El Espíritu del Futuro

Así, Owen Meany remodeló la Navidad. Denegada su ansiada excursión a Sawyer Depot, acaparó los dos papeles no hablados más importantes de las únicas funciones teatrales presentadas en Gravesend durante aquellas vacaciones. En tanto Niño Jesús y Espíritu de las Navidades Futuras, se había constituido en profeta: inquietantemente, era de nuestro futuro que parecía saber algo. Una vez creyó ver el futuro de mi madre; incluso se convirtió en el instrumento de su futuro. Ahora yo me preguntaba qué creía saber del porvenir de Dan o del de mi abuela… o del de Hester, o del mío, o del suyo.

Owen Meany me había asegurado que Dios me haría saber quién era mi padre, pero hasta ahora Dios había guardado silencio.

Owen se había mostrado convincente. Nos había convencido a Dan y a mí de que debíamos desprendernos del maniquí; había apostado la desgarradora figura de mi madre al lado de su cama para que velara por él, para que fuera su ángel. También se había persuadido de que debía bajar de los cielos y permanecer en el pesebre, además de convertirme a mí en José, haber elegido a mi María y haber transformado a los tórtolos en vacas. Después de su nueva versión del Sagrado Nacimiento, siguió adelante; reinterpretó a Dickens, porque hasta Dan tuvo que reconocer que de alguna manera Owen había modificado Canción de Navidad. El mudo Espíritu de las Navidades Futuras le robaba la penúltima escena a Scrooge.

Ni siquiera The Gravesend News-Letter reconoció el protagonismo de Scrooge; al crítico teatral de The News-Letter se le escapó por completo que el principal actor era Mr. Fish. Escribió: «La historia navideña por excelencia, cuyo brillo había empalidecido (al menos para este crítico) por su repetición anual, ha adquirido un nuevo destello». La reseña agregaba: «La trillada escena del fantasma se ha vigorizado con la brillante actuación del pequeño Owen Meany, quien —pese a su diminuto tamaño— es una presencia enorme en el escenario; la miniatura que es Owen Meany empequeñece al resto del reparto. El director Dan Needham haría bien en adjudicar al astro de la talla de Tiny Tim el papel estelar de Scrooge en la Canción de Navidad del año que viene».

No decía una sola palabra sobre el Scrooge de este año, y Mr. Fish estaba frenético por el desinterés del crítico. Owen respondía malhumorado a cualquier crítica.

—¿POR QUÉ ES NECESARIO REFERIRSE A MI COMO «PEQUEÑO», COMO «DIMINUTO», COMO «MINIATURA»? —bufaba Owen—. ¡NO APLICAN ESOS CALIFICATIVOS A LOS DEMÁS ACTORES!

—Has olvidado lo de «talla de Tiny Tim» —apunté.

—LO SE, LO SÉ. ¿ACASO DICEN «ANTIGUO DUEÑO DE PERRO FISH» ES UN SOBERBIO SCROOGE? ¿ACASO DICEN «WALKER, LA ATROZ TIRANA DE LA ESCUELA DOMINICAL» ES UNA MADRE ENCANTADORA CON TINY TIM?

—Dicen que eres una «estrella» —le recordé—. Que eres «brillante» y una… «presencia enorme».

—¡ME HAN LLAMADO «PEQUEÑO», ME HAN LLAMADO «DIMINUTO», ME HAN LLAMADO «MINIATURA»! —gritó Owen.

—Por suerte no era un papel hablado —aporté.

—MUY GRACIOSO —dijo Owen.

En el caso de aquella puesta en escena específica, a Dan no le preocupaba la prensa local; le inquietaba la idea de lo que habría pensado Charles Dickens de Owen Meany. Tenía la certeza de que el autor lo habría desaprobado.

—Algo funciona mal —dijo Dan—. Los críos lloran a lágrima viva; hay que sacarlos de la sala sin que vean el final feliz. Hemos empezado a advertírselo en la puerta a las madres que llevan hijos pequeños. No es el entretenimiento «familiar» que se supone debe ser. ¡Los niños que salen del teatro parecen haber visto a Drácula!

Sin embargo, Dan sintió cierto alivio al notar que Owen se estaba acatarrando. Era susceptible a los resfriados y ahora estaba siempre fatigado: ensayaba la Sagrada Natividad por la mañana, interpretaba al Espíritu de las Navidades Futuras por la noche. Algunas tardes Owen estaba tan agotado que se quedaba dormido en casa de mi abuela; se echaba a dormir en la alfombra del estudio, tendido bajo el gran sofá, o sobre una pila de cojines, donde había estado bombardeando a mis soldaditos de plomo con mi cañón de juguete. Yo iba a la cocina a buscar galletas y cuando volvía lo encontraba profundamente dormido.

—Se está volviendo como Lydia —observaba mi abuela, porque Lydia tampoco permanecía despierta toda la tarde; echaba cabezadas en su silla de ruedas, donde Germaine la hubiese dejado, a veces de cara a un rincón. Para mi abuela, era otro indicativo de que la senilidad de Lydia se adelantaba a la suya.

Pero cuando Owen comenzó a manifestar las primeras señales del resfriado —un estornudo o una tos de vez en cuando, la nariz moqueante— Dan Needham pensó que su puesta en escena de Canción de Navidad podía salir beneficiada. Dan no quería que Owen enfermara; sólo deseaba alguna tosecita, un estornudo, y quizá que Owen tuviera que sonarse la nariz. Un sonido tan humano desde debajo de la capucha negra aliviaría, sin duda, al público; que Owen tosiera y estornudara podría incluso provocar un par de expresiones risueñas. En opinión de Dan, eso no haría ningún daño.

—Podría hacerle daño a Owen —señalé—. No creo que sepa apreciar ninguna risa.

—No estoy diciendo que quiera hacer un personaje cómico del Espíritu del Futuro —aclaró Dan—. Sólo quiero humanizarlo un poco.

A juicio de Dan, ese era el problema: Owen no parecía humano. Tenía el tamaño de un niño pequeño, pero sus movimientos eran misteriosamente adultos; en cuanto a su autoridad en escena, iba más allá de lo «adulto»: era sobrenatural.

—Míralo de este modo —me dijo Dan—. Un fantasma que estornuda, un fantasma que tose, un fantasma que tiene que sonarse la nariz, no es tan aterrador.

Pero qué decir de un Niño Jesús que estornuda y tose, que tiene que sonarse la nariz, pensé. Si los Wiggin insistían en que el Niño Jesús no debía llorar, ¿qué opinarían de un Príncipe de la Paz enfermo?

Todos enfermaron esa Navidad: Dan superó la bronquitis sólo para descubrir que tenía conjuntivitis aguda; Lydia tenía una tos tan violenta que en ocasiones salía disparada hacia atrás en su silla de ruedas. Cuando Mr. Early, que era el Espectro de Marley, comenzó a toser y sorberse los mocos, Dan me confió que la simetría sería perfecta —para la obra— si todos los fantasmas contraían algo. Mr. Fish, que era con mucho el que tenía más letra, se cuidaba muchísimo para no contagiarse de nadie; así, Scrooge retrocedía del Espectro de Marley de una manera más exagerada aún.

Abuela se quejaba de que las calles estaban demasiado resbaladizas para salir; no le preocupaban los catarros, pero temía patinar en el hielo.

—A mi edad —me dijo—, llega una caída, una cadera rota, y luego una muerte larga y lenta, de pulmonía —Lydia tosió y asintió, asintió y tosió, pero ninguna de las dos quiso compartir conmigo su anciana sabiduría… concerniente a la causa de que una cadera rota produjera pulmonía, para no hablar de «una muerte larga y lenta».

—Pero tienes que ver a Owen en Canción de Navidad —insistí.

—Ya veo bastante a Owen —me dijo Abuela.

—Mister Fish también está muy bien —añadí.

—También veo bastante a Mister Fish —comentó.

La entusiasta crítica sobre Owen aparecida en The Gravesend News-Letter sumió a Mr. Fish en una silenciosa depresión; cuando iba a 80 Front Street después de cenar, suspiraba a menudo y no abría la boca. En cuanto a nuestro taciturno cartero Mr. Morrison, es imposible calcular cuánto sufrió al enterarse del éxito de Owen. Iba encorvado bajo su saca de cuero como si acarreara un bulto mucho más pesado que el exceso de correspondencia navideña. ¿Cómo se sentía repartiendo todos los ejemplares de The Gravesend News-Letter, donde su desertado personaje se describía como «no sólo fundamental sino protagónico»? ¿Estarían lloviendo sobre Owen Meany las alabanzas que Mr. Morrison había soñado para sí?

En la primera semana, me dijo Dan, Mr. Morrison no fue a ver la obra. Para su sorpresa, tampoco habían aparecido Mr. y Mrs. Meany.

—¿No leen The News-Letter? —me preguntó Dan.

No me imaginaba a Mrs. Meany leyendo; sus asuntos la tenían muy ocupada. Era mucho lo que tenía que mirar: las paredes, los rincones, no del todo por la ventana, el fuego mortecino, el maniquí de mi madre, ¿cuándo tenía tiempo para leer un periódico? En cuanto a Mr. Meany, era de esos hombres que ni siquiera leen la sección deportiva. Además, pensé, probablemente Owen nunca les había dicho una palabra sobre Canción de Navidad; en fin de cuentas, ni siquiera quería que supieran de su actuación en el espectáculo histórico del Nacimiento.

Tal vez alguno de los canteros le dijese algo de la obra a Mr. Meany; quizás un picapedrero o la mujer del que manejaba la grúa la había visto, o al menos había leído el comentario en The News-Letter.

«He oído decir que tu chico es la estrella del teatro», podía haber dicho alguien.

Pero también oí cómo Owen restaría importancia a la cuestión.

«SOLO ESTOY ECHÁNDOLE UNA MANO A DAN. ESTABA EN UN APRIETO. UNO DE LOS FANTASMAS DIMITIÓ. YA CONOCÉIS A MORRISON, EL CARTERO COBARDE. BIEN, FUE UN CASO DE TERROR A LAS TABLAS. ES UN PAPEL INSIGNIFICANTE… NI SIQUIERA HABLADO. TAMPOCO OS RECOMIENDO LA OBRA, NO ES MUY CREÍBLE. ADEMAS, EN NINGÚN MOMENTO SE ME VE LA CARA. CREO QUE NO ESTOY MÁS DE CINCO MINUTOS EN EL ESCENARIO».

Yo estaba seguro de que así habría manejado Owen la cuestión. Pensaba que estaba excesivamente pagado de sí mismo y que trataba duramente a sus padres. Todos atravesamos una etapa —a algunos nos dura toda la vida— en que nos molestan nuestros padres; no queremos tenerlos a nuestro alrededor porque tememos que digan o hagan algo que nos lleve a avergonzarnos de ellos. Pero a mis ojos Owen padecía esta molestia más que la mayoría; por eso, pensaba yo, mantenía a sus padres a tanta distancia. Y en mi opinión, también era demasiado mandón con su padre. A una edad en que la mayoría de nuestros semejantes soportaban constantes mangoneos de sus padres, Owen siempre le decía al suyo lo que debía hacer.

Mi comprensión de la animosidad de Owen era leve. Al fin y al cabo, yo echaba de menos a mi madre; habría disfrutado teniéndola cerca mío. Como Dan no era mi verdadero padre, nunca experimenté ningún resentimiento hacia él; siempre me encantó tenerlo cerca; mi abuela, aunque maravillosa como abuela, era reservada.

—Owen, ¿quieres que invite a tus padres a ver la obra? —dijo Dan una tarde—. Tal vez la última función, en Nochebuena.

—ME PARECE QUE EN NOCHEBUENA ESTARÁN OCUPADOS.

—¿Y qué tal alguna noche antes? —le preguntó Dan—. ¿Los invito… pronto? Cualquier noche de éstas.

—NO SON EXACTAMENTE AMANTES DEL TEATRO —dijo Owen—. NO ES MI INTENCIÓN INSULTARTE, DAN, PERO SOSPECHO QUE MIS PADRES SE ABURRIRÍAN.

—Pero seguro que les encantaría verte a ti, Owen. ¿No les gustaría tu actuación?

—SOLO LES GUSTAN LAS HISTORIAS VERDADERAS —explicó Owen—. SON MÁS BIEN REALISTAS, NO LES EMOCIONAN LOS RELATOS DE FICCIÓN. NADA QUE SEA DE MENTIRIJILLAS LES VA. Y NI HABLAR DE FANTASMAS.

—¿Ni hablar de fantasmas? —preguntó Dan.

—TODAS ESAS COSAS ESTÁN EXCLUIDAS… PARA ELLOS —dijo Owen. Pero oyéndolo me di cuenta de que mi impresión sobre sus padres era totalmente opuesta. Pensaba que los padres de Owen Meany sólo creían en las así llamadas mentirijillas, que sólo creían en los fantasmas, que sólo prestaban atención a los espíritus—. LO QUE QUIERO DECIR, DAN, ES QUE PREFIERO NO INVITAR A MIS PADRES. SI VAN, QUE VAYAN. PERO CREO QUE NO IRÁN.

—Bien, Owen, lo que tú digas —concluyó Dan.

Dan Needham sufría de lo mismo que mi madre: tampoco él podía dejar de tocar a Owen Meany. No era de los que te revuelven el pelo, o te dan una palmada en las nalgas o en los hombros. Dan te cogía las manos y te las apretaba, a veces hasta que tus nudillos y los suyos crujían juntos. Pero las manifestaciones de afecto físico hacia Owen excedían, incluso, sus muestras de cariño por mí; Dan poseía el tino de mantener sus distancias conmigo… para ser como un padre para mí, sin afirmarse demasiado exactamente en el papel. Y precisamente debido a la prudencia que expresaba cuando me tocaba, se reprimía menos con Owen, cuyo padre jamás (al menos en mi presencia) lo tocaba. Creo que Dan Needham también sabía que a Owen nadie le mostraba afecto en su casa.

Aquel sábado por la noche llamaron por cuarta vez a saludar y Dan envió a Owen solo al escenario. Era evidente que el público sólo quería a Owen; Mr. Fish ya había salido a saludar con él y también solo: estaba claro que a quien la multitud adoraba era a Owen.

Todos se pusieron de pie. El pico de la capucha negra era un tanto puntiagudo y demasiado alto para la cabeza de Owen; se había inclinado por un lado, dándole una apariencia de gnomo y una actitud ligeramente presumida y maliciosa. Cuando echó la capucha hacia atrás y mostró al público su cara radiante, una chiquilla de una de las primeras filas se desmayó; tenía más o menos nuestra edad —quizá doce o trece— y cayó al suelo como un saco de patatas.

—Hacía mucho calor donde estábamos sentadas —dijo la madre de la niña, después de que Dan se cerciorara de que recuperaba el conocimiento.

—¡ESTÚPIDA MOCOSA! —dijo Owen entre bambalinas. Él era su propio maquillador. Aunque su cara permanecía oculta por la enorme capucha blanda durante toda su actuación, se la blanqueaba con polvos de talco y ennegrecía sus ojeras ya oscuras con sombra para párpados. Quería que si alguien tenía un leve vislumbre de su rostro, lo encontrara apropiadamente fantasmal; el empeoramiento de su resfriado realzaba la palidez deseada.

Tosía con bastante frecuencia cuando Dan lo llevó a su casa. El día siguiente, último domingo anterior a Navidad, se representaría el Nacimiento.

—Lo noto un poco peor de lo que creía —me dijo Dan mientras volvíamos al centro—. Quizá yo mismo tenga que interpretar al Espíritu de las Navidades Futuras. O podrías hacerlo si Owen cae enfermo.

Pero yo sólo era el casto José; sentía que Owen Meany ya me había elegido para el único papel que era capaz de desempeñar.

Nevó toda la noche, aunque sin tormenta; la temperatura siguió bajando hasta que hizo demasiado frío para nevar. Una nueva capa de blanco mate, más mate que el blanco de la iglesia, se extendía sobre Gravesend aquel domingo por la mañana; el viento —que es la forma de frío más cruel— levantaba manojos de hierba del polvo seco, haciendo traquetear y gemir las cunetas vacías de 80 Front Street; las cunetas estaban vacías porque la nieve reciente era demasiado fría para adherirse.

Los quitanieves no pasaban temprano los domingos por la mañana; el único vehículo que no se deslizó ni patinó mientras subía por Front Street fue el pesado camión de la Meany Granite Company. Owen llevaba puesta tanta ropa que le costaba doblar las rodillas mientras subía con dificultad la rampa; sus brazos no se balanceaban a los costados del cuerpo, sino que sobresalían rígidos, como los miembros de un espantapájaros. Iba tan embozado en una larga bufanda verde oscuro que no le vi la cara… ¿pero quién puede confundir a Owen Meany con otra persona? Esa bufanda se la había regalado mi madre un invierno, al descubrir que él no tenía ninguna. Owen decía que era su bufanda de la SUERTE y la guardaba para ocasiones importantes o para los fríos más rigurosos.

El domingo anterior a Navidad exigía el uso de la bufanda de mi madre por ambos motivos. Mientras bajábamos Front Street hacia Christ Church, los pájaros alzaban el vuelo al oír su tos de perro; su pecho despedía un estertor de flemas lo bastante ruidoso para que yo lo oyera a través de sus diversas capas de ropa de abrigo.

—No pareces estar muy bien, Owen —observé.

—SI JESÚS HUBIESE TENIDO QUE NACER UN DÍA COMO ESTE, NO CREO QUE HUBIESE DURADO LO SUFICIENTE PARA SