿verdad?

Dan miró los estantes de la puerta oculta que llevaba al pasadizo secreto.

—Tu padre… —empezó a decir y se interrumpió—. Tu padre quería que ella esperara —dijo Dan.

—¿Por qué? —le pregunté.

—Para que estuviera segura… segura de mí.

—¿Acaso era asunto suyo? —grité.

—Exacto… eso es exactamente lo que le dije a tu madre: que no era asunto de él… si ella estaba segura de mí. ¡Por supuesto que estaba segura, y yo también!

—¿Por qué hizo ella lo que él quería?

—Por ti —me dijo Dan—. Quería que él le prometiera que nunca se identificaría ante ti. Él no quería prometérselo a menos que esperáramos a casarnos. Los dos tuvimos que esperar hasta que se lo prometió. Fueron necesarios cuatro años.

—Siempre pensé que mi madre me lo hubiera dicho… de no haber muerto —dije—. Pensé que sólo estaba esperando a que tuviera edad suficiente… y que entonces me lo diría.

—Nunca tuvo la intención de decírtelo —observó Dan Needham—. A mí me aclaró que ni tú ni yo lo sabríamos nunca. Acepté, y tú también lo habrías aceptado viniendo de ella. Era tu padre quien no lo aceptaba… no lo aceptó durante cuatro años.

—Pero podría haberme hablado después de la muerte de mi madre —dije—. ¿Quién habría sabido que rompía una promesa? Sólo lo habría sabido yo… y nunca me habría enterado de que ella le había hecho prometer nada. ¡Nunca supe que él estuviese interesado en identificarse!

—Debe de ser alguien en quien podía confiarse que cumpliera una promesa. Yo pensaba que estaba celoso de mí… que quiso que ella esperara tanto tiempo porque pensaba que la abandonaría o que ella se cansaría de mí. Solía pensar que intentaba separarnos… que sólo fingía preocuparse de que ella estuviera segura de mí o de que quería que le diera permiso para identificarse ante ti. Pero ahora creo que debía querer sinceramente que ella no se equivocara conmigo… y debió de resultarle difícil prometerle que jamás trataría de ponerse en contacto contigo.

—¿Tú sabías lo de «La dama de rojo»? —le pregunté a Dan Needham—. ¿Estabas enterado del Orange Grove… y todo eso?

—Era la única forma en que ella podía verlo, era la única forma en que podían hablar. Eso es todo lo que sé al respecto —dijo—. Y no te preguntaré a ti cómo te enteraste.

—¿Has oído nombrar a Big Black Buster Freebody? —le pregunté.

—Era un viejo músico negro… tu madre le tenía mucho cariño. Recuerdo quién era porque la última vez que ella y yo viajamos juntos, antes de su muerte… fuimos al funeral de Buster Freebody.

De modo que Dan Needham creía que mi padre era un hombre de palabra. Me pregunté a cuantos hombres conocemos así. Pensé que no tenía sentido desengañar a Dan sobre su idea de la sinceridad de mi padre. Me parecía casi inútil que yo supiera quién era mi padre y estaba seguro de que saberlo no beneficiaría a Dan. ¿Cómo podía beneficiarlo saber que el reverendo Lewis Merrill había estado sentado en aquellas gradas, rogando que mi madre muriera… sin hablar de que era lo bastante arrogante como para creer que su oración había funcionado? Tuve la certeza de que Dan no necesitaba saber estas cosas. ¿Y por qué otra razón habría querido mi madre que cambiáramos la Iglesia Congregacionalista por la Episcopaliana… salvo para alejarse de Mr. Merrill? Mi padre no era un hombre valiente ni honorable, pero una vez intentó serlo. Tenía miedo pero se atrevió —a su manera— a rezar por Owen Meany; lo había hecho bastante bien.

¿Qué imaginó que ocurriría identificándose ante mí? Lo que ocurrió con sus propios hijos, lamentablemente, era que no recibían mucho afecto de su padre… más allá de su inconmensurable e inexpresable remordimiento, al que se aferraba a la manera de un hombre que había olvidado cómo se reza. Yo podía enseñarle a rezar de nuevo, pensé. Después de hablar con Dan se me ocurrió cómo podía enseñar al pastor Merrill a creer otra vez… supe cómo podía estimularlo a tener un poco de fe. Pensé en la informe hija mediana de ese hombre triste, que con su pelo brutalmente corto apenas era identificable como una niña; pensé en el alto hermano mayor, el gandul… y vándalo de cementerios. El retoño más joven se arrastraba debajo de los bancos de la iglesia… ni siquiera logré recordar su sexo.

Si Mr. Merrill no tenía fe en Owen Meany, si Mr. Merrill creía que Dios lo estaba castigando con el silencio… yo sabía que podía darle algo en qué creer. Si ni Dios ni Owen Meany podían restablecer la fe del reverendo Mr. Merrill, yo conocía un «milagro» en el que mi padre era susceptible de creer.

Más o menos a las diez de la noche dejé al pastor Merrill sentado ante su escritorio, en la sacristía; sólo media hora más tarde terminé de hablar con Dan y pasé en el coche por Hurd’s Church, en la esquina de Front Street y Tan Lane. Lewis Merrill seguía allí, con la luz de la sacristía encendida; ahora también se filtraba luz a través de las vidrieras del presbiterio… ese lugar cerrado y destinado a ser sagrado en torno al altar de las iglesias, donde mi padre (sin duda) estaba componiendo sus últimas palabras para Owen Meany.

«¡Me figuro que todo lo que guardaba era para algo!», había dicho Mr. Meany… refiriéndose al maniquí de mi madre con el vestido rojo. Estoy seguro de que el pobre imbécil no sabía cuánta razón tenía.

En Maiden Hill Road reinaba la oscuridad; aún había algunos conos de reparación de carreteras y señales apagadas al costado del camino, junto al puente de caballete, el contrafuerte que había significado la muerte de Buzzy Thurston. El accidente había dejado bastante malparadas las piedras angulares del puente y habían tenido que alquitranar el camino donde el Plymouth aplastado de Buzzy arrancó la superficie asfáltica.

Brillaba la luz habitual en la cocina de los Meany, la luz que rutinariamente dejaban encendida para Owen. Mr. Meany tardó bastante en responder a mi llamada a la puerta. Nunca lo había visto en pijama; parecía estrafalariamente infantil… o un payaso vestido con ropas de niño.

—¡Vaya, si es Johnny Wheelwright! —dijo automáticamente.

—Quiero el maniquí.

—¡Por supuesto! —dijo con tono animado—. Pensé que lo querrías.

No era pesado pero resultó difícil meterlo en mi Volkswagen Escarabajo, porque no se doblaba. Recordé con cuánta incomodidad había encajado Owen Meany con sus pañales, en la cabina del gran camión de granito, el día que sus padres se lo llevaron después de la representación navideña. También recordé que Hester, Owen y yo habíamos viajado en la plataforma del camión la noche que Mr. Meany nos llevó —con el maniquí— a la playa de Little Boar’s Head.

—Puedes llevarte la camioneta, si te resulta más cómoda —sugirió Mr. Meany. Pero no fue necesario; con su ayuda logré introducirlo en el Escarabajo. Tuve que separar los brazos blancos y desnudos de la antigua María Magdalena de los soportes de tela metálica de debajo de los hombros del maniquí. Éste no tenía pies y se asentaba en una varilla de un pedestal delgado y chato… que dejé asomado por la ventanilla del asiento del acompañante, inclinado hacia delante, para que las caderas de muchachito y la esbelta cintura, el busto lleno y pequeño, los hombros en escuadra, quedaran extendidos en el asiento trasero. Si el maniquí hubiera tenido cabeza, no habría cabido.

—Gracias —dije a Mr. Meany.

—¡No es nada!

Aparqué el Volkswagen en Tan Lane, lejos de Hurd’s Church y el parpadeante semáforo amarillo del cruce con Front Street. Hundí la pelota en el bolsillo; acarreé al maniquí bajo un brazo, y los largos brazos pálidos de María Magdalena bajo el otro. Volví a montar a mi madre en los arriates débilmente iluminados por la luz de colores oscuros que se colaba a través de las vidrieras del presbiterio. En la sacristía seguía encendida la luz, pero el pastor Merrill estaba practicando sus oraciones por Owen en el presbiterio de la vieja iglesia de piedra; de vez en cuando jugueteaba con el órgano. De sus tiempos de director del coro de la Iglesia Congregacionalista, Mr. Merrill había conservado un dominio amateur del órgano. Yo estaba familiarizado con los himnos que tocaba… tratando de encontrar el talante para rezar por Owen Meany.

Interpretó «A Cristo coronad»; después probó suerte con «El Hijo de Dios va a la guerra». El mejor lugar para el maniquí era un arriate de verdolagas; las plantas de hojas carnosas y casi pegadas al suelo cubrían el pedestal, y las florecillas —en su mayoría cerradas durante la noche— no chocaban con el vestido rojo flor de Pascua, que cubría por completo las caderas de tela metálica. La cuña negra y delgada sobre la que el maniquí se elevaba de su pedestal era invisible en la penumbra… como si mi madre no tuviera los pies en el suelo, como si hubiera decidido flotar exactamente por encima de los arriates. Fui y volví entre los canteros y la puerta de la sacristía, tratando de ver qué aspecto tendría el maniquí desde esa distancia… situando en ángulo el cuerpo de mi madre para que su figura inolvidable fuera instantáneamente reconocible. Era perfecto que la luz de colores oscuros del presbiterio proyectara sobre ella la cantidad precisa de iluminación… sólo había luz suficiente para acentuar el reverbero escarlata de su vestido, aunque no la bastante para que fuera evidente que estaba decapitada. Su cabeza y sus pies no se veían… o habían sido consumidos por las sombras de la noche. Desde la puerta de la sacristía, la silueta de mi madre era al mismo tiempo intensamente vívida y fantasmal; «La dama de rojo» parecía dispuesta a cantar. El efecto del semáforo amarillo parpadeante en la esquina de Tan Lane y Front Street también realzaba su figura; incluso los faros de algún coche que pasaba eran lo bastante distantes para contribuir a la incertidumbre de la silueta del arriate de verdolagas.

Oprimí la pelota; no había tenido una bola de béisbol en la mano desde aquel último partido de la liguilla. Me preocupaba la forma de cogerla, porque las dos primeras articulaciones del dedo índice son importantes para arrojar una pelota de béisbol, aunque no tenía que tirarla muy lejos. Esperé a que Mr. Merrill dejara de tocar el órgano; en el instante en que paró la música, lancé la pelota —con la mayor fuerza posible— a través de una de las altas vidrieras de colores del presbiterio. La pelota practicó un pequeño orificio en el cristal y un haz de luz blanca —semejante al de una linterna— brilló hacia arriba, entre las hojas de un gran olmo detrás del cual me escondí para esperar al pastor Merrill.

Tardó un momento en descubrir qué había pasado a través de una de las sagradas vidrieras del presbiterio. Supongo que la pelota rodó más allá de los tubos del órgano, o incluso cerca del púlpito.

—¡Johnny! —oí gritar a mi padre. Se abrió y cerró la puerta de la iglesia que daba a la sacristía—. Johnny… sé que estás enojado, pero esto es infantil —gritó. Oí sus pisadas en el pasillo donde estaban las perchas. Abrió de par en par la puerta de la sacristía, con la pelota en la mano derecha, y parpadeó ante la intermitente luz amarilla de la esquina de Tan Lane y Front Street—. ¡Johnny! —volvió a gritar.

Salió; miró a la izquierda, hacia el campus de Gravesend Academy; miró a la derecha, a lo largo de Front Street… y luego posó la mirada en los arriates que brillaban a la luz de las vidrieras del presbiterio. Entonces el reverendo Lewis Merrill cayó de rodillas y apretó la pelota contra su corazón.

—¡Tabby! —susurró. Dejó caer la pelota, que rodó hasta la acera de Front Street—. ¡Dios… perdóname! —dijo el pastor Merrill—. ¡Tabby… yo no se lo dije! Te prometí que no se lo diría y no lo hice… no fui yo —chilló mi padre. Su cabeza comenzó a oscilar; no era capaz de mirar a mi madre y se cubrió los ojos con ambas manos. Cayó de costado, tocando con la cabeza el borde de césped del sendero de la sacristía, y levantó las rodillas hasta el pecho, como si tuviera frío, o como si fuera un bebé a punto de quedarse dormido. Siguió con los ojos tapados y gimoteó—: ¡Tabby… perdóname, por favor!

Después comenzó a balbucear incoherentemente; su voz sólo era un murmullo y noté que se sacudía o retorcía en el suelo. Llegaban a mis oídos suficientes ruidos de movimientos como para hacerme saber que no estaba muerto. He de confesar que me decepcionó un poco que la impresión de la aparición de mi madre no lo hubiera matado. Recogí el maniquí y me lo puse bajo un brazo; se cayó uno de los brazos blancos de María Magdalena y me lo puse bajo el otro. Cogí la pelota de béisbol de la acera y me la guardé en el bolsillo. Me pregunté si mi padre me oiría moverme, porque tuve la impresión de que se contorsionaba más rígidamente para alcanzar la posición fetal y se tapaba con más fuerza los ojos… como si temiera que mi madre se le estuviera aproximando. Tal vez lo habían asustado especialmente esos largos brazos color hueso… como si la Muerte hubiese exagerado el alcance de mi madre y el reverendo Merrill creyera que estaba a punto de tocarlo.

Introduje el maniquí y los brazos de María Magdalena en el Volkswagen; fui hasta el espigón de Rye Harbor. Era medianoche. Tiré la pelota lo más lejos que pude; produjo una pequeña salpicadura… que no perturbó a las gaviotas. También arrojé los largos y pesados brazos de María Magdalena al agua; provocaron algo más que una salpicadura, pero los botes que se mecían en los amarres y la espuma que golpeaba el espigón más allá del puerto habían condicionado a las gaviotas a permanecer impertérritas con cualquier ruido del agua.

Entonces bajé por el espigón con el maniquí vestido de rojo; la marea era alta y ya empezaba a bajar. Entré en el canal del puerto, a la altura del extremo del espigón. Enseguida me vi sumergido hasta el pecho y tuve que retroceder hasta la última losa de granito del espigón… para poder lanzar el maniquí a la mayor distancia posible. Quería cerciorarme de que llegara al canal que, como yo sabía, era muy profundo. Por un instante abracé el cuerpo del maniquí contra mi cara; no obstante, cualquier aroma que antaño hubiese impregnado el vestido rojo había desaparecido. Finalmente lo arrojé en el canal.

Durante un horrendo instante flotó. Había quedado aire atrapado bajo la tela metálica hueca del cuerpo. El maniquí giró hasta quedar de espaldas en el agua. Vi el pecho maravilloso de mi madre por encima de la superficie. «¡LOS MEJORES PECHOS DE TODAS LAS MADRES!», había dicho Owen Meany. El maniquí volvió a girar; escaparon burbujas de aire de su cuerpo y «La dama de rojo» se hundió en el canal a la altura del espigón de Rye Harbor, donde Owen Meany siempre había considerado que tenía derecho a sentarse para contemplar el mar.

Vi salir el sol como una bola en llamas sobre la superficie gris granito del Atlántico. Fui al apartamento que compartía con Hester en Durham, me di una ducha y me vestí para el funeral de Owen. No sabía dónde estaba mi prima, pero daba igual: yo ya conocía su opinión sobre el funeral. La había visto por última vez en 80 Front Street; ella, Abuela y yo habíamos visto cómo mataban a Bobby Kennedy en Los Ángeles… repetidas veces. Fue entonces cuando Hester dijo: «La televisión ofrece buenos desastres».

Owen nunca me dijo una sola palabra sobre el asesinato de Bobby Kennedy. Había ocurrido en junio de 1968, cuando a Owen Meany le quedaba poco tiempo. Estoy seguro de que estaba demasiado preocupado por su propia muerte como para comentar la de Bobby Kennedy.

Era muy temprano y tenía tan pocas cosas en el apartamento de Hester que no tuve dificultades en meter en la maleta todo lo que quería, en su mayoría libros. Owen también tenía algunos libros suyos allí y me guardé uno: Reflexiones sobre los salmos, de C. S. Lewis. Owen había rodeado con un círculo una de sus frases favoritas: «Escribo para los ignorantes sobre cuestiones que yo mismo ignoro». Cuando terminé de hacer la maleta —y de dejar a Hester un talón por mi parte del alquiler para el resto del verano—, todavía me sobraba tiempo, de modo que leí algunos fragmentos del diario de Owen; me fijé en las anotaciones más inconexas, redactadas en estilo lista de la compra, como si hubiera estado tomando notas para sí mismo. Me enteré de que huachuca —como en Fort Huachuca— significa «montaña de los vientos». Había varias páginas de vocabulario y expresiones vietnamitas… Owen había prestado especial atención a «FORMAS VERBALES DE MANDO». Había dos órdenes escritas varias veces, con especial hincapié en la pronunciación; había escrito el vietnamita fonéticamente.

«NAM SOON: ¡AL SUELO! DOONG SA: ¡NO TEMÁIS!».

Leí esa parte una y otra vez, hasta sentir que asimilaba bien la pronunciación. Había un dibujo a lápiz bastante bueno, de un fénix, el ave mítica que según se suponía ardía viva en una pira funeraria dispuesta por ella misma y renacía de sus propias cenizas. Debajo del dibujo, Owen había escrito: «CON FRECUENCIA UN SÍMBOLO DE IDEALISMO RENACIDO O ESPERANZA… O UN EMBLEMA DE INMORTALIDAD». En otra página, apuntado deprisa en el margen —sin ninguna relación con nada de la misma página— había garabateado: «TERCER CAJÓN DE LA DERECHA». Esta anotación marginal no estaba enfatizada; Owen no había indicado de manera alguna que se tratara de un mensaje para … pero indudablemente, pensé, debía de haber recordado aquel día en que estaba sentado ante el escritorio de Mr. Merrill, conversando con Dan y conmigo mientras abría y cerraba los cajones, aparentemente sin prestar atención al contenido.

Había visto la pelota de béisbol, por supuesto —entonces supo quién era mi padre—, pero la fe de Owen Meany era inmensa; también supo que Dios me indicaría quién era mi padre. Consideró innecesario decírmelo personalmente. Además, sabía que sólo serviría para decepcionarme.

Pasé a una de las partes del diario en que me mencionaba.

«¡LO MÁS DIFÍCIL QUE HE TENIDO QUE HACER EN LA VIDA FUE MUTILARLE EL DEDO A MI MEJOR AMIGO! CUANDO TODO ESTO TERMINE, MI MEJOR AMIGO DEBERÍA CORTAR LIMPIAMENTE CON EL PASADO… DEBERÍA EMPEZAR DE NUEVO, SENCILLAMENTE. JOHN TENDRÍA QUE IRSE A CANADÁ. ESTOY SEGURO DE QUE ES UN PAÍS BONITO PARA RADICARSE… Y ESTE PAÍS ESTA MORALMENTE AGOTADO».

Salté hasta el final del diario y volví a leer la última anotación.

«¡HOY ES EL DÍA! “… QUIEN CREA EN MI, AUNQUE ESTE MUERTO VIVIRÁ; QUIEN VIVA Y CREA EN MI, NUNCA MORIRÁ.”»

Cerré el diario de Owen y lo guardé con el resto de mis cosas. Mi abuela era madrugadora; había algunas fotos suyas, y de mi madre, que quería recoger en 80 Front Street… y más ropa. Quería desayunar en la rosaleda con mi abuela; aún faltaba bastante para el funeral de Owen… quedaba tiempo suficiente para decirle a mi abuela adónde me iba.

Fui a Waterhouse Hall y le comuniqué mis planes a Dan Needham; también él tenía algo que yo quería llevarme y sabía que no pondría objeciones: ¡durante años se había golpeado allí los dedos de los pies! Quería llevarme el tope de puerta de granito que Owen había dado a Dan y a mi madre como regalo de bodas, con la inscripción en su famoso estilo lápida —JULIO DE 1952— y pulcramente biselado en los costados, perfectamente bordeado en las aristas; era burdo, pero había sido el primer trabajo conocido de Owen con la muela adiamantada y quería tenerlo conmigo. Dan me dijo que comprendía todo y que me quería.

—Eres el mejor padre que puede haber tenido un chico… y el único padre que he necesitado en mi vida —le dije.

Había llegado la hora del funeral de Owen Meany.

Nuestro jefe de policía, Ben Pike, montaba guardia ante las pesadas puertas dobles de Hurd’s Church… como si tuviera la intención de cachear a los deudos de Owen Meany en busca del «arma homicida» o el «instrumento del delito», largo tiempo perdidos; me sentí tentado a decirle al muy cabrón dónde podía encontrar la jodida pelota. Allí estaba el gordo Mr. Chickering, todavía lamentando haber decidido que Owen Meany bateara por mí, lamentando haberle dicho que «pivotara». Los Thurston —los padres de Buzzy— estaban allí, aunque eran católicos y hacía muy poco habían asistido al funeral de su propio hijo. Y allí estaba el cura católico, el padre Findley, lo mismo que Mrs. Hoyt, pese a lo mal que la había tratado la ciudad por sus actividades «antinorteamericanas» de asesoramiento sobre el reclutamiento forzoso. No estaban allí el rector Wiggin y su mujer Barbara; habían intentado con tanto fervor celebrar el oficio por Owen en Christ Church, que sin duda se sentían ofendidos por haber sido rechazados. El capitán Wiggin, ese delirante expiloto, había afirmado que nada lo complacería más que un funeral por todo lo alto a un héroe.

