La Voz

Por encima de todas las cosas que mi abuela despreciaba, la falta de esfuerzo ocupaba el primer lugar, lo que a juicio de Dan Needham era un odio sumamente peculiar, dado que Harriet Wheelwright no había trabajado un solo día en toda su vida, ni jamás había esperado que mi madre trabajara, y a mí nunca me asignó una tarea. No obstante, según el punto de vista de mi abuela, era necesario un esfuerzo casi constante para mantenerse al día con las cosas de este mundo —tanto el de Gravesend como el de extramuros—, y exigía esfuerzo e inteligencia hacer comentarios casi constantes sobre las propias observaciones; en estos esfuerzos, mi abuela era rigurosa e inquebrantable. Y precisamente su fe en el valor del esfuerzo le impedía comprar un televisor.

Era una lectora apasionada y consideraba que leer era uno de los esfuerzos más nobles que existen; en contraste, opinaba que la escritura era una enorme pérdida de tiempo —una inmadurez infantil, más liosa aún que pintar con los dedos—, pero admiraba la lectura, que, estaba convencida, era una actividad desinteresada que brindaba información e inspiración. Debía de darle pena que algunos pobres tontos tuvieran que perder su vida escribiendo a fin de que nosotros contáramos con suficiente material de lectura. Además, leer daba confianza en uno mismo y familiaridad con el lenguaje, un instrumento indispensable para plasmar los comentarios casi constantes de lo que uno había observado. Mi abuela tenía sus dudas acerca de la radio, aunque reconocía que el mundo moderno se movía a tal ritmo que mantenerse al tanto desafiaba la palabra escrita; a fin de cuentas, escuchar exigía algún esfuerzo, y el lenguaje que se oía por la radio no era mucho peor que el vocabulario con el que uno se tropezaba cada vez con más frecuencia en periódicos y revistas.

Pero fijaba el límite en la televisión. No requería ningún esfuerzo mirar —era infinitamente más beneficioso para el alma y para la inteligencia leer o escuchar—, y le horrorizaba lo que imaginaba que podía verse por la tele; por supuesto, sólo había leído al respecto. Había protestado en el Hogar del Veterano y en el Refugio para Ancianos —de los que era miembro—, diciendo que poner televisores a disposición de los ancianos apresuraría, sin duda, su muerte. No se dejó conmover por la respuesta de ambas instituciones: los internos solían estar demasiado débiles o despistados para leer, y la radio los hacía dormir. Mi abuela visitó ambos hogares y lo que observó sólo sirvió para confirmar sus opiniones; lo que siempre observaba Harriet Wheelwright, siempre confirmaba sus opiniones: vio que el proceso mortal se aceleraba a pasos agigantados. Vio a gente muy vieja y enferma con la boca abierta; aunque sólo estaban, en el mejor de los casos, parcialmente concentrados, dedicaban su atención cargada de estupor a imágenes que ella describió como «excesivamente banales para recordar». En realidad, fue la primera vez que vio televisores en marcha… y se quedó enganchada. Mi abuela observó que la televisión estaba agotando la escasa vida que quedaba a los ancianos, que los estaba «vaciando», pero instantáneamente se le antojó tener un televisor.

La muerte de mi madre, seguida por la de Lydia en menos de un año, tuvo mucho que ver con su decisión de instalar un televisor en 80 Front Street. Mi madre había sido muy aficionada a la antigua Victrola; por la noche escuchábamos a Sinatra cantando con la orquesta de Tommy Dorsey; a mi madre le gustaba cantar con Sinatra. «Ese Frank», solía decir, «tiene una voz destinada a una mujer… pero ninguna mujer ha tenido nunca tanta suerte». Recuerdo algunas de sus piezas favoritas; cuando las oigo, todavía me siento tentado a cantar, aunque no tengo la voz de mi madre. Tampoco la de Sinatra, ni su patriotismo fanfarrón. No creo que mi madre hubiese simpatizado con sus ideas políticas, pero le gustaba la que denominaba «primitiva» voz de Sinatra, en especial las canciones de sus primeras sesiones con Tommy Dorsey. Como le encantaba cantar con Sinatra, prefería su voz anterior a la guerra, cuando él era menos sumiso y menos estelar, cuando Tommy Dorsey lo mantenía en equilibrio con la banda. Los discos favoritos de mi madre retrocedían hasta 1940: «I’ll Be Seeing You», «Fools Rush In», «I Haven’t Time to Be a Millionaire», «It’s a Lovely Day Tomorrow», «All This and Heaven, Too», «Where Do You Keep Your Heart?», «Trade Winds», «The Call of the Canyon» y, sobre todo, «Too Romantic».

Yo tenía mi propia radio y después de la muerte de mi madre la escuchaba cada vez más; me parecía que mi abuela se perturbaría si ponía —en la Victrola— las viejas canciones de Sinatra. Mientras vivió Lydia, mi abuela parecía contenta con su lectura; las dos se turnaban para leer en voz alta o forzaban a Germaine a que lo hiciera… mientras dejaban descansar la vista y ejercían su profundo interés por educarla. Pero después de la muerte de Lydia, Germaine se negó a leerle en voz alta a mi abuela; estaba convencida de que haberle leído a Lydia la había matado o había acelerado su muerte, y no quería asesinar a mi abuela de manera similar. Durante un tiempo, mi abuela le leyó en voz alta a la chica, pero esto no le daba la oportunidad de descansar la vista, y a menudo interrumpía la lectura para cerciorarse de que Germaine le prestaba una atención correcta. Pero Germaine no podía estar atenta al tema: sólo podía esforzarse en mantenerse viva mientras durara la lectura.

Como ves, aquella casa ya era vulnerable a la invasión de la televisión. Ethel, por ejemplo, nunca sería para mi abuela la compañía que había sido Lydia, una oyente siempre atenta y apreciativa de sus comentarios casi constantes. Pero Ethel era del todo insensible: eficaz pero carente de inspiración, servicial pero pasiva. Dan Needham percibió que la falta de chispa de Ethel era lo que hacía que mi abuela se sintiera vieja; sin embargo, cada vez que le sugería que reemplazara a Ethel por una persona más vivaz, mi abuela la defendía con una lealtad perruna. Los Wheelwright eran snobs pero justos; los Wheelwright no despedían a sus sirvientes porque fuesen insulsos y aburridos. De modo que Ethel se quedó y mi abuela envejeció, demasiado inquieta para ser entretenida. También ella era vulnerable a la invasión de la televisión.

Germaine, que experimentaba un miedo cerval cuando mi abuela le leía —y le daba pánico leerle a ella—, tenía muy poco que hacer y dimitió. Los Wheelwright aceptan graciosamente las dimisiones, aunque yo lamenté que Germaine se fuera. El deseo que había provocado en mí —por desagradable que me hubiera parecido en su momento— era una pista de mi padre; más aún, las fantasías lujuriosas que despertó en mí, aunque pervertidas, me resultaban más entretenidas que cualquier cosa que pudiera oír por la radio.

Ahora que Lydia no estaba, y que yo pasaba la mitad de los días y las noches con Dan, mi abuela no necesitaba dos criadas; no había ninguna razón para reemplazar a Germaine: con Ethel era suficiente. Y una vez que se fue Germaine, yo también fui vulnerable a la invasión de la televisión.

—¿TU ABUELA TENDRÁ UN TELEVISOR? —preguntó Owen Meany. Los Meany no tenían televisión. Dan tampoco; votó contra Eisenhower en el 52 y se juró a sí mismo que no compraría un televisor mientras Ike fuera presidente. Ni siquiera los Eastman tenían televisor. Tío Alfred quería tenerlo, y Noah, Simon y Hester le suplicaban que lo comprara; pero en el territorio norteño la recepción todavía era deficiente, Sawyer Depot recibía principalmente nieve, y tía Martha se negaba a construir una torre para la antena; sería demasiado «antiestética», decía, aunque tío Alfred la deseaba tan ardientemente que le aseguró que construiría una torre capaz de interferir a los aviones que volaban bajo si con ello conseguía una buena recepción.

—¡Tendrás televisión! —me dijo Hester por teléfono, desde Sawyer Depot—. ¡Pilila afortunada! —Percibir su envidia me hizo estremecer.

Owen y yo no teníamos idea de los programas que daban en la televisión. Estábamos acostumbrados a la primera sesión de los sábados en el decrépito cine de Gravesend, que inexplicablemente se llamaba The Idaho, nunca supimos si por el distante estado del oeste o por la patata del mismo nombre. The Idaho tenía predilección por las películas de Tarzán y —cada vez más— por la épica bíblica. Owen y yo odiábamos estas últimas cintas: a sus ojos, eran SACRÍLEGAS, a los míos, eran aburridas. Owen también criticaba las de Tarzán.

—TANTO ESTÚPIDO COLUMPIARSE EN LAS LIANAS… QUE DICHO SEA DE PASO NUNCA SE ROMPEN. Y CADA VEZ QUE TARZÁN NADA, LE MANDAN A LOS CAIMANES O LOS COCODRILOS. DE HECHO, CREO QUE SIEMPRE ES EL MISMO CAIMÁN O COCODRILO; EL POBRE ANIMALITO ESTA ENTRENADO PARA LUCHAR CON TARZÁN. ¡PROBABLEMENTE LO ADORA! Y SIEMPRE ES EL MISMO VIEJO ELEFANTE QUE SALE DE ESTAMPIDA… Y EL MISMO LEÓN, EL MISMO LEOPARDO, EL MISMO ESTÚPIDO JABALÍ VERRUGOSO. ¿Y COMO LO AGUANTA JANE? TARZÁN ES UN ESTÚPIDO, UN BURRO; LLEVA NO SE CUANTOS AÑOS CASADO CON ELLA Y TODAVÍA NO SABE HABLAR INGLES. ¡LA ESTÚPIDA CHIMPANCÉ ES MÁS INTELIGENTE! —decía Owen.

Pero los que lo enfadaban de verdad eran los pigmeos; le PONÍAN LA PIEL DE GALLINA. Se preguntaba si les darían trabajo en otras películas; le preocupaba que sus cerbatanas con dardos envenenados se popularizaran entre las BANDAS JUVENILES.

—¿Dónde? —preguntaba yo—. ¿Qué bandas juveniles?

—CON TODA PROBABILIDAD ESTÁN EN BOSTON —respondía.

No teníamos idea de qué podíamos esperar del televisor de mi abuela.

En 1954 quizá pasaban películas de pigmeos en Última Sesión, pero Owen y yo no tuvimos permiso para ver ese programa durante muchos años; mi abuela —pese a todo su amor por el esfuerzo y la reglamentación— no nos impuso ninguna otra regla televisiva. Por lo que sé, quizá todavía no daban Última Sesión en 1954; da igual. La cuestión es que mi abuela nunca ejerció la censura; creía, sencillamente, que Owen y yo debíamos acostarnos a una hora «decente». Ella veía televisión todo el día y toda la tarde; durante la cena me contaba —o le contaba a Owen, o a Dan, o incuso a Ethel— las necedades diurnas, y nos ofrecía una breve reseña de los absurdos disponibles para la noche. Por un lado, se convirtió en una esclava de la televisión; por el otro, expresaba su desprecio por casi todo lo que veía, y la energía desplegada en su indignación debió de sumar años a su vida. Detestaba la tele con tal pasión y agudeza, que verla y comentarla —a veces comentársela directamente a la pantalla— se convirtió en su trabajo.

No había manifestación de cultura contemporánea que no le indicara lo constante que era el declive del país, lo inmisericorde de nuestro deterioro mental y moral, lo velozmente global de nuestra decadencia definitiva. Nunca volví a verla con un libro entre las manos, pero se refería a ellos a menudo como si fueran altares y catedrales del saber que la televisión hubiese saqueado y luego abandonado.

En la televisión aparecían muchas cosas para las que Owen y yo no estábamos preparados; pero para lo que menos preparados estábamos era para la participación activa de mi abuela en casi todo lo que veíamos. En las raras ocasiones en que mirábamos la tele sin ella, nos sentíamos decepcionados; sin sus mordaces comentarios sobre la marcha, muy pocos programas mantenían nuestro interés. Cuando veíamos la televisión solos, Owen siempre decía:

—PUEDO OÍR LO QUE TU ABUELA DIRÍA DE ESTO.

Por supuesto, no hay alma —por seria que sea— que encuentre la muerte de la cultura totalmente carente de entretenimiento; hasta mi abuela disfrutaba con un programa específico de la tele. Para mi gran sorpresa, Abuela y Owen eran espectadores devotos del mismo espectáculo; en el caso de mi abuela, era el único por el que sentía un amor acrítico; en el de Owen, era el predilecto entre los pocos programas que adoró en un principio.

La inverosímil figura que prendó los corazones rara vez acríticos de mi abuela y Owen fue la de un desfachatado seductor de muchedumbres, un vulgarizador musical que destrozaba a Chopin, a Mozart y a Debussy con exagerados floreos de dos o tres minutos en un piano que tocaba con sus dedos tachonados de diamantes. A veces interpretaba un piano transparente con tapa de cristal, y se enorgullecía en mencionar los cientos de miles de dólares que costaba su instrumento; uno de sus anillos de diamantes tenía forma de piano, y nunca se sentaba ante ninguno que no estuviese adornado con un recargado candelabro. En la infancia de la televisión, era un ídolo… sobre todo para las mujeres mayores que mi abuela y con la mitad de su educación; no obstante, ella y mi amigo lo idolatraban. Una vez había aparecido como solista en la Chicago Symphony, cuando sólo tenía catorce años, pero ahora —un treintañero de pelo ondulado— era un hombre más amante de lo visual que de la acústica. Usaba pieles que le llegaban al suelo y trajes con lentejuelas, metía sesenta mil dólares de chinchilla en un solo abrigo, tenía una chaqueta con galones de oro de veinticuatro quilates, usaba un smoking con botones de diamantes que deletreaban su nombre.

—¡LIBERACE! —gritaba Owen cada vez que lo veía; aparecía diez veces por semana en la tele. Era un ridículo pavo real de empalagosa voz femenina y hoyuelos tan profundos que podían haber sido obra de un martillo de boca esférica.

«¿Qué tal si desaparezco y me pongo algo más espectacular?», arrullaba. Cada vez que lo hacía, mi abuela y Owen rugían su aprobación; Liberace volvía a su piano después de cambiar las lentejuelas por plumas.

Supongo que Liberace fue un pionero de la androginia —preparando el terreno para estrafalarios ejemplares como Elton John y Boy George—, pero nunca entendí por qué gustaba tanto a Owen y a mi abuela. Indudablemente no por su música, pues corregía a Mozart con tal descaro que creías que estaba tocando «Mack the Knife»; dicho sea de paso, de vez en cuando también interpretaba «Mack the Knife».

—Quiere a su madre —decía mi abuela en defensa de Liberace; parecía ser verdad: no sólo alababa a su madre en la tele, sino que según las noticias, vivió con la anciana hasta que ésta murió… ¡en 1980!

—LE DIO TRABAJO A SU HERMANO —señalaba Owen—, Y NO CREO QUE GEORGE TENGA UN TALENTO ESPECIAL. —Y ciertamente George, el hermano silencioso, lo acompañó al violín hasta que dejó el número para convertirse en el conservador del Liberace Museum de Las Vegas, donde murió… ¡en 1983! ¿Pero de dónde sacó Owen la idea de que Liberace tenía un TALENTO ESPECIAL? Para mí, su principal don era lo descaradamente que se divertía, y también su capacidad de reírse de sí mismo. Pero mi abuela y Owen Meany suspiraban por él tan histéricamente como las señoras de pelo azulado que componían su público en el plató… sobre todo cuando el famoso imbécil bajaba a saltitos para bailar con ellas.

—¡Realmente le gusta la gente anciana! —decía maravillada mi abuela.

—¡NUNCA SERIA CAPAZ DE HACERLE DAÑO A NADIE! —decía admirado Owen Meany.

En aquellos tiempos yo creía que era un mariquita, pero un columnista londinense que hizo una insinuación semejante respecto a las preferencias sexuales de Liberace, perdió una querella por difamación. (Esto ocurría en 1959; en el banquillo de los testigos, Liberace testimonió que era contrario a la homosexualidad. ¡Recuerdo cuánto aplaudieron Owen y mi abuela!)

Así, en 1954, mi exaltación por el novedoso televisor de 80 Front Street se vio atemperada por el desconcertante amor de mi abuela y Owen por Liberace. Me sentía totalmente excluido de su ridícula idolatría por un fenómeno tan cutre —mi madre jamás habría cantado con Liberace— y, como de costumbre, le fui con mis cuitas a Dan.

Dan Needham adoptaba una perspectiva creativa, a menudo positiva, de la desgracia; muchos profesores de las mejores escuelas secundarias, incluso, son fracasados encubiertos: hombres y mujeres perezosos cuya autoridad marginal sólo puede ser ejercida con adolescentes; pero Dan nunca fue uno de ellos. Nunca sabré si abrigaba la esperanza de jubilarse en Gravesend Academy cuando se enamoró de mi madre y se casó con ella; pero su pérdida y la reacción ante semejante injusticia, lo llevó a consagrarse al desarrollo de la educación del «muchacho integral» en formas que sobrepasaban incluso las metas arrogantemente expresadas en el plan de estudios de la academia, donde el «muchacho integral» era el resultado propuesto por el programa de cuatro años. Dan se convirtió en el mejor de los profesores que pueden encontrarse en una escuela preparatoria: no sólo era un buen docente entusiasta, sino que estaba convencido de que era una penuria ser joven, que era más difícil ser adolescente que adulto, opinión no muy compartida entre los adultos, y rara vez entre los miembros del profesorado de una escuela privada (que con mayor frecuencia consideraban a sus alumnos como una «carga», como gamberros privilegiados que viajan en clase de lujo, mocosos malcriados necesitados de disciplina). Dan Needham, aunque en Gravesend Academy encontró muchos mocosos malcriados necesitados de disciplina, sentía más comprensión, sencillamente, por la gente menor de veinte años que por la de su propia edad y mayores, aunque incrementaba su comprensión en el caso de los ancianos, quienes (creía) estaban sufriendo una segunda adolescencia y (como los chicos de Gravesend) requerían cuidados especiales.

—Tu abuela está envejeciendo —me dijo Dan—. Ha sufrido pérdidas graves… su marido, tu madre. Y Lydia, aunque ninguna de las dos lo sabía, probablemente fue su más íntima amiga. Ethel no es mejor compañía que una boca de riego. Si tu abuela quiere a Liberace, no la culpes. ¡No seas tan snob! Si alguien la hace feliz, no te quejes.

Pero si era tolerable tener la edad de mi abuela y adorar a Liberace, me resultaba intolerable que Owen Meany adorara a esa afectada sonrisa de teclado de piano.

—Estoy harto de que Owen se crea tan inteligente —le dije a Dan—. Si lo es tanto, ¿cómo puede gustarle Liberace… a su edad?

—Owen es inteligente —replicó Dan—. Más aún de lo que él mismo cree. Pero no es mundano —agregó—. ¡Dios sabe con qué espantosas supersticiones ha crecido, teniendo en cuenta a su familia! Su padre es un misterio de incultura y nadie conoce la dimensión de los problemas mentales de su madre; su permanente estado lunático nos impide siquiera conjeturar hasta qué punto está tocada. Quizás a Owen le gusta Liberace porque es alguien que no podría existir en Gravesend. ¿Por qué cree que sería tan feliz en Sawyer Depot? Porque nunca ha estado allí.

Pensé que Dan tenía razón, pero sus teorías sobre Owen siempre eran demasiado abarcadoras. Cuando le conté que Owen seguía convencido de haber visto la fecha exacta de su propia muerte —y que se negaba a informarme de cuál era—, dejó en barbecho ese problema junto con las supersticiones a que sus padres lo habían sometido; yo no podía dejar de pensar que mi amigo era un ser más creativo, un ser más responsable.

Y si Dan era uno de los profesores bien dotados e infatigablemente generosos de la academia, su sincera devoción por la meta del «muchacho integral» puede haberlo enceguecido con respecto a los fallos de la escuela, y en especial de los muchos miembros fallados del cuerpo docente y de la administración. Dan creía que Gravesend Academy podía rescatar a alguien. Todo lo que Owen necesitaba era sobrevivir hasta tener edad suficiente para ingresar en la academia. Su inteligencia natural maduraría cuando se enfrentara a los retos académicos; sus supersticiones se disiparían en compañía de los estudiantes más mundanos. Como muchos pedagogos devotos, Dan Needham había hecho de la educación su religión; Owen Meany sólo carecía del estímulo social e intelectual que puede proporcionar una buena escuela. En Gravesend Academy, Dan estaba seguro, la influencia entre bruta y estúpida de sus padres desaparecería tan limpiamente como el mar, en Little Boar’s Head, lavaba el polvo de granito de su cuerpo.

Tía Martha y tío Alfred no veían la hora de que Noah y Simon tuvieran edad suficiente para asistir a Gravesend Academy. Los Eastman, como Dan, creían en los poderes de una buena educación en una escuela privada; en el caso de Noah y Simon, específicamente, creían en su capacidad de salvar a esos dos diablos del destino normal que aguardaba a los chicos del territorio norteño: el matrimonio entre la conducción a toda velocidad por los caminos comarcales y la cerveza; las chicas del aparcamiento en los asientos traseros de los coches, chicas que conspiraban exitosamente para quedar embarazadas antes de su graduación en la segunda enseñanza. Como muchos adolescentes a los que envían a escuelas privadas de otras ciudades, mis primos Noah y Simon poseían un desenfreno imposible de ser contenido en sus hogares o en sus comunidades; tenían aristas peligrosas que era necesario limar. Todos sospechaban que los rigores de una buena escuela tendrían el deseado efecto amortiguador en Noah y Simon; Gravesend Academy los asaltaría con una multitud de demandas nuevas, de niveles imposibles. El mero volumen (si no el valor) de los deberes los agotaría, y todo el mundo sabía que un chico agotado es un chico más seguro; la entumecedora rutina, la atención estricta que hay que prestar a los códigos del buen vestir, las regulaciones referentes únicamente a los encuentros más ocasionales y acompañados con el sexo femenino… sin la menor duda todo esto los civilizaría. Aún sigue siendo un misterio para mí la razón por la que tía Martha y tío Alfred estaban menos preocupados por civilizar a Hester.

Que en aquellos tiempos Gravesend Academy no admitiera chicas no debió de influir en la decisión de los Eastman de enviar o no a Hester a una escuela privada; había montones de escuelas privadas para niñas, y Hester necesitaba ser rescatada de su desenfreno (y de los rituales rurales del territorio norteño correspondientes a su sexo) tanto como Noah y Simon. Pero en aquel interregno —cuando Noah y Simon, Owen y yo esperábamos a tener edad suficiente para asistir a la academia— Hester comenzó a resentirse de que no se hicieran planes para su salvación. La idea de que no necesitaba ser rescatada debió de ser un insulto para ella; la noción de que mis tíos la consideraran insalvable debió de herirla de alguna otra manera.

—SEA COMO FUERE —decía Owen Meany—, FUE ENTONCES CUANDO HESTER SE PUSO EN PIE DE GUERRA.

—¿Qué guerra? —preguntaba mi abuela a Owen, pero él y yo nos cuidábamos muy mucho de hablar de Hester con ella.

Un nuevo vínculo se desarrolló entre Owen y mi abuela gracias a Liberace; también veían juntos muchas películas viejas y se estimulaban mutuamente con los habituales comentarios. Fue el aprecio de mi abuela por los comentarios de Owen, tan plagados de quejas como los suyos, lo que la llevó al convencimiento de que mi amigo tenía «madera» para Gravesend Academy.

—¿Qué quieres decir con eso de que piensas que «podrías no ir» a la academia? —le preguntó.

—BIEN, SE QUE INGRESARE… Y TAMBIÉN QUE ME DARÁN UNA BECA COMPLETA —dijo Owen.

—¡Por supuesto! —exclamó mi abuela.

—PERO NO TENGO LA ROPA ADECUADA —agregó Owen—. MONTONES DE CHAQUETAS Y CORBATAS, CAMISAS DE VESTIR, ZAPATOS.

—¿Quieres decir que no los hay de tu talla? —le preguntó mi abuela—. ¡Pamplinas! Basta ir a las tiendas adecuadas.

—QUIERO DECIR QUE MIS PADRES NO PUEDEN PERMITIRSE ESOS LUJOS —declaró Owen.

Estábamos viendo una vieja película de Alan Ladd en Primera Sesión. Se titulaba Cita con el peligro, y Owen consideraba ridículo que todos los hombres de Gary, Indiana, usaran traje y sombrero.

—Solían usarlos aquí —dijo mi abuela, aunque probablemente nunca los habían llevado en la Meany Granite Quarry.

Jack Webb, antes de ser el poli bueno de Dragnet, había sido el malo en Cita con el peligro; entre otros empeños, estaba intentando asesinar a una monja, lo que puso la piel de gallina a Owen.

La película también puso la piel de gallina a mi abuela, porque recordó que la había visto en The Idaho en 1951… con mi madre.

—A la monja no le pasará nada, Owen —le dijo.

—NO ES LA IDEA DE ASESINARLA LO QUE ME AFECTA —explicó Owen—. ES LA IDEA DE LAS MONJAS EN GENERAL.

—Entiendo lo que quieres decir —apostilló mi abuela: ella también albergaba sus recelos con respecto a los católicos.

—¿CUANTO COSTARÍA UN PAR DE TRAJES Y UN PAR DE CHAQUETAS Y UN PAR DE PARES DE PANTALONES DE VESTIR, Y CAMISAS, Y CORBATAS, Y ZAPATOS…? YA SABE, TODO LO QUE HAY QUE TENER.

—Yo misma te llevaré de compras —le dijo mi abuela—. Deja que yo me preocupe por el precio. Nadie tiene por qué saber cuánto cuesta.

—TAL VEZ DE MI TAMAÑO NO SEA TAN CARO —dijo Owen.

Y así —aun sin el incentivo de mi madre—, Owen Meany estuvo de acuerdo en que tenía «madera» para Gravesend Academy. La academia también estuvo de acuerdo. Incluso sin la recomendación de Dan Needham, habrían aceptado a Owen con una beca completa; obviamente la necesitaba y había obtenido las máximas calificaciones en todas las asignaturas en los cursos elementales del instituto. El problema era —aunque Dan Needham me había adoptado legalmente y por tanto yo tenía la condición privilegiada de hijo de un profesor— que la academia se resistía a aceptarme. Mi rendimiento en la escuela secundaria elemental era tan mediocre que los funcionarios de admisión de la academia aconsejaron a Dan que me hiciera asistir al noveno curso en el instituto de Gravesend; la academia me admitiría en su noveno curso al año siguiente… cuando, dijeron, sería más fácil para mí adaptarme porque estaría repitiendo el curso.

Así, antes de que mi abuela llevara a Owen de compras para su vestuario de la academia, mi amigo anunció su decisión de asistir al noveno curso del instituto de Gravesend. Se quedaría conmigo; ingresaría en la academia al año siguiente; podría haberse saltado un grado, pero se ofreció voluntariamente a repetir el noveno curso conmigo. Dan convenció a las autoridades de que aunque Owen estaba académicamente bastante adelantado, también sería bueno para él repetir un curso, ser un año mayor cuando hiciera el noveno, «a causa de su inmadurez física», argumentó Dan. Cuando los funcionarios de admisión conocieron a Owen, coincidieron plenamente con Dan, por supuesto: no sabían que un año mayor, en el caso de Owen, no significaba un año más grande. Dan y mi abuela se sintieron muy conmovidos por la lealtad de Owen conmigo; Hester, naturalmente, etiquetó su conducta de «maricona»; yo lo adoré, por supuesto, y le agradecí su sacrificio… pero en el fondo me resentí del poder que tenía sobre mí.

—NO LO PIENSES MÁS —me dijo— SOMOS CAMARADAS, ¿VERDAD? ¿PARA QUE ESTÁN LOS AMIGOS? NUNCA TE ABANDONARE.

Toronto: 5 de febrero de 1987. Ayer murió Liberace; tenía sesenta y siete años. Sus admiradores permanecieron al raso, a la luz de las velas, a las puertas de su mansión de Palm Springs, que antes había sido un convento. ¿Esto no le habría puesto la piel de gallina a Owen? Liberace había modificado su antigua oposición a la homosexualidad. «Si te lo puedes montar con unas gallinas, estás en todo tu derecho», había dicho. Sin embargo, negó los alegatos de un juicio de 1982 según los cuales había pagado los servicios sexuales de un empleado del sexo masculino, un antiguo valet y chofer residente. Hubo un acuerdo extrajudicial. Y el representante de Liberace negó que éste hubiese sido víctima del SIDA; la reciente pérdida de peso de su cliente era resultado, dijo el representante, de una dieta exclusivamente a base de sandía.

¿Qué habrían dicho de eso mi abuela y Owen Meany?

«¡LIBERACE!», habría gritado Owen. «¿QUIEN LO HUBIERA DICHO? ¡A LIBERACE LO MATARON LAS SANDIAS!».

Llegó el día de Acción de Gracias de 1954 antes de que mis primos visitaran Gravesend y vieran con sus propios ojos el televisor de mi abuela en 80 Front Street. Noah había entrado en la academia ese otoño, de modo que algún fin de semana había visto televisión con Owen y conmigo, pero ningún juicio sobre la cultura que nos rodeaba podía ser completo sin la aprobación automática por parte de Simon de toda forma concebible de entretenimiento, y sin la desaprobación igualmente automática de Hester.

—¡Cojonuda! —opinó Simon; también pensaba que Liberace era «cojo— nudo».

—Pura mierda —dictaminó Hester—. Hasta que todo salga en color, y el color sea perfecto, no vale la pena mirar la tele —pero se impresionó por la energía de las constantes críticas de mi abuela a casi todo lo que veía; ese era el estilo que Hester trataba de imitar, porque incluso valía la pena ver «mierda» si te daba la oportunidad de discutir qué clase de mierda era.

Todo el mundo coincidía en que los pases de películas eran más interesantes que los programas televisivos propiamente dichos; sin embargo, en opinión de Hester, los films seleccionados eran «demasiado viejos». A mi abuela le gustaba que fueran viejos —«¡Cuanto más viejos mejor!»— pero le disgustaban casi todas las luminarias. Después de ver El capitán Blood, anunció que Errol Flynn «no tiene sesos, es puro pecho»; Hester dictaminó que Olivia de Havilland tenía «ojos de vaca». Owen sugirió que todas las películas de piratas eran iguales.

—¡ESTÚPIDA ESGRIMA! —dijo—. ¡Y FIJATE EN LA ROPA QUE USAN! SI VAS A COMBATIR CON ESPADAS, ES UNA IMBECILIDAD USAR CAMISAS HOLGADAS. ¡ES OBVIO QUE QUEDARAN LLENAS DE TAJOS!

Mi abuela se quejaba de que la elección de películas ni siquiera era «estacional». ¿Qué sentido tenía pasar Ocurre todas las primaveras en noviembre? Nadie piensa en el béisbol la semana de Acción de Gracias, y Ocurre todas las primaveras es una película de béisbol tan estúpida que creo que podría verla todas las noches sin que me recordara la muerte de mi madre. Ray Milland es un profesor universitario que se convierte en un jugador de béisbol profesional después de descubrir una fórmula que repele la madera. ¿Cómo puede esto recordarle a nadie algo real?

—Francamente, ¿quién inventa estas cosas? —preguntó mi abuela.

—Unos cabezas de chorlito —dijo Hester, que día a día ampliaba su vocabulario.

No podíamos saber si Gravesend Academy había iniciado el proceso de salvar a Noah de sí mismo; era Simon quien parecía manso, tal vez porque había echado de menos a su hermano durante el otoño y estaba abrumado por la instantánea renovación de su rivalidad atlética. Noah estaba pasando por considerables dificultades en sus estudios y Dan Needham sostuvo largas conversaciones íntimas con mis tíos Alfred y Martha. Los Eastman decidieron que Noah estaba intelectualmente exhausto; la familia pasaría las vacaciones de Navidad en alguna playa del Caribe, para que se recuperara.

—¡EN EL RELAJANTE ESCENARIO DE EL CAPITÁN BLOOD! —observó Owen.

Le decepcionó que los Eastman pasaran las navidades en el Caribe; otra oportunidad de visitar Sawyer Depot se le había escapado de las manos.

Después de Acción de Gracias, Owen estaba deprimido; como yo, pensaba en Hester. Fuimos a The Idaho por el precio habitual a la primera sesión de los sábados, dos películas: El tesoro del cóndor de oro, en la que Cornel Wilde es un gallardo francés dieciochesco que busca riquezas mayas ocultas en Guatemala; y Redoble de tambores, en la que Alan Ladd es un vaquero y Audrey Dalton una india. Entre historias de antiguos tesoros y fiestas espectaculares, para Owen y para mí estaba reiteradamente claro que vivíamos en una época aburrida, que la aventura siempre se presentaba en otro sitio y tiempo atrás. Tarzán encajaba en esta fórmula, lo mismo que las temibles épicas bíblicas. Éstas, en combinación con las experiencias de Owen en el Nacimiento, contribuyeron a la novedosa personalidad sombría e introvertida que presentó al mundo en Christ Church.

El hecho de que a los Wiggin les hubiese gustado realmente La túnica sagrada, decidió a Owen: fuese o no a Sawyer Depot para Navidad, jamás participaría en otro Nacimiento. Estoy seguro de que su decisión no preocupó demasiado a los Wiggin, pero él siguió implacable con el tema de la épica bíblica en general y de La túnica sagrada en particular. Aunque pensaba que Jean Simmons era «BONITA, COMO HESTER», también opinaba que Audrey Dalton —en Redoble de tambores— era «COMO HESTER SI HESTER FUESE INDIA». Yo no veía ningún parecido, salvo que las tres tenían cabellos oscuros.

Para ser justos, La túnica sagrada nos había atacado con fuerza especial una tarde de sábado, en The Idaho; mi madre había muerto hacía menos de un año, y no nos reconfortó ver que Richard Burton y Jean Simmons fueran hacia la muerte tan contentos. Además, daban la impresión de salir de la película y de la vida misma ascendiendo a los cielos. Esto era especialmente ofensivo. Richard Burton es un tribuno romano que se convierte al cristianismo después de crucificar a Cristo; tanto él como Jean Simmons se turnan para aferrar la túnica del hijo de Dios.

—¡CUANTO REVUELO POR UNA MANTA! —comentó Owen—. ¡ES TAN CATÓLICO PONERSE RELIGIOSO CON LOS OBJETOS!

Este era un tema constante en Owen: los católicos y su idolatría por los OBJETOS. Sin embargo, era famosa su costumbre de coleccionar objetos que él volvía (a su manera) RELIGIOSOS: me bastaba recordar las garras del armadillo. En Gravesend, el objeto que atraía el mayor desdén de Owen era la estatua de piedra de María Magdalena, la prostituta reformada que custodiaba el patio de juegos de la escuela parroquial de St. Michael. La estatua de tamaño natural se alzaba en una arcada de cemento sin sentido, «sin sentido» porque no conducía a ningún lado; era un portal sin lugar al que ser admitido, era una entrada sin casa. La arcada, y la misma María Magdalena, miraban desde lo alto del macadán lleno de baches del patio, una superficie demasiado quebrada para regatear un balón; los aros de encestar, inclinados y oxidados, tiempo atrás habían sido despojados de sus redes y las líneas que delimitaban el campo estaban borradas o desgastadas por la arena.

Era un patio de juegos desoladamente desatendido los fines de semana y en las vacaciones escolares; se usaba estrictamente para los recreos en días de clase, cuando los alumnos de la parroquia merodeaban por allí, sin sentirse estimulados a jugar. La severa mirada de María Magdalena era una reprimenda para ellos; su antiguo oficio y su tajante reforma los avergonzaba. Porque aunque el patio reflejara un deterioro impenitente, la estatua propiamente dicha era encalada todas las primaveras, e incluso en los días más grises y desapacibles —pese a estar moteada aquí y allá con cagadas de pajaritos y alguna mancha de profanación humana—, María Magdalena atraía y reflejaba más luz que cualquier otro objeto o persona presente en St. Michael.

Owen consideraba la escuela como una cárcel de la que se había salvado por los pelos; si sus padres no hubieran RENUNCIADO al catolicismo, habría asistido a la escuela de St. Michael. Allí flotaba una fría atmósfera de reformatorio; su vida estaba puntuada por los sonidos de una gasolinera colindante: el timbre que anunciaba la llegada y partida de vehículos, el correr de los surtidores de gasolina y el múltiple estrépito de los mecánicos trabajando en los pozos.

Con este fondo infernal, incivil e incordiante, la pétrea María Magdalena montaba guardia; bajo su excéntrica arcada de cemento, a veces parecía atender una barbacoa compleja pero de manufactura toscamente casera; otras veces parecía una guardameta que hacía equilibrios en la portería.

Por supuesto, ningún católico le habría lanzado una pelota ni un disco, ni ningún otro proyectil; si algún alumno se hubiese visto tentado a hacerlo, la torva presencia vigilante de las monjas lo habría desalentado. Y aunque la Iglesia Católica de Gravesend estaba en otro paraje de la ciudad, el mezquino cuchitril donde vivían las monjas y algunas maestras de St. Michael estaba situado como un cuartel de guardias en una esquina del patio… íntegramente a la vista de María Magdalena. Si algún protestante de paso por allí se sentía inclinado a hacer un pequeño gesto irrespetuoso a la estatua, las vigilantes monjas salían de su cuartel como moscas… haciendo aletear sus hábitos negros con el desafiante rencor de los cuervos.

Owen tenía miedo de las monjas.

—SON ANTINATURALES —decía, pero yo pensaba que nada podía ser más ANTINATURAL que el estridente falsete del Ratón de Granito ni su imponente presencia, totalmente desproporcionada con su diminuto tamaño.

Todos los otoños, los castaños de Indias que se extendían entre Tan Lane y Garfield Street producían muchos misiles lisos y duros, de color marrón oscuro; era inevitable que Owen y yo pasáramos junto a la estatua de María Magdalena con los bolsillos llenos de castañas. A pesar de su miedo a las monjas, Owen no podía resistirse al blanco que presentaba la santa guardameta; yo tenía más puntería, pero él arrojaba las castañas con más fervor. Apenas dejábamos marcas en la túnica de María Magdalena —que llegaba al suelo—, en su afable cara nevada, en sus manos abiertas, extendidas en aparente actitud de súplica. Sin embargo las monjas, con una furia que sólo puede explicar la persecución religiosa, nos acosaban; su seguimiento era errático, sus chillidos como gritos de murciélagos sorprendidos por la luz del sol. Owen y yo no teníamos ningún problema para correr más deprisa que ellas.

—¡PINGÜINOS! —gritaba Owen sin dejar de correr; todo el mundo llamaba «pingüinos» a las monjas. Subíamos por Cass Street hasta las vías del tren y por ellas seguíamos hasta las afueras. Antes de llegar a Maiden Hill, o a las canteras, pasábamos por la granja Fort Rock y lanzábamos las castañas que nos quedaban contra el ganado angus negro que pastaba; pese a sus amenazantes dimensiones y a tener los labios y las lenguas azules, las vacas negras no nos acosaban con tanto entusiasmo como los pingüinos, que siempre renunciaban a su persecución antes de Cass Street.

Y todas las primaveras, el pantano que corría entre Tan Lane y Garfield Street producía un vivero de renacuajos y sapos. ¿Hay alguien que no te haya dicho que los chicos de cierta edad son crueles? Llenábamos una lata de pelotas de tenis con renacuajos y —al amparo de la oscuridad— los vertíamos sobre los pies de María Magdalena. Los renacuajos —aquellos que no se convertían inmediatamente en sapos— se secaban y morían allí. Incluso matábamos sapos y con muy poca delicadeza colocábamos sus cuerpos mutilados en las palmas de la santa guardameta, manchándola con sangre de anfibio coagulada. ¡Que Dios nos perdone! Sólo fuimos tan delincuentes los pocos años de adolescencia anteriores a que Gravesend Academy pudiera salvarnos de nosotros mismos.

En la primavera del 57, Owen fue especialmente destructivo con la impotente vida pantanosa de Gravesend y con María Magdalena; poco antes de Pascua habíamos ido a The Idaho, donde soportamos de cabo a rabo Los diez mandamientos, de Cecil B. DeMille: la vida de Moisés, encarnada por Charlton Heston, que lucía diversos cambios de vestuario y peinados radicales.

—OTRA PELÍCULA CON TETILLAS MASCULINAS —dijo Owen; por cierto, además de Charlton Heston, hay evidencias de que Yul Brynner, John Derek, e incluso Edward G. Robinson también tenían tetillas.

Que The Idaho pasara Los diez mandamientos tan cerca de Pascua era otro ejemplo de lo que mi abuela llamaba el mal gusto «estacional» de casi todos los que tenían algo que ver con el mundo del espectáculo; que debiéramos ver el éxodo del pueblo elegido la víspera de la Pasión y Resurrección de nuestro Señor era escandaloso.

—¡TODO EL RIGOR DEL ANTIGUO TESTAMENTO CUANDO TENDRÍAMOS QUE ESTAR PENSANDO EN JESÚS! —se horrorizó Owen. La separación del Mar Rojo lo ofendía especialmente—. ¡NO SE PUEDE COGER UN MILAGRO Y MOSTRARLO, SENCILLAMENTE! —exclamó, indignado—. NO PUEDES PROBAR UN MILAGRO… TIENES QUE CREERLO, SENCILLAMENTE. Y SI LAS AGUAS DEL MAR ROJO SE ABRIERON REALMENTE, NO TENÍAN ESE ASPECTO. FUE ALGO QUE NO SE PARECE A NADA. ES UNA IMAGEN QUE NI SIQUIERA PUEDE IMAGINARSE.

Pero no había ninguna lógica en su indignación. Si Los diez mandamientos le molestaba, ¿por qué arremetía contra María Magdalena y un puñado de sapos y renacuajos?

En los años anteriores a nuestra asistencia a Gravesend Academy, Owen y yo fuimos educados —principalmente— por lo que veíamos en The Idaho y en el televisor de mi abuela. ¿Quién no ha sido «educado» con método tan chapucero? ¿Quién puede culpar a Owen por su reacción ante Los diez mandamientos? ¡Casi cualquier reacción sería preferible a creerla! Pero si bien una película tan estúpida como Los diez mandamientos logró que Owen Meany matara sapos arrojándoselos a María Magdalena, una interpretación tan convincente como la de Bette Davis en Amarga victoria también era capaz de persuadirlo de que tenía un tumor cerebral.

Al principio, Bette Davis se está muriendo y no lo sabe. Su médico y mejor amigo no quiere decírselo.

—¡DEBERÍAN INFORMÁRSELO INMEDIATAMENTE! —exclamó Owen, angustiado. George Brent hacía el papel del médico.

—Ese hombre nunca hace nada bien —observó mi abuela.

Humphrey Bogart es un mozo de cuadra que habla con acento irlandés. Corrían las navidades del 56 y estábamos viendo una película de 1939; fue la primera vez que mi abuela nos permitió quedarnos a ver Última Sesión… al menos creo que era Última Sesión. Después de cierta hora —o toda vez que ella comenzaba a sentirse cansada, fuese la hora que fuese—, mi abuela llamaba a todo Última Sesión. Se apiadó de nosotros porque los Eastman estaban pasando otra Navidad en el Caribe; para mí, Sawyer Depot era un placer que se perdía en el pasado; para Owen se estaba convirtiendo en una pura expresión de deseos.

—Humphrey Bogart podría aprender mejor el acento irlandés —se quejó mi abuela.

Dan Needham afirmó que no le daría un papel a George Brent en una producción de los Gravesend Players; Owen Meany agregó que Mr. Fish habría hecho un papel de médico de Bette Davis más creíble, pero mi abuela argumentó que «Mr. Fish habría estado demasiado ocupado como marido de Bette Davis», el médico que finalmente llega a ser su marido.

Cualquiera estaría muy ocupado como marido de Bette Davis —observó Dan.

A Owen le pareció una crueldad que Bette Davis tuviera que descubrir sola que se estaba muriendo; pero Amarga victoria es una de esas películas que presume de instructiva sobre la cuestión del buen morir. Vemos que Bette Davis acepta graciosamente su sino; se muda a Vermont con George Brent y se dedica a la jardinería, viviendo alegremente el hecho de que algún día, de pronto, llegará la oscuridad.

—¡ESTO ES MUY TRISTE! —gritó Owen—. ¿CÓMO PUEDE NO PENSAR EN ELLO?

Ronald Reagan es un insípido joven borrachín.

—Tendría que haberse casado con él —dijo mi abuela—. Ella se está muriendo y él ya está muerto.

Owen dijo que reconocía en él los síntomas del tumor incurable de Bette Davis.

—Owen, tú no tienes ningún tumor cerebral —le respondió Dan Needham.

—¡Bette Davis tampoco! —dijo mi abuela—. Pero creo que Ronald Reagan sí.

—Y tal vez George Brent —apuntó Dan.

—TODOS HABÉIS VISTO LA PARTE EN QUE SE LE EMPAÑA LA VISIÓN —insistió Owen— BIEN, A VECES A MÍ SE ME NUBLA… COMO A BETTE DAVIS.

—Tendrías que hacerte un examen de la vista, Owen —le aconsejó Abuela.

—¡Tú no tienes ningún tumor cerebral! —repitió Dan Needham.

ALGO TENGO —concluyó Owen Meany.

Además de ver televisión, Owen y yo pasábamos muchas noches entre bastidores con los Gravesend Players, aunque rara vez mirábamos la función; observábamos al público… repoblábamos las gradas del partido de liguilla del verano del 53; poco a poco, se llenaba la tribuna. No teníamos ninguna duda sobre la ubicación exacta de los Kenmore ni de los Dowling; Owen no compartía mi idea de que Maureen Early y Caroline O’Day estaban en la fila más alta, él las VEÍA más cerca de las primeras filas. Y no podíamos ponernos de acuerdo con respecto a los Brinker-Smith.

—¡LOS INGLESES NUNCA VAN AL BÉISBOL! —decía Owen.

Pero yo siempre tuve buen ojo para la legendaria voluptuosidad de Ginger Brinker-Smith; discutía que había estado allí, que la «veía».

—NO HABRÍAS MIRADO DOS VECES SI ELLA HUBIESE ESTADO EN LAS GRADAS… NO AQUEL VERANO —insistía Owen— ERAS DEMASIADO JOVEN Y ADEMAS ELLA ACABABA DE TENER A LOS GEMELOS, ESTABA HECHA UN ASCO.

Sugerí a Owen que tenía prejuicios contra los Brinker-Smith desde que su vigorosa forma de hacer el amor lo había vapuleado debajo de la cama; pero en general estábamos de acuerdo en quiénes habían asistido al partido y dónde estaban sentados. El cartero Morrison, estábamos seguros, nunca había visto un partido; la pobre Mrs. Merrill —pese al cariño con que la temporada de béisbol debía recordarle el clima perpetuo de su California natal— nunca fue aficionada. No estábamos seguros respecto del reverendo Mr. Merrill, pero decidimos que no, en virtud de que rara vez lo habíamos visto sin su mujer. Teníamos la certeza de que los Wiggin no estaban presentes; solían asistir, pero evidenciaban un entusiasmo tan chabacano tras cada lanzamiento que si aquel día hubiesen presenciado el partido, los habríamos notado. Dado que era una época en que Barb Wiggin todavía consideraba «mono» a Owen, se habría precipitado a consolarlo por su desafortunado contacto con la predestinada pelota… y el rector Wiggin habría mamarracheado algún rito sobre la figura postrada de mi madre, o habría golpeado mis temblorosos hombros con camaradería varonil. Como dijo Owen:

—SI LOS WIGGIN HUBIESEN ESTADO PRESENTES, HABRÍAN MONTADO UN ESPECTÁCULO DE SI MISMOS. ¡NUNCA LO HABRÍAMOS OLVIDADO!

Pese a lo apasionante que es cualquier búsqueda de un padre ausente —aunque el método sea tonto—, Owen y yo tuvimos que reconocer que, de momento, habíamos descubierto a un número más bien escaso y poco interesante de forofos del béisbol. No se nos ocurrió considerar si los ardientes seguidores de la liguilla local eran también espectadores asiduos de los Gravesend Players.

—HAY ALGO QUE NUNCA DEBES OLVIDAR —me dijo Owen—. ERA UNA BUENA MADRE. SI PENSABA QUE EL TIPO PODÍA SER UN BUEN PADRE PARA TI, YA LO HABRÍAS CONOCIDO.

—Pareces muy seguro.

—SOLO TE ESTOY HACIENDO UNA ADVERTENCIA —prosiguió—. ES EMOCIONANTE BUSCAR A TU PADRE, PERO NO ESPERES SENTIRTE EMOCIONADO CUANDO LO ENCUENTRES. ¡ABRIGO LA ESPERANZA DE QUE NO ESTES BUSCANDO A OTRO DAN!

No sabía si así era, pero pensaba que Owen presumía demasiado. Lo que sí sabía es que era emocionante buscar a mi padre.

La CONEXIÓN LUJURIA, como la llamaba Owen, también contribuyó a nuestro progresivo entusiasmo por la CAZA DEL PADRE, como llamaba Owen al conjunto de nuestra empresa.

—CADA VEZ QUE SE TE PONGA TIESA, TRATA DE PENSAR SI TE RECUERDA A ALGÚN CONOCIDO —fue su interesante consejo sobre la cuestión de que mi lujuria era el correlato más determinante con mi padre ignoto.

Hablando de lujuria, yo esperaba ver más a Hester, ahora que Noah y Simon asistían a Gravesend Academy. Pero de hecho, la veía menos. Las dificultades académicas de Noah lo habían obligado a repetir un curso; el primer año de Simon había sido más regular, probablemente porque le conmovía que hubiesen degradado a Noah a su curso. En la Navidad del 57, los dos cursaban primero en Gravesend… y estaban tan inmersos en lo que Owen y yo nos figurábamos que eran las actividades más sofisticadas de la vida en una escuela privada, que apenas los veía más que a Hester. Era raro que Noah y Simon no se aburriesen tanto en la academia como para visitar 80 Front Street, ni siquiera los fines de semana, que cada vez más a menudo pasaban con sus indudablemente más exóticos condiscípulos. Owen y yo suponíamos que nosotros éramos demasiado inmaduros a sus ojos.

Evidentemente éramos demasiado inmaduros para Hester, que —en respuesta a que Noah se viera obligado a repetir un curso— había logrado que la ascendieran. Tropezó con muy pocas dificultades académicas en la escuela secundaria de Sawyer Depot donde —imaginábamos Owen y yo—, aterrorizaba por igual a profesores y estudiantes. Probablemente le había costado algún esfuerzo saltarse un grado, motivada como siempre por desbancar a sus hermanos. O sea que estaba previsto que mis tres primos se graduaran en la promoción del 59, momento en que Owen y yo estaríamos concluyendo nuestro primer y modesto noveno curso en la academia; nosotros nos graduaríamos en el 62. Para mí era humillante; había abrigado la esperanza de que algún día me sentiría más a la altura de mis exultantes primos, pero ahora sentía que estaba más lejos de ellos que nunca. En especial Hester parecía fuera de mi alcance.

—BIEN, ES TU PRIMA, DEBE ESTAR MÁS ALLÁ DE TU ALCANCE —me dijo Owen—. ADEMAS, ES PELIGROSA… PROBABLEMENTE TIENES SUERTE DE QUE ESTE FUERA DE TU ALCANCE. NO OBSTANTE —añadió—, SI REALMENTE TE CHIFLA, CREO QUE FUNCIONARA: HESTER ES CAPAZ DE CUALQUIER COSA CON TAL DE VOLVER LOCOS A SUS PADRES. ¡HASTA ES CAPAZ DE CASARSE CONTIGO!

—¡Casarse conmigo! —grité; la idea de casarme con Hester me ponía la piel de gallina.

—BIEN, ESO VOLVERÁ LOCOS A SUS PADRES, ¿VERDAD? —me preguntó Owen.

Era verdad y Owen tenía razón: Hester estaba obsesionada por volver locos a sus padres… y a sus hermanos. Llevarlos a la locura era el castigo que merecían por tratarla «como a una niña»; según Hester, Sawyer Depot era «el paraíso de los varones»; mi tía Martha era una «esquirol de la condición femenina», se inclinaba ante la noción de tío Alfred de que los varones necesitaban una educación de escuela privada, de que los varones tenían que «expandir sus horizontes». Hester expandiría sus propios horizontes en direcciones concebidas para educar a sus padres respecto de los errores de su proceder. En cuanto a la idea de Owen de que Hester llegaría al extremo de casarse con su propio primo, si con eso lograba dar un golpe educativo a sus padres, para mí era inconcebible.

—No creo que ni siquiera le guste a Hester —dije a Owen, que se encogió de hombros.

—LA CUESTIÓN —dijo él— ES QUE NO NECESARIAMENTE SE CASARÍA CONTIGO PORQUE LE GUSTARAS.

A todo esto, ni siquiera logramos que nos invitaran a Sawyer Depot para Navidad. Después de las vacaciones en el Caribe, los Eastman habían decidido quedarse en casa para las Pascuas del 57; se elevaron nuestras esperanzas pero —¡ay!— rápidamente se desvanecieron: no nos invitaron a Sawyer Depot. La razón por la que los Eastman no irían al Caribe era que Hester había estado manteniendo correspondencia con un barquero negro que le había propuesto un encuentro en las Islas Vírgenes británicas; Hester se había liado con ese barquero negro la Navidad anterior, en Tórtola… ¡cuando sólo tenía quince años! Por supuesto, nadie nos aclaró a Owen y a mí cómo se había «liado»; tuvimos que confiar en los fragmentos de la historia que tía Martha había transmitido a Dan, considerablemente más de lo que había informado a mi abuela, quien manifestaba que un marinero había «echado un tiento» a la pobre Hester, ejercicio de crudeza que había llevado a mi prima a querer quedarse en casa. En realidad, Hester amenazaba con escapar a Tórtola. No les dirigía la palabra a Noah y Simon, quienes habían mostrado las cartas del barquero negro a tío Alfred y tía Martha, y quienes la habían decepcionado encarnizadamente no presentándole a uno solo de sus amigos de Gravesend Academy.

Dan Needham describió la situación al estilo de un titular: «¡Traumas Adolescentes Desbocados en Sawyer Depot!». Nos sugirió, a Owen y a mí, que más nos valía no meternos con Hester. ¡Cuánta razón tenía! Pero cuánto deseábamos enredarnos en la emocionante sordidez de la vida real en que, sospechábamos, andaba metida Hester. Gracias a la televisión y las películas, Owen y yo estábamos en una etapa de vida exclusivamente vicaria. Cualquier necedad sórdida nos excitaba si nos ponía en contacto con el amor.

Lo más cerca del amor a que llegamos Owen Meany y yo fue un asiento en la primera fila de The Idaho. Aquella Navidad del 57, teníamos quince años; nos dijimos que estábamos enamorados de Audrey Hepburn, la tímida empleada de librería de Una cara con ángel, pero deseábamos a Hester. Lo que nos quedó fue una sensación de lo poco que debíamos valer en la esfera del amor; nos sentíamos más imbéciles que Fred Astaire bailando con su gabardina. ¡Y cuánto nos preocupaba que el sofisticado mundo de Gravesend Academy nos estimara menos aún de lo que nosotros mismos nos apreciábamos!

Toronto: 12 de abril de 1987: un Domingo de Ramos lluvioso. No se trata de una cálida llovizna primaveral, de una precipitación «estacional», como le gustaba decir a mi abuela. Cae un frío aguacero, es un día adecuado para la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. En Grace Church on-the-Hill, los niños y los acólitos permanecían apiñados en el nártex; con sus palmas, parecían turistas que habían aterrizado inoportunamente en el trópico un día muy frío. El organista eligió a Brahms para el procesional: «O Welt ich muss dich lassen» [Oh, mundo, he de dejarte].

Owen detestaba el Domingo de Ramos: la traición de Judas, la cobardía de Pedro, la debilidad de Pilatos.

—YA FUE BASTANTE MALO QUE LO CRUCIFICARAN —decía—, PERO ES QUE ADEMAS SE RIERON DE ÉL.

El canónigo Mackie leyó un buen trozo de Mateo: cómo se burlaron de Jesús, cómo le escupieron, cómo gritó: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

La Semana Santa me parece agotadora; aunque he vivido muchas veces la crucifixión de Cristo, mi angustia por su resurrección no disminuye… me aterroriza pensar que este año no tendrá lugar, que aquel año no tuvo lugar. Cualquiera puede ponerse sentimental con el Nacimiento; cualquier tonto puede sentirse cristiano en Navidad; pero el acontecimiento principal ocurre en Semana Santa; si no crees en la resurrección, no eres creyente.

—SI NO CREES EN LA PASCUA —decía Owen Meany—, NO TE ENGAÑES: NO TE LLAMES CRISTIANO.

Para el recesional del Domingo de Ramos, el organista se decidió por las Aleluyas habituales. Bajo una tupida llovizna helada, crucé Russell Hill Road y por la entrada de servicio me introduje en The Bishop Strachan School; pasé por la cocina, donde me saludaron y me hablaron las trabajadoras y las internas que ese domingo debían colaborar en la comida. La reverenda Mrs. Katherine Keeling —la directora—, ocupaba su habitual posición en la cabecera de la mesa, entre las encargadas de la residencia. Alrededor de cuarenta internas —las pobres chicas que no tenían amigas en el lugar para invitarlas a pasar el fin de semana, y las que eran felices quedándose en la escuela— rodeaban las otras mesas. Siempre me sorprende ver a las chicas sin el uniforme; sé que para ellas es un alivio usarlo día tras día, porque así no tienen que pensar en qué ponerse. Pero son tan haraganas en la forma de usar el uniforme —no tienen mucha experiencia en vestirse—, que cuando pueden elegir, cuando están autorizadas a usar su propia ropa, parecen mucho menos refinadas, menos mundanas.

En los veinte años que llevo dando clases en la Bishop Strachan, los uniformes no han cambiado significativamente y han llegado a gustarme. Si fuera una chica, de cualquier edad, me pondría una blusa marinera, una corbata suelta, un bleizer (con el escudo de mi escuela), calcetines hasta las rodillas y una falda plisada: la norma era que al arrodillarse la falda tocara el suelo.

Pero en los almuerzos de los domingos, las internas usan su propia ropa; algunas de ellas van tan mal vestidas que no las reconozco… por lo que se ríen de mí, naturalmente. Algunas parecen chicos, otras se asemejan a sus madres o a las mujeres de vida airada que ven en el cine o en la tele. Como normalmente soy el único hombre en el comedor donde los domingos almuerzan las residentes, quizá se visten para mí.

No he visto a mi amiga —y técnicamente jefa— Katherine Keeling desde que dio a luz a su último bebé. Tiene una familia numerosa —ha tenido tantos hijos que he perdido la cuenta—, pero se esfuerza por estar en la mesa de las encargadas los domingos, y charla cordialmente con las chicas que se quedan el fin de semana. Pienso que Katherine es extraordinaria, aunque demasiado delgada. Siempre se turba cuando descubro que no come, aunque ya debería haberse acostumbrado; frecuento más que ella la mesa de los domingos: yo no ocupo mi tiempo en partos. Pero estaba allí el Domingo de Ramos, con el puré de patatas, el relleno y el pavo apilados en su plato.

—El pavo está un poco seco, ¿no? —le pregunté; las señoritas rieron, como siempre… Katherine se ruborizó, como siempre. Cuando lleva el alzacuello clerical, parece ligeramente más flaca de lo que es en realidad. Ahora que no está el canónigo Campbell, es mi amistad más íntima en Toronto; aunque sea mi jefa, llevo más tiempo que ella en la Bishop Strachan.

El viejo Kilgour, a quien llamábamos Teddybear porque nos recordaba a un oso de peluche, era el director cuando me contrataron. Nos presentó el canónigo Campbell. Éste había sido capellán en Bishop Strachan antes de que lo hicieran rector de Grace Church-on-the-Hill; no podría haberme recomendado nadie más «conectado» que él con la escuela, ni siquiera el propio Teddybear Kilgour. Todavía le tomo el pelo a Katherine acerca de aquellos tiempos. Si ella hubiese sido directora cuando solicité el puesto, ¿me habría contratado? Un joven estadounidense en la época de Vietnam, un joven no poco atractivo y soltero; la Bishop Strachan nunca ha tenido muchos profesores del sexo masculino y en los veinte años que llevo dando clases a estas jovencitas, en ocasiones he sido el único en toda la escuela.

El canónigo Campbell y el viejo Teddybear Kilgour no cuentan; no eran hombres en el sentido amenazador, no eran potencialmente peligrosos para las niñas. Aunque el canónigo daba clases de Religión e Historia —además de cumplir sus deberes como capellán—, era un anciano; él y el viejo Teddybear Kilgour estaban «casados y más que casados», como suele decir Katherine Keeling.

El viejo Teddybear llegó a preguntarme si me «atraían las jovencitas», pero debí de convencerle de que me tomaría en serio mis responsabilidades profesorales, ocupándome de las mentes y no de los cuerpos de las niñas.

—¿Y lo has hecho? —suele preguntarme Katherine Keeling. Las encargadas ríen disimuladamente ante su pregunta, tal como reían las asistentes al programa de Liberace años atrás.

Katherine tiene un alma mucho más jubilosa que la de mi abuela, pero posee cierto sarcasmo —y la expresión acertada, la buena dicción— que me la recuerda. Se habrían gustado; a Owen también le habría caído bien la reverenda Keeling.

Si he transmitido una atmósfera de soledad en el almuerzo dominguero de las internas, no me he expresado bien. Tal vez ellas se sienten muy solas esos días, pero yo lo paso muy bien. Los rituales son reconfortantes; los rituales combaten la soledad.

El Domingo de Ramos se habló mucho del tiempo. La semana anterior había hecho tanto frío que todo el mundo comentaba el error anual de las aves. Todas las primaveras —al menos en Canadá— algunos pájaros vuelan hacia el norte prematuramente. Se ven atrapados por el frío a millares y vuelven al sur en una especie de migración inversa. Hubo relatos sobre los infortunios de petirrojos y estorninos. Katherine había visto unos frailecillos rumbo sur; yo conté algo de la agachadiza común, que las dejó impresionadas. Todos habíamos leído The Globe and Mail esa semana: nos había encantado el relato de los pavibuitres que «se helaron» y no pudieron volar; los confundieron con halcones y los llevaron a una sociedad humanitaria para deshelarlos; eran nueve y vomitaron de la cabeza a los pies a quienes los manipulaban. Los miembros de la sociedad humanitaria no sabían que los buitres vomitan cuando los atacan. ¿Quién habría adivinado que son tan listos?

También me he expresado mal si he transmitido una atmósfera de trivialidad en el almuerzo dominguero de las residentes; estas comidas son importantes para mí. Después de comer, Katherine y yo fuimos andando hasta Grace Church y nos apuntamos para velar al Santísimo en el tablón de anuncios del nártex. Todos los Jueves Santos, se mantiene la Vigilia de Oración y Silencio desde las nueve de la noche hasta las nueve de la mañana del Viernes Santo. Katherine y yo siempre elegimos las horas que nadie quiere; hacemos el turno de tres a cinco de la madrugada, cuando su marido y sus hijos duermen y no la necesitan.

—Quizá llegue un poco tarde… si la mamada de las dos es mucho después de las dos —me advirtió este año; ríe y su cuello encantadoramente delgado como un palillo parece muy vulnerable dentro de su alzacuello. Veo a muchos padres de alumnas de la Bishop Strachan: van elegantemente trajeados, conducen sus Jaguars, nunca tienen tiempo para hablar. Sé que no hacen caso de la reverenda Mrs. Katherine Keeling por considerarla una directora típica: no es el tipo de mujer a la que mirarían dos veces. Pero Katherine es sensata, bondadosa, ingeniosa y se expresa bien; además, no se enrolla dándole vueltas al significado de la Semana Santa.

«PASCUA QUIERE DECIR LO QUE DICE», decía Owen Meany.

En Christ Church, el Domingo de Pascua, el rector Wiggin siempre decía:

—Aleluya. Cristo ha resucitado.

Y nosotros, el Pueblo, decíamos:

—El Señor ha resucitado. Aleluya.

Toronto: 19 de abril de 1987, un húmedo y veraniego Domingo de Pascua. Sea cual sea el preludio con que se inicie el oficio, siempre oiré El Mesías de Händel y la voz de soprano no del todo educada de mi madre: «Sé que mi Redentor ha vivido».

Esta mañana, en Grace Church on-the-Hill, permanecí inmóvil aguardando el pasaje de Juan; sabía lo que vendría. En la antigua versión se llamaba «sepulcro», en la versión corregida sólo era una «tumba». De cualquier manera, conozco la historia de memoria.

«Y el primer día de la semana María Magdalena vino de mañana, siendo aún oscuro al sepulcro; y vio la piedra quitada del sepulcro. Entonces corrió, y vino a Simon Pedro, y al otro discípulo, al cual amaba Jesús, y les dice: “Han llevado al Señor del sepulcro, y no sabemos dónde le han puesto”».

Recuerdo lo que solía decir Owen sobre este pasaje; todos los Domingos de Pascua se inclinaba contra mí en el banco de la iglesia y me susurraba al oído:

—ESTA ES LA PARTE QUE SIEMPRE ME PONE LA PIEL DE GALLINA.

Hoy, después del culto, mis compatriotas de Toronto y yo permanecimos bajo el sol en los peldaños de la iglesia y deambulamos por la acera junto a Lonsdale Road; el sol era cálido y acogedor. Sentíamos un deleite pueril por el calor, como si hubiésemos pasado años en una atmósfera tan fría como la tumba donde María Magdalena descubrió que faltaba Jesús. Inclinándose contra mí y susurrándome al oído —de una manera que me recordó a Owen Meany—, Katherine Keeling dijo:

—Los pájaros que volaron al norte y luego al sur… hoy vuelven al norte.

—Aleluya —dije. Estaba pensando en Owen cuando agregué—: Ha resucitado.

—Aleluya —respondió la reverenda Keeling.

A Owen y a mí dejó de tentarnos la televisión, que estaba permanentemente encendida en 80 Front Street. Oíamos a mi abuela hablando consigo misma o con Ethel —o haciéndole comentarios directos a la pantalla—, y oíamos subir y bajar el volumen de las risas enlatadas. La casona era muy grande; durante cuatro años, Owen y yo tuvimos la impresión de que siempre había una amenazadora reunión de adultos parloteando en una habitación distante. La voz de mi abuela sonaba como si estuviese arengando a una turba dócil, como si fuera responsabilidad suya reñir al público y entretenerlo, casi simultáneamente, porque recompensaban su humor con risas puntuales, como si les encantara que su tono de voz fuera uniformemente insultante.

Así aprendimos Owen y yo que la televisión era basura, sin pensar que no habíamos elaborado esta opinión por nuestra cuenta; si mi abuela sólo nos hubiera permitido estar dos horas diarias ante la pantalla, o no nos hubiera dejado más de una hora los días de clase, con toda probabilidad habríamos llegado a ser devotos esclavos de la televisión, como el resto de nuestra generación. Owen empezó disfrutando de muy pocas cosas de las que veía por televisión, pero las veía todas… tantas como podía aguantar.

Sin embargo, después de cuatro años de televisión, sólo miraba a Liberace y las viejas películas. Yo hacía, o intentaba hacer, todo lo que hacía Owen. Por ejemplo, en el verano del 58 —cuando los dos teníamos dieciséis años— él sacó su permiso de conducir antes que yo… no sólo porque era un mes mayor, sino porque ya sabía conducir. Había aprendido solo, con los diversos camiones de su padre, conduciendo por esos escarpados y sinuosos caminos circundantes de las canteras, que salpicaban la casi totalidad de Maiden Hill.

Hizo el examen el día que cumplió dieciséis años, con la camioneta de reparto rojo-tomate de su padre; en aquellos tiempos no había autoescuelas en New Hampshire y el examen lo hacías con un policía local en el asiento del pasajero; él te decía dónde debías girar, cuándo frenar, o retroceder, o aparcar. En el caso de Owen, el policía fue Ben Pike en persona; Jefe Pike expresó su inquietud respecto de si Owen llegaría o no a los pedales, o si vería por encima del volante. Pero Owen lo tenía todo previsto; sentía cierta inclinación por la mecánica y había levantado tanto el asiento de la camioneta que Jefe Pike daba con la cabeza en el techo; había deslizado tan hacia delante el asiento que Jefe Pike sufrió considerables dificultades para meter las rodillas debajo del salpicadero. De hecho, Jefe Pike iba tan incómodo en la cabina que abrevió todo lo que pudo el examen de Owen.

—¡NI SIQUIERA ME HIZO APARCAR EN PARALELO! —se quejó Owen, decepcionado de que le negaran la oportunidad de exhibir sus habilidades en ese tipo de maniobra. Sabía deslizar esa camioneta tomate en un espacio que habría sido todo un desafío para aparcar un Volkswagen Escarabajo. En retrospectiva, me sorprende que Jefe Pike no registrara el interior de la camioneta en busca del «instrumento del delito» que nunca lograba encontrar.

A mí me enseñó a conducir Dan Needham; fue el verano que Dan dirigió Julio César en la escuela de verano de Gravesend Academy, y todas las mañanas me hacía practicar antes de los ensayos. Me llevaba lejos de Swasey Parkway, Maiden Hill arriba. Yo conducía en los caminos interiores de alrededor de las canteras: los sitios donde Owen Meany había aprendido a conducir eran buenos para mí. Además, Dan consideraba más seguro mantenerme apartado de las carreteras públicas, aunque los vehículos de la Meany Granite Company zumbaban por allí con imprudente libertad.

Los trabajadores de las canteras eran conductores intrépidos y trasladaban el granito y la maquinaria a todo gas; no obstante, en verano los camiones levantaban tanto polvo que Dan y yo sabíamos cuándo se acercaba alguno, lo que me daba tiempo para apartar el coche a un costado mientras él recitaba a su querido Shakespeare, con párrafos de Julio César.

¡Los cobardes mueren varias veces antes de expirar;

El valiente nunca saborea la muerte sino una vez!

Con estas palabras, Dan se aferraba al salpicadero y temblaba al tiempo que un camión con dinamita pasaba junto a nosotros como un bólido.

De todas las maravillas que he oído,

La que mayor asombro me causa es que los hombres tengan miedo.

¡Visto que la muerte es un fin necesario

Cuando haya de venir, vendrá!

También a Owen le encantaba ese fragmento. Cuando vimos el Julio César montado por Dan, más entrado el verano, yo ya tenía mi permiso de conducir; sin embargo al anochecer, cuando íbamos juntos al paseo marítimo y al casino de Hampton Beach, cogíamos la camioneta tomate y siempre conducía Owen. Yo pagaba la gasolina. Aquellas noches estivales de 1958 fueron las primeras en que recuerdo haberme sentido «adulto»; nos alejábamos media hora de Gravesend por el fugaz privilegio de avanzar poco a poco por una concurridísima y llamativa franja playera del paseo, contemplando a unas chicas que rara vez nos miraban. A veces observaban la camioneta. Sólo recorríamos esa franja dos o tres veces, hasta que un poli nos hacía señas de que nos acercáramos al bordillo, examinaba —incrédulo— el permiso de conducir de Owen y a continuación sugería que buscáramos un lugar para aparcar y retomáramos nuestra contemplación de las chicas a pie, ya fuera por el paseo o en la acera que entretejía las arcadas.

Era desaconsejable caminar con Owen Meany en Hampton Beach; su diminuta talla provocaba las pullas y groserías de los delincuentes juveniles que maltrataban las tragaperras y se pavoneaban en la ardiente cercanía de las chicas con sus vestidos de algodón color caramelo. Y las chicas, que rara vez retribuían nuestras miradas cuando estábamos protegidos en la camioneta de la Meany Granite Company, lanzaban largos (e hilarantes) vistazos a Owen cuando íbamos a pie. Andando, Owen no se atrevía a mirar a las chicas.

Por ende, cuando un poli nos aconsejaba —inevitablemente— que aparcáramos la camioneta y siguiéramos «a pie», Owen y yo regresábamos a Gravesend. O íbamos a una playa concurridísima durante el día, Little Boar’s Head, y maravillosamente desierta por la noche. Nos sentábamos en el rompeolas, aspirábamos el aire fresco del mar y fijábamos la vista en el centelleo fosforescente de la rompiente. O íbamos hasta Rye Harbor y nos sentábamos en el rompeolas, a observar cómo se balanceaban las pequeñas embarcaciones en la superficie rizada como la de una charca; el rompeolas propiamente dicho había sido construido con la escoria —los trozos rotos— de la Meany Granite Quarry.

—POR TANTO, TENGO DERECHO A ESTAR AQUÍ —decía siempre Owen, aunque por supuesto nadie puso objeciones, nunca, a que nos sentáramos allí.

Aunque ese verano las chicas hicieron caso omiso de nosotros, noté que Owen resultaba atractivo a las mujeres… no sólo a mi madre.

No es fácil decir cómo ni por qué era atractivo, pero incluso a los dieciséis años, cuando era especialmente tímido o torpe, parecía alguien que se había ganado su lugar en el mundo. Yo debía de ser particularmente consciente de este aspecto de su personalidad, porque en verdad se había ganado muchas más cosas que yo. No sólo era mejor estudiante, o mejor conductor, o un chico filosóficamente seguro de sí mismo; era alguien con quien me había criado y al que me había acostumbrado a tomar el pelo —lo había alzado por encima de mi cabeza, lo había pasado de un lado a otro, me había mofado de su pequeñez como los demás chicos— y sin embargo, de pronto, a los dieciséis años, parecía al mando. Estaba más al mando de sí mismo que el resto de nosotros, estaba más al mando de nosotros que el resto de nosotros, y percibías que las mujeres, aun aquellas chicas que reían entre dientes cuando lo miraban, se sentían irresistiblemente apremiadas a tocarlo.

Y a finales del verano del 58, poseía algo asombroso en un chico de dieciséis años: en los tiempos anteriores a la hoy ardiente y cosmética halterofilia, tenía músculos. Era canijo, qué duda cabe, pero ferozmente fuerte, y su nervuda fuerza era tan visible como la de un lebrel; aunque aterradoramente magro, siempre hubo algo muy adulto en su desarrollo muscular. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, había pasado el verano manipulando granito. Yo ni siquiera había trabajado.

En junio se inició como picapedrero; pasaba la mayor parte de la jornada trabajando en el taller de monumentos funerarios, donde cortaba en el sentido de la veta, EN EL SENTIDO DE LA FISURA, decía él, utilizando la cuña y biseles. A mediados de mes, su padre le había enseñado a serrar a contraveta; los aserradores cortaban los bloques más grandes y daban el acabado a las lápidas con algo que se denominaba muela adiamantada, una cuchilla circular con diamantes engastados. En julio, trabajaba en las canteras; solía hacer de señalero, pero su padre lo puso de aprendiz de los demás especialistas: los barrenadores de barra de canal, el perforador, los dinamiteros. Me daba la impresión de que Owen había pasado la mayor parte del mes de agosto en un único hoyo remoto, a cincuenta y cinco metros de profundidad, con un diámetro de campo de fútbol. Él y otros trabajadores bajaban en un cangilón de residuos de cantera, o sea los cascotes de roca que se izan todo el día desde la mina. Al final de la jornada, subían a los trabajadores en esa especie de cubo.

El granito es una piedra compacta y pesada; pesa cerca de tres mil doscientos kilos por metro cuadrado. Paradójicamente, aunque trabajaban con la muela adiamantada, la mayoría de los aserradores tenían todos los dedos, a diferencia de los canteros. Sólo a Mr. Meany no le faltaba ninguno.

—YO TAMBIÉN CONSERVARE TODOS LOS MIOS —decía Owen— HAS DE SER MÁS QUE RÁPIDO, HAS DE SENTIR CUANDO SE MOVERÁ LA ROCA ANTES DE QUE SE MUEVA… Y TIENES QUE MOVERTE MÁS RÁPIDO QUE ELLA.

Apenas tenía una ligera pelusilla sobre el labio superior; en ningún otro punto de su cara había indicios de barba, y el leve bigote era tan incipiente y de un color gris tan claro que en principio lo confundí con granito pulverizado, el conocido polvo de piedra que siempre llevaba adherido. Sin embargo sus facciones —la nariz, las cuencas de los ojos, los pómulos y los contornos de la mandíbula— poseían la definición demacrada que sólo se ve en los chicos de dieciséis años cuando pasan hambre.

En septiembre, Owen fumaba una cajetilla de Camel al día. Bajo el destello amarillo de las luces del salpicadero, cuando salíamos de noche en la camioneta, vislumbraba su perfil con el cigarrillo colgado de los labios; su cara tenía una cualidad permanentemente adulta.

Ya no despertaban su interés aquellos pechos de madres que alguna vez había comparado desfavorablemente con los de la mía, aunque los de Barb Wiggin seguían siendo DEMASIADO GRANDES, los de Mrs. Webster DEMASIADO BAJOS y los de Mrs. Merrill únicamente RAROS. Aunque Ginger Brinker-Smith había reclamado nuestra atención como madre joven, ahora (en general) evaluábamos fríamente a nuestras coetáneas. LAS DOS CAROLINE —Caroline Perkins y Caroline O’Day— nos atraían, aunque el busto de O’Day se veía devaluado, a juicio de Owen, por su catolicismo. La delantera de Maureen Early era considerada ERGUIDA; los senos de Hannah Abbot eran PEQUEÑOS PERO PROPORCIONADOS; Irene Babson, que le había puesto la piel de gallina a Owen ya cuando clasificábamos los pechos de mi madre, ahora estaba tan fuera de control como para ser SENCILLAMENTE DE MIEDO. Deborah Perry, Lucy Dearborn, Betsy Bickford, Sarah Tilton, Polly Farnum… ante sus nombres y ante los contornos de sus pechos jóvenes, Owen Meany aspiraba un Camel a pleno pulmón. El viento veraniego se colaba por la ventanilla baja de la camioneta tomate; cuando exhalaba lentamente, por la nariz, el humo era barrido de su cara espectacularmente, dejándolo tan expuesto como si fuera un hombre que emergía milagrosamente de un incendio.

—ES MUY PRONTO PARA SABERLO… CON LA MAYORÍA DE LAS DE DIECISÉIS AÑOS —decía Owen y ya parecía lo bastante mundano como para sostener cualquier conversación en Gravesend Academy, aunque ambos sabíamos que el problema con las chicas de dieciséis que nos interesaban, era que salían con muchachos de dieciocho—. CUANDO TENGAMOS DIECIOCHO LAS RECUPERAREMOS. Y TAMBIÉN TENDREMOS A TODAS LAS DE DIECISÉIS… LAS QUE QUERAMOS —agregaba, chupando otra vez el pitillo y bizqueando ante los faros que se aproximaban.

En el otoño del 58, cuando ingresamos en Gravesend Academy, Owen me parecía muy sofisticado; las prendas que le había comprado mi abuela eran más elegantes que cualquier cosa que se pudiera comprar en New Hampshire. Todo mi vestuario era de Gravesend, pero Abuela llevó a Owen de compras a Boston; fue la primera vez que él montó en un tren y —como los dos fumaban— viajaron en el vagón para fumadores, donde compartieron sus comentarios (y críticas) casi constantes sobre el atuendo de sus compañeros de trayecto en el Boston & Maine, y sobre la relativa cortesía (o falta de la misma) de los revisores. Mi abuela equipó a Owen casi totalmente en Filene’s y en Jordan Marsh, una de las cuales tenía un «departamento para caballeros menudos», que la otra tienda denominaba «necesidades especiales para el hombre menudo». Las etiquetas de Jordan Marsh y de Filene’s eran bastante ostentosas para los niveles de New Hampshire. «¡ESTOS NO SON CHOLLOS DE SALDO!», decía Owen orgulloso. El primer día de clase apareció con el aspecto de un menudo abogado de Harvard.

No le intimidaron los chicos más grandes porque siempre había sido más pequeño. No le intimidaron los de más edad porque era más inteligente. Instantáneamente percibió una diferencia fundamental entre el Gravesend ciudad y el Gravesend academia: el periódico de la ciudad, The Gravesend News-Letter, publicaba todas las noticias decentes y creía que todo lo decente era importante; la publicación escolar, que se llamaba The Grave,[3] informaba de todas las indecencias que lograban escapar a la censura del profesor encargado de supervisar la publicación y consideraba que todas las cosas decentes eran aburridas.

Gravesend Academy estaba a favor de un tono cínico, disfrutaba con la crítica de todo lo que cualquiera se tomaba en serio; los estudiantes veneraron, por encima de todo, a ese chico que se veía a sí mismo como nacido para quebrantar las reglas, como destinado a cambiar las leyes. Y para los estudiantes de Gravesend que así limaban sus cadenas, el único tono aceptado era cáustico: un sarcasmo mordaz, cortante, acerbo, el jugoso vocabulario que Owen Meany ya había aprendido de mi abuela. Había llegado a dominar el sarcasmo aproximadamente de la misma forma en que se había convertido en fumador: un mes después del primer pitillo, fumaba una cajetilla diaria. En el primer trimestre, aquel otoño, los otros chicos lo apodaron «Maestro Sarcasmo». En la jerga de aquellos tiempos, todo el mundo era «Maestro» algo; Dan Needham me dijo que éste es uno de esos ejemplos del lenguaje estudiantil que aún perduran: en Gravesend Academy se sigue usando esta expresión. Nunca la oí en la Bishop Strachan.

Pero Owen Meany era Maestro Sarcasmo a la manera en que el grandote Buster York era Maestro Vómito, en que Skipper Hilton era Maestro Pústula, en que Morris West era Maestro Napias, en que Duffy Swain (prematuramente calvo) era Maestro Pelos, en que George Fogg (el jugador de hockey) era Maestro Hielo, en que Horace Brigham (un mujeriego) era Maestro Caliente. Nadie encontró un mote para mí.

Entre los editores de The Grave, donde publicó el primer ejercicio que le asignaron en la clase de literatura, Owen era conocido como «La Voz». Su trabajo era una sátira sobre la fuente alimenticia del comedor de la escuela. «CARNE MISTERIOSA», llamó al ensayo y a los irreconocibles filetes grises que nos servían semanalmente; el trabajo, que se publicó como artículo de fondo, describía la matanza y refrigeración de un animal no identificado, probablemente prehistórico, que era arrastrado hasta la cocina subterránea de la escuela envuelto en cadenas, «Y CON NOCTURNIDAD».

El editorial y los posteriores ensayos semanales que publicó en The Grave, no se atribuían a Owen Meany por su nombre, sino como «La Voz»; el siguiente artículo salió impreso en letras mayúsculas uniformes.

—SIEMPRE ME PUBLICARAN EN MAYÚSCULAS —nos explicó Owen a Dan y a mí—, PORQUE CAPTARAN INSTANTÁNEAMENTE LA ATENCIÓN DEL LECTOR, SOBRE TODO DESPUÉS DE QUE «LA VOZ» LLEGUE A SER UNA ESPECIE DE INSTITUCIÓN.

Durante las navidades de 1958, nuestro primer año en la academia, en eso se había convertido Owen Meany: La Voz, UNA ESPECIE DE INSTITUCIÓN. Hasta el Comité de Investigación —designado para encontrar un nuevo director— se interesó por lo que decía La Voz. Los aspirantes al puesto recibían una suscripción a The Grave; la sarcástica y burlona precocidad del cuerpo estudiantil estaba bien representada en sus páginas, y mejor representada aún por las mayúsculas que atraían la mirada hacia Owen Meany. Entre los profesores había algunos viejos carcas —y también algunos jóvenes chinchosos— que hacían objeciones al estilo de Owen, y no me refiero solamente a su desorbitada mayusculización. Dan Needham me contó que había habido más de un acalorado debate, en la reunión de profesores, concerniente al «gusto marginal» de las corrosivas críticas que hacía Owen de la escuela; por cierto que estaba dentro de una larga tradición el que los estudiantes se quejaran de la academia, pero el sarcasmo de Owen sugería —a algunos— una irreverencia total y amenazante. Dan lo defendía, pero La Voz era irritante para muchos de los miembros más inseguros de la comunidad de Gravesend, incluidos los lejanos aunque importantes suscriptores de The Grave: padres y antiguos alumnos «interesados».

El tema de los padres y antiguos alumnos «interesados» engendró en La Voz una columna especialmente animada y controvertida.

«¿QUÉ ES LO QUE LES “INTERESA”?», reflexionaba Owen. «¿LES “INTERESA” NUESTRA EDUCACIÓN —QUIEREN QUE SEA AL MISMO TIEMPO “CLÁSICA” Y “VIGENTE”— O LES “INTERESA” QUE TENGAMOS LA POSIBILIDAD DE APRENDER MÁS DE LO QUE ELLOS APRENDIERON, QUE NOS INFORMEMOS LO SUFICIENTE PARA DESAFIAR ALGUNAS DE SUS OPINIONES MÁS ENDURECIDAS E IDIOTIZADAS? ¿LES “INTERESA” LA CALIDAD Y PROFUNDIDAD DE NUESTRA EDUCACIÓN O ESTÁN SUPERFICIALMENTE “INTERESADOS” EN QUE NO SUSPENDAMOS EL INGRESO EN LA UNIVERSIDAD O COLLEGE DE SU ELECCIÓN?».

También apareció una columna que cuestionaba el código de etiqueta, argumentando que era «INCOHERENTE VESTIRNOS COMO ADULTOS Y TRATARNOS COMO NIÑOS». Y otra acerca de la asistencia obligatoria a la iglesia, razonando que «ESTROPEA LA ATMOSFERA ADECUADA PARA LA ORACIÓN Y EL CULTO TENER LA IGLESIA —CUALQUIER IGLESIA— LLENA DE ADOLESCENTES INQUIETOS QUE PREFERIRÍAN DORMIR HASTA TARDE O ENTREGARSE A FANTASÍAS SEXUALES O JUGAR AL SQUASH. ADEMAS, EXIGIR LA ASISTENCIA A LA IGLESIA —FORZAR. A LOS JÓVENES A PARTICIPAR EN LOS RITUALES DE UNA FE QUE NO COMPARTEN— SOLO SIRVE PARA PREDISPONER A ESOS MISMOS JÓVENES CONTRA TODAS LAS RELIGIONES Y CONTRA LOS CREYENTES SINCEROS. OPINO QUE EL PROPÓSITO DE UNA EDUCACIÓN LIBERAL NO CONSISTE EN AMPLIAR Y EXPANDIR NUESTROS PREJUICIOS».

Y así sucesivamente. Habría que haberle oído en el tema de los deportes obligatorios: «¡UN CONCEPTO ENGENDRADO EN UNA MENTALIDAD DE CAMISA PARDA, ABRAZADO POR LA JUVENTUD HITLERIANA!». Y sobre el reglamento que no permitía a los internos gozar de más de tres fines de semana fuera del campus en el mismo trimestre: «¿SOMOS TAN SIMPLES, A LOS OJOS DE LA ADMINISTRACIÓN, QUE SE NOS CONSIDERA SATISFECHOS PASANDO NUESTROS FINES DE SEMANA COMO HÉROES ATLÉTICOS O FOROFOS ESPECTADORES DE ENCUENTROS DEPORTIVOS? ¿NO ES POSIBLE QUE ALGUNOS DE NOSOTROS ENCONTREMOS MÁS ESTIMULO EN CASA, O EN LA CASA DE UN AMIGO, O (INCLUSO) EN UNA ESCUELA DE SEÑORITAS? ¡Y NO ME REFIERO A UNO DE ESOS BAILES SUPERORGANIZADOS Y DESLAVAZADOS POR LA PRESENCIA DE CARABINAS!».

La Voz era nuestra voz; Owen era el paladín de nuestras causas, hacía que nos enorgulleciéramos de nosotros mismos en una atmósfera que nos degradaba y amedrentaba. Pero también era una voz capaz de criticarnos. Cuando echaron a un chico de la escuela por matar gatos —linchaba ritualmente a felinos de familias del profesorado—, nos apresuramos a decir que era «morboso»; fue Owen quien nos recordó que todos los chicos (él incluido) estábamos afectados por la misma morbosidad. «¿QUIENES SOMOS PARA IMPARTIR JUSTICIA?», nos preguntaba. «YO HE MATADO RENACUAJOS Y SAPOS. ¡HE SIDO UN ASESINO MASIVO DE LA INOCENTE FAUNA!». En el artículo describía las mutilaciones realizadas en tono autocondenatorio, arrepentido; aunque también confesó su leve gamberrada de la bendita María Magdalena, me divirtió notar que no se disculpaba con las monjas de St. Michael: se lamentaba de los renacuajos y los sapos. «¿QUÉ CHICO NO HA MATADO SERES VIVOS? POR SUPUESTO, ES “MORBOSO” SER VERDUGO DE UNOS POBRES GATOS… PERO NO VEO QUE SEA PEOR QUE LO QUE LA MAYORÍA HEMOS HECHO. ESPERO QUE LO HAYAMOS SUPERADO, ¿PERO SIGNIFICA ESO QUE OLVIDEMOS QUE FUIMOS COMO ÉL? ¿RECUERDAN LOS PROFESORES LA ÉPOCA EN QUE ERAN MUCHACHOS? ¿CÓMO PUEDEN PRESUMIR DE ENSEÑARNOS ACERCA DE NOSOTROS MISMOS SI NO RECUERDAN HABER SIDO COMO NOSOTROS? SI ESTE ES UN LUGAR EN EL QUE CONSIDERAMOS QUE LA ENSEÑANZA ES TAN FABULOSA, ¿POR QUÉ NO ENSEÑAMOS A ESE CHICO QUE MATAR GATOS ES “MORBOSO”?, ¿POR QUÉ EXPULSARLO?».

Esta última frase se convirtió para él en un leitmotiv: «¿POR QUÉ EXPULSARLO?», preguntaba reiteradamente. Cuando estaba de acuerdo en que alguien debería haber sido expulsado, lo decía. Beber alcohol se castigaba con la expulsión, pero Owen argumentó que incitar a otros a beber debía ser una transgresión más punible que la bebida en solitario; además, señaló que casi ninguna forma de beber era «TAN DESTRUCTIVA COMO ÉL CASI RUTINARIO HOSTIGAMIENTO DE LOS ESTUDIANTES QUE NO SON “COJONUDOS” POR PARTE DE LOS ESTUDIANTES QUE CONSIDERAN “COJONUDO” SER VIOLENTAMENTE ABUSIVO, TANTO VERBALMENTE ABUSIVO COMO FÍSICAMENTE INTIMIDATORIO. LA BURLA CRUEL Y DELIBERADA ES PEOR QUE LA BEBIDA; LOS ESTUDIANTES QUE ATORMENTAN A SUS COMPAÑEROS DE ESTUDIOS Y SE MOFAN DESPIADADAMENTE DE ELLOS, SON CULPABLES DE LO QUE DEBERÍA SER UNA “TRANSGRESIÓN MÁS PUNIBLE” QUE EMBORRACHARSE… SOBRE TODO EN LOS CASOS EN QUE TU BORRACHERA NO PERJUDICA A NADIE SALVO A TI MISMO».

Era sabido que La Voz no bebía; él era «Café Solo Meany» y «Cajetilla Diaria Meany»; confiaba en su propio estado de alerta: era listo y quería seguir siéndolo. Su columna sobre «LOS PELIGROS DE LA BEBIDA Y LA DROGA» debió de gustar incluso a sus críticos; no temía a los docentes, pero tampoco a sus pares. Todavía estábamos en nuestro primer año, nuestro noveno curso, cuando invitó a Hester al Baile de Graduación. El año en que se graduaban Noah y Simon, Owen Meany se atrevió a invitar a la temible hermana al baile de los mayores.

—Sólo te utilizará para conocer a otros tíos —le advirtió Noah.

—Joderá con todos los de nuestra clase y a ti te dejará con las ganas —le dijo Simon.

Yo estaba furioso con él. Lamentaba no haber tenido valor de pedir a Hester que fuera mi pareja, ¿pero cómo haces para «llevar de pareja» a tu prima carnal?

Noah, Simon y yo nos compadecimos; por más que Owen se hubiese ganado nuestra admiración, se arriesgaba a pasar vergüenza —y hacérnosla pasar a nosotros tres— siendo el instrumento del debut de Hester en Gravesend Academy.

—Hester siempre quiere joder —repetía Simon hasta el cansancio.

—Sólo es una típica chica de Sawyer Depot —decía Noah con tono condescendiente.

Pero Hester sabía de Gravesend Academy mucho más de lo que cualquiera de nosotros sabía que sabía; ese fragante fin de semana de la primavera de 1959, mi prima llegó preparada. Al fin y al cabo, Owen le había enviado todos los ejemplares de The Grave; si bien en otros tiempos miraba a Owen con disgusto —lo había etiquetado de marica, de loco, de desgraciado—, Hester no era ninguna tonta. Sabía cuando surgía una estrella. Y era especialista en irreverencias; no tendría que habernos sorprendido, a Noah y a Simon y a mí, que La Voz hubiese conquistado su corazón.

Cualquiera hubiese sido su experiencia real con el barquero negro de Tórtola, el encuentro había prestado a la joven femineidad temerariamente floreciente de Hester una dosis de moderación que las mujeres adquieren sólo en los más trágicos enredos con el amor; además de su belleza oscura y primitiva —y una considerable pérdida de peso que atraía la atención hacia su imponente pecho y hacia la dureza de los huesos de su semblante melancólico—, ahora Hester se contenía apenas lo suficiente para volver su peligrosidad más sutil y más absoluta. La precaución la maduraba; siempre había sabido vestirse, lo que le venía de familia, creo. Hester usaba ropa sencilla y cara, aunque con más desenfado del que había imaginado el diseñador, y el corte nunca le sentaba a la perfección; su cuerpo pertenecía a la jungla y sólo se cubría cuando era esencial, probablemente con pieles y ramas. Para el baile se puso un corto vestido negro con tirantes de espagueti delgados como hebras; la falda era amplia, la cintura ceñida, y llevaba un escote muy bajo que dejaba a la vista un dilatado panorama del cuello y el pecho, fascinante fondo para el collar de perlas gris rosadas que tía Martha le había regalado el día que cumplió diecisiete años. No tenía medias y bailaba descalza; alrededor de un tobillo llevaba una tira de cuero negro sin curtir, de la que colgaba una turquesa de baratija que le tocaba el empeine. Quizá su valor sólo era sentimental; Noah insinuó que se la había regalado el barquero de Tórtola. En el baile de graduación, los profesores-carabinas y sus esposas no le quitaban los ojos de encima. Todos estábamos cautivados. Cuando Owen Meany bailaba con Hester, el anguloso puente de su nariz encajaba perfectamente entre los senos de ella. Nadie osó «robársela» mientras bailaban juntos.

Todos los chicos, con nuestros smokings alquilados, le temíamos más a las espinillas que a la guerra. Pero el smoking de Owen no era alquilado —se lo había comprado mi abuela— y con su corte a la medida, su ausencia de brillo, su toque de raso en las pequeñas solapas, hablaba elocuentemente de lo que para todos era obvio: La Voz expresaba lo que nosotros éramos incapaces de decir.

Como todos los bailes en la academia, aquél tocó a su fin bajo una extrema supervisión; nadie podía irse antes de que terminara; cuando uno salía para acompañar a su pareja al edificio donde se alojaban las visitas, volvía a su residencia y «fichaba la entrada» exactamente un cuarto de hora después de haber «fichado la salida» del baile. Pero Hester pasaría la noche en 80 Front Street.

Yo estaba demasiado mortificado para pasar ese fin de semana en casa de mi abuela —con Hester como pareja de Owen—, de manera que volví al piso de Dan con los otros chicos que marcaban el paso según las reglas de la escuela. Owen, que gozaba del permiso permanente de los alumnos externos para ir y volver de la academia conduciendo su vehículo, llevaría a Hester a 80 Front Street. Una vez en la cabina de la camioneta tomate, Hester y Owen quedaron libres de las reglamentaciones del Comité de Baile; encendieron sendos cigarrillos y el humo ocultaba la presunta complacencia de sus expresiones; ambos dejaron colgar un brazo por la ventanilla abierta cuando Owen subió el volumen de la radio y se alejó ingeniosamente. Con el cigarrillo en la boca, con Hester a su lado —con su smoking, en la cabina elevada de aquella camioneta tomate—, Owen Meany casi parecía alto.

Otros chicos afirmaban que «lo hacían» en los matorrales, entre el momento en que salían del baile y el que llegaban a su residencia. Algunos desplegaban técnicas de besuqueo en vestíbulos, se arriesgaban a un «magreo» en los guardarropías, desafiaban la veloz censura, por parte de quienes hacían de carabinas, con algo tan vulgar como meter la lengua en la oreja de una chica. Pero más allá del hecho indiscutible de que la nariz de Owen se empotraba entre los senos de Hester, ninguno de los dos recurrió a formas corrientes o groseras de muestras de afecto en público. Y más tarde Owen nos reprochó nuestro infantilismo, negándose a hablar de ella; si «lo hicieron», La Voz no se jactó. Llevó a Hester a 80 Front Street y vieron juntos Última Sesión; él regresó a la cantera.

—ERA BASTANTE TARDE —reconoció.

—¿Cuál era la película? —le pregunté.

—¿QUÉ PELÍCULA?

—¡En Última Sesión!

—LO HE OLVIDADO…

—Hester debió de joderle el coco —dijo Simon, malhumorado; Noah le pegó—. ¿Desde cuándo Owen «olvida» una película? —gritó Simon, pero Noah volvió a golpearlo—. ¡Owen recuerda incluso La túnica sagrada! —insistió Simon; Noah le pegó en la boca y su hermano comenzó a oscilar—. ¡No importa! —chilló Simon—. ¡Hester jode con todos!

Noah lo tenía agarrado del cuello.

—Eso no lo sabemos —le dijo a Simon.

—¡Lo pensamos! —vociferó Simon.

—Está bien pensarlo —dijo Noah a su hermano y le frotó el antebrazo contra la nariz, que empezó a sangrar—. Pero si no lo sabemos, no lo decimos.

—¡Hester le jodió el coco a Owen! —gritó Simon; Noah acercó la punta del codo al entrecejo de su hermano.

—Eso no lo sabemos —repitió; pero yo ya me había acostumbrado a sus bárbaras peleas y ya no me asustaban. Su brutalidad parecía simple y segura comparada con mis sentimientos conflictivos hacia Hester, con mi abrumadora envidia de Owen.

Una vez más, La Voz nos puso en nuestro lugar. «ES DIFÍCIL SABER, TRAS EL PERTURBADOR FIN DE SEMANA BAILABLE, SI DEBERÍAN ESTAR MÁS AVERGONZADOS DE SI MISMOS NUESTROS ESTIMADOS PARES O NUESTROS ESTIMADOS PROFESORES-CARABINAS. ES PUERIL QUE LOS JÓVENES HABLEN DE LA MEDIDA EN QUE SE APROVECHARON DE SUS PAREJAS; ESTA BARATA FANFARRONERÍA SIGNIFICA UNA FALTA DE RESPETO PARA CON LAS MUJERES Y DA MALA FAMA A LOS HOMBRES. ¿POR QUÉ CONFIARÍAN EN NOSOTROS LAS MUJERES? PERO NO ES FÁCIL SABER SI ESTE GROSERO COMPORTAMIENTO ES MEJOR O PEOR QUE LAS TÁCTICAS DE GESTAPO DE NUESTROS PURITANOS VIGILANTES. ME INFORMAN EN EL DECANATO QUE DOS ALUMNOS DEL ULTIMO CURSO HAN SIDO NOTIFICADOS DE MEDIDAS DISCIPLINARIAS DURANTE EL RESTO DEL TRIMESTRE, POR SUS SUPUESTAS “INDISCRECIONES PUBLICAS”; CREO QUE LOS DOS INCIDENTES CAEN BAJO LA ETIQUETA DE “CONDUCTA MORALMENTE REPRENSIBLE CON SEÑORITAS”.

»A RIESGO DE PARECER LASCIVO, REVELARE LA IMPRESIONANTE NATURALEZA DE ESTOS DOS PECADOS CONTRA LA ESCUELA Y CONTRA LAS MUJERES. ¡UNO! ENCONTRARON A UN CHICO “ACARICIANDO” A SU PAREJA EN LA SALA DE TROFEOS DEL GIMNASIO: COMO LOS DOS ESTABAN COMPLETAMENTE VESTIDOS —Y DE PIE— EN ESE MOMENTO, PARECE IMPROBABLE QUE SU CONTACTO PUEDA DAR POR RESULTADO UN EMBARAZO; Y AUNQUE EL GIMNASIO ES FAMOSO POR ELLO, ESTOY SEGURO DE QUE NI SIQUIERA SE HABÍAN DESCUBIERTO LO SUFICIENTE PARA CONTAGIARSE UN PIE DE ATLETA. ¡DOS! SE VIO SALIR A UN CHICO DE LA SALA DE COLILLAS DE BANCROFT HALL CON LA LENGUA EN LA OREJA DE SU CHICA. COINCIDO EN QUE ES ESTRAFALARIO Y LLAMATIVO SALIR ASÍ DE UN SALÓN DE FUMAR, PERO TAMPOCO EXISTEN DATOS DE QUE ESTE GRADO DE CONTACTO FÍSICO PUEDA RESULTAR EN UN EMBARAZO. POR LO QUE SE, POR ESTE MÉTODO INCLUSO ES DIFÍCIL TRANSMITIRSE UN CATARRO».

Después de esta columna, se volvió habitual que los postulantes —al cargo de director— solicitaran conocerlo cuando eran entrevistados. El Comité de Investigación disponía de un subcomité estudiantil para entrevistar a cada candidato, pero cuando los postulantes querían conocer a La Voz, Owen insistía en tener una AUDIENCIA PRIVADA. La cuestión de que le concedieran este privilegio fue tema de una reunión especial del profesorado, en la que muchos perdieron los estribos; Dan contó que hubo propuestas para reemplazar al profesor consejero de The Grave, hubo quienes dijeron que el «humor preñado» de la columna de Owen acerca del Baile de Graduación no debería haber escapado a la censura de dicho consejero. Pero el profesor consejero de The Grave era un partidario incondicional de Owen Meany; Mr. Early —aquel trágico profundamente fallido que dotaba a todos los papeles que le adjudicaban en los Gravesend Players de un sentido ampuloso y atontado, estilo Lear— afirmó a gritos que defendería «a muerte», si era necesario, «el genio sin tacha» de La Voz. Dan estaba seguro de que no sería necesario; pero que Owen fuese apoyado por un bobo como Mr. Early era probablemente peor que no ser defendido.

Varios candidatos al puesto de director admitieron que sus entrevistas con La Voz habían sido «desalentadoras»; tengo la certeza de que no estaban preparados para su talla, y que cuando lo oyeron hablar se les puso la piel de gallina, y que los desconcertó el absurdo de que esa voz se comunicara exclusivamente en letras mayúsculas. Uno de los candidatos favoritos retiró su solicitud; aunque no había pruebas fehacientes de que Owen hubiese contribuido a su retirada, el candidato admitió que entre los estudiantes había cierta característica de «cinismo aceptado» que lo había «deprimido». Añadió que estos estudiantes evidenciaban una «actitud de superioridad» y «tal grado de libertad de expresión como para volver su educación liberal demasiado liberal».

—¡Chorradas! —había gritado Dan Needham en el claustro—. ¡Owen Meany no es cínico! ¡Si ese tipo se refería a Owen, se refería a quien no correspondía! ¡De buena nos hemos librado!

Pero no todo el profesorado opinaba lo mismo. El Comité Investigador necesitaría otro año para satisfacer sus sondeos; el director en ejercicio accedió alegremente —por el bien de la escuela— a demorar su jubilación. Al viejo director sólo le interesaba «el bien de la escuela», y fue su apoyo a La Voz el que —por un tiempo— evitó que los enemigos de Owen cayeran sobre él.

—¡Es un muchachito delicioso! —decía el viejo director— ¡Por nada del mundo me perdería la lectura de La Voz!

Se llamaba Archibald Thorndike y siempre había sido director; se casó con la hija del director anterior a él y era tan «de la vieja escuela» como puede llegar a ser un director. Aunque los profesores más nuevos y progresistas se quejaban de la renuencia de Archie Thorndike a cambiar una sola regla —para no hablar de su visión del «chico integral»—, el director no tenía enemigos. El viejo «Thorny»,[4] como lo llamaban —y él mismo estimulaba a los estudiantes a dirigirse a él en esa forma—, era tan directoral en todas las formas complacientes, cómodas y superficiales, que nadie podía sentir hostilidad hacia él. Era alto, de hombros anchos y pelo canoso, con una cara tan sólida como un remo; de hecho era remero y un entusiasta de la vida al aire libre, un hombre que prefería los pantalones suaves y sin planchar, en general de tela caqui o de pana, y una chaqueta de tweed con coderas siempre necesitadas de alguna puntada. Llevaba la cabeza descubierta en nuestros inviernos de New Hampshire y era tan forofo de nuestros equipos —bajo el frío más riguroso— que lucía la cicatriz causada por un disco de hockey errante como si fuera una medalla al mérito; el disco le había golpeado encima del ojo mientras atendía la portería durante el partido anual Antiguos Alumnos-Equipo Universitario. Thorny era miembro honorario de varias promociones de Gravesend. Jugaba de portero en todos los partidos de antiguos alumnos.

«El hockey sobre hielo no es un deporte de mariquitas», solía decir. En otra tesitura afirmaba, en defensa de Owen Meany: «Las personas bien instruidas son quienes mejorarán la sociedad… y la mejorarán, en principio, criticándola. Y nosotros les proporcionamos los instrumentos para criticarla. Es natural que como estudiantes, los más brillantes comiencen a mejorar la sociedad criticándonos a nosotros».

A Owen, el viejo Archie Thorndike le cantaba una canción ligeramente distinta:

—Tú tienes la responsabilidad de encontrarme defectos y yo la de escucharte. Pero no esperes que cambie. Yo no voy a cambiar, voy a retirarme. Consigue que el nuevo director haga los cambios; fue entonces cuando yo introduje modificaciones, cuando era nuevo en el puesto.

—¿QUÉ CAMBIOS INTRODUJO? —le preguntó Owen Meany.

—¡Ésa es otra de las razones por las que me retiro! —respondió amablemente el viejo Thorny—. ¡Me está empezando a fallar la memoria!

Owen consideraba que Archibald Thorndike era un tonto de capirote sumamente afectuoso; pero todos, incluso La Voz, consideraban que el viejo Thorny era una buena persona. «NADA ES TAN DIFÍCIL COMO LIBRARSE DE LAS BUENAS PERSONAS», escribió Owen para The Grave; pero hasta Mr. Early fue lo bastante listo para censurar eso.

Llegó el verano; La Voz volvió a trabajar en las canteras —no creo que dijera mucho en las minas— y yo conseguí mi primer empleo. Hacía de guía en la oficina de admisiones de Gravesend Academy; mostraba la escuela a estudiantes en perspectiva y a sus padres; a pesar de lo aburrido que era no resultaba arduo. Tenía las llaves maestras, lo que significaba la mayor responsabilidad que jamás me hubieran delegado; podía elegir libremente qué aula «típica» y qué dormitorio colectivo «típico» mostraría. En Waterhouse Hall escogía dormitorios al azar, con la vaga esperanza de sorprender a Mr. y Mrs. Brinker-Smith en su juego de camas musicales; pero ahora los gemelos eran mayores y quizá los Brinker-Smith no «lo hacían» con su anterior entusiasmo.

Al anochecer, en Hampton Beach, Owen me parecía fatigado. Yo me presentaba en la oficina de admisiones a las diez, para mi primera visita guiada, mientras que él se metía en el cangilón a las siete de la mañana. Tenía las uñas resquebrajadas, las manos cortadas e hinchadas, los brazos bronceados, delgados y duros. No hablaba de Hester. El verano del 59 fue el primero en que tuvimos algún éxito ligando; mejor dicho, Owen tenía éxito y me presentaba a las chicas que conocía. No «lo hicimos» aquel verano; al menos yo no lo hice y, por lo que sé, Owen nunca tuvo una cita a solas con una chica.

—O SALIMOS LOS CUATRO O NO SALIMOS —decía a una sorprendida chica tras otra—. INVITA A TU AMIGA U OLVIDALO.

Ya no nos asustaba recorrer a pie las galerías de tragaperras de alrededor del casino; los gamberros delincuentes todavía fastidiaban a Owen, pero enseguida se labró una fama de intocable.

—¿QUIERES DARME UNA PALIZA? —le decía a algún bruto—. ¿QUIERES QUE TE METAN EN LA CÁRCEL? ERES TAN FEO QUE NO TENDRÉ PROBLEMAS EN RECORDAR TU CARA. —Entonces me señalaba—. ¿VES A ESE? ¿ERES TAN CRETINO QUE NO SABES LO QUE ES UN TESTIGO? ¡ADELANTE, PÉGAME! —una sola vez un tipo lo hizo… o lo intentó. Fue como ver a un perro en pos de un mapache; el perro hace todo el trabajo, el mapache saca provecho. Owen se limitó a protegerse de los golpes; por su parte, sólo se dedicó a manos y pies; primero se dirigió a los dedos de la mano, pero se contentó con arrancar un zapato y retorcer los de los pies. Recibió un embate pero se envolvió como un ovillo, sin dejar las extremidades a la vista. Le rompió el meñique al otro; lo dobló tanto que después de la pelea el dedo pequeño del tipo sobresalía recto por el dorso de la mano. También le arrancó los zapatos y le mordió los dedos de los pies; hubo una gran efusión de sangre, pero el tipo llevaba el calcetín puesto y no vi el daño producido, pero sí los problemas que tenía para andar. Un vendedor ambulante de algodón de azúcar se lo arrancó de las manos a Owen; poco más tarde lo arrestaron por gritar obscenidades y oímos decir que lo enviaron a un reformatorio porque iba conduciendo un coche robado. Nunca volvimos a verlo en el paseo y corrió el rumor —en la franja costera, alrededor del casino y en el paseo de tablas— de que era peligroso meterse con Owen; decían que le había arrancado una oreja a alguien a mordiscos. Otro verano oí decir que había dejado ciego a un tipo con el palito de un chupa-chups. En Hampton Beach no tenía importancia que los informes no fuesen exactamente ciertos. Owen era «ese petimetre enano de la camioneta colorada», era el «cantero que lleva alguna herramienta encima». Era «un cabrón liliputiense: cuidado con él».

Teníamos diecisiete años y pasamos un verano alicaído. En el otoño, Noah y Simon ingresaron en un college de la Costa Oeste; era una de esas universidades californianas de las que en la Costa Este nadie recuerda nunca su nombre. Y los Eastman persistieron en su desatino de considerar que Hester no era una buena inversión; la enviaron a la Universidad de New Hampshire, donde —como residente— se ganó a pulso el derecho a la enseñanza pública.

«Quieren mantenerme en su propio patio trasero», era la forma en que mi prima lo expresaba.

«LA PUSIERON EN NUESTRO PATIO TRASERO», era la forma en que lo expresaba Owen: la universidad estatal estaba a veinte minutos en coche de Gravesend. El hecho de que fuera una universidad mejor que el club de bronceado al que asistían Noah y Simon en California no era un argumento que impresionara a Hester; los varones viajaban, los varones disfrutaban de un clima más agradable… ella tenía que quedarse en casa. Para los nativos de New Hampshire, la universidad estatal —pese a ofrecer una educación básicamente sólida— no era exótica; para los estudiantes de Gravesend Academy, con sus ojos elitistas puestos en las distinguidas escuelas de la Ivy League, era un «college para ganado», más allá de una posible redención. Pero en el otoño del 59, cuando iniciamos el décimo curso en la academia, nuestros condiscípulos consideraban a Owen especialmente dotado porque salía con una chica de college; que Hester fuera alumna de un college para ganado no empañaba la reputación de Owen. Era Meany Mujeriego, era Maestro Mujeres-Mayores, todavía era y siempre sería La Voz. Reclamaba atención y la obtenía.

Toronto: 9 de mayo de 1987. Gary Hart, un exsenador estadounidense de Colorado, abandonó su campaña para la presidencia después de que unos reporteros de Washington lo pescaran pasando un fin de semana con una modelo de Miami; aunque tanto la modelo como el candidato aseveraron que no había ocurrido nada «inmoral» y que Mrs. Hart afirmó que respaldaba a su marido —o tal vez que lo «comprendía»—, Mr. Hart decidió que tan intenso escrutinio de su vida personal creaba una «situación intolerable» para él y su familia. Volverá, ¿qué te juegas? En los Estados Unidos, nadie como él desaparece mucho tiempo. ¿Recuerdas a Nixon?

¿Qué saben de moral los estadounidenses? No quieren que sus presidentes tengan pene, pero no les molesta que acuerden furtivamente apoyar a las fuerzas rebeldes nicaragüenses después de que el Congreso frenara dicha ayuda; no quieren que sus presidentes engañen a la esposa, pero no les molesta que engañen al Congreso. ¡Le mienten al pueblo y violan la Constitución del pueblo! Lo que tendría que haber dicho Mr. Hart era que no había ocurrido nada inusualmente inmoral, o que lo ocurrido sólo era típicamente inmoral; o que estaba poniendo a prueba su habilidad para engañar al pueblo de los Estados Unidos engañando primero a su mujer… y que abrigaba la esperanza de que el pueblo lo viera como un ejemplo de que era suficientemente inmoral para ser un buen presidente. Puedo oír lo que habría dicho de todo esto La Voz.

Hoy es un día soleado; mis conciudadanos canadienses están de panza al sol en Winston Churchill Park. Todas las chicas de la Bishop Strachan se tironean las blusas marineras hacia arriba y se suben las faldas plisadas; se bajan los calcetines hasta los tobillos. Todo el mundo quiere estar moreno. Pero Owen detestaba la primavera; el tiempo cálido le hacía pensar que estaban a punto de acabar las clases y a él le encantaba la escuela. En cuanto se acababan las clases, Owen Meany volvía a las canteras.

Cuando empezó de nuevo la escuela —cuando comenzamos el primer trimestre de 1959— comprendí que La Voz no había estado ociosa durante el verano; Owen volvió a la escuela con un montón de columnas listas para The Grave. Exhortó al Comité de Investigación a que encontrara un nuevo director dedicado a servir a los profesores y estudiantes, «NO A UN SIRVIENTE DE LOS ANTIGUOS ALUMNOS Y DE LOS ADMINISTRADORES». Aunque se reía de Thorny —en especial de la noción del viejo Archie Thorndike sobre «el muchacho integral»—, alababa a nuestro director cesante por ser «PRIMERO UN EDUCADOR, SEGUNDO UN RECAUDADOR DE FONDOS». Owen advirtió al Comité de Investigación: «CUIDADO CON LA JUNTA DE ADMINISTRACIÓN; SUS MIEMBROS ELEGIRÁN A UN DIRECTOR MÁS INTERESADO EN LAS CAMPAÑAS DE RECAUDACIÓN DE FONDOS QUE EN LOS ESTUDIOS O EN LOS DOCENTES QUE LOS IMPARTEN. ¡Y NO ESCUCHÉIS A LOS ANTIGUOS ALUMNOS!», aconsejaba La Voz; Owen tenía una pésima opinión de los exalumnos. «NI SIQUIERA PUEDE CONFIARSE EN QUE RESCATEN DEL OLVIDO LO QUE SIGNIFICA REALMENTE ESTAR AQUÍ; SIEMPRE SE LLENAN LA BOCA CON LO QUE LA ESCUELA HIZO POR ELLOS, O CON LO QUE LA ESCUELA HIZO DE ELLOS, COMO SI HUBIESEN SIDO ARCILLA INFORME CUANDO LLEGARON AQUÍ. EN CUANTO A LO DURA QUE PUEDE SER LA ESCUELA, EN CUANTO A LO DESDICHADOS QUE FUERON EN SU ÉPOCA DE ESTUDIANTES… LOS ANTIGUOS ALUMNOS LO HAN OLVIDADO CONVENIENTEMENTE».

En la reunión del claustro, alguien llamó «cagarrito» a Owen; Dan Needham argumentó que en realidad Owen adoraba la escuela, pero que la educación en Gravesend no enseñaba y no debía enseñar el respeto por un amor acrítico, por una devoción ciega. Llegó a ser más difícil defender a Owen cuando se manifestó en contra del pescado todos los viernes, y se dedicó a reunir firmas.

«CONTAMOS CON UNA IGLESIA ACONFESIONAL», señaló. «¿POR QUÉ TENEMOS UN COMEDOR CATÓLICO? SI LOS CATÓLICOS QUIEREN COMER PESCADO LOS VIERNES, ¿POR QUÉ DEBEMOS COMERLO LOS DEMÁS? ¡LA MAYORÍA DE LOS ALUMNOS ODIAN EL PESCADO! QUE SIRVAN PESCADO, PERO QUE SIRVAN ALGO MÁS: FIAMBRES, INCLUSO SANDWICHES DE MANTECA DE CACAHUETES Y JALEA. SOMOS LIBRES DE ESCUCHAR AL PREDICADOR INVITADO EN HURD’S CHURCH, O PODEMOS ASISTIR A CUALQUIER IGLESIA DE LA CIUDAD QUE ELIJAMOS; LOS JUDÍOS NO ESTÁN OBLIGADOS A COMULGAR, LOS UNITARIOS NO SON ARRASTRADOS A MISA —NI A LA CONFESIÓN—, LOS BAPTISTAS NO SE REÚNEN LOS SÁBADOS NI SON CONDUCIDOS EN MANADA A LA SINAGOGA (NI A SU INVOLUNTARIA CIRCUNCISIÓN). SIN EMBARGO, LOS NO CATÓLICOS ESTÁN OBLIGADOS A COMER PESCADO; LOS VIERNES COMES PESCADO O PASAS HAMBRE. YO CREÍA QUE VIVÍAMOS EN UNA DEMOCRACIA. ¿ESTAMOS TODOS OBLIGADOS A SUSCRIBIR EL ENFOQUE CATÓLICO DEL CONTROL DE LA NATALIDAD? ¿ACASO ESTAMOS TODOS OBLIGADOS A INGERIR COMIDA CATÓLICA?».

Instaló una silla y un escritorio en la oficina de correos de la escuela para reunir firmas que sustentaran su petición; todo el mundo firmó, naturalmente. «¡HASTA LOS CATÓLICOS FIRMARON!», anunció La Voz. Dan Needham contó que el encargado del servicio de comedor montó un numerito en la reunión de profesores.

—¡La próxima vez, ese cagarrito querrá un mostrador con ensaladas! ¡Pretenderá una alternativa a todos los menús, no sólo al de los viernes!

En su primera columna, La Voz había atacado la CARNE MISTERIOSA; ahora le tocó el turno al pescado. «ESTA IMPOSICIÓN INJUSTA PROMUEVE LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA», dijo La Voz; Owen veía surgir por todos lados señales de anticatolicismo. «CORREN RUMORES DESAGRADABLES», informó. «EL CLIMA DE LA ESCUELA SE ESTA VOLVIENDO DISCRIMINATORIO. OIGO UNA CALUMNIA OFENSIVA, “DEPREDADORES DE LA CABALLA”, ALGO QUE JAMAS SE HABÍA ESCUCHADO AQUÍ». Sinceramente, yo nunca oí que nadie empleara la expresión «depredadores de la caballa», excepto él mismo.

Y no podíamos pasar por St. Michael —para no hablar de la bendita estatua de María Magdalena— sin que dijera:

—ME PREGUNTO EN QUE ANDAN LAS PINGÜINOS. ¿SERÁN TODAS LESBIANAS?

El primer viernes después de las vacaciones de Acción de Gracias sirvieron fiambres y sandwiches de manteca de cacahuetes y jalea con el plato habitual de pescado; también podías coger un cuenco con sopa de tomate y ensalada de patatas. Owen había ganado. Fue recibido con una ovación en el comedor. Como becario, tenía asignada una tarea: era camarero en la mesa de los profesores; el tamaño de su cuerpo apenas doblaba el de la bandeja del servicio y permaneció en posición de firmes a su lado, como si fuera un escudo, mientras los estudiantes lo aplaudían y los profesores sonreían, algo tiesos.

El viejo Thorny lo llamó a su despacho.

—Como sabes, chiquillo, me caes bien —le dijo—. ¡Eres ambicioso! Pero permíteme que te dé un consejo. Tus amigos no te vigilan tan de cerca como tus enemigos… y tienes enemigos. ¡En menos de dos años te has ganado más que yo en veinte! Pero ten cuidado, no des a tus enemigos la oportunidad de ponerte en un aprieto.

Thorny quería que Owen hiciera de timonel en el equipo de regatas universitario; tenía la talla ideal y —al fin y al cabo— se había criado en el Squamscott. Pero Owen decía que los cascarones de carrera siempre habían ofendido a su padre.

—OCURRE QUE LA SANGRE TIRA MÁS QUE LA ESCUELA —respondió al director; además, el río estaba contaminado. En aquellos tiempos, la ciudad no tenía un alcantarillado correcto; la planta textil, la antigua fábrica de calzado de mi abuelo, y muchas casas particulares arrojaban sus desperdicios, sencillamente, en el Squamscott. Owen afirmó que con frecuencia veía «escarabajos de agua» flotando en el río; los escarabajos de agua todavía le ponían la piel de gallina.

Y en el otoño le gustaba nuestro fútbol; por supuesto, Owen no participaba en el equipo universitario ni en el escolar, pero se divertía jugando al fútbol, incluso al nivel inferior de un club. Era rápido y peleón, aunque solía quedarse sin respiración por lo mucho que fumaba. Y en primavera —la otra estación apta para el remo— le gustaba jugar al tenis; no lo hacía muy bien, sólo era un principiante, pero mi abuela le compró una estupenda raqueta y él apreciaba el orden reinante en este deporte. Las líneas rectas de color blanco, la adecuada tensión de la red a la altura exactamente correcta, el tanteo preciso. En invierno —¡Dios sabrá por qué!— le gustaba el baloncesto… con cierta perversión, quizá, porque era un deporte para gente alta. Por cierto, sólo jugaba en los partidos de entrenamiento —nunca habría podido integrarse en ningún equipo—, pero lo hacía con entusiasmo; era todo un saltador; tenía un tiro en suspensión que lo elevaba casi al nivel de los ojos de los demás jugadores y se obsesionó con un floreo imposible del juego («imposible» para él): el mate. Entonces no lo llamábamos «mate», sino «canasta desde arriba», y no abundaba: casi ninguno de los chicos era lo bastante alto. Naturalmente, Owen nunca saltaría tanto como para estar por encima del aro; encestar haciendo descender el balón era una tontería que sólo podía ocurrírsele a él, una meta absurda.

Inventó un acercamiento a la cesta; avanzaba a buena velocidad y sincronizaba el salto para que coincidiera con la disposición de un compañero a auparlo más alto: saltaba a sus brazos abiertos y el compañero (en ocasiones) lo remontaba por encima del aro de la canasta. Yo era el único que no me negaba a practicar con él este movimiento sincrónico; era una ridiculez que quisiera hacerlo, que alguien de su talla se planteara el reto de elevarse y llegar tan alto; como era algo tan absurdo, me harté de tan insensata y repetitiva coreografía.

—¿Por qué estamos haciendo esto? —le pregunté—. Nunca funcionará en un partido. Con toda probabilidad, ni siquiera es legal. No puedo alzarte hasta la canasta, estoy seguro de que no está permitido.

Pero Owen me recordó que en otros tiempos, en la escuela dominical, yo había disfrutado alzándolo. Ahora que a él le interesaba, para conseguir la simultaneidad de su salto con mi impulso ascendente, ¿por qué no podía darle el gusto sin criticarlo?

—¡TOLERE QUE ME ALZARAIS… TODOS AQUELLOS AÑOS, CUANDO OS ROGABA QUE NO LO HICIERAIS! —exclamó.

—«Todos aquellos años» —repetí—. Sólo fueron unas pocas clases en la escuela dominical, algo que sólo duró un par de años… y no lo hacíamos todas las veces.

Pero ahora para él era importante este delirante alzamiento, de modo que lo hacíamos. Entre nosotros se convirtió en una proeza acrobática bien ensayada. «Mate Meany», comenzaron a llamarle algunos chicos del equipo de baloncesto; Maestro Mate había perfeccionado este recurso. Hasta el entrenador lo elogió.

—Es posible que te incluya en un partido, Owen —le dijo en broma.

—NO ES PARA UN PARTIDO —replicó Owen Meany, que para todo tenía sus motivos personales.

En las vacaciones navideñas del 59 pasamos horas en el gimnasio de la academia todos los días; estábamos solos y tranquilos —todos los internos habían ido a pasar la Navidad con su familia— y nos sentíamos cabreados con los Eastman, que parecían empeñados en no invitarnos a Sawyer Depot. Noah y Simon habían llevado a su casa a un amigo de California, Hester «entraba y salía», una vieja amiga de tía Martha, de sus tiempos universitarios, «podía» ir a visitarla. Owen y yo estábamos seguros de que la verdadera razón por la que no nos invitaban era que tía Martha quería desalentar la relación entre él y Hester. Mi prima le había contado a Owen que su madre se refería a él como «el chico que bateó aquella pelota», y como «ese extraño amiguito de John», y «ese chico al que mi madre disfraza como si fuera un muñeco». Claro que Hester tenía tan mal concepto de su madre y era tan follonera que podía habérselo inventado todo y habérselo dicho a Owen principalmente para que él también le cogiera aversión a tía Martha. A Owen no parecía importarle.

Me habían concedido una prórroga para concluir dos ejercicios del último trimestre durante los días festivos, por lo que tampoco eran unas verdaderas vacaciones; Owen me ayudó con el trabajo de Historia y me escribió el de Literatura.

—NO ESCRIBÍ TODO CORRECTAMENTE A PROPÓSITO. COMETÍ ALGUNOS ERRORES GRAMATICALES… SEMEJANTES A LOS QUE COMETES TU HABITUALMENTE —me dijo—. EN OCASIONES ME REPITO Y ADEMAS NO MENCIONO PARA NADA LA PARTE CENTRAL DEL LIBRO… COMO SI TE LA HUBIERAS SALTADO. Y ES LA QUE TE SALTASTE, ¿VERDAD?

Era un problema: mi escritura en clase, mis cuestionarios y mis exámenes, no eran tan buenos como los trabajos en que me ayudaba Owen. Sin embargo, estudiábamos juntos para todas las pruebas anunciadas y paulatinamente fui mejorando como estudiante. A causa de mi mala ortografía me apunté en un curso optativo para alumnos atrasados, lo que era marginalmente insultante, y —también debido a mi ortografía y a mi frecuente rendimiento desigual cuando me pedían que expusiera en clase— me indicaron que visitara una vez por semana al psiquiatra de la escuela. Gravesend Academy estaba acostumbrada a los buenos estudiantes; cuando alguien se esforzaba académicamente —incluso cuando uno no sabía deletrear correctamente—, se suponía que debía tratarse con un matasanos.

La Voz también dijo algo al respecto. «A MÍ ME PARECE QUE QUIENES NO APRENDEN CON TANTA FACILIDAD COMO OTROS PADECEN ALGÚN TIPO DE IMPEDIMENTO EN EL APRENDIZAJE… QUE HAY ALGO QUE INTERFIERE EN LA FORMA EN QUE PERCIBEN LOS NÚMEROS Y LAS LETRAS, QUE HAY ALGO DIFERENTE EN LA MANERA EN QUE ASIMILAN LO QUE LES ES DESCONOCIDO, PERO NO ENTIENDO COMO ESTA DESVENTAJA PUEDE ALLANARSE MEDIANTE UNA CONSULTA PSIQUIÁTRICA. LO QUE PARECE HABER ES UNA CARENCIA DE APTITUD TÉCNICA CON LA QUE NACEMOS AQUELLOS QUE SOMOS ETIQUETADOS DE “BUENOS ESTUDIANTES”. ALGUIEN DEBERÍA INVESTIGAR CONCRETAMENTE ESTÁS TÉCNICAS DE APRENDIZAJE Y ENSEÑARLAS. ¿QUÉ TIENE QUE VER LA PSIQUIATRÍA CON ESTE PROCESO?».

Corrían los tiempos en que no habíamos oído hablar de la dislexia ni de otras «minusvalías para el aprendizaje», los estudiantes como yo eran considerados sencillamente estúpidos o lentos. Fue Owen quien aisló mi problema.

—SE DEBE SOBRE TODO A UNA CUESTIÓN DE LENTITUD —diagnosticó—. ERES CASI TAN INTELIGENTE COMO YO, PERO NECESITAS EL DOBLE DE TIEMPO PARA APRENDER ALGO.

El psiquiatra de la escuela —un suizo retirado que todos los veranos volvía a Zurich— estaba convencido de que mis dificultades como estudiante eran la consecuencia de que mi mejor amigo hubiese «matado» a mi madre, y de las «tensiones y conflictos» que veía como «resultado inevitable» de que dividiera mi vida entre mi abuela y mi padrastro.

—A veces debes odiarlo… ¿no? —musitó un día el Dr. Dolder.

—¿Odiar a quién? —pregunté—. ¿A mi padrastro? ¡No, adoro a Dan!

—Tu mejor amigo… a veces a él lo odias. ¿No? —inquirió el Dr. Dolder.

—¡No! —exclamé—. Adoro a Owen… aquello fue un accidente.

—Sí, ya sé. Sin embargo… tu abuela tal vez sea un recordatorio muy penoso… ¿no?

—¿Un «recordatorio»? ¡Adoro a mi abuela!

—Sí, ya sé —dijo el Dr. Dolder—, pero este asunto del béisbol… es muy difícil, imagino…

—¡Sí! —salté—. Odio el béisbol.

—Por supuesto. Yo nunca he visto un partido, de modo que me resulta difícil imaginar exactamente… ¿qué te parece si vamos juntos a un partido?

—No —dije—. No juego al béisbol y ni siquiera lo veo.

—Sí, comprendo. Lo odias tanto… ¡Comprendo!

—No sé ortografía —dije— Soy un lector lento, me fatigo… tengo que señalar con el dedo la oración por donde voy si no quiero perderme…

—Tiene que ser duro… el béisbol, me refiero. ¿No?

—Sí, muy duro —suspiré.

—Sí, comprendo —repitió el Dr. Dolder—. ¿Ahora estás cansado? ¿Te estás fatigando?

—Se trata de la ortografía —le dije—. La ortografía y la lectura.

En las paredes de su consultorio en la enfermería Hubbard había viejas fotos en blanco y negro de las esferas del reloj de agujas de la catedral de Zurich, y de aves acuáticas en el Limmat, y de la gente alimentando a esas aves desde esas raras pasarelas arqueadas del puente. Mucha gente llevaba sombrero; mirando las fotos casi oías dar la hora a los relojes de la catedral.

El Dr. Dolder tenía una expresión curiosa en su cara alargada de chivo. Su barba de canas plateadas a lo Vandyke estaba pulcramente recortada, pero él a menudo se la mesaba.

—Una pelota de béisbol —dijo, con tono reflexivo— La próxima vez traerás una… ¿no?

—Sí, por supuesto.

—Y ese pequeño bateador, La Voz… ¿no? También me gustaría mucho hablar con él —sugirió el Dr. Dolder.

—Le preguntaré a Owen si tiene tiempo libre —respondí.

«NI SOÑARLO», dijo Owen Meany cuando se lo pregunté. «¡YO NO COMETO NI UN SOLO ERROR DE ORTOGRAFÍA!».

Toronto: 11 de mayo de 1987. Lamento haber tenido el dinero suelto justo para sacar The Globe and Mail del puesto automático de la esquina; llevaba tres monedas de diez en el bolsillo y una frase de un artículo de primera plana me atrajo irresistiblemente. «No estaba claro cómo pensaba hacer Mr. Reagan para que su Administración mantuviera la ayuda a los contras sin apartarse de los marcos legales».

¿Desde cuándo le importaba a Mr. Reagan «no apartarse de los marcos legales»? Ojalá el presidente hubiese pasado un fin de semana con una modelo de Miami; habría causado muchos menos estropicios. ¡Piensa en lo aliviados que estarían los nicaragüenses, aunque sólo fuera durante un fin de semana! ¡Tendríamos que buscar una modelo para que el presidente pasara todos los fines de semana con ella! Si lográramos agotar al vejete, no sería capaz de más maldades dañinas. ¡Qué moralistas son los ciudadanos estadounidenses! ¡Con qué fervor se relamen sacando a la luz su comportamiento sexual! Es una lástima que no concentren su indignación moral en la arrogancia de su presidente al saltarse la ley; es una lástima que no den rienda suelta a su celo moral sobre una Administración que proporciona armas a los terroristas. Pero la moral de alcoba exige menos imaginación y pueden ocuparse de ella sin el esfuerzo de mantenerse al día en los asuntos del mundo… o sin molestarse siquiera en conocer «toda la historia» que subyace tras la aventura sexual.

Otro día soleado; los frutales están en flor, especialmente los perales, los manzanos de cultivo y los silvestres. Hay posibilidades de chubascos. A Owen le gustaba la lluvia. En el verano, en el fondo de una cantera podía hacer un calor bochornoso y el polvo siempre estaba presente; la lluvia refrescaba las rocas, mantenía bajo el polvo.

«A TODOS LOS CANTEROS LES GUSTA LA LLUVIA», decía Owen Meany.

Dije a mis alumnas de la clase de Literatura Nivel 12 que volvieran a leer la que Hardy había denominado primera «etapa» de Tess d’Uberville, titulada «La doncella».

Aunque había llamado su atención sobre la afición de Hardy a prefigurar situaciones, todas estaban especialmente soñolientas como para reconocer este tipo de artimañas. ¿Cómo podían haber leído con tamaña negligencia la muerte del caballo? «Nadie culpó tanto a Tess como ella misma», escribe Hardy; incluso dice: «Su rostro estaba seco y pálido, como si se viera a sí misma como una asesina». ¿Y qué interpretaron del aspecto físico de Tess? «Un porte exuberante, un desarrollo pleno, que la hacía parecer más mujer de lo que realmente era». No le sacaron ningún provecho.

—¿Ninguna de vosotras se ve así… a sí misma? —pregunté a la clase—. ¿Qué pensáis cuando veis que una de vosotras tiene ese aspecto?

Silencio.

¿Y qué pensaban que había ocurrido al final de la primera «etapa»? ¿Fue Tess seducida o violada? «Estaba profundamente dormida», escribe Hardy. ¿Quiere decir que D’Uberville «se lo hizo» mientras dormía?

Silencio.

Antes de que se tomaran la molestia de leer la segunda «etapa» de Tess, titulada «Nunca más doncella», sugerí que se molestaran en releer «La doncella»… o que la leyeran por primera vez, según el caso.

—Prestad atención —les advertí—. Cuando Tess dice «¿Nunca se te ocurrió pensar que lo que toda mujer dice es sentido por algunas?», prestad mucha atención. Prestad atención al sitio donde está enterrado su hijo, «en ese miserable rincón asignado por Dios, donde el Señor deja crecer las ortigas y donde yacen todos los bebés sin bautizar, los borrachos célebres, los suicidas y otros presumiblemente condenados». Preguntaos a vosotras mismas qué piensa Hardy de la «asignación de Dios», y qué piensa de la mala suerte, de la casualidad, de las así llamadas circunstancias que escapan a nuestro control. ¿Imagina el autor que tener un temperamento virtuoso expone a más o a menos riesgos en este mundo?

—Señor —dijo Leslie Ann Grew. Esta era una expresión anticuada; hace años que nadie me llama «señor» en la Bishop Strachan, a menos que sea una alumna recién llegada… y ella lleva años aquí—. Si mañana hace un buen día, ¿podemos dar la clase al aire libre?

—No —dije; pero soy tan lento, me siento tan torpe. Sé qué le habría respondido La Voz.

«SOLO SI LLUEVE», habría dicho Owen. «SI LLUEVE A CANTAROS, DAREMOS LA CLASE FUERA».

Al principio del trimestre de invierno, en nuestro décimo curso en Gravesend Academy, el gotoso pastor de la escuela —el reverendo Scammon, oficiante del culto aconfesional de la academia y soso maestro de nuestras clases de Religión y Sagradas Escrituras— se partió la cabeza en los helados peldaños de Hurd’s Church y no recuperó la conciencia. Owen opinaba que el reverendo Mr. Scammon nunca estuvo plenamente consciente. Durante semanas enteras, después de su defunción, sus vestiduras y su bastón siguieron colgados del perchero de la sacristía… como si el anciano Scammon sólo se hubiese ausentado para ir al lavabo contiguo. Contrataron al reverendo Lewis Merrill como interino para nuestras clases de Religión y Sagradas Escrituras, y se formó un Comité de Investigación para encontrar un nuevo clérigo escolar.

Owen y yo habíamos padecido juntos Religión Uno en el noveno curso: el abarcador enfoque que aplicaba Mr. Scammon a las religiones más importantes del mundo, desde César hasta Eisenhower. Estábamos sufriendo las clases de Sagradas Escrituras y de Religión Dos de Mr. Scammon, cuando los helados escalones de Hurd’s Church se elevaron para salir a su encuentro. El reverendo Merrill llevó a ambos cursos su consabido tartamudeo y sus dudas casi igualmente conocidas. En Sagradas Escrituras nos puso a trabajar en la Biblia, a encontrar abundantes ejemplos de Isaías 5:20: «¡Hay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo!». En Religión Dos —un curso de pesada lectura sobre «Religión y Literatura»— nos dio instrucciones de que acertáramos con el significado que en Ana Karenina había dado Tolstoi al siguiente párrafo: «No había solución, salvo la solución universal que da la vida a todas las cuestiones, incluso las más complejas e insolubles. La respuesta es: uno debe ocuparse de las necesidades de la época… es decir olvidarse de sí mismo».

En ambas clases, el pastor Merrill predicaba su filosofía de la-duda-es-la-esencia-y-no-la-enemiga-de-la-fe; ahora este punto de vista interesaba más a Owen que en otros tiempos. El secreto evidente era «creer sin que se operen milagros»; una fe que necesitaba de los milagros no era fe. No pidas pruebas: ese era el mensaje rutinario de Mr. Merrill.

—PERO TODO EL MUNDO NECESITA UNA PEQUEÑA PRUEBA —dijo Owen Meany.

—La misma fe es un milagro, Owen —respondió el pastor Merrill—. El primer milagro en el que creo es mi propia fe.

Owen parecía dubitativo, pero no dijo nada. Nuestra clase de Religión Dos —y también la de Sagradas Escrituras— estaba compuesta por una pandilla de ateos; con excepción de Owen Meany, éramos un puñado de imbéciles tan negativos y antitodo, que pensábamos que Jack Kerouac y Allen Ginsberg eran escritores más interesantes que Tolstoi. Así, el reverendo Lewis Merrill, con su tartamudeo y su trillado baúl de dudas, estaba muy atareado con nosotros. Nos hizo leer El poder y la gloria, de Greene. Owen escribió su ejercicio trimestral sobre «EL SACERDOTE DEL WHISKY: UN SANTO DESASTRADO». También leímos Retrato del artista adolescente, de Joyce, y Barrabás, de Lagerkvist, y Los hermanos Karamazov, de Dostoievski. Owen escribió mi ejercicio trimestral sobre «EL PECADO Y SMERDIAKOV: UNA COMBINACIÓN LETAL». ¡Pobre pastor Merrill! Mi antiguo ministro congregacionalista se vio repentinamente lanzado al papel de defensor del cristianismo… e incluso Owen razonaba en los términos de la defensa de Mr. Merrill. Toda la clase adoraba a Sartre y a Camus; para nosotros, los adolescentes, era emocionante el concepto de la «incontestable evidencia de una vida sin consuelo». El reverendo Merrill contraatacaba humildemente con Kierkegaard: «Nadie tiene derecho a engañar a otros llevándoles a creer que la fe no tiene gran significación, o que es una cuestión fácil, pues es la más grande y difícil de todas las cosas».

Owen, que había albergado sus dudas respecto al pastor Merrill, se convirtió en su defensor.

—QUE UN GRUPO DE ATEOS SEAN MEJORES ESCRITORES QUE LOS TIPOS QUE ESCRIBIERON LA BIBLIA NO INDICA, NECESARIAMENTE, QUE TENGAN RAZÓN —dijo, malhumorado—. MIRAD ESOS EXTRAÑOS REALIZADORES DE MILAGROS DE LA TELE. ¡ESTÁN TRATANDO DE HACER QUE LA GENTE CREA EN LA MAGIA! PERO LOS AUTÉNTICOS MILAGROS NO PUEDEN VERSE, SON COSAS EN LAS QUE HAY QUE CREER SIN VERLAS. ¡SI ALGÚN PREDICADOR ES UN CABRÓN, ESO NO DEMUESTRA QUE DIOS NO EXISTE!

—Sí, pero no digamos «cabrón» en clase, Owen —dijo el pastor Merrill.

Y en nuestra clase de Sagradas Escrituras, Owen dijo:

—ES CIERTO QUE LOS DISCÍPULOS SON ESTÚPIDOS… NUNCA ENTIENDEN LO QUE QUIERE DECIR JESÚS, SON UNA PANDILLA DE CHAPUCEROS, NO CREEN EN DIOS POR MUCHO QUE QUIERAN CREER, E INCLUSO TRAICIONAN A JESÚS. LA CUESTIÓN ES QUE DIOS NO NOS AMA PORQUE SEAMOS INTELIGENTES NI PORQUE SEAMOS BUENOS. SOMOS BURROS Y SOMOS MALOS, Y DIOS IGUALMENTE NOS AMA. JESÚS ADVIRTIÓ A ESOS DISCÍPULOS CAGONES LO QUE IBA A OCURRIR. «EL HIJO DEL HOMBRE SERA ENTREGADO EN MANOS DE LOS HOMBRES, Y LE MATARAN». ¿LO RECORDÁIS? ESTÁ EN MARCOS.

—Sí, pero no digamos «discípulos cagones» en clase, Owen —dijo Mr. Merrill. Pero aunque se esforzaba por defender la Santa Palabra de Dios, Lewis Merrill —por primera vez, en mi recuerdo— parecía contento consigo mismo. Le animaba que atacaran su fe; estaba más vivaz y menos manso.

—NO CREO QUE LOS CONGREGACIONALISTAS HABLEN NUNCA CON ÉL —dijo Owen—. CREO QUE SE SIENTE SOLO Y NECESITA CONVERSACIÓN; AUNQUE SOLO CONSIGA ENROLLARSE EN UNA DISCUSIÓN, AL MENOS NOSOTROS LE HABLAMOS.

—No creo que su mujer le dirija nunca la palabra —observó Dan Needham. Y las expresiones monosilábicas de los ariscos hijos del pastor Merrill no eran del estilo que invita a conversar.

«¿POR QUÉ LA ESCUELA PIERDE EL TIEMPO CON DOS COMITÉS INVESTIGADORES?», preguntó La Voz en The Grave. «QUE BUSQUEN UN DIRECTOR, NECESITAMOS UN DIRECTOR PERO NO NECESITAMOS UN CLÉRIGO. SIN FALTAR EL RESPETO A LOS MUERTOS, EL REVERENDO LEWIS MERRILL ES UN REEMPLAZO MÁS QUE ADECUADO DEL DIFUNTO MISTER SCAMMON. SINCERAMENTE, MISTER MERRILL REPRESENTA UNA MEJORA EN EL HABLA. Y LA ESCUELA TIENE BASTANTE BUENA OPINIÓN DE SU CAPACIDAD EN EL PÚLPITO COMO PARA HABERLO TRAÍDO O LLAMADO COMO PREDICADOR INVITADO A HURD’S CHURCH… EN DIVERSAS OCASIONES. EL REVERENDO MISTER MERRILL SERIA UN BUEN CLÉRIGO ESCOLAR. DEBERÍAMOS AVERIGUAR CUANTO LE PAGAN LOS CONGREGACIONALISTAS Y OFRECERLE MÁS».

Y así fue como lo contrataron, quitándoselo a los congregacionalistas; una vez más, todos prestaron oídos a La Voz.

Toronto: 12 de mayo de 1987. Un día fresco y soleado, ideal para arreglar el jardín. El olor a césped recién cortado a todo lo largo de Russell Hill Road refleja lo interesados que están mis vecinos en usar la máquina de cortar el césped. Mrs. Brocklebank —cuya hija Heather está en mi clase de Literatura Nivel 12— abordó su jardín de manera ligeramente distinta: la encontré arrancando de raíz los dientes de león.

—Será mejor que haga lo mismo —me aconsejó—. Arránquelos, no los corte. Si los corta con la máquina, sólo conseguirá que se reproduzcan.

—Como la estrella de mar —dije; tendría que haberme mordido la lengua: nunca es buena idea plantearle un nuevo tema a Mrs. Brocklebank, salvo que no sepas qué hacer para matar el tiempo. Si le hubiese asignado a ella la lectura de «La doncella», habría entendido todo bien… la primera vez.

—¿Qué sabe de la estrella de mar? —me preguntó.

—Me crié junto al mar —le recordé. A veces tengo que informar a los torontianos de la existencia del Atlántico y el Pacífico; suelen creer que los Grandes Lagos son todas las aguas que hay en el mundo.

—¿Y qué me dice de la estrella de mar? —insistió Mrs. Brocklebank.

—Si las cortas se reproducen.

—¿Eso está en un libro? —me preguntó. Le aseguré que sí. Hasta tengo un libro que describe la vida de la estrella de mar, aunque Owen y yo sabíamos que no había que cortarla mucho antes de leer nada sobre el tema; todos los chicos de Gravesend aprendían todo lo que hay que saber sobre la estrella de mar en la playa de Little Boar’s Head. Recuerdo a mi madre diciéndonos que no las cortáramos; las estrellas de mar son muy destructivas y en New Hampshire nadie fomenta su capacidad reproductora.

Mrs. Brocklebank es persistente con la nueva información; persigue todo con la misma agresividad con que ataca sus dientes de león.

—Me gustaría ver ese libro —anunció.

Comencé de nuevo con lo que se había convertido en una labor bastante rutinaria: disuadir a Mrs. Brocklebank de que leyera otro libro. Trabajo tan arduamente para desalentarla, y con tan poco éxito, como para alentar a las niñas de la Bishop Strachan a que lean lo que les asigno.

—No es un libro muy bueno —comenté—. El autor es un amateur y él mismo se ha pagado la edición.

—¿Y qué tiene de malo que un aficionado escriba un libro? —quiso saber Mrs. Brocklebank. Ahora se me ocurre que probablemente está escribiendo uno—. ¿Y qué tiene de malo que un autor pague la edición de su obra?

El libro que dice la verdad acerca de las estrellas de mar se titula La vida en la charca de reflujo de la marea y su autor es Archibald Thorndike. El viejo Thorny era un naturalista aficionado y un periodista aficionado; después de retirarse de Gravesend Academy, pasó dos años estudiando una charca de Rye Harbor; pagó de su propio bolsillo la publicación del libro y todos los años vendía ejemplares autografiados el día de la reunión de antiguos alumnos. Aparcaba su ranchera junto a las canchas de tenis y vendía sus libros por la puerta del maletero, charlando con todos los antiguos alumnos que quisieran charlar con él dado que había sido un director muy popular —y que fue sustituido por uno nada popular—, casi todos los exalumnos querían conversar con el viejo Thorny. Supongo que vendió montones de ejemplares de La vida en la charca de reflujo de la marea; incluso puede que ganara dinero. Tal vez no era tan aficionado como yo creía. Sabía manejar a La Voz… sin manejarla, sencillamente. Y La Voz resultó ser, en última instancia, la perdición del nuevo director.

Al final, cedí al frenesí autodidacta de Mrs. Brocklebank; le dije que le prestaría La vida en la charca de reflujo de la marea.

—Por favor, recuérdele a Heather que relea la primera «etapa» de Tess —le dije.

—¿Heather no está leyendo lo que debe? —me preguntó alarmada Mrs. Brocklebank.

—Es primavera —le recordé—. Ninguna chica lee lo que le pido. A Heather le va muy bien. —Por cierto, Heather Brocklebank es una de mis mejores alumnas; ha heredado el ardor de su madre, pero su imaginación va mucho más allá de los dientes de león.

Se me pasó por la cabeza poner a mi clase de Nivel 12 un cuestionario a traición; si leyeron tan a la ligera la primera «etapa» de Tess, apuesto a que se saltaron por completo la Introducción, aunque también les había pedido que la leyeran. No siempre lo hago, pero hay una Introducción de Robert B. Heilman especialmente útil para quienes leen por primera vez a Hardy. Conozco una pregunta francamente retorcida, pienso… mirando a Mrs. Brocklebank, aferrada a sus dientes de león muertos.

«¿Cuál fue el título original que dio Thomas Hardy a Tess?».

¡Ja! Nunca podrían adivinarlo; si hubiesen leído la Introducción, sabrían que era Amada demasiado tarde, al menos recordarían lo de «demasiado tarde». Entonces recordé que Hardy había escrito un relato —antes de Tess— titulado «Las aventuras románticas de una lechera» y me pregunté si debería incluir entre las respuestas posibles ese título, para confundirlas. Entonces recordé que Mrs. Brocklebank estaba de pie en la acera, con las manos llenas de dientes de león, esperando que fuera a buscar La vida en la charca de reflujo de la marea. Y por último recordé que Owen Meany y yo leímos por primera vez Tess d’Uberville en el décimo curso de Gravesend Academy; estábamos en la clase de Literatura de Mr. Early —era el segundo trimestre de 1960— y yo me debatía con Thomas Hardy hasta las lágrimas. Mr. Early fue un tonto por hacer leer Tess a estudiantes de décimo. En la Bishop Strachan, hace mucho que discuto la conveniencia de que propongamos la lectura de Hardy en Nivel 13. ¡Incluso el Nivel 12 es prematuro! ¡Hasta Los hermanos Karamazov es más fácil que Tess!

—¡No puedo leer esto! —recuerdo haberle dicho a Owen. Intentó ayudarme; me ayudaba en todo lo demás, pero Tess era demasiado difícil, sencillamente—. ¡No puedo leer sobre el ordeño de vacas! —protesté.

—EL TEMA NO ES EL ORDEÑO DE VACAS —replicó Owen, enfadado.

—No me importa cuál es el tema; lo odio.

—ESA ES UNA ACTITUD VERDADERAMENTE INTELIGENTE —dijo Owen—. SI NO PUEDES LEERLA POR TU CUENTA, ¿QUIERES QUE TE LA LEA EN VOZ ALTA?

Me avergüenza recordarlo: que fuera capaz de hacer incluso eso por mí, que fuera capaz de leerme Tess d’Uberville en voz alta. En aquella época, la idea de escuchar toda la novela en su voz me produjo vértigo.

—No puedo leerla ni tampoco puedo escucharla —contesté.

—MUY BIEN —dijo Owen—. DIME ENTONCES QUE QUIERES QUE HAGA. PUEDO CONTARTE TODA LA HISTORIA, PUEDO ESCRIBIRTE EL EJERCICIO TRIMESTRAL… Y SI HAY UN EXAMEN, TENDRÁS QUE ENGATUSARLOS COMO PUEDAS. SI TE CUENTO TODA LA HISTORIA, QUIZÁ RECUERDES ALGO. LA CUESTIÓN ES QUE PUEDO HACERTE LOS DEBERES; PARA MÍ NO ES DIFÍCIL Y NO ME MOLESTA. O PUEDO ENSEÑARTE A QUE LOS HAGAS. ESO SERIA UN POCO MÁS DIFÍCIL… PARA LOS DOS, AUNQUE RESULTARÍA ÚTIL QUE FUERAS CAPAZ DE HACER TUS DEBERES. QUIERO DECIR, ¿QUÉ VAS A HACER… CUANDO YO NO ESTE?

—¿Qué quieres decir con eso de cuando tú no estés? —le pregunté.

—ENFÓCALO DE OTRA MANERA —prosiguió, pacientemente—. ¿PIENSAS BUSCAR TRABAJO? CUANDO TERMINES LA ESCUELA, ME REFIERO. ¿TE PONDRÁS A TRABAJAR? ¿IRAS A LA UNIVERSIDAD? ¿IREMOS A LA MISMA UNIVERSIDAD? ¿ALLÍ TAMBIÉN TE HARÉ LOS DEBERES? ¿EN QUE VAS A ESPECIALIZARTE?

—¿En qué te especializarás ? —le pregunté; había herido mis sentimientos… pero yo sabía a qué apuntaba, y tenía razón.

—GEOLOGÍA —respondió—. ESTOY EN EL NEGOCIO DEL GRANITO.

—¡Eso es un disparate! —exclamé—. No es tu negocio. Puedes elegir lo que te venga en gana, no tienes por qué estudiar las rocas.

—LAS ROCAS SON INTERESANTES —dijo Owen, tercamente—. LA GEOLOGÍA ES LA HISTORIA DE LA TIERRA.

—¡No puedo leer Tess D’Uberville! —chillé—. ¡Es muy difícil!

—QUIERES DECIR QUE ES DIFÍCIL PONERTE A LEERLO, QUIERES DECIR QUE ES DIFÍCIL PONERTE A PRESTAR ATENCIÓN —dijo— PERO LO DIFÍCIL NO ES TESS D’UBERVILLE. THOMAS HARDY PUEDE ABURRIRTE PERO ES FÁCIL DE ENTENDER… ES OBVIO, TE DICE TODO LO QUE NECESITAS SABER.

—¡Me dice más de lo que quiero saber! —grité.

—EL ABURRIMIENTO ES TU PROBLEMA —dijo Owen Meany— TU FALTA DE IMAGINACIÓN ES LO QUE TE ABURRE. HARDY HA CONFIGURADO EL MUNDO. TESS ESTA CONDENADA. EL DESTINO LA HA TOMADO CON ELLA. ES UNA VICTIMA; SI ERES UNA VICTIMA, EL MUNDO TE UTILIZARA. ¿POR QUÉ HABRÍA DE ABURRIRTE ALGUIEN QUE TIENE UNA FORMA TAN ELABORADA DE VER EL MUNDO? ¿POR QUÉ NO HABRÍAS DE INTERESARTE POR ALGUIEN QUE HA ELABORADO UNA FORMA DE VER EL MUNDO? ¡ESO ES LO QUE VUELVE INTERESANTES A LOS ESCRITORES! QUIZÁ DEBERÍAS ESPECIALIZARTE EN LITERATURA. ¡AL MENOS LLEGARÍAS A LEER MATERIALES ESCRITOS POR PERSONAS QUE SABEN ESCRIBIR! NO TIENES QUE HACER NADA PARA ESPECIALIZARTE EN LITERATURA, NO NECESITAS NINGÚN TALENTO ESPECIAL, BASTA CON QUE PRESTES ATENCIÓN A LO QUE ALGUIEN QUIERE QUE VEAS… A LO QUE PONE MÁS FURIOSO A ALGUIEN, O DE ALGUNA MANERA MÁS EXCITADO. ¡ES TAN FÁCIL! CREO QUE POR ESO HAY TANTOS LICENCIADOS EN LITERATURA.

—¡Para mí no es fácil! —grité—. ¡Detesto leer este libro!

—¿DETESTAS LEER LA MAYORÍA DE LOS LIBROS? —me preguntó.

—¡Sí!

—¿TE DAS CUENTA DE QUE EL PROBLEMA NO ES TESS? —me preguntó.

—Sí —reconocí.

—YA VAMOS LLEGANDO A ALGUNA CONCLUSIÓN —dijo Owen Meany… mi amigo, mi maestro.

De pie en la acera, con Mrs. Brocklebank, sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas.

—¿Tiene alergia? —me preguntó; moví la cabeza negativamente. Me avergüenza haber pensado, siquiera un instante, en dar una puñalada trapera a mis chicas de Nivel 12 con un rebuscado cuestionario sobre Tess d’Uberville. Recordando cuánto sufrí como estudiante, recordando cuánto necesité de la ayuda de Owen, ¿cómo se me pudo pasar siquiera por la imaginación ser un maestro traidor?

—Me parece que tiene alergia —dedujo Mrs. Brocklebank de mis lágrimas—. Mucha gente tiene alergia pero no lo sabe; lo he leído.

—Deben de ser los dientes de león —dije; Mrs. Brocklebank ojeó la pestilente mala hierba con renovado encono.

Todas las primaveras aparecen los dientes de león; siempre me recuerdan el trimestre de la primavera de 1960: los albores de esa vieja década que una vez nos pareció tan nueva a Owen Meany y a mí. Fue la primavera en que el Comité de Investigación encontró un nuevo director. Fue la década que nos derrotó.

Randolph White había sido director de una pequeña escuela privada en Lake Forest, Illinois; me han dicho que se trata de una comunidad superopulenta y formada exclusivamente por anglosajones blancos y protestantes, que se esmera en fingir que no es un suburbio de Chicago… aunque esto puede ser injusto: nunca estuve allí. Varios estudiantes de Gravesend procedían de Lake Forest y refunfuñaron unánimemente al oír el anuncio del nombramiento de Randolph White como director de la academia; aparentemente, les deprimía la idea de que alguien de Lake Forest los hubiese seguido hasta New Hampshire.

En aquella época, Owen y yo conocíamos a un chico de Bloomfield Hills, Michigan, que nos contó que Bloomfield Hills era a Detroit lo que Lake Forest a Chicago y que —en su opinión— Bloomfield Hills «se llevaba la palma». Como ejemplo de lo que quería decir, nos contó una historia de esta última población, acerca de una familia negra que se mudó allí y se vio obligada a vender todo y volver a trasladarse porque sus vecinos quemaban cruces en su jardín. Owen y yo nos impresionamos: en New Hampshire creíamos que esas cosas sólo ocurrían en el Sur… Pero un chico negro de Atlanta nos informó que no sabíamos «una mierda» del problema; quemaban cruces en todo el país, dijo el chico negro, y nosotros mismos no estábamos precisamente «inundados por un mar de caras negras» en Gravesend Academy, ¿verdad? No, concordamos Owen y yo: no lo estábamos.

Luego otro chico de Michigan afirmó que Grosse Pointe era más a Detroit lo que Lake Forest a Chicago, que Bloomfield Hills no era una analogía acertada. Y otro chico argumentó que Shaker Heights era a Cleveland lo que Lake Forest a Chicago… y así sucesivamente. Owen y yo no éramos muy conocedores de la geografía de lo rico y exclusivo del país; cuando un chico judío de Highland Park, Illinois, nos contó que «no se permitía el asentamiento de judíos» en Lake Forest, Owen y yo comenzamos a preguntarnos de qué clase de abominable escuela privada de Lake Forest provenía nuestro nuevo director.

Owen tenía otro motivo para sospechar de Randolph White. De todos los candidatos a quienes el Comité Investigador arrastró por la escuela en nuestro décimo curso, sólo Randolph White no había aceptado la invitación a una AUDIENCIA PRIVADA con La Voz. Owen había conocido a Mr. White en la puerta del despacho de Archie Thorndike, quien presentó al candidato a La Voz y dijo, como de costumbre, que dejaría libre su despacho para que estuvieran a solas en la entrevista.

—¿Qué es esto? —inquirió Randolph White—. Creí que ya había tenido la entrevista con los estudiantes.

—Bien… —dijo el viejo Thorny—, Owen es La Voz… ¿Conoce nuestra publicación, The Grave?

—Sé quién es él —dijo Mr. White; aún no había estrechado la mano tendida de Owen—. ¿Por qué no se entrevistó conmigo cuando lo hicieron los otros estudiantes?

—Ese era el subcomité estudiantil —aclaró Archie Thorndike—. Owen ha solicitado una «audiencia privada».

—Solicitud denegada, Owen —dijo Randolph White, estrechando por fin su manita—. Necesito mucho tiempo para hablar con los jefes de departamentos —explicó; Owen se frotó los dedos, todavía palpitantes por el apretón de manos del candidato.

El viejo Thorndike trató de evitar un desastre.

—Owen es casi un jefe de departamento —apostilló alegremente.

—La opinión de un estudiante no es un departamento, ¿verdad? —preguntó Mr. White a Owen, que había enmudecido. White era un hombre sólido y bien proporcionado, que jugaba agresiva e implacablemente al squash todos los días. Su mujer lo llamaba «Randy»; él la llamaba «Sam», porque su nombre era Samantha. Ella provenía de una familia de «fortuna cárnica» del área de Chicago; también él tenía antecedentes familiares «cárnicos»… aunque según se decía había más dinero en la carne de Sam que en la de Randy. Uno de los periódicos menos que amables de Chicago describió su boda como un «matrimonio carnal». Owen recordaba del expediente que White tenía en su haber «una revolución en el empaquetado y distribución de productos cárnicos»; había dejado la carne por la educación poco tiempo atrás, cuando sus propios hijos (en su opinión) necesitaban una escuela mejor; creó una a partir de cero y resultó un éxito en Lake Forest. Ahora sus hijos estaban en el college y White buscaba un «desafío mayor en el asunto educativo». En Lake Forest no había trabajado con ninguna «tradición»; afirmaba que le gustaba la idea de «ser un artífice de cambios dentro de una gran tradición».

Randy White se vestía como un hombre de negocios; se veía excesivamente severo junto al casi desharrapado Archie Thorndike. Llevaba un traje gris acero a rayas, con una camisa blanca crujiente; lucía un delgado broche de oro que juntaba demasiado las insólitas puntas estrechas del cuello de su camisa… además de tironear demasiado hacia delante el nudo perfecto de su corbata. Apoyó la mano en la cabeza de Owen y lo despeinó; antes del famoso Nacimiento del 53, Barb Wiggin solía hacerle lo mismo.

—¡Hablaré con Owen después de conseguir el puesto! —dijo White al viejo Thorny y sonrió por su propio chiste—. De todos modos sé lo que él quiere —le guiñó un ojo a Owen—. «Primero un educador, segundo un recaudador de fondos», ¿no es así? —Owen asintió, pero no podía hablar—. Bien, Owen, te diré lo que es un director: un tomador de decisiones. Es tanto un educador como un recaudador de fondos, pero primero y principalmente, es alguien que toma decisiones —Randy White miró la hora y empujó suavemente al viejo Thorny para que entrara en el despacho—. Tengo que coger ese avión —dijo—. Reunamos a esos jefes de departamento —y justo antes de que el viejo Archy Thorndike cerrara la puerta, Owen oyó lo que dijo White, algo que, según mi amigo, estaba destinado a que lo oyera—: Espero que ese chico no haya dejado de crecer —dijo Randy White y sólo entonces se cerró la puerta del despacho del director; La Voz se había quedado sin habla; el candidato no había oído una sola palabra de labios de Owen Meany.

Por supuesto, el Espíritu del Futuro se las vio venir; a veces pienso que Owen siempre se veía venir todo. Recuerdo cuando predijo que la escuela escogería a Randolph White. La Voz tituló «UNA MANO DE CAL» su columna para The Grave, que empezaba así: «A LOS ADMINISTRADORES LES GUSTAN LOS HOMBRES DE NEGOCIOS… ¡LOS ADMINISTRADORES SON HOMBRES DE NEGOCIOS! LOS DOCENTES SON UN PUÑADO DE MAESTROS TÍPICOS: INDECISOS, INSÍPIDOS, SIEMPRE DICEN “POR OTRO LADO”. AHORA APARECE ESTE INDIVIDUO QUE AFIRMA QUE SU ESPECIALIDAD CONSISTE EN TOMAR DECISIONES. UNA VEZ QUE EMPIECE A TOMAR ESAS DECISIONES, VOLVERÁ LOCOS A TODOS. ¡ESPERAD A QUE TODOS VEAN LAS BRILLANTES DECISIONES QUE ESE INDIVIDUO SE SACA DE LA MANGA! PERO AHORA, TODOS PIENSAN QUE PRECISAMENTE LO QUE NECESITAMOS ES ALGUIEN QUE TOME DECISIONES. AHORA MISMO, TODOS LE LAMEN EL CULO A UN TOMADOR DE DECISIONES. LO QUE NECESITA GRAVESEND ES UN DIRECTOR CON SOLIDOS ANTECEDENTES PEDAGÓGICOS; EL ANTECEDENTE DE MISTER WHITE ES LA CARNE». Había más, y era peor. Owen sugería que alguien hiciera averiguaciones sobre la política de admisiones en la pequeña escuela privada de Lake Forest. ¿Había judíos o negros en la escuela de Mr. White? En su condición de profesor consejero de The Grave, Mr. Early vetó la columna. Lo que forzó su mano fue lo referente a que los docentes eran «MAESTROS TÍPICOS: INDECISOS, INSÍPIDOS…». Dan Needham coincidió en que había que censurar esa columna.

—No puedes insinuar que alguien es racista o antisemita, Owen —le dijo Dan—. Tienes que tener pruebas.

Owen se sulfuró ante un rechazo tan tajante de The Grave, pero se tomó en serio el consejo de Dan. Habló con los estudiantes de Gravesend oriundos de Lake Forest, Illinois; los estimuló a escribir a sus padres e instarlos a que hicieran averiguaciones sobre la política de admisiones en la escuela de Mr. White. Los padres podían fingir que estaban pensando en llevar allí a sus hijos; incluso podían preguntar directamente si tendrían que codearse con negros o judíos. El resultado —la desdichada información de segunda o tercera mano— fue característicamente poco claro: la escuela informó a los padres que «no tenía una política específica de admisiones», y también les hizo saber que en la escuela no había negros ni judíos.

Dan tenía su propia versión del encuentro con Randy White, que tuvo lugar después de que a éste le ofrecieran el puesto. Era un hermoso día primaveral —las forsitias y las lilas estaban en flor— y Dan iba andando por el patio principal con Randy White y su mujer; era la primera visita de Sam a la escuela y se mostró interesada por el teatro. Casi inmediatamente después de llegar, Mr. White tomó la decisión de aceptar el cargo de director. Dan comentó que la escuela nunca se había visto tan bonita. El césped estaba recortado y tenía un tono verde primaveral, pero no le habían pasado la máquina tan recientemente como para dar la impresión de estar trasquilado; la hiedra aparecía lustrosa contra los edificios de ladrillo rojo, los setos de tuyas y alheñas que bordeaban los senderos del patio contrastaban en su verde oscuro uniforme con los pocos dientes de león de color amarillo brillante. Dan dejó que el nuevo director le maltratara los dedos de la mano derecha y observó la blandura de rubia bonita en la sonrisa huera e indiferente de Sam.

—Mira esos dientes de león, querida —dijo Randolph White.

—Deben ser arrancados de raíz —dijo Mrs. White categóricamente.

—Deberían, deberían… y así se hará —afirmó el nuevo director.

Dan nos confesó a Owen y a mí que los White le habían puesto la piel de gallina.

—AHORA PIENSAS QUE TE PONEN LA PIEL DE GALLINA —dijo Owen—. ¡ESPERA A QUE EL EMPIECE A TOMAR DECISIONES!

Toronto: 13 de mayo de 1987; otro día espléndido, soleado y fresco; Mrs. Brocklebank y otros vecinos que ayer atacaban los dientes de león, hoy se dedican al césped. Russell Hill Road y Lonsdale Road huelen con la frescura de una granja. Volví a leer The Globe and Mail pero me porté bien; no lo llevé conmigo a la escuela y resolví no hablar de la venta de armas estadounidenses a Irán y el desvío de los beneficios a los rebeldes nicaragüenses, ni del regalo del sultán de Brunei que, se suponía, ayudaría a sustentar a los rebeldes pero fue transferido a una cuenta errónea de un banco suizo. ¡Una «equivocación» de diez millones de dólares! The Globe and Mail decía: «Brunei sólo era uno de los países extranjeros con los que se entró en contacto durante el intento de la Administración Reagan para encontrar ayuda financiera destinada a los contras después que el Congreso prohibió que se gastara ningún dinero en su beneficio por parte del Gobierno de los Estados Unidos». Pero en mi clase de Literatura Nivel 13, la siempre inteligente Claire Clooney leyó esto en voz alta y después me preguntó si no opinaba que era «la frase más liosa del mundo».

He estimulado a las chicas a buscar frases enrevesadas en periódicos y revistas, y a llevarlas a clase para ridiculizarlas alegremente —y lo de «que se gastara ningún dinero» es suficiente para que un maestro de literatura ponga los ojos en blanco con un toque de gris—, pero yo sabía que Claire Clooney quería aguijonearme. No mordí el anzuelo.

Estamos en la época del trimestre primaveral en que las mentes de las alumnas de Nivel 13 se encuentran en cualquier otro lado, y les recordé que —ayer— no habíamos avanzado lo suficiente en nuestra lectura del tercer capítulo de El gran Gatsby, que la clase se había atascado en un lodazal de interpretaciones respecto a la «cualidad de eterna promesa tranquilizadora» en la sonrisa de Gatsby, y que habían perdido un tiempo muy valioso intentando aprehender el significado de que Jordan Baker exhibiera «un disgusto urbano por lo concreto». Claire Clooney, debo añadir, siente un «disgusto por lo concreto» tan general que confundió a Daisy Buchanan con Myrtle Wilson. Sugerí que confundir a una esposa con una amante era de una índole más calamitosa que un desliz verbal. Sospecho que Claire es demasiado inteligente para cometer un error de tal magnitud, y que ayer no había pasado del primer capítulo, y que hoy —mediante su táctica de distraerme con las noticias— no había llegado al final del cuarto.

—Aquí hay otra, Mister Wheelwright —dijo Claire Clooney, prosiguiendo con su inmisericorde ataque a The Globe and Mail—. Esta es la segunda frase más liosa del mundo. Oiga esto: «Ayer Mister Reagan negó que hubiese solicitado ayuda a terceros países para los rebeldes, como había dicho el lunes Mister McFarlane». Aquí hay una anfibología, ¿verdad? —me preguntó—. Me gusta eso: «como había dicho el lunes Mister McFarlane» está como añadido a la frase —gritó.

—¿Está «como añadido», o está añadido? —le pregunté. Sonrió; las demás chicas rieron disimuladamente. No conseguirían hacerme malgastar una clase de cuarenta y cinco minutos en Ronald Reagan. Pero tuve que mantener las manos bajo el escritorio… los puños bajo el escritorio, debería decir. La Casa Blanca, esa horda criminal, esos gorilas prepotentes que se sienten justificados actuando por encima de la ley. ¡Deshonran a la democracia afirmando que hacen lo que hacen por la democracia! Tendrían que estar en la cárcel. ¡Tendrían que estar en Hollywood!

Sé que algunas chicas han dicho a sus padres que pronuncio «monsergas» contra los Estados Unidos; varios padres se han quejado a la directora, que me ha advertido que no debo llevar la política al aula… «o al menos di algo sobre Canadá; como sabes, las chicas de Bishop Strachan son, en su mayoría, canadienses».

—Es que no sé nada de Canadá —digo.

—¡Ya que no sabes! —dice Katherine Keeling, riendo; siempre es cordial, incluso cuando me provoca, pero me hiere el fondo de su observación… aunque sólo sea porque es el mismo mensaje crítico que sin cesar me transmite el canónigo Mackie. En síntesis: llevas veinte años con nosotros, ¿cuándo te interesarás por nosotros?

En mi clase de Literatura Nivel 13, Frances Noyes dijo:

Yo creo que miente. —Se refería al presidente Reagan, por supuesto.

—Tendrían que encausarlo. ¿Por qué no lo hacen? —intervino Debby LaRocca—. Si está mintiendo, tendrían que encausarlo. Y si no miente, si todos esos payasos llevan la Administración por él, es demasiado estúpido para ser presidente. En cualquiera de ambos casos, deberían encausarlo. ¡En Canadá, harían una moción de censura y tendría que largarse!

—Eso —apostilló Sandra Darcy.

—¿Usted qué opina, Mister Wheelwright? —me preguntó Adrienne Hewlett, con voz dulce.

—Opino que algunas no habéis leído hasta el final el cuarto capítulo. ¿Qué significa que Gatsby se vio «repentinamente librado de las entrañas de su inútil esplendor»? ¿Qué significa eso? —les pregunté.

Al menos Ruby Newell había hecho los deberes.

—Significa que Gatsby sólo compró la casa para tener a Daisy al otro lado de la bahía, que todas las fiestas que da… en cierto sentido, las da por ella. Significa no sólo que está loco, sino que ha amasado una fortuna y la está gastando exclusivamente por ella. Para atraer su atención —dijo Ruby.

—¡A mí me gusta la parte del tío que amañó la Serie Mundial! —gritó Debby LaRocca.

—¡Meyer Wolfshears! —apuntó Claire Clooney.

Sheim —dije bajito—. Meyer Wolfsheim.

—¡Eso! —apostilló Sandra Darcy.

—Me encanta la forma en que dice «Oggsford» en vez de Oxford —dijo Debby LaRocca.

—Piensa en Gatsby como en un «hombre de Oggsford» —dijo Frances Noyes.

—A mí me parece que el tío que narra la historia es un snob —intervino Adrienne Hewlett.

—Nick —dije bajito—. Nick Carraway.

—Eso —apostilló Sandra Darcy—. Pero se supone que es un snob… eso forma parte de la trama.

—Y cuando dice que es tan sincero, que es «una de las pocas personas sinceras» que ha conocido, creo que se supone que no debemos confiar en él… no del todo, me refiero —sugirió Claire Clooney—. Sé que es el que cuenta la historia, pero participa del grupo… los juzga, pero es uno de ellos.

—No son más que gentuza —dijo Sandra Darcy.

—¿Gentuza? —pregunté.

—Son personas muy desaprensivas —dijo correctamente Ruby Newell.

—Sí, no cabe duda —dije.

Muy listas las niñas de la Bishop Strachan School. ¡Saben lo que ocurre en El Gran Gatsby, y también saben lo que hay que hacer con la podrida Administración Reagan! Pero hoy me reprimí muy bien en clase. Limité mis observaciones a El gran Gatsby. Rogué a la clase que leyera con especial cuidado, en los siguientes capítulos, la idea de Gatsby de que puede «repetir el pasado», su observación respecto a Daisy —que «su voz está pletórica de dinero»— y la frecuencia con que aparece a la luz de la luna (una vez, al final del Capítulo Siete, «contemplando nada»). Les pedí que meditaran en la coincidencia del trigésimo cumpleaños de Nick; el significado de la frase «Ante mí se extendía el portentoso y amenazante camino de una nueva década» causaría tantas dificultades a nuestra clase como la significación de «un disgusto urbano por lo concreto».

—¡Y no olvidéis lo que dijo Ruby! —les aconsejé—. Son personas muy «desaprensivas». —Ruby Newell sonrió; el propio Fitzgerald es quien describe a esos personajes como «desaprensivos». Ruby sabía que yo sabía que había leído el libro hasta el final.

«Eran personas desaprensivas», dice el libro; «aplastaban cosas y seres vivos y luego volvían a sumergirse en su dinero o en su abarcadora desaprensión, o en lo que fuese que los mantenía unidos, y dejaban que otros limpiaran la porquería…».

La Administración Reagan está plagada de «gente desaprensiva»; su desaprensión es inmoral, ¡Y el presidente Reagan se autocalifica de cristiano! ¿Cómo se atreve? La clase de gente que hoy afirma estar en comunicación con Dios… ¡es capaz de volver loco a un verdadero cristiano! ¿Y esos de estilo evangélico que realizan milagros por dinero? Corren muchos billetes cuando se interpreta el Evangelio para idiotas —o cuando los idiotas interpretan el Evangelio para ti— y algunos de estos evangelistas son incluso lo bastante hipócritas para sumirse en actividades sexuales que harían enrojecer al mismísimo exsenador Hart. Tal vez el pobre Gary Hart erró su auténtica vocación, ¿o son iguales los candidatos presidenciales y los evangelistas a los que pillan con los pantalones bajados? A Mr. Reagan también lo pillaron con los pantalones bajados… pero el pueblo estadounidense reserva su condena moral exclusivamente para la conducta sexual. ¿Recuerdas cuando el país se estaba matando en Vietnam y los que se quedaron en casa mostraron su indignación por la longitud y la higiene del pelo de los manifestantes antibélicos?

En la sala de profesores, Evelyn Barber, una de mis colegas del Departamento de Literatura, me preguntó qué pensaba del artículo publicado en The Globe and Mail sobre la ayuda a la contra. Repliqué que en mi opinión, la Administración Reagan mostraba «un disgusto urbano por lo concreto». Desperté algunas carcajadas entre mis colegas, que en realidad esperaban una diatriba; por un lado, se quejan de mis «opiniones políticas previsibles», pero de hecho son como las estudiantes: les encanta sacarme de quicio. He pasado veinte años dando clases a adolescentes; ignoro si en algunas he ejercido una influencia maduradora, pero ellas nos han convertido en adolescentes a mí y a mis colegas. Los adolescentes somos muy maliciosos; por ejemplo, nosotros no habríamos mantenido en su cargo a Mr. Reagan.

En la sala de profesores, mis colegas parloteaban sobre las elecciones escolares, que se celebraron ayer, cuando noté un impaciente estremecimiento en el servicio matinal, antes de la votación para el puesto de jefa de alumnas. Las chicas cantaron «Hijos de Dios» con más entusiasmo que de costumbre. ¡Cuánto me gusta oírlas cantar ese himno! Hay estrofas que sólo las voces de unas jovencitas pueden entonar convincentemente.

Hermanos, juntos hemos de estar

y nuestra vida acaba de empezar;

es muy joven nuestro corazón,

eternamente viviremos en unión.

Fue Owen Meany quien me enseñó que cualquier libro bueno está siempre en movimiento: de lo general a lo específico, de lo particular a lo universal, y viceversa, y así sucesivamente. La buena lectura —y la buena escritura sobre la lectura— funciona de la misma manera. Fue Owen, poniendo como ejemplo Tess d’Uberville, quien me enseñó a escribir un ejercicio trimestral, describiendo los incidentes que determinan el sino de Tess y relacionándolos con esa magistral oración que cierra el Capítulo Treinta y Seis: «… brotan insensiblemente nuevos desarrollos para llenar cada espacio vacante; los accidentes imprevistos entorpecen las intenciones y los viejos planes caen en el olvido». Para mí fue un triunfo: mientras escribía mi primer artículo trimestral logrado, sobre un libro que había leído, también aprendí a leer. Casi de manera maquinal, Owen contribuyó a mi aprendizaje por otros medios: decidió que mis ojos se desviaban a izquierda y derecha de la línea por donde iba leyendo, y que —en lugar de seguir la siguiente palabra elusiva con el dedo— debía destacar una zona de la página leyendo a través de un agujero recortado en un papel. Era un pequeño rectángulo, una ventana a través de la cual debía leer; yo movía la ventana —que no abarcaba más de dos o tres líneas— por la página. Leí más rápida y cómodamente que cuando seguía el texto con el dedo; hasta el día de hoy sigo leyendo a través de una ventana como aquélla.

En cuanto a mi ortografía, Owen resultó más útil que el Dr. Dolder. Fue él quien me estimuló a aprender mecanografía; una máquina de escribir no soluciona el problema, pero suelo reconocer si una palabra mecanografiada se ve incorrecta. Escribiendo a mano era (y soy) un desastre. Y Owen me hizo que le leyera los poemas de Robert Frost en voz alta: «EN MI VOZ, NO SONARÍAN TAN BIEN». De manera que aprendí de memoria «El oro no perdura» y «Fuego y hielo» y «En el bosque un atardecer nevado»; Owen memorizó «Abedules», que era demasiado largo para mí.

En el verano de 1960, cuando nadábamos en el lago de la cantera abandonada, ya no nos atábamos con una cuerda ni entrábamos en el agua de uno en uno; Mr. Meany había perdido interés en esta normativa, o en hacerla cumplir, o había asumido que Owen y yo ya no éramos unos críos. Aquel verano teníamos dieciocho años. Cuando nadábamos en la cantera, no nos parecía que corriéramos peligro; nada nos parecía peligroso. También fue el verano en que nos registramos para el alistamiento forzoso. En aquella época, no nos pareció más arriesgado que comprar un cucurucho de helado en Hampton Beach.

Los domingos —cuando el día no era bueno para ir a la playa— practicábamos el baloncesto en el gimnasio de Gravesend Academy; los chicos de los cursos de verano tenían un programa de deportes al aire libre, y los fines de semana estaban tan levantiscos que iban a la playa aunque lloviera. Teníamos la cancha de baloncesto para nosotros solos y el gimnasio era fresco. Había un viejo bedel que trabajaba los fines de semana y nos conocía de vernos durante el curso; nos traía del almacén los mejores balones y toallas limpias, y a veces hasta nos dejaba nadar en la piscina cubierta; creo que era algo retrasado. Debía de tener algún tipo de lesión, porque disfrutaba de verdad viéndonos a Owen y a mí practicar nuestra estúpida cabriola: el tiro de salto, alzamiento y mate.

—PRACTIQUEMOS EL TIRO —decía Owen, que nunca lo llamó de otra manera: «el tiro». Lo practicábamos una y otra vez. Él cogía el balón con ambas manos y saltaba a mis brazos (sin apartar en ningún momento los ojos del aro de la canasta); a veces se contorsionaba en el aire y lanzaba la pelota de espaldas a la canasta; otras veces realizaba el mate con una sola mano. Yo me volvía a tiempo para ver el balón en la red y a Owen Meany descendiendo, con las manos todavía más altas que el aro de la canasta, pero la cabeza más baja que la red, pataleando en el aire. Siempre aterrizaba garbosamente.

En ocasiones conseguíamos convencer al viejo bedel para que nos cronometrara el tiempo con el cronómetro del marcador oficial.

—PÓNGALO EN OCHO SEGUNDOS —le indicaba Owen. Durante el verano, dos veces logramos «el tiro» en menos de cinco segundos—. PÓNGALO EN CUATRO —decía y seguíamos practicando; bajar de cuatro segundos era difícil. Cuando me hartaba, Owen citaba a Robert Frost—. «UNO PODRÍA HACER ALGO PEOR QUE COLUMPIARSE EN LOS ABEDULES».

En nuestras billeteras, en nuestros bolsillos, las cartillas de reclutamiento no pesaban nada; nunca las mirábamos. Sólo en el primer trimestre de 1960 —con el director White empuñando el timón—, los estudiantes de Gravesend Academy les encontraron una utilidad interesante. Por supuesto, fue Owen quien hizo el descubrimiento. Estaba en la redacción de The Grave, experimentando con una fotocopiadora flamante; se dio cuenta de que podía copiar su cartilla de reclutamiento… y a renglón seguido descubrió la forma de hacer una en blanco, sin nombre ni fecha de nacimiento. En New Hampshire estaba prohibido el consumo de bebidas alcohólicas a los menores de veintiún años; aunque Owen no bebía, sabía que en Gravesend Academy había montones de estudiantes a los que les entusiasmaba beber… y ninguno de ellos tenía veintiún años.

Cobraba veintiún dólares por cartilla.

—ESE ES EL NUMERO MÁGICO —decía—. INVENTA TU PROPIO CUMPLEAÑOS. NO LE DIGAS A NADIE DE DONDE SACASTE ESTO. SI TE PESCAN, NO TE CONOZCO.

Fue la primera vez que infringió la ley… salvo que se incluya la cuestión de los renacuajos y los sapos, y a María Magdalena en el punto de mira.

Toronto: 14 de mayo de 1987. Otra mañana soleada, aunque amenaza lluvia.

Ahora el presidente Reagan adopta la táctica de decir que está orgulloso de todos los esfuerzos que ha hecho por los contras, a quienes llama «el equivalente moral de nuestros padres fundadores». Confirmó que había «dialogado» sobre la cuestión de la ayuda con el rey Fahd de Arabia Saudí; ha cambiado su versión de dos días atrás. The Globe and Mail señaló que «el rey había planteado el tema». ¿Tiene alguna importancia quién lo puso sobre el tapete? «Mi diario muestra que yo no lo planteé», dijo el presidente. «Expresé mi satisfacción de que lo hiciera él». Jamás se me cruzó por la imaginación que el presidente pudiera hacer nada que me hiciera sentir próximo a él. ¡Pero Mr. Reagan también escribe un diario!

Owen llevaba un diario.

La primera anotación decía: «ESTE DIARIO ME FUE REGALADO EN LA NAVIDAD DE 1960 POR MÍ BENEFACTORA, MRS. HARRIET WHEELWRIGHT; TENGO EL PROPÓSITO DE HACER QUE MRS. WHEELWRIGHT SE ENORGULLEZCA DE MI».

Sospecho que Dan Needham y yo no pensábamos en mi abuela como la BENEFACTORA de Owen, aunque en eso se había convertido, bastante literalmente. Pero en aquella Navidad de 1960, Dan y yo —y mi abuela— tuvimos motivos para sentirnos especialmente orgullosos de Owen Meany. Había pasado un otoño muy ajetreado.

Randy White, nuestro nuevo director, también había tenido mucho trajín; había estado tomando decisiones a diestro y siniestro, y La Voz no había dejado pasar impunemente un solo movimiento directoral. De hecho, la primera decisión la había tomado Mrs. White; no le gustó la vieja casa de los Thorndike, que era tradicionalmente la vivienda del director y ya había albergado a tres (dos habían muerto allí; el viejo Thorny, al jubilarse, se había mudado a su antigua casa de verano en Rye, donde pensaba vivir todo el año). Pero la casa tradicional no estaba al nivel de Lake Forest, donde habían residido los White. Era una casa colonial bien conservada, sobre Pine Street, pero los White la encontraron «demasiado vieja», y «demasiado oscura», dijo ella, y «demasiado lejos del campus principal», dijo él, e «impresentable para recibir», dijeron ambos. Aparentemente, a Sam White le gustaba «recibir».

«¿A QUIEN PIENSAN RECIBIR?», preguntó La Voz, crítico implacable de «LAS PRIORIDADES SOCIALES DE LOS WHITE». En verdad, también fue una decisión costosa; levantaron una nueva casa para el director, en una ubicación tan céntrica que la construcción era un insulto para la mirada, desde el campus, cuando Owen y yo asistimos a nuestro decimoprimer curso. Había habido algunos problemas con el arquitecto —o Mrs. White había cambiado de idea acerca de algunos detalles interiores— después de iniciadas las obras, y a eso se debían las demoras. Era una especie de cajón más bien feo, «NADA ACORDE CON LAS CASAS DE LOS PROFESORES DE MÁS EDAD», como señaló Owen; además, su emplazamiento interrumpía una vasta y bella extensión de césped entre la antigua biblioteca y el edificio principal.

—De todos modos, muy pronto habrá una nueva biblioteca —dijo el director; estaba elaborando una propuesta de ampliación edilicia que incluía una biblioteca nueva, dos residencias colectivas nuevas, un comedor nuevo y («más abajo») un nuevo gimnasio con instalaciones para la enseñanza mixta—. La coeducación —decía el director— forma parte del futuro de cualquier escuela progresista.

La Voz dijo: «ES IRÓNICO Y AUTOGRATIFICANTE QUE LA ASÍ LLAMADA “PROPUESTA DE AMPLIACIÓN EDILICIA” COMIENCE POR UNA CASA NUEVA PARA EL DIRECTOR. ¿EN ESA NUEVA CASA “RECIBIRÁ” A ANTIGUOS ALUMNOS CON INGRESOS LO SUFICIENTEMENTE ALTOS PARA LANZAR LA ASÍ LLAMADA “CAMPAÑA DE RECAUDACIÓN DE FONDOS DE CAPITAL”? ¿ES ESTA LA CASA QUE PAGA TODO… DESDE EL GIMNASIO EN ADELANTE?».

Cuando la casa del director quedó lista para ser ocupada, trasladaron al reverendo Mr. Merrill y su familia desde un pisito en una vivienda colectiva más bien abarrotada, a la casa del antiguo director en Pine Street, un lugar poco práctico, a cierta distancia de Hurd’s Church. Pero el reverendo Lewis Merrill, como recién llegado a la academia, debía de estar agradecido de que le hubiesen adjudicado una casa tan bonita y vieja. En cuanto hizo este favor a Mr. Merrill, Randy White tomó otra decisión. El oficio matinal, que era diario, se había celebrado siempre en Hurd’s Church; en realidad no era un servicio religioso, con excepción del ritual de entonar un himno al empezar y otro al terminar, y concluir las observaciones o anuncios matutinos con una oración. Habitualmente el pastor de la escuela no oficiaba el servicio matinal; el oficiante más frecuente era el propio director. A veces un profesor nos daba una mini charla en su especialidad, o uno de los estudiantes pronunciaba una apasionada petición de un nuevo club. En ocasiones, ocurría algo emocionante: recuerdo una demostración de esgrima; otra vez, uno de los antiguos alumnos —a la sazón un mago famoso—, montó un espectáculo de magia para nosotros: se le escapó un conejo en Hurd’s Church y nunca lo encontraron.

Lo que decidió Mr. White fue que Hurd’s Church era demasiado penumbrosa para que iniciáramos allí nuestra jornada; trasladó nuestra reunión cotidiana al teatro del edificio principal, que recibía el nombre de Gran Sala. Aunque allí la luz de la mañana era más evidente y los techos elevados la dotaban de cierta altivez, al mismo tiempo era austera: los encumbrados retratos de antiguos directores y profesores nos observaban desde arriba, ceñudos, con sus negros atributos académicos. Los profesores que elegían asistir al oficio matinal (ellos no estaban obligados, como nosotros) se sentaban ahora en el escenario elevado y también nos miraban desde arriba. Cuando el escenario estaba preparado para una representación, se dejaba cerrado el telón y quedaba muy poco lugar para los docentes en la estrecha parte delantera. Eso fue lo primero que criticó Owen sobre esta decisión: en Hurd’s Church, los profesores se sentaban en bancos, con los estudiantes, y se sentían estimulados a asistir. Pero en la Gran Sala, cuando se montaba en el escenario una de las obras de Dan, quedaba lugar para tan pocas sillas que los profesores no se sentían alentados a concurrir. Asimismo, escribió La Voz, «LO ELEVADO DEL ESCENARIO Y LA BRILLANTEZ DE LA LUZ MATINAL PROPORCIONA AL DIRECTOR UNA PLATAFORMA EXAGERADA DESDE DONDE SENTAR CÁTEDRA; Y A MENUDO HAY UNA ESPECIE DE FOCO, REGALADO POR EL SOL, QUE NOS PRODUCE LA SENSACIÓN DE ESTAR EN PRESENCIA DE UN PERSONAJE EXCELSO. ME PREGUNTO SI NO SERA ESTE EL EFECTO BUSCADO».

He de confesar que me gustó bastante el cambio, como a la mayoría de los alumnos. La Gran Sala estaba en la primera planta del edificio principal de Gravesend Academy; se podía llegar desde dos direcciones: subiendo dos majestuosas escalinatas de mármol, a través de un par de puertas dobles altas y anchas. No había que hacer cola para entrar o salir y muchos ya estábamos en el interior del recinto para la primera clase. En invierno, especialmente, había un largo trecho hasta Hurd’s Church, distanciada de todos los edificios con aulas. Owen insistió en que el director estaba GALLEANDO y que había manipulado hábilmente al reverendo Merrill hasta un punto en que éste habría sido un desagradecido si se quejaba; al fin y al cabo, ahora vivía en una buena casa. Si quitar el oficio matinal de Hurd’s Church significó un alejamiento del territorio de Mr. Merrill —y si le desagradó el cambio—, no oímos una sola palabra de protesta en labios del congregacionalista; únicamente La Voz se quejó.

Pero Randy White sólo estaba entrando en calor; su siguiente decisión consistió en abolir la obligatoriedad del latín… obligatoriedad que todo el mundo (excepto los miembros del Departamento de Latín) había deplorado. La trillada lógica de que el latín ayudaba a la comprensión de todos los idiomas era un sonsonete que no solía escucharse fuera de dicho departamento. Había seis miembros en el Departamento de Latín y a tres de ellos les faltaba un año o dos para retirarse. White previo que la inscripción en Latín descendería a la mitad (uno de los requisitos para la graduación era haber cursado tres años de estudios de la asignatura); en un par de años se habría reducido correspondientemente el número de profesores que lo enseñaban, y podrían contratarse otros especializados en las más aceptadas lenguas románicas: francés y español. Se oyeron vítores en la reunión matinal cuando White anunció el cambio; dicho sea de paso, en un lapso muy breve todos habíamos comenzado a llamar por otro nombre al «oficio matinal»; White lo llamaba «reunión matinal», y la nueva designación prendió.

Owen señaló que lo que estaba mal era el método con que el director había descartado el latín.

«ES MUY ASTUTO POR PARTE DEL NUEVO DIRECTOR TOMAR UNA DECISIÓN TAN POPULAR. ¿Y QUE PUEDE SER MÁS POPULAR ENTRE LOS ESTUDIANTES QUE LA ABOLICIÓN DE UNA OBLIGACIÓN? ¡SOBRE TODO DEL LATÍN! PERO HABRÍA QUE HABER LLEGADO A ESTO POR VOTACIÓN… EN UNA REUNIÓN DEL CLAUSTRO. ESTOY SEGURO DE QUE SI EL DIRECTOR LO HUBIESE PROPUESTO, LOS DOCENTES HABRÍAN ESTADO DE ACUERDO. EL DIRECTOR TIENE CIERTO PODER DE DECISIÓN SINGULAR, ¿PERO ERA NECESARIO QUE LO DEMOSTRARA TAN ANTOJADIZAMENTE? PODRÍA HABER CUMPLIDO ESE OBJETIVO MÁS DEMOCRÁTICAMENTE. ¿ERA NECESARIO QUE DEMOSTRARA AL CLAUSTRO QUE NO NECESITABA DE SU APROBACIÓN? ¿Y FUE EN REALIDAD LEGAL, SEGÚN NUESTRA CARTA O NUESTRA CONSTITUCIÓN, QUE EL DIRECTOR ANULARA POR SU CUENTA UN REQUISITO PARA LA GRADUACIÓN?».

Esta columna dio pie a que el director usara por primera vez la plataforma de la reunión matinal para responder a La Voz. Éramos, al fin y al cabo, una audiencia cautiva.

—Caballeros —comenzó Mr. White—. No cuento con la significativa ventaja de un editorial semanal en The Grave, pero quisiera usar el poco tiempo de que dispongo, entre los himnos y antes de nuestras oraciones, para esclareceros sobre el tema de nuestra querida carta de la escuela y su constitución. En ninguno de ambos documentos el claustro es facultado con ninguna autoridad sobre el director elegido por la academia, que es designado como «principal», lo que significa miembro principal del claustro; ni en la carta ni en la constitución se inhibe de modo alguno el poder decisorio del director o principal. Oremos…

La siguiente decisión de Mr. White consistió en sustituir al abogado de nuestra escuela —un profesional del lugar— por un abogado-amigo de Lake Forest, en otros tiempos director de un bufete que había defendido exitosamente y ganado un pleito por intoxicación alimenticia contra una de las grandes empresas cárnicas de Chicago; la carne pasada había enfermado a mucha gente, pero el abogado de Lake Forest logró desviar la culpa de la empresa cárnica y la empaquetadora, para endosársela a una compañía de camiones frigoríficos. Por consejo de este abogado, Randy White modificó la política de expulsiones de Gravesend Academy.

En el pasado, un Comité Ejecutivo escuchaba los casos de todo estudiante que se veía enfrentado a la expulsión; dicho comité hacía sus recomendaciones al claustro, y todos los profesores votaban a favor o en contra de la expulsión. El abogado de Lake Forest sugirió que la escuela era susceptible de un juicio legal en caso de expulsión, que la totalidad del claustro «actuaba como jurado sin la profunda comprensión del caso que se atribuía al Comité Ejecutivo». El abogado aconsejó que el Comité Ejecutivo tomara la decisión referente a las expulsiones, sin involucrar al cuerpo docente. El director White siguió el consejo y anunció el cambio —en el estilo en que había informado sobre la no-obligatoriedad del latin en una reunión matinal.

«POR MOR DE EVITAR UN HIPOTÉTICO JUICIO», escribió Owen Meany, «EL DIRECTOR HA TRANSFORMADO UNA DEMOCRACIA EN UNA OLIGARQUÍA; HA SACADO DE LAS MANOS DE MUCHOS EL PORVENIR DE UN CHICO EN DIFICULTADES Y HA PUESTO ESE DESTINO EN MANOS DE UNOS POCOS. Y EXAMINEMOS A ESTOS POCOS. EL COMITÉ EJECUTIVO ESTA COMPUESTO POR EL DIRECTOR, EL DECANO DE ESTUDIANTES, EL DIRECTOR DE BECAS Y CUATRO MIEMBROS DEL PROFESORADO, DE LOS CUALES SOLO DOS SON ELEGIDOS POR TODO EL CLAUSTRO; LOS OTROS DOS SON DESIGNADOS POR EL DIRECTOR. ¡ME PERMITO SUGERIR QUE ESTA BARAJA ESTA AMAÑADA! ¿QUIEN CONOCE MEJOR A CUALQUIER CHICO? SU CONSEJERO DE RESIDENCIA, SUS PROFESORES Y ENTRENADORES. EN EL PASADO, DURANTE LA REUNIÓN DEL CLAUSTRO, ESTAS ERAN LAS PERSONAS QUE TOMABAN LA PALABRA PARA DEFENDER A UN ESTUDIANTE… O LOS QUE MEJOR SABÍAN QUE ESE ESTUDIANTE NO MERECÍA SER DEFENDIDO. SUGIERO QUE CUALQUIER CHICO QUE SEA EXPULSADO POR ESTE COMITÉ EJECUTIVO DEMANDE A LA ESCUELA. EN EL CASO DE UNA EXPULSIÓN, NO HAY MEJORES MOTIVOS QUE ESTOS PARA UN JUICIO: LA GENTE QUE ESTA EN CONDICIONES DE CONOCER EL VALOR DE TU CONTRIBUCIÓN A LA ESCUELA NO ESTA EN CONDICIONES DE HABLAR, SIQUIERA, EN TU DEFENSA… PARA NO MENCIONAR QUE NO PUEDE VOTAR.

»OS LO ADVIERTO: QUIEN SEA PRESENTADO A ESTE COMITÉ EJECUTIVO YA ESTA DESHAUCIADO DE ANTEMANO. EL DIRECTOR Y SUS DOS DESIGNADOS VOTAN EN CONTRA; LOS DOS MIEMBROS ELEGIDOS DEL PROFESORADO QUE FORMAN PARTE DEL COMITÉ, VOTAN A FAVOR. YA VAS PERDIENDO 3-2. ¿Y QUE HACEN EL DECANO DE ESTUDIANTES Y EL DIRECTOR DE BECAS? NO TE CONOCEN DEL AULA, NI DEL GIMNASIO, NI DE LA RESIDENCIA; SON ADMINISTRADORES… COMO EL DIRECTOR. QUIZÁS EL DIRECTOR DE BECAS TE CONSIDERE BENÉVOLAMENTE SI ERES BECARIO; ENTONCES PERDERÁS POR 4-3 EN LUGAR DE 5-2. DE CUALQUIER MANERA, PIERDES.

»BUSCA “OLIGARQUÍA” EN EL DICCIONARIO SI NO ENTIENDES LO QUE QUIERO DECIR: “FORMA DE GOBIERNO EN QUE EL PODER ES EJERCIDO POR UN GRUPO LIMITADO DE PERSONAS O UNA CLASE SOCIAL O CAMARILLA DOMINANTE; EL GOBIERNO DE UNOS POCOS”».

Pero había otras cuestiones de «gobierno» que captaban la atención de todos en aquella época; hasta Owen se veía distraído de la capacidad de toma de decisión del nuevo director. Todo el mundo hablaba de Kennedy o de Nixon; fue Owen quien inició un simulacro de elecciones entre el alumnado de Gravesend Academy; las organizó, instaló las urnas en la oficina de correos de la escuela, se sentó detrás de una gran mesa y fue tachando el nombre de cada estudiante. Pescó a algunos que votaron dos veces, envió «mensajeros» a fastidiar a los chicos de la residencia que aún no habían votado. A lo largo de dos días, pasó todo el tiempo disponible entre una clase y otra detrás de la gran mesa; no permitió que ningún otro supervisara las elecciones. Las urnas quedaban en una caja cerrada con llave que se guardaba en el despacho del director de becas… cada vez que Owen no las tenía a la vista. Detrás de la mesa, sobresalía una chapa grande como una pelota de béisbol en la solapa de su chaqueta deportiva:

Con J. F. K.

hasta el final

¡Quería a un católico en la presidencia!

—¡EN ESTA ELECCIÓN NO HAY TEJEMANEJES! —decía a los votantes—. ¡SI ERES TAN IMBÉCIL COMO PARA VOTAR A NIXON, TU ESTÚPIDO VOTO SERA CONTABILIZADO… IGUAL QUE EL DE CUALQUIER OTRO!

Ganó Kennedy por una mayoría aplastante, pero La Voz predijo que la verdadera votación —en noviembre— sería mucho más reñida; no obstante, Owen estaba convencido de que Kennedy podía, y debía, ganar. «ESTA ES UNA ELECCIÓN EN QUE LOS JÓVENES PUEDEN SENTIRSE PARTICIPES», anunció La Voz; por cierto, aunque Owen y yo éramos demasiado jóvenes para votar, sentíamos que formábamos parte de la «energía» juvenil que representaba Kennedy. «¿NO SERIA MARAVILLOSO TENER UN PRESIDENTE DE QUIEN NO SE RÍAN LOS MENORES DE TREINTA AÑOS? ¿PARA QUE VOTAR POR LA SOMBRA DE EISENHOWER CUANDO PODEMOS CONTAR CON JACK KENNEDY?».

Una vez más, el director consideró apropiado recusar el «género editorial» de La Voz en la reunión matinal.

—Soy republicano —nos dijo Randy White—. Para que no creáis que The Grave representa siquiera con una objetividad marginal a los republicanos, permitidme ocupar un minuto de vuestro tiempo… mientras, quizá, la euforia de la mayoría abrumadora de John Kennedy aquí todavía bulle aunque (espero) amaina. No me sorprende que un candidato tan joven haya seducido a muchos de vosotros con su «energía», pero afortunadamente el destino del país no lo deciden unos jovencitos que no tienen edad para votar. La experiencia de Nixon no os parece tan encantadora, probablemente, pero una elección presidencial no es una regata ni un concurso de belleza entre las esposas de los candidatos. —Después de una pausa, el director prosiguió—: Soy un republicano de Illinois. Como sabéis, Illinois es la tierra de Lincoln.

«ILLINOIS ES LA TIERRA DE ADLAI STEVENSON», escribió Owen Meany. «POR LO QUE SE, ADLAI STEVENSON ES UN RESIDENTE DE ILLINOIS MÁS RECIENTE QUE ABRAHAM LINCOLN. POR LO QUE SE, ADLAI STEVENSON ES UN DEMÓCRATA Y AÚN ESTA VIVO».

Y esta pequeña diferencia de opinión, por lo que yo sé, fue la que inspiró otra decisión a Randy White. Reemplazó a Mr. Early como profesor consejero de The Grave; el director se nombró a sí mismo profesor consejero y La Voz encontró una censura más contundente que la que había tenido nunca con Mr. Early.

—Será mejor que tengas cuidado, Owen —le aconsejó Dan Needham.

—Será mejor que te espabiles —le dije yo.

Una noche muy fría, después de Navidad, Owen paró la camioneta tomate en el aparcamiento de detrás de la escuela parroquial de St. Michael. Los faros brillaban a través del patio de juegos, que se había inundado por una lluvia inoportuna, ahora congelada en el negro brillo reflectante de un estanque.

—ES UNA LASTIMA QUE NO TENGAMOS LOS PATINES —dijo Owen. En el otro extremo de la lisa sábana de hielo, los faros de la camioneta hacían resplandecer a María Magdalena en su portería—. ES UNA LASTIMA QUE NO TENGAMOS LOS PALOS DE HOCKEY Y UN DISCO —comentó. Se encendió una luz, y luego otra, en la vivienda de las monjas; después también se encendió la luz del porche, aparecieron dos hermanas y fijaron la vista en nuestros faros—. ¿ALGUNA VEZ HAS VISTO PINGÜINOS EN EL HIELO?

—Será mejor que no hagamos nada —le aconsejé; dio la vuelta a la camioneta en el aparcamiento y condujo hasta 80 Front Street. Daban un «film de creación» en Última Sesión; ahora Owen y yo opinábamos que las únicas películas buenas eran las realmente malas.

Nunca me mostró lo que escribía en su diario… en esa época. Pero después de aquella Navidad solía llevarlo consigo, y yo sabía que era importante para él porque lo guardaba junto a su cama, en la mesita de noche, al lado de sus libros de poemas de Robert Frost y bajo la protección del maniquí de mi madre. Cuando pasaba la noche conmigo, en casa de Dan o en 80 Front Street, siempre escribía en el diario antes de dejarme apagar la luz.

La noche que lo recuerdo escribiendo más frenéticamente fue la siguiente a la investidura del presidente Kennedy; corría el mes de enero de 1961 y le imploré que apagara la lámpara, pero él siguió escribiendo y escribiendo, hasta que se quedó dormido con la luz encendida… no sé en qué momento interrumpió la escritura. Habíamos seguido la toma de posesión por la tele, en 80 Front Street; Dan y Abuela estaban con nosotros, y aunque mi abuela se quejaba de que Jack Kennedy era «demasiado joven y demasiado apuesto», de que parecía «un astro del cine» y de que «debería usar sombrero», Kennedy fue el primer demócrata por el que Harriet Wheelwright votó en su vida, y le caía bien. Dan, Owen y yo estábamos colados por él.

En Washington —y también en Gravesend— el día era resplandeciente, frío y ventoso; Owen y yo estábamos preocupados por el clima.

—ES UNA PENA QUE NO SEA UN DÍA MÁS BENIGNO —dijo Owen.

—Tendría que aprender a usar sombrero… eso no lo matará —insistió mi abuela—. Con este tiempo puede coger un resfriado mortal.

Cuando nuestro viejo conocido Robert Frost intentó leer su poema inaugural, Owen se alteró bastante; tal vez era el viento, tal vez los ojos de Frost lagrimeaban por el frío, o por el destello del sol, o sencillamente al anciano le fallaba la vista, pero fuera lo que fuese, se le veía muy débil y no pudo leer correctamente su poema.

—«La tierra era nuestra antes de que nosotros fuésemos de la tierra» —empezó Frost. Era «El don absoluto», y Owen lo sabía de memoria.

—¡QUE ALGUIEN LO AYUDE! —gritó cuando el poeta comenzó a esforzarse. Alguien intentó ayudarlo… quizás el presidente, o Mrs. Kennedy; no lo recuerdo.

En cualquier caso, no sirvió de mucho, y Frost siguió debatiéndose con su poema. Owen trató de soplarle, pero Robert Frost no podía oír a La Voz… desde Gravesend. Owen recitó de memoria; su memoria del poema era mejor que la del propio autor.

ALGO QUE ESTÁBAMOS OCULTANDO NOS HACIA DÉBILES

HASTA QUE DESCUBRIMOS QUE ERAMOS NOSOTROS MISMOS.

NOS ESTÁBAMOS OCULTANDO DE NUESTRA TIERRA DE VIDA,

Y SIN TARDANZA ENCONTRAMOS LA SALVACIÓN EN EL ABANDONO.

Era la misma voz que le soplaba al Angel Anunciador, que ocho años atrás había olvidado su mensaje; era el Niño Jesús hablando otra vez desde el pesebre.

—¡CIELOS! ¿POR QUÉ NADIE LO AYUDA? —gritó Owen.

Lo que en verdad nos afectó fue el discurso del presidente; dejó mudo a Owen Meany y lo tuvo escribiendo en su diario hasta altas horas de la noche. Años después —después de todo— llegué a leer lo que había escrito; en aquel entonces, sólo sabía que estaba muy exaltado y que sentía que Kennedy había cambiado todo para él.

«BASTA DE MAESTRO SARCASMO», escribió en el diario. «¡BASTA DE TONTERÍAS CÍNICAS, NEGATIVAS, LISTILLAS Y ADOLESCENTES! HAY UNA FORMA DE SERVIR AL PROPIO PAÍS SIN SER TONTO; HAY UNA FORMA DE SER ÚTIL SIN SER UTILIZADO… SIN SER UN SIERVO DE LOS VIEJOS Y SUS IDEAS CADUCAS». Había más, mucho más. Pensaba que Kennedy era religioso, e increíblemente no le molestaba que fuese católico. «CREO QUE ES UNA ESPECIE DE SALVADOR», escribió Owen en su diario. «NO ME IMPORTA QUE SEA UN DEPREDADOR DE LA CABALLA… TIENE ALGO QUE NECESITAMOS».

En clase de Sagradas Escrituras, Owen le preguntó al reverendo Merrill si no estaba de acuerdo en que Jack Kennedy era LO MISMÍSIMO QUE ISAÍAS TENÍA EN MENTE… YA SABE, «EL PUEBLO QUE ANDABA EN TINIEBLAS VIO GRAN LUZ; LOS QUE MORABAN EN TIERRA DE SOMBRA DE MUERTE, LUZ RESPLANDECIÓ SOBRE ELLOS». ¿LO RECUERDA?

—Bien, Owen —dijo Mr. Merrill cautelosamente—, estoy seguro de que a Isaías le habría gustado John Kennedy; sin embargo, no sé si Kennedy es «lo mismísimo que Isaías tenía en mente», como tú dices.

—«PORQUE UN NIÑO NOS ES NACIDO» —recitó Owen—, «UN HIJO NOS ES DADO; Y EL PRINCIPADO SOBRE SU HOMBRO SERA». ¿LO RECUERDA?

Yo lo recuerdo, y recuerdo cuánto tiempo después de la toma de posesión de Kennedy, Owen seguía citando su discurso: «NO PREGUNTES QUE PUEDE HACER TU PAÍS POR TI, PREGUNTA QUE PUEDES HACER TU POR TU PAÍS».

¿Lo recuerdas?