Hasta el verano de 1962, no veía la hora de hacerme mayor para que me trataran con el tipo de respeto que, pensaba, siempre se deparaba a los adultos y que por rutina merecían… no veía la hora de revolearme en la libertad y los privilegios de que gozaban, imaginaba, los adultos. Hasta aquel verano, mi largo aprendizaje hacia la madurez me resultó arduo y humillante; Randy White había confiscado mi cartilla de reclutamiento falsa, y todavía no había alcanzado la edad para beber cerveza, no era lo bastante independiente para contar con una vivienda, no ganaba lo suficiente para comprar un coche, y no era lo bastante nada para convencer a una mujer de que me concediera sus favores sexuales. ¡Nunca había logrado persuadir a ninguna! Hasta el verano del 62, pensaba que la infancia y la adolescencia eran un purgatorio sin fin; creía que ser joven, en una palabra, era ser un pelele. Pero Owen Meany, que creía saber cuándo y cómo moriría, no tenía prisa en ser adulto. En cuanto a mi consideración de que el período de nuestra juventud era un «purgatorio», Owen se limitó a decir:
—NO EXISTE EL PURGATORIO… ES UN INVENTO CATÓLICO. EXISTE LA VIDA EN ESTA TIERRA, EXISTE EL CIELO… Y EXISTE EL INFIERNO.
—Yo opino que la vida en esta tierra es el infierno —respondí.
—ESPERO QUE PASES UN BUEN VERANO —me deseó Owen.
Fue el primero que estuvimos separados. Supongo que debo estarle agradecido a aquel verano, porque me permitió vislumbrar qué sería mi vida sin Owen… me preparó, podríamos decir. A finales del verano de 1962, Owen Meany me había hecho temer cómo sería la etapa siguiente. Yo ya no quería hacerme mayor; lo que deseaba era que Owen y yo siguiéramos siendo críos el resto de nuestra vida. A veces el canónigo Mackie me dice, con poca generosidad, que he logrado mi objetivo. El canónigo Campbell, que en paz descanse, solía decirme que ser un chico el resto de mis días era una aspiración perfectamente loable.
Pasé el verano del 62 en Sawyer Depot, trabajando para tío Alfred. Después de lo ocurrido a Owen, no quise volver a la oficina de admisiones de Gravesend Academy para hacer de guía turístico… nunca más. La Eastman Lumber Company me ofreció un buen trabajo. Era fatigoso y se trabajaba al raso, pero estaba siempre con Noah y Simon… y casi todas las noches había fiestas en Loveless Lake, y nadábamos y hacíamos esquí acuático casi todos los días, después del trabajo, y todos los fines de semana. Tío Alfred y tía Martha me trataban como a un príncipe; me cedieron la habitación de Hester durante todo el verano. Mi prima conservaba su apartamento en Durham y trabajaba como camarera en uno de esos arenosos restaurantes langosteros… me parece que en Kittery o en Portsmouth. Cuando salía del trabajo, ella y Owen recorrían «la franja» de Hampton Beach en la camioneta tomate. Sus compañeras de la universidad no estaban, y los dos pasaban todas las noches en el apartamento de Durham, solos. Vivían «como marido y mujer» decía desaprobadora y gélidamente tía Martha, en las raras ocasiones en que lo mencionaba.
Pese a que Owen y Hester vivían como marido y mujer, Noah, Simon y yo nunca estuvimos del todo seguros de si realmente «lo hacían». Simon tenía la certeza de que Hester no podía vivir sin hacerlo, Noah de alguna manera pensaba que lo habían hecho… pero que por alguna razón habían dejado de hacerlo. Yo tenía la extraña sensación de que entre ellos cualquier cosa era posible: que lo hacían, que siempre lo habían hecho con desenfreno; que nunca lo habían hecho, aunque podían estar haciendo algo peor —o mejor— y que el verdadero vínculo entre ellos («lo hicieran» o no) era aún más apasionado y mucho más triste que el sexo. Me sentía aislado de Owen… trabajaba con madera y aspiraba un fresco aire norteño aromatizado de árboles; él trabajaba con granito, sentía el azote del sol en la cantera a cielo abierto, inhalaba polvo de roca y aspiraba dinamita.
En esa época las sierras mecánicas eran relativamente nuevas; en la Eastman Company se usaban, aunque muy selectivamente: eran pesadas y poco manipulables, ni remotamente tan ligeras y potentes como las de nuestros días. En aquellos tiempos, sacábamos los troncos del bosque con un tractor oruga, y la madera solía cortarse con hachas y sierras tronzadoras. Cargábamos a mano los troncos en los camiones, con la ayuda de garfios y palancas con gancho; hoy en día, utilizan camiones de autocarga, deslizadores de mandíbula y virutadoras. Noah y Simon me lo han mostrado. Hasta el aserradero ha cambiado: ¡ya no hay serrín! Pero en el 62, descortezábamos los troncos allí y los serrábamos en diversos grados y tamaños de madera, y toda la corteza y el serrín se desperdiciaban; en la actualidad, Noah y Simon llaman a todo eso «residuos forestales» o incluso «energía»: los usan para producir su propia electricidad.
—¿Qué te parece el progreso? —dice siempre Simon.
Ahora somos los adultos que tanta prisa teníamos por llegar a ser; ahora podemos beber toda la cerveza que queremos, sin que nadie nos exija pruebas de nuestra edad. Noah y Simon tienen casa propia —y mujer e hijos— y cuidan admirablemente a tío Alfred y tía Martha, que sigue siendo una mujer encantadora, aunque está bastante canosa; tiene un gran parecido con mi recuerdo de Abuela en el verano del 62.
A tío Alfred le han hecho dos bypass, pero está muy bien. La Eastman Company les ha proporcionado a él y a mi tía Martha una larga y buena vida. En muy raras ocasiones mi tía muestra algún vestigio de su antiguo interés por saber quién es o era mi verdadero padre; la última Navidad, en Sawyer Depot, consiguió pescarme a solas un segundo y me dijo:
—¿Todavía no lo sabes? A mí puedes decírmelo. ¡Apuesto a que lo sabes! ¿Cómo es posible que no hayas descubierto algo… en todo este tiempo?
Me llevé un dedo a los labios, como si estuviera a punto de contarle algo que no quería que oyeran tío Alfred, ni Dan, ni Noah, ni Simon. Tía Martha me dedicó toda su atención… con los ojos brillantes, la sonrisa amplia, expresión traviesa y conspiradora.
—Dan Needham es el mejor padre que puede tener un chico —le susurré.
—Lo sé… Dan es maravilloso —refunfuñó, impaciente: no era eso lo que quería oír.
¿Y de qué podemos hablar Noah, Simon, yo… después de tantos años? Hablamos de lo que Owen «sabía» o creía saber, y hablamos de Hester. ¡Seguiremos hablando de Hester cuando estemos enterrados!
—¡Hester siempre quiere joder! —dice Simon.
—¿Quién podía imaginar que todo esto era posible? —pregunta Noah.
Y todas las navidades, tío Alfred o tía Martha dirán:
—Creo que Hester estará en casa la próxima Navidad… eso ha dicho.
Y Noah y Simon contestarán:
—Eso es lo que siempre dice.
Creo que Hester es la única desdicha de mis tíos. Ya me parecía así en el verano del 62. No la trataban de la misma manera que a Noah y Simon, y ella se lo hacía pagar. ¡Cómo la irritaban! Hester se llevaba la rabia de Sawyer Depot y fuera donde fuese encontraba otras personas y otras cosas donde descargarla.
No creo que Owen albergara irritación, no exactamente. Pero él y Hester compartían cierta sensación de injusticia; había una atmósfera de injusticia que los envolvía a ambos. Owen creía que Dios le había asignado un papel y él se sentía impotente para cambiarlo; el sentido de su propio destino —su convicción de que tenía que cumplir una misión— lo privaba de su capacidad de diversión. En el verano del 62, sólo tenía veinte años; pero desde el momento en que le dijeron que Jack Kennedy «se tiraba» a Marilyn Monroe, dejó de hacer cosas por placer. Hester simplemente estaba jodida, nada le importaba un comino. ¡Qué pareja tan deprimente!
Pero en el verano del 62, yo pensaba que tía Martha y tío Alfred eran una pareja perfecta, y no obstante me deprimían, precisamente por ser tan felices. En su felicidad, me recordaban el breve período en que mi madre y Dan Needham habían estado juntos… y en lo dichosos que habían sido.
Entretanto, aquel verano no tuve éxito con ninguna chica. Noah y Simon hicieron todo lo que pudieron por mí. Me presentaron a todas las chicas de Loveless Lake. Fue un verano de bañadores secándose en la antena del coche de Noah… y lo más cerca que llegué del sexo fue la visión de las entrepiernas de los bañadores de varias chicas ondeando al viento que azotaba el descapotable, un Chevy 57 negro y blanco, de esos con aletas. Noah me lo dejaba para que fuera al autocine, cuando lograba que una chica aceptara mi invitación.
—¿Qué tal la peli? —me preguntaba siempre Noah… cuando yo volvía a casa con el coche, siempre demasiado temprano.
—Por la cara que tiene, no se perdió ni un minuto —decía Simon… y tenía razón. Vi desde el primero al último minuto de todas las películas en que tuve una chica al lado. Para mayor vergüenza, Noah y Simon me brindaron infinitas posibilidades de ir a solas con alguna al cobertizo para botes. De noche, el cobertizo tenía fama de ser un motel barato, pero nunca pasé más allá de jugar largamente a los dardos; algunas veces mi chica y yo nos sentábamos en el malecón, acallando todo comentario sobre el espectáculo de las estrellas tenaces y distantes hasta que (por fin) llegaban Noah o Simon y nos liberaban de nuestro torpe tormento.
Empecé a tener miedo… sin comprender por qué.
Georgian Bay: 25 de julio de 1987. Lamentablemente, se puede comprar The Globe and Mail y The Toronto Star en Pointe au Baril Station. ¡Gracias a Dios, no tienen The New York Times! La isla de Georgian Bay, que pertenece a la familia de Katherine Keeling desde 1933 —cuando, según dicen, su abuelo la ganó en una partida de poker—, está a un cuarto de hora en barca desde Pointe au Baril Station; se encuentra en las proximidades de Burnt Island y de Hearts Content Island y de Peesay Point. Creo que se llama Gibson Island u Ormsby Island: en la familia de Katherine hay varios Gibson y varios Ormsby; me parece que Gibson era el apellido de soltera de Katherine, pero se me ha olvidado.
En la isla hay un puñado de casas de madera de cedro ranurada, sin electricidad; toda la energía que necesitan es cómoda y eficazmente proporcionada por el gas propano: las neveras, los calentadores, las cocinas y las lámparas funcionan a propano; las bombonas llegan allí en barca. La isla tiene su propia fosa séptica, tema de frecuente discusión entre las hordas de Keeling y Gibson y Ormsby que almacenan allí sus deposiciones… y que temen una rebelión del sistema.
No me habría gustado nada visitar a los Keeling (ni a los Gibson, ni a los Ormsby) en su isla antes de la instalación del sistema séptico; ese período de encuentros a oscuras con arañas en retretes al aire libre, y diversos sobresaltos nocturnos en el mundo íntimo, es otro tema de discusión predilecto entre las familias que comparten la isla todos los veranos. He oído contar, muchas veces, la historia del tío Bulwer Ormsby, cuando fue atacado por un búho en el excusado… que no tenía puerta; «tanto mejor para ventilarlo», afirmaban todos los Keeling y los Gibson y los Ormsby. Tío Bulwer fue picoteado en la coronilla durante un afortunado hiato de lo que habría tenido que ser un acto sumamente privado, y se pegó tal susto con el ataque del cuervo que huyó despavorido del retrete, con los pantalones bajos hasta los tobillos, y se hizo por su cuenta más daño que el que le había hecho el búho, chocando de cabeza contra un pino.
Y cada vez que visito la isla, hay rencillas familiares referentes a qué tipo de búho era… o incluso a si era un búho. El marido de Katherine, Charlie Keeling, dice que con toda probabilidad era un tábano o una mariposa nocturna. Otros afirman que era una lechuza… pues se sabe que son feroces en la defensa de sus nidos, incluso hasta el punto de atacar a los seres humanos. Otros aseguran que la autonomía de vuelo de una lechuza no se extiende hasta Georgian Bay, y que sin duda era un esmerejón… un falco columbario, estos últimos son muy agresivos y de noche se los suele confundir con mochuelos.
La compañía de la familia numerosa y amigable de Katherine me resulta reconfortante. Las conversaciones se encaminan hacia anécdotas legendarias en la isla… muchas de las cuales se refieren a actos de valentía o cobardía del período del retrete al aire libre. También son populares algunos encuentros polémicos con la naturaleza; paso mis días más gozosos aquí identificando especies de aves y mamíferos y peces y reptiles y, lamentablemente, insectos; casi ninguno me es conocido.
¿Era eso un visón o una nutria o una rata almizclera? ¿Aquello era un somorgujo o un pato o un ánade negro marino? ¿Pica o muerde o es ponzoñoso? Entre estas distinciones se intercalan preguntas más directas a los niños. ¿Tiraste de la cadena, apagaste el gas, cerraste la puerta de tela metálica, dejaste algún grifo abierto (la bomba funciona con un motor de gasolina), pusiste a secar el bañador y la toalla? Todo me recuerda mis tiempos en Loveless Lake… sin el dolor de salir con chicas; además. Loveless Lake es un estanque de juguete comparado con Georgian Bay. Incluso en el verano del 62, en Loveless Lake pululaban las motoras… y en aquella época, muchas casas de verano descargaban sus aguas residuales directamente en el lago. En Canadá, los llamados grandes espacios abiertos son mucho más grandes y hermosos de lo que nunca fueron —en mis tiempos— en New Hampshire. Pero la resina de pino entre los dedos es igual en todas partes, y los chicos con el pelo mojado todo el día, y los bañadores húmedos, y alguien con una rodilla despellejada, o una espina, y el sonido de los pies descalzos en el muelle… y las disputas, todas las disputas. Me encanta; durante unos días es muy sedante. Casi puedo imaginar que he llevado una vida muy distinta a la real.
Se aprende mucho a través de las delgadas paredes de las casas de verano. Por ejemplo, una vez oí que Charlie Keeling le decía a Katherine que yo era un «homosexual no practicante».
—¿Qué significa eso? —le preguntó Katherine.
Contuve el aliento y me esforcé por escuchar la respuesta de Charlie… durante años he querido saber qué significa ser un «homosexual no practicante».
—Ya sabes lo que quiero decir, Katherine —replicó Charlie.
—Quieres decir que no lo hace —aventuró Katherine.
—Creo que no —dijo Charlie.
—¿Y que cuando piensa en hacerlo, piensa en hacerlo con hombres? —preguntó Katherine.
—Creo que nunca piensa en eso —contestó Charlie.
—¿Entonces en qué sentido es «homosexual», Charlie?
Charlie suspiró; en las casas de verano, hasta los suspiros se oyen.
—Es bastante atractivo —dijo—. No tiene novia. ¿Ha tenido novia alguna vez?
—No veo por qué eso lo convierte en gay —insistió Katherine—. A mí no me parece que lo sea.
—No he dicho que fuera gay —matizó Charlie—. Un homosexual que no ejerce, no siempre sabe lo que es.
Entonces eso es lo que significa ser un «homosexual no practicante», pensé: ¡significa que no sé qué soy!
Todos los días hay una discusión sobre lo que se comerá… y quién cogerá la lancha, o una de las lanchas, e irá a la estación a buscar los alimentos y demás cosas esenciales. La lista de la compra es sumamente elemental.
Dejo que los más pequeños me enseñen cómo han aprendido a tripular la lancha. Dejo que Charlie Keeling me lleve de pesca; disfruto realmente pescando róbalos para el aperitivo… un día al año. Siempre echo una mano en el proyecto más urgente de la isla: los Ormsby necesitan reconstruir su muelle; los Gibson están cambiando tablillas en el techo del cobertizo.
Todos los días me ofrezco como voluntario para ir a la estación; para mí, hacer la compra para una familia numerosa es una delicia… durante unos días. Me llevo a uno o dos chicos, porque en mí se desperdiciaría el placer de conducir la lancha. Y siempre comparto mi habitación con uno de los niños Keeling… mejor dicho, se le impone a un niño el que comparta su habitación conmigo. Me quedo dormido escuchando la asombrosa complejidad de la respiración de un niño mientras duerme, de un somorgujo gritando en las aguas oscuras, de las olas lamiendo las rocas. Y por la mañana, mucho antes de que el niño se mueva, oigo a las gaviotas y pienso en la camioneta tomate recorriendo el camino costero entre Hampton Beach y Rye Harbor; oigo a los estridentes cuervos, formados en orden de batalla, cuyas agudas disputas y arengas me recuerdan que al fin y al cabo he despertado en el mundo real, en el mundo que conozco.
Por un momento, hasta que los cuervos inician sus chillones litigios, imagino que aquí, en Georgian Bay, he descubierto otra vez lo que antaño se llamaba Nuevo Mundo, he desembarcado trastabillante en la tierra intacta que Watahantowet vendió a mi antepasado. Porque en Georgian Bay es posible imaginar a Norteamérica tal como era… antes de que los Estados Unidos echaran a rodar los mortíferos engaños y la irreflexiva negligencia que prácticamente la han saqueado.
Entonces oigo a los cuervos, que me retrotraen al mundo con sus chillidos mutiladores. Me esfuerzo en no pensar en Owen. Trato de hablar con Charlie Keeling sobre las nutrias.
—Tienen una cola larga y aplastada que se asienta horizontalmente en el agua —me explicó Charlie.
—Comprendo —dije. Estábamos sentados en las rocas, en esa parte de la orilla donde uno de los niños dijo que había visto una rata almizclera.
«Era una nutria», le había corregido Charlie.
«Tú no la viste, papi», terció otro de los niños.
De modo que Charlie y yo decidimos esperar a que apareciera. Muchas almejas de agua dulce marcaban la entrada de la madriguera del animalejo en las rocas.
—Una nutria es mucho más rápida que una rata almizclera, en el agua —me explicó Charlie.
—Comprendo —dije.
Así estuvimos una o dos horas, y Charlie me informó que el nivel de las aguas de Georgian Bay —y de todo el lago Hurón— estaba cambiando, que cambia todos los años. Dijo que le preocupaba que la lluvia ácida —de los Estados Unidos— estuviese matando el lago, empezando, como siempre (dijo), por el principio de la cadena alimenticia.
—Comprendo —dije.
—Las algas han cambiado, ya no pescas lucios como los de antes… y una nutria no ha matado a todas esas almejas —concluyó, señalando las conchas.
—Comprendo —dije.
Luego, mientras Charlie meaba —en «la breña», como dicen los canadienses— apareció nadando un animal del tamaño aproximado de un perro beagle pequeño, con una especie de cabeza aplastada y piel marrón oscuro.
—¡Charlie! —grité. El animal se zambulló y no volvió a asomar la cabeza. Uno de los niños apareció instantáneamente a mi lado.
—¿Qué era? —me preguntó.
—No sé.
—¿Tenía la cola aplastada? —gritó Charlie desde la breña.
—Tenía una especie de cabeza aplastada —respondí.
—Era una rata almizclera —afirmó uno de los niños.
—Tú no lo viste —dijo su hermana.
—¿Qué clase de cola tenía? —preguntó Charlie.
—No vi la cola —reconocí.
—Era muy veloz, ¿no? —me preguntó Charlie al emerger de la breña, subiéndose la cremallera de la bragueta.
—Era bastante rápida, me parece —dije.
—Era una nutria —aseguró.
(Me sentí tentado a decirle que era un «homosexual no practicante», pero me contuve).
—¿Has visto al pato? —me preguntó una chiquilla.
—No era ningún pato, imbécil —aclaró su hermano.
—Tú no lo viste… se zambulló —replicó la niñita.
—Era un algo del sexo femenino —apuntó otro.
—¿Tú qué sabes? —intervino otro crío.
—Yo no vi nada —dije.
—Mira allá… no desvíes la mirada —me indicó Charlie Keeling—. Ha salido en busca de aire —explicó—. Probablemente es un ánade de cola larga o un lavanco o una cerceta de alas azules… si es del sexo femenino.
Los pinos huelen de maravilla, y los líquenes de las rocas huelen de maravilla, y hasta el olor del agua dulce es maravilloso… ¿o es en realidad el olor de alguna putrefacción orgánica lo que pasa justo por debajo de la superficie de tanta agua? No sé qué es lo que hace que un lago huela así, pero es una maravilla. Podría preguntarle a la familia Keeling por qué el lago huele así, pero prefiero el silencio… me basta con la brisa casi constante entre los pinos, el lametón de las olas, los gritos de las gaviotas, los chillidos de las golondrinas de mar.
—Ésa es una golondrina caspiana —me dijo uno de los varoncitos Keeling—. ¿Ves el pico largo y rojo, ves los pies negros?
—Veo —respondí. Pero no estaba prestando atención a la golondrina; recordé la carta que escribí a Owen Meany en el verano de 1962. Dan Needham me había contado que un domingo lo vio en el gimnasio de Gravesend Academy. Dijo que Owen tenía el balón en la mano, aunque no estaba practicando lanzamientos; se había parado en la línea de tiros libres, con la vista fija en la canasta… ni siquiera botaba la pelota, y no hizo un solo lanzamiento. Dan dijo que le pareció muy extraño.
—Estaba allí parado, simplemente —dijo—. Lo estuve observando unos cinco minutos, y no movió un solo músculo… sujetaba el balón y contemplaba la canasta. Es tan menudo que debía de parecerle que estaba a un kilómetro de distancia.
—Seguro que estaba pensando en el tiro —le comenté.
—No le molesté —dijo Dan—. No sé en qué pensaba, pero estaba tan concentrado que no me vio… ni siquiera lo saludé. De todos modos, no creo que me hubiera oído.
Tener noticias suyas me hizo echar de menos incluso la práctica de ese estúpido tiro; por eso le escribí, claro que sin darle importancia porque… ¿desde cuándo un hombre de veinte años dice que echa de menos a su mejor amigo?
«Querido Owen», le escribí. «¿En qué andas? Esto es bastante aburrido. Lo que más me gusta es trabajar en el bosque… en la tala, quiero decir, si no fuera por los moscardones verdes. En el aserradero y en los depósitos hace mucho más calor… pero no hay moscardones verdes. Tío Alfred insiste en que Loveless Lake es “potable”; afirma que hemos tragado tanta agua, que si no lo fuera ya estaríamos muertos. Pero según Noah allí hay muchas más meadas y cagadas que en el océano. Echo de menos la playa, ¿cómo está este verano? ¿Crees que el próximo tu padre me daría trabajo en la cantera?».
Me contestó; no se molestó en empezar con el acostumbrado «Querido John». La Voz tenía su propio estilo, nada rebuscado, estrictamente mayúsculo.
«¿ESTÁS LOCO?», me escribió. «¿QUIERES TRABAJAR EN LAS MINAS? ¿PIENSAS QUE EN UN DEPOSITO DE MADERA HACE CALOR? MI PADRE NO CONTRATA A MUCHA GENTE… Y ESTOY SEGURO DE QUE NO TE PAGARÍA TANTO COMO TU TÍO ALFRED. LO QUE A MI ME PARECE ES QUE ALLÍ NO HAS ENCONTRADO A LA CHICA ADECUADA».
«¿Cómo está Hester?», le pregunté cuando volví a escribirle. «No te olvides de decirle que me encanta su habitación… eso la sacará de quicio. No creo que ella te haya estado ayudando con el tiro… sería una pena que perdieras la práctica. Estabas muy cerca de hacerlo en menos de tres segundos».
Me escribió a vuelta de correo: «MENOS DE TRES SEGUNDOS ES, DECIDIDAMENTE, POSIBLE. NO HE ESTADO PRACTICANDO PERO PENSAR EN ELLO ES IGUALMENTE ÚTIL. MI PADRE TE CONTRATARA EL PRÓXIMO VERANO… NO SERA DEMASIADO TERRIBLE SI EMPIEZAS DESPACIO, POR EJEMPLO EN LA TIENDA DE MONUMENTOS FUNERARIOS. DICHO SEA DE PASO, LA PLAYA HA ESTADO FABULOSA… MONTONES DE CHICAS GUAPAS, Y CAROLINE O’DAY ME HA PREGUNTADO POR TI. TENDRÍAS QUE VERLA CUANDO NO LLEVA SU UNIFORME DE ST. MICHAEL. VI A DAN EN SU BICI… TENDRÍA QUE PERDER ALGUNOS KILOS. HESTER Y YO PASAMOS UNA TARDE CON TU ABUELA; VIMOS LA CAJA TONTA, POR SUPUESTO, Y TENDRÍAS QUE HABER OÍDO A TU ABUELA OPINANDO SOBRE LA CONFERENCIA DE GINEBRA. DIJO QUE CREERÍA EN LA “NEUTRALIDAD” DE LAOS CUANDO LOS SOVIÉTICOS DECIDIERAN IRSE… A LA LUNA. DIJO QUE CREERÍA EN LOS ACUERDOS DE GINEBRA CUANDO EN LA RUTA HO CHI MINH SOLO QUEDARAN LOROS Y MONOS. NO REPETIRÉ LO QUE DIJO HESTER CUANDO LE COMENTE QUE ESTABAS USANDO SU HABITACIÓN… ES LO MISMO QUE DICE SOBRE SU MADRE Y SU PADRE Y NOAH Y SIMON Y TODAS LAS CHICAS DE LOVELESS LAKE, POR LO QUE CON TODA PROBABILIDAD ESTARÁS FAMILIARIZADO CON ESA EXPRESIÓN».
Le escribí una carta a Caroline O’Day; no me contestó. Corría el mes de agosto de 1962. Recuerdo un día bochornoso… húmedo y con el cielo neblinoso; amenazaba tormenta, pero no se desencadenó. Era un día muy parecido al de la boda de mi madre, antes de la tormenta, lo que Owen y yo llamábamos tiempo típico de Gravesend.
Noah, Simon y yo estábamos talando; los moscardones nos volvían locos y además había mosquitos. Simon era el que se volvía loco con más facilidad; de los tres, era el preferido de los moscardones y los mosquitos. Talar es muy peligroso si eres impaciente; las sierras y las hachas, los garfios y palancas con gancho son herramientas para manos pacientes. Simon se impacientó con su palanca, persiguió a un moscardón verde con el gancho y se lo clavó en la pantorrilla. Se hizo una herida profunda, aunque no grave, de unos diez centímetros de largo. Era necesario darle unos puntos de sutura para cerrar la herida, y aplicarle una inyección antitetánica.
Noah y yo estábamos encantados; hasta Simon, que toleraba muy bien el dolor, estaba contento: la herida significaba que los tres nos largaríamos del bosque. Fuimos en el jeep por el sendero, hasta el Chevy de Noah; con éste salimos a la autopista, atravesando Sawyer Depot y Conway, hasta la entrada de urgencias del North Conway Hospital.
En algún sitio, cerca del límite de Maine, había habido un accidente de tráfico, de modo que Simon perdió prioridad en la sala de urgencias; a todos nos pareció bien, porque cuanto más tardaran en ponerle la antitetánica y los puntos, más tiempo pasaríamos lejos de los moscardones, los mosquitos y el calor. Simon incluso fingió que no sabía si era alérgico a algo; hubo que telefonear a sus padres, lo que significó más tiempo aún. Noah empezó a coquetear con una de las enfermeras; sabía que con un poco de suerte podíamos escaquearnos del trabajo durante el resto del día.
Una de las víctimas menos afectadas del accidente estaba en la sala de espera con nosotros. Era alguien que Noah y Simon conocían vagamente… un ejemplar nada raro en el territorio norteño, uno de esos memos del esquí que no saben qué hacer cuando no hay nieve. Estaba bebiendo cerveza de una botella cuando los coches chocaron; conducía, nos contó, y el cuello de la botella se le había roto en la boca por el impacto: tenía heridas en el paladar, cortes en las encías, y el cuello roto de la botella se le había clavado en la mejilla. Nos mostró orgulloso las laceraciones de la boca y el agujero en la mejilla… limpiándose constantemente la boca y la cara con unas gasas empapadas en sangre, que cada tanto retorcía en una toalla también empapada en sangre. Era exactamente el tipo de lunático del territorio norteño que provocaba en Hester su desdén por Sawyer Depot y la llevaba a mantener su residencia en la comunidad universitaria de Durham a lo largo de todo el año.
—¿Habéis oído lo de Marilyn Monroe? —nos preguntó el memo del esquí.
Estábamos preparados para oír un chiste verde… bien obsceno. La sonrisa del memo del esquí era una cuchillada sangrante en su cara, tan repulsiva como la herida abierta en su mejilla. Era un tío lascivo, depravado… nuestra deseada vacación en la sala de urgencias había adquirido un sesgo desagradable. Intentamos hacernos los despistados.
—¿Habéis oído lo de Marilyn Monroe? —insistió. De pronto, tuve la impresión de que no iba a contar un chiste. Quizá sea algo referente a los Kennedy, pensé.
—No. ¿Qué le pasa? —le pregunté.
—Ha muerto —dijo el memo del esquí. Había un placer sádico en su anuncio, su sonrisa parecía bombear la sangre que salía por su boca y por el agujero de la mejilla; pensé que se complacía en lo impresionante de la noticia y que lo estremecía el espectáculo de retorcer su propia sangre de las gasas empapadas sobre la toalla empapada. Desde entonces, vería su cara sangrante cada vez que imaginaba cómo habrían reaccionado Larry Lish y su madre ante esta noticia. ¡Con qué ansia, con qué avidez debieron difundirla! «¿Te has enterado? ¡No me digas que no lo sabes!». ¡El éxtasis de tantas conjeturas y suposiciones arrebataría sus expresiones tan increíblemente como la sangre!
—¿Cómo? —pregunté al memo del esquí.
—Una sobredosis —dijo; parecía decepcionado… como si hubiera esperado algo más sangriento—. Tal vez fue un accidente, tal vez un suicidio —agregó.
Tal vez fueron los Kennedy, pensé. Me dio miedo; al principio, aquel verano, me había dado miedo algo muy vago. Ahora me asustó algo concreto… aunque mi miedo seguía siendo vago: ¿qué podía tener que ver conmigo la muerte de Marilyn Monroe?
—TIENE QUE VER CON TODOS —dijo Owen Meany, cuando lo llamé por teléfono esa noche—. ERA COMO EL CONJUNTO DE NUESTRA NACIÓN… YA NO TAN JOVEN, AUNQUE TAMPOCO VIEJA; UN POCO JADEANTE, MUY HERMOSA, QUIZÁS ALGO ESTÚPIDA, QUIZÁ MUCHO MÁS INTELIGENTE DE LO QUE PARECÍA. Y ESTABA BUSCANDO ALGO… CREO QUE QUERÍA SER BUENA.
Y FIJATE EN LOS HOMBRES DE SU VIDA: JOE DIMAGGIO, ARTHUR MILLER, TAL VEZ LOS KENNEDY. ¡FIJATE EN LO BUENOS QUE PARECEN! ¡FIJATE EN LO DESEABLE QUE ERA ELLA! ESO ERA: DESEABLE. ERA DIVERTIDA Y SEXY…
Y TAMBIÉN VULNERABLE. NUNCA FUE PLENAMENTE FELIZ, SIEMPRE LE SOBRARON ALGUNOS KILOS. ERA IDÉNTICA AL CONJUNTO DE NUESTRA NACIÓN —repitió; estaba lanzado. Oí que Hester tocaba la guitarra en un segundo plano, como si estuviera tratando de improvisar una canción folk con todo lo que él decía— Y ESOS HOMBRES —dijo—, ESOS HOMBRES FAMOSOS, PODEROSOS… ¿LA AMARON REALMENTE? ¿SE OCUPARON DE ELLA? SI ALGUNA VEZ ESTUVO CON LOS KENNEDY, ELLOS NO PODÍAN AMARLA… SOLO LA ESTABAN USANDO, ERAN NEGLIGENTES Y ESTABAN BRINDÁNDOSE A SI MISMOS ALGUNA EMOCIÓN. ESO ES LO QUE LE HACEN LOS HOMBRES PODEROSOS A ESTA NACIÓN: ES HERMOSA, SEXY, JADEANTE, Y LOS HOMBRES PODEROSOS LA USAN PARA BRINDARSE A SI MISMOS UNA EMOCIÓN. DICEN QUE LA AMAN, PERO NO LO SIENTEN. DICEN COSAS PARA PARECER BUENOS… PARA PARECER MORALES. ESO ES LO QUE YO PENSABA DE KENNEDY: QUE ERA UN MORALISTA. PERO SOLO NOS ESTABA CAMELANDO, ERA UN BUEN SEDUCTOR. YO LO CREÍA UN SALVADOR. PENSABA QUE QUERÍA USAR SU PODER PARA HACER EL BIEN. PERO LA GENTE ES CAPAZ DE DECIR Y HACER CUALQUIER COSA CON TAL DE CONQUISTAR EL PODER; DESPUÉS LO USAN PARA BRINDARSE UNA EMOCIÓN. MARILYN MONROE SIEMPRE ESTUVO BUSCANDO AL MEJOR… TAL VEZ DESEABA AL MÁS INTEGRO, TAL VEZ DESEABA AL MÁS CAPAZ DE HACER EL BIEN. Y FUE SEDUCIDA, REPETIDAS VECES… LA EMBAUCARON, SE APROVECHARON DE ELLA, LA UTILIZARON, LA CONSUMIERON. LO MISMO LE PASO A LA NACIÓN. NUESTRO PAÍS NECESITA UN SALVADOR. ABSORBE A HOMBRES PODEROSOS QUE PARECEN BUENOS. CREEMOS QUE SON MORALISTAS Y NOS UTILIZAN. ESO ES LO QUE NOS OCURRIRÁ A TI Y A MÍ —dijo Owen Meany— SEREMOS UTILIZADOS.
Georgian Bay: 26 de julio de 1987. The Toronto Star dice que el presidente Reagan «encabezó realmente las primeras tentativas de ocultar detalles esenciales de su programa secreto armas-por-rehenes y lo mantuvo vivo después de pasar a ser del dominio público». El periódico agregaba que «posteriormente el presidente hizo declaraciones engañosas acerca de la venta de armas», en cuatro ocasiones distintas.
Owen solía decir que lo más preocupante del movimiento pacifista —contra la guerra de Vietnam— era que, sospechaba, muchos de los manifestantes estaban motivados por intereses personales; pensaba que si no hubiese estado en juego el reclutamiento obligatorio en la cuestión de la guerra, habría habido muy pocas protestas.
Fíjate en los Estados Unidos de hoy, ¿recluían a jóvenes estadounidenses para luchar en Nicaragua? No, todavía no. ¿Se sienten agraviadas masas de jóvenes estadounidenses por la superchería y la falacia de la Administración Reagan? Apenas se oye un murmullo.
Sé lo que diría de esto Owen Meany; sé lo que dijo… y sigue siendo válido.
—LA ÚNICA MANERA DE LOGRAR QUE LOS ESTADOUNIDENSES SE ENTEREN DE ALGO ES GRAVARLOS CON IMPUESTOS, RECLUTARLOS O MATARLOS —dijo Owen… un día en que Hester propuso la abolición del alistamiento—. SI ELIMINAS EL RECLUTAMIENTO OBLIGATORIO, A LA MAYORÍA DE LOS ESTADOUNIDENSES SENCILLAMENTE DEJARA DE IMPORTARLES LO QUE ESTAMOS HACIENDO EN OTRAS PARTES DEL MUNDO.
Hoy he visto un visón pasar corriendo debajo del cobertizo; tenía un cuerpo esbelto, era ligeramente más grande que una comadreja y avanzaba con los mismos movimientos ondulantes. Su piel era tan espesa y brillante, que instantáneamente recordé a la madre de Larry Lish. ¿Dónde estará ahora?, me pregunté.
Sé dónde está Larry Lish; es un periodista célebre en Nueva York… «un reportero-investigador». He leído algunos artículos suyos; no están mal —siempre fue inteligente— y noto que ha adquirido una calidad necesaria en su voz («necesaria», pienso, si un periodista quiere hacerse un nombre, y tener un público, y así sucesivamente). Larry Lish ha llegado a ser un fariseo, y la calidad de su voz que yo considero «necesaria» es un tono de indignación moral. Larry Lish se ha convertido en un moralista. ¡Imagínatelo!
Me pregunto en qué se habrá convertido su madre. Si ha conseguido el marido adecuado —antes de que fuera demasiado tarde—, es posible que también Mitzy Lish se haya convertido en moralista.
En el otoño del 62, cuando Owen Meany y yo iniciamos nuestra vida como estudiantes de primer curso en la Universidad de New Hampshire, disfrutábamos de ciertas ventajas que nos apartaban de nuestros compañeros más modestos, menos experimentados. No estábamos sujetos a las normas de residencia porque vivíamos en casa; viajábamos todos los días desde Gravesend y nos permitían aparcar nuestros vehículos en el campus, cosa que estaba prohibida a los demás estudiantes de ese curso. En Gravesend, yo dividía el tiempo entre Dan y mi abuela, lo que también era ventajoso en el sentido de que si había una fiesta universitaria hasta altas horas de la noche en Durham, podía decirle a Dan que dormiría en casa de mi abuela, y a ella que iría a dormir con Dan… ¡y no volver a casa! A Owen no le pedían que estuviera en su casa a ninguna hora; teniendo en cuenta que había pasado todas las noches del verano en el apartamento de Hester, me sorprendió que se tomara la molestia de organizar las cosas para vivir con sus padres. No obstante, las compañeras de piso de mi prima habían vuelto; si Owen se quedaba allí, no había ninguna duda de en qué cama pasaba la noche; lo hicieran o no lo hicieran, al menos estaban familiarizados con la íntima cercanía que les imponía el colchón de Hester. Pero una vez comenzadas las clases, Owen no se quedaba a dormir en el apartamento de ella más de una o dos veces por semana.
Las otras ventajas sobre nuestros condiscípulos eran diversas. Nosotros habíamos padecido los rigores de Gravesend Academy; en comparación, el trabajo en la Universidad de New Hampshire era fácil. Yo me beneficié muchísimo, porque —como me había enseñado Owen— lo que necesitaba era más tiempo, principalmente, para cumplir con las tareas asignadas. Lo que me pedían era tanto menos de lo que estaba acostumbrado a esperar en la academia que —por fin— tenía tiempo de sobra. Sacaba buenas notas casi sin esforzarme; por vez primera —aunque me llevó dos o tres años— empecé a pensar que era «inteligente». Pero las expectativas relativamente poco exigentes de la universidad tuvieron un efecto muy diferente en Owen Meany.
Era capaz de hacer todo lo que le pedían casi sin intentarlo y se volvió remolón. Rápidamente cayó en la costumbre de sacar las notas justas que necesitaba para satisfacer su «beca» del ROTC; para mi gran sorpresa, obtenía sus mejores calificaciones en los cursos del ROTC… en algo que se llamaba Ciencias Militares. Seguíamos muchos cursos juntos; en Literatura y en Historia, yo sacaba notas más altas que él… ¡La Voz se había vuelto indiferente con su escritura!
—ESTOY DESARROLLANDO UN ESTILO MINIMALISTA —dijo a nuestro profesor de Literatura, quien se había quejado de que Owen nunca se extendiera en un solo tema de ninguno de sus ejercicios; nunca ampliaba más de un solo tema de la cuestión que abordaba—. PRIMERO ME DICE QUE NO PUEDO ESCRIBIR EN MAYÚSCULAS Y AHORA QUIERE QUE «ELABORE EN DETALLE», QUE SEA MÁS «EXPANSIVO». ¿LE PARECE COHERENTE? —preguntó a nuestro profesor de Literatura—. ¿NO PRETENDERÁ QUE CAMBIE MI PERSONALIDAD, TAMBIÉN?
Si La Voz —en Gravesend Academy— había convencido a la mayoría de los docentes de que sus excentricidades y peculiaridades no sólo eran un derecho individual sino parte inseparable de su brillantez unánimemente reconocida, el claustro más diverso, pero también más especializado de la Universidad de New Hampshire, no estaba en lo más mínimo interesado en «el muchacho integral»; los profesores ni siquiera formaban una comunidad y no compartían la opinión de que Owen Meany era brillante, no mostraban ningún acuerdo general de que sus derechos individuales necesitaran protección, y no toleraban excentricidades y peculiaridades. Las clases que dictaban no estaban destinadas a un desarrollo especial de los estudiantes; sus intereses eran las asignaturas propiamente dichas —sus pasiones correspondían a la política de la universidad, o a sus propios departamentos— y su visión global de nosotros, los estudiantes, era que debíamos adaptarnos a sus métodos de sus disciplinas de estudio.
Owen Meany, que había sido tan llamativo —toda mi vida, hasta entonces—, pasaba fácilmente inadvertido en la Universidad de New Hampshire. En ninguna de sus clases se destacaba tanto como la camioneta tomate, tan distinguible entre los muchos coches de modelos económicos que la mayoría de los padres compraban a la mayoría de los estudiantes que tenían coche propio: mi abuela, por ejemplo, me había comprado un Volkswagen Escarabajo. En los aparcamientos del campus había tantos VW del mismo año y el mismo color azul marino, que sólo identificaba el mío por su matrícula o por lo que había dejado en el asiento trasero.
Y aunque al principio Owen y yo contamos con la amistad de Hester como una ventaja, su amistad fue otra de las razones por las que Owen Meany se sintió perdido en Durham; Hester tenía montones de amigos entre los alumnos del último año mientras nosotros cursábamos el primero. Esos estudiantes eran los que Owen y yo frecuentábamos; no necesitamos buscar amistades entre nuestros condiscípulos… y cuando Hester y los suyos se graduaron, Owen y yo no teníamos un solo amigo.
En cuanto a lo que me había hecho tener miedo en el verano del 62… fuera lo que fuese ese temor, se vio reemplazado por una especie de desolación, una sensación de aislamiento, aunque sin soledad; la soledad vendría después. Respecto del miedo, cualquiera habría pensado que la crisis de los misiles en Cuba —aquel octubre— sería suficiente; cualquiera habría pensado que eso nos habría dado un susto de infarto, como siempre pretende, falsamente, la gente de New Hampshire. Pero Owen nos dijo a Hester y a mí —y a un puñado de parásitos—, en el apartamento de ella:
—NO TEMÁIS. ESTO NO ES GRAN COSA, APENAS UN POCO DE FANFARRONERÍA NUCLEAR. NO PASARA NADA. CREEDME. LO SÉ.
Lo que quería decir era que creía «saber» qué le ocurriría a él, que a él no lo cogerían los misiles —ni los de los soviéticos ni los nuestros— y que, fuera lo que fuese, no ocurriría en octubre de 1962.
—¿Cómo sabes tú que no pasará nada? —le preguntó alguien. Era el tipo que merodeaba por el apartamento de Hester como si estuviera esperando a que Owen Meany se muriera. Insistía en que Hester leyera El cuarteto de Alejandría, en especial Justine y Clea, que según él había leído cuatro o cinco veces. Hester no era una gran lectora, y yo sólo había leído Justine. Owen Meany había leído todo el cuarteto y nos había aconsejado a Hester y a mí que no nos tomáramos la molestia de leer las tres últimas novelas.
—TRES CUARTOS DE LO MISMO, Y NO TAN BIEN ESCRITO —decía Owen—. UN LIBRO SOBRE EL SEXO EN UNA ATMÓSFERA EXÓTICA ES SUFICIENTE.
—¿Qué sabes tú del «sexo en una atmósfera exótica»? —le había preguntado el amante del cuarteto. Owen no le había contestado. Sin duda sabía que el tipo era un rival en el afecto de Hester; también sabía que a los rivales se los mata con la indiferencia.
—¡Eh, tú! —gritó el tío a Owen—. Te estoy hablando a ti. ¿Qué te hace pensar que sabes que no habrá guerra?
—BIEN, HABRÁ GUERRA, DE ACUERDO —reconoció Owen Meany—. PERO NO AHORA… NO POR LO DE CUBA. O JRUSCHOV RETIRARA LOS MISILES DE CUBA O KENNEDY LE OFRECERÁ ALGO QUE LO AYUDARA A SALVAR LAS APARIENCIAS.
—Este pequeñín lo sabe todo —dijo el tío.
—No lo llames «pequeñín» —intervino Hester—. Tiene el pene más grande del mundo. Y si hay uno más grande, no quiero conocerlo.
—NO ES NECESARIO SER GROSERA —dijo Owen Meany.
Fue la última vez que vi al tío que quería que Hester leyera El cuarteto de Alejandría. He de confesar que en las duchas del gimnasio de Gravesend Academy —después de practicar el tiro—, yo había notado que la pilila de Owen era especialmente grande; al menos era desproporcionadamente grande. ¡Comparada con el resto de su cuerpo, era enorme!
Mi primo Simon, cuya pilila era bastante pequeña —tal vez debido a la violencia que había ejercido Hester en ella durante la infancia—, afirmó una vez que las pililas pequeñas crecían mucho, muchísimo, cuando estaban en erección; las pililas grandes, dijo, nunca crecían tanto cuando se empinaban. He de confesar que lo ignoro: no tengo una teoría de la pilila tan precisa y optimista como la de Simon. La única vez que vi a Owen Meany con una erección, estaba envuelto en pañales: sólo era un Niño Jesús de once años; aunque su erección fue sumamente inadecuada, no la juzgué asombrosa.
En cuanto al tiro, Owen y yo éramos culpables de falta de práctica; a finales de nuestro primer curso, en el verano de 1963 —¡habíamos cumplido veintiún años, por fin habíamos alcanzado la edad legal para beber!— teníamos problemas para realizar el mate en menos de cinco segundos. Tuvimos que trabajar en el tiro todo el verano… sólo para volver al punto de partida, para volver a batir los cuatro segundos. Fue el verano en que se manifestaron los budistas en Vietnam: los bonzos se prendían fuego. Fue el verano en que Owen dijo: «¿QUÉ HACE UN CATÓLICO COMO PRESIDENTE DE UN PAÍS DE BUDISTAS?». Fue el verano en que al presidente Diem le quedaba poco tiempo en este mundo; al presidente John F. Kennedy tampoco le quedaba mucho. Y fue el primer verano que entré a trabajar en la Meany Granite Company.
Me hacía ilusión trabajar para Mr. Meany, y él también estaba ilusionado. Me había sido ampliamente demostrado quién mandaba a quién en esa familia. Tendría que haber sabido, desde el principio, que Owen estaba a cargo de todo.
—MI PADRE QUIERE QUE EMPIECES EN LA TIENDA DE MONUMENTOS FUNERARIOS —me dijo—. EMPEZARAS POR UNA COMPRENSIÓN DEL PRODUCTO ACABADO… EN ESTE OFICIO, ES MÁS FÁCIL COMENZAR POR LO MÁS SUTIL. LO COMPLICADO ES SACAR LA MATERIA PRIMA DE LA CANTERA. ESPERO QUE NO PIENSES QUE ESTOY SIENDO CONDESCENDIENTE, PERO TRABAJAR CON EL GRANITO SE PARECE MUCHO A ESCRIBIR UN ENSAYO TRIMESTRAL… LO QUE PUEDE MATARTE ES EL PRIMER BORRADOR. UNA VEZ QUE LLEGA UNA BUENA MATERIA PRIMA AL TALLER DE LA TIENDA, EL TRABAJO FINO ES FÁCIL: CORTAR LA PIEDRA, GRABAR LAS LETRAS… BASTA CON QUE SEAS DELICADO. TODO CONSISTE EL ALISAR Y PULIR… HAY QUE HACERLO LENTAMENTE.
»NO TENGAS PRISA POR TRABAJAR EN LAS MINAS. EN EL TALLER DE LA TIENDA, AL MENOS EL TAMAÑO Y EL PESO DE LA PIEDRA SON MANEJABLES… TRABAJAS CON HERRAMIENTAS MÁS PEQUEÑAS Y HACES UN PRODUCTO DE MENOR DIMENSIÓN. ADEMAS, EN LA TIENDA, CADA DÍA ES DISTINTO; NUNCA SABES HASTA QUE PUNTO ESTARÁS OCUPADO… CASI NADIE SE MUERE SEGÚN UN PLAN RIGUROSO, LA MAYORÍA DE LAS FAMILIAS NO ENCARGAN LAS LAPIDAS POR ANTICIPADO.
No dudo de que estaba auténticamente preocupado por mi seguridad, y no ignoro que sabía todo lo que hay que saber sobre el granito; era sensato desarrollar una sensibilidad por la piedra —en una escala menor y más refinada— antes de ir al encuentro de su tamaño y peso intimidatorios en la mina. Los canteros, el señalero, el que maneja la grúa, los perforadores de barra de canal y los dinamiteros, e incluso los aserradores que tenían que manipular la roca antes de que se cortara del tamaño adecuado para un monumento… a todos los hombres que trabajaban en las canteras se les concedía un margen de error menos generoso que a los que cumplíamos nuestra labor en el taller de la tienda. Aun así, en mi opinión, fue algo más que prudencia lo que motivó a Owen a mantenerme trabajando en la tienda de monumentos funerarios todo el verano del 63. Por un lado, yo quería tener músculos y el trabajo físico en el taller de la tienda era mucho menos intenso que el de maderero con mi tío Alfred. Por otro lado, envidiaba a Owen el bronceado: él trabajaba en las canteras, salvo cuando llovía; los días lluviosos trabajaba en la tienda, conmigo. Y lo sacábamos de las canteras cada vez que alguien encargaba una lápida; Owen insistía en que él y sólo él se ocuparía de eso… y cuando el pedido no lo hacía una casa de pompas fúnebres, cuando el cliente era miembro de la familia o amigo íntimo de la familia, todos agradecíamos que Owen quisiera ocuparse personalmente.
Hacía muy bien su papel… era respetuoso con el dolor, mostraba mucho tacto (y al mismo tiempo lograba ser sumamente específico). No quiero decir que se tratara simplemente de escribir el nombre correctamente y verificar dos veces la fecha de nacimiento y la de muerte; quiero decir que la personalidad del fallecido se discutiera en profundidad: Owen no quería nada inferior a un monumento CORRECTO, a un monumento COMPATIBLE. Se tomaba en consideración la estética del difunto; el tamaño, la forma y el color de la piedra sólo eran los borradores de la profesión; Owen quería conocer los gustos de los deudos que verían la lápida más de una vez. Jamás vi a un cliente descontento con el producto final; lamentablemente —para las empresas de Meany Granite—, tampoco vi nunca muchos compradores.
—NO SEAS PRESUNTUOSO —me dijo Owen cuando me quejé por lo prolongado de mi aprendizaje en la tienda— SI ESTÁS EN EL FONDO DE UNA CANTERA PENSANDO EN PONERTE MORENO, O EN TUS ESTÚPIDOS MÚSCULOS, TERMINARAS ENTERRADO DEBAJO DE DIEZ TONELADAS DE GRANITO. ADEMAS, MI PADRE OPINA QUE LO ESTÁS HACIENDO MUY BIEN CON LAS LAPIDAS.
Pero no creo que Mr. Meany se enterara del trabajo que yo estaba haciendo con los monumentos; sólo en agosto apareció por allí y pareció sorprendido al verme… pero siempre decía lo mismo cuando me encontraba. «¡Vaya, si es Johnny Wheelwright!», había dicho siempre.
Y cuando no llovía —o cuando no se estaba ocupando personalmente de un cliente— Owen sólo se presentaba en la tienda si había que hacer un corte especialmente difícil, una lápida muy complicada, una forma compleja, muchas curvas cerradas y ángulos agudos, etc. Las familias típicas de Gravesend eran sencillas y austeras ante la muerte; recibíamos muy pocos pedidos de piedra de albardilla elaborada, menos aún de arcos con sobrelomos, y ninguna de querubines descendiendo por molinetes como los de las barberías. Era una lástima, porque ver a Owen trabajando con la muela adiamantada era ser testigo del arte de la escultura. No había nadie tan preciso como Owen Meany con la muela adiamantada.
Una muela adiamantada es similar a una sierra de brazo radial, una sierra para madera que yo conocía del aserradero de mi tío; una muela adiamantada es una sierra de mesa, pero la hoja no forma parte de la mesa… la hoja, que es una rueda impregnada en diamantes, baja hasta la mesa en una grúa de pórtico. La hoja de la rueda tiene unos sesenta centímetros de diámetro y está tachonada (o «sembrada») de segmentos diamantinos, que son trocitos de diamante de apenas un centímetro y cuarto de largo y la mitad de ancho. Cuando la hoja baja sobre el granito, atraviesa la piedra en un ángulo predeterminado y penetra en un bloque de madera. Es una hoja muy afilada, que hace un corte exacto y pulido; resulta perfecta para hacer los bordes precisos y pulimentados de la parte superior y los lados de las losas: al igual que un escalpelo, no comete errores, o sólo está sometida a las equivocaciones del usuario. En comparación con otras sierras de la industria granítica, es una herramienta tan fina y delicada que ni siquiera se la denomina sierra… siempre ha sido llamada «muela adiamantada». Atraviesa el granito con tan poca resistencia que el sonido es mucho menos estrepitoso que el de las sierras para madera de alta potencia; una muela adiamantada emite un único grito agudo… muy lastimero. Owen Meany decía:
—UNA MUELA ADIAMANTADA HACE QUE UNA LAPIDA SUENE COMO SI LA PIEDRA MISMA ESTUVIERA DE LUTO.
Piensa en el tiempo que Owen pasaba en esa horripilante tienda de monumentos funerarios de Water Street, rodeado de inscripciones incompletas de los nombres de los muertos… ¿es de extrañar que VIERA su propio nombre y la fecha de su muerte en la tumba de Scrooge? No. ¡Lo extraño es que NO VIERA cosas tan espeluznantes todos los días! Y cuando se ponía esas disparatadas gafas protectoras para bajar la muela adiamantada hasta la posición de corte, el grito hondamente firme de la hoja debía de recordarle el «grito permanente» que era su propia voz invariable… para usar la expresión de Mr. McSwiney. Después del verano que pasé en la tienda de monumentos, supe apreciar lo que debía de atraer a Owen en la quietud de las iglesias, la paz de la oración, la serena cadencia de himnos y letanías… e incluso el simplista ritual de practicar el tiro.
En cuanto al resto del verano de 1963 —cuando los budistas de Vietnam se prendían fuego y les quedaba poco tiempo a los Kennedy—, Hester estaba trabajando otra vez de camarera en un restaurante langostero.
—Para eso sirve una licenciatura en Música —decía mi prima.
Por fin comprendí a qué aludía Owen Meany cuando decía de Randy White:
—ME GUSTARÍA TENERLO BAJO LA MUELA ADIAMANTADA… ME BASTARÍAN UNOS SEGUNDOS. ME ENCANTARÍA PONER SU PILILA BAJO LA MUELA ADIAMANTADA.
Y hablando de pililas —de la mía en particular—, desaproveché otro verano. La Iglesia Católica tenía motivos para sentirse orgullosa de la inexpugnable virtud de Caroline O’Day, con o sin uniforme de St. Michael; y cualquier iglesia podía enorgullecerse de la virtud de muchísimas más: todas eran virtuosas conmigo. Palpé fugazmente el pecho desnudo de alguien —una sola vez y fue accidental—, una noche calurosa que fuimos a nadar a la playa de Little Boar’s Head y la fosforescencia, a mis ojos, era especialmente seductora. La chica era una compañera de música de Hester, y en la camioneta tomate, en el camino de regreso a Durham, mi prima se ofreció voluntariamente a sentarse en mis rodillas, porque la otra estaba sumamente disgustada por mis torpes avances de aficionado.
—Oye, siéntate tú en el medio, yo me sentaré en sus rodillas —le dijo a su amiga—. Ya he sentido su tonta erección antes, y no me molesta.
—NO ES NECESARIO SER GROSERA —dijo Owen Meany.
Así fuimos desde Little Boar’s Head hasta Durham, con Hester en mis rodillas… una vez más humillado por mi erección. Pensé que sin duda unos pocos segundos bajo la muela adiamantada bastarían para mí; y si alguien ponía mi pilila bajo la muela, no me parecía una gran pérdida.
Tenía veintiún años y seguía siendo casto; entonces era un casto José, y lo sigo siendo.
Georgian Bay: 27 de julio de 1987. ¿Por qué no puedo gozar de todo lo que la naturaleza me ofrece aquí? Engatusé a uno de los niños Keeling para que me llevara en una lancha hasta Pointe au Baril Station. Milagrosamente, en la isla nadie necesitaba nada de la estación: ni un huevo, ni un trozo de carne, ni una pastilla de jabón; ni siquiera cebo vivo. Yo era el único que necesitaba algo; «necesitaba» un diario, me avergüenza decirlo. La necesidad de conocer las noticias es una debilidad, algo mucho peor que otras adicciones, una dolencia especialmente debilitante.
The Toronto Star decía que la Casa Blanca estaba tan frustrada por el Congreso y el Pentágono que se había creado un pequeño grupo de fuerzas especiales del estamento militar; también informaba que las auténticas tropas de los Estados Unidos en servicio activo dispararon con misiles y artillería contra soldados nicaragüenses… sin que lo supiera el Congreso ni el Pentágono. ¿Por qué los estadounidenses no están tan asqueados —tan hartos— de sí mismos como todo el mundo? ¡Cuánta palabrería sobre la democracia, cuánta conducta patentemente antidemocrática! ¡Tengo que dejar de leer estas necedades! Esos titulares pueden hacerte papilla los sesos… y son titulares que dentro de un año parecerán casi olvidables o, en caso de recordarlos, meramente pintorescos. Vivo en Canadá, tengo pasaporte canadiense: ¿por qué pierdo el tiempo ocupándome de lo que hacen los estadounidenses, sobre todo teniendo en cuenta que a ellos les da igual?
Trataré de interesarme por algo más cósmico… algo más universal, aunque sospecho que la absoluta falta de integridad del gobierno es «universal», ¿verdad?
En The Toronto Star había otro artículo, más adecuado a la visión paradisíaca del universo que puede gozarse desde Georgian Bay. Hablaba de los agujeros negros; los científicos dicen que los agujeros negros pueden tragarse dos galaxias enteras. El artículo trataba del potencial «colapso del sistema estelar». ¿Puede haber algo más importante que eso?
Presta atención a esto: «Los agujeros negros son concentraciones de materia tan densas que colapsan sobre sí mismas. Nada, por muy ligero que sea, puede escapar a la intensa atracción de sus campos gravitatorios». ¡Imagínate eso! Ni siquiera la luz… ¡Dios mío! Anuncié la novedad a la familia Keeling, pero uno de los hijos medianos —una especie de lumbrera en el estudio de las ciencias— me respondió con bastante descortesía.
—Sí —dijo—, pero todos los agujeros negros están a unos dos millones de años luz de distancia de la Tierra. Y pensé:
Aproximadamente a la misma distancia que está Owen Meany de la Tierra; aproximadamente a la misma distancia que me gustaría estar a mí de la Tierra.
¿Y dónde está hoy J. F. K.? ¿A qué distancia está?
El 22 de noviembre de 1963, Owen Meany y yo nos encontrábamos en mi habitación de 80 Front Street, estudiando para un examen de Geología. Yo estaba furioso con él por haberme manipulado hasta lograr que me inscribiera en Geología, cuya auténtica naturaleza quedaba oculta —en la Universidad de New Hampshire— en el catálogo del plan de estudios bajo el título, de inspiración hippie, de Ciencias de la Tierra. Owen me había llevado a pensar que el curso sería un medio fácil para satisfacer una parte de lo que nos exigían en ciencias: él sabía todo lo que hay que saber sobre rocas, me aseguró, y el resto del curso trataría de fósiles.
—¡SERA COJONUDO ENTERARNOS DE LA VIDA DE LOS DINOSAURIOS! —había dicho, y logró seducirme. Pasamos menos de una semana con los dinosaurios… y con los fósiles mucho menos del que pasamos aprendiendo los horrendos nombres de las eras geológicas. Para colmo, en realidad Owen Meany no sabía distinguir un esquisto metamórfico de una intrusión ígnea… a menos que esta última fuese granito.
El 22 de noviembre de 1963, yo acababa de confundir la época paleocena con la pleistocénica, y estaba más confundido aún por las diferencias entre una época y una era.
—La cenozoica es una ERA, ¿no? —le pregunté.
—¿A QUIEN LE IMPORTA? —me contestó Owen Meany—. PUEDES OLVIDAR ESA PARTE. Y PUEDES OLVIDARTE DE TODO LO QUE SEA TAN AMPLIO COMO EL TERCIARIO Y EL CUATERNARIO… ES DEMASIADO AMPLIO. LO QUE TIENES QUE APRENDER ES MÁS ESPECIFICO, HAS DE SABER QUE CARACTERIZA A UNA ÉPOCA… POR EJEMPLO, ¿QUÉ ÉPOCA SE CARACTERIZA POR EL FLORECIMIENTO DE LOS PÁJAROS Y LOS MAMÍFEROS PLACENTARIOS?
—¡Caray! ¿Cómo me he dejado convencer de que me metieras en esto? —fue mi respuesta.
—PRESTA ATENCIÓN. HAY MÉTODOS PARA RECORDAR CUALQUIER COSA. PARA QUE TE ACUERDES DE PLEISTOCENO BASTA CON QUE RECUERDES QUE ESTA ÉPOCA SE CARACTERIZO POR LA APARICIÓN DEL HOMBRE Y LA EXTENSIÓN DE LOS HIELOS GLACIALES… RECUERDA LA PALABRA HIELOS, CUYAS LETRAS APARECEN TODAS EN PLEISTOCENO, MENOS LA HACHE.
—¡Dios mío! —exclamé.
—SOLO ESTOY TRATANDO DE AYUDARTE A RECORDAR —dijo Owen—. SI CONFUNDES EL FLORECIMIENTO DE LAS AVES Y LOS MAMÍFEROS PLACENTARIOS CON LA PRIMERA APARICIÓN DEL HOMBRE, ERRARAS EN UNOS SESENTA MILLONES DE AÑOS… ¡ESTARÁS COMETIENDO UN ERROR GARRAFAL!
—El mayor error que he cometido ha sido apuntarme en Geología —afirmé. Imprevistamente apareció Ethel en mi habitación; no la habíamos oído llamar ni abrir la puerta… a propósito, no recuerdo haberla visto en mi habitación antes (ni después).
—Tu abuela quiere verte en la sala de la tele —dijo.
—¿LE PASA ALGO AL APARATO? —le preguntó Owen.
—Le pasa algo al presidente —dijo Ethel.
Cuando nos enteramos de qué le pasaba a Kennedy —cuando vimos que le disparaban y, más tarde, cuando supimos que había muerto—, Owen Meany dijo:
—SI APARECIMOS EN EL PLEISTOCENO, SOSPECHO QUE ESTE ES EL MOMENTO EN QUE DESAPARECEREMOS… SUPONGO QUE UN MILLÓN DE AÑOS DEL HOMBRE ES SUFICIENTE.
Con la muerte de Kennedy fuimos testigos del triunfo de la televisión; lo que vimos con su asesinato, y con su funeral, fue el inicio del dominio de la televisión sobre nuestra cultura… porque la tele es más solemnemente autogratificante e hipnótica cuando muestra la muerte inoportuna de los elegidos y los meritorios. Es como testigo de la carnicería de los héroes en la flor de la vida —y de todos los inocentes aparentemente santos— que la televisión alcanza su más deplorable grandeza. La sangre en la ropa de Mrs. Kennedy y su rostro estragado bajo el velo; los niños huérfanos de padre; LBJ jurando el cargo; el hermano Bobby… con aspecto de ser el siguiente de la lista.
—SI BOBBY ERA EL SIGUIENTE PARA MARILYN MONROE, ¿EN QUE MÁS ES EL SIGUIENTE? —preguntó en voz alta Owen Meany.
Menos de cinco años más tarde, cuando asesinaron a Bobby Kennedy, Hester dijo:
—La televisión proporciona buenos desastres —supongo que ésta sólo era una versión más vulgar de la observación de mi abuela sobre el efecto de la tele en los viejos: verla apresuraría su muerte. Aunque ver televisión no apresura la muerte, sin duda logra que parezca atractiva. La sentimentaliza y la vuelve tan romántica que logra que los vivos sientan que se han perdido algo… por el mero hecho de seguir vivos.
En 80 Front Street, aquel noviembre del 63, mi abuela, Owen Meany y yo vimos durante horas enteras cómo mataban al presidente; durante días enteros vimos cómo lo mataban y volvían a matarlo, repetidas veces.
—YA ENTIENDO —dijo Owen Meany—. SI UN MANIACO TE ASESINA, INSTANTÁNEAMENTE TE CONVIERTES EN UN HÉROE… AUNQUE SOLO ESTUVIERAS PASEANDO EN UN DESFILE DE AUTOMÓVILES.
—Ojalá un maníaco me asesinara a mí —dijo mi abuela.
—¡MISSUS WHEELWRIGHT! ¿QUÉ QUIERE DECIR? —preguntó Owen.
—Quiero decir que por qué no puede un maníaco asesinar a una persona vieja… como yo —dijo mi abuela—. Preferiría ser asesinada por un maníaco antes que verme obligada a abandonar mi hogar… y eso es lo que me ocurrirá. Tal vez Dan, tal vez Martha… tal vez tú —me dijo con tono acusador—. Uno de vosotros, o todos… me obligaréis a abandonar esta casa. Me pondréis en un sitio con un puñado de viejos locos. Y preferiría ser asesinada por un maníaco… eso es lo que quiero decir. Algún día, Ethel no estará en condiciones de… ¡algún día serán necesarias cien Ethels sólo para limpiar lo que yo ensucio! Algún día, ni siquiera tú querrás ver televisión conmigo —le dijo a Owen—. Algún día —me dijo a mí—, vendrás a visitarme y ni siquiera sabré quién eres. ¿Por qué no educa alguien a los maníacos para que asesinen a los viejos y dejen en paz a los jóvenes? ¡Qué desperdicio! —gritó. Mucha gente decía lo mismo sobre la muerte del presidente Kennedy… aunque con un significado ligeramente distinto, por supuesto—. Seré una idiota incontinente —afirmó y miró a los ojos a Owen Meany—. ¿No preferirías tú ser asesinado por un maníaco? —le preguntó.
—SI SIRVIERA DE ALGO… SI, LO PREFERIRÍA —contestó Owen Meany.
—Creo que hemos estado viendo demasiada televisión —intervine.
—Para eso no hay remedio —dijo mi abuela.
Pero después del asesinato del presidente Kennedy, tuve la impresión de que tampoco había «remedio» para Owen Meany; sucumbió a un estado de ánimo del que no quería hablar conmigo: entró en una visible decadencia de la comunicación. Yo solía ver aparcada la camioneta tomate detrás de la sacristía de Hurd’s Church; Owen se había mantenido en contacto con el reverendo Lewis Merrill, cuya silenciosa y prolongada oración por Owen le había hecho ganar el respeto de los profesores y estudiantes de Gravesend. El pastor Merrill siempre había «caído simpático», pero antes de su oración nadie lo respetaba. Estoy seguro de que Owen también se sentía agradecido por su gesto… aunque hubiera sido fruto de un esfuerzo y no un paso dado por propia iniciativa. Pero después de la muerte de J. F. K., Owen parecía verlo más a menudo y nunca me contaba de qué hablaban. Quizá de Marilyn Monroe y los Kennedy. Hablaban del «sueño», supongo; pero yo aún no había logrado que Owen Meany me lo contara.
—¿Qué es eso que he oído decir de un sueño que se repite? —le pregunté una vez.
—NO SÉ QUE ES LO QUE HAS OÍDO DECIR.
Y poco antes de Nochevieja, le pregunté a Hester si ella sabía algo de un sueño. Mi prima llevaba unas copas encima; estaba empezando a caer en su estado de vomitadora, pero rara vez alguien la pescaba con la guardia baja. Me miró con suspicacia.
—¿Qué sabes tú? —me preguntó.
—Sólo sé que tiene un sueño… y que lo fastidia —agregué.
—Yo sólo sé que me fastidia a mí —dijo—. Me despierta… cuando lo sueña. Y no me gusta mirarlo mientras lo sueña, ni después. ¡No me preguntes a mí en qué consiste! Pero estoy en condiciones de decirte algo: es mejor que no lo sepas.
De vez en cuando veía la camioneta tomate aparcada en St. Michael… no en la escuela, sino en el bordillo de la rectoría de la Iglesia Católica de St. Michael. Me figuraba que conversaba con el padre Findley; tal vez porque Kennedy había sido católico, tal vez porque le habían exigido un diálogo continuo con el padre Findley… en lugar de obligarlo a compensar a la Iglesia Católica por el daño causado a María Magdalena.
—¿Cómo van las cosas con el padre Findley? —le pregunté una vez.
—CREO QUE TIENE BUENAS INTENCIONES —replicó Owen prudentemente—. PERO EN CUESTIÓN DE FE HAY UN OBSTÁCULO INSALVABLE PARA ÉL, POR SU FORMACIÓN CATÓLICA. NO CREO QUE NUNCA LLEGUE A COMPRENDER LA MAGNITUD… EL AGRAVIO INCALIFICABLE… —se interrumpió.
—¿Qué? Estabas diciendo… el agravio incalificable… ¿te refieres al que infligieron a tus padres?
—EL PADRE FINDLEY NO PUEDE ENTENDER, SENCILLAMENTE, CUANTO LOS HICIERON SUFRIR.
—Ah, comprendo —dije, en broma, por supuesto. Pero Owen Meany no captó mi sentido del humor, o no tenía la menor intención de ser más claro en esta cuestión—. ¿Pero te gusta el padre Findley? —le pregunté—. O algo parecido, quiero decir… has dicho que tiene buenas intenciones. Te gusta hablar con él… supongo.
—RESULTA QUE ES IMPOSIBLE VOLVER A DEJAR A MARÍA MAGDALENA TAL COMO ESTABA… ME REFIERO A LA ESTATUA —dijo—. MI PADRE CONOCE UNA EMPRESA QUE HACE SANTOS Y OTRAS FIGURAS SAGRADAS… EN GRANITO, ME REFIERO. PERO SUS PRECIOS SON DESORBITADOS. EL PADRE FINDLEY HA SIDO MUY PACIENTE. ESTOY TRATANDO DE CONSEGUIRLE UN BUEN GRANITO… Y A ALGUIEN QUE ESCULPA ESTOS SANTOS UN POCO MÁS BARATOS, Y LOS HAGA UN POCO MÁS PERSONALES… YA SABES, NO SIEMPRE EL MISMO GESTO DE SUPLICA, PARA QUE NO TODOS PAREZCAN PORDIOSEROS. LE HE DICHO AL PADRE FINDLEY QUE PUEDO HACER UN PEDESTAL MUCHO MEJOR QUE EL QUE TIENE Y HE ESTADO TRATANDO DE CONVENCERLO DE QUE QUITE ESA ESTÚPIDA ARCADA… SI NO PARECIERA UNA GUARDAMETA EN SU PORTERÍA, TAL VEZ LOS CHICOS NO SE DEDICARAN A ATACARLA. YA SABES LO QUE QUIERO DECIR.
—¡Han pasado casi dos años! —me asombré—. No sabía que todavía estabas comprometido en la restitución de María Magdalena… no sabía que estuvieses tan comprometido —añadí.
—BIEN, ALGUIEN TIENE QUE HACERSE CARGO —respondió—. EL PADRE FINDLEY ME HIZO UN FAVOR… NO ME GUSTA NADA QUE ESOS COMERCIANTES SE APROVECHEN DE ÉL. SI ALGUIEN NECESITA UN SANTO O UNA FIGURA SAGRADA DEPRISA, ¿SABES LO QUE HACEN? TE LO COBRAN A PRECIO DE ORO, O TE DEJAN ESPERANDO ETERNAMENTE… SE CREEN QUE TE TIENEN AGARRADO DE LAS BOLAS. ¿Y QUIÉN PUEDE PERMITIRSE EL LUJO DEL MÁRMOL? SOLO ESTOY TRATANDO DE DEVOLVER UN FAVOR.
Me pregunté si de paso le hablaría del sueño al padre Findley. Me molestaba que se viera con alguien a quien yo ni siquiera conocía… y que quizás hablara con esa persona de cosas que no mencionaba conmigo. Supongo que es lo mismo que me molestaba de Hester… y hasta el reverendo Merrill empezó a irritarme. No me lo encontraba a menudo, aunque él asistía regularmente a los ensayos y funciones de los Gravesend Players… pero cada vez que nos veíamos, me miraba como si supiera algo de mí (como si Owen le hubiese estado hablando de mí, como si yo apareciera en el maldito sueño de Owen), o eso imaginaba.
En mi opinión, 1964 no fue un año muy interesante. El general Greene sustituyó al general Shoup; Owen me contaba muchas noticias de los militares; como buen estudiante del ROTC, se enorgullecía en saber estas cuestiones. El presidente Johnson ordenó la retirada de contingentes estadounidenses de Vietnam del Sur.
—EN TÉRMINOS GENERALES, NO ES UNA SEÑAL OPTIMISTA —dijo Owen Meany. Si bien la mayoría de sus profesores en la Universidad de New Hampshire lo encontraban menos que brillante, sus profesores de Ciencias Militares estaban encantados con él.
Fue el año en que el almirante Sharp sustituyó al almirante Felt, en que el general Westmoreland sustituyó al general Harkins, en que el general Wheeler sustituyó al general Taylor, en que el general Johnson sustituyó al general Wheeler… en que el general Taylor sustituyó a Henry Cabot Lodge como embajador de los Estados Unidos en Vietnam.
—SE ESTÁN COCINANDO MUCHAS COSAS —dijo Owen Meany. Fue el año de la Resolución del Golfo de Tonkin, que llevó a Owen a preguntar: «¿SIGNIFICA ESO QUE EL PRESIDENTE PUEDE DECLARAR UNA GUERRA SIN DECLARARLA?». Fue el año en que el promedio de Owen resultó inferior al mío; pero en Ciencias Militares, sus notas eran perfectas.
Incluso el verano del 64 fue poco interesante… si exceptuamos que culminó la sustitución de María Magdalena, ahora firmemente asentada en el formidable pedestal de Owen Meany en el patio de St. Michael, más de dos años después del ataque a su predecesora.
—ERES MUY POCO OBSERVADOR —me dijo mi amigo—. ¡LA GUARDAMETA HA FALTADO DE SU PORTERÍA DURANTE DOS AÑOS Y NI SIQUIERA HAS NOTADO SU REAPARICIÓN!
Lo que sí noté enseguida fue que había convencido al padre Findley para que quitara la portería. La arcada de piedra encalada había desaparecido… lo mismo que la idea de encalar. La nueva María Magdalena era gris granito, gris lápida, un color que Owen Meany denominaba NATURAL. Su cara, como su color, se veía algo abatida, casi apologética; además, no tenía los brazos extendidos en evidente actitud de súplica… más bien, tenía las manos unidas ante sus delgados pechos, y apenas emergían de las mangas de su túnica, que caía informe por su cuerpo hasta los pequeños pies descalzos, grises. En conjunto, parecía demasiado gazmoña para ser una exprostituta… y excesivamente privada de expresión gestual para ser una santa. No obstante, irradiaba cierta aquiescencia; parecía tan fácil congeniar con ella como con mi madre.
Y el pedestal sobre el que Owen la había aposentado —en contraste con el acabado áspero de la mismísima María Magdalena (el granito nunca es tan liso como el mármol)— lucía muy pulido, exquisitamente biselado; Owen había cortado muy finos los bordes con la muela adiamantada, creando la impresión de que María Magdalena estaba de pie sobre su tumba, o a punto de resucitar.
—¿QUÉ OPINÁIS? —nos preguntó a Hester y a mí— EL PADRE FINDLEY ESTABA MUY SATISFECHO.
—Es enfermizo… todo es enfermizo —afirmó Hester—. Sólo muerte y más muerte… en ti sólo hay eso, Owen.
—HESTER ES MUY SENSIBLE —declaró Owen.
—Me gusta más que la otra —aventuré, cautamente.
—¡NO HAY NI PUNTO DE COMPARACIÓN! —exclamó Owen.
—Me gusta el pedestal —dije—. Es casi como si… bien, ya sabes… como si estuviera saliendo de su propia tumba.
Owen asintió enérgicamente.
—TIENES OJO CLÍNICO —afirmó—. ESE ES EXACTAMENTE EL EFECTO QUE QUERÍA LOGRAR. ESO ES LO QUE SIGNIFICA LA SANTIDAD, ¿VERDAD? ¡UN SANTO TIENE QUE SER UN EMBLEMA DE INMORTALIDAD!
—¡Cuánta mierda junta! —concluyó Hester. También para ella fue un año poco interesante; era una graduada universitaria, todavía vivía en su mugriento apartamento de su antigua ciudad universitaria, todavía hacía de camarera en el restaurante langostero de Kittery o de Portsmouth. Yo nunca había comido allí, pero Owen decía que estaba bastante bien… en el puerto, un tanto excesivamente pintoresco con el tópico marisquero (predominaban las nasas y las boyas y las amarras en el decorado). El problema era que Hester detestaba las langostas; las llamaba «insectos del mar» y todas las noches se lavaba la cabeza con zumo de limón porque decía que su pelo olía a pescado.
Creo que sus horarios (sólo trabajaba de noche) fueron en parte responsables del declinar de Owen Meany como estudiante; iba a recogerla fielmente… y yo tenía la impresión de que mi prima trabajaba casi todas las noches. Tenía permiso de conducir y coche propio —en realidad, el viejo Chevy 57 de Noah—, pero odiaba conducir; que mis tíos le hubiesen regalado un coche usado podía tener algo que ver con ello. A juicio de Owen, el Chevy 57 estaba en mejor estado que su camioneta tomate, pero Hester sabía que ya era de segunda mano cuando los Eastman se lo regalaron a Noah, quien a su vez se lo pasó a Simon, que había tenido un accidente sin importancia con él antes de que fuera a parar a manos de Hester.
Pero yéndola a buscar al trabajo, Owen Meany rara vez volvía al apartamento de ella antes de la una de la madrugada; después de servir las mesas, Hester estaba tan exacerbada que no se mostraba dispuesta a acostarse antes de las dos… primero tenía que lavarse la cabeza, lo que la desvelaba más aún; luego necesitaba protestar. A menudo alguien la había ofendido; a veces se trataba de un cliente que había intentado ligársela… y al fracasar le había dejado una propina miserable. Y las demás camareras eran «deplorablemente inconscientes», decía Hester; jamás aclaró de qué eran inconscientes… pero a menudo la ofendían. Y cuando no pasaba la noche en su apartamento —si volvía en la camioneta tomate a Gravesend—, Owen no solía acostarse antes de las tres.
Hester dormía toda la mañana, pero él iba a clases o, en verano, entraba a trabajar muy temprano en la cantera. A veces me parecía un viejo cansado… un viejo cansado y casado. Traté de pincharlo para que se interesara más por sus estudios, pero él hablaba de la escuela cada vez más como algo de donde había que irse.
—CUANDO SALGA DE AQUÍ, TENGO QUE CUMPLIR MI SERVICIO ACTIVO, Y NO QUIERO HACERLO SENTADO A UN ESCRITORIO… ¿A QUIEN LE INTERESA ESTAR EN EL EJERCITO PARA OCUPARSE DEL PAPELEO?
—¿A quién le interesa estar en el ejército? —le pregunté—. Tendrías que pasar más tiempo sentado a un escritorio… tal como te va en el college, daría igual que ya estuvieras en el Ejército. No te entiendo… con tu capacidad innata tendrías que pasar por aquí con las mejores notas.
—COMO QUE ME HIZO MUCHO BIEN PASAR POR GRAVESEND ACADEMY CON LAS MEJORES NOTAS, ¿NO ES CIERTO?
—Tal vez si no fueses un estúpido estudiante especializado en Geología, mostrarías un poco más de entusiasmo por tus cursos.
—PARA MÍ LA GEOLOGÍA ES FÁCIL —dijo—. AL MENOS, YA SÉ ALGO DE PIEDRAS.
—No solías hacer las cosas sólo porque fueran fáciles —le espeté.
Se encogió de hombros. ¿Recuerdas cuando la gente «pasaba»? ¿Lo recuerdas? Owen Meany fue la primera persona que vi «pasar». Hester era, por supuesto, una «pasota» nata; tal vez Owen se inspiró en ella, aunque creo que era demasiado original para eso. Era original y tozudo.
Yo también era tozudo; los jóvenes de veintidós años son tozudos. Owen intentó mantenerme en la tienda de monumentos funerario todo el verano del 64. Le dije que un verano entero allí era suficiente… o me dejaba trabajar en la cantera o me largaba.
—ES POR TU PROPIO BIEN —me dijo—. ES EL MEJOR TRABAJO DE ESTE OFICIO… Y EL MÁS FÁCIL.
—Es posible que yo no quiera hacer lo más «fácil» —repliqué—. A lo mejor hasta me dejas decidir qué es «lo mejor» para mí.
—ADELANTE, LARGATE —dijo.
—Muy bien. Supongo que debo hablar con tu padre.
—MI PADRE NO TE CONTRATO —dijo Owen Meany.
No me largué, naturalmente, pero puse mi tozudez en un pie de igualdad con la suya: insinué que estaba perdiendo interés en la práctica del tiro. En el verano del 64, Owen Meany parecía pasar —en muchos sentidos—, pero su fervor por la práctica del tiro había reaparecido. Llegamos a un acuerdo: trabajé de aprendiz en la muela adiamantada hasta agosto; y aquel agosto —cuando en el Golfo de Tonkin fueron atacados el Maddox y el Turner Joy—, Owen me puso a trabajar como señalero en las minas. Si llovía, me dejaba trabajar con los aserradores; a finales del verano me puso de aprendiz en las perforadoras de barra de canal.
—EL VERANO QUE VIENE TE DEJARE APRENDER A MANEJAR LA GRÚA —dijo—. EL PRÓXIMO AGOSTO TE DARÉ UNA PEQUEÑA LECCIÓN SOBRE DINAMITA… CUANDO VUELVA DE LA INSTRUCCIÓN BÁSICA.
Justo antes de comenzar nuestro penúltimo año en la Universidad de New Hampshire —justo antes de que los estudiantes regresaran a Gravesend Academy y al resto de escuelas y universidades del país—, Owen Meany hizo el mate, en el gimnasio de Gravesend Academy, en menos de tres segundos.
Sugerí que el bedel se había retrasado al poner el reloj oficial del marcador, pero Owen insistió en que había hecho el mate en tiempo récord… dijo que el cronómetro era exacto y que nuestro éxito era oficial.
—SENTÍ LA DIFERENCIA… EN EL AIRE —parloteó, excitado—. TODO FUE UN POQUITÍN MÁS RÁPIDO, UN POQUITÍN MÁS ESPONTANEO.
—Supongo que ahora me dirás que es posible bajar de dos segundos —dije.
Owen botaba la pelota… delirante, frenéticamente, como en una película acelerada de uno de los Harlem Globetrotters. Pensé que no me había oído.
—¡Supongo que pensarás que es posible hacerlo en menos de dos segundos! —grité.
Dejó de jugar con el balón.
—NO SEAS RÍDICULO. TRES SEGUNDOS ES SUFICIENTE.
Me sorprendí.
—Creía que consistía en ver hasta dónde éramos capaces de llegar. Siempre podemos hacerlo más rápido —dije.
—LA IDEA CONSISTE EN SER LO BASTANTE RÁPIDO —contestó—. LA CUESTIÓN ES SI PODEMOS HACERLO EN MENOS DE TRES SEGUNDOS TODAS LAS VECES. ESA ES LA IDEA.
De manera que seguimos practicando. Cuando había estudiantes en el gimnasio de Gravesend Academy, íbamos al patio de St. Michael. No teníamos quién nos cronometrara, no había nada parecido al reloj oficial del gimnasio y Hester no estaba dispuesta a colaborar en nuestras prácticas, no quería hacer de suplente del bedel. Y el aro oxidado de la canasta estaba un poco torcido, y la red hacía tiempo que había desaparecido… y el macadán del patio estaba tan destrozado que ni siquiera podíamos hacer botar el balón. Pero seguimos practicando. Owen decía que SENTÍA cuándo hacía el mate en menos de tres segundos. Y aunque no había ningún portero retardado que nos ovacionara, las religiosas del cuchitril del extremo opuesto del patio solían vernos. A veces incluso nos saludaban con la mano, y Owen Meany les devolvía el saludo… aunque afirmaba que las monjas seguían poniéndole la piel de gallina. Y María Magdalena siempre nos observaba; sentíamos su mudo estímulo. Cuando nevaba, Owen la limpiaba. Aquel otoño nevó pronto, mucho antes de Acción de Gracias. Recuerdo haber practicado el tiro con la gorra de esquiar y los guantes puestos; Owen nunca se los ponía. Y por las tardes, cuando oscurecía temprano, se encendían las luces de la casa de las monjas antes de que termináramos de practicar. María Magdalena adquiría una tonalidad de gris más oscura; prácticamente desaparecía en las sombras.
Una vez, cuando estaba casi demasiado oscuro para ver la canasta, discerní su figura… de pie en el límite de la oscuridad total. Imaginé que se parecía al ángel que Owen creía haber visto junto a la cama de mi madre. Se lo dije, y miró a María Magdalena; soplándose las manos frías y desnudas, la observó atentamente.
—NO, NO EXISTE EL MENOR PARECIDO —dijo—. AQUEL ÁNGEL ESTABA MUY ATAREADO; SE MOVÍA, SIEMPRE ESTABA EN MOVIMIENTO. SOBRE TODO LAS MANOS… EN NINGÚN MOMENTO DEJO DE TENDERLAS.
Fue la primera vez que le oí decir que el ángel estaba en movimiento… que había visto a un ángel muy atareado.
—Nunca mencionaste que estuviera en movimiento —comenté.
—PUES SE MOVÍA —dijo Owen Meany—. POR ESO NUNCA TUVE NINGUNA DUDA. NO PODÍA SER EL MANIQUÍ PORQUE SE MOVÍA. Y EN TODOS LOS AÑOS QUE HE TENIDO EL MANIQUÍ. NUNCA SE MOVIÓ.
Desde cuando, me pregunté, había albergado Owen Meany alguna DUDA. ¿Y con cuánta frecuencia había contemplado al maniquí de mi madre? Esperaba que se moviera, pensé.
Cuando en el patio de St. Michael estaba tan oscuro que no veíamos la canasta, tampoco veíamos a María Magdalena. Lo que más le gustaba a Owen era practicar el tiro hasta que perdíamos de vista a María Magdalena en la oscuridad. Entonces se paraba conmigo debajo de la canasta y decía:
—¿LA VES?
—Ya no —contestaba yo.
—NO LA VES PERO SABES QUE ESTA ALLÍ… ¿VERDAD?
—¡Por supuesto que sigue allí! —decía yo.
—¿ESTÁS SEGURO? —me preguntaba.
—¡Claro que estoy seguro! —replicaba yo.
—PERO NO LA VES —decía, con tono bromista—. ¿CÓMO SABES QUE ESTA ALLÍ SI NO LA VES?
—¡Porque sé que está allí… porque sé que no puede haberse ido a otro sitio… porque lo sé! —me emperraba.
Y un día frío de finales de otoño —era noviembre o quizá principios de diciembre; Johnson había derrotado a Goldwater para la presidencia; Jruschov había sido sustituido por Brézhnev y Kosiguin; habían muerto cinco estadounidenses en un ataque del Vietcong a la base aérea de Bien Hoa—, ya estaba especialmente harto del jueguecito que me hacía con eso de que no veía a María Magdalena pero sabía que estaba allí.
—¿NO TIENES NINGUNA DUDA DE QUE ESTA ALLÍ? —repitió por enésima vez.
—¡Claro que no tengo ninguna duda! —exclamé.
—PERO NO LA VES… PODRÍAS EQUIVOCARTE.
—No, no me equivoco. ¡Está allí, sé que está allí! —chillé.
—¿TIENES LA CERTEZA ABSOLUTA DE QUE ESTA ALLÍ… AUNQUE NO LA VES? —me preguntó.
—¡Sí! —vociferé.
—BIEN, AHORA YA SABES LO. QUE SIENTO YO CON RESPECTO A DIOS —dijo Owen Meany—. ¡NO LO VEO… PERO TENGO LA CERTEZA ABSOLUTA DE QUE ESTA ALLÍ!
Georgian Bay: 29 de julio de 1987; hoy Katherine me ha dicho que debía hacer un esfuerzo por no leer ningún periódico. Notó cómo me había estropeado el día The Globe and Mail. Aquí todo es espléndido, pacífico, rodeado de agua; aquí es una vergüenza no relajarse, no aprovechar la oportunidad de pensar más serena, más reflexivamente. Katherine sólo quiere lo mejor para mí y sé que tiene razón: debería renunciar a las noticias, pasar. De todos modos, no se entiende nada leyéndolas.
Si alguna vez alguien presumiera de instruir a mis estudiantes de Bishop Strachan sobre Charles Dickens o Thomas Hardy o Robertson Davies con la misma comprensión superficial que estoy seguro de poseer en asuntos mundanos —o incluso en errores estadounidenses—, me indignaría. Soy un profesor de Literatura lo bastante bueno para saber que mi conocimiento de las desgracias de los Estados Unidos —incluso en Vietnam, para no hablar de Nicaragua— es poco profundo. ¿Quién ha adquirido alguna vez un conocimiento real o sólido con la lectura de los periódicos? Estoy seguro de no poseer una comprensión profunda de la villanía estadounidense; sin embargo, no puedo dejar en paz las noticias. Cualquiera diría que he sabido beneficiarme con mi experiencia de los helados. Si hay helado en el congelador, me lo comeré… me lo comeré todo de un tirón. Por tanto, he aprendido a no comprar helado. Para mí, los periódicos son más dañinos aún que el helado; los titulares, y los grandes asuntos que los generan, son pura grasa.
La biblioteca de la isla está llena de guías de campaña… de todo lo que nunca supe; me refiero a cuestiones reales, no a «asuntos». Podría estudiar las agujas de pino, o la identificación de pájaros, tema de estudio en el que incluso hay categorías: movimiento en vuelo, siluetas posadas, gritos de alimentación y apareamiento. Es fascinante… supongo. Y con tanta agua en torno, sin duda podría tomarme más de un día para ir de pesca con Charlie; sé que le decepciona que no me interese más por la pesca. Y Katherine me ha reprochado que hace mucho que no hablamos de nuestras respectivas creencias, los artículos compartidos y personales de nuestra fe. Solía hablar de esto durante horas con ella, y con el canónigo Campbell antes que con ella. Ahora me avergüenza contarle a Katherine cuántos oficios dominicales me he saltado.
Katherine tiene razón. Trataré de renunciar a las noticias. Hoy, The Globe and Mail decía que los contras nicaragüenses han ejecutado a sus prisioneros; están investigándolos por «22 casos graves de violación de los derechos humanos». ¡Y estos mismos contras asquerosos son «el equivalente moral de nuestros padres fundadores», dice el presidente Reagan! Mientras, el líder espiritual de Irán, el ayatolá, instó a todos los musulmanes a «hacerle tragar sus propios dientes a los Estados Unidos»; esto suena muy propio del tipo al que Estados Unidos debe de venderle armas… ¿verdad? Los Estados Unidos son una insensatez, sencillamente.
Estoy de acuerdo con Katherine. Es hora de pescar, hora de observar la cola plana de ese pequeño mamífero acuático… ¿es una nutria o una rata almizclera? Es hora de descubrir. Y allá, donde las aguas de la bahía se vuelven verdiazules y luego del color de un moretón, ¿aquello que veo zambullirse es un somorgujo o una fúlica? Es hora de ver, hora de olvidar el resto. ¡Y es «más que hora» —como siempre dice el canónigo Mackie— de que intente ser canadiense!
Cuando llegué a Canadá, pensaba que me resultaría fácil ser canadiense; como tantos estadounidenses estúpidos, imaginaba a Canadá como una región norteña de los Estados Unidos, más fría y probablemente más provinciana, imaginaba que sería como mudarse a Maine o a Minnesota. Fue una sorpresa descubrir que en Toronto no nevaba tanto ni hacía tanto frío como en New Hampshire… aparte de que tampoco era tan provinciana. Y fue más que una sorpresa descubrir lo diferentes que eran los canadienses. ¡Fueron tan cordiales! Naturalmente, yo empecé disculpándome: «En realidad, no soy un objetor de conciencia», decía; pero a la mayoría de los canadienses les importaba un rábano qué era yo. «No estoy aquí para evadirme del reclutamiento», explicaba. «Sin duda, me clasificaría a mí mismo como pacifista», decía en aquellos tiempos. «Me va la expresión “resistente de guerra”», le decía a todo el mundo, «pero no necesito eludir ni esquivar el reclutamiento… no estoy aquí por ese motivo».
Pero a casi ningún canadiense le importaba saber por qué había venido; no me hacían ninguna pregunta. Corría el año 1968, probablemente el momento de mayor afluencia de «resistentes» de Vietnam a Canadá; la mayoría de los canadienses eran comprensivos: también ellos opinaban que la guerra de Vietnam era una estupidez y una equivocación. En 1968, necesitabas cincuenta puntos para convertirte en inmigrante asentado; los inmigrantes asentados podían solicitar la ciudadanía canadiense, a la que tendrían derecho en cinco años. Me resultó fácil ganarme los primeros cincuenta «puntos»; tenía una licenciatura cum laude y un doctorado en Literatura: con ayuda de Owen Meany, había escrito mi tesis sobre Thomas Hardy. También tenía dos años de experiencia en la docencia. Mientras estudiaba en la escuela para graduados de la Universidad de New Hampshire, dictaba unas horas de clase de Comentario de Textos para alumnos del noveno curso en Gravesend Academy. Dan Needham y Mr. Early me habían recomendado para el puesto.
En 1968, uno de cada nueve habitantes de Canadá era inmigrante, y los «resistentes» de Vietnam tenían mejor educación y eran más empleables que la mayoría de inmigrantes. Aquel año, se organizó la llamada Unión de Exiliados Estadounidenses; en comparación con Hester —y sus amigos de la SDS, la agrupación Estudiantes para una Sociedad Democrática—, los pocos tipos que conocí en la Unión de Exiliados Estadounidenses eran bastante mansos. Yo estaba acostumbrado a los amotinados; en aquel entonces Hester era muy proclive a los motines. Fue el año que la arrestaron en Chicago.
Le partieron la nariz mientras se manifestaba ante la sede de la convención nacional del Partido Demócrata. Contó que un policía le aplastó la cara contra la puerta lateral de una furgoneta; claro que Hester se habría sentido decepcionada volviendo de Chicago con todos los huesos sanos. Los estadounidenses con quienes tropecé en Toronto —incluso los organizadores de AMEX, incluso los desertores— eran mucho más razonables que ella y que muchos otros estadounidenses que yo había conocido «en casa».
Había un malentendido general respecto a los así llamados desertores; los que yo conocí eran políticamente tibios. Nunca encontré a ninguno que hubiese estado realmente en Vietnam, nunca conocí a ninguno que estuviera siquiera a punto de ser movilizado. Sólo eran tíos a los que habían reclutado y que detestaban el servicio militar; algunos hasta se habían alistado. Sólo unos pocos me contaron que habían desertado porque les daba vergüenza mantener cualquier relación con esa insoportable guerra; incluso respecto a un par de los que me dijeron esto… yo tenía la sensación de que sus relatos eran mentirosos, que sólo decían que habían desertado porque la guerra era «insoportable»: sabían que era políticamente aceptable decir eso.
Y en aquella época había otro malentendido general: en contra de lo que se creía, venir a Canadá no era una forma muy astuta de hurtarle el cuerpo al reclutamiento; había maneras mejores y más fáciles de hacerlo… más adelante hablaremos de una de ellas. Pero venir a Canadá —ya fuera como objetor de conciencia o como desertor, o incluso por mis propias razones, más complicadas— era una proclama política contundente. ¿Recuerdas eso? ¿Recuerdas cuando lo que se hacía era una especie de «proclama»? Recuerdo que uno de los tipos de AMEX me dijo que «la resistencia como exiliado era un juicio definitivo». ¡Yo no podía estar más de acuerdo con él! Me parecía sumamente importante estar emitiendo «el juicio definitivo».
La verdad es que yo nunca padecí. Cuando llegué por primera vez a Toronto en el 68, conocí a unos cuantos jóvenes estadounidenses confundidos y preocupados; yo era un poco mayor que la mayoría… y por cierto no me parecieron más confundidos ni preocupados que muchos de los estadounidenses que había conocido en mi tierra. A diferencia de Buzzy Thurston, por ejemplo, no habían lanzado sus coches de frente contra el contrafuerte de un puente en su esfuerzo por eludir el reclutamiento. A diferencia de Harry Hoyt, no habían muerto a causa de la picadura de una víbora de Russell mientras esperaban turno para estar con una puta vietnamita.
Para mi gran sorpresa, los canadienses que conocí simpatizaron conmigo. Y gracias a mi título —e incluso a mi experiencia docente en una escuela tan prestigiosa como Gravesend Academy— fui instantáneamente respetable y casi de forma automática conseguí empleo. La distinción que me apresuraba a señalar a casi todos los canadienses que conocía, era con toda probabilidad una pérdida de tiempo; no les importaba mucho que no estuviera allí evadiendo el reclutamiento ni como desertor. Sí les importaba a los estadounidenses que conocí, y no me gustó nada su reacción: a mis ojos, estar en Canadá por elección, sin ser un fugitivo, sin tener que estar en Toronto, volvía más serio mi compromiso; pero en opinión de ellos, yo estaba menos desesperado y, por consiguiente, era menos serio. Es cierto: nosotros los Wheelwright rara vez hemos sufrido. Y a diferencia de la mayoría de esos otros estadounidenses, yo también contaba con la iglesia; no hay que subestimar a la iglesia… ni su influencia cicatrizadora y el consuelo que te reserva.
Durante mi primera semana en Toronto, tuve una entrevista en el Upper Canada College; todos me hicieron sentir como si nunca hubiera salido de Gravesend Academy. No tenían ninguna vacante en el Departamento de Literatura, pero me aseguraron que mi curriculum vitae era «muy loable» y que no tendría ningún problema en encontrar trabajo. Fueron tan serviciales como para enviarme a corta distancia, bajando por Lonsdale Road, hasta Grace Church on-the-Hill; el canónigo Campbell, me dijeron, estaba especialmente interesado en ayudar a los estadounidenses.
Y vaya si lo estaba. Cuando me preguntó a qué iglesia pertenecía, respondí:
—Creo que soy episcopaliano.
—¿Crees? —me preguntó.
Le expliqué que no había asistido a un verdadero oficio en la Iglesia Episcopal desde la famosa Navidad del 53; pensando en el congregacionalismo más bien laxo de Hurd’s Church y del pastor Merrill, dije:
—Supongo que soy una especie de aconfesional.
—¡Bien, ya arreglaremos eso! —dijo el canónigo Campbell. Me dio mi primer libro de oraciones anglicano, mi primer libro de oraciones canadiense; se trata del Libro de Oraciones de la Iglesia Anglicana que todavía utilizo. Para mí fue así de sencillo unirme a una iglesia, convertirme en anglicano. No diría que nada de ello significó un sufrimiento.
Así, los primeros canadienses que conocí eran practicantes… una gente muy servicial, mucho menos confundida y preocupada que los pocos estadounidenses que había conocido en Toronto (y que la mayoría de los que había conocido en mi tierra). Estos anglicanos de Grace Church on-the-Hill eran conservadores y el «conservadurismo» —en ciertas cuestiones de decoro, sobre todo— nos va como anillo al dedo a los Wheelwright. En tales cuestiones, los habitantes de Nueva Inglaterra tienen más en común con los canadienses de lo que nosotros tenemos con los neoyorquinos. Por ejemplo, enseguida aprendí a preferir las posiciones declaradas por el Programa Torontés Antirreclutamiento a las posturas más abrasivas de la Unión de Exiliados Estadounidenses. El Programa Torontés Antirreclutamiento estaba a favor de la «asimilación en la corriente principal de la vida canadiense»; consideraban que la Unión de Exiliados Estadounidenses era «demasiado política», con lo que querían decir demasiado activista, demasiado militarmente antiestadounidense. Con toda probabilidad la Unión de Exiliados Estadounidenses se había contaminado en sus tratos abiertos con los desertores. El objetivo del Programa Torontés Antirreclutamiento consistía en «asimilar» rápidamente a los estadounidenses; razonaban que debíamos iniciar nuestro proceso de asimilación abandonando el tema de los Estados Unidos.
Al principio, esto me pareció muy razonable… y muy fácil. Un año después de mi llegada, hasta la Unión de Exiliados Estadounidenses daba muestras de «asimilación». Cambió el significado de las siglas AMEX: exiliado se convirtió en expatriado. ¿No suena más simpático para la meta de «asimilación en la corriente principal de la vida canadiense»? A mí me parecía que sí.
Cuando algún anglicano de Grace Church on-the-Hill me preguntaba qué pensaba del «conocido punto de vista» del primer ministro Pearson en el sentido de que los desertores (a diferencia de los resistentes de guerra) pertenecían a una categoría de ciudadanos estadounidenses a los que había que desalentar de venir a Canadá, ¡respondí que estaba totalmente de acuerdo! Aunque como ya he dicho, nunca había conocido a un desertor duro, ni a uno solo de ningún tipo. Los que conocí pertenecían a «una categoría de ciudadanos» que cualquier país habría asimilado e incluso apreciado. Y en el vigésimo-octavo Parlamento —en 1969— se aireó que estaban devolviendo desertores estadounidenses a la frontera porque eran «personas susceptibles de convertirse en cargas públicas»; nunca dije —a ninguno de mis amigos canadienses— que sospechaba que esos desertores no eran más susceptibles que yo de convertirse en una «carga pública». El canónigo Campbell ya me había presentado al viejo Teddybear Kilgore, quien me contrató para dar clases en la Bishop Strachan School. Nosotros los Wheelwright siempre nos hemos beneficiado de nuestras relaciones.
Owen Meany no tenía ninguna relación. Para él nunca fue fácil encajar. Creo saber lo que habría dicho ante la gilipollez que publicó The Toronto Daily Star, en esa época, creí que semejante gilipollez daba tan en el clavo que la recorté y la pegué a la puerta de mi nevera: 17 de diciembre de 1970. Respondía a la declaración publicada por AMEX sobre las «cinco prioridades» de los expatriados estadounidenses (siendo la quinta «procurar encajar en la vida canadiense»). Cito textualmente lo publicado por el periódico: «A menos que los jóvenes estadounidenses en cuyo nombre habla AMEX revisen sus prioridades y pongan como primera la Número Cinco, corren el riesgo de engendrar una creciente hostilidad y suspicacias entre los canadienses». Nunca dudé de que esto fuera verdad. Pero sé lo que habría dicho Owen Meany. «¡ESO SUENA COMO ALGO QUE PODRÍA DECIR UN ESTADOUNIDENSE!», habría dicho Owen Meany. «LA “PRIMERA PRIORIDAD” EN LA VIDA DE TODO JOVEN ESTADOUNIDENSE ES TRATAR DE ENCAJAR EN LA VIDA ESTADOUNIDENSE. ¿NO SABE ESE ESTÚPIDO TORONTO DAILY STAR QUIENES SON ESOS JÓVENES ESTADOUNIDENSES QUE ESTÁN EN CANADÁ? SON CIUDADANOS ESTADOUNIDENSES QUE DEJARON SU PAÍS PORQUE NO PODÍAN Y NO QUERÍAN “ENCAJAR”. ¿AHORA SE SUPONE QUE DEBEN CONVERTIR EN SU “PRIMERA PRIORIDAD” ENCAJAR AQUÍ? CHICO… ESO TIENE MUCHO SENTIDO, ES REALMENTE BRILLANTE. ¡MERECE UNO DE ESOS ESTÚPIDOS PREMIOS DE PERIODISMO!».
Pero yo no me quejaba, nunca protestaba por nada… entonces. En labios de Hester creía haber escuchado «quejas» suficientes para toda la vida. ¿Recuerdas el Decreto de Medidas de Guerra? No dije una sola palabra, estuve de acuerdo con todo. ¿Y qué si quedaban suspendidas las libertades civiles durante seis meses? ¿Y qué si podían hacer registros sin mandamiento judicial? ¿Y qué si podían retener a la gente durante noventa días sin asesoramiento legal? Toda la acción ocurría en Montreal. Si Hester hubiera estado entonces en Toronto, ni siquiera ella habría sido arrestada. Yo guardaba silencio; estaba cultivando mis amistades canadienses y la mayoría de mis amigos opinaban que Trudeau no podía equivocarse, que era un príncipe. Hasta mi querido y viejo amigo el canónigo Campbell me hizo una observación desprovista de sentido para mí… pero no le discutí. El canónigo Campbell dijo: «Trudeau es nuestro Kennedy, ya sabes». Me alegré de que el canónigo Campbell no le dijera «Trudeau es nuestro Kennedy» a Owen Meany; creo que sé qué le habría respondido.
«AH, ¿QUIERE DECIR QUE TRUDEAU SE TIRO A MARILYN MONROE?», le habría contestado Owen Meany.
Pero yo no vine a Canadá para ser un estadounidense listillo; además, el canónigo Campbell me dijo que la mayoría de los listillos canadienses solían irse a los Estados Unidos. Yo no quería ser uno de esos que critican todo. En los años setenta había muchos quejicas estadounidenses en Toronto; algunos se quejaban de Canadá, también… Canadá vendió a los Estados Unidos municiones y otras provisiones por un valor superior a los quinientos millones de dólares, decían los quejicas.
«¿Dólares canadienses o estadounidenses?», preguntaba yo. Era imperturbable; no pensaba meterme de cabeza en nada. En síntesis, hacía todo lo posible por ser canadiense. ¡No me dedicaba a divagar sobre que los condenados Estados Unidos esto o los malditos Estados Unidos aquello! Y cuando me dijeron, en 1970, que Canadá ganaba más dinero —«per cápita»— que cualquier otra nación del mundo como exportadora internacional de armas, dije: «¿Sí? ¡Qué interesante!».
Alguien me dijo que la mayoría de los resistentes de guerra que regresaban a los Estados Unidos no habían podido adaptarse al clima canadiense. ¿Qué pensaba yo de la seriedad de la resistencia a la guerra si «esa gente» era capaz de descomprometerse por un poco de frío?
Respondí que en New Hampshire hacía más frío.
Alguien me preguntó si sabía por qué no habían venido muchos estadounidenses negros a Canadá. Y los que vienen no se quedan, dijo otro. Porque el ghetto de donde vienen los trata mejor, dijo un tercero. Yo no abrí la boca.
Era más anglicano de lo que nunca había sido congregacionalista o episcopaliano… o incluso aconfesional de lo que fuese en Hurd’s Church. Participaba en Grace Church on-the-Hill de una forma que nunca había participado antes; además, me estaba convirtiendo en un buen maestro. Todavía era joven, apenas había cumplido veintiséis años. No tenía novia cuando empecé a dar clases a las niñas de BSS… y nunca las miré con doble intención, ni una sola vez, ni siquiera a las que se enamoraban de mí en su condición de colegialas. Sí, hubo unos pocos años en que esas chicas se enamoraban de mí… pero ya no, ahora no, por supuesto. Sin embargo aún recuerdo lo bonitas que eran. ¡Algunas incluso me invitaron a su boda!
En aquellos primeros años, cuando el canónigo Campbell era tan amigo mío y una verdadera fuente de inspiración —¡yo llevaba a todas partes mi libro de oraciones y mi Manual para inmigrantes a Canadá en edad de reclutamiento!—, me comportaba como un auténtico canadiense portador de tarjetas.
Cada vez que me encontraba con alguno de AMEX —y no me los encontraba a menudo en Forest Hill—, ni siquiera hablaba de los Estados Unidos o de Vietnam. Probablemente creía que mi cólera y mi soledad se evaporarían… si las dejaba en paz.
Había mítines; había protestas, por supuesto. Pero yo no asistía; ni siquiera merodeaba por Yorkville. ¡Estaba apartado de todo! Cuando desapareció «The Riverboat» no lloré… ni canté viejas canciones folk para mis adentros. Había oído a Hester cantando suficientes canciones folk. Entonces llevaba el pelo corto; hoy lo llevo corto. Nunca me dejé la barba. Los hippies, los tiempos de las canciones de protesta y de la «libertad sexual…», ¿recuerdas eso? Owen Meany había sacrificado mucho más, había sufrido mucho más… yo no estaba siquiera interesado en los sacrificios de otra gente ni en lo que imaginaban que era su heroico sacrificio.
Dicen que no hay ardor como el ardor del converso… y yo era ese tipo de anglicano. Dicen que no hay ciudadano tan patriota como el inmigrante recién llegado… y nadie hizo más esfuerzos que yo por ser «asimilado». Dicen que no hay maestro más abrasado de deseo por su asignatura que el novicio… ¡Y yo enseñaba a leer y a escribir a las niñas de BSS con sus blusitas marineras!
En 1967, hubo 40 227 desertores de las fuerzas armadas de los Estados Unidos; en 1970, hubo 89 088… ese año, sólo 3712 estadounidenses fueron procesados por infracciones al Servicio Selectivo. Me pregunto cuántos más habían quemado o estaban quemando sus cartillas de reclutamiento. ¿A mí qué me importaba? Quemar la cartilla de reclutamiento, venir a Canadá, hacerte aplastar la nariz por un poli en Chicago… jamás pensé que estos gestos fueran heroicos, no lo eran en comparación con el cometido de Owen Meany. Y en 1970, habían muerto más de cuarenta mil estadounidenses en Vietnam; no puedo imaginar que uno solo de ellos pensara que quemar la cartilla o venir a Canadá fuese especialmente «heroico»; tampoco habrían pensado que dejarse arrestar por amotinarse en Chicago fuese gran cosa.
En cuanto a Gordon Lightfoot y Neil Young, en cuanto a Joni Mitchell y Ian y Sylvia… ya había oído a Bob Dylan y a Joan Baez y a Hester. Incluso había oído a Hester cantar «Four Strong Winds». Siempre tocó bien la guitarra y tenía la voz bonita de su madre —aunque la de tía Martha no era tan bonita como la de mi madre—, que era meramente bonita, no muy potente, nada educada. A Hester le habrían venido bien cinco años de lecciones con Graham McSwiney, pero ella no creía que se pudiera aprender a cantar. Cantar era algo «interior», afirmaba.
—POR LA FORMA EN QUE LO EXPRESAS PARECE UNA ENFERMEDAD —le decía Owen Meany, aunque era su seguidor número uno. Sé que cuando ella se esforzaba por componer sus propias canciones, Owen le dio algunas ideas; tiempo después Hester me contó que incluso había escrito algunas para ella. Y en aquellos tiempos parecía una cantante folk… lo que significa que era como le venía en gana o como todos los demás: un tanto sucia, un tanto mundana, un mucho maltratada. Daba la impresión de estar siempre viajando, de haber dormido en una alfombra (con un montón de hombres), parecía que su pelo olía a langosta.
La recuerdo cantando «Four Strong Winds», lo recuerdo vívidamente.
I think I’ll go to Alberta,
Weather’s good there in the fall;
I got some friends that I can go workin’ for.
—¿DÓNDE ESTA ALBERTA? —le había preguntado Owen Meany.
—En Canadá, imbécil —le había contestado Hester.
—NO ES NECESARIO SER GROSERA —le había dicho Owen—. ES UNA CANCIÓN BONITA. DEBE DE SER TRISTE IR A CANADÁ.
Corría 1966 y Owen estaba a punto de convertirse en subteniente del Ejército de los Estados Unidos.
—¿Te parece «triste» ir a Canadá? —le gritó Hester—. A ti te van a mandar a un lugar mucho más triste.
—NO QUIERO MORIR EN UN SITIO FRÍO —replicó Owen Meany.
Lo que quería decir era que creía saber que moriría en un sitio caluroso… muy caluroso.
En la Nochebuena de 1964, murieron en Saigón dos militares estadounidenses, cuando los terroristas del Vietcong bombardearon los alojamientos de los soldados; una semana después, en Nochevieja, Hester vomitó… y quizás arrojó con más bríos que de costumbre, porque Owen Meany se sintió movido a interpretar la potencia de su vomitera como una señal.
—PARECE QUE ESTE SERA UN AÑO MALO —observó Owen, mientras contemplaba los espasmos de Hester en la rosaleda.
De hecho, fue el año en que empezó en serio la guerra; al menos fue el año en que el típico estadounidense poco observador empezó a notar que teníamos un problema en Vietnam. En febrero, la Fuerza Aérea de los Estados Unidos llevó a cabo la Operation Flaming Dart, una «represalia aérea táctica».
—¿Qué significa eso? —le pregunté a Owen, tan buen estudiante de Ciencias Militares.
—ESO SIGNIFICA QUE ESTAMOS CAGANDO BOMBAS SOBRE LOS BLANCOS NORVIETNAMITAS —contestó.
En marzo, la Fuerza Aérea de los Estados Unidos puso en marcha la Operation Rolling Thunder… «para impedir la afluencia de provisiones al sur».
—¿Qué significa eso? —le pregunté.
—ESO SIGNIFICA QUE ESTAMOS CAGANDO BOMBAS SOBRE LOS BLANCOS NORVIETNAMITAS —contestó Owen Meany.
Fue el mes en que desembarcaron las primeras tropas de combate en Vietnam; en abril, el presidente Johnson autorizó la intervención de tropas de tierra estadounidenses… «para operaciones ofensivas en Vietnam del Sur».
—ESO SIGNIFICA «BUSCAR Y DESTRUIR, BUSCAR Y DESTRUIR» —dijo Owen.
En mayo, la Marina de los Estados Unidos inició la Operation Market Time… «para detectar e interceptar tráfico de superficie en aguas costeras de Vietnam del Sur». Harry Hoyt estaba allí; Harry era muy feliz en la Marina, decía su madre.
—¿Pero qué están haciendo allí? —le pregunté a Owen.
—ESTÁN TOMANDO Y DESTRUYENDO BARCOS ENEMIGOS —dijo Owen Meany. Sobre la base de conversaciones que había mantenido con uno de sus profesores de Ciencias Militares, se sintió movido a observar—: ESTO NO TIENE FIN. NOS VEMOS ABOCADOS A UNA GUERRA DE GUERRILLAS. ¿ESTAMOS PREPARADOS PARA ARRASAR TODO EL PAÍS? PUEDES LLAMARLO «BÚSQUEDA Y DESTRUCCIÓN» O «TOMA Y DESTRUCCIÓN», DE CUALQUIER MANERA, ES DESTRUIR Y DESTRUIR. ESTO NO PUEDE ACABAR BIEN.
No me cabía en la cabeza la idea de que Harry Hoyt «tomara y destruyera barcos enemigos». ¡Era tan idiota! ¡Ni siquiera sabía jugar en la liguilla escolar de béisbol! Yo no podía perdonarle el desplazamiento que derivó en la rasa de Buzzy Thurston… que a su vez derivó en que Owen Meany ocupara la base del bateador. Si Harry hubiese golpeado la pelota, todo habría sido distinto. Pero era un caminante nato.
—¿Cómo puede estar implicado Harry Hoyt en «tomar y destruir» nada? —le pregunté a Owen—. ¡No es lo bastante inteligente para reconocer un «barco enemigo» aunque lo tenga en las narices!
—¿NUNCA SE TE HA OCURRIDO PENSAR QUE VIETNAM ESTA LLENO DE HARRYS HOYT? —me preguntó Owen.
El profesor de Ciencias Militares que había impresionado a Owen y le había transmitido una sensación de catástrofe acerca del manejo táctico y estratégico de la guerra, era un viejo coronel de infantería malhumorado y crítico, un loco de la aptitud física que consideraba a Owen demasiado menudo para las secciones de combate del Ejército. Creo que Owen sobresalía en sus cursos de Ciencias Militares en un esfuerzo por persuadir a ese viejo buitre de que era capaz de compensar con creces su tamaño; pasaba mucho tiempo charlando con él después de clase… Owen tenía la impresión de ser el graduado de honor, el número uno de su unidad en el ROTC. Estaba seguro de que si ocupaba el primer puesto lo asignarían a una «especificación de armas de combate»: Infantería, Fuerzas Blindadas o Artillería.
—No entiendo por qué quieres estar en una sección de combate —le dije.
—SI HAY GUERRA Y ESTOY EN EL EJERCITO, QUIERO ESTAR EN LA GUERRA —respondió—. NO QUIERO PASARME LA GUERRA EN UN ESCRITORIO. MIRA LAS COSAS DE OTRA MANERA: COINCIDIMOS EN QUE HARRY HOYT ES UN IDIOTA. ¿QUIEN IMPEDIRÁ QUE A LOS HARRYS HOYT DE ESTE MUNDO LES LEVANTEN LA TAPA DE LOS SESOS?
—¡Ah, entonces quieres ser un héroe! —le dije—. ¡Si fueras un pelín más inteligente que Harry Hoyt, tendrías inteligencia suficiente para pasarte la guerra en un escritorio!
Comencé a tener mejor opinión del coronel que pensaba que Owen era demasiado pequeño para una sección de combate. Se llamaba Eiger, y una vez intenté hablar con él; yo estaba convencido de que le estaba haciendo un favor a Owen.
—Coronel Eiger, señor —le dije. A pesar de las manchas hepáticas del dorso de sus manos y del rollo de piel estropeada por el sol que apenas se superponía a su apretado cuello marrón, parecía capaz de hacer setenta y cinco flexiones rápidas a la orden—. Sé que usted conoce a Owen Meany, señor —le dije; él no habló… esperó a que yo continuara, mascando su chicle tan conservadoramente que no podía estar seguro de que tuviera un chicle en la boca; quizás estaba haciendo unos ejercicios muy disciplinados para la lengua—. Quiero que sepa que estoy de acuerdo con usted, señor —agregué—. No creo que Owen Meany sea apto para el combate —el coronel dejó de mascar, aunque en un movimiento casi imperceptible—. No sólo se trata de que no dé la talla —aventuré—. Soy su mejor amigo, y hasta yo tengo que poner en tela de juicio su estabilidad… emocional.
—Gracias. Eso es todo —concluyó el coronel.
—Gracias a usted, señor —dije.
Era el mes de mayo de 1965; yo observaba atentamente a Owen, para ver si el coronel Eiger había vuelto a desanimarlo. Algo debió de ocurrir —seguramente el coronel le dijo algo— porque fue la primavera en que Owen Meany dejó de fumar; de repente, así como suena. ¡Y se dedicó a correr! A las dos semanas, corría cinco millas diarias; decía que su meta —a finales de mes— consistía en promediar seis minutos la milla. Y empezó a beber cerveza.
—¿Por qué cerveza? —le pregunté.
—¿QUIEN HA OÍDO HABLAR DE ALGUIEN QUE NO BEBA CERVEZA EN EL EJERCITO? —me preguntó.
Eso sonaba a algo dicho por el coronel Eiger, quien probablemente pensaba que el hecho de que Owen fuese abstemio también indicaba que era enclenque.
Así, cuando se marchó para la Instrucción Básica, estaba en buena forma: tanto correr, a pesar de la cerveza, era un cambio favorable respecto a una cajetilla de cigarrillos diaria. Reconocía que no le gustaba correr, pero había desarrollado el gusto por la cerveza. No bebía demasiado —nunca lo vi emborracharse, no antes de la Instrucción Básica—, pero Hester señaló que la cerveza mejoraba ampliamente su talante.
—Nada volvería a Owen exactamente tierno —dijo—, pero créeme que la cerveza ayuda.
Me sentía raro trabajando para la Meany Granite cuando Owen no estaba.
—SOLO ESTARÉ FUERA SEIS SEMANAS —me recordó—. ADEMAS, ME SIENTO MEJOR SABIENDO QUE ESTÁS TU A CARGO DE LA TIENDA DE MONUMENTOS. SI ALGUIEN MUERE, TU TIENES LOS MODALES ACERTADOS PARA ENCARGARTE DEL PEDIDO DE LA LAPIDA. CONFÍO EN TU TACTO.
—¡Buena suerte! —le dije.
—NO ESPERES QUE TENGA TIEMPO DE ESCRIBIR… LA INSTRUCCIÓN SERA BASTANTE INTENSA. BÁSICAMENTE, TENGO QUE DESTACARME EN TRES CAMPOS: ASIGNATURAS ACADÉMICAS, MANDO, APTITUD FÍSICA. FRANCAMENTE, EN ESTA ULTIMA CATEGORÍA ME PREOCUPA LA CARRERA DE OBSTÁCULOS… HE OÍDO DECIR QUE HAY UN MURO DE MÁS DE TRES METROS Y MEDIO. QUIZÁ SEA UN POCO ALTO PARA MI.
Hester estaba cantando; se negaba a participar en cualquier conversación sobre Instrucción Básica. Decía que si oía a Owen enunciar una vez más sus SECCIONES DE COMBATE preferidas, vomitaría. Nunca olvidaré qué cantaba Hester; era una canción canadiense, y a lo largo de los años la he oído un centenar de veces. Sospecho que siempre me pondrá la piel de gallina.
Aunque hayas estado apenas vivo en los sesenta, estoy seguro de que has oído la canción que cantaba Hester y que recuerdo tan vívidamente.
Four strong winds that blow lonely,
Seven seas that run high
All those things that don’t change come what may
But our good times are all gone
I’ll look for you if I’m ever back this way.
Lo enviaron a Fort Knox, o tal vez fuera Fort Bragg; lo he olvidado… una vez le pregunté a Hester si ella se acordaba adónde habían enviado a Owen para la Instrucción Básica.
—Lo único que sé es que no tendría que haber ido… debería haberse marchado a Canadá —contestó mi prima.
¡Cuántas veces he pensado lo mismo! Hay momentos en que me encuentro buscándolo… incluso esperando verlo. Una vez, en Winston Churchill Park había unos chicos alborotando y vi a uno aproximadamente de su tamaño, ligeramente apartado de la actividad que consumía a los demás, con aspecto vacilante pero muy atento, sin duda ansioso por probar lo que hacían los otros, pero refrenándose, o esperando el instante exactamente perfecto para hacerse cargo de todo.
Pero Owen no vino a Canadá; fue a Fort Knox o a Fort Bragg, donde no pasó la carrera de obstáculos. Académicamente era el mejor y sacó las notas más altas en Mando… fuera lo que fuese esto y el método que usara el Ejército de los Estados Unidos para decidirlo. Pero había acertado en cuanto al muro; resultó un poco alto para él y no logró pasar al otro lado, sencillamente. «No franqueó el muro», dijo el Ejército. Y dado que el baremo del ROTC es la media en Asignaturas Académicas, Mando y Aptitud Física, Owen Meany no consiguió —así de sencillo— ser el número uno. En consecuencia, su elección de una «especificación de armas de combate» no estaba asegurada.
—¡Pero tú eres un excelente saltador! —le dije—. ¿No pudiste saltarlo… no pudiste cogerte de lo alto del muro y encaramarte?
—¡NO PUDE LLEGAR A LO ALTO DEL MURO! —respondió—. SOY UN BUEN SALTADOR, PERO MIDO UN JODIDO METRO CON CINCUENTA Y DOS. NO ES LO MISMO QUE PRACTICAR EL TIRO… ¡NO ME PERMITEN QUE ALGUIEN ME AUPE!
—Lo siento —dije—. Todavía te queda el último año. ¿No puedes trabajarte al coronel Eiger? Apuesto a que eres capaz de convencerlo para que te adjudique lo que quieres.
—OCUPO EL SEGUNDO PUESTO… ¿NO LO ENTIENDES? LO DICEN LAS REGLAS. EL CORONEL EIGER SIMPATIZA CONMIGO… PERO NO CREE QUE SEA FÍSICAMENTE APTO —estaba tan aturdido por su fracaso, que no lo presioné para que me diera la lección de dinamita. Al ver a Owen tan alterado, me sentí culpable por haber hablado con el coronel Eiger. Aunque al mismo tiempo no quería que lo asignaran a una sección de combate.
En el otoño del 65, cuando volvimos a Durham para cursar el último año, ya había protestas contra la política de los Estados Unidos en Vietnam; aquel octubre, hubo manifestaciones en treinta o cuarenta ciudades del país; creo que Hester asistió como mínimo a la mitad. Como era característico en mí, estaba inseguro: pensaba que los contestatarios eran más sensatos que cualquiera que suscribiera, aunque fuese remotamente, la «política de los Estados Unidos en Vietnam», pero al mismo tiempo consideraba que Hester y casi todos sus amigos eran unos perdedores y unos pelmas. Mi prima ya comenzaba a llamarse a sí misma «socialista».
—¡DISCULPA, YO CREÍA QUE ERAS CAMARERA! —dijo Owen Meany—. ¿COMPARTES TODAS TUS PROPINAS CON LAS DEMÁS CAMARERAS?
—Que te den por el culo, Owen —dijo Hester—. ¡Podría llamarme a mí misma republicana y seguiría siendo más coherente que tú!
No tuve más remedio que estar de acuerdo. Era como mínimo incoherente, por parte de Owen, querer que lo asignaran a una sección de combate; con la agudeza que siempre le había caracterizado para detectar la gilipollez, ¿por qué quería ir a Vietnam? Y la guerra, y las protestas… apenas eran un comienzo, cualquiera se daba cuenta.
El día de Navidad, el presidente Johnson suspendió la Operation Rolling Thunder: interrumpió los bombardeos a Vietnam del Norte «para inducir negociaciones de paz». ¿Alguien se dejó engañar por eso?
—¡HECHO PARA LA TELEVISIÓN! —dijo Owen Meany. ¿Entonces para qué quería ir? ¿Estaba tan desesperado por ser un héroe que habría ido a cualquier lado?
Aquel otoño le dijeron que tenía «madera» para el Cuerpo de Ayudantía General; no era eso lo que él quería oír: el Cuerpo de Ayudantía General no era una sección de combate. Apeló la decisión; según él, eran corrientes errores de este tipo referentes a los nombramientos.
—CREO QUE EL CORONEL EIGER ESTA DE MI LADO —dijo—. POR MI PARTE, SIGO ESPERANDO QUE ME ASIGNEN A UNA SECCIÓN DE COMBATE.
En la Nochevieja de 1965 —mientras Hester transmitía su habitual declaración en la rosaleda de 80 Front Street—, sólo habían muerto en acción 636 soldados estadounidenses: apenas era el principio. Supongo que la cifra no incluía la muerte de Harry Hoyt; al pobre no lo habían matado exactamente «en acción». Como si otra vez se hubiera desplazado inoportunamente, pensé: picadura de víbora mientras esperaba turno para estar con una puta, picadura de víbora mientras meaba bajo un árbol.
—COMO UN LANZAMIENTO CON DESCENSO REPENTINO —dijo Owen Meany— POBRE HARRY.
—Pobre su madre —dijo mi abuela y amplió su tesis sobre la forma de morir—. Preferiría ser asesinada por un maníaco a ser picada por una serpiente.
Así, en Gravesend, nuestra primera visión de la muerte en Vietnam no fue la del trillado soldado del Vietcong con sandalias y pijama negro, con un sombrero que parecía la pantalla de una lámpara… y con el fusil de asalto soviético AK-47, con balas de calibre 7,62, disparadas en modalidad tiro a tiro o automática. Por eso consultamos la Enciclopedia Wharton de víboras venenosas de mi abuela —que ya de niños nos había proporcionado a Owen y a mí varias pesadillas— y allí encontramos nuestra visión del enemigo en el sudeste asiático: la víbora de Russell. ¡Era tan tentador reducir la desgracia de los Estados Unidos en Vietnam a un enemigo visible!
La madre de Harry Hoyt resolvió que nosotros éramos nuestro propio enemigo. Transcurrido menos de un mes del nuevo año —después de reiniciar nuestro bombardeo de Vietnam del Norte y el objetivo de la Operation Rolling Thunder—, Mrs. Hoyt plasmó su perturbación en las oficinas de la junta de reclutamiento local, eligiendo su tablón de anuncios para avisar que daría consejo gratuito sobre el alistamiento en su casa: sesiones para aprender a eludir el reclutamiento. Logró anunciarse en toda la universidad y también en Durham; Hester me contó que en la comunidad universitaria Mrs. Hoyt atrajo a una multitud más nutrida que entre los lugareños de Gravesend. Los estudiantes universitarios estaban más próximos a ser reclutados que los del instituto de Gravesend que lograran ser aceptados aunque fuera en una universidad de ínfima categoría.
En 1966, dos millones de estadounidenses gozaban de las llamadas prórrogas que los protegían del reclutamiento. Un año después este beneficio sería modificado… excluyendo a los estudiantes de escuelas para graduados, aunque los del segundo curso o más adelantados seguirían eximidos. Yo encajé por los pelos en la prórroga. Cuando ésta alcanzó a los estudiantes de escuelas para graduados, yo ya estaba en primer año y me salvé. Me citaron para un examen físico previo a la incorporación en la junta local, donde tenía todas las razones para esperar que me encontraran plenamente aceptable —algo que se llamaba 1-A— para el servicio… y a la cabeza de la lista.
Para este tipo de cosas intentaba prepararnos Mrs. Hoyt; ya en febrero de 1966 comenzó a advertir a todos los jóvenes que quisieran escucharla. Se puso en contacto con todos los contemporáneos de Harry en Gravesend.
—¡Johnny Wheelwright, préstame atención! —Me pescó en el teléfono de 80 Front Street y yo le tenía miedo.
Hasta mi abuela opinaba que Mrs. Hoyt debía comportarse «de una manera más adecuada al luto», pero la mujer estaba loca como una cabra. ¡Hasta le había dado un sermón a Owen en la tienda de monumentos, mientras elegía la losa para Harry!
—No quiero ninguna cruz —le dijo—. ¡Dios nunca le hizo ningún bien!
—SI SEÑORA —dijo Owen Meany.
—Y no quiero una de esas cosas que parecen una pasarela… es muy propio de los militares ofrecerte una tumba que la gente pueda pisar —dijo Mrs. Hoyt.
—COMPRENDO.
A continuación lo instruyó sobre su «obligación» con el ROTC, diciéndole que debía hacer todo lo posible para que le dieran un «trabajo de escritorio», si sabía lo que le convenía.
—¡Y no me refiero a un trabajo de escritorio en Saigón! —prosiguió—. ¡No te atrevas a participar en ese genocidio! —le advirtió—. ¿Quieres prender fuego a esas pequeñas mujeres asiáticas y a esos niños? —le preguntó.
—¡NO SEÑORA! —dijo Owen Meany.
Por teléfono, Mrs. Hoyt me dijo:
—¡No te permitirán especializarte en literatura en la escuela para graduados! ¿Qué les importa la literatura? ¡Si apenas saben leer!
—Sí señora —repliqué.
—No puedes esconderte en la escuela para graduados… no funcionará, créeme —dijo Mrs, Hoyt—. Y a menos que te pase algo, físicamente me refiero, morirás en un arrozal. ¿Te pasa algo? —me preguntó.
—Que yo sepa no, señora.
—Pues tendrás que pensar en algo —me dijo Mrs. Hoyt—. Sé de alguien que proporciona asesoramiento psiquiátrico, puede darte consejos… puede conseguir que parezcas loco. Pero es arriesgado y tendrías que empezar ahora mismo; necesitas tiempo para tener un historial si quieres convencer a alguien de que no estás en tu sano juicio. No servirá de nada que te emborraches y te embadurnes el pelo con mierda de perro la noche antes del examen físico… Si no tienes un historial mental, no servirá que intentes fingirlo.
No obstante, eso fue lo que intentó Buzzy Thurston… y funcionó. Tal vez demasiado bien. Su «historial» sólo tenía dos semanas, pero aun en tan breve plazo logró meterse en el organismo suficiente alcohol y suficientes drogas para convencer a su cuerpo de que le gustaba esta forma de abuso. Para Mrs. Hoyt, Buzzy era tan víctima de la guerra como su Harry; Buzzy se mató tratando de mantenerse alejado de Vietnam.
—¿Has pensado en el Cuerpo de Paz? —me preguntó Mrs. Hoyt. Añadió que había asesorado a un joven, también especializado en literatura, para que solicitara el ingreso en el Cuerpo de Paz. Lo habían aceptado como maestro de literatura en Tanzania. Era una lástima, reconoció Mrs. Hoyt, que la China Roja hubiese enviado a cuatrocientos «consejeros» a Tanzania en el verano del 65; el Cuerpo de Paz se había apresurado a retirarse, naturalmente. Piénsalo —me dijo Mrs. Hoyt—. ¡Hasta Tanzania es mejor idea que Vietnam!
Le dije que lo pensaría, pero creía que me sobraba tiempo. Imagínalo: eres estudiante del último curso universitario, eres virgen… ¿le crees a alguien que te dice que tienes que optar entre Vietnam y Tanzania?
—Mejor que lo creas —me dijo Hester.
Fue el año —1966, en febrero— en que el Comité del Senado para relaciones exteriores comenzó a televisar audiencias sobre la guerra.
—Creo que te conviene hablar con Missus Hoyt —me dijo mi abuela—. No quiero que un nieto mío tenga nada que ver con este desastre.
—Escúchame, John —me dijo Dan Needham—. Este no es el momento de hacer lo mismo que Owen Meany. Esta vez tu amigo está cometiendo un error.
Le conté a Dan que tenía miedo de ser responsable de haber saboteado el deseo de Owen de incorporarse a una «especificación de armas de combate»; le confesé que había dicho al coronel Eiger que la «estabilidad emocional» de Owen era dudosa, y que coincidía con él en que Owen no era apto para una sección de combate. Le dije a Dan que me sentía culpable de haber dicho todo esto «a espaldas de Owen».
—¿Cómo puedes sentirte «culpable» por tratar de salvarle la vida? —me preguntó Dan.
Hester dijo lo mismo cuando le confesé que había traicionado a Owen ante el coronel Eiger.
—¿Cómo puedes decir que lo «traicionaste»? Si le quieres, ¿cómo puedes estar de acuerdo con lo que pretende? ¡Está loco! —gritó Hester— ¡Si el Ejército insiste en que no es «apto» para el combate, estoy dispuesta incluso a amar al jodido Ejército!
Pero todos comenzaban a parecerme «locos». Mi abuela farfullaba delante del televisor todo el día y toda la noche. Empezaba a olvidar cosas y personas —si no las había visto por la tele— y, peor aún, recordaba todo lo que había visto en la pantalla con una inconsciente precisión automática. Hasta Dan Needham me daba la impresión de estar loco. ¿Durante cuántos años puede alguien mantener su entusiasmo por el teatro de aficionados en general… y por el papel más adecuado para Mr. Fish en Canción de Navidad, en particular? Y aunque yo no estaba de acuerdo con que la manufactura de gas de Gravesend despidiera a Mrs. Hoyt como recepcionista, pensaba que ella también estaba loca. Y los «patriotas» lugareños que fueron aprehendidos cuando se comportaron como vándalos con el coche y el garaje de Mrs. Hoyt, estaban más locos que ella. Y el rector Wiggin y su mujer, Barbara… ésos siempre habían estado locos; ahora afirmaban que Dios «apoyaba» a las tropas estadounidenses en Vietnam… insinuando que no apoyar la presencia de esas tropas era antiestadounidense e impío. Aunque el reverendo Lewis Merrill era —con Dan Needham— el principal portavoz de lo que equivalía al movimiento antibélico en Gravesend Academy, hasta él me parecía loco; pese a todas su peroratas sobre la paz, no hacía ningún progreso con Owen Meany.
El más loco era Owen, por supuesto; supongo que entre él y Hester siempre había que echar a cara o cruz esta cuestión, pero en cuanto a su deseo y su búsqueda activa de un nombramiento en una sección de combate, en mi mente no había ninguna duda: Owen estaba más loco.
—¿Por qué quieres ser un héroe? —le pregunté.
—TU NO ENTIENDES —dijo.
—No, no lo entiendo —admití. Estábamos en la primavera de nuestro primer año de estudios, 1966; a mí ya me habían aceptado en la escuela para graduados de la Universidad de New Hampshire. Durante el año siguiente, al menos, no iría a ningún lado; tenía mi prórroga 2-S y me agarraba a ella. Owen ya había rellenado su Declaración de Prioridades en el Nombramiento de Oficial… su HOJA SOÑADA, decía él. En su Formulario de Servicio, hizo notar que se ofrecía «como voluntario para el servicio de ultramar». En ambos formularios había especificado que quería ir a Vietnam: Infantería, Fuerzas Blindadas o Artillería… en ese orden. No era optimista; con su segundo puesto en la unidad del ROTC, el Ejército no estaba obligado a satisfacer su elección. Owen reconocía que nadie había sido muy estimulante con respecto al cambio de su destino del Cuerpo de Ayudantía General a una sección de combate… ni siquiera el coronel Eiger lo había animado.
—EL EJERCITO TE BRINDA LA ILUSIÓN DE QUE PUEDES ELEGIR… LA MISMA POSIBILIDAD QUE TODOS LOS DEMÁS —decía Owen. Mientras abrigaba la esperanza de que lo trasladaran, aireaba las frases gilipollas predilectas del Departamento del Cuartel General del Ejército: INSTRUCCIÓN COMANDO ANTIGUERRILLERO, INSTRUCCIÓN TROPAS AEROTRANSPORTADAS, INSTRUCCIÓN FUERZAS ESPECIALES… un día dijo que lamentaba no haber ido a la ESCUELA DE SALTO o a la ESCUELA DE SELVA, y Hester vomitó.
—¿Para qué quieres ir, siquiera? —le increpé.
—SE QUE VOY A IR —respondió—. NO NECESARIAMENTE ES CUESTIÓN DE DESEARLO.
—Quiero asegurarme de que te entiendo. ¿Tú «sabes» adónde vas?
—A VIETNAM.
—Ya veo —dije.
—No, no «ves» —terció Hester—. Pregúntale cómo «sabe» que va a Vietnam.
—¿Cómo lo sabes, Owen? —le pregunté; yo creía saber cómo lo sabía él: era ese sueño que me ponía la piel de gallina.
Owen y yo estábamos sentados en las sillas de madera de respaldo recto, en la cocina de Hester plagada de cucarachas. Mi prima preparaba una salsa de tomate; no era una gran cocinera y la cocina estaba impregnada del ácido olor encebollado de muchas de sus anteriores salsas de tomate. En una sartén de hierro colado chamuscaba una cebolla en aceite de oliva barato; luego volcaba allí el contenido de una lata de tomates. Agregaba agua… y albahaca, orégano, sal, pimienta roja, y a veces el hueso sobrante de una chuleta de cerdo o de una costilla de cordero, o un bistec. Reducía este revoltijo hasta un volumen inferior al de la lata de tomates original, con la consistencia del engrudo. Arrojaba este mejunje sobre la pasta, que había hervido demasiado y estaba excesivamente blanda. En ocasiones, nos sorprendía con una ensalada… cuyo aliño consistía en demasiado vinagre y el mismo aceite de oliva barato que había usado para atacar a la cebolla.
A veces, después de cenar, escuchábamos música en el salón de la sala, o Hester nos cantaba algo a Owen y a mí. Pero ahora el sofá no era nada invitador, debido a que Hester se había apiadado de uno de los perros callejeros de Durham, un bastardo que había demostrado su gratitud llenando de pulgas el sofá de la sala. Esta era la vida que Hester y yo consideramos que Owen no apreciaba en todo su valor.
—NO QUIERO SER UN HÉROE —dijo Owen Meany— NO SE TRATA DE QUE QUIERA SERLO… SINO DE QUE SOY UN HÉROE. SE QUE ESO ES LO QUE SE SUPONE QUE SOY.
—¿Cómo lo sabes? —le pregunté.
—NO ES QUE YO QUIERA IR A VIETNAM… SINO QUE ES ADONDE TENGO QUE IR. ES EL LUGAR DONDE SOY UN HÉROE. TENGO QUE ESTAR ALLÍ.
—¡Dile cómo lo «sabes», pedazo de idiota! —le gritó Hester.
—DEL MODO EN QUE SE SABEN ALGUNAS COSAS… TUS OBLIGACIONES, TU DESTINO O TU SUERTE —contestó—. DEL MODO EN QUE SABES LO QUE DIOS QUIERE QUE HAGAS.
—¿Dios quiere que vayas a Vietnam? —le pregunté.
Hester salió corriendo de la cocina y se encerró en el lavabo; empezó a llenar la bañera.
—¡No pienso oír esas mierdas, Owen… ni una sola vez más, te lo había advertido! —chilló.
Cuando Owen se levantó de la mesa de la cocina para bajar la llama de la salsa de tomate, oímos vomitar a Hester en el baño.
—Es el sueño, ¿verdad? —le pregunté; Owen removía la salsa de tomate como si supiera lo que estaba haciendo—. ¿El pastor Merrill te dice que Dios quiere que vayas a Vietnam? ¿Te lo dice el padre Findley?
—ELLOS DICEN QUE SOLO ES UN SUEÑO.
—Eso es lo que digo yo… ni siquiera sé de qué se trata, pero digo que sólo es un sueño.
—PERO TU NO TIENES FE —sentenció—. ESE ES TU PROBLEMA.
Desde el lavabo, Hester emitía sonidos de Nochevieja; la salsa de tomate hervía a fuego lento.
Owen Meany era capaz de manifestar cierta serenidad que nunca terminó de gustarme; si se ponía así cuando practicábamos el tiro, no quería tocarlo… al pasarle el balón me sentía incómodo; y cuando tenía que ponerle las manos encima, cuando lo alzaba realmente, siempre sentía que estaba tocando a un ser que no era exactamente humano o del todo real. No me habría sorprendido que se diera la vuelta en el aire, entre mis manos, y me mordiera, o que —después de levantarlo— siguiera volando.
—Sólo es un sueño —repetí.
—NO ES TU SUEÑO —dijo Owen Meany.
—No seas remilgado, no juegues conmigo —le reproché.
—NO ESTOY JUGANDO. ¿SOLICITARÍA UN PUESTO EN COMBATE SI ESTUVIERA JUGANDO?
Empecé de nuevo.
—¿En el sueño eres un héroe? —le pregunté.
—SALVO A UNOS NIÑOS —dijo Owen Meany—. SALVO A UN MONTÓN DE NIÑOS.
—¿Niños?
—EN EL SUEÑO NO SON SOLDADOS, SON NIÑOS —explicó.
—¿Niños vietnamitas?
—POR ESO SE DONDE ESTOY… DECIDIDAMENTE SON NIÑOS VIETNAMITAS Y YO LOS SALVO. ¡NO ME TOMARÍA TANTAS MOLESTIAS SI SE SUPUSIERA QUE DEBO SALVAR SOLDADOS! —agregó.
—Owen, todo esto es muy infantil —le dije—. ¡No puedes creer que todo lo que pasa por tu cabeza significa algo! ¡No puedes tener un sueño y creer que «sabes» lo que se supone que debes hacer!
—LA FE NO ES EXACTAMENTE ESO —dijo y volcó toda su atención en la salsa de tomate—. YO NO CREO TODO LO QUE PASA POR MI CABEZA… LA FE ES UN POCO MÁS SELECTIVA.
Supongo que algunos sueños son MÁS SELECTIVOS, también. Owen encendió el fuego de la gran olla para la pasta… como si los sonidos de la náusea seca en el lavabo fuesen para él un indicativo de que en breve Hester recuperaría el apetito. Después fue al dormitorio de mi prima a buscar su diario. No me lo mostró; encontró la parte que buscaba y empezó a leérmela. Yo no sabía que estaba oyendo una versión corregida. En el escrito no mencionaba la palabra «sueño», como si en lugar de un sueño estuviera describiendo algo que había presenciado con más certeza y autoridad que cualquier cosa que pudiera aparecérsele mientras dormía… como si estuviera describiendo una serie de acontecimientos que había visto con sus propios ojos. No obstante, permanecía separado de lo que veía, como quien mira a través de una ventana, y el tono del escrito no era tan apremiante como el que tan a menudo había empleado La Voz; la tónica de certeza y autoridad que oía me recordaba el informe simple y menos que entusiasta de un documental, que se corresponde con el tono de voz de los fragmentos incuestionables de la Biblia.
«NO OIGO LA EXPLOSIÓN. LO QUE OIGO SON LAS SECUELAS DE UNA EXPLOSIÓN. SUENA UN ZUMBIDO EN MIS OÍDOS, Y LOS SONIDOS AGUDOS DE DETONACIONES Y TICTACS QUE PRODUCE UN MOTOR CALIENTE DESPUÉS DE APAGARLO; CAEN TROZOS DEL CIELO Y PEDAZOS DE ALGO BLANCO, TAL VEZ PAPEL, TAL VEZ YESO, BAJAN FLOTANDO COMO SI FUERA NIEVE. TAMBIÉN HAY CHISPAS PLATEADAS EN EL AIRE… QUIZÁ SEAN CRISTALES HECHOS AÑICOS. HAY HUMO Y HUELE A QUEMADO; NO HAY LLAMAS, PERO TODO ARDE.
»ESTAMOS TUMBADOS EN EL SUELO. SE QUE LOS NIÑOS ESTÁN BIEN PORQUE SE LEVANTAN DEL SUELO, UNO POR UNO. TIENE QUE HABER SIDO UNA EXPLOSIÓN FUERTE PORQUE ALGUNOS NIÑOS SE SIGUEN TAPANDO LOS OÍDOS; ALGUNAS OREJAS SANGRAN. LOS NIÑOS NO SABEN INGLES, PERO SUS VOCES SON LOS PRIMEROS SONIDOS HUMANOS POSTERIORES A LA EXPLOSIÓN. LOS MÁS PEQUEÑOS LLORAN, PERO LOS MAYORES HACEN TODO LO POSIBLE POR CONSOLARLOS… PARLOTEAN, EN REALIDAD FARFULLAN, PERO SU VOZ ES TRANQUILIZADORA.
»POR LA FORMA EN QUE ME MIRAN, SE DOS COSAS. SE QUE LOS SALVE… AUNQUE NO SE COMO. Y SE QUE TEMEN POR MI. PERO YO NO ME VEO… NO SE QUE ME PASA. LAS EXPRESIONES DE LOS NIÑOS ME INDICAN QUE PASA ALGO.
»REPENTINAMENTE, ALLÍ ESTÁN LAS MONJAS; LAS PINGÜINOS ME MIRAN DESDE ARRIBA… UNA SE INCLINA SOBRE MI. NO OIGO LO QUE LE DIGO, PERO PARECE COMPRENDERME… A LO MEJOR SABE INGLES. SOLO CUANDO ME TOMA EN SUS BRAZOS VEO LA SANGRE… LLEVA LA TOCA ENSANGRENTADA. MIENTRAS MIRO A LA MONJA, NOTO QUE SU TOCA SIGUE SALPICÁNDOSE DE SANGRE, QUE LA SANGRE LE GOTEA EN LA CARA, TAMBIÉN, PERO NO TIENE MIEDO. LAS CARAS DE LOS NIÑOS, QUE ME MIRAN DESDE ARRIBA, REFLEJAN EL PÁNICO; PERO LA MONJA QUE ME TIENE ENTRE SUS BRAZOS ESTA MUY SERENA.
»LA SANGRE ES MIA, POR SUPUESTO… LA MONJA ESTA CUBIERTA CON MI SANGRE, PERO SU EXPRESIÓN ES DE SOSIEGO. CUANDO VEO QUE ESTA A PUNTO DE HACER LA SEÑAL DE LA CRUZ SOBRE MI CUERPO, ME ESTIRO PARA TRATAR DE IMPEDÍRSELO. PERO NO PUEDO… ES COMO SI NO TUVIERA BRAZOS. LA MONJA ME SONRÍE. UNA VEZ QUE ELLA HACE LA SEÑAL DE LA CRUZ, LOS DEJO A TODOS… ME VOY, SENCILLAMENTE. SIGUEN EXACTAMENTE DONDE ESTABAN, MIRÁNDOME DESDE ARRIBA, PERO EN REALIDAD NO ESTOY ALLÍ. TAMBIÉN YO ME MIRO DESDE ARRIBA. TENGO EL ASPECTO QUE TENÍA CUANDO HICE DE NIÑO JESÚS… ¿RECUERDAS AQUELLOS ESTÚPIDOS PAÑALES? ESE ASPECTO TENGO CUANDO ME ABANDONO A MI MISMO.
»PERO AHORA TODA ESA GENTE EMPEQUEÑECE… NO SOLO YO, SINO LAS MONJAS Y TAMBIÉN LOS NIÑOS. ESTOY BASTANTE LEJOS POR ENCIMA DE ELLOS, PERO NO LEVANTAN LA VISTA; SIGUEN CON LA VISTA BAJA, MIRANDO LO QUE ERA YO. Y ENSEGUIDA ESTOY ENCIMA DE TODAS LAS COSAS; LAS PALMERAS SON RECTAS Y ALTAS, PERO ENSEGUIDA ESTOY TAMBIÉN MUY POR ENCIMA DE LAS PALMERAS. LAS PALMERAS Y EL CIELO SON UNA HERMOSURA, PERO HACE MUCHO CALOR… EL AIRE ES MÁS CALIENTE QUE EL DE NINGÚN SITIO EN EL QUE HAYA ESTADO. SE QUE NO ESTOY EN NEW HAMPSHIRE».
No dije nada; Owen volvió a dejar su diario en el dormitorio de Hester, removió la salsa de tomate, miró por debajo de la tapadera de la olla para ver si el agua estaba a punto de hervir. Luego llamó a la puerta del lavabo; adentro reinaba el silencio.
—Saldré en un minuto —dijo Hester.
Owen volvió a la cocina y se sentó a la mesa, conmigo.
—Sólo es un sueño, Owen —le dije. Cruzó las manos y me miró, muy paciente. Recordé el día en que se desató la cuerda de seguridad, cuando nadábamos en la cantera. Recordé cuánto se enfureció… al ver que no nos zambullíamos al instante para salvarlo.
«¡DEJASTEIS QUE ME AHOGARA!», había dicho. «¡NO HICISTEIS NADA! ¡CONTEMPLASTEIS COMO ME AHOGABA! ¡YA ESTOY MUERTO!», nos había dicho. «RECORDADLO: ME DEJASTEIS MORIR».
—Owen —le dije—, dada la sensibilidad de tus sentimientos por los católicos, ¿no te parece natural soñar que una monja es tu Ángel de la Muerte?
Se miró las manos cruzadas sobre la mesa; oímos que se vaciaba la bañera.
—Sólo es un sueño —repetí; él se encogió de hombros; en su actitud hacia mí vi la leve conmiseración y el leve desdén que había notado antes… cuando The Flying Yankee pasó por encima del puente de caballete de Maiden Hill, precisamente cuando Owen y yo pasamos por debajo, y yo lo llamé «casualidad».
Hester salió del baño envuelta en una toalla amarillo claro, con la ropa en la mano. Entró en el dormitorio sin mirarnos; cerró la puerta y la oímos sacudir los cajones de la cómoda, mientras las perchas protestaban en el armario por su rudeza.
—Owen, eres muy original, pero ese sueño es un estereotipo, es estúpido —dije—. Entrarás en el Ejército, hay guerra en Vietnam… ¿crees que podías tener un sueño en el que salvabas a niños estadounidenses? Y hay palmeras, por supuesto, ¿qué podías esperar, iglús?
Hester salió del dormitorio vestida; se estaba secando el pelo fuertemente con la toalla. Se había puesto unas prendas casi exactamente iguales a las que llevaba antes: otro tejano y otro jersey de cuello vuelto que le sentaba mal. Cada vez que Hester se cambiaba de ropa, era un cambio del negro al azul marino o viceversa.
—Owen —dije—, no puedes creer que Dios quiere que vayas a Vietnam con el propósito de que estés disponible para rescatar a los personajes de un sueño.
No asintió ni se encogió de hombros; permaneció inmóvil, mirándose las manos cruzadas encima de la mesa.
—Eso es exactamente lo que cree… has dado en el clavo —dijo Hester. Aferró la toalla húmeda y la arrolló, muy ceñida, en lo que llamábamos «cola de rata». La sacudió muy cerca de la cara de Owen Meany, pero él no se inmutó—. ¿Es eso, no? ¡Imbécil! —le gritó. Volvió a balancear la toalla, la desenrolló y cayó sobre él, envolviéndosela alrededor de la cabeza—. Crees que Dios quiere que vayas a Vietnam, ¿verdad? —chilló.
Hester forcejeó hasta hacerle caer de la silla… mantuvo la toalla en su cabeza gracias a una llave de lucha y se echó de lado contra su pecho, apretándolo contra el suelo de la cocina, mientras le daba puñetazos con la mano libre. Owen pataleaba, intentaba tirarle del pelo, pero Hester debía de pesar como quince kilos más que él y daba la impresión de golpearlo con todas sus fuerzas. Cuando vi sangre en la toalla amarillo claro, cogí a Hester por la cintura e intenté separarlos.
No fue fácil; tuve que rodearle a Hester la garganta con las manos y amenazar con estrangularla, hasta que dejó de golpearlo a él para tratar de golpearme a mí. Era muy fuerte y estaba histérica; intentó poner a prueba su llave de lucha conmigo, pero Owen se arrancó la toalla y le hizo un placaje a la altura de los tobillos. Entonces le tocó a él tratar de separarla de mí. Le sangraba la nariz y tenía el labio inferior partido e hinchado, pero entre los dos conseguimos reducirla. Owen se le sentó en la corva, yo me arrodillé entre sus omóplatos y le sujeté los brazos contra los costados del cuerpo; le quedó suficiente libertad de movimientos para sacudir la cabeza… trató de morderme y, al ver que era imposible, empezó a golpearse la cara contra el suelo hasta que le empezó a sangrar la nariz.
—¡No me quieres, Owen! —chilló—. ¡Si me quisieras no irías… ni por todos los condenados niños del mundo! ¡Si me quisieras no irías!
Owen y yo seguimos encima de ella, hasta que empezó a llorar y dejó de golpearse la cara contra el suelo.
—SERA MEJOR QUE TE VAYAS —me dijo Owen.
—No, será mejor que te vayas tú, Owen —le dijo Hester—. ¡Vete de aquí!
Owen cogió su diario del dormitorio de Hester y nos marchamos juntos. Era una cálida noche de primavera. Seguí a la camioneta tomate hasta la costa; sabía adónde se dirigía Owen. Estaba seguro de que quería sentarse en el espigón de Rye Harbor, construido con el material de desecho —las losas rotas— de la Meany Granite Quarry: Owen siempre sentía que tenía derecho a estar allí. Desde el espigón se disfrutaba de una vista preciosa del pequeño puerto; en primavera no se veían muchas embarcaciones en el agua… la sensación era distinta a la de verano, época del año en que habitualmente nos sentábamos en el mismo sitio.
De todos modos, este verano sería diferente. Como durante el otoño daba clases de Comentario de Textos en el noveno curso de Gravesend Academy, no trabajaría en el verano. Incluso unas horas de enseñanza en Gravesend Academy compensarían con creces mis gastos en la escuela para graduados; incluso un trabajo a tiempo parcial —durante todo el curso lectivo— valía más la pena que otro verano en la Meany Granite.
Además, mi abuela me había dado un poco de dinero y Owen estaría en el Ejército. Se había regalado a sí mismo treinta días entre la graduación y el comienzo de su servicio activo como subteniente. Habíamos hablado de hacer un viaje juntos. Salvo durante su Instrucción Básica —en Fort Knox o Fort Bragg—, Owen nunca había salido de Nueva Inglaterra; yo tampoco.
—Deberíais iros a Canadá —nos había dicho Hester—. ¡Y no volver!
El agua salobre entraba y salía precipitadamente del espigón; unos charcos quedaban atrapados en las rocas, debajo de la línea de pleamar. Owen hundió la cara en uno de esos charcos; le había dejado de sangrar la nariz, pero tenía el labio partido —y sangrante— y lucía una considerable hinchazón encima de una ceja. Tenía los dos ojos amoratados, uno mucho más oscuro que el otro, y tan inflamado que entre los párpados apenas se veía una raja.
—¡SI CREES QUE VIETNAM ES PELIGROSO, DEBERÍAS TRATAR DE VIVIR CON HESTER! —me dijo.
¡Pero Owen Meany era tan exasperante! ¿Cómo podía nadie vivir con él y, sabiendo lo que creía saber, no sentirse tentado a propinarle una buena paliza?
Permanecimos en el espigón hasta que oscureció y los mosquitos empezaron a molestarnos.
—¿Tienes hambre? —le pregunté.
Se señaló el labio inferior, que no había dejado de sangrar.
—NO CREO QUE PUEDA COMER NADA, PERO TE ACOMPAÑARE.
Fuimos a una de esas fondas marisqueras de «la franja». Comí montones de almejas fritas y Owen bebió una cerveza… con pajita. La camarera nos conocía, porque también estudiaba en la Universidad de New Hampshire.
—Te convendría hacerte poner unos puntos en ese labio antes de que se te caiga —le dijo a Owen.
Fuimos a la sala de urgencias del Gravesend Hospital, Owen en la camioneta tomate y yo detrás, en mi Volkswagen. Era una noche de poca actividad —no estábamos en verano ni en fin de semana— de manera que no tuvimos que esperar mucho. Hubo una discusión respecto a la forma de pago.
—¿Y SI NO PUDIERA PAGAR? —preguntó—. ¿SIGNIFICA ESO QUE NO ME TRATARÍAIS?
Me sorprendió que no tuviera un seguro médico; aparentemente su familia no seguía ninguna política de cobertura de enfermedad y él ni siquiera había pagado la pequeña prima que se pide a los estudiantes de la universidad para el seguro colectivo. Por último, dije que podían enviarle la cuenta a mi abuela; todos sabían —hasta la recepcionista de urgencias— quién era Harriet Wheelwright y, después de una llamada telefónica, aceptaron esta forma de pago.
—¡QUE PAÍS! —dijo Owen, mientras un joven médico extranjero, que parecía muy nervioso, le daba cuatro puntos de sutura en el labio inferior—. ¡AL MENOS CUANDO ESTE EN EL EJERCITO TENDRÉ ALGÚN TIPO DE SEGURO SANITARIO!
Después Owen me dijo que le daba vergüenza aceptar dinero de mi abuela: «¡YA ME HA DADO MÁS DE LO QUE MEREZCO!». Pero cuando llegamos a 80 Front Street, se presentó un problema totalmente distinto.
—¡Cielos misericordiosos, Owen! —exclamó mi abuela—. ¡Has estado peleando!
—ME CAI POR LA ESCALERA —dijo.
—¡A mí no me mientas, Owen Meany! —dijo mi abuela.
—ME ATACARON UNOS DELINCUENTES JUVENILES EN HAMPTON BEACH —dijo él.
—¡A mí no me mientas! —repitió Abuela.
Advertí que Owen intentaba dilucidar qué efecto tendría en mi abuela que le contara que su nieta le había dado una paliza; Hester, salvo cuando vomitaba, siempre era relativamente comedida delante de ella.
Owen me señaló.
—FUE ÉL —dijo.
—¡Cielos misericordiosos! —exclamó mi abuela—. ¡Vergüenza tendría que darte! —me dijo.
—No lo hice a propósito —expliqué—. No estábamos peleando de verdad… era un juego.
—ESTABA MUY OSCURO —agregó Owen— NO ME VEÍA MUY BIEN.
—¡Igualmente debería darte vergüenza! —me dijo mi abuela.
—Sí —admití.
Este pequeño malentendido pareció animar a Owen. Mi abuela se dedicó a atenderlo a cuerpo de rey; llamó a Ethel y le indicó que preparara algo nutritivo en la batidora: una piña fresca, un plátano, algo de helado, un poco de levadura de cerveza.
—¡Algo que el pobre chico pueda beber con una pajita! —dijo mi abuela.
—PODEMOS ELIMINAR LA LEVADURA —sugirió Owen Meany.
Cuando mi abuela se acostó, nos quedamos viendo Última Sesión y Owen me tomó el pelo por mi nueva fama… como gallito. Pero la película tenía como mínimo veinte años: Se necesitan maridos, con Betty Grable. La música y los decorados me hicieron pensar en el local llamado The Orange Grove y en mi madre cantando como «La dama de rojo». Probablemente nunca sabré algo más acerca de todo eso, pensé.
—¿Te acuerdas de la obra que ibas a escribir? —le pregunté a Owen—. Sobre el restaurante-espectáculo… sobre «La dama de rojo».
—CLARO QUE ME ACUERDO. TU NO QUISISTE QUE LA ESCRIBIERA.
—Se me ocurrió que de todos modos podrías haberla escrito.
—LA EMPECE… UN PAR DE VECES —respondió—. ERA MÁS DIFÍCIL DE LO QUE YO PENSABA… INVENTAR UNA HISTORIA.
En Se necesitan maridos también actuaban Carole Landis y Don Ameche; el tema era la pesca de marido en Florida. Sólo el brillo del televisor iluminaba la cara de Owen cuando dijo:
—TIENES QUE APRENDER A HACER UN SEGUIMIENTO DE LAS COSAS… SI TE INTERESA ALGO, TIENES QUE SEGUIRLO HASTA EL FINAL, TIENES QUE TRATAR DE TERMINARLO. APUESTO A QUE NUNCA HAS MIRADO UN LISTÍN TELEFÓNICO DE BOSTON… BUSCANDO A UN TAL BUSTER FREEBODY.
—Es un nombre inventado —dije.
—ES EL ÚNICO NOMBRE QUE CONOCEMOS —dijo Owen.
—No, no lo he buscado.
—¿VES? DE HECHO, FIGURAN UNOS CUANTOS FREEBODY… PERO NINGÚN «BUSTER» —dijo.
—Tal vez Buster sólo sea un mote —dije… ahora más interesado.
—NINGUNO DE LOS FREEBODY CON QUIENES HABLE HABÍA OÍDO HABLAR NUNCA DE UN «BUSTER» —dijo Owen Meany—. Y LAS RESIDENCIAS DE ANCIANOS NO PROPORCIONAN LISTAS DE NOMBRES… ¿SABES POR QUÉ? —me preguntó.
—¿Por qué? —le pregunté.
—PORQUE LOS DELINCUENTES PODRÍAN USARLAS PARA DESCUBRIR QUIEN HA DEJADO DE VIVIR EN SU CASA. SI EN EL LISTÍN SIGUE FIGURANDO EL MISMO NOMBRE Y LA CASA O EL APARTAMENTO NO HAN VUELTO A OCUPARSE… LOS DELINCUENTES HABRÁN DESCUBIERTO UN LUGAR FÁCIL DE ROBAR: NO HABRÁ NADIE DENTRO. POR ESO LAS RESIDENCIAS DE ANCIANOS NO DAN NOMBRES. INTERESANTE, ¿NO? SI ES CIERTO —agregó.
—Veo que te has movido —dije.
Se encogió de hombros.
—TAMBIÉN HAY QUE MIRAR EN LAS PAGINAS AMARILLAS… LOS LOCALES QUE OFRECEN «MUSICA EN DIRECTO» —dijo—. EN NINGUNO DE LOS LOCALES DE BOSTON HAN OÍDO HABLAR DE UN TAL BIG BLACK BUSTER FREEBODY. FUE HACE TANTO TIEMPO QUE BUSTER FREEBODY HABRÁ MUERTO.
—No me gustaría nada ver la cuenta de tu teléfono —bromeé.
—UTILICE EL DE HESTER —dijo.
—Me sorprende que no te haya dado una paliza por eso.
—LO HIZO —replicó; apartó la cara de la luz brillante del televisor—. NO QUISE CONTARLE EL MOTIVO DE LAS LLAMADAS Y PENSÓ QUE TENÍA OTRA NOVIA.
—¿Por qué no tienes otra novia? —le pregunté; volvió a encogerse de hombros.
—NO SE PASA TODO EL TIEMPO PEGÁNDOME —aclaró.
¿Qué podía decirle? Yo ni siquiera tenía una.
—Habría que pensar en nuestro viaje —le dije—. Tendremos treinta días por delante… ¿adónde quieres ir?
—A ALGÚN SITIO CALIDO —dijo Owen Meany.
—Todos los lugares son cálidos… en junio —le recordé.
—ME GUSTARÍA IR DONDE HAYA PALMERAS.
Miramos un rato Se necesitan maridos, en silencio.
—Podríamos ir a Florida —propuse.
—EN LA CAMIONETA NO —replicó—. LA CAMIONETA NO LLEGARÍA HASTA FLORIDA.
—Podemos ir en el Volkswagen. El Escarabajo llegaría a California sin ningún problema.
—¿Y DONDE DORMIRÍAMOS? —me preguntó—. YO NO PUEDO PAGAR MOTELES.
—Mi abuela nos prestaría el dinero.
—YA HE ACEPTADO BASTANTE DINERO DE TU ABUELA.
—Bien, podría prestártelo yo —dije.
—SALE DE LA MISMA BOLSA —persistió Owen Meany.
—Podríamos llevar una tienda… y sacos de dormir, para acampar.
—YA HE PENSADO EN ESO. SI LLEVAMOS MUCHAS COSAS DE CAMPING, NOS CONVENDRÍA IR EN LA CAMIONETA… QUE NOS DEJARÍA TIRADOS SI LE HICIÉRAMOS RECORRER SEMEJANTE DISTANCIA.
Me pregunté si había algo en lo que Owen Meany no hubiera pensado antes que yo.
—NO TENEMOS POR QUÉ IR A DONDE HAYA PALMERAS… SOLO ERA UNA IDEA.
No estábamos de humor para Se necesitan maridos; una historia sobre la pesca de marido exige un estado de ánimo especial. Owen salió hasta la camioneta y cogió su linterna; después subimos andando por Front hasta Linden Street… más allá del instituto de Gravesend, hasta el cementerio. La noche era tibia y no muy oscura. Para lo que suelen ser las tumbas, la de mi madre se veía muy bonita. Mi abuela había plantado un reborde de azafranes, narcisos y tulipanes, de modo que todo estaba lleno de color; además, su toque especial para las rosas era evidente en el rosal bien podado y firmemente tramado en el enrejado que se alzaba como un cómodo cabezal directamente detrás del sepulcro de mi madre. Owen recorrió las aristas biseladas de la lápida con el haz de luz de la linterna; yo había visto buenos trabajos con la muela adiamantada… el de Owen era infinitamente mejor. Claro que nunca pensé que en aquel entonces él tuviese edad suficiente para hacer la lápida de mi madre.
—MI PADRE NUNCA FUE UN EXPERTO CON LA MUELA ADIAMANTADA —observó. Hacía poco que Dan Needham había puesto un ramo de flores primaverales delante de la lápida, pero igualmente logramos ver las letras con el nombre de mi madre… y las correspondientes fechas.
—¡Si estuviera viva tendría cuarenta y tres años! —me asombré—. Imagínate eso.
—¡SEGUIRÍA SIENDO HERMOSA! —dijo Owen Meany.
Mientras volvíamos andando por Linden Street, pensé que podríamos viajar «por el este», como dicen en New Hampshire… lo que significa por la costa de Maine, hasta Nueva Escocia.
—¿Llegaría la camioneta a Nueva Escocia? —le pregunté—. Supón que nos lo tomamos con calma y vamos por la costa de Maine… si ninguna prisa, sin importarnos cuándo llegaremos a Nueva Escocia, sin importarnos siquiera si llegamos… ¿crees que aguantaría la camioneta?
—YA HE ESTADO PENSANDO EN ESO —respondió—. SÍ, CREO QUE PODRÍAMOS HACERLO… SI NO INTENTÁRAMOS HACER DEMASIADOS KILÓMETROS EN UN SOLO DÍA. EN LA CAMIONETA PODRÍAMOS LLEVAR TODO EL EQUIPO DE CAMPING QUE NECESITÁRAMOS… INCLUSO PODRÍAMOS ARMAR LA TIENDA EN LA PARTE DE ATRÁS SI ALGUNA VEZ TUVIÉRAMOS DIFICULTADES PARA ENCONTRAR TERRENO SECO O NIVELADO…
—¡Sería fantástico! —dije—. Nunca he estado en Nueva Escocia… nunca me he adentrado mucho en Maine.
En Front Street nos detuvimos para acariciar a un gato.
—TAMBIÉN ESTUVE PENSANDO EN SAWYER DEPOT —dijo Owen Meany.
—¿Qué has estado pensando? —le pregunté.
—YA SABES QUE NUNCA HE ESTADO ALLÍ.
—En realidad, Sawyer Depot no es muy interesante —dije prudentemente. No creía que tía Martha y tío Alfred recibieran a Owen Meany con los brazos abiertos y, teniendo en cuenta lo que acababa de ocurrir con Hester, me pregunté qué atractivo podía seguir teniendo Sawyer Depot para él.
—ME GUSTARÍA VERLO. HE OÍDO HABLAR TANTO DE SAWYER DEPOT. AUNQUE LOS EASTMAN NO QUISIERAN QUE FUERA A SU CASA, PODRÍAS ENSEÑARME LOVELESS LAKE… Y EL COBERTIZO, Y LA MONTAÑA A LA QUE TODOS IBAIS A ESQUIAR. ¡Y A FIREWATER!
—¡Firewater ha muerto hace años! —le dije.
—AH.
La rampa de la casa parecía un aparcamiento. Estaba el viejo Cadillac de Abuela, mi Volkswagen Escarabajo y la polvorienta camioneta tomate; aparcado en segunda línea vimos el destartalado Chevy de Hester.
Mi prima debía de estar buscando a Owen y, al ver su camioneta en la rampa, entró en 80 Front Street a buscarlo. La encontramos dormida en el sofá; la única luz que brillaba sobre ella era el fantasmal destello color hueso del televisor, que tenía sintonizado otro canal; aparentemente, tampoco Hester estaba de humor para Se necesitan maridos. Se había quedado dormida viendo La duquesa de Idaho.
—HESTER ODIA A ESTHER WILLIAMS, A MENOS QUE ESTE SUMERGIDA —dijo Owen Meany. Entró y se sentó junto a ella en el sofá; le tocó el pelo, la mejilla. Cambié de canal; nunca había una sola Última sesión… ya no. Se necesitan maridos había terminado; en su lugar había empezado algo llamado Sesión de Madrugada: John Wayne, en Operación Pacífico.
—HESTER DETESTA A JOHN WAYNE —dijo Owen y Hester se despertó.
John Wayne estaba en un submarino, en la segunda guerra mundial, combatiendo con los japoneses.
—No quiero ver una película de guerra —dijo Hester; encendió la lámpara de la mesita rinconera de al lado del sofá… examinó atentamente la sutura del labio de Owen—. ¿Cuántos? —le preguntó.
—CUATRO —le dijo Owen.
Hester le besó muy tiernamente el labio superior, y la punta de la nariz, y las comisuras de la boca… poniendo mucha atención en no besarle los puntos.
—¡Lo siento! ¡Te adoro! —le susurró.
—NO ES NADA —dijo Owen Meany.
Cambié rápidamente de un canal a otro hasta encontrar algo interesante: Sherlock Holmes en Terror de noche, con Basil Rathbone.
—No recuerdo si la he visto —dijo Hester.
—Yo sé que la he visto, pero no la recuerdo —dije.
—ES LA DE LA JOYA EN EL TREN… BASTANTE BUENA —dijo Owen Meany. Se acurrucó junto a Hester en el sofá; apoyó su cabeza en el pecho de ella, que lo acunó entre sus brazos. Unos minutos más tarde, Owen estaba profundamente dormido.
—Baja el volumen —me susurró Hester. Cuando la miré para ver si estaba suficientemente bajo, la vi llorando.
—Creo que me iré a acostar —le dije en voz baja—. He visto a Sherlock Holmes un centenar de veces.
—Nosotros nos quedaremos un rato. Buenas noches.
—Quiere ir a Sawyer Depot —le dije.
—Lo sé —me dijo.
Estuve despierto largo rato. Cuando oí sus voces en la rampa de acceso, me levanté y entré en el dormitorio vacío de mi madre. Desde la ventana, podía verlos. En el dormitorio de mi madre jamás se cerraban las cortinas, en memoria de cuánto odiaba la oscuridad.
Rayaba el alba, y Hester y Owen discutían cómo volverían a Durham.
—Yo te seguiré —dijo Hester.
—NO, TE SEGUIRÉ YO —replicó él.
Me gradué en la Universidad de New Hampshire: una licenciatura en Literatura, cum laude. Owen se graduó, simplemente: subteniente Paul O. Meany, Jr., con una licenciatura en Geología. No lo destinaron a una sección de combate; le ordenaron que se presentara en Fort Benjamin Harrison, en Indiana, donde iniciaría un curso de ocho a diez semanas en Administración Básica para el Cuerpo de Ayudantía General. Después, el Ejército quería que se presentara en un comando de comunicaciones en Arizona. Aunque el Ejército más adelante podía enviarlo a cualquier parte del país —o incluso a Saigón—, le estaban asignando un trabajo de escritorio.
—¡SE SUPONE QUE LOS SUBTENIENTES SON JEFES DE PELOTÓN! —dijo Owen Meany. Naturalmente, Hester y yo tuvimos que disimular nuestra alegría. Incluso en Vietnam, el Cuerpo de Ayudantía General no era una sección con un alto índice de bajas. Sabíamos que Owen no capitularía; cada tantos meses rellenaría otro formulario de Acción Personal, requiriendo un nuevo destino… y afirmaba que el coronel Eiger le había proporcionado el nombre y el número de teléfono de alguien del Pentágono, cierto mayor que supuestamente supervisaba los archivos de personal y los destinos de los oficiales subordinados. Hester y yo sabíamos que nunca se podía subestimar la capacidad de manipulación de Owen.
Pero por el momento, lo consideramos a salvo; y el Ejército de los Estados Unidos, creía yo, no era tan fácil de manipular como un pesebre infantil de Navidad.
—¿Qué hace exactamente el Cuerpo de Ayudantía General? —le pregunté cautamente. Pero no quiso hablar del tema.
—SOLO SE TRATA DE UN DESTINO PROVISIONAL —respondió Owen Meany.
Dan y yo no tuvimos más remedio que reír; era divertido pensar en él soportando un curso de Administración Básica en Indiana, cuando se había imaginado a sí mismo saltando de un helicóptero y abriéndose camino en la selva a machetazo limpio y con su M-16. Owen estaba enfadado, pero no deprimido; estaba irritable, pero resuelto.
Una noche me paseaba por el campus de Gravesend Academy cuando vi la camioneta tomate aparcada en la rampa circular desde donde el Volkswagen Escarabajo del pobre Dr. Dolder había sido elevado a su momento álgido en la historia. Los faros de la camioneta brillaban a través del vasto jardín que bordeaba la fachada del edificio principal; el césped estaba repleto de sillas. Filas y filas de sillas, y los bancos de la Gran Sala, ordenados en el jardín; calculé que había asientos para unas quinientas personas. Era la época del año en que Gravesend Academy abrigaba la esperanza de que no lloviera; las sillas y los bancos estaban dispuestos para la ceremonia de entrega de diplomas. Si llovía —para desdicha de todos—, no había lugar suficiente para los asistentes, excepto el gimnasio; ni siquiera la Gran Sala tenía el aforo necesario.
La ceremonia se había celebrado al aire libre el año que me gradué… el año que debía de haberse graduado Owen, el año que él tendría que haber sido el representante de nuestra clase.
Hester estaba sentada, sola, en la cabina de la camioneta; me hizo señas de que subiera y me sentara a su lado.
—¿Dónde está? —le pregunté. Mi prima señaló la senda de los faros de la camioneta. Más allá de las filas y filas de sillas y bancos había un escenario improvisado, cubierto con el estandarte de Gravesend Academy, salpicado de sillas para los dignatarios y los oradores; en el centro del escenario se alzaba el podio, y en el podio estaba Owen Meany. Tenía la vista fija en los centenares de asientos vacíos… parecía algo cegado por los faros de la camioneta, pero necesitaba la luz para leer su discurso de despedida.
—No quiere que nadie lo oiga… sólo quiere decirlo —me comentó Hester.
Cuando Owen se reunió con nosotros en la cabina de la camioneta, le dije:
—Me habría gustado oírlo. ¿No nos lo leerías?
—YA HE TERMINADO —dijo Owen Meany—. SOLO ES UNA VIEJA HISTORIA.
Y luego partimos hacia el territorio norteño… hacia Sawyer Depot y Loveless Lake. Fuimos en la camioneta; no llevamos a Hester. No estoy seguro de que quisiera acompañarnos, pero había hecho el esfuerzo de hablar con sus padres; tío Alfred y tía Martha siempre se alegraban de verme y fueron amables —aunque no exactamente cálidos— con Owen Meany. Pasamos la primera noche de nuestro viaje en casa de los Eastman, en Sawyer Depot. Yo dormí en la cama de Noah, que estaba en el Cuerpo de Paz… creo que enseñaba Silvicultura, o «Administración de Montes» a los nigerianos. Tío Alfred decía que lo que hacía Noah era un «pasaporte»; África, o el Cuerpo de Paz, era su «pasaporte de salida de Vietnam».
Aquel verano, Simon se ocupaba del aserradero; con el correr de los años se había dañado tantas veces las rodillas —esquiando—, que éstas fueron su pasaporte de salida de Vietnam. Tenía una prórroga 4-F; lo juzgaban físicamente no apto para el servicio.
—A menos que el país sea invadido por extraterrestres —dijo Simon—, el viejo Tío Sam no me cogerá.
Owen se refirió a su curso de Administración Básica para el Cuerpo de Ayudantía General como algo interino. Arizona también sería algo interino, aseguró Owen. Tío Alfred se mostró muy respetuoso con su deseo de ir a Vietnam, pero tía Martha —durante nuestra elegante cena— puso en duda la «moral» de la guerra.
—SI, YO TAMBIÉN LA CUESTIONO —dijo Owen Meany—. PERO SIENTO QUE HAY QUE VER LAS COSAS CON LOS PROPIOS OJOS PARA ESTAR SEGUROS. POR CIERTO, ME SIENTO INCLINADO A COINCIDIR CON LA EVALUACIÓN DE KENNEDY DEL PROBLEMA VIETNAMITA… YA EN EL SESENTA Y TRES. PROBABLEMENTE RECORDAIS LO QUE DIJO EL PRESIDENTE: «PODEMOS AYUDARLOS, PODEMOS EQUIPARLOS, PODEMOS ENVIAR ALLÍ A NUESTROS HOMBRES COMO CONSEJEROS, PERO TIENEN QUE GANARLA ELLOS, TIENE QUE GANARLA EL PUEBLO DE VIETNAM». CREO QUE ESTA OPINIÓN SIGUE SIENDO VALIDA… Y PARA TODOS NOSOTROS ES EVIDENTE QUE EL «PUEBLO DE VIETNAM» NO ESTA GANANDO LA GUERRA. PARECE QUE ESTAMOS TRATANDO DE GANARLA POR ELLOS.
»PERO SUPONGAMOS, POR UN MOMENTO, QUE CREEMOS EN LOS OBJETIVOS MANIFIESTOS DE LA ADMINISTRACIÓN JOHNSON SOBRE LA POLÍTICA EN VIETNAM… Y QUE APOYAMOS DICHA POLÍTICA. ACORDAMOS RESISTIR LA AGRESIÓN COMUNISTA EN VIETNAM DEL SUR… TANTO SI VIENE DE LOS NORVIETNAMITAS COMO DEL VIETCONG. APOYAMOS LA IDEA DE AUTODETERMINACIÓN PARA VIETNAM DEL SUR… Y QUEREMOS LA PAZ EN EL SUDESTE ASIÁTICO. SI ESTOS SON NUESTROS OBJETIVOS, SI COINCIDIMOS EN QUE ESTO ES LO QUE QUEREMOS… ¿POR QUÉ ESTAMOS EN UNA ESCALADA BÉLICA?
»EN SAIGÓN NO PARECE HABER UN GOBIERNO QUE PUEDA ARREGLÁRSELAS MUY BIEN SIN NOSOTROS. ¿LE GUSTA SIQUIERA AL PUEBLO SUDVIETNAMITA LA JUNTA MILITAR DEL MARISCAL KY? ¡POR SUPUESTO, HANOI Y EL VIETCONG NO NEGOCIARAN UN ACUERDO AMISTOSO SI PIENSAN QUE PUEDEN GANAR LA GUERRA! EXISTEN TODAS LAS RAZONES DEL MUNDO PARA QUE LOS ESTADOS UNIDOS MANTENGAN EN VIETNAM DEL SUR SUFICIENTES FUERZAS DE TIERRA PARA CONVENCER A HANOI Y AL VIETCONG DE QUE NUNCA LOGRARAN UNA VICTORIA MILITAR. ¿PERO QUE SIGNIFICA QUE NOSOTROS BOMBARDEEMOS EL NORTE?
»SUPONIENDO QUE DIGAMOS EN SERIO LO QUE DECIMOS, O SEA QUE QUEREMOS QUE VIETNAM DEL SUR SEA LIBRE DE GOBERNARSE POR SU CUENTA, DEBERÍAMOS ESTAR PROTEGIENDO A VIETNAM DEL SUR DE UN ATAQUE. SIN EMBARGO, DA LA IMPRESIÓN DE QUE NOSOTROS ESTAMOS ATACANDO A TODO EL PAÍS… DESDE EL AIRE. SI BOMBARDEAMOS TODO EL PAÍS HASTA DESTRUIRLO… PARA PROTEGERLO DEL COMUNISMO… ¿QUÉ CLASE DE PROTECCIÓN ES ESA?
»CREO QUE ESE ES EL PROBLEMA —concluyó Owen Meany—, PERO ME GUSTARÍA VER LA SITUACIÓN CON MIS PROPIOS OJOS.
—¡Sí, entiendo! —dijo tía Martha. Tío Alfred se quedó mudo.
Pero ambos estaban impresionados.
Comprendí que, en parte, Owen había insistido en ir a Sawyer Depot para tener la oportunidad de impresionar a los padres de Hester. Yo había oído su tesis con anterioridad; no era muy original —creo que la había tomado prestada de algo escrito o dicho por Arthur Schlesinger, Jr.—, pero su discurso fue impresionante. Pensé que era una lástima que Hester hiciera tan pocos esfuerzos por impresionar a sus padres y que no se dejara impresionar por ellos.
Por la noche, oí a Owen charlar con tía Martha… que le había adjudicado la habitación de Hester. Owen le hacía preguntas sobre determinados ositos de felpa y muñecos y figurillas.
—¿Y CUANTOS AÑOS TENÍA HESTER CUANDO LE GUSTABA ESTE? —preguntaba—. Y SUPONGO QUE ESTE ES DE LA ÉPOCA DE FIREWATER.
Antes de acostarme, Simon me dijo, apreciativamente:
—¡Owen está tan raro como siempre! ¿No es fabuloso?
Me quedé dormido recordando cómo había aparecido Owen por primera vez ante mis primos… aquel día, en el desván de 80 Front Street, cuando forcejeábamos con la máquina de coser y Owen se paró bajo el sol que se filtraba por la claraboya y que resplandecía a través de sus orejas. Recordé lo que nos pareció a todos: un ángel descendente… un dios minúsculo pero feroz, enviado a juzgar nuestros errores.
Por la mañana, Owen sugirió que nos trasladáramos a Loveless Lake. Simon nos aconsejó que usáramos el cobertizo como campamento base. Cuando él saliera de trabajar en el aserradero, dijo, nos llevaría a hacer esquí acuático; de noche podíamos dormir en el cobertizo. Había un par de cómodos sofás convertibles en camas, y tela metálica nueva en las ventanas. Tenían algunas lámparas de queroseno; cerca había un retrete; una bomba manual extraía agua del lago y la llevaba a la pila, junto a la barra; había un hornillo de gas propano y algunos cazos para hervir el agua destinada a beber. En aquellos tiempos se nos permitía bañarnos (¡con jabón!) en el lago.
Owen y yo coincidimos en que era más acogedor que acampar en nuestra tienda; asimismo, para mí era relajante alejarme de mis tíos… y del esfuerzo que hacía Owen para impresionarlos. En el lago, estábamos solos; Simon sólo aparecía al final del día para llevarnos a practicar esquí acuático; tenía novia estable, de modo que rara vez lo veíamos por la noche. Preparábamos hamburguesas al carbón en una parrilla, junto al lago, pescábamos peces luna y percas desde el muelle, y pequeñas lubinas cuando salíamos en la canoa. De noche, Owen y yo nos sentábamos en el muelle hasta que nos atacaban los mosquitos. Entonces entrábamos en el cobertizo, encendíamos las lámparas de queroseno y charlábamos un rato, o leíamos nuestros libros.
Yo estaba tratando de leer El final de la parada; lo estaba empezando. Los estudiantes de escuelas para graduados tienen ambiciones de lecturas serias, pero no terminan muchos libros que comienzan; yo no concluí El final de la parada hasta la cuarentena, cuando volví a intentarlo. Owen estaba leyendo un manual de campaña del Departamento de Ejército, titulado Supervivencia, evasión y fuga.
—TE LEERÉ ALGO DEL MIO SI TÚ ME LEES ALGO DEL TUYO —propuso Owen.
—De acuerdo —dije.
—«LA SUPERVIVENCIA ES PRINCIPALMENTE UNA CUESTIÓN DE PERSPECTIVA MENTAL» —leyó.
—Parece razonable —comenté.
—PERO ESCUCHA ESTO —dijo—. TRATA DE LA RELACIÓN CON LOS NATIVOS —no pude menos que imaginar que los únicos «nativos» con que Owen tendría que relacionarse serían los residentes de Indiana y Arizona—. «RESPETAR LA PROPIEDAD PERSONAL, ESPECIALMENTE A SUS MUJERES» —leyó.
—¡No puede decir eso! —salté.
—¡ESCUCHA ESTO! «EVITAR EL CONTACTO FÍSICO SIN QUE SE NOTE QUE ES ADREDE».
Los dos pensamos que era hilarante… aunque no le conté que en parte me reía porque estaba pensando en los «nativos» de Indiana y Arizona.
—¿QUIERES OÍR COMO DEBES CUIDARTE LOS PIES? —me preguntó.
—Si te he de decir la verdad, no.
—¿Y «PRECAUCIONES CONTRA LAS PICADURAS DE MOSQUITO»? —me preguntó—. «UNTARSE LA CARA CON BARRO, EN ESPECIAL ANTES DE ACOSTARSE» —leyó.
Reímos histéricamente un buen rato.
—AQUÍ HAY UNA PARTE QUE TRATA DE LA COMIDA Y EL AGUA —dijo—. «NO BEBER ORINA».
—¡Eso parece un manual de campamento para niños! —exclamé.
—ESO ES LO QUE SON CASI TODOS LOS QUE ESTÁN EN EL EJERCITO —dijo Owen Meany.
—¡Qué mundo!
—AQUÍ HAY UN BUEN CONSEJO SOBRE LA FORMA DE ESCAPAR DE UN TREN EN MOVIMIENTO —me dijo—. «ANTES DE SALTAR, CERCIORARSE DE HACERLO POR EL LADO QUE CORRESPONDE PARA NO SALTAR A LAS VÍAS POR DONDE CORRE UN TREN EN SENTIDO CONTRARIO».
—¡No jodas! —grité.
—ESCUCHA ESTO. «LAS PLANTAS SILVESTRES DE ESTRICNINA CRECEN DE UN LADO A OTRO DE LOS TRÓPICOS. EL FRUTO BLANCO O AMARILLO DE ASPECTO APETITOSO ABUNDA EN EL SUDESTE ASIÁTICO. EL FRUTO TIENE UNA PULPA SUMAMENTE AMARGA Y LAS SEMILLAS CONTIENEN UN PODEROSO VENENO».
Me abstuve de decir que dudaba de que creciera una sola planta de estricnina en Indiana o Arizona.
—AQUÍ HAY OTRO COMENTARIO APTO PARA LA CATEGORÍA «¡NO JODAS!». —anunció—. ESTÁN HABLANDO DE «TÉCNICAS DE EVASIÓN CUANDO HAY POCA DIFERENCIA ENTRE TERRITORIO AMIGO Y TERRITORIO HOSTIL». OYE BIEN ESTO: «ES DIFÍCIL DIFERENCIAR AL POPULACHO INSURGENTE DEL POPULACHO ALIADO».
No pude contenerme y dije:
—Espero que no tropieces con ese problema en Indiana o en Arizona.
—OIGAMOS ALGO DE TU LIBRO —dijo, cerrando su manual de campaña.
Traté de explicarle cómo era la hija de Mrs. Satterthwaite, una mujer que había abandonado a su marido y su hijo para fugarse con otro hombre, y que ahora quería que aquél volviera a aceptarla, aunque lo detestaba y tenía la intención de hacerlo desdichado. Un amigo de la familia —sacerdote— está confiando a Mrs. Satterthwaite su opinión de la forma en que la hija, algún día, responderá a una infidelidad del marido, lo que a juicio del sacerdote es lo que cabe esperar. El hombre cree que la hija «echará la casa abajo», que «el mundo se hará eco de su errores».
He aquí la escena que le leí a Owen Meany:
«¿Quiere usted decir que Sylvia haría algo tan vulgar?», dijo Mrs. Satterthwaite.
«¿No es lo que hacen todas las mujeres cuando pierden a un hombre al que han torturado durante años?», preguntó el sacerdote. «Cuanto más se haya ocupado de torturarlo, menos derecho considerará que tiene a perderlo».
—¡QUE MUNDO! —opinó Owen Meany.
En Loveless Lake había más motoras que somorgujos; incluso de noche, oíamos más sonidos de motores que de la fauna. Decidimos dirigirnos al norte, a través de Dixville Notch, hasta Lake Francis; aquello era un «verdadero desierto», nos había dicho Simon. Por cierto, el camping de Lake Francis, que es uno de los lagos más norteños de New Hampshire, era espectacular; pero Owen Meany y yo no habíamos nacido para campistas. En Lake Francis, los chillidos de los somorgujos eran tan dolientes que nos asustaban; la negrura absoluta de esa orilla del lago vacía, de noche, resultaba aterradora. Había tantos ruidos nocturnos —insectos, pájaros, bestias— que no podíamos dormir. Una mañana vimos un alce.
—VOLVAMOS A CASA ANTES DE VER UN OSO —dijo Owen Meany—. ADEMAS, TENGO QUE PASAR ALGÚN TIEMPO CON HESTER.
Pero cuando salimos de Lake Francis, enfiló la camioneta rumbo norte… hacia Quebec.
—ESTAMOS MUY CERCA DE CANADÁ —dijo—. QUIERO VERLO.
En esa frontera concreta hay muy poco que ver: sólo bosques, kilómetros y kilómetros de bosques, y un delgado camino tan castigado por el invierno que tiene el color de una mina de lápiz y está moteado de montículos helados. El puesto fronterizo —la aduana— era una cabaña; la verja que cruzaba el camino era endeble y de aspecto tan inocente como la barrera de un paso a nivel ferroviario; de hecho, estaba levantada. Los funcionarios de aduana canadienses no nos prestaron la menor atención… aunque aparcamos a unos cien metros de la frontera, otra vez de cara a los Estados Unidos; bajamos la puerta trasera de la camioneta y nos sentamos allí, de cara a Canadá. Llevábamos así media hora cuando uno de los funcionarios canadienses dio unos pocos pasos en nuestra dirección y se detuvo, para dedicarse a mirarnos.
No había tráfico en ninguna de las dos direcciones y los altos abetos que se alzaban a ambos lados de la frontera no evidenciaban ningún respeto especial por los límites nacionales.
—ESTOY SEGURO DE QUE ES UN BONITO PAÍS PARA VIVIR —dijo Owen Meany y nos volvimos a Gravesend.
Le dimos una modesta fiesta de despedida en 80 Front Street; Hester y mi abuela estaban algo lacrimosas, pero el tono general de nuestra celebración fue alegre. Dan Needham —nuestro historiador— se despachó con una larga e irresoluta meditación sobre si Fort Benjamin Harrison se llamaba así en honor al padre o el nieto de William Henry Harrison; después nos ofreció una especulación igualmente irresoluta sobre el origen de «hoosier», que todos sabíamos era el mote de los nativos de Indiana… aunque nadie sabía qué más significaba «hoosier», si es que significaba algo. Luego dejamos a Owen Meany en el oscuro interior del pasadizo secreto, mientras Mr. Fish recitaba, en voz muy alta, el pasaje que Owen siempre había admirado del Julio César de Shakespeare.
—«¡Los cobardes mueren varias veces antes de expirar! ¡El valiente nunca saborea la muerte sino una vez!». —declamó Mr. Fish.
—¡LO SÉ! ¡LO SÉ! ¡ABRID LA PUERTA! —chilló Owen Meany.
—«¡De todas las maravillas que he oído, la que mayor asombro me causa es que los hombres tengan miedo!». —dijo Mr. Fish—. «¡Visto que la muerte es un fin necesario, cuando haya de venir, vendrá!».
—¡VALE! ¡VALE! NO TENGO MIEDO… PERO ESTO ESTA LLENO DE TELARAÑAS. ¡ABRID LA PUERTA! —gritó Owen.
Tal vez la oscuridad lo llevó a insistir en que Hester y yo lo siguiéramos al desván. Quiso que nos metiéramos con él en el armario de mi abuelo; pero esta vez no repetimos el juego del armadillo —no teníamos linterna— ni corrimos el riesgo de que Hester nos tironeara de la pilila. Owen sólo quería que nos quedáramos allí un momento, en la oscuridad.
—¿Por qué estamos haciendo esto? —preguntó Hester.
—¡SSSHHH! ¡FORMEMOS UN CIRCULO, COGIDOS DE LA MANO! —ordenó. Obedecimos; la mano de Hester era mucho más grande que la de mi amigo.
—¿Y ahora qué? —preguntó Hester.
—¡SSSHHH! —reiteró Owen. Aspiramos naftalina; las viejas prendas chocaban entre sí; los mecanismos de los viejos paraguas estaban tan oxidados que, pensé, jamás volverían a abrirse; las alas de los viejos sombreros estaban tan secas que se quebrarían si alguien intentaba darles forma—. NO TEMÁIS —dijo Owen Meany. Eso era todo lo que tenía que decirnos antes de marcharse a Indiana.
Pasaron varias semanas hasta que Hester y yo tuviéramos noticias suyas; supongo que lo tenían bastante atareado en Fort Benjamin Harrison. A veces yo veía a Hester de noche, por «la franja» de Hampton Beach; habitualmente la acompañaba un tipo… rara vez el mismo, y nunca nadie que mi prima se molestara en presentarme.
—¿Sabes algo de él? —le preguntaba.
—Todavía nada —decía Hester—. ¿Y tú?
Cuando tuvimos noticias suyas, las recibimos al mismo tiempo; sus primeras cartas no eran nada extraordinario; Owen parecía más aburrido que abrumado. Con toda probabilidad Hester y yo nos esforzamos en hablar sobre esas primeras cartas más de lo que Owen se había esforzado en escribirlas.
Un mayor se había encariñado con él; Owen decía que sus escritos y tareas editoriales para The Grave lo habían formado mejor que su aprendizaje en el ROTC o la Instrucción Básica para lo que aparentemente el Ejército esperaba de él. Hester y yo coincidimos en que parecía descorazonado. Dijo, sencillamente: «TODOS LOS DÍAS HAY QUE ESCRIBIR MUCHÍSIMO».
Aproximadamente dos meses después de su partida, las cartas eran más animadas. Se mostraba más optimista con lo que tenía que hacer; había oído unas cuantas cosas buenas de Fort Huachuca, Arizona. Según se decía en Fort Benjamin Harrison, Fort Huachuca era un destino privilegiado; él trabajaría en la Oficina de Ayudantía del Comando de Comunicaciones Estratégicas y le habían informado que el general de división a cargo era «flexible» en el tema de los traslados; se sabía que había ayudado a sus oficiales inferiores con las solicitudes.
Cuando inicié el curso en la escuela para graduados, en el otoño del 66, todavía buscaba apartamento en Durham… o incluso en Newmarket, entre Durham y Gravesend. Buscaba sin entusiasmo, pero a los veinticuatro años sabía que debía reconocer que lo que me había señalado Owen era cierto: ya no tenía edad para seguir viviendo con mi padrastro o mi abuela.
—¿Por qué no te vienes a vivir conmigo? —me preguntó Hester—. Tendrías tu propio dormitorio —agregó… innecesariamente.
Cuando sus dos antiguas compañeras se graduaron, Hester sólo reemplazó a una; al fin y al cabo, Owen pasaba allí mucho tiempo… y que ella sólo tuviera una compañera de piso era menos incómodo para él. Cuando esta última se fue para casarse, Hester no la reemplazó. Mi primera angustia en cuanto a compartir el apartamento con Hester se basaba en que Owen podía desaprobarlo.
—Fue idea de él —me dijo mi prima—. ¿No te escribió a ti al respecto?
La carta llegó después de que Owen se instalara en Fort Huachuca.
«SI HESTER TODAVÍA NO TIENE OTRA COMPAÑERA DE PISO, ¿POR QUÉ NO TE VAS A VIVIR CON ELLA? DE ESA FORMA, PODRÍA LLAMAROS A LOS DOS —¡A COBRO REVERTIDO!— AL MISMO NUMERO.
»¡TENDRÍAS QUE VER FORT HUACHUCA! ¡SETENTA Y TRES MIL ACRES! PASTOS DE PRADERA, ALTITUD APROXIMADA CINCO MIL PIES… TODO ES AMARILLO Y OCRE CON EXCEPCIÓN DE LAS MONTAÑAS QUE A LA DISTANCIA SON AZULES Y PURPUREAS E INCLUSO ROSAS. ¡HAY UN LAGO DE PESCA JUSTO DETRÁS DEL CLUB DE OFICIALES! AQUÍ SOMOS CASI VEINTE MIL HOMBRES, AUNQUE EL FUERTE ES TAN EXTENSO QUE NO SE NOTA… SEIS MILLAS DESDE LA ENTRADA OESTE DEL FUERTE HASTA EL AERÓDROMO, OTRA MILLA HASTA LAS BARRACAS DEL CUARTEL GENERAL, DESDE DONDE PUEDES DIRIGIRTE AL ESTE SEIS MILLAS MÁS. EMPEZARE A JUGAR AL TENIS. ¡Y SI QUIERO PUEDO TOMAR LECCIONES DE PILOTAJE DE AVIONES! ¡Y MÉXICO SOLO ESTA A VEINTE MILLAS DE DISTANCIA! LA PRADERA NO ES COMO EL DESIERTO… PERO HAY ARBOLES DE JOSUÉ Y CHUMBERAS Y CERDOS SALVAJES QUE SE LLAMAN JÁVELIN A Y COYOTES. ¿SABES QUE ES LO QUE MÁS LES GUSTA COMER A LO COYOTES? ¡GATOS DOMÉSTICOS!
»FORT HUACHUCA TIENE LA MÁS NUMEROSA POBLACIÓN CABALLAR DE TODOS LOS PUESTOS DEL EJERCITO. LOS CABALLOS Y LA ARQUITECTURA DE FINALES DE SIGLO EN LAS CASA VIEJAS, Y LAS BARRACAS DE MADERA, Y LOS CAMPOS DE DESFILE —QUE SON RESTOS DE LAS GUERRAS INDIAS— HACEN QUE TE SIENTAS EN EL PASADO. Y AUNQUE TODO ES ENORME, TAMBIÉN ES AISLADO; ESTO TAMBIÉN TE HACE SENTIR EN EL PASADO.
»CUANDO LLUEVE, HUELES LOS ARBUSTOS DE CREOSOTA. EN GENERAL EL TIEMPO ES CALIDO Y SOLEADO… NO EXCESIVAMENTE CALUROSO; NUNCA ESTUVE EN UN SITIO CON UN AIRE TAN SECO. PERO NO TE PREOCUPES: ¡NO HAY PALMERAS!».
Así fue como me mudé con Hester. En breve comprendí que la había juzgado mal al considerarla dejada. Sólo se trataba con dejadez a sí misma; mantenía bastante pulcras las habitaciones compartidas del apartamento e incluso recogía mi ropa y mis libros… cuando los dejaba en la cocina y en la sala. Ni siquiera las cucarachas de la cocina podían atribuirse a la suciedad de Hester. Aunque parecía conocer a un montón de tipos, ni uno solo pasó una noche con ella en el apartamento. A menudo regresaba bastante tarde, pero siempre regresaba. Nunca le pregunté si le era «fiel» a Owen Meany; prefería concederle el beneficio de la duda… además: ¿quién podía saber qué estaba haciendo Owen?
Por sus cartas, supimos que «mecanografiaba» muchísimo; jugaba al tenis, lo que Hester y yo consideramos inverosímil… y había tomado un par de lecciones de pilotaje, lo que consideramos increíble. Se quejaba de que su habitación en la Residencia de Oficiales Solteros —una habitación tipo residencia estudiantil, con baño privado— era sofocante. Pero durante un tiempo, no se quejó de nada más.
Confesó que estaba «HACIÉNDOLE LA PELOTA AL COMANDANTE», el general de división LaHoad. «LO LLAMAMOS LATOAD»,[6] escribió Owen, «PERO ES UN BUEN TIPO. PODRÍAN OCURRIRME COSAS PEORES QUE TERMINAR SIENDO SU AYUDANTE DE CAMPO… ESPERO HACER CARAMBOLA. DISCULPA LA EXPRESIÓN: HE ESTADO JUGANDO AL BILLAR EN LA SALA DE DÍA DE LA COMPAÑÍA.
»TÍPICO DEL EJERCITO: CUANDO LLEGO Y ME PRESENTO AL COMANDO DE COMUNICACIONES ESTRATÉGICAS, ME DICEN QUE SE HA DESLIZADO UN ERROR; ME NECESITAN EN LA SECCIÓN DE PERSONAL, DENOMINADA EN EL PUESTO “ACCIÓN DEL PERSONAL Y LA COMUNIDAD”. FIRMO LOS PAPELES DE PERMISO, ASISTO A LA JUNTA DE OFICIALES COMANDANTES Y A LA DE SUBOFICIALES… HE SIDO “ARCHIVERO” EN ESTA ULTIMA. DE LO QUE HAGO, LO QUE MÁS MIEDO DA ES JUGAR A VIGILANTE NOCTURNO: VOY CON UNA LINTERNA Y UNA RADIO DE LA POLICÍA MILITAR. SE TARDA DOS HORAS EN COMPROBAR TODAS LAS CERRADURAS DEL FUERTE QUE SUPONES PUEDEN SER FORZADAS CON GANZÚA: LAS TIENDAS Y LOS CLUBS Y LOS ALMACENES Y LA SALA DE MAQUINAS Y EL ECONOMATO Y EL DEPOSITO DE MUNICIONES. ENTRETANTO, CONOZCO DE MEMORIA LOS PROCEDIMIENTOS DEL CUADERNO DEL OFICIAL DE GUARDIA DE ESTADO MAYOR: “ANTE LA ADVERTENCIA DE UN ATAQUE NUCLEAR DEBE NOTIFICAR…” Y ASÍ SUCESIVAMENTE.
»CON SUERTE, EL GENERAL DE DIVISIÓN LAHOAD ME ELEGIRÁ COMO CAMARERO DE SUS FIESTAS… EN LA ULTIMA, SERVÍ BEBIDAS AL BOMBONCITO DE SU MUJER TODA LA NOCHE; NO LOGRE HARTARLA, PERO LE GUSTO LA ATENCIÓN RECIBIDA. OPINA QUE SOY “MONO”: YA CONOCES A ESE TIPO DE MUJER. IMAGINO QUE SI FUERA AYUDANTE DE CAMPO DE LATOAD —SI LO LOGRARA—, ÉL VERÍA CON BUENOS OJOS MI SOLICITUD DE TRASLADO. PIENSA EN EL GOLPE QUE SIGNIFICARÍA PARA LA SECCIÓN DE PERSONAL. ¡CUANTO ME ECHARÍAN DE MENOS! HOY HE FIRMADO EL LICENCIAMIENTO DE UN CAPELLÁN Y AYUDADO A UNA MADRE HISTERICA A LOCALIZAR A SU HIJO EN EL CUERPO DE TRANSMISIONES… APARENTEMENTE ESTE CHICO TAN MALO NO HABÍA ESCRITO A SU CASA.
»HABLANDO DE CASA, TENDRÉ DIEZ DÍAS DE PERMISO PARA NAVIDAD».
Hester y yo ansiábamos verlo. Aquel octubre, el presidente Johnson visitó a las tropas estadounidenses en Vietnam; pero no oímos una sola palabra más de Owen Meany… concerniente al progreso o el éxito que había logrado en sus esfuerzos por conseguir nuevo destino. Todo lo que dijo fue: «EL GENERAL DE DIVISIÓN LAHOAD ES LA CLAVE. DE MOMENTO LE SOBO EL LOMO… YA CONOCES EL RESTO».
Sólo en diciembre mencionó que había enviado otro Formulario de Acción Personal a Washington, solicitando el traslado a Vietnam; dichos formularios, por muchas veces que los presentara, debían atravesar toda su cadena de mando, incluyendo al general de división LaHoad. En diciembre, éste lo puso a trabajar como oficial asistente de bajas en la Sección de Personal. Aparentemente, Owen había causado una impresión favorable en una afligida familia de Arizona que tenía relaciones en el Pentágono; a través de la cadena de mando, el general de división recibió una carta de recomendación especial. La Sección Bajas del puesto tenía motivos de orgullo: el subteniente Paul O. Meany, Jr. había significado un gran consuelo para los padres de un subteniente de infantería muerto en Vietnam. Owen había estado especialmente conmovedor cuando leyó la mención que condecoraba con la Estrella de Plata a su pariente más cercano. El general de división LaHoad felicitó personalmente a Owen.
En Fort Huachuca, la Sección Bajas estaba compuesta por el subteniente Paul O. Meany, Jr. y un treintañero sargento de Estado Mayor, «UN PROFESIONAL DESCONTENTO», según Owen; pero la mujer del sargento, que era italiana, hacía una pasta casera «EXQUISITA COMPARADA CON LA DE HESTER, LOGRANDO QUE DE VEZ EN CUANDO VALIERA LA PENA ESCUCHAR AL SARGENTO». En la Sección Bajas, el subteniente y el sargento eran asistidos por «UN SPEC5 DE VEINTITRÉS AÑOS Y UN SPEC4 DE VEINTIDÓS».
—¡Por lo que a mí respecta… podría estar hablando de insectos! —comentó Hester—. ¿Qué mierda es un «Spec Cuatro» y un «Spec Cinco»… y cómo se le ocurre pensar que sabemos de qué está hablando?
Le escribí a Owen. «¿Qué hace exactamente un oficial asistente de bajas?», le pregunté.
Owen dijo que en las paredes de la Sección Bajas de Fort Huachuca había mapas de Arizona y de Vietnam… y una lista de hombres de Arizona que eran prisioneros de guerra o habían desaparecido en acción, junto al nombre de su pariente más cercano. Cuando llegaba de Vietnam el cadáver de un hombre de Arizona, ibas a California para escoltar el cadáver hasta su casa; el cuerpo, explicó Owen, tenía que ser escoltado por un hombre del mismo grado o más elevado; o sea que el cadáver de un soldado raso podía ser trasladado a su casa por un sargento, y un subteniente escoltaría el cadáver de otro subteniente o (digamos) de un suboficial.
—¡Hester! —exclamé—. ¡Está entregando cadáveres! Él es quien acompaña a las bajas a su casa.
—Acorde con su especialidad —fue el comentario de Hester—. Al menos está familiarizado con el tema.
Mi «especialidad», parecía, era la lectura; mis ambiciones no iban más allá de mi elección del material de lectura. Me encantaba estudiar en la escuela para graduados; también me encantó mi primer puesto en la enseñanza… aunque sentía que era muy poco atrevido. La sola idea de acompañar cadáveres y entregárselos al pariente más cercano me ponía la piel de gallina.
En su diario, Owen escribió: «LA OFICINA DE LA SECCIÓN BAJAS ESTA EN LA ZONA DEL PUESTO QUE SE CONSTRUYO INMEDIATAMENTE DESPUÉS DE LA EXPEDICIÓN DE BLACK JACK PERSHING CONTRA PANCHO VILLA. NUESTRO EDIFICIO ES VIEJO Y ESTUCADO Y LA PINTURA VERDE MENTA DEL TECHO SE ESTA DESCONCHANDO. EN LA PARED TENEMOS UN POSTER EN EL QUE SE VEN TODAS LAS MEDALLAS QUE OFRECE EL EJERCITO. CON UN LÁPIZ GRASO, SOBRE DOS GRÁFICOS CUBIERTOS DE PLÁSTICO, ESCRIBIMOS LOS NOMBRES DE LAS BAJAS DE LA SEMANA, JUNTO CON LOS DE LOS PRISIONEROS DE GUERRA DE ARIZONA. EL EJERCITO ME DA EL TITULO DE “OFICIAL ASISTENTE DE BAJAS”; LO QUE SOY ES UN ESCOLTA DE CADÁVERES».
—¡Caray! ¡Cuéntamelo todo! —le dije… cuando volvió con permiso para Navidad.
—¿TE GUSTA SER ESTUDIANTE EN LA ESCUELA PARA GRADUADOS? —me preguntó—. ¿QUÉ TAL ES COMO COMPAÑERO DE PISO? —le preguntó a Hester.
Estaba moreno y parecía en forma; tal vez fuera por el tenis. Su uniforme sólo tenía una medalla.
—¡SE LA DAN A TODO EL MUNDO! —dijo. En la manga izquierda llevaba un parche que indicaba su grado, y en cada charretera un galón de latón que significaba que era subteniente; en cada uno de los cuellos lucía la insignia de latón de los Estados Unidos y el escudo plateado con rayas rojas y azules de su sección, el Cuerpo de Ayudantía General. La etiqueta en la que se leía MEANY era la única quincallería restante de su uniforme; no había insignias sobre su puntería ni nada más—. NINGÚN PARCHE DE ULTRAMAR… NO HAY MUCHO QUE VER —concluyó tímidamente; Hester y yo no podíamos quitarle los ojos de encima.
—¿De verdad van en bolsas de plástico… los cadáveres? —le preguntó Hester.
—¿Tienes que verificar el contenido de las bolsas? —le pregunté.
—¿Algunas veces sólo hay fragmentos de una cabeza, dedos sueltos de las manos y de los pies? —le preguntó Hester.
—Supongo que esto puede cambiar tus sentimientos… respecto a ir allá —le dije.
—¿Los padres enloquecen? —le preguntó Hester—. Y las mujeres… ¿tienes que hablar con las esposas?
Owen parecía tan compuesto… que nos hizo sentir como colegiales; y lo éramos, por supuesto.
—ES UNA FORMA DE IR A CALIFORNIA —dijo Owen Meany, imperturbable—. VUELO A TUCSON. VUELO A OAKLAND… EN LA BASE DEL EJERCITO EN OAKLAND ES DONDE TE DAN LAS INSTRUCCIONES DEL CADÁVER.
—¿Qué cuernos son «instrucciones del cadáver»? —preguntó Hester, pero Owen no le hizo caso.
—A VECES VUELVO EN AVIÓN DESDE SAN FRANCISCO —prosiguió—. EN CUALQUIER CASO, VOY A VERIFICAR EL CONTENEDOR EN LA ZONA DE EQUIPAJES… UNAS DOS HORAS ANTES DE DESPEGAR.
—¿Revisas las bolsas de plástico? —le pregunté.
—ES UN CONTENEDOR DE CONTRACHAPADO. NO UNA BOLSA. EL CUERPO ESTA EMBALSAMADO. EN UN ATAÚD. EN CALIFORNIA, SOLO INSPECCIONO EL CONTENEDOR DE CONTRACHAPADO.
—¿Para qué? —pregunté.
—PARA COMPROBAR QUE NO GOTEE —dijo. Hester parecía a punto de vomitar—. Y HAY INFORMACIÓN GRAPADA AL CONTENEDOR… YO ME LIMITO A COMPARARLA CON LA HOJA MEA.
—MEA, ¿qué es eso? —le pregunté.
—MUERTO EN ACCIÓN —contestó.
—Sí, claro —dije.
—EN ARIZONA, EN LA FUNERARIA… ES DONDE EXAMINO EL CADÁVER.
—No quiero oír una sola palabra más —dijo Hester.
—VALE —dijo Owen y se encogió de hombros.
Cuando nos separamos de Hester —fuimos al gimnasio de Gravesend Academy a practicar el tiro, por supuesto—, seguí preguntándole por los cadáveres.
—NORMALMENTE, DISCUTES CON EL EMPRESARIO DE POMPAS FÚNEBRES SI EL CADÁVER ES O NO APTO PARA SER VISTO… SI LA FAMILIA DEBE VERLO O NO —me explicó—. A VECES LA FAMILIA QUIERE ESTAR CERCA DE TI… SIENTEN QUE ERES UNO DE ELLOS. EN OTROS CASOS, TIENES LA SENSACIÓN DE QUE DEBES MANTENERTE APARTADO… HAY QUE IMPROVISAR SOBRE LA MARCHA. TAMBIÉN DEBO PLEGAR LA BANDERA… SE LA ENTREGAS A LA MADRE, NORMALMENTE; O A LA MUJER, SI ERA CASADO. ENTONCES PRONUNCIAS TU BREVE DISCURSO.
—¿Qué dices? —le pregunté.
Owen botaba la pelota y movía la cabeza casi imperceptiblemente al ritmo de los botes del balón, con los ojos siempre fijos en el aro de la canasta.
—«TENGO EL PRIVILEGIO DE ENTREGARLE LA BANDERA DE NUESTRO PAÍS EN AGRADECIDO APRECIO POR LOS SERVICIOS PRESTADOS A ESTA NACIÓN POR SU HIJO»; NATURALMENTE, SI LE ENTREGAS LA BANDERA A LA ESPOSA, DICES «POR SU MARIDO» —agregó.
—Naturalmente —dije; me pasó el balón.
—¿LISTO? —preguntó. Ya avanzaba hacia mí, ya cronometraba el salto y, mentalmente, veía el mate… cuando le devolví el balón.
Fueron días y noches que pasaron volando; tratamos de recordar qué portavoz del gobierno había dicho que la Operation Rolling Thunder estaba «rodeando Hanoi». Eso era lo que había llevado a Owen a decir: CREO QUE HANOI SABRÁ ARREGLÁRSELAS.
Según el Departamento de Estado —según Dean Rusk— estábamos «ganando una guerra de desgaste». Eso fue lo que llevó a Owen a decir: ESA NO ES UNA GUERRA QUE ESTEMOS GANANDO.
Había modificado algunos conceptos anteriores sobre nuestra política en Vietnam. Algunos veteranos de la guerra, a quienes había conocido en Fort Huachuca, lo habían convencido de que el mariscal Ky en otros tiempos había sido popular, pero ahora el Vietcong se estaba ganando el apoyo de los campesinos sudvietnamitas… porque nuestras tropas se habían retirado de las áreas pobladas y perdían el tiempo persiguiendo a los norvietnamitas a través de las junglas y montañas. Owen quería saber por qué nuestras tropas no volvían a las zonas pobladas a esperar que los norvietnamitas y el Vietcong llegaran a ellas. Si estábamos «protegiendo» a Vietnam del Sur, ¿por qué no nos quedábamos con el pueblo y lo protegíamos?
Por otro lado, todo era confuso, porque muchos veteranos que Owen había conocido opinaban que debíamos combatir más «acérrimamente», que debíamos bombardear más aún Vietnam del Norte, minar los puertos y hacer un aterrizaje anfibio al norte de la zona de desmilitarización para cortar las líneas de aprovisionamiento del ejército norvietnamita: en síntesis, luchar para ganar. No había forma de saber realmente qué debíamos hacer si uno no iba a verlo con sus propios ojos, decía Owen, pero él consideraba que tratar de ganar una guerra convencional contra Vietnam del Norte era una estupidez. Debíamos quedamos en Vietnam del Sur y proteger a los sudvietnamitas de la agresión norvietnamita y del Vietcong… hasta el momento en que Vietnam del Sur desarrollara un ejército y, más importante todavía, un gobierno fuerte y lo bastante popular para lograr que Vietnam del Sur fuera capaz de protegerse por su cuenta.
—Entonces los sudvietnamitas serán capaces de atacar por sí solos a Vietnam de Norte… ¿es eso lo que quieres decir? —le preguntó Hester—. Evidencias tanta sensatez como LBJ —dijo. Hester nunca quiso decir «el presidente Johnson».
Con respecto al presidente Johnson, Owen dijo:
—JAMAS HA HABIDO UN PRESIDENTE PEOR… NO PODRÍA HABERLO, A MENOS QUE ELIGIERAN A MCNAMARA.
Hester habló del «Movimiento por la Paz».
—¿QUÉ «MOVIMIENTO POR LA PAZ»? ¿O TE REFIERES AL MOVIMIENTO POR NO TE DEJES RECLUTAR? ESE ES EL ÚNICO «MOVIMIENTO» QUE VEO POR AQUÍ —dijo Owen Meany.
Hablábamos como la guerra propiamente dicha: no íbamos a ningún sitio. Me fui del apartamento, para que pudieran pasar unas noches a solas… no sé si alguno de los dos supo apreciarlo. Yo pasé algunas veladas preciosas con Dan y mi abuela.
Había convencido a mi abuela de que cogiera el tren a Sawyer Depot, conmigo, para las navidades; con anterioridad, ella había decidido que nunca volvería a viajar en tren. Acordamos que Dan cogiera el tren de Nochebuena en Gravesend, después de la última función de Canción de Navidad. Tía Martha y tío Alfred habían persuadido a Hester de que llevara a Owen a Sawyer Depot para Navidad… tanto había logrado impresionarlos él. Hester seguía amenazando con desdecirse de tan desmesurados planes; creo que sólo por Owen accedió a volver a su casa… especialmente para Navidad.
De pronto, todos los planes se desbarataron. Nadie había notado cuán gravemente se estaba deteriorando el servicio ferroviario; resultó que no era posible coger un tren desde Gravesend hasta Sawyer Depot… y en Nochebuena, le dijo a Dan el jefe de estación, era imposible ir en tren a ningún sitio. De manera que una vez más volvimos a nuestro aislamiento navideño. El día de Nochebuena, mientras practicábamos el tiro en el gimnasio de Gravesend Academy, Owen me dijo que pasaría una Navidad tranquila con sus padres, sencillamente. Yo estaría con Abuela y con Dan. Según Owen, Hester —sin pensarlo dos veces— había aceptado una invitación a UN LUGAR SOLEADO.
—TENDRÍAS QUE PENSAR EN UNIRTE AL «MOVIMIENTO POR LA PAZ», VIEJO —me dijo. Supongo que lo de VIEJO se le había pegado en Fort Huachuca— TAL COMO YO LO VEO, ES UNA BUENA FORMA DE LLEGAR A JODER. TE HACES EL DISTRAÍDO, MOSTRARSE AIRADO TAMBIÉN AYUDA, E INSISTES EN QUE ESTÁS «CONTRA LA GUERRA». POR SUPUESTO, YO NO CONOZCO A NADIE QUE ESTE A FAVOR… PERO TU INSISTE EN QUE ESTÁS «CONTRA LA GUERRA» Y PON CARA DE QUE TODO TE PRODUCE UNA GRAN ANGUSTIA PERSONAL. Y CASI SIN QUE TE DES CUENTA, TE ENCONTRARAS JODIENDO… NO TE QUEPA LA MENOR DUDA.
Seguimos practicando el tiro. Todavía me quedo sin aliento al recordar lo bien que lo hacíamos. Quiero decir que zas, Owen me pasaba la pelota. «¿LISTO?», preguntaba, y zas, se la pasaba yo y me preparaba para alzarlo. Era automático: casi en cuanto le pasaba el balón, lo tenía en mis brazos, remontándose. Ya no se molestaba en gritar «TIEMPO». Ya no nos molestábamos en cronometrarnos; estábamos evidentemente por debajo de los tres segundos —no teníamos la menor duda sobre eso— y creo que a veces éramos más rápidos aún.
—¿Cuántos cadáveres hay por semana? —le pregunté.
—¿EN ARIZONA? YO DIRÍA QUE EL PROMEDIO ES DE DOS… COMO MÁXIMO TRES BAJAS SEMANALES. ALGUNAS SEMANAS NO HAY NINGUNA, O SOLO UNA. CALCULO QUE SOLO LA MITAD DE NUESTRAS BAJAS TIENEN ALGO QUE VER CON VIETNAM… HAY MONTONES DE ACCIDENTES DE COCHE, YA SABES, Y ALGUNOS SUICIDIOS.
—¿Qué porcentaje de cadáveres no es… cómo dijiste… «apto para ser visto»? —le pregunté.
—OLVIDATE DE LOS CADÁVERES. NO SON TU PROBLEMA… TU PROBLEMA ES QUE SE TE ESTA ACABANDO EL TIEMPO. ¿QUÉ HARAS CUANDO SE ACABE TU PRORROGA POR ESTUDIOS? ¿TIENES ALGÚN PLAN? ¿SABES SIQUIERA LO QUE QUIERES HACER… SIEMPRE QUE HAYA UNA FORMA DE HACERLO? NO CREO QUE TE HAGA FELIZ EL EJERCITO. SE QUE NO QUIERES IR A VIETNAM. PERO TAMPOCO TE VEO EN EL CUERPO DE PAZ. ¿ESTÁS DISPUESTO A IR A? A MÍ NO ME LO PARECE. NI SIQUIERA TIENES PINTA DE CONTESTATARIO. CON TODA PROBABILIDAD ERES LA ÚNICA PERSONA QUE CONOZCO QUE PODRÍA UNIRSE A LO QUE HESTER LLAMA «MOVIMIENTO POR LA PAZ» Y LOGRAR QUE NO TE FOLLEN. NO TE VEO FRECUENTANDO A ESOS IMBÉCILES… NO TE VEO FRECUENTANDO A NADIE. LO QUE TE ESTOY DICIENDO ES QUE SI QUIERES HACER LAS COSAS A TU MANERA, TENDRÁS QUE TOMAR UNA DECISIÓN… TENDRÁS QUE ENCONTRAR UN POCO DE CORAJE.
—Quiero seguir siendo estudiante —le dije—. Quiero ser maestro. Sólo soy un lector.
—NO LO DIGAS COMO SI TE AVERGONZARA —dijo Owen Meany— LEER ES UN DON.
—Lo aprendí de ti.
—NO IMPORTA DONDE LO APRENDISTE… ES UN DON. SI TE INTERESA ALGO, TIENES QUE PROTEGERLO… SI ERES LO BASTANTE AFORTUNADO PARA DESCUBRIR UNA FORMA DE VIDA QUE TE GUSTE, DEBES ENCONTRAR EL CORAJE DE VIVIRLA.
—¿Para qué necesito yo coraje? —le pregunté.
—LO NECESITARAS. CUANDO TE NOTIFIQUEN QUE DEBES PRESENTARTE PARA EL EXAMEN FÍSICO DE PREINCORPORACIÓN, NECESITARAS ALGÚN CORAJE. DESPUÉS DEL EXAMEN, CUANDO TE CONSIDEREN «PLENAMENTE APTO PARA LA INCORPORACIÓN», SERA TARDE PARA TOMAR UNA DECISIÓN. EN CUANTO TE TENGAN CLASIFICADO COMO UNO-A, NO TE SERVIRÁ DE NADA UN POCO DE CORAJE. SERA MEJOR QUE LO PIENSES AHORA, VIEJO —dijo Owen Meany.
Se presentó en Fort Huachuca antes de Nochevieja; Hester seguía afuera, donde fuese, y yo pasé solo la Nochevieja… Abuela dijo que era demasiado vieja para quedarse levantada a recibir el nuevo año. No bebí demasiado, pero bebí un poco. Los perjuicios que causaba Hester al rosedal habían alcanzado la estatura de una tradición, sin duda; su ausencia y la de Owen me parecieron amenazadoras.
Había más de 385 000 soldados estadounidenses en Vietnam, y casi 7000 habían muerto allá; me pareció correcto beber algo por ellos.
Cuando Hester volvió de UN LUGAR SOLEADO, me abstuve de comentarle que no estaba morena. Hubo más protestas, más manifestaciones, nunca me pidió que la acompañara. Sin embargo, no permitía a ninguno de sus amigos pasar la noche con ella en nuestro apartamento; cuando hablábamos de Owen, hablábamos de lo mucho que lo queríamos.
—Entre lo mucho que lo quieres y lo que piensas de mí, sea lo que fuere, a veces me pregunto si alguna vez joderás —me dijo Hester.
—Siempre estoy a tiempo de unirme al «Movimiento por la Paz» —repliqué—. Ya sabes, podría poner cara de distraído, mostrarse airado también ayuda, y podría insistir en que estoy «contra la guerra». La angustia personal… es la clave. Podría transmitir mucha angustia personal respecto de mi ira «contra la guerra» y casi sin darme cuenta, alguien me follaría —Hester ni siquiera esbozó una sonrisa.
—Ya he oído ese rollo —dijo.
Escribí a Owen contándole que había escogido a Thomas Hardy como tema de mi tesis para el doctorado; no creo que se sorprendiera. También le dije que había reflexionado en su consejo: reuniría el coraje necesario para tomar una decisión cuando me viera enfrentado a la pérdida de mi prórroga de estudios. Estaba tratando de resolver qué clase de decisión tomaría… no lograba imaginar ninguna solución muy satisfactoria, y me desconcertaba pensar en la clase de CORAJE que él suponía necesario. Salvo ir a Vietnam, no me parecía que ninguna de las decisiones a mi disposición exigiera mucho coraje.
«Siempre me dices que no tengo fe», escribí a Owen Meany. «Bien… ¿no te das cuenta de que es por eso, en parte, por lo que soy tan indeciso? Siempre espero a ver lo que ocurrirá, porque no creo que importe nada de lo que pueda decidir yo. Sé que conoces el poema “El destino”, de Hardy. ¿Lo recuerdas…? “¿Cómo es que el goce termina asesinado, / Y por qué desluce las mejores esperanzas? / El mero azar vela el sol y la lluvia, / Y el hado Tiempo a modo de alegría emite un quejido… / Estos ciegos amos del destino derraman idéntico / Dolor sobre las dichas de mi peregrinaje.” Sé que sabes lo que significa: tú crees en Dios pero yo creo en el “mero azar”, en la casualidad, en la suerte. Eso es lo que quiero decir. ¿Comprendes? ¿De qué sirve tomar cualquier decisión? ¿De qué sirve el coraje… cuando anda suelto lo que vendrá?».
Owen Meany me contestó: «NO SEAS TAN CÍNICO… NO TODO “ANDA SUELTO”. ¿TU CREES QUE CUALQUIER COSA QUE DECIDAS HACER NO IMPORTA? PERMITE QUE TE HABLE DE LOS CADÁVERES. DIGAMOS QUE TIENES SUERTE… DIGAMOS QUE NO VAS A VIETNAM, DIGAMOS QUE NUNCA TIENES UN TRABAJO PEOR QUE EL MIO. HAS DE EXPLICARLES COMO SE CARGA EL CADÁVER EN EL AVIÓN, Y COMO SE DESCARGA… TIENES QUE CERCIORARTE DE QUE MANTENGAN LA CABEZA MÁS ELEVADA QUE LOS PIES. ES BASTANTE REPUGNANTE SI SE ESCAPA ALGÚN FLUIDO A TRAVÉS DE LOS ORIFICIOS… SI HAY ORIFICIOS.
»TAMBIÉN TRATAS CON EL ENCARGADO DE POMPAS FÚNEBRES LOCAL. PROBABLEMENTE NO CONOCIÓ AL DIFUNTO. AUN SUPONIENDO QUE EL CUERPO ESTE ENTERO —AUN SUPONIENDO QUE NO ESTE QUEMADO, Y QUE TENGA LA NARIZ ENTERA, Y ASÍ SUCESIVAMENTE—, NINGUNO DE LOS DOS SABE QUE ASPECTO TENÍA EL HOMBRE. LAS SECCIONES FUNERARIAS DE LOS PUESTOS DE MANDO EN VIETNAM NO SON CELEBRES POR LA ATENCIÓN QUE PRESTAN A LA VEROSIMILITUD. ¿CREERÁ SIQUIERA ESA FAMILIA QUE ES Él? PERO SI LE DICES A LA FAMILIA QUE EL CADÁVER NO ES “APTO PARA SER VISTO”, PARA ELLOS SERA MUCHO PEOR… IMAGINAR QUE COSA HORRIBLE REPOSA BAJO LA TAPA DEL ATAÚD. SI DICES “NO, NO DEBÉIS VER EL CUERPO”, SIENTES QUE DEBERÍAS AGREGAR: “EN REALIDAD NO ESTA TAN MAL”. Y SI LOS DEJAS MIRAR, PREFERIRÍAS NO ESTAR ALLÍ. DE MANERA QUE LA DECISIÓN ES DURA. TU TAMBIÉN TIENES QUE TOMAR UNA DECISIÓN DURA… PERO NO ES TAN DURA, Y SERA MEJOR QUE LA TOMES CUANTO ANTES».
En la primavera de 1967, cuando recibí de la junta de reclutamiento de Gravesend la notificación de que debía presentarme al examen físico de preincorporación todavía no estaba seguro de lo que quería decir Owen Meany.
—Mejor que lo llames —me dijo Hester; habíamos leído y seguíamos leyendo la notificación—. Mejor que averigües lo que quiere decir… deprisa.
—NO TENGAS MIEDO —me dijo—. NO TE PRESENTES AL EXAMEN FÍSICO. NO HAGAS NADA. TIENES UN POCO DE TIEMPO. ME DARÁN UN PERMISO. ESTARÉ ALLÍ EN CUANTO PUEDA. LO ÚNICO QUE TIENES QUE SABER ES QUE QUIERES. ¿QUIERES IR A VIETNAM?
—No.
—¿QUIERES PASAR EL RESTO DE TUS DÍAS EN CANADÁ… PENSANDO EN LO QUE TE HIZO TU PAÍS? —me preguntó.
—Si lo pones así… no —le contesté.
—BIEN. LLEGARE PRONTO… NO TENGAS MIEDO. ESTO SOLO REQUIERE UN POCO DE CORAJE —dijo Owen Meany.
—¿Qué es lo que «sólo requiere un poco de coraje»? —me preguntó Hester.
Un domingo de mayo, Owen me llamó desde la tienda de monumentos; unos aviones estadounidenses acababan de bombardear una central eléctrica en Hanoi y Hester había vuelto de un multitudinario mitin antibélico en Nueva York.
—¿Qué haces en el taller? —le pregunté; respondió que había estado ayudando a su padre, que llevaba retraso con unos cuantos pedidos importantes. ¿Por qué no iba a verlo allí?—. ¿Por qué no nos encontramos en un lugar más acogedor… para tomar una cerveza? —sugerí.
—AQUÍ TENGO CERVEZA DE SOBRA —dijo.
Fue extraño reunirme con él un domingo en la tienda de monumentos. Estaba solo en ese espantoso taller. Llevaba un delantal sorprendentemente limpio… y las gafas protectoras, sueltas, alrededor del cuello. Sentí un olor raro en la tienda… él ya había abierto una cerveza y estaba bebiendo; tal vez el olor raro era ése.
—NO TENGAS MIEDO —dijo Owen.
—No tengo miedo, pero no sé qué hacer —respondí.
—LO SE, LO SE —dijo y me apoyó una mano en el hombro.
Había algo diferente en la muela adiamantada.
—¿Esa sierra es nueva? —le pregunté.
—SOLO LA HOJA ES NUEVA. SOLO LA MUELA ADIAMANTADA PROPIAMENTE DICHA.
Nunca la había visto tan brillante; los segmentos de diamante centelleaban.
—NO SOLO ES NUEVA… LA HERVÍ —dijo— Y DESPUÉS LA LIMPIE CON ALCOHOL —ése es el olor raro, pensé: alcohol. El bloque de madera de la mesa de aserrar parecía nuevo… el bloque de corte, lo llamábamos; no tenía una sola muesca—. TAMBIÉN EMPAPE LA MADERA EN ALCOHOL DESPUÉS DE HERVIRLA.
Siempre he sido bastante lento: ¡soy el lector perfecto! Sólo cuando penetró en mis narices un soplo hospitalario en la tienda de monumentos, comprendí qué quería decir Owen con SOLO UN POCO DE CORAJE. Detrás de la muela adiamantada había un banco de trabajo para las herramientas de inscripciones y rebordes; sobre este banco Owen había dispuesto las vendas esterilizadas y los elementos para un torniquete.
—NATURALMENTE, A TI TE CORRESPONDE DECIDIR —dijo.
—Naturalmente —dije.
—EL REGLAMENTO MILITAR EN CUESTIÓN ESTABLECE QUE UNA PERSONA NO SERA FÍSICAMENTE APTA PARA EL SERVICIO EN CASO DE AUSENCIA DE LA PRIMERA ARTICULACIÓN DE CUALQUIER PULGAR O LA AUSENCIA DE LAS DOS PRIMERAS ARTICULACIONES DEL INDICE, EL DEDO DEL MEDIO O EL ANULAR. SE QUE DOS ARTICULACIONES SERA DURO, PERO SUPONGO QUE NO QUERRÁS PERDER UN PULGAR.
—No, no quiero.
—TU SABES QUE PARA MI EL DEL MEDIO O EL ANULAR SERA UN POCO MÁS DIFÍCIL: DEBERÍA DECIR QUE PARA LA MUELA ADIAMANTADA ES MÁS DIFÍCIL SER TAN PRECISA COMO ME GUSTARÍA… EN EL CASO DEL DEDO DEL MEDIO O DEL ANULAR. QUIERO PROMETERTE QUE NO HABRÁ NINGÚN ERROR. ME RESULTA MÁS FÁCIL PROMETÉRTELO EN EL CASO DEL INDICE.
—Te comprendo.
—EL REGLAMENTO MILITAR NO ESTABLECE NINGUNA DIFERENCIA SI ERES DIESTRO O ZURDO… PERO TU ERES DIESTRO, ¿NO?
—Sí.
—ENTONCES CREO QUE TENDRÁ QUE SER EL DEDO INDICE DE LA MANO DERECHA… PARA ESTAR SEGUROS. QUIERO DECIR QUE, OFICIALMENTE, ESTAMOS HABLANDO DEL DEDO QUE APRETARÍA EL GATILLO.
Me quedé helado. Se acercó a la mesa de debajo de la muela adiamantada y me demostró cómo tenía que poner la mano en el bloque… pero no tocó la madera; de haberla tocado, habría anulado su opinión de que estaba esterilizada. Cerró el puño, sujetando los otros dedos bajo el pulgar y extendió el índice, de canto.
—ASÍ —dijo—. LO QUE TIENES QUE MANTENER APARTADO DE MI CAMINO ES EL NUDILLO DEL DEDO DEL MEDIO —yo no podía hablar, ni moverme, y Owen Meany me observó—. SERA MEJOR QUE TE TOMES OTRA CERVEZA. PUEDES SER LECTOR CON TODOS LOS DEMÁS DEDOS… PUEDES PASAR LAS PAGINAS CON CUALQUIER DEDO VIEJO —notó que me faltaba valor—. ES COMO CUALQUIER OTRA COSA… COMO BUSCAR A TU PADRE. SE NECESITAN AGALLAS. Y FE —agregó—. LA FE AYUDARÍA, PERO EN TU CASO DEBERÁS CONCENTRARTE EN LAS AGALLAS. HE ESTADO PENSANDO EN TU PADRE… ¿RECUERDAS LA LLAMADA CONEXIÓN LUJURIA? FUERA QUIEN FUESE, TU PADRE DEBIÓ DE TENER EL MISMO PROBLEMA… ES ALGO QUE NO TE GUSTA EN TI MISMO. BIEN, TE ESTOY DICIENDO QUE FUERA QUIEN FUESE, PROBABLEMENTE TENÍA MIEDO. ESO ES ALGO QUE TAMPOCO TE GUSTA EN TI MISMO. FUERA QUIEN FUESE TU MADRE, APUESTO A QUE NUNCA TUVO MIEDO —dijo Owen Meany. Yo no sólo no podía hablar ni moverme: no podía tragar saliva—. ¡SI NO VAS A TOMAR OTRA CERVEZA, AL MENOS TERMINA ESA!
La terminé. Owen señaló la pila.
—LAVATE LA MANO… FRÓTALA A FONDO Y LUEGO FRICCIÓNALA CON ALCOHOL.
Seguí sus instrucciones.
—NO TE PASARA NADA. TE LLEVARE AL HOSPITAL EN CINCO MINUTOS… EN MENOS DE DIEZ. ¿CUÁL ES TU GRUPO SANGUÍNEO? —me preguntó; meneé la cabeza… no conocía mi grupo sanguíneo… Owen soltó una carcajada—. YO SE CUAL ES… ¡TU NUNCA RECUERDAS NADA! TIENES EL MISMO QUE YO. SI NECESITAS SANGRE, TE DARÉ DE LA MIA —yo no podía apartarme de la pila—. HAY ALGO QUE NO QUERÍA DECIRTE PARA NO PREOCUPARTE, PERO TE LO DIRÉ: TÚ ESTÁS EN EL SUEÑO. NO ENTIENDO COMO PODRÍAS ESTAR, PERO ASÍ ES… SIEMPRE QUE LO SUEÑO.
—¿En TU sueño? —le pregunté.
—SE QUE TU PIENSAS QUE «SOLO ES UN SUEÑO», LO SE, LO SE… PERO ME FASTIDIA QUE ESTES ALLÍ. ME IMAGINO QUE SI NO VAS A VIETNAM, NO PUEDES ESTAR EN ESE SUEÑO.
—Estás loco como una cabra, Owen —le dije; se encogió de hombros… y me sonrió.
—A TI TE CORRESPONDE DECIDIR.
Me aparté de la pila y me encaminé a la mesa; la muela adiamantada brillaba tanto que no pude mirarla. Coloqué el dedo en el bloque de madera. Owen puso en marcha la sierra.
—NO MIRES LA HOJA Y NO TE MIRES EL DEDO —me dijo—. MIRAME A MÍ —cerré los ojos cuando se acomodó las gafas protectoras—. NO CIERRES LOS OJOS… PODRÍAS MAREARTE. SIGUE MIRÁNDOME A MI. DE LO ÚNICO QUE DEBES TENER MIEDO ES DE MOVERTE… NO TE MUEVAS. CUANDO SIENTAS ALGO, TODO HABRÁ TERMINADO.
—No puedo hacerlo.
—NO TENGAS MIEDO. PUEDES HACER CUALQUIER COSA QUE QUIERAS HACER… SI CREES QUE ERES CAPAZ.
Las lentes de las gafas protectoras estaban muy limpias; sus pupilas, muy claras.
—TE QUIERO —me dijo Owen—. NO TE OCURRIRÁ NADA MALO… CONFÍA EN MÍ —dijo. Mientras bajaba la muela adiamantada hasta la grúa de pórtico, traté de apartar el sonido de mi mente. Antes de sentir nada, vi sangre salpicada en las lentes de las gafas protectoras, a través de las cuales sus ojos en ningún momento parpadearon: era un experto—. INTERPRÉTALO COMO MI PEQUEÑA OFRENDA —dijo Owen Meany.