Una unidad de la Guardia Nacional de New Hampshire envió un destacamento funerario local; formaron la guardia de honor de Owen Meany. Mi amigo me había contado una vez que lo hacían por dinero: recibían la paga de una jornada. El oficial asistente de bajas —el escolta del cadáver de Owen— era un joven subteniente de expresión atemorizada, que hacía un saludo militar con más frecuencia de la que yo creía necesaria; era su primera gira de servicios como miembro de la Sección Bajas. El así llamado oficial asistente sobreviviente no era otro que el profesor favorito de Owen en Ciencias Militares, de la Universidad de New Hampshire; el coronel Eiger me saludó muy solemnemente ante las pesadas puertas dobles.

—Creo que estábamos equivocados respecto de tu pequeño amigo —me dijo el coronel Eiger.

—Sí, señor —contesté.

—Demostró que era apto para el combate —dijo el coronel Eiger.

—Sí, señor —contesté. El coronel apoyó en mi hombro su mano hepática; luego se retiró a un lado de las pesadas puertas dobles y permaneció en posición de firmes, a la manera de un reto al puesto de autoridad de Jefe Pike.

La guardia de honor, con polainas y guantes blancos, bajó a zancadas por el pasillo en cadencia nupcial y los hombres se abrieron limpiamente a ambos lados del ataúd envuelto en la bandera, donde la medalla de oro —prendida a la bandera— reflejaba con brillantez el haz de luz de sol que se colaba por el orificio practicado por la pelota en la vidriera de colores del presbiterio. En la eterna penumbra de la vieja iglesia de piedra, este inusitado haz de luz parecía atraído hacia el oro brillante de la medalla de Owen… como si un rayo de sol hubiese quemado un orificio en los oscuros cristales, como si la luz estuviera buscando a Owen Meany.

Un severo militar, a quien el coronel Eiger se había referido como sargento mayor, susurró algo a la guardia de honor, cuyos hombres estaban en posición de descanso y miraron ansiosamente al coronel Eiger y al subteniente que cumplía su primer servicio como escolta de cadáveres. El coronel Eiger susurró algo al subteniente.

La congregación carraspeó; crujieron los viejos y gastados bancos de la iglesia. El órgano atacó un himno fúnebre tras otro, mientras los rezagados buscaban asiento. Aunque Mr. Early y Dan Needham hacían de ujieres, prácticamente todos los demás eran hombres de la cantera; reconocí al encargado de la grúa y a los dinamiteros; saludé con la cabeza al señalero, a los aserradores y a los perforadores de barra de canal. Parecían de granito: con su increíble fuerza soportan una presión de mil quinientos kilos por centímetro cuadrado. El granito, como la lava, ha sido en otros tiempos roca derretida; pero no se elevó a la superficie de la tierra, sino que se endureció enterrada; como se endurecía lentamente, formaba cristales enormes.

Mr. y Mrs. Meany ocupaban, solos, el primer banco del centro derecha de Hurd’s Church. Estaban sentados como losas de granito verticales, inmóviles, con los ojos fijos en la destellante medalla que centelleaba bajo el haz de luz en el ataúd de Owen. Los Meany tenían la vista fija; contemplaban el ataúd de su hijo con el mismo respeto estrangulado que había asomado a sus ojos cuando el pequeño Niño Jesús los había visto en la congregación de la función navideña de Christ Church en 1953… cuando la «columna de luz» había seguido a Owen. El estado de alerta y la angustia en la expresión de los Meany me sugirieron que recordaban cómo les había reprochado Owen su asistencia al Nacimiento, sin haber sido invitados.

«¿QUÉ HACÉIS VOSOTROS AQUÍ?», les había gritado el Niño Jesús. «¡NO TENDRÍAIS QUE ESTAR AQUÍ!», había gritado Owen. «¡VUESTRA PRESENCIA AQUÍ ES UN SACRILEGIO!».

Eso es lo que yo pensé en el funeral de Owen: era un SACRILEGIO que los Meany estuvieran presentes. Y su nerviosa mirada, fija en la medalla prendida a la bandera de los Estados Unidos, sugería que probablemente temían que Owen se levantara de su ataúd, como se había levantado de la montaña de heno en el pesebre… y volviera a hacerles un reproche. ¡Le habían contado a un niño de diez u once años que era producto de un «parto virginal», que era «como el Niño Jesús»!

En el funeral de Owen en Hurd’s Church, me encontré rogando que se levantara del ataúd cerrado y gritara a sus pobres padres: «¡NO TENDRÍAIS QUE ESTAR AQUÍ!». Pero Owen Meany no se movió, no habló.

Mr. Fish parecía muy débil, pero se había sentado junto a mi abuela en la segunda fila de bancos del centro derecha, con su mirada fija en la centelleante medalla del ataúd, como si también él abrigara la esperanza de que Owen nos ofreciera otra de sus actuaciones, como si no pudiera creer que en esta representación Owen Meany no tuviese un papel hablado.

Mis tíos Alfred y Martha también estaban en el banco de Abuela; ninguno de nosotros había mencionado la ausencia de Hester. Hasta Simon —sentado en el mismo banco— se había abstenido de nombrarla. Los Eastman hablaron con más holgura de cuánto lamentaban que no estuviese presente Noah… quien seguía en África, enseñando silvicultura a los nigerianos. Nunca olvidaré lo que me dijo Simon cuando le comuniqué que me iba a Canadá.

—¡Canadá! Ese será uno de los peores problemas que habrán de enfrentar los aserraderos del noreste. ¡Ya verás! —dijo—. ¡Esos canadienses exportarán la madera a un costo muy inferior al que tenemos nosotros para producirla!

El buen Simon no tenía una gota de sangre política en sus venas; dudo que se le pasara por la imaginación que yo no me iba a Canadá por la madera.

Reconocí el Preludio de El Mesías de Händel: «Sé que mi Redentor ha vivido». También reconocí al hombre rechoncho que estaba a mi altura, al otro lado del pasillo; tenía aproximadamente mi edad y me había estado mirando. Pero sólo cuando comenzó a registrar con la vista el alto techo abovedado de Hurd’s Church —quizá buscando ángeles en los sombríos arbotantes—, me di cuenta de que era el gordo Harold Crosby, antiguo Ángel Anunciador que había olvidado su parlamento y necesitó que se lo soplaran, y que había quedado abandonado en los cielos de Christ Church aquella Navidad del 53. Lo saludé con la cabeza y me sonrió con los ojos llenos de lágrimas; yo había oído decir que Mrs. Hoyt logró entrenarlo con éxito para que consiguiera una prórroga 4-F… por razones psicológicas.

Al principio no reconocí a nuestra vieja maestra de la escuela dominical, Mrs. Walker. Se veía sumamente austera vestida de negro de la cabeza a los pies; sin sus agudas críticas a Owen Meany —para que volviera a su asiento, para que bajara de allí—, no la recordé al instante como la tirana de la escuela dominical, tan estúpida como para creer que Owen Meany se había elevado por su cuenta en el aire.

Y allí estaban los Dowling, sin aprovechar la oportunidad de utilizar esta ocasión para hacer alarde de su tan cacareada inversión de roles sexuales; nunca habían tenido un hijo, probablemente para bien. También estaba allí Larry O’Day, el representante de Chevy; había interpretado a Bob Cratchit en Canción de Navidad… el famoso año en que Owen Meany hizo el papel de Espíritu de las Navidades Futuras. Lo acompañaba su picante hija Caroline O’Day, que estaba con su amiga de toda la vida, Maureen Early, quien dos veces se había meado encima al ver a Owen Meany señalar su futuro a Scrooge… fue Caroline quien muchas veces rechazó mis avances, tanto con como sin su uniforme de St. Michael. Hasta Mr. Kenmore, el carnicero del supermercado, estaba allí… con su mujer y su hijo Donny, tan fieles forofos del béisbol que nunca se habían perdido un partido de la liguilla escolar. Sí, estaban todos… hasta Mr. Morrison, el cartero cobarde. ¡Hasta él estaba allí! Y también el nuevo director de Gravesend Academy; no había conocido a Owen Meany… pero estaba allí, tal vez reconociendo que nunca habría sido el nuevo director si Owen Meany no hubiese perdido la batalla pero ganado la guerra contra Randy White. Y sé que el viejo Archie Thorndike, de no haber muerto, también habría asistido.

No hicieron acto de presencia los Brinker-Smith; tengo la certeza de que habrían asistido, de no haber regresado a Inglaterra… eran tan contrarios a la guerra de Vietnam que no quisieron que sus gemelos fueran estadounidenses. Abrigué la esperanza de que, estuvieran donde estuviesen, siguieran amándose tan apasionadamente como se habían amado en Waterhouse Hall, en todas las plantas, en todas las camas.

Y nuestro viejo amigo el bedel retrasado del gimnasio de Gravesend —quien tan lealmente había cronometrado el tiro, quien había sido testigo de la primera vez que conseguimos el mate en menos de tres segundos— también había ido a presentar sus respetos al pequeño Maestro Mate.

Pasó una nube por el orificio que había hecho la pelota en la vidriera de colores del presbiterio; la medalla de oro de Owen brilló con menos insistencia. Mi abuela, que estaba temblando, me cogió de la mano mientras nos levantábamos para unirnos al himno procesional… sin quererlo, me estrujó el muñón del dedo amputado. Mientras el coronel Eiger y el joven subteniente se aproximaban al ataúd desde el pasillo central, la guardia de honor se cuadró. Cantamos el himno que habíamos cantado en la reunión matinal el día que Owen Meany atornilló a la acéfala y manca María Magdalena al podio del escenario de la Gran Sala.

El Hijo de Dios va a la guerra, a ganar su corona de Rey;

A lo lejos ondea su rojo estandarte. ¿Quién sigue su fe?

Quien apure su aflicción y alivie el dolor de la grey,

Quien paciente soporte su cruz, ése seguirá su fe.

En el Libro de Liturgia Anglicana hay una nota que sigue al «Orden del Entierro de los Muertos»… para uso de la Iglesia Episcopaliana. Se trata de una nota muy sensata. «La liturgia para los muertos es Pascual», dice la nota. «Encuentra todo su significado en la resurrección. Así como Jesús fue levantado de entre los muertos, también nosotros seremos levantados. En consecuencia, es una liturgia caracterizada por la alegría… No obstante, esta alegría no vuelve poco cristiano el dolor humano…», concluye la nota. De modo que cantamos con toda el alma por Owen Meany… sabedores de que en tanto la liturgia para los muertos se caracterizara por la alegría, nuestro llamado «dolor humano» no nos volvía «poco cristianos». Cuando logramos terminar el himno nos sentamos y levantamos la vista… el reverendo Lewis Merrill ya estaba de pie en el púlpito.

—«Soy la resurrección y la vida, dijo el Señor…». —comenzó mi padre. Había algo novedosamente intenso y confiado en su voz, y los deudos lo percibieron; la congregación le dedicó toda su atención. Yo sabía, por supuesto, qué era lo que había cambiado en él; había encontrado su fe perdida… pronunciaba con absoluta convicción todas las palabras y, por ende, en ningún momento tartamudeó.

Cuando levantó la vista del Libro de Liturgia, movió los brazos en el ademán de un nadador que practica la braza de pecho, y los dedos de su mano derecha se extendieron hacia el rayo de sol que penetraba por el orificio hecho por la pelota en la vidriera; los dedos de Mr. Merrill que entraban y salían del haz de luz hacían titilar la medalla de Owen Meany.

—«El Espíritu del Señor Dios es sobre mí, porque me ungió; hame enviado a predicar buenas nuevas a los afligidos, a vendar a los quebrantados de corazón» —gritó Mr. Merrill, cuyas dudas habían desaparecido para siempre. Apenas hacía alguna pausa para respirar—. «… a consolar a todos los enlutados» —proclamó.

Pero Mr. Merrill no estaba satisfecho; debió de sentir que no encontraríamos consuelo suficiente sólo en Isaías. Mi padre pensó que también debíamos consolarnos con las Lamentaciones y leyó:

—«Bueno es el Señor a los que en Él esperan, al alma que le buscare» —y por si ese bocado no era suficiente para calmar nuestra hambre de consuelo, el pastor Merrill nos adentró más aún en las Lamentaciones—: «Porque el Señor no desechará para siempre; antes si afligiere, también se compadecerá según la multitud de sus misericordias, porque no aflige ni congoja de su corazón a los hijos de los hombres».

Los dedos de la pálida mano de mi padre entraban y salían del rayo de sol como pececillos, y la medalla de Owen nos guiñaba como si fuera el fanal de un faro. Luego el pastor Merrill nos exhortó a través de un salmo conocido:

—«El Señor guardará tu salida y tu entrada, desde ahora y para siempre».

Así nos condujo hasta la Lección del Nuevo Testamento, empezando por el fragmento de valentía de los romanos:

—«Porque tengo por cierto que lo que en este tiempo se padece, no es de comparar con la gloria venidera que en nosotros ha de ser manifestada».

Pero Lewis Merrill era incansable; como echábamos tanto de menos a Owen Meany y nos dolíamos por él, el pastor Merrill no descansaría hasta asegurarnos que Owen nos había dejado por un mundo mejor. Mi padre pasó a toda velocidad a la Primera Epístola a los corintios.

—«Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos…». —nos aseguró el pastor Merrill—. «Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre entró la resurrección de los muertos» —dijo mi padre.

Abuela no me soltaba el dedo amputado y hasta las mejillas de Simon estaban húmedas de lágrimas; pero Mr. Merrill no podía descansar… nos envió a toda prisa a la Segunda a los corintios.

—«Por tanto, no desmayemos: antes aún que este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior empero se renueva de día en día. Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria; no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas. ¡Así que vivamos confiados siempre!». —nos exhortó mi padre—. «Sabiendo que entre tanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor, porque por la fe andamos, no por la vista. Pero confiamos, y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor. Por tanto procuramos también, o ausentes o presentes, serle agradables».

A continuación nos introdujo en otro salmo y luego ordenó a la congregación que se pusiera en pie, lo que hicimos, mientras nos leía del Evangelio según Juan:

—«Yo soy el buen pastor, el buen pastor su vida da por las ovejas» —dijo el pastor Merrill y nosotros, los deudos, bajamos la cabeza como corderos. Y cuando estuvimos sentados, el reverendo Merrill dijo—: ¡Oh, Dios… cuánto echamos en falta a Owen Meany!

A renglón seguido nos leyó el pasaje sobre el milagro en el Evangelio según Marcos:

—«Cuando llegó a donde estaban los discípulos, vio una gran multitud alrededor de ellos, y escribas que disputaban con ellos. Y enseguida toda la gente, viéndole, se asombró y corriendo a él, le saludaron. Él les preguntó: ¿Qué disputáis con ellos? Y respondiendo uno de la multitud, dijo: Maestro, traje a ti mi hijo, que tiene un espíritu mudo, el cual, donde quiera que le toma, le sacude; y echa espumarajos, y cruje los dientes, y se va secando; y dije a tus discípulos que lo echasen fuera, y no pudieron. Y respondiendo él, les dijo: ¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo he de estar con vosotros? ¿Hasta cuándo os he de soportar? Traédmelo. Y se lo trajeron; y cuando el espíritu vio a Jesús, sacudió con violencia al muchacho, quien cayendo en tierra se revolcaba, echando espumarajos. Jesús preguntó al padre: ¿Cuánto tiempo hace que le sucede esto? Y él dijo: Desde niño. Y muchas veces le echa en el fuego y en el agua, para matarle; pero si puedes hacer algo, ten misericordia de nosotros, y ayúdanos. Jesús le dijo: Si puedes creer, al que cree todo le es posible. E inmediatamente el padre del muchacho clamó y dijo: Creo; ayuda a mi incredulidad. Y cuando Jesús vio que la multitud se agolpaba, reprendió al espíritu inmundo, diciéndole: Espíritu mudo y solo, yo te mando, sal de él, y no entres más en él. Entonces el espíritu, clamando y sacudiéndole con violencia, salió; y él quedó como muerto, de modo que muchos decían: Está muerto. Pero Jesús, tomándole de la mano, le enderezó; y se levantó. Cuando él entró en casa, sus discípulos le preguntaron aparte: ¿Por qué nosotros no pudimos echarle fuera? Y él les dijo: Este género con nada puede salir, sino con la oración».

Al terminar de leer este pasaje, el pastor Merrill levantó la cara hacia nosotros y gritó:

—«¡Creo; ayuda a mi incredulidad!». Owen Meany ayudó a mi «incredulidad» —dijo mi padre—. En comparación con Owen Meany, soy un aficionado… en mi fe. Owen no sólo fue un héroe para el Ejército de los Estados Unidos… fue mi héroe. Fue nuestro héroe… repetidas veces fue nuestro héroe; siempre fue nuestro héroe. Y siempre lo echaremos de menos.

»Y tantas veces como tengo la certeza de que Dios existe, ignoro cuál es la diferencia entre que exista y que no exista… e incluso siento que creer en Dios, y yo creo, plantea más preguntas que respuestas. Así, en mis momentos de mayor fe, también siento que quisiera plantearle a Dios unas cuantas preguntas difíciles… el tipo de interrogantes críticos de la variedad cómo puede, cómo pudo, cómo se atreve.

»Por ejemplo, me gustaría pedirle a Dios que nos devuelva a Owen Meany —dijo Mr. Merrill; cuando abrió los brazos, los dedos de su mano derecha danzaban en el rayo de luz—. ¡Oh, Dios… devuélvenoslo! —pidió el pastor Merrill. Reinó el silencio en Hurd’s Church mientras esperamos a ver qué haría Dios. Oí caer una lágrima… era de mi abuela, y la oí corretear por la tapa del Himnario del Peregrino, que ella tenía en el regazo—. Por favor, devuélvenos a Owen Meany —insistió mi padre, y al ver que nada ocurría, agregó—: ¡Oh, Dios… seguiré pidiéndotelo! —una vez más volvió al Libro de Liturgia; era insólito que un congregacionalista, sobre todo de una iglesia aconfesional, apelara tan escrupulosamente al libro de oraciones, pero yo estaba seguro de que mi padre respetaba el hecho de que Owen hubiera sido episcopaliano.

Lewis Merrill se llevó el libro de oraciones cuando abandonó el púlpito; se aproximó al ataúd envuelto en la bandera y se paró tan cerca de la medalla de Owen que el rayo de sol, que se colaba por el orificio que había hecho la pelota de béisbol, parpadeaba en el libro que Mr. Merrill había levantado.

—Oremos —dijo, y volvió la cara hacia el cadáver de Owen—. «En tus manos, oh misericordioso Salvador, te encomendamos a tu siervo Owen Meany» —dijo mi padre—. «Saluda, humildemente te imploramos, a una oveja de tu propio rebaño, un cordero de tu propia grey, un pecador de tu propia redención. Recíbelo en los brazos de tu misericordia, en el bendito reposo de la paz perdurable, en la gloriosa compañía de los santos de luz» —rezó… la luz del orificio de la vidriera seguía haciendo travesuras con la medalla y el Libro de Liturgia—. Amén —dijo el reverendo Mr. Merrill.

Entonces hizo una señal al coronel Eiger y al joven teniente que parecía asustado; éstos se acercaron al ataúd, retiraron la bandera de los Estados Unidos y la estiraron… la medalla rebotó como una moneda, pero estaba bien prendida a la bandera y no podía caerse. Luego el coronel y el subteniente se fueron acercando de frente, vacilantes, plegando la bandera en forma de un triángulo exacto, para que la medalla quedara encima, tarea que el coronel Eiger dejó por completo al cuidado del asustado subteniente. El coronel Eiger hizo un saludo militar a la bandera plegada y a la medalla; después dio una media vuelta tan enérgica que mi abuela se sobresaltó; la sentí encogerse contra mi cuerpo. A continuación el subteniente murmuró algo confuso a Mr. y Mrs. Meany, quienes parecieron sorprenderse de que les dirigiera la palabra. Dijo algo sobre la medalla: «Por el heroísmo que implica el riesgo voluntario de la propia vida». Luego el subteniente carraspeó y la congregación lo oyó con más claridad. Le habló directamente a Mrs. Meany; le entregó la bandera con la medalla y dijo… en voz demasiado alta:

—Missus Meany, tengo el privilegio de entregarle la bandera de nuestro país en agradecido aprecio por el servicio prestado a esta nación por su hijo.

Al principio, ella no quiso coger la bandera; no parecía entender que se suponía que debía aceptarla… Mr. Meany la cogió por ella, pues sabía que de lo contrario su mujer la dejaría caer. Los dos habían permanecido todo el tiempo sentados como piedras.

Entonces el órgano sobresaltó a mi abuela, que se estremeció, y el reverendo Lewis Merrill nos guió por el himno recesional… el mismo que había escogido para el recesional del funeral de mi madre.

A Cristo coronad divino Salvador,

Sentado en alta majestad es digno de loor.

Al rey de gloria y paz loores tributad,

Y bendecid al inmortal por toda eternidad.

A Cristo coronad Señor de nuestro amor,

Al Rey triunfante celebrad glorioso vencedor.

Potente Rey de paz el triunfo consumó

Y por su muerte de dolor su grande amor mostró.

Mientras cantábamos, la guardia de honor levantó el pequeño ataúd gris de Owen y se encaminó con él pasillo arriba; así salió el cadáver de la iglesia, más o menos al tiempo que entonábamos la tercera estrofa del himno… la que inspiraba especialmente a Owen Meany.

A CRISTO CORONAD SEÑOR DE VIDA Y LUZ,

CON ALABANZAS PROCLAMAD LOS TRIUNFOS DE LA CRUZ.

A EL SOLO ADORAD SEÑOR DE SALVACIÓN

LOOR ETERNO TRIBUTAD DE TODO CORAZÓN.

No hay mucho que agregar sobre el entierro. Hacía calor, el aire estaba pegajoso y desde el cementerio, al final de Linden Street, una vez más oímos a los chicos jugando al béisbol en el campo del instituto… los sonidos de su diversión, sus discusiones, y el consabido crujido del bate, tan simbólicamente estadounidenses, llegaron a nuestros oídos mientras permanecíamos ante la tumba de Owen Meany, oyendo al reverendo Merrill decir lo acostumbrado.

—«En segura y certera esperanza de resurrección a la vida eterna por medio de nuestro señor Jesucristo, encomendamos a Dios Todopoderoso a nuestro hermano Owen…» —dijo mi padre. Si le presté especial atención, fue porque sabía que estaba escuchando por última vez al pastor Merrill. ¿Qué más podía decirme? Ahora que había encontrado su fe perdida, ¿qué necesidad tenía de un hijo perdido? ¿Y qué necesidad tenía yo de él? Estaba ante la tumba de Owen, de la mano de Dan, con mi abuela apoyada entre los dos. «… tierra a la tierra, las cenizas a las cenizas, el polvo al polvo» —estaba diciendo el pastor Merrill, y pensé que mi padre era un impostor, al fin y al cabo, había visto cara a cara el milagro de Owen y no había creído en él… ahora creía en todo no a causa de Owen Meany sino porque yo le había hecho una faena. Lo había engañado con un maniquí; el verdadero milagro fue Owen Meany, pero la fe de mi padre se restableció en un encuentro con un maniquí, que el pobre tonto confundió con mi madre… que le tendía los brazos desde el más allá.

«DIOS OPERA DE MANERAS EXTRAÑAS», habría dicho Owen Meany.

—«… el Señor levantó su semblante hacia él y le otorgó paz» —dijo Lewis Merrill… mientras caían terrones sobre el pequeño ataúd gris. Luego el grave soldado a quien el coronel Eiger se había referido como sargento mayor, hizo el toque de silencio por Owen Meany.

Estaba saliendo del cementerio cuando se me acercó. Podía haber sido la esposa de un granjero, o una mujer que trabajaba a la intemperie; tenía mi edad, pero parecía mucho mayor… no la reconocí. La acompañaban sus tres hijos; acarreaba a uno de ellos, un niño que hacía pucheros y era demasiado pesado para ser acarreado con facilidad, o muy lejos. Tenía dos hijas; una de ellas iba colgada de su cadera y le tironeaba del vestido negro desteñido en el que seguía limpiándose los mocos. La otra —la hija mayor, de unos siete u ocho años— iba a la zaga y me miró con un torpe apocamiento doloroso de soportar. Era una niña hermosa, de pelo rubio pajizo, pero no podía apartar las manos de una mancha de nacimiento color frambuesa que se destacaba en su frente, del tamaño aproximado de una foto de pasaporte, y que intentaba tapar con el pelo. Observé la cara fatigada de la mujer, sus ojos inyectados; noté que se esforzaba por no deshacerse en un mar de lágrimas.

—¿Te acuerdas cuando lo alzábamos? —me preguntó. Entonces la reconocí: era Maribeth Baird, nuestra vieja colega de la escuela dominical, la chica que había elegido Owen Meany para el papel de Virgen María. «MARIBETH BAIRD NUNCA HA SIDO MARÍA», había dicho Owen. «ASÍ, MARÍA SERA MARÍA».

Había oído decir que se quedó embarazada y abandonó la escuela secundaria; se había casado con el padre de la criatura, hijo de una familia de granjeros… y ahora vivía en una granja vacuna de Stratham. No la había visto desde su tambaleante actuación en el Nacimiento de 1953… cuando además de sus esfuerzos como Virgen Madre del Niño Jesús Owen, había contribuido con los asombrosos disfraces de vaca de cornamenta blanda, que hacían que las vacas parecieran renos lesionados. Supongo que entonces no era experta en vacas lecheras… ni en vacas de ningún tipo.

—¡Era tan fácil alzarlo! —me dijo Maribeth Baird—. ¡Era tan ligero… no pesaba nada! ¿Cómo podía ser tan ligero? —me preguntó. En ese momento descubrí que me resultaba imposible hablar. Había perdido la voz. Ahora se me ocurre que no era mi voz la que quería oír. Si no podía oír la voz de Owen, no quería oír la de nadie. La única voz que quería oír era la de Owen, y cuando Maribeth Baird me habló comprendí que mi amigo ya no estaba.

Tampoco hay mucho que agregar sobre mi venida a Canadá. Como habíamos descubierto Owen y yo en la frontera New Hampshire-Quebec, hay muy poco que ver… sólo bosques, kilómetros y kilómetros de bosques, y un estrecho camino tan castigado por el invierno que tiene el color de una mina de lápiz y está moteado de montículos helados. El puesto fronterizo, la aduana, que yo recordaba como una cabaña, no era exactamente igual a mi recuerdo; y pensaba que había una verja que estaba levantada —como la barrera de un paso a nivel ferroviario—, pero también eso parecía distinto. Estaba seguro de que nos habíamos sentado en la puerta trasera de la camioneta tomate, contemplando los altos abetos que había a ambos lados de la frontera… pero entonces me pregunté si todo lo que había hecho con Owen Meany se habría grabado en mi memoria con la exactitud que yo recordaba. Quizás Owen había modificado incluso mis recuerdos.

Fuera como fuese, crucé la frontera sin incidentes. Un funcionario de aduanas canadiense me interrogó sobre el tope de puerta de granito:

«JULIO DE 1952». Se mostró sorprendido cuando le dije que era un regalo de boda. También me preguntó si estaba evadiendo el reclutamiento; aunque él debía de suponer que ya tenía demasiada edad para estar eludiendo el servicio, hacía más de un año que estaban reclutando a gente mayor de veintiséis. Respondí a su pregunta mostrándole el dedo ausente.

—No estoy preocupado por la guerra —le dije, y me dejó entrar en Canadá sin hacerme más preguntas.

Podría haber terminado en Montreal, pero allí mucha gente se mostró antipática conmigo porque no sabía hablar francés. Y llegué a Ottawa un día lluvioso, por lo que seguí al volante hasta Toronto. Nunca había visto un lago tan grande como el Ontario; sabía que echaría de menos el panorama del océano Atlántico desde el espigón de Rye Harbor, por lo que me resultó atractiva la idea de un lago que parecía tan vasto como el mar.

No es mucho más lo que me ha ocurrido. Soy practicante anglicano y maestro de escuela. Estas dos devociones no suponen necesariamente una vida poco interesante, pero mi vida ha sido decididamente poco interesante; mi vida es una lista de lecturas. No me estoy quejando; he vivido bastantes emociones. Owen Meany fue emoción suficiente para toda una vida.

Cuánto debió de decepcionarlo… descubrir que mi padre era un hombre tan insulso. Lewis Merrill era un hombre tan inocuo que nunca recordé haberlo visto en las gradas. Sólo Mr. Merrill podía escapar a mi atención. Ninguna de las veces que recorrí con la mirada al público de las actuaciones de los Gravesend Players (y el reverendo Merrill siempre asistía) lo vi, nunca lo recordé en las gradas; lo pasaba por alto, sencillamente. Mr. Merrill no sólo no se destacaba en ninguna reunión… sino que no se veía.

Y cuánto me decepcionó a mí… descubrir que mi padre sólo era otro casto José. Nunca me atreví a contárselo a Owen, pero una vez soñé que mi padre era J. F. K.; a fin de cuentas, mi madre era tan hermosa como Marilyn Monroe. Cuánto me decepcionó… descubrir que mi padre sólo era otro hombre como yo.

En cuanto a mi fe, he llegado a ser el hijo de mi padre… quiero decir que me he transformado en la especie de creyente que solía ser el pastor Merrill. La duda un minuto, la fe al siguiente… a veces inspirado, a veces desesperado. El canónigo Campbell me enseñó a hacerme una pregunta cuando se instala en mí este último estado de ánimo. ¿A qué persona quiero, que esté viva? Una buena pregunta… que puede devolverte a la vida. Ahora, quiero a Dan Needham y a la reverenda Katherine Keeling; sé que los quiero porque me preocupo por ellos… Dan debería perder algunos kilos, Katherine debería ganarlos. Lo que siento por Hester no es exactamente amor; la admiro… sin duda ha sido una sobreviviente más heroica que yo, y su forma de supervivencia es admirable. También están los distantes vínculos familiares que pasan por amor… hablo de Noah y Simon, de tía Martha y tío Alfred. Espero verlos todas las navidades.

No odio a mi padre; sólo que no pienso mucho en él… y no lo veo desde el día en que entregó el cadáver de Owen Meany a la tierra. Sé por Dan que es un as como predicador y que no quedan huellas del leve tartamudeo que en otros tiempos le estropeaba el habla. A veces envidio a Lewis Merrill; deseo que alguien pudiera engañarme tal como yo lo engañé a él, para tener una fe tan absoluta e inquebrantable. Porque aunque creo saber qué son los verdaderos milagros, mi fe en Dios me perturba y desquicia mucho más de lo que nunca me desquició no creer; ahora la incredulidad me parece mucho más dura que la fe… pero la fe plantea tantas preguntas sin respuesta…

¿Cómo podía saber Owen Meany lo que «sabía»? No es una respuesta, por supuesto, creer en los accidentes o en las casualidades. ¿Pero Dios es, realmente, una respuesta mejor? Si Dios tuvo algo que ver en lo que Owen «sabía», esto plantea una pregunta espantosa. Porque, ¿cómo pudo Dios permitir que le ocurriera a Owen Meany lo que le ocurrió?

¡Cuidado con la gente que se llama a sí misma religiosa; cerciórate de que sabes lo que quieren decir… cerciórate de que ellos saben lo que quieren decir!

Había transcurrido más de un año desde mi llegada a Canadá cuando las iglesias del ayuntamiento de Gravesend —y Hurd’s Church, a instancias de Lewis Merrill— organizaron algo que se llamó Moratoria de Vietnam. Un día determinado de octubre, todas las campanas repicaron a las seis de la mañana —estoy seguro de que eso fastidió a unos cuantos— y se celebraron oficios a las siete en punto. Después de los servicios, salió un desfile del kiosco de música municipal, marchando Front Street arriba para reunirse en los jardines de la fachada del edificio principal de la academia, en el campus de Gravesend; a continuación hubo una manifestación pacífica y se pronunciaron algunos discursos antibélicos. Como era de esperar, el periódico de la ciudad, The Gravesend News-Letter, no mencionó el acontecimiento en el editorial, salvo para decir que una marcha contra los accidentes de carretera de toda la nación sería una muestra más significativa de tanto celo civil; en cuanto al periódico de la academia, The Grave, informó que «era hora» de que la escuela y el ayuntamiento unieran sus fuerzas para manifestarse contra la guerra. The News-Letter calculaba que habían asistido menos de cuatrocientas personas… «y casi igual número de perros». The Grave afirmaba que habían asistido como mínimo seiscientas personas «de buen comportamiento». Ambas publicaciones dejaron constancia de la única contramanifestación. Cuando la multitud subía por Front Street —más allá del viejo ayuntamiento donde los Gravesend Players habían entretenido durante tanto tiempo a jóvenes y adultos—, un antiguo comandante de la Legión de los Estados Unidos salió de la acera y agitó una bandera norvietnamita en las narices de un joven intérprete de tuba de la banda de Gravesend Academy.

Dan me contó que el antiguo comandante de la Legión no era otro que Mr. Morrison, el cartero cobarde.

—¡Me gustaría saber cómo consiguió ese idiota una bandera norvietnamita! —fue el comentario de mi abuela.

Así, con muy pocas interrupciones, los años también han pasado por Front Street y siguen marchando.

Owen Meany me enseñó a llevar un diario, pero el mío refleja mi poco interesante vida, así como el suyo reflejaba las cosas mucho más interesantes que le ocurrían a él. He aquí una entrada típica de mi diario:

«Toronto: 17 de noviembre de 1970. Hoy se incendió el invernadero de la Bishop Strachan; los profesores y las estudiantes tuvieron que evacuar los edificios escolares».

Veamos: también apunto en mi diario cada vez que las chicas cantan «Hijos de Dios» en el oficio matinal. Además apunté en mi diario el día que un columnista de una revista de rock intentó hacerme una «entrevista» aquí-y-ahora, cuando estaba a punto de ocupar mi sitio en el oficio matinal. Era un joven frenético y peludo, ataviado con un caftán púrpura, totalmente ajeno a cómo lo observaban las chicas y aparentemente sujeto por cables y cordones que lo enredaban en su voluminoso equipo de grabación. Se había presentado sin ser invitado —¡sin anunciarse!— y me metió un micrófono en la cara, para preguntarme, en mi condición de «primo besador» de Hester Joder si no estaba de acuerdo en que a Hester todo había empezado a «ocurrirle» después de conocer a alguien que se llamaba «Janet the Planet».

—¡Disculpe! —dije. A mi alrededor, ristras de niñas miraban y reían entre dientes.

El entrevistador estaba interesado en interrogarme sobre las «influencias» a que había estado sometida Hester; estaba escribiendo un artículo sobre los «primeros tiempos» de mi prima y tenía algunas ideas sobre quién la había influido… dijo que quería «rebotar» sus ideas conmigo. Respondí que no sabía quién cuernos era «Janet the Planet», aunque si le interesaba saber quiénes habían «influido» en Hester, debía empezar por Owen Meany. No conocía este nombre y me pidió que lo deletreara. Se sintió desconcertado: ¡Creía que había oído hablar de todos!

—¿Es alguien que la influyó en sus primeros tiempos? —quiso saber. Le aseguré que la influencia de Owen sobre Hester podía considerarse entre las primerísimas.

Veamos: ¿qué más? La muerte de Mrs. Meany, no mucho después de la de Owen; la apunté. También la primavera en que estuve en Gravesend para el funeral de mi abuela… en la vieja Iglesia Congregacional, la de toda su vida, y el pastor Merrill no ofició la ceremonia; el oficiante fue el que lo reemplazó, quienquiera sea, en la Iglesia Congregacional. Aquella primavera todavía había mucha nieve en la tierra —nieve vieja, gris— y yo estaba abriendo otra cerveza para Dan y para mí en la cocina de 80 Front Street, cuando por casualidad me asomé a la ventana, a la rosaleda marchita, y vi a Mr. Meany. Más gris que la nieve vieja y siguiendo unas huellas derretidas y vueltas a congelar sobre la capa dura, se abría paso lentamente hacia la casa. Me impresionó como una especie de aparición. Mudo, lo señalé, y Dan dijo:

—Sólo es el pobre y viejo Mister Meany.

La Meany Granite Company estaba muerta y bien muerta; llevaba años sin ser explotada… y en venta. Mr. Meany trabajaba medio jornada como lector de contadores de la compañía de electricidad. Aparecía una vez por semana en la rosaleda, me dijo Dan, donde estaba el contador, a un lado de la casa.

No quise hablar con él, pero seguí observándolo por la ventana. Le había escrito para darle el pésame cuando me enteré de la muerte de Mrs. Meany —y de cómo había muerto—, pero nunca me contestó; tampoco yo esperaba que lo hiciera.

Mrs. Meany se había incendiado. Estaba demasiado cerca de la chimenea y una chispa, un ascua, había encendido la bandera de los Estados Unidos, con la que —le contó Mr. Meany a Dan— acostumbraba a envolverse, como si fuera un chal. Aunque sus quemaduras no parecían tan graves, falleció en el hospital… a causa de unas complicaciones nunca reveladas.

Cuando vi a Mr. Meany leyendo el contador de la electricidad de 80 Front Street, me di cuenta de que la medalla de Owen no se había consumido con la bandera en el incendio. Mr. Meany la llevaba puesta… siempre, dijo Dan. El paño que tapaba el broche de encima de la medalla estaba muy desteñido —rayas rojas y blancas sobre un galón azul— y el oro de la medalla propiamente dicha no brillaba tanto como el día en que se había reflejado en ella un rayo de luz, en Hurd’s Church; pero las alas levantadas y desplegadas del águila estadounidense no eran menos visibles.

Siempre que pienso en la medalla al heroísmo de Owen Meany, rememoro una anotación del diario de Thomas Hardy en 1882; Owen me había mostrado el fragmento que dice «… vivir en un mundo donde nada corrobora en la práctica lo que en estado incipiente promete». Lo recuerdo cada vez que pienso en Mr. Meany usando la medalla de Owen mientras lee los contadores.

Veamos: no hay mucho más… no hay casi nada que añadir. Sólo esto: me llevó años afrontar mi recuerdo de cómo murió Owen Meany… y una vez que me obligué a recordar los detalles, jamás lo olvidé; jamás lo olvidaré; estoy condenado a recordarlo.

Nunca había participado con entusiasmo de las celebraciones del Cuatro de Julio en Gravesend; pero la ciudad era fervientemente patriótica… no permitía que el día de la Independencia pasara inadvertido. Se organizaba el desfile en el kiosco de música del centro de la ciudad, y todos marchaban prácticamente del principio al fin de Front Street, alcanzando el apogeo del ruido de la banda y el número de perros ladradores, y de niños en bicicleta, en el punto medio de la marcha… exactamente en 80 Front Street, donde mi abuela tenía la costumbre de mirar el jolgorio desde el umbral. Mi abuela experimentaba sentimientos ambivalentes todos los Cuatro de Julio; era lo bastante patriótica para permanecer de pie en el umbral de su casa, haciendo ondear una pequeña bandera estadounidense —no más grande que la palma de su mano—, pero al mismo tiempo fruncía el entrecejo ante tanto lío; con frecuencia reprendía a los niños que pasaban pedaleando por su jardín, y gritaba a los perros para que dejaran de ladrar.

A menudo yo también miraba pasar el desfile; después de la muerte de mi madre, Owen y yo nunca lo seguimos en bici… porque el destino final de la banda y de los que marchaban era el cementerio de Linden Street. Desde 80 Front Street oíamos el cañoneo que honraba a los héroes muertos; en Gravesend era costumbre concluir el desfile del día de los Caídos y del día de los Veteranos y del día de la Independencia con viriles cañonazos sobre los sepulcros que estaban demasiado tranquilos todos los demás días del año.

El Cuatro de Julio de 1968 no fue distinto… salvo que Owen Meany estaba en Arizona, probablemente viendo o incluso participando en un desfile en Fort Huachuca; de hecho, no sabía qué estaba haciendo Owen. Dan y yo habíamos dado cuenta de un desayuno tardío con mi abuela y los tres nos llevamos las tazas de café al umbral, para esperar la aparición del desfile; por el sonido, cada vez más cercano, estaba pasando por el edificio principal de la academia… reuniendo fuerzas, ciclistas y perros. Dan y yo nos sentamos en el umbral de piedra, pero mi abuela permaneció erguida; sentarse en un umbral no habría estado a la altura de los elevados niveles planteados por Harriet Wheelwright a las mujeres de su edad y posición.

Si estaba pensando en algo —si es que pensaba—, consideraba que mi vida se había convertido en una especie de sentada permanente, viendo pasar desfiles. Aquel verano no trabajé y no trabajaría en el otoño. Con mi título en la mano, me había apuntado en el programa de doctorado de la Universidad de Massachusetts. En realidad no sabía qué quería estudiar, ni siquiera sabía si quería alquilar una habitación o un apartamento en Amherst, pero estaba decidido a estudiar allí con dedicación plena. Nunca pensaba en eso. A fin de seguir el mayor número posible de cursos, no daría clases como mínimo durante un año… ni siquiera media jornada, ni siquiera un curso. Abuela pagaría mis estudios, naturalmente, lo que contribuía más a mi sensación de ser un tío que siempre estaba sentado, cruzado de brazos. No hacía nada, no tenía nada que hacer.

Hester andaba en las mismas. Aquella noche del Cuatro de Julio, nos sentamos en el bordillo de césped de Swasey Parkway a contemplar la exhibición de fuegos artificiales sobre el Squamscott; Gravesend mantenía una Junta Municipal de Fuegos de Artificio y todos los Cuatro de Julio los miembros que entendían de cohetes y bombas preparaban los fuegos artificiales en los muelles del cobertizo de botes de la academia. La gente bordeaba Swasey Parkway, a lo largo de la ribera herbácea del río; las bombas estallaban en el aire, los cohetes llameaban… silbaban cuando caían en las sucias aguas del río. En los últimos tiempos había habido una tibia protesta ecológica; alguien afirmó que los fuegos artificiales perturbaban a los pájaros que anidaban en la marisma de la orilla opuesta a Swasey Parkway. Pero en una discusión entre garzas y patriotas, las garzas no suelen ganar; el bombardeo proseguía, tal como estaba planeado… el firmamento nocturno se iluminaba brillantemente y las explosiones nos gratificaban a todos.

De vez en cuando se extendía una luz blanca, como un líquido recién inventado, a través de la oscura superficie del Squamscott, reflejándose con tal brillantez que las tiendas y oficinas de la ciudad, a oscuras, y el enorme edificio que albergaba toda la industria textil ciudadana, brotaban perfilados en una especie de ciudad creada de la nada por las explosiones. Las múltiples ventanas desiertas de la industria textil reflejaban la luz… las amplias dimensiones y la vaciedad del edificio sugerían una industria tan dueña de sí que funcionaba sin necesidad de la mano de obra humana.

—Si Owen no se casa conmigo, nunca me casaré —me dijo Hester entre destellos y estallidos—. Si él no me da hijos, nunca los tendré.

En el muelle, uno de los expertos en demoliciones no era otro que el viejo dinamitero Mr. Meany. Algo semejante a una estrella en plena explosión se derramó sobre las negras aguas del río.

—Parece esperma —dijo Hester, muy malhumorada. Yo no era lo bastante experto en esperma para contradecirla; decir que los fuegos artificiales «parecían esperma» me resultaba inverosímil, o al menos cogido por los pelos… ¿pero qué sabía yo de eso?

Vi a Hester tan taciturna que no quise pasar la noche en Durham con ella. No era una noche de verano muy agradable, pero corría la brisa. Fui en el coche a 80 Front Street y vi las noticias de las once con mi abuela, que últimamente sólo se interesaba por un pésimo canal local en el que las noticias detallaban las truculentas estadísticas de unas pocas víctimas de accidentes de tráfico y no mencionaban para nada la guerra de Vietnam; también dieron una historia de «interés humano» sobre un chico malo que había dejado ciego a un pobre perro con un petardo.

—¡Cielos misericordiosos! —exclamó mi abuela.

Cuando se fue a dormir, sintonicé Última sesión; un canal pasaba una «película de animales», La bestia de 20 000 brazas, una de las viejas predilectas de Owen; en otro canal daban Mamá va al colegio, en la que Loretta Young es una viuda que asiste a la escuela con su hija adolescente; pero en otro canal pasaban mi película favorita, Un americano en París. Podía quedarme toda la noche viendo bailar a Gene Kelly; entre las canciones y los bailes volvía al canal donde el monstruo prehistórico aplastaba Manhattan, o iba a la cocina a buscar otra cerveza.

Estaba en la cocina cuando sonó el teléfono; había pasado la medianoche y Owen era tan respetuoso con el sueño de mi abuela que nunca llamaba a 80 Front Street a una hora en que pudiera despertarla. Al principio pensé que la diferencia horaria —con Arizona— lo había confundido; pero sabía que habría llamado a Hester en Durham y a Dan en Waterhouse Hall antes de encontrarme en casa de Abuela, y estaba seguro de que Hester o Dan, o ambos, le habrían hecho notar que era muy tarde.

—¡ESPERO NO HABER DESPERTADO A TU ABUELA! —fue lo primero que me dijo.

—El teléfono sonó una sola vez… estoy en la cocina —respondí—. ¿Qué pasa?

—TIENES QUE PEDIRLE DISCULPAS EN MI NOMBRE… POR LA MAÑANA. NO TE OLVIDES DE DECIRLE QUE LO SIENTO MUCHÍSIMO… PERO SE TRATA DE UNA ESPECIE DE EMERGENCIA.

—¿Qué ocurre? —le pregunté.

—HABÍA UN CADÁVER FUERA DE LUGAR EN CALIFORNIA… CREYERON QUE SE HABÍA PERDIDO EN VIETNAM, PERO ACABA DE APARECER EN OAKLAND. OCURRE CADA VEZ QUE HAY UN DÍA FESTIVO… ALGUIEN SE QUEDA DORMIDO EN EL DESVÍO. ES NORMAL EN EL EJERCITO… ME DAN DOS HORAS PARA PREPARAR UNA MALETA Y SIN DECIR AGUA VA ME ENCUENTRO EN CALIFORNIA. COGERÉ UN AVIÓN A TUCSON, TENGO ENLACE CON UN VUELO COMERCIAL A OAKLAND… A PRIMERA HORA DE MAÑANA. ME HAN RESERVADO PLAZA EN UN VUELO DE SAN FRANCISCO A PHOENIX AL DÍA SIGUIENTE. EL CADÁVER PERTENECE A PHOENIX… EL MUERTO ERA UN SUBOFICIAL, PILOTO DE HELICÓPTERO. EN GENERAL ESTO SIGNIFICA QUE SE ESTRELLO E INCENDIO… OYES LA PALABRA «HELICÓPTERO» Y PUEDES CONTAR CON QUE ESTARÁ EN UN ATAÚD CERRADO. ¿PODEMOS ENCONTRARNOS EN PHOENIX? —me preguntó.

—¿Encontrarnos en Phoenix? ¿Por qué?

—¿POR QUÉ NO? —dijo Owen—. NO TIENES NINGÚN PLAN, ¿VERDAD?

—No —reconocí.

—PUEDES PAGARTE EL PASAJE, ¿NO?

—Sí —reconocí. Entonces me dio toda la información de vuelos… sabía la hora exacta de salida de mi avión desde Boston y la de llegada a Phoenix; llegaría un rato antes que él con el cadáver desde San Francisco, pero no tendría que esperar mucho. Podía reunirme con él en el aeropuerto y después no nos separaríamos; ya había reservado habitación para los dos en un motel.

—¡CON AIRE ACONDICIONADO, TELE, UNA ENORME PISCINA! ¡LO PASAREMOS BOMBA! —me aseguró Owen; ya lo había arreglado todo.

El funeral estaba estancado porque el cadáver llevaba dos días de retraso. Los parientes del suboficial fallecido —familiares de Modesto y Yuma— llevaban en Phoenix lo que parecía una eternidad. Se habían hecho, cancelado y vuelto a hacer los acuerdos con la empresa de pompas fúnebres; Owen conocía al funebrero y al pastor.

—UNOS AUTÉNTICOS IMBÉCILES: PARA ELLOS LA MUERTE SOLO ES UN NEGOCIO Y CUANDO LAS COSAS NO SALEN SEGÚN LOS PLANES SE QUEJAN DE LOS MILITARES Y EMPEORAN LA COSA PARA LA POBRE FAMILIA.

Aparentemente la familia había organizado una especie de «picnic-velatorio» que iba por su tercer día. Owen estaba casi seguro de que lo único que tendría que hacer era entregar el cadáver en los servicios funerarios; el oficial asistente superviviente —un profesor del ROTC en la universidad estatal de Arizona, un mayor al que Owen también conocía— le había advertido que la familia estaba tan indignada con el Ejército que con toda probabilidad no desearían la presencia del escolta militar en el funeral.

—PERO NUNCA SE SABE —me dijo Owen—. NOS QUEDAREMOS POR ALLÍ E IMPROVISAREMOS… DE CUALQUIER MANERA, GRACIAS A ESTO PUEDO CONSEGUIR UN PAR DE DÍAS LIBRES. CUANDO SE HA PRODUCIDO UN DESPISTE COMO ESTE, NUNCA TENGO NINGÚN PROBLEMA PARA CONSEGUIR UN PAR DE DÍAS LEJOS DEL PUESTO. ME BASTA CON NOTIFICAR AL EJERCITO QUE ME QUEDARE EN PHOENIX… «POR SOLICITUD DE LA FAMILIA», ESTA ES LA EXPRESIÓN QUE USO HABITUALMENTE. A VECES HASTA ES VERDAD… MUCHAS VECES LA FAMILIA QUIERE TENERTE CERCA. LA CUESTIÓN ES QUE TENDRÉ UN MONTÓN DE TIEMPO LIBRE Y PODEMOS HOLGAZANEAR JUNTOS. COMO YA TE HE DICHO, EL MOTEL TIENE UNA GRAN PISCINA Y SI NO HACE MUCHO CALOR, PODEMOS JUGAR AL TENIS.

—Yo no juego al tenis —le recordé.

—NO TENEMOS POR QUE JUGAR AL TENIS —dijo.

Me parecía un viaje demasiado largo para reunimos sólo un par de días. También pensé que los detalles sobre la escolta del cadáver —en este caso particular— eran bastante más que inciertos, si no del todo vagos. Pero no había duda de que Owen se afanaba de todo corazón para que me encontrara con él en Phoenix, e incluso lo noté más agitado que de costumbre. Pensé que quizá necesitaba compañía; no nos veíamos desde Navidad. Al fin y al cabo, yo nunca había estado en Arizona… y he de reconocer que a esas alturas ya sentía curiosidad por ver algo de eso que llamaban «escolta de cadáveres». No se me ocurrió que julio no era la mejor época del año para estar en Phoenix… ¿pero qué sabía yo?

—Vale, hecho… parece divertido —le dije.

—ERES MI MEJOR AMIGO —dijo Owen Meany… y se le quebró un poco la voz. Supuse que era el teléfono; pensé que la conexión era defectuosa.

Fue el día en que decretaron que la profanación de la bandera de Estados Unidos era un delito federal. Owen Meany pasó la noche del 5 de julio de 1968 en Oakland, California, donde lo alojaron en la Residencia de Oficiales Solteros; la mañana del 6 de julio, Owen salió del depósito del Ejército en Oakland tras apuntar en su diario: «SE SOLICITA A LOS RECLUTADOS EN LA LEVA DEL LEJANO ESTE QUE FORMEN FILA ANTE UNA PUERTA NUMERADA, DONDE LES ENTREGAN ROPA DE FAJINA DE SELVA Y OTRAS MIERDAS. SE DA DE CENAR A LOS RECLUTAS UN BISTEC ANTES DE INICIAR SU VUELO A VIETNAM. HE VISTO ESTE LUGAR DEMASIADAS VECES: LAS CABRIAS Y LAS GRÚAS Y LOS TECHOS DE LATÓN DE LOS ALMACENES, Y LAS GAVIOTAS DESLIZÁNDOSE SOBRE LOS HANGARES… Y LOS NUEVOS RECLUTAS CAMINO DE VIETNAM Y LOS CADÁVERES QUE VUELVEN. MONTONES DE BOLSAS DE LONA VERDE EN LAS ACERAS. ¿CONOCEN LOS RECLUTAS EL CONTENIDO DE ESOS CAJONES GRISES CONTRACHAPADOS?».

Owen anotó en su diario que le entregaron, como de costumbre, la caja de cartón triangular, donde estaba la bandera correctamente plegada. «¿QUIEN INVENTA ESTAS COSAS? ¿LA PERSONA QUE FABRICA LA CAJA DE CARTÓN SABE PARA QUE ES?». Le dieron los habituales formularios funerarios y el habitual brazalete negro… le mintió a un empleado diciéndole que se le había caído el brazalete en un urinario para que le dieran otro; quería que yo también llevara brazalete negro, para que tuviera un aspecto ACEPTABLEMENTE OFICIAL. Aproximadamente a la hora en que mi avión salió de Boston, Owen Meany estaba identificando un contenedor contrachapado en la zona de equipajes del aeropuerto de San Francisco.

Desde el aire, sobrevolando Phoenix, percibes la nada que es esa región. Parece una luna de color bronce y chocolate, pero tiene vastos manchones verdes… campos de golf y otras tierras mimadas donde se han instalado sistemas de riego. Sabía, por mi curso de Geología, que todo lo que estaba a mis pies había sido antaño un mar poco profundo; en el crepúsculo, cuando volaba hacia Phoenix, las sombras sobre las rocas eran de un mar púrpura tropical, y los hierbajos de color aguamarina… de modo que logré imaginar el océano que en otros tiempos había sido. En realidad, Phoenix seguía pareciéndose a un mar poco profundo, echado a perder por los verdes y los azules falsos de las piscinas. A una distancia de diez o veinte millas, una cadena de montañas dentadas de color té rojizo aparecían rematadas, de vez en cuando, por depósitos cerosos de piedra caliza. Para un oriundo de Nueva Inglaterra, parecía nieve sucia. Pero hacía demasiado calor para ser nieve.

Aunque al atardecer el sol había perdido su intensidad, el calor seco relucía sobre el alquitrán; pese a la brisa, el calor persistía como si lo generara una caldera. Lo primero que noté después del calor fueron las palmeras… las altísimas y bellas palmeras.

El avión de Owen, como el cadáver que escoltaba, llegaría con retraso.

Esperé con los hombres en guayaberas y guaraches, y sus botas de cowboy; las mujeres, desde las más menudas hasta las rollizas aparecían impúdicamente contenidas en shorts muy cortos y blusas sin espalda, chancleteando sus sandalias con tiras de goma contra los suelos del aeropuerto de Phoenix, al que con desbordante optimismo habían bautizado como Sky Harbor.[8] Tanto hombres como mujeres sentían una incontenible inclinación por las joyas locales de plata y turquesa.

Había una sala de juegos donde un joven soldado bronceado por el sol arremetía contra un tragaperras con una especie de resentimiento inquebrantable. El primer servicio de hombres que encontré estaba cerrado con llave y en la puerta tenía un cartel que decía «TEMPORALMENTE NO FUNCIONA»; pero el papel estaba tan amarillento que parecía un viejo anuncio. Después de una búsqueda que me transportó a través de grados muy variados de aire acondicionado, descubrí un lavabo para hombres improvisado, en cuya puerta leí: «SERVICIO TEMPORAL PARA HOMBRES».

Al principio, no estaba seguro de encontrarme en un lavabo; era una oscura estancia subterránea con un inmenso fregadero industrial… me pregunté si no sería un urinario para gigantes. El auténtico urinario estaba oculto tras una barricada de fregonas y cubos, y habían erigido un único retrete en medio del lugar, levantando una caseta de madera contrachapada tan fresca que el aroma a carpintería contrarrestaba casi eficazmente el nauseabundo olor a desinfectante. Había un espejo largo apoyado, más que colgado, en una pared. Era el lavabo más «temporal» que es posible encontrar en esta vida. El recinto —que, supuse, en su vida anterior había sido un armario/almacén, pero con un fregadero tan misteriosamente gigantesco que no logré imaginar qué se lavaba o enjabonaba allí— tenía el techo ridículamente alto para un espacio tan reducido; era como una sala larga y estrecha a la que un terremoto o una explosión había puesto en posición vertical. Y la única ventana, pequeñísima, estaba tan alta que casi tocaba el techo, como si el cuchitril estuviese tan profundamente hundido en el subsuelo que la ventaba tenía que tener esa altura a fin de alcanzar la luz del nivel del suelo… aunque muy escasa sería la que podía penetrar hasta el suelo distante. Era una ventana de tipo tragaluz, pero sin puerta debajo; se movía como una ventana de bisagras, con un antepecho tan alto en el interior que un hombre podía sentarse allí cómodamente… aunque la cabeza y los hombros le quedarían aplastados contra el techo. La saliente estaba a gran distancia del suelo… probablemente más de tres metros. Era ese tipo de ventana inalcanzable que se abría y cerraba con ayuda de un gancho sujeto a un palo larguísimo… si es que alguien la abría y la cerraba; por cierto, daba la impresión de que nunca la habían lavado.

Meé en el exiguo urinario; pateé una fregona que estaba en un cubo; sacudí el débil contrachapado del retrete «temporal». El lavabo de hombres era tan improvisado que me pregunté si alguien se habría molestado en conectar las cañerías al urinario y al retrete. El intimidatorio fregadero estaba tan sucio que decidí no tocar los grifos… de modo que no pude lavarme las manos. Además, no había toalla. Vaya «Sky Harbor», pensé… y me largué, redactando mentalmente una carta de reclamación. En ningún momento se me ocurrió que en otro lugar del aeropuerto podía haber un lavabo de hombres perfectamente limpio y en funcionamiento; quizá lo había. Quizá donde yo había estado sólo era uno de esos sitios lamentables «reservados para el personal».

Me paseé por la frescura climatizada del aeropuerto; de vez en cuando salía, sólo para sentir el sorprendente calor bochornoso desconocido en New Hampshire. La insistente brisa debía de llegar del desierto, porque era un viento que nunca había sentido con anterioridad y que nunca sentí después. Un viento seco y caliente que hacía que las guayaberas sueltas de los hombres aletearan como banderas.

Estaba fuera, bajo el viento ardiente, cuando vi a la familia del sargento fallecido; también ellos esperaban el avión de Owen Meany. Como yo era un Wheelwright —y por tanto un snob de Nueva Inglaterra—, suponía que Phoenix estaba poblada principalmente por mormones, baptistas y republicanos; sin embargo, la parentela del sargento no era lo que yo suponía. Lo primero que me pareció extraño en la familia era que sus miembros no parecían pertenecer al mismo ambiente, ni estar siquiera relacionados entre sí. Unos seis de ellos estaban de pie bajo el viento del desierto, junto a un coche fúnebre gris plata; aunque se mantenían bastante juntos, no parecían tanto un retrato de familia como los empleados de una pequeña empresa desordenada, reunidos apresuradamente.

Con ellos estaba un oficial del Ejército… debía de ser el mayor con el que Owen había tenido tratos anteriormente, el profesor del ROTC de la Universidad estatal de Arizona. Era un hombre robusto y parecía estar en forma; su atlética inquietud me recordó a Randy White; llevaba unas gafas de sol del estilo anteojo protector que prefieren lo pilotos. Su edad indeterminada —podía tener treinta años o cuarenta y cinco— era, en parte, resultado de la rigidez muscular de su cuerpo; llevaba el erizado cráneo afeitado tan a fondo que su vello incipiente podía ser rubio blancuzco o blanco grisáceo.

Traté de identificar a los demás. Creí acertar con el director de la funeraria… el funebrero o su delegado. Una presencia alta, delgada y pálida, con una camisa blanca almidonada, de cuello largo y puntiagudo… y único miembro del inaudito grupo que llevaba traje oscuro y corbata. También había un hombre voluminoso con uniforme de chófer, que se mantenía apartado del grupo y fumaba un pitillo tras otro. La familia propiamente dicha era inescrutable… excepto por estar en evidente posesión de una ira compartida aunque desigual, menos manifiesta en un hombre de hombros inclinados y aspecto frío, con camisa de manga corta y corbata de lazo. Decidí que era el padre. Su mujer —la presunta madre del difunto— se retorcía y temblaba junto a él, que a mis ojos no estaba conmovido y era inconmovible. Por contraste, la mujer no podía estarse quieta; se tironeaba de la ropa, se hurgaba el pelo… que estaba apilado en una montaña y tenía el aspecto pegajoso de un cucurucho de algodón de azúcar. Y en el ocaso del desierto, sus cabellos parecían, en efecto, tan rosados como el algodón de azúcar. Tal vez tres días de «picnic-velatorio» habían hecho estragos en su rostro, y la habían dejado sólo con una mínima conciencia y el control de sus manos. De vez en cuando cerraba los puños y soltaba una maldición que el viento del desierto —y mi considerable distancia de la reunión familiar—, no me permitía oír; no obstante, el efecto de la maldición era instantáneamente evidente en el chico y la chica que, supuse, eran los hermanos supervivientes.

La hija retrocedía acobardada ante los violentos estallidos de la madre… como si ésta le dedicara personalmente las maldiciones —aunque no me pareció que fuera así—, o como si en tándem con sus maldiciones se las arreglara para azotar a la hija con un látigo que yo no veía. A cada maldición, la hija se sacudía y se encogía… una o dos veces se tapó los oídos. Como llevaba un vestido de algodón arrugado demasiado pequeño para ella, cuando el viento se lo ciñó al cuerpo noté que estaba embarazada… aunque apenas parecía tener edad suficiente para esperar, y no estaba con ningún hombre que me diera la impresión de ser el padre de su bebé. Me parecía que el chico que estaba a su lado era el hermano… un hermano más joven que el difunto sargento y que su hermana embarazada.

Era un chico alto y desgarbado, de cara huesuda, al que daba miedo mirar por el tamaño potencial que desarrollaría. Pensé que no tendría más de catorce o quince años; pese a su delgadez, su osamenta era grande y ancha en su larguirucho esqueleto. Sus manos parecían tan fuertes y la cabeza era tan desmesurada que, pensé, podría haber aumentado cincuenta kilos sin alterar siquiera ligeramente sus dimensiones exteriores. Con cincuenta kilos más, habría resultado gigantesco y aterrador; en cierto modo, pensé, parecía un hombre que acababa de perder cincuenta kilos… y al mismo tiempo parecía tener bastante lugar para recuperarlos de la noche a la mañana.

El larguirucho se destacaba por encima de todos los demás —meciéndose al viento como las altas palmeras que bordeaban la entrada de la terminal aérea de Phoenix— y su ira era la más manifiesta, su ira (como su cuerpo) parecía un monstruo con mucha capacidad de desarrollo. Cuando su madre hablaba, el muchacho echaba la cabeza hacia atrás y soltaba un escupitajo de una considerable trayectoria color fango. ¡Me sorprendió que a su edad los padres le permitieran mascar tabaco! A continuación se volvía y clavaba la vista en la madre, de frente, hasta que ella desviaba la mirada, jugueteando en todo momento con sus manos, nerviosa.

El chico llevaba lo que me pareció (desde mi perspectiva distante) un mono de trabajo y algo como un cinturón de carpintero de cuyas presillas colgaban herramientas importantes… sólo que de cerca se asemejaban más a los instrumentos de un mecánico de coche o de un reparador de teléfonos; quizás el muchacho trabajaba a la salida de la escuela, pensé, y había venido directamente del trabajo para recibir el cadáver de su hermano en el aeropuerto.

Si ésta era la recepción más íntima de la familia del sargento, se me puso la piel de gallina sólo de pensar en los miembros menos presentables de la familia que todavía estarían divirtiéndose en el «picnic-velatorio» de tres días de duración. Mirando a esta tribu pensé que no querría el trabajo de Owen Meany por nada de este mundo… ni por un millón de dólares.

Nadie sabía en qué dirección esperar la llegada del avión. Yo me fié del mayor y el funebrero; eran las únicas dos personas que miraban en la misma dirección y yo sabía que éste no era el primer cadáver que iban a buscar. De modo que miré en la misma dirección que ellos. Aunque el sol se había puesto, vívidas franjas de luz bermeja recorrían el firmamento inmenso, y a través de una de ellas vi descender el avión de Owen… como si fuera donde fuese Owen Meany, siempre lo acompañara alguna luz.

En todo el trayecto de San Francisco a Phoenix, Owen escribió páginas y más páginas en su diario… sabía que no le quedaba mucho tiempo.

«ES MUCHO LO QUE SE, PERO NO SE TODAS LAS COSAS», escribió. «SOLO DIOS SABE TODO. YA NO HAY TIEMPO PARA QUE VAYA A VIETNAM. CREÍA SABER QUE IRÍA. TAMBIÉN CREÍA CONOCER LA FECHA. PERO SI ACIERTO EN LA FECHA, ME EQUIVOCO EN CUANTO AL LUGAR. Y SI ACIERTO EN CUANTO A VIETNAM, ME EQUIVOCO EN LA FECHA. ES POSIBLE QUE REALMENTE “SOLO SEA UN SUEÑO”. ¡PERO PARECE TAN REAL! LO MÁS REAL PARECÍA LA FECHA PERO NO SÉ… YA NO LO SÉ.

»NO TENGO MIEDO, PERO ESTOY MUY NERVIOSO. ¡AL PRINCIPIO, NO ME GUSTABA SABER… AHORA NO ME GUSTA NO SABER! DIOS ME ESTA PONIENDO A PRUEBA», escribió Owen Meany.

Había mucho más; Owen estaba confundido. Me había amputado el dedo para que no tuviera que ir a Vietnam; a su juicio, había intentado apartarme físicamente de su sueño. Pero aunque me había mantenido apartado de la guerra era evidente —según su diario— que yo seguía apareciendo en el sueño. Logró apartarme de Vietnam, logró cortarme el dedo, pero no consiguió apartarme de su sueño y eso lo tenía preocupado. Si había de morir, sabía que yo tenía que estar presente… aunque ignoraba por qué. Si me había amputado el dedo para salvarme la vida, era una contradicción haberme invitado a reunirme con él en Arizona. Dios le había prometido que nada malo me ocurriría y Owen Meany se aferraba a esa convicción.

«¡QUIZÁ SOLO SEA UN SUEÑO!», repitió. «QUIZÁ LA FECHA SOLO SEA UN PRODUCTO DE MI IMAGINACIÓN. ¡PERO ESTABA ESCRITA EN PIEDRA… ESTA “ESCRITA EN PIEDRA”!», agregó; se refería, naturalmente, a que ya había grabado la fecha de su muerte en su propia lápida. Pero ahora estaba confundido; ahora no estaba tan seguro.

«¿CÓMO PUEDE HABER NIÑOS VIETNAMITAS EN ARIZONA?», se preguntaba Owen; incluso le hacía una pregunta a Dios. «DIOS MIO… SI NO SALVO A ESOS NIÑOS, ¿CÓMO PUDISTE HACERME PASAR POR TODO ESTO?». Más adelante, agregó: «TENGO QUE CONFIAR EN EL SEÑOR».

Y justo antes de que el avión aterrizara en Phoenix, hizo desde el aire esta presurosa observación: «AQUÍ ESTOY OTRA VEZ… POR ENCIMA DE TODAS LAS COSAS. LAS PALMERAS SON MUY ALTAS Y ERGUIDAS… ESTOY MUY POR ENCIMA DE LAS PALMERAS. EL CIELO Y LAS PALMERAS SON UNA BELLEZA».

Fue el primero en bajar del avión; su uniforme era un sorprendente desafío al calor, el brazalete negro identificaba su misión; llevaba la bolsa de lona verde en una mano y la caja triangular de cartón en la otra. Se encaminó directamente al compartimiento de equipajes del avión; aunque no oía su voz, percibí que estaba dando órdenes a quienes manipulaban el cadáver y al operador de la carretilla elevadora… tengo la certeza de que les estaba indicando que mantuvieran la cabeza del cadáver más elevada que los pies, para que no escapara ningún fluido por los orificios. Owen hizo un saludo militar mientras bajaban del avión el cadáver en su contenedor contrachapado. Una vez que el operador sujetó el cajón, Owen saltó a uno de los dientes de la carretilla… y así, como el mascarón de proa de un buque, recorrió la corta distancia que separaba la pista del coche fúnebre.

Me encaminé por el suelo alquitranado hacia la familia, que no se había movido… sólo seguían con la vista a Owen Meany y al cadáver en su cajón. Permanecieron paralizados por la indignación, pero el mayor del Ejército se adelantó garbosamente a saludar a Owen; el chófer del largo coche gris plata abrió la puerta trasera y el empresario de pompas fúnebres se transformó en el untuoso delegado de la muerte, en el entrometido nato que era.

Owen bajó de un salto de la carretilla; tiró la bolsa de lona en el alquitrán y abrió la caja triangular de cartón. Con ayuda del mayor, desplegó la bandera… que era difícil de manipular bajo el intenso viento. De pronto se encendieron más luces en la pista; la bandera se hinchó y restalló brillante contra el cielo oscuro; torpemente, por fin Owen y el mayor lograron cubrir con ella el cajón. Una vez deslizado el cadáver en el interior del coche fúnebre, la bandera permaneció quieta y la familia —como una enorme bestia desgarbada— se aproximó al coche fúnebre y a Owen Meany.

En ese momento noté que el gigantesco larguirucho no llevaba un mono de obrero, sino ropa de fajina de la jungla… y que lo que yo había confundido con lamparones de grasa o aceite eran, en realidad, los estampados propios del camuflaje. El traje de fajina parecía auténtico, pero evidentemente el muchacho no tenía edad suficiente para «servir» y no podía decirse que el uniforme fuera del todo correcto… sus enormes pies iban calzados con unas gastadas y mugrientas zapatillas de baloncesto; además, su mata de pelo enmarañado a la altura del hombro no correspondía, sin la menor duda, a ningún reglamento del Ejército. Y no usaba un cinturón de carpintero, sino una especie de cartuchera, con algo que parecía munición sin utilizar, proyectiles cargados —al menos parte de la cartuchera estaba llena de balas—, y de diversos ganchos, presillas y cuerdas del cinturón colgaban ciertas cosas… que no eran las herramientas de un mecánico ni el equipo corriente de un reparador de teléfonos. El larguirucho portaba pertrechos del Ejército aparentemente auténticos: una herramienta para atrincheramiento, un machete, una bayoneta… aunque la vaina de esta última ni siquiera a mí me pareció propia del Ejército; estaba fabricada con un material de color verde brillante y lucía la tradicional calavera de tono naranja brillante.

La chica embarazada, a quien tomé por la hermana del monstruo larguirucho, no podía tener más de dieciséis o diecisiete años; comenzó a sollozar… e inmediatamente cerró el puño y se mordió el nudillo de la base del índice para reprimir el llanto.

—¡Mierda! —gritó la madre. El hombre de movimientos lentos que parecía su marido, cruzaba y descruzaba los fornidos brazos; espontáneamente, ante la maldición de su madre, el espectro con ropa de fajina echó la cabeza hacia atrás y lanzó otro considerable escupitajo de color fango.

—¿Quieres dejar de hacer eso? —le pidió la chica embarazada.

—Vete al carajo —respondió él.

El hombre de movimientos lentos no era tan lento como yo pensaba. Arremetió contra el muchacho y le propinó un sólido derechazo en plena mejilla que lo dejó tirado en el alquitrán, como la bolsa de lona de Owen.

—No le hables así a tu hermana —dijo el hombre.

El chico, sin moverse, le espetó:

—Vete al carajo… no es mi hermana. ¡Apenas es mi media hermana!

—No le hables así a tu padre —dijo la madre.

—No es mi padre… pedazo de tarada —replicó el muchacho.

—¡No llames «pedazo de tarada» a tu madre! —dijo el hombre, pero cuando se acercó al larguirucho tendido en el alquitrán, como si quisiera situarse en posición de darle una patada, aquél se levantó con dificultad. Blandía el machete en una mano y la bayoneta en la otra.

—Los dos sois tarados —dijo el muchacho al hombre y la mujer… y cuando su hermana volvió a ponerse a llorar, echó una vez más la cabeza hacia atrás y escupió el jugo de tabaco; no la escupió a ella, pero sí en su dirección.

Fue Owen quien le habló.

—ME GUSTA ESA FUNDA… LA DE LA BAYONETA —dijo—. ¿LA HAS HECHO TU MISMO?

Tal como yo había visto muchas veces cuando se trataba de desconocidos, toda la familia se quedó congelada al oír la voz de Owen Meany. La chica embarazada dejó de llorar; el padre —que no era el padre del larguirucho— retrocedió, apartándose de Owen, como si temiera más a La Voz que a una bayoneta o un machete, o a ambas cosas; la madre se toqueteó nerviosa el pelo pegajoso, como si Owen la hubiera impulsado a preocuparse por su aspecto. La copa de la gorra de Owen Meany apenas llegaba al pecho del muchacho, quien le dijo:

—¿Quién eres , pequeño renacuajo?

—El oficial asistente de bajas —intervino el mayor del Ejército—. Es el teniente Meany.

—Me gustaría oírselo decir a él —dijo el larguirucho, sin quitarle los ojos de encima.

—SOY EL TENIENTE MEANY —dijo mi amigo y le tendió la mano—. ¿CÓMO TE LLAMAS TÚ? —pero para poder estrecharle la mano a Owen, tendría que haber enfundado como mínimo una de sus armas y no parecía dispuesto a hacerlo. Tampoco se molestó en decirle su nombre a Owen.

—¿Qué le pasa a tu voz? —le preguntó.

—NADA… ¿QUÉ TE PASA A TI? —le preguntó Owen—. TE GUSTA DISFRAZARTE Y JUGAR A QUE ERES UN SOLDADO… ¿NI SIQUIERA SABES COMO SE LE HABLA A UN OFICIAL?

Como gallito innato que era, el larguirucho sabía respetar a alguien que fanfarroneaba.

—Sí, señor —replicó sarcásticamente.

—LAMENTO LA MUERTE DE TU HERMANO —dijo Owen Meany—. ¿NO QUIERES PRESTARLE UN POCO DE ATENCIÓN A ÉL?

—Sí, señor —dijo el muchacho con tono sereno; no sabía cómo PRESTAR UN POCO DE ATENCIÓN a su difunto hermano, de modo que fijó la vista melancólicamente en el ángulo de la bandera cercano a la puerta abierta del coche fúnebre, que de vez en cuando aleteaba con el viento.

Entonces Owen Meany circuló entre los miembros de la familia, estrechando manos, dando el pésame; la cara de la madre reflejaba tal gama de sentimientos, que parecía contradictoriamente estimulada a coquetear con él y a matarlo. El impasible padre me pareció el más desagradablemente impresionado por el raro tamaño de Owen; su pastoso semblante oscilaba entre la estupidez bestial y el desprecio. La chica embarazada se sintió muy apocada cuando Owen le dirigió la palabra.

—LAMENTO LO OCURRIDO A TU HERMANO —le dijo; le llegaba justo al mentón.

—Mi medio hermano —musitó la chica—. ¡Pero lo quería! —agregó. Su otro medio hermano, el que estaba vivo, tuvo que reprimirse violentamente para no escupir. De modo que son una familia partida en mitades o algo peor, pensé.

El mayor, en su coche —donde Owen y yo tuvimos la primera oportunidad de saludarnos, de abrazarnos, de palmearnos la espalda—, nos explicó la composición de la familia.

—Son un revoltijo, por supuesto… y todos pueden ser criminalmente retrasados —dijo. Se llamaba Rawls… y a Hollywood le habría encantado contar con él. De cerca parecía un cincuentón de tipo bronco, aunque sólo tenía treinta y siete años. Había ganado el despacho de oficial en el campo de batalla, hacia el final de la guerra de Corea; completó una gira de servicios en Vietnam como oficial ejecutivo de un batallón de infantería. El mayor Rawls se había alistado en el Ejército en 1949, a los dieciocho años. Prestó servicios en el Ejército durante diecinueve años; participó en dos guerras; lo habían postergado para un ascenso a teniente coronel y, en una época en que todos los buenos oficiales «de graduación en el campo de batalla» estaban en Washington o en Vietnam… él había terminado como profesor del ROTC gracias a su gira de servicios.

El mayor Rawls se había ganado el grado de oficial en el campo de batalla… y también una buena dosis de cinismo; hablaba en ráfagas sostenidas y explosivas… como las descargas de un arma automática.

—Pueden estar follándose todos entre sí… no me sorprendería nada en una familia como ésta —comentó el mayor Rawls—. El hermano es el rey de los chiflados… se pasa el día deambulando por el aeropuerto, observando los aviones, charlando con los soldados. No ve la hora de tener edad para ir a Vietnam. El único miembro de la familia que podría haber sido más chiflado que él es el muerto… ¡ésta era su tercera y jodida gira «de servicios»! Tendríais que haberlo visto entre una gira y otra… toda la jodida tribu vive en un estacionamiento de remolques y el sargento se pasaba todo el tiempo espiando las ventanas de los vecinos a través de una mira telescópica. Ya sabéis lo que quiero decir: enfilando a todo el mundo en la retícula. Si no hubiese vuelto a Vietnam, habría terminado con sus huesos en chirona.

»Los dos hermanos son de diferente padre… ambos muertos, no este fantoche —nos informó el mayor Rawls—. Este fantoche es el padre de esa desgraciada muchachita… no os puedo jurar quién le echó ese polvo, pero estoy seguro que es un asunto que quedó en familia. Personalmente, apuesto por el sargento… sospecho que también la había enfilado en la retícula. ¿Entendéis lo que quiero decir? Tal vez los dos hermanos se la estaban cepillando, aunque creo que el más joven está demasiado loco para que se le empine… no ve la hora de tener edad suficiente para matar.

»En cuanto a la madre… no sólo flota en el espacio, sino que está en jodida órbita —prosiguió el mayor Rawls—. ¡Y esperad a llegar al velatorio… esperad a conocer al resto de la familia! Os aseguro… que no tendrían que haber devuelto al hermano de Vietnam; ni siquiera en un cajón. ¡Lo que tendrían que haber hecho es enviar a toda su jodida familia allá! Podría ser la única forma de ganar esta jodida guerra… si entendéis lo que quiero decir.

Estábamos siguiendo al coche fúnebre gris plata, cuyo chófer conducía laboriosamente por una carretera denominada Black Canyon. Luego giramos por algo llamado Camelback Road. Las palmeras se mecían al viento en lo alto; en los pastos de Bermuda, en un barrio, vi a unos viejos sentados en sillas metálicas de jardín… pese al calor que hacía allí incluso de noche, todos se habían puesto un suéter y nos saludaron con la mano. También debían de estar locos.

Owen Meany me había presentado como su MEJOR AMIGO al mayor Rawls.

—MAYOR RAWLS… ESTE ES MI MEJOR AMIGO, JOHN WHEELWRIGHT —había dicho Owen—. ¡HA VENIDO DESDE NEW HAMPSHIRE PARA ENCONTRARSE CONMIGO!

—Es mejor que venir de Vietnam. Encantado de conocerte, John —había dicho el mayor Rawls; su apretón de manos era aplastante y conducía su coche como si todos los demás conductores del camino ya hubiesen hecho algo para ofenderlo.

Ahora, el mayor me dijo:

—¡Espera a ver la jodida funeraria!

—ES UNA ESPECIE DE FUNERARIA DE PASEO COMERCIAL —dijo Owen; al mayor Rawls le gustó la expresión y rió.

—¡Es un jodido servicio funerario de «paseo comercial»! —exclamó Rawls.

—TIENEN CRUCES DE QUITA Y PON EN LA CAPILLA —me informó Owen—. PUEDEN CAMBIARLAS SEGÚN LA CONFESIÓN DEL OFICIO QUE SE CELEBRA… TIENEN UN CRUCIFIJO DEL QUE CUELGA UN CRISTO QUE PARECE VIVO, PARA LOS CATÓLICOS. TIENEN UNA CRUZ DE MADERA SENCILLA PARA LOS PROTESTANTES DE TIPO SENCILLO. INCLUSO TIENEN UNA CRUZ EXTRAVAGANTE, CON JOYAS, PARA LOS INTERMEDIOS.

—¿Quiénes son «intermedios»? —pregunté a Owen Meany.

—Exactamente los que tenemos entre manos —contestó el mayor Rawls—. Tenemos a unos jodidos baptistas… son unos jodidos «intermedios». ¿Te acuerdas de aquel pastor imbécil, Meany? —le preguntó a Owen.

—¿SE REFIERE AL BAPTISTA QUE UTILIZAN EN LA FUNERARIA? ¡ME ACUERDO, POR SUPUESTO!

—¡Espera a conocerlo a él! —me dijo el mayor Rawls.

—No veo la hora —respondí.

Owen me hizo poner el brazalete negro.

—NO TE PREOCUPES, TENDREMOS MUCHO TIEMPO LIBRE —me dijo.

—¿Queréis salir con chicas? —nos preguntó el mayor Rawls—. Conozco a unas cuantas calentorras.

—YA LO SE —dijo Owen—. PERO NO, GRACIAS… SOLO QUEREMOS HARAGANEAR.

—Os mostraré la Sex-shop —se ofreció el mayor Rawls.

—NO, GRACIAS —repitió Owen—. SOLO QUEREMOS DESCANSAR.

—¿Qué sois… una pareja de maricas? —preguntó el mayor y rió de su propio chiste.

—TAL VEZ LO SEAMOS —dijo Owen Meany y el mayor Rawls soltó una carcajada.

—Tu amigo es el pequeño follador más divertido del Ejército —me dijo.

Era realmente una especie de funeraria de galería comercial, rodeada de una insondable impropiedad teniendo en cuenta el ramo a que se dedicaban. Al estilo de una hacienda mexicana, la empresa de pompas fúnebres —y su capilla con las cruces de quita y pon— formaba una de varias L en una larga serie de edificios estucados en blanco y rosa, comunicados entre sí. Inmediatamente contigua a la funeraria había una heladería; al lado de la capilla vi una tienda de animalitos domésticos… cuyo escaparate exponía un arreglo de serpientes que estaban en venta.

—No es extraño que el sargento quisiera volver a Vietnam —comentó el mayor Rawls.

Antes de que el untuoso funebrero preguntara quién era yo —o preguntara con qué autoridad se me permitía ver el contenido del cajón contrachapado—, Owen Meany me presentó.

—ESTE ES MISTER WHEELWRIGHT… NUESTRO EXPERTO EN CADÁVERES. ESTA EN INTELIGENCIA —dijo al funebrero—. DEBO PEDIRLE QUE NO HABLE DE ESTO.

—¡No… nunca! —contestó el funebrero; evidentemente no sabía de qué había, o podía haber, que HABLAR. El mayor Rawls puso los ojos en blanco y ahogó una carcajada seca fingiendo un acceso de tos. Un vestíbulo alfombrado nos condujo a una habitación que olía a laboratorio de química, donde dos asistentes inadecuadamente alegres estaban aflojando los tornillos del cajón de traslado… otro hombre apilaba la madera contrachapada contra una pared distante; estaba terminando de tomar un cucurucho de helado, de manera que apilaba la madera desmañadamente con la mano libre. Fueron necesarias cuatro personas para levantar el pesado ataúd, probablemente de calibre veinte, en la plataforma metálica rodante. El mayor Rawls hizo girar tres cerraduras parecidas a esos extraños cerrojos de volante de ciertos coches deportivos.

Owen Meany abrió la tapa y se asomó al interior. Poco después, se volvió hacia Rawls y le preguntó:

—¿ES ÉL?

El mayor Rawls observó el ataúd durante largo rato. El funebrero sabía que debía esperar su turno.

Finalmente, el mayor giró.

Creo que es él —dijo—. Se parece bastante —agregó. El funebrero hizo amago de acercarse al ataúd, pero Owen lo detuvo.

—POR FAVOR, PRIMERO PERMITA QUE LO VEA MISTER WHEELWRIGHT —dijo.

—¡Sí… naturalmente! —dijo el funebrero, retrocedió y susurró a sus asistentes—: ¡Es un asunto de Inteligencia… no hay que hablar de ello! —Los dos asistentes, e incluso el tío de aspecto tranquilo que manipulaba el contrachapado y el helado, intercambiaron una mirada nerviosa.

—¿Cuál fue la causa de la muerte? —preguntó el funebrero al mayor Rawls.

—ESO ES PRECISAMENTE LO QUE SE ESTA INVESTIGANDO —se apresuró a responder Owen—. ¡DE ESO ES DE LO QUE NO DEBEMOS HABLAR!

—¡Sí… naturalmente! —contestó el imbécil del funebrero.

El mayor Rawls volvió a contener la risa; tosió.

Evité mirar demasiado de cerca el cadáver del sargento. Estaba tan preparado para algo ni siquiera reconociblemente humano que, al principio, sentí un enorme alivio; no parecía haberle pasado casi nada… era un soldado entero con su uniforme verde, sus alas de aviador, su galón de sargento. Llevaba un bronceado de maquillaje y la piel de su cara parecía estirada y demasiado tensa sobre sus huesos, que eran prominentes. Había un elemento irreal en su pelo, semejante a una peluca en pleno proceso de confección. Luego mi examen del rostro del sargento me hizo percibir ciertas cosas específicas nada agradables… tenía las orejas oscuras y encogidas como ciruelas pasas, como si se le hubieran incendiado los auriculares mientras escuchaba algo; en la piel de alrededor de los ojos había sendos círculos con la forma perfecta de unas gafas protectoras, como si el hombre hubiera sido en parte mapache. Comprendí que se le habían derretido las gafas de sol contra la cara y que la tirantez de su piel era, en realidad, el resultado de que se le hubiera hinchado toda la cara… transformándola en una ampolla tersa y ceñida, que me produjo la sensación de que el terrible calor al que había estado expuesto se había generado en el interior de su cabeza.

Me sentí mal, pero más avergonzado que enfermo; me pareció una indecencia mi invasión de la intimidad del sargento… en la misma medida en que un buscador de emociones fuertes que se arrima a los restos de un accidente de carretera puede sentirse culpable por vislumbrar los cabellos sanguinolentos que sobresalen a través del limpiaparabrisas roto. Owen Meany sabía que yo no podía hablar.

—ES LO QUE MISTER WHEELWRIGHT ESPERABA… ¿VERDAD? —me preguntó Owen; asentí y me aparté.

Ni corto ni perezoso, el funebrero se precipitó al ataúd.

Francamente… cualquiera diría que podrían hacer algo mejor que esto —dijo. Con remilgos, cogió un pañuelo de papel y limpió algo que goteaba, un fluido, de la comisura de los labios del sargento—. De todos modos, a mí no me convencen los ataúdes abiertos. Esa última mirada puede partir el corazón.

—No creo que este tipo tuviera el don de partir corazones —apostilló el mayor Rawls. Pero yo pensé en un corazón que el sargento había roto; su altísimo hermano menor tenía el corazón destrozado… tenía algo mucho peor que el corazón destrozado, pensé.

Owen y yo tomamos un helado de cucurucho, al lado, mientras el mayor Rawls y el funebrero discutían sobre el «imbécil del pastor». Era sábado. Como al día siguiente sería domingo, el oficio no podría celebrarse en la Iglesia Baptista… pues en tal caso entraría en conflicto con los demás servicios dominicales. Había un pastor baptista que viajaba a la empresa de pompas fúnebres y celebraba el oficio en su flexible capilla.

—¡No querrá decir que es un pastor ambulante porque es tan imbécil como para no tener iglesia propia! —exclamó el mayor Rawls; acusó al funebrero y al pastor de trabajar juntos con frecuencia, «por dinero».

—En una iglesia también cuesta dinero… mueras donde mueras, si hay un oficio, cuesta dinero —declaró el funebrero.

—EL MAYOR RAWLS ESTA HARTO DE ESCUCHAR A ESTE BAPTISTA CONCRETO —me explicó Owen.

Cuando volvimos al coche Rawls dijo:

—No creo que nadie de esta familia haya ido a la iglesia… en toda su vida. Ese jodido funebrero los convenció de que fueran baptistas, lo sé. Con toda probabilidad les dijo que tenían que decir que eran algo… y los persuadió de que fueran baptistas. ¡Él y ese jodido pastor… son un matrimonio celebrado en el infierno!

—DE HECHO, LOS CATÓLICOS HACEN ESTAS COSAS MEJOR QUE NADIE —apuntó Owen Meany.

—¡Los jodidos católicos! —exclamó el mayor Rawls.

—NO, SON QUIENES MEJOR HACEN ESTAS COSAS… TIENEN LA SOLEMNIDAD ADECUADA, EL TIPO ADECUADO DE RITUALES, EL RITMO ADECUADO.

Me sorprendió oír que Owen Meany alabara a los católicos, pero lo dijo absolutamente en serio. Ni siquiera el mayor Rawls quiso discutir con él.

—Lo único que sé… es que nadie hace bien «estas cosas» —comentó el mayor.

—YO NO HE DICHO QUE NADIE LAS HICIERA «BIEN», SEÑOR… HE DICHO QUE LOS CATÓLICOS LAS HACEN «MEJOR»; SON QUIENES MEJOR LAS HACEN.

Le pregunté a Owen qué era lo que goteaba de la boca del sargento.

—Fenol —dijo el mayor Rawls.

—TAMBIÉN SE LLAMA ÁCIDO CARBÓLICO —aclaró Owen.

—Yo lo llamo «fenol» —insistió Rawls.

Entonces les pregunté cómo había muerto el sargento.

—Era un verdadero imbécil —dijo el mayor Rawls—. Estaba repostando un helicóptero… y cometió un estúpido error.

—UNA CIRCUNSTANCIA AGRAVANTE CUANDO SE MANIPULA ALTO OCTANAJE —dijo Owen Meany.

—No veo la hora de mostraros ese jodido «picnic-velatorio» —confesó el mayor Rawls. Aparentemente, allí nos dirigíamos… al «picnic-velatorio» que iba por su tercer día de festejos. El mayor Rawls le tocó el claxon a alguien que, en su imaginación, probablemente pretendía salir poco a poco de una calle lateral y obstaculizarnos el camino; en realidad, yo tuve la impresión de que el conductor estaba esperando a que pasáramos—. ¡Fijaos en ese imbécil! —chilló el mayor Rawls.

Atravesamos el Phoenix nocturno. Owen Meany me palmeó el dorso de la mano.

—NO TE PREOCUPES —me dijo—. SOLO TENEMOS QUE HACER ACTO DE PRESENCIA EN EL VELATORIO… PERO NO TENEMOS QUE QUEDARNOS MUCHO.

—¡No os conseguiréis escaquear! —dijo el mayor con tono exaltado—. Os digo que esta gente está a un tris de matarse entre s… ¡Es el tipo de escena de donde sacan todas sus ideas los asesinos de masas!

El mayor Rawls había exagerado. La «tribu», como llamaba él a la familia, no vivía (como él había dicho) en un estacionamiento de remolques, sino en una casa prefabricada de una planta, con paredes de aluminio turquesa; a pesar de la audaz elección del turquesa, la casa era idéntica a todas las demás, en lo que yo supongo que todavía se llama urbanización de viviendas de renta baja. El barrio se distinguía por una numerosa población de vehículos desmantelados… por cierto, había más coches en bloques de escoria, sin las ruedas o con los motores arrancados, que automóviles vivos aparcados en los bordillos o en la calzada. Y como casi todas las casas estaban construidas con materiales baratos no aislantes —y los residentes no podían permitirse el lujo o no querían molestarse en poner aire acondicionado—, el vecindario (incluso de noche) pululaba practicando al aire libre actividades que normalmente se practican de puertas adentro. Habían arrastrado afuera los televisores; mesas de juego plegables y sillas plegables daban al abarrotado suburbio la atmósfera de una miserable cafetería en la acera… y manzana tras manzana de hoyos para asadores y parrillas de carbón —que soltaban un humo oscuro y chisporroteaban grasa—, daban al recién llegado la impresión de que esa zona de Phoenix se estaba recuperando de un ataque aéreo que había incendiado el terreno y sacado a los residentes de sus casas sólo con sus pertenencias más queridas y salvables. Algunas personas mayores se columpiaban en hamacas.

Las puertas metálicas golpeaban toda la noche, los gatos se peleaban y follaban sin cesar, una cacofonía de perros remoloneaba en las inmediaciones de cada barbacoa al aire libre, y de vez en cuando el destello de un relámpago iluminaba la oscuridad, reflejando la silueta de la enredada maraña de antenas de televisión que sobresalían por encima de las casas bajas… como si una vasta red de telarañas gigantes amenazaran a la comunidad humana, inferior en número.

—Os digo que lo único que impide un asesinato aquí es que todos serían testigos —dijo el mayor Rawls.

Las tiendas —para los niños— llenaban el pequeño patio trasero de la casa del sargento; también había allí dos coches en bloques de escoria y durante la celebración del «picnic-velatorio» los más pequeños habían dormido dentro. También había una enorme barca en bloques de ceniza… una embarcación de regatas color coche de bomberos, cuya proa sobresaliente estaba rodeada por una brillante barandilla cromada. Tuve la impresión de que sería más cómodo dormir en la barca que en la casa turquesa, por cada uno de cuyos huecos asomaban las cabezas de los niños o de los adultos, con la vista fija en la oscuridad.

Uno de los grandes motores de la barca había sido retirado de la popa y sujeto al borde de un gran barril de hierro, lleno de agua; dentro funcionaba sin parar el motor… como mínimo media docena de adultos formaban corro a este despliegue de gasolina y aceite desperdiciados, y a las potentes hélices que removían el agua en el chapoteante barril. Los hombres permanecían en actitud tan reverente en torno a esta demostración de potencia, que el mayor Rawls, Owen y yo casi esperábamos que el barril alzara el vuelo… o al menos que se alejara por su propia cuenta.

Mediante la maravilla de un largo cable de prolongación, habían colocado en posición prioritaria un televisor, sobre la hierba seca y amarronada; un grupo de hombres miraba un partido de béisbol, por supuesto. ¿Y dónde estaban las mujeres? Apiñadas por edad o matrimonio o divorcio o grado de embarazo, las mujeres permanecían dentro de la casa sofocante, donde la temperatura semejante a la de un horno parecía haberlas marchitado, como a las lacias verduras crudas tiradas en un surtido de cuencos junto a la diversidad de «mojos» que iban por su tercer día de exposición al aire fétido.

También dentro la pila estaba llena de hielo, donde uno podía buscar en vano una cerveza fresca. La madre de pelo rosa, pegajoso y apilado, estaba apoyada con dejadez en la nevera, a la que parecía custodiar para que nadie la tocara; de vez en cuando arrojaba la ceniza de su cigarrillo en lo que distraídamente suponía que era un cenicero… aunque se trataba de una bandejita con nueces creativamente mezcladas con cereales de desayuno.

—¡Aquí viene el jodido Ejército! —exclamó… al vernos. Estaba bebiendo algo que olía a bourbon en un vaso largo… decorado con un mal dibujo al aguafuerte de un faisán, o un urogallo, o una codorniz.

No fue necesario presentarme, aunque Owen y el mayor Rawls lo intentaron varias veces. De cualquier manera, no todos conocían a todos los demás; era difícil distinguir a la familia de los vecinos, y ni siquiera se tenían en cuenta especificidades tales como qué hijos eran descendientes del matrimonio anterior o actual de quién. Los parientes de Yuma y Modesto —al margen del incómodo hecho de que sus hijos, y quizás ellos mismos, se alojaban en tiendas y coches desmantelados— se mezclaban, sencillamente.

El padre que había golpeado a su hijastro en el aeropuerto estaba borracho como una cuba y había perdido el conocimiento en un dormitorio, dejando la puerta abierta; estaba despatarrado, no en la cama sino en el suelo, al pie de la cama, donde cuatro o cinco críos se habían pegado a otro televisor, con la atención fija en una serie de crímenes que seguramente no contenían para ellos ninguna sorpresa.

—Si encuentras aquí a una mujer, te pago el hotel —me dijo Rawls—. He estado trabajando en este escenario dos noches seguidas… esta es la tercera. Te aseguro que no hay una sola mujer a la que pudieras atreverte a hacerle una insinuación… aquí no. ¡Lo mejor que he visto es la hermana embarazada… imagínatelo!

Lo imaginé: la hermana embarazada era la única que había tratado de ser amable con nosotros; intentaba ser especialmente amable con Owen.

—Tu trabajo es muy duro —le dijo.

—NO TAN DURO COMO ESTAR EN VIETNAM —respondió él cortésmente.

La hermana embarazada también tenía un trabajo duro, pensé; daba la impresión de hacer un esfuerzo constante por no ser golpeada por su madre o su padre, o violada por éste, o violada y golpeada por su medio hermano menor… o alguna combinación de estas circunstancias, o todas.

—ME PREOCUPA TU HERMANO… ME REFIERO A TU MEDIO HERMANO, EL CHICO ALTO —le dijo Owen—. IRÉ A CONVERSAR CON ÉL. ¿DÓNDE ESTA?

La chica parecía demasiado asustada para hablar, pero finalmente dijo:

—Sé que tienes que darle la bandera a mi madre… en el funeral. Y sé lo que hará… cuando se la entregues. Ha dicho que te escupirá. Y la conozco: sé que lo hará. ¡Te escupirá a la cara!

—A VECES OCURRE. ¿DÓNDE ESTA EL CHICO ALTO… TU MEDIO HERMANO? ¿CÓMO SE LLAMA?

—¡Si Vietnam no hubiese matado a ese cabrón, alguna otra cosa lo habría matado… eso es lo que yo digo! —soltó la hermana embarazada y rápidamente paseó la mirada a su alrededor, temerosa de que alguien de la familia la hubiera oído.

—NO TE PREOCUPES POR EL FUNERAL —le dijo Owen—. ¿DÓNDE ESTA EL CHICO ALTO? ¿CÓMO SE LLAMA? —había una puerta cerrada que daba a un estrecho pasillo y la chica la señaló, cautelosamente.

—No le digas que te lo dije —susurró.

—¿CÓMO SE LLAMA? —insistió Owen.

La chica embarazada miró de un lado a otro para cerciorarse de que nadie la observaba; tenía una mancha de mostaza en la tripa hinchada de su vestido arrugado.

—Dick —dijo y se apartó.

Owen llamó a la puerta.

—Cuidado, Meany —le aconsejó el mayor Rawls—. Conozco a la policía y sé que en el aeropuerto nunca le quitan los ojos de encima.

Owen volvió a llamar a la puerta, más insistentemente.

—¡Vete al carajo! —gritó Dick a través de la puerta cerrada.

—¡ESTÁS HABLANDO CON UN OFICIAL! —le recordó Owen Meany.

—¡Vete al carajo, señor! —gritó Dick.

—ESO ESTA MEJOR. ¿QUÉ HACES ENCERRADO ALLÍ? ¿UNA PAJA?

El mayor Rawls nos apartó de un empujón; estábamos los tres a un costado cuando Dick abrió la puerta. Se había puesto otros pantalones de fajina, iba descalzo y con el pecho descubierto; se había ennegrecido la cara con algo que parecía betún… como si tuviera pensado dedicarse, después de que se retiraran los juerguistas, a actividades clandestinas en el peligroso vecindario. Con la misma pintura negra se había dibujado círculos alrededor de las tetillas… como ojos de buey gemelos sobre su pecho.

—Adelante —dijo y retrocedió al interior, donde sin duda había estado soñando sin cesar con hacer una carnicería del Vietcong.

La habitación apestaba a marihuana; Dick terminó la pequeña colilla del porro que sostenía con unas pinzas… sin ofrecernos la última chupada. El difunto piloto de helicópteros, el sargento, se llamaba Frank Jarvits… pero Dick prefería llamarlo por su «nombre de asesino de congs», el que le habían puesto sus colegas de Nam, que era «Hubcap».[9] Dick nos mostró, muy orgulloso, todos los recuerdos que Hubcap había logrado contrabandear desde Vietnam. Había varias bayonetas, unos cuantos machetes, una colección de «escarabajos acuáticos» envueltos en plástico, y un casco con una raída badana… que llevaba escrito el posesivo «Sombrero de Hubcap» con algo que parecía sangre. Había un fusil de asalto AK-47 que Dick desmontó en la culata, el cañón, el receptáculo, el cerrojo… y así sucesivamente. Volvió a montar en un santiamén el arma de fabricación soviética. Sus ojos pétreos destellaron en una breve emoción pasajera al ganar nuestra aprobación; había querido mostrarnos cómo había desmontado Hubcap el fusil a fin de meterlo de contrabando en los Estados Unidos. También había dos granadas de la China comunista… esas granadas en forma de botella con la parte gorda serrada y la cuerda de la espoleta en el extremo en forma de pipa del cuello de la botella.

—No explotan tan bien como las nuestras pero pueden mandarte a Leavenworth por birlar una Eme-sesenta-y-siete… me lo dijo Hubcap. —Dick fijó una mirada entristecida en las dos granadas chinas; luego levantó una—. Jodida mierda Chicom —dijo—, pero capaz de un buen trabajito —nos mostró cómo había pegado el sargento el extremo de la granada, donde está la cuerda del percutor; a continuación Hubcap había pegado todas las granadas en cartón, colocando una de ellas en un equipo de afeitar y la otra en una bota de combate—. Llegan a casa como equipaje de mano.

Aparentemente, varios «colegas» habían estado implicados en traer el fusil de asalto AK-47; distintos tipos habían traído diferentes piezas.

—Así es como se hace —dijo Dick sabiamente… meneando la cabeza al ritmo de la melodía que tocaba la marihuana—. La cosa se puso jodida después del sesenta y seis por el tráfico de drogas… empezaron a revisar más a fondo los equipos, ya sabéis.

Las paredes de la habitación estaban festoneadas de cartucheras colgantes, un surtido de ropa de fajina y prendas de uniformes que no hacían juego. El larguirucho vivía soñando con alcanzar la edad legal para matar legalmente.

—¿Por qué no estás en Nam? —le preguntó a Owen—. ¿Eres demasiado pequeñajo… o qué?

Owen prefirió hacer caso omiso de él, pero el mayor Rawls dijo:

—El teniente Meany ha solicitado el traslado a Vietnam… y está previsto que vaya en breve.

—¿Cómo es que no estás allá? —preguntó Dick al mayor.

—¡CÓMO ES QUE NO ESTA USTED ALLÁ, SEÑOR! —lo corrigió Owen Meany.

Dick cerró los ojos y sonrió; cabeceó, o se instaló en un ensueño, un par de segundos. Luego dijo al mayor Rawls:

—¿Cómo es que no está usted allá, señor?

—Ya he estado —contestó Rawls.

—¿Cómo es que no ha vuelto? —le preguntó Dick—. Señor… —agregó de mala manera.

—Aquí tengo un trabajo mejor —replicó el mayor Rawls.

—Bueno, alguien tiene que hacer los trabajos sucios… ¿verdad? —preguntó el larguirucho.

—CUANDO ENTRES EN EL EJERCITO, ¿QUÉ CLASE DE TRABAJO CREES QUE HARAS? —preguntó Owen al muchacho—. CON LA ACTITUD QUE TIENES, NO LLEGARAS A VIETNAM… NO IRAS A LA GUERRA, SINO A LA CÁRCEL. NO SE NECESITA SER LISTO PARA IR A LA GUERRA —dijo Owen Meany—, PERO HAY QUE SER MÁS LISTO QUE .

El muchacho cerró los ojos y volvió a sonreír. Asintió con la cabeza. El mayor Rawls sacó un lápiz y golpeteó el cañón del fusil de asalto. El sonido devolvió a Dick a la vida, momentáneamente.

—Será mejor que no lleves a éste nene al aeropuerto, muchacho —dijo el mayor Rawls—. Más te valdrá no aparecer por allí con el fusil ni con las granadas. —El larguirucho volvió a cerrar los ojos y Rawls le golpeteó la frente con el lápiz. El muchacho parpadeó; en sus ojos aparecía y desaparecía el encono, un encono fugaz y flotante, como nubes o humo—. Ni siquiera sé si esas bayonetas o machetes son legales… ¿me entiendes? Más te vale dejarlos guardados en sus vainas.

—A veces los polis me los quitan… a veces me los devuelven el mismo día —noté que podía contar cada una de las costillas de Dick, cada músculo de su estómago. Vio que lo miraba y preguntó—: ¿Quién es el tío sin uniforme?

—ES DEL SERVICIO SECRETO —dijo Owen. Dick parecía impresionado, pero al igual que el encono, la sensación flotó y pasó.

—¿Vas armado? —me preguntó Dick.

—NO ES DE ESE TIPO DE SERVICIO SECRETO, SINO DE INTELIGENCIA —dijo Owen Meany y Dick volvió a cerrar los ojos: en su opinión, evidentemente no había ninguna inteligencia que no fuera armada.

—LAMENTO LO OCURRIDO A TU HERMANO —dijo Owen… mientras salíamos.

—Nos veremos en el funeral —dijo el mayor Rawls al larguirucho.

—¡Yo no voy a ningún jodido funeral!, —le espetó Dick—. Cierra la puerta, Señor de Inteligencia —me dijo, y la cerré.

—Fue un buen intento, Meany —dijo el mayor Rawls y le apoyó una mano en el hombro—. Pero ese animal no tiene salvación.

—NO NOS CORRESPONDE NI A USTED NI A MI… SEÑOR, NO NOS CORRESPONDE A NOSOTROS DECIR QUIEN «NO TIENE SALVACIÓN».

Ahora el mayor Rawls apoyó una mano en mi hombro.

—Te digo que Owen es demasiado bueno para este mundo —sentenció.

Cuando salíamos de la casa turquesa, la hija embarazada estaba tratando de reanimar a su madre, que yacía en el suelo de la cocina. El mayor Rawls miró la hora.

—Justo a la hora prevista —dijo—. Lo mismo que anoche, lo mismo que anteanoche. Los picnics ya no son lo que eran… para no hablar de los «picnic-velatorios».

—¿QUÉ LE PASA A ESTE PAÍS? —preguntó Owen Meany—. DEBERÍAMOS ESTAR TODOS EN CASA, CUIDANDO A GENTE COMO ESTA. ¡EN CAMBIO, MANDAMOS A GENTE COMO ESTA A VIETNAM!

El mayor Rawls nos llevó al hotel —un lugar modestamente bonito, de tipo hacienda—, donde una piscina con luces sumergidas producía el perturbador efecto de agrandar y deformar considerablemente a los nadadores. Pero no había muchos; después de que Rawls se invitara a sí mismo a una dolorosa cena tardía —y que por fin se fuera—, Owen Meany y yo quedamos solos. Nos sentamos en el agua, en la parte poco profunda de la piscina, bebiendo y bebiendo cerveza, contemplando el inmenso cielo del sudoeste.

—A VECES ME GUSTARÍA SER UNA ESTRELLA. ¿TE ACUERDAS DE ESA ESTÚPIDA CANCIÓN? «CUANDO LE PIDES UN DESEO A UNA ESTRELLA, NO IMPORTA QUIEN ERES». ¡DETESTO ESA CANCIÓN! NO QUIERO «PEDIRLE UN DESEO A UNA ESTRELLA», QUISIERA SER UNA ESTRELLA… TENDRÍA QUE HABER UNA CANCIÓN SOBRE ESTO —protestó Owen Meany, quien según mis cálculos iba por la sexta o séptima cerveza.

El mayor Rawls nos despertó con una llamada telefónica a primera hora de la mañana.

No vengáis al jodido funeral… la familia está armando jaleo por el servicio. No quieren la presencia de ningún militar, nos han dicho que podemos guardarnos la bandera de los Estados Unidos… no la quieren.

—POR MI, DE ACUERDO —contestó Owen Meany.

—De modo que podéis volveros a dormir —dijo el mayor.

—POR MI, TAMBIÉN DE ACUERDO —contestó Owen.

De manera que no llegué a conocer al famoso «pastor baptista», el llamado «baptista ambulante». El mayor Rawls me contó, más tarde, que la madre había escupido al pastor y al funebrero… probablemente lamentando haber renunciado a la oportunidad de escupir a Owen cuando le entregara la bandera de los Estados Unidos.

Era el domingo 7 de julio de 1968.

Después de la llamada del mayor, volví a dormirme, pero Owen se puso a escribir su diario.

«¿QUÉ LE PASA A ESTE PAÍS?», escribió. «EXISTE UNA ESTÚPIDA MENTALIDAD DE “DESQUITE”… UNA COLERA SÁDICA». Encendió el televisor, pero lo dejó sin volumen; cuando desperté, mucho más tarde, seguía escribiendo en el diario y viendo a un telepredicador… sin sonido.

—ES MEJOR CUANDO NO HAY QUE OÍR LO QUE DICEN —me comentó.

En el diario, escribió: «¿ESTE PAÍS ES TAN INMENSO QUE NECESITA SIMPLIFICARLO TODO? CONSIDEREMOS LA GUERRA: O TENEMOS UNA ESTRATEGIA PARA “GANARLA”, LO QUE —A OJOS DEL MUNDO— NOS CONVIERTE EN ASESINOS, O ESTAMOS MURIENDO, SIN COMBATIR PARA GANAR. CONSIDEREMOS LO QUE LLAMAMOS “POLÍTICA EXTERIOR”: NUESTRA “POLÍTICA EXTERIOR” ES UN EUFEMISMO DE RELACIONES PUBLICAS, Y NUESTRAS RELACIONES PUBLICAS EMPEORAN DÍA A DÍA. ESTAMOS SIENDO DERROTADOS Y NO SOMOS BUENOS PERDEDORES.

»Y CONSIDEREMOS LO QUE LLAMAMOS “RELIGIÓN”: ¡ENCIENDE CUALQUIER TELEVISIÓN CUALQUIER DOMINGO POR LA MAÑANA! FIJATE EN LOS COROS DE LOS POBRES E IGNORANTES… Y EN ESOS HORRENDOS PREDICADORES QUE NOS VENDEN VIEJAS HISTORIAS DE JESÚS COMO SI FUERA COMIDA-BASURA. EN BREVE HABRÁ UN PREDICADOR EN LA CASA BLANCA; EN BREVE HABRÁ UN CARDENAL EN LA CORTE SUPREMA. ALGÚN DÍA HABRÁ UNA EPIDEMIA… APUESTO QUE UNA MARAVILLA DE ENFERMEDAD SEXUAL. ¿Y QUE DIRÁN NUESTROS IMPAGABLES LIDERES, NUESTROS CABEZAS DE LA IGLESIA Y EL ESTADO… QUE NOS DIRÁN? ¿CÓMO NOS AYUDARAN? PUEDES TENER LA CERTEZA DE QUE NO NOS CURARAN… PERO ¿CÓMO NOS RECONFORTARAN? ENCIENDE EL TELEVISOR… Y HE ALLÍ LO QUE DIRÁN NUESTROS IMPAGABLES LIDERES, NUESTROS CABEZAS DE IGLESIA Y DE ESTADO DIRÁN: “¡TE LO HABÍA DICHO!”. DIRÁN: “ESO ES LO QUE TE PASA POR ANDAR FOLLANDO… TE DIJE QUE NO LO HICIERAS HASTA DESPUÉS DEL MATRIMONIO”. ¿NO VE CUALQUIERA EN QUE ANDAN ESTOS BOBALICONES? ESTOS FARISEOS FANÁTICOS NO SON “RELIGIOSOS”, SU SABIDURÍA CASERA NO ES “MORALIDAD”.

»A ESO SE ENCAMINA ESTE PAÍS… SE ENCAMINA A UN EXCESO DE SIMPLIFICACIÓN. ¿QUIERES VER A UN PRESIDENTE DEL FUTURO? ENCIENDE CUALQUIER TELEVISIÓN CUALQUIER DOMINGO POR LA MAÑANA… BUSCA A UNO DE ESOS CHARLATANES: ¡ES ÉL, ESE ES EL NUEVO MINISTRO PRESIDENTE! ¿Y QUIERES VER EL FUTURO DE TODOS ESOS CHICOS QUE CAERÁN EN LAS GRIETAS DE NUESTRA SOCIEDAD GRANDIOSA, ENORME Y CHAPUCERA? ACABO DE CONOCERLO; ES UN CHICO ALTO, FLACO, DE QUINCE AÑOS, Y SE LLAMA “DICK”. DA BASTANTE MIEDO. LO QUE LE PASA NO ES DISTINTO A LO QUE LE PASA AL TELEPREDICADOR… NUESTRO FUTURO PRESIDENTE. LO QUE LES PASA A AMBOS ES QUE ESTÁN ABSOLUTAMENTE SEGUROS DE TENER RAZÓN. ESO DA BASTANTE MIEDO… EL FUTURO, CREO, ASUSTA».

En ese momento desperté y lo vi hacer una pausa en la escritura. Miraba fijamente al predicador de la tele, a quien no oía; el predicador hablaba sin parar, agitando los brazos, mientras a sus espaldas permanecía un coro de hombres y mujeres con vestimentas ridículas… no estaban cantando, pero se balanceaban hacia atrás y hacia delante y sonreían; sus labios estaban tan firme y uniformemente cerrados que daban la impresión de zumbar, o de lo contrario habían comido algo que los dejó en trance; o lo que decía el predicador los ponía en trance.

—¿Qué estás haciendo, Owen? —le pregunté.

Fue entonces cuando dijo:

—ES MEJOR CUANDO NO HAY QUE OÍR LO QUE DICEN.

Pedí un suculento desayuno para los dos… ¡nunca habíamos tenido servicio de habitación con anterioridad! Mientras me duchaba, Owen escribió un poco más en el diario.

«NO SABE POR QUÉ ESTA AQUÍ, Y NO ME ATREVO A DECÍRSELO», escribió. «YO NO SÉ POR QUÉ ESTA AQUÍ… SOLO SE QUE TIENE QUE ESTAR. PERO NI SIQUIERA “SÉ” ESO… YA NO. ¡NO TIENE SENTIDO! ¿DÓNDE ESTA VIETNAM… EN TODO ESTO? ¿DÓNDE ESTÁN ESOS POBRES NIÑOS? ¿SOLO FUE UN SUEÑO ESPANTOSO? ¿ESTOY LOCO, SENCILLAMENTE? ¿MAÑANA SOLO SERA OTRO DÍA?»

—Bien —dije, mientras desayunábamos—. ¿Qué quieres hacer hoy?

Me sonrió.

—NO IMPORTA LO QUE HAGAMOS… PASÉMOSLO BIEN —dijo Owen Meany.

Preguntamos en la recepción dónde podíamos jugar al baloncesto; Owen quería practicar el tiro, por supuesto, y yo pensé que, especialmente con semejante canícula, un gimnasio sería un lugar fresco y agradable para pasar un par de horas. Estábamos seguros de que el mayor Rawls podía hacernos entrar a cualquier instalación deportiva del estado de Arizona, pero no queríamos pasar el día con él ni alquilar un coche y buscar un lugar donde jugar solos al baloncesto. El recepcionista dijo:

—Esta es una ciudad de golf y de tenis.

—NO IMPORTA —dijo Owen—. ESTOY SEGURO DE QUE HEMOS PRACTICADO BASTANTE ESE TONTO TIRO.

Intentamos dar un paseo, pero yo afirmé que el calor nos mataría.

Comimos opíparamente en el patio, junto a la piscina; entre un plato y otro entrábamos y salíamos del agua y cuando terminamos el almuerzo seguimos bebiendo cerveza y refrescándonos en la piscina. Teníamos todo el motel prácticamente para nosotros solos; los camareros y el barman nos miraban constantemente… debían de pensar que estábamos locos o que éramos de otro planeta.

—¿DÓNDE ESTA TODO EL MUNDO? —preguntó Owen al barman.

—No hacemos mucho negocio en esta época del año —confesó el barman—. ¿En qué negocio está usted? —preguntó a Owen.

—EN EL DE LA MUERTE —dijo Owen Meany. Después nos sentamos en la piscina, riéndonos al comentar que el negocio de la muerte no era de temporada.

Más o menos a media tarde, Owen empezó a jugar a lo que llamaba «JUEGO DEL RECUERDO».

—¿RECUERDAS EL DÍA QUE CONOCISTE A MISTER FISH? —me preguntó.

Dije que no lo recordaba… me parecía que Mr. Fish siempre había estado presente.

—SE LO QUE QUIERES DECIR. ¿RECUERDAS LO QUE LLEVABA PUESTA TU MADRE CUANDO ENTERRAMOS A SAGAMORE?

No logré recordarlo.

—EL SUÉTER NEGRO DE ESCOTE EN V Y LOS PANTALONES DE FRANELA GRIS… QUIZÁS ERA UNA FALDA LARGA, GRIS —agregó.

—No creo que tuviese una falda gris larga —dije.

—CREO QUE TIENES RAZÓN —dijo—. ¿TE ACUERDAS DE LA VIEJA CHAQUETA DEPORTIVA DE DAN… LA QUE PARECÍA HECHA CON ZANAHORIAS?

—¡Del color exacto de su pelo!

—¡A ESA ME REFIERO! —dijo Owen Meany.

—¿Te acuerdas de los disfraces de vaca de Maribeth Baird? —le pregunté.

—ERAN UN PROGRESO RESPECTO A LOS TÓRTOLOS. ¿RECUERDAS A ESOS ESTÚPIDOS TÓRTOLOS?

—¿Te acuerdas cuando Barb Wiggin te provocó una erección? —le pregunté.

—¡RECUERDO CUANDO GERMAINE TE PROVOCO A TI UNA ERECCIÓN! —dijo.

—¿Recuerdas tu primera erección? —le pregunté. Los dos guardamos silencio. Imaginé que Hester me había provocado la primera erección y no quería decírselo a Owen; imaginé que mi madre le había provocado la primera a él, y probablemente por eso callaba.

Por fin, dijo:

—ES COMO LO QUE DICES TU DE MISTER FISH… CREO QUE EN MÍ SIEMPRE ESTUVO PRESENTE UNA ERECCIÓN.

—¿Recuerdas a Amanda Dowling? —le pregunté.

—¡NO ME PONGAS LA PIEL DE GALLINA! —exclamó—. ¿TE ACUERDAS DEL JUEGO CON EL ARMADILLO?

—¡Por supuesto! —contesté—. ¿Te acuerdas cuando Maureen Early se meó encima?

—¡SE MEO DOS VECES! —dijo—. ¿TE ACUERDAS CUANDO TU ABUELA GIMIÓ COMO UN HADA MALIGNA?

—Nunca lo olvidaré. ¿Te acuerdas cuando te desataste de la cuerda en la cantera y te escondiste… mientras nadábamos?

—ME DEJASTEIS AHOGAR… ME DEJASTEIS MORIR.

Cenamos junto a la piscina; bebimos cerveza en el agua hasta mucho después de medianoche… cuando el barman nos informó que no estaba autorizado a servirnos más.

—De todos modos se supone que no se puede beber dentro de la piscina —dijo—. Podrían ahogarse. Y yo debo irme a casa —concluyó.

—TODO COMO EN EL EJERCITO —dijo Owen—. REGLAS, REGLAS, REGLAS.

Nos llevamos un cartón de seis cervezas y un cubo con hielo a nuestra habitación; vimos Última Sesión y después Sesión de Madrugada… al tiempo que intentamos recordar todas las películas que habíamos visto. Yo estaba tan borracho que no recuerdo las que vimos en Phoenix aquella noche. Owen Meany estaba tan borracho que se quedó dormido en la bañera; se había metido allí porque, dijo, echaba de menos estar sentado en la piscina. Claro que desde la bañera no podía ver la película… e insistió en que se la describiera.

—¡Ahora ella está besando su fotografía! —le grité.

—¿CUÁL ESTA BESANDO LA FOTOGRAFÍA DE EL… LA RUBIA? —me preguntó—. ¿QUÉ FOTO?

Seguí contándole la película hasta que lo oí roncar. Entonces vacié el agua de la bañera y lo alcé para sacarlo… era muy ligero, no pesaba nada. Lo sequé con una toalla; no se despertó. Murmuraba en su sueño etílico.

—SE QUE ESTÁS AQUÍ POR UNA RAZÓN —dijo.

Cuando lo arropé en su cama, abrió los ojos de golpe y dijo:

—DIOS… ¿POR QUÉ NO HA CAMBIADO MI VOZ, POR QUÉ ME HAS DADO ESTA VOZ? TIENE QUE HABER UNA RAZÓN —cerró los ojos y agregó—: WATAHANTOWET.

Cuando me acosté y apagué la luz, le di las buenas noches.

—Buenas noches, Owen —dije.

—NO TENGAS MIEDO. NADA MALO TE OCURRIRÁ —dijo Owen Meany— TU PADRE NO ES TAN MAL TIPO.

Cuando desperté por la mañana, tenía una terrible resaca; Owen ya estaba despierto… y escribía en el diario. Fue su última anotación… fue en ese momento cuando escribió: «¡HOY ES EL DÍA! “… QUIEN CREA EN MI, AUNQUE ESTE MUERTO VIVIRÁ; QUIEN VIVA Y CREA EN MI, NUNCA MORIRÁ”».

Era el lunes 8 de julio de 1968… la fecha que Owen había visto en el sepulcro de Scrooge.

El mayor Rawls nos recogió en el hotel y nos llevó al aeropuerto… al así llamado Sky Harbor. Pensé que Rawls había cambiado de personalidad —no estaba nada locuaz, se limitó a refunfuñar algo sobre una «cita fallida»—, pero Owen ya me había advertido que tenía un humor tornadizo.

—NO ES MAL TIPO… PERO SABE QUE SU BARCO NO SIEMPRE LLEGARA A BUEN PUERTO —había dicho Owen Meany del mayor Rawls—. ES DE LA VIEJA GUARDIA, DEL EJERCITO DE ZAPATOS MARRONES… LE GUSTA FINGIR QUE NO TIENE LA MENOR EDUCACIÓN, PERO LO ÚNICO QUE HACE ES LEER; NI SIQUIERA VA AL CINE. Y NUNCA HABLA DE VIETNAM… SOLO ALGÚN COMENTARIO CRÍPTICO DICIENDO QUE EL EJERCITO NO LO PREPARO PARA MATAR A MUJERES Y NIÑOS, NI PARA SER MATADO POR ELLOS. POR ALGUNA RAZÓN QUE IGNORO, NO LO ASCENDIERON A TENIENTE CORONEL; PRÁCTICAMENTE SE HAN ACABADO SUS VEINTE AÑOS EN EL EJERCITO Y ESTA AMARGADO POR ELLO… SOLO ES MAYOR. AÚN NO HA LLEGADO A LOS CUARENTA Y ESTÁN A PUNTO DE RETIRARLO.

El mayor Rawls se quejó de que íbamos demasiado temprano al aeropuerto; aún faltaban dos horas para mi vuelo a Boston. Owen no había reservado ningún vuelo a Tucson… aparentemente salían aviones con mucha frecuencia de Phoenix a Tucson y él esperaría a que me fuera; luego cogería el siguiente avión.

—Hay lugares mejores que este jodido aeropuerto para perder el tiempo —protestó el mayor Rawls.

—NO TIENE POR QUÉ PERDER EL TIEMPO CON NOSOTROS… SEÑOR —dijo Owen Meany.

Pero Rawls no quería quedarse solo; no tenía ganas de hablar, pero quería compañía… o no sabía lo que quería. Entró con paso cansino en la sala de juegos y se puso a jugar en las tragaperras con unos jóvenes reclutas. Cuando éstos se enteraron de que había estado en Vietnam, lo bombardearon a preguntas; su única respuesta fue:

—Es una guerra imbécil… y vosotros sois unos imbéciles si queréis ir —el mayor Rawls les señaló a Owen—. ¿Queréis ir a Vietnam? Hablad con él… id a ver a aquel teniente pequeñito. Es otro imbécil que quiere ir a Vietnam.

Casi todos los nuevos reclutas iban camino de Fort Huachuca; tenían el pelo tan corto que en el cuero cabelludo se les veían las costras dejadas por la maquinilla de afeitar… la mayoría de los destinados a Fort Huachuca probablemente serían trasladados en breve a Vietnam.

—Parecen bebés —dije a Owen.

—LOS BEBÉS HACEN LA GUERRA —me contestó Owen Meany; dijo a los jóvenes reclutas que creía que les gustaría Fort Huachuca—. SIEMPRE BRILLA EL SOL. Y NO HACE TANTO CALOR COMO AQUÍ. —No dejaba de mirar la hora.

—Tenemos mucho tiempo —le dije y me sonrió… esa vieja sonrisa con leve conmiseración y leve desdén.

Aterrizaron algunos aviones; despegaron otros. Algunos reclutas partieron hacia Fort Huachuca.

—¿Usted no viene, señor? —le preguntaron a Owen Meany.

—MÁS TARDE —les dijo—. OS VERÉ MÁS TARDE.

Llegaron nuevos reclutas y el mayor Rawls siguió jugando con éxito… era un profesional de las tragaperras.

Me quejé del alcance de mi resaca; la de Owen debía de ser peor —o como mínimo tan atroz como la mía— pero, supongo ahora, él la estaba saboreando; sabía que era su última resaca. Luego volvió a sumirse en la confusión y debió de sentir que no sabía absolutamente nada. Estaba sentado a mi lado y lo vi pasar del nerviosismo a la depresión, del miedo al júbilo. Pensé que era debido a la resaca, pero en un minuto dado debía de pensar: «QUIZÁS OCURRA EN EL AVIÓN». Un minuto después, probablemente decía para sus adentros: «NO HAY NIÑOS. NI SIQUIERA TENGO QUE IR A VIETNAM… TODAVÍA PUEDO LIBRARME».

De repente, como llovido del cielo, me dijo:

—NO ES NECESARIO SER UN GENIO PARA SER MÁS LISTO QUE EL EJERCITO.

Yo no sabía de qué hablaba, pero dije:

—Supongo que no.

Y un minuto después, debía de estar pensando: «¡SOLO ERA UN SUEÑO DELIRANTE! ¿QUIEN CUERNOS SABE LO QUE SABE DIOS? ¡TENDRÍA QUE HACERME VER POR UN PSIQUIATRA!».

A veces se levantaba y paseaba; miraba a su alrededor, buscaba niños; estaba buscando a su asesino. No dejaba de mirar la hora.

Cuando anunciaron mi vuelo a Boston —partiría media hora después—, Owen sonrió de oreja a oreja.

—¡ESTE PUEDE SER EL DÍA MÁS FELIZ DE MI VIDA! —dijo—. ¡TAL VEZ NO OCURRA NADA!

—Me parece que todavía estás borracho —le dije—. Ya verás cuando llegue la resaca.

Acababa de aterrizar un avión; llegaba desde algún lugar de la Costa Oeste y carreteaba por la pista. Oí jadear a Owen Meany y me volví para ver qué estaba mirando.

—¿Qué te pasa? —le pregunté—. Sólo son pingüinos.

Las monjas —eran dos— habían ido a recibir a alguien que venía en el avión de la Costa Oeste; estaban ante la puerta de la pista. Las primeras personas que bajaron del avión también eran monjas… otras dos. Unas y otras se saludaron con la mano. Cuando bajaron los niños del avión —siguiendo de cerca a las monjas— Owen Meany dijo:

—¡AQUÍ ESTÁN!

Incluso desde la puerta de la pista, noté que eran niños asiáticos… una de las monjas que había bajado del avión también era oriental. Había unos doce niños; sólo dos eran lo bastante pequeños para ir en brazos… una de las monjas llevaba a un pequeñín, y uno de los niños mayores a otro. Había niñas y niños… la edad media sería de cinco o seis años, pero había un par de chicos de doce o trece. Eran huérfanos vietnamitas, niños refugiados.

Muchas unidades militares patrocinaban orfanatos en Vietnam; muchas tropas dedicaban su tiempo —además de los regalos que solicitaban a sus casas— para ayudar a los niños. No había un programa de refugiados oficial, patrocinado por el gobierno, para reubicar a los niños vietnamitas —no antes del otoño de Saigón, en abril de 1975—, pero algunas iglesias desplegaron bastante actividad en Vietnam durante el curso de la guerra.

El Servicio de Socorro Católico, por ejemplo; sus grupos eran responsables de acompañar a los huérfanos en su salida de Vietnam y de darles ubicación en los Estados Unidos… ya a mediados de los sesenta. Una vez en los Estados Unidos, los huérfanos entrarían en contacto con asistentes sociales de la archidiócesis o diócesis de la ciudad concreta adonde llegaban. Los luteranos también estaban comprometidos en patrocinar la reubicación de huérfanos vietnamitas.

Los niños que Owen Meany y yo vimos en Phoenix iban acompañados por religiosas del Servicio de Socorro Católico; quedarían a cargo de monjas de la archidiócesis de Phoenix, cuyo personal los llevaría a sus nuevos hogares y sus nuevas familias en Arizona. Owen y yo percibimos que los niños estaban angustiados por todo esto.

Si bien el calor no los conmocionaba —pues sin duda hacía mucho calor en su lugar de origen—, el desierto y la inmensidad del firmamento y el paisaje lunar de Phoenix debió de abrumarlos. Iban cogidos de la mano y permanecían muy juntos, rodeando de cerca a las monjas. Uno de los pequeños lloraba.

Cuando entraron en la terminal de Sky Harbor, la ráfaga de aire acondicionado los heló instantáneamente; tenían frío… se abrazaron y se frotaron los brazos. El pequeñín que lloraba trató de envolverse con el hábito de una monja. Todos se arremolinaron en un mar de confusión y —desde la sala de juego— los jóvenes reclutas se asomaron, con sus cabezas afeitadas, y los miraron fijamente. Los niños también miraron a los soldados; estaban acostumbrados a los soldados, por supuesto. Mientras los niños y los reclutas se miraban mutuamente, era evidente que entrecruzaban sentimientos encontrados; Owen Meany estaba nervioso como un ratón asustado. Una de las monjas le habló.

—Oficial —dijo.

—SI, SEÑORA… ¿EN QUE PUEDO AYUDARLA?

—Algunos niños tienen que ir al lavabo —dijo la monja; otra, más joven, rió con disimulo—. Nosotras podemos llevar a las niñas, pero si usted tuviera la amabilidad… de acompañar a los niños…

—SI, SEÑORA… SERA UN PLACER AYUDAR A LOS NIÑOS —dijo Owen Meany.

—Espera a ver lo que aquí llaman servicio de hombres —le dije, mientras lo guiaba. Owen sólo estaba concentrado en los niños. Eran siete; la monja vietnamita nos acompañó: llevaba en brazos al más pequeño. El chico que estaba llorando dejó de hacerlo en cuanto vio a Owen Meany. Todos lo observaron atentamente; habían visto muchos soldados, sí… pero nunca a uno que fuese casi tan pequeño como ellos. No le quitaban los ojos de encima.

Seguimos la marcha; cuando pasamos por la sala de juegos, el mayor Rawls estaba de espaldas a nosotros y no nos vio. En ese momento aporreaba una de las tragaperras. En el recodo de un pasillo por el que yo había pasado más temprano —y que no llevaba a ningún lado—, dejamos atrás, en las sombras, a Dick Jarvits, el hermano alto y lunático del difunto sargento.

Llevaba el traje de fajina; había agregado una cartuchera o dos a su atuendo. Aunque el pasillo era oscuro, se había puesto el tipo de gafas de sol que debieron de derretirse en la cara de su hermano cuando se incendió el helicóptero. Y como llevaba gafas oscuras, no supe si Dick vio a Owen, a mí o a los niños; pero noté que estaba boquiabierto y llegué a la conclusión de que algo acababa de sorprenderlo.

El «Servicio Temporal para Hombres» estaba tal cual lo había dejado. Las mismas fregonas y cubos, el espejo sin colgar todavía apoyado en la pared. El vasto fregadero misterioso confundió a los niños; uno de ellos intentó mear dentro, pero le señalé el atestado urinario. A uno de los niños se le ocurrió mear en un cubo, pero le mostré el retrete de la caseta improvisada de madera contrachapada. Owen Meany, el buen soldado, se paró bajo la ventana; vigilaba la puerta. De vez en cuando levantaba la vista, evaluando el ancho antepecho de la ventana de bisagras. Owen se veía especialmente menudo debajo de esa ventana, porque el antepecho estaba como mínimo a tres metros de altura… muy por encima de él.

La monja esperaba a sus niños afuera, al otro lado de la puerta.

Ayudé a un niño a abrirse la bragueta; no parecía familiarizado con las cremalleras. Todos los niños hablaban atropelladamente en vietnamita; el pequeño recinto de techo alto —como un ataúd vertical— se hacía eco de sus voces.

Ya he dicho que soy muy lento; sólo cuando oí sus aflautadas voces extranjeras recordé el sueño de Owen. Lo vi controlando la puerta, con los brazos caídos a los costados del cuerpo.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—VEN A MI LADO —dijo. Me encaminaba hacia él cuando la puerta se abrió de una patada y apareció Dick Jarvits en el vano, casi tan alto y delgado como el alto y delgado servicio; sujetaba una granada Chicom, cuidadosamente, con ambas manos—. HOLA, DICK —dijo Owen Meany.

—¡Pequeño renacuajo! —gritó Dick. Uno de los niños chilló; supongo que ya habían visto hombres en traje de fajina… creo que el pequeño que chilló también había visto antes una granada Chicom. Dos o tres niños se echaron a llorar.

DOONG SA —les dijo Owen Meany. «NO TEMÁIS», dijo a los niños—. DOONG SA, DOONG SA —insistió. No fue sólo el oír su idioma, sino la voz de Owen lo que les hizo prestarle atención… era una voz como la suya. Por eso confiaron en él, por eso lo escucharon—. DOONG SA —dijo, y dejaron de llorar.

—Este es el sitio justo para que mueras —dijo Dick a Owen—. ¡Con todos estos monos… con todos estos pequeñajos!

NAM SOON! —dijo Owen a los niños—. NAM SOON! —«¡AL SUELO!»: hasta el pequeño lo entendió. «¡AL SUELO!», les dijo Owen—. NAM SOON! NAM SOON! —todos los niños se echaron al suelo… se taparon las orejas, cerraron los ojos—. AHORA SE POR QUÉ MI VOZ NUNCA CAMBIA —me dijo Owen Meany—. ¿ENTIENDES POR QUÉ? —me preguntó.

—Sí —dije.

—TENDREMOS EXACTAMENTE CUATRO SEGUNDOS —me dijo serenamente—. NO LLEGARAS A VIETNAM, DICK —le dijo al truculento larguirucho… quien arrancó la cuerda de la espoleta y me arrojó la granada en forma de botella.

—Tendrás que pensar a toda velocidad… Jodido Mister de Inteligencia —me dijo.

Atajé la granada, aunque no era tan fácil de manipular como una pelota de baloncesto… Tuve suerte. Miré a Owen, que ya avanzaba hacia mí.

—¿LISTO? —dijo; le pasé la Chicom y abrí mis brazos para recibirlo. Saltó ligeramente hacia mis manos; lo alcé… con la misma facilidad de siempre.

A fin de cuentas, siempre había practicado eso de alzar a Owen… eternamente.

A la monja que había estado esperando a los niños, al otro lado de la puerta del «Servicio Temporal para Hombres», no le había gustado la pinta de Dick y salió corriendo a buscar a los otros soldados. Fue el mayor Rawls quien atrapó a Dick cuando huía del lavabo.

—¿Qué has hecho, jeta de mierda? —le gritó.

Dick tenía desenfundada la bayoneta. El mayor Rawls se apoderó del machete del larguirucho… y le partió el pescuezo de un solo golpe, con el borde romo de la hoja. Yo había percibido algo más amargo que la ira en los ojos glaucos y poco comunes del mayor Rawls; tal vez sólo fueran los lentes de contacto, pero no por nada había ganado un despacho de oficial en Corea. Quizá no estaba preparado para matar a un desafortunado chico de quince años, pero estaba menos preparado aún para dejarse matar por un chico que —como le había dicho a Owen— «no tenía salvación» (al menos en esta tierra).

Cuando Owen Meany dijo «¿LISTO?», calculé que le quedaban dos segundos de vida. Pero se levantó muy por encima de mis brazos… cuando lo alcé, se elevó más que de costumbre; no quería correr ningún riesgo. Subió recto, sin volver la cara hacia mí, y en lugar de dejar caer la granada en el antepecho de la ventana y abandonarla allí, se sujetó del antepecho con ambas manos, apretándola y sosteniéndola a buen resguardo con las manos y los antebrazos. Quería cerciorarse de que la granada no rodara por el antepecho y volviera a caer en el servicio. Apenas logró meter la cabeza —toda la cabeza, gracias a Dios— debajo del antepecho. Estuvo aferrado menos de un segundo.

Entonces detonó la granada; produjo un crujido de astillas, como un rayo que cae muy cerca. Hubo una proyección de fragmentos a alta velocidad; la fragmentación suele dispersarse en un diseño uniforme (me explicó el mayor Rawls, más tarde), pero el antepecho de cemento evitó que ningún fragmento nos alcanzara a mí ni a los niños. Lo que nos golpeó fue el material que rebotaba del techo… una granizada cerrada y punzante que tableteó como una ametralladora alrededor del lavabo, y cayeron sobre nosotros los trocitos de cemento y azulejo, los escombros de yeso. La ventana reventó y sentí un hedor acre, ardiente. El mayor Rawls, que acababa de matar a Dick, abrió la puerta de par en par e introdujo el palo de una fregona en los goznes… para que no se cerrara. Necesitábamos aire. Los niños se tapaban las orejas y lloraban; algunos sangraban por las orejas… y entonces noté que las mías también sangraban y que no oía nada. Supe —por sus expresiones— que los niños estaban llorando y supe, mirando al mayor Rawls, que estaba tratando de decirme que hiciera algo.

Me pregunté qué quería que hiciera, escuchando el dolor en mis oídos. Entonces las monjas empezaron a moverse entre los niños… y todos los niños se movieron, gracias a Dios; hacían algo más que moverse: se abrazaban, tironeaban de los hábitos de las monjas, señalaban el techo arrancado del recinto en forma de ataúd, y el agujero que despedía humo negro por encima del antepecho de la ventana.

El mayor Rawls me estaba sacudiendo por los hombros; intenté leer sus labios, porque no lo oía.

Los niños miraban a su alrededor; señalaban arriba, abajo, a todas partes. Empecé a mirar con ellos. Ahora las monjas también miraban. Entonces se me destaparon los oídos; sentí el sonido de algo que estallaba o se rasgaba, como si mis oídos se hubieran demorado en hacerse eco de la explosión, y luego oí las voces de los niños que hablaban atropelladamente, y lo que me gritaba el mayor Rawls mientras me sacudía.

—¿Dónde está? ¿Dónde está Owen? —chillaba el mayor Rawls.

Levanté la vista hacia el agujero negro, donde lo había visto aferrado por última vez. Uno de los niños tenía la mirada fija en el enorme fregadero; una monja se acercó y se asomó… se persignó y el mayor Rawls y yo avanzamos deprisa para ayudarla.

Pero la monja no necesitó nuestra ayuda; Owen era tan ligero que hasta ella podía levantarlo. Lo sacó del fregadero como si hubiera alzado a uno de los niños; después no supo qué hacer con él. Otra monja se arrodilló en el suelo lleno de escombros; se asentó sobre sus caderas y extendió delicadamente el hábito a través de sus muslos; la monja que tenía a Owen en sus brazos le apoyó la cabeza en el regazo de la que se había acomodado en el suelo. Las otras dos monjas trataban de calmar a los niños, de hacer que se apartaran de él, pero todos rodearon a Owen; todos lloraban.

DOONG SA… NO TEMÁIS —les dijo, y dejaron de llorar. Las niñas huérfanas se habían reunido en la puerta.

El mayor Rawls se quitó la corbata y trató de aplicar un torniquete… por encima del codo de uno de los brazos de Owen. Yo le quité la corbata a Owen y traté de aplicarle un torniquete —de la misma manera— en el otro brazo. A Owen Meany le faltaban los dos brazos… estaban cortados justo debajo de los codos, aproximadamente hasta las tres cuartas partes de los antebrazos; pero no había empezado a sangrar gravemente, todavía no. Después, un médico me dijo que en los primeros momentos las arterias de sus brazos debían de haber tenido un acceso de espasmos; tenía una hemorragia, pero no tan profusa como cabe esperar en una amputación tan violenta. El tejido que colgaba de los muñones de sus brazos era tan diáfano y sutil como una telaraña… tan fino e intrincado como el encaje antiguo. No tenía más heridas.

Sus brazos empezaron a sangrar copiosamente; cuanto más apretábamos los torniquetes el mayor Rawls y yo, más sangraba Owen.

—Vaya a buscar a alguien —dijo el mayor a una de las monjas.

—AHORA SE POR QUÉ TENÍAS QUE ESTAR AQUÍ —me dijo Owen—. ¿ENTIENDES POR QUÉ? —me preguntó.

—Sí —dije.

—¿RECUERDAS CUANTO PRACTICAMOS? —me preguntó.

—Lo recuerdo —respondí.

Owen trató de levantar las manos; intentó tenderme los brazos… creo que quería tocarme. En ese instante se dio cuenta de que sus brazos habían desaparecido. No pareció sorprenderse por el descubrimiento.

—¿RECUERDAS A WATAHANTOWET? —me preguntó.

—Lo recuerdo —dije.

Entonces sonrió al «pingüino» que estaba tratando de acomodarlo en su regazo; tenía la toca cubierta de sangre de Owen, y lo había envuelto en su hábito tan bien como pudo… porque Owen estaba tiritando.

—«… QUIEN VIVA Y CREA EN MI, NUNCA MORIRÁ» —le dijo Owen. La monja asintió mostrando su acuerdo y le hizo la señal de la cruz sobre su cuerpo.

Entonces Owen sonrió al mayor Rawls.

—POR FAVOR, OCÚPESE DE QUE ME DEN ALGUNA MEDALLA POR ESTO —el mayor bajó la cabeza… y oprimió más el torniquete.

Sólo durante un brevísimo instante Owen pareció afligido… algo más profundo y oscuro que el dolor cubrió su rostro y dijo a la monja que lo sostenía:

—TENGO UN FRÍO ESPANTOSO, HERMANA… ¿NO PUEDE HACER ALGO?

Entonces lo que lo había inquietado quedó atrás y volvió a sonreír… nos miró a todos con su antigua sonrisa exasperante. Después me miró sólo a mí.

—¡TE ESTÁS VOLVIENDO MÁS PEQUEÑO PERO TODAVÍA TE VEO! —dijo Owen Meany.

Entonces nos dejó. Supe, por su expresión casi alegre, que por fin había llegado tan alto como las palmeras.

El mayor Rawls se ocupó de que a Owen Meany le dieran una medalla. A mí me pidieron que hiciera un informe como testigo ocular, pero él resultó fundamental empujando el correspondiente papeleo a través de la cadena de mando militar. Otorgaron a Owen Meany la Medalla del Soldado: «Por heroísmo que implica el riesgo voluntario de la vida en condiciones distintas a las de un conflicto con una fuerza armada adversaria». Según el mayor Rawls, la Medalla del Soldado tiene más categoría que la Estrella de Bronce, aunque menos que la Legión del Mérito. Naturalmente, a mí me importaba un rábano en qué puesto se clasificaba la medalla, pero creo que Rawls tenía razón al suponer que le importaba a Owen Meany.

El mayor Rawls no asistió al funeral. Cuando hablamos por teléfono, se disculpó por no hacer el viaje a New Hampshire; yo le aseguré que entendía muy bien sus sentimientos. El mayor Rawls ya había visto su cuota de ataúdes envueltos en banderas; también había visto su cuota de héroes. El mayor Rawls nunca supo todo lo que Owen había sabido; el mayor sólo sabía que Owen había sido un héroe… no sabía que también había sido un milagro.

Digo a menudo una oración por Owen. Es una de las breves oraciones que él dijo por mi madre la noche que Hester y yo lo encontramos en el cementerio… donde había llevado la linterna porque sabía cuánto odiaba mi madre la oscuridad.

«QUE LOS ÁNGELES TE GUÍEN AL PARAÍSO», había dicho sobre la tumba de mi madre; yo digo la misma por él… sé que era una de sus favoritas.

Siempre estoy diciendo oraciones por Owen Meany.

Y con frecuencia trato de imaginar cómo podría haber respondido a Maribeth Baird cuando me habló… en el entierro de Owen. De haber podido hablar, de no haber perdido la voz… ¿qué podría haberle dicho, cómo podría haberle respondido? ¡Pobre Maribeth Baird! La dejé en el cementerio con la palabra en la boca.

«¿Te acuerdas cuando lo alzábamos?», me había preguntado. «¡Era tan fácil alzarlo!», me había dicho Maribeth Baird. «Era tan ligero… no pesaba nada. ¿Cómo podía ser tan ligero?», me había preguntado la antigua Virgen María.

Podría haberle dicho que sólo era una ilusión nuestra que Owen Meany no pesaba «nada». Sólo éramos niños —sólo somos niños—, podría haberle respondido. ¿Qué supimos nunca de Owen? ¿Qué sabíamos realmente? Teníamos la sensación de que todo era un juego… pensábamos que inventábamos todo a medida que crecíamos. De niños, teníamos la impresión de que casi todo era divertido… sin intención de hacer daño, sin hacerlo.

Cuando alzábamos a Owen Meany por encima de nuestras cabezas, cuando nos lo pasábamos de uno a otro —sin el menor esfuerzo—, creíamos que Owen no pesaba nada. No comprendíamos que había fuerzas más allá de nuestro juego. Ahora sé que ésas fueron las fuerzas que contribuyeron a nuestra ilusión de la ingravidez de Owen; eran las fuerzas que no percibimos por falta de fe, las fuerzas en que no creíamos… y también las fuerzas que alzaban a Owen Meany, quitándonoslo de las manos.

¡Oh, Dios… por favor devuélvenos a Owen Meany! Seguiré pidiéndotelo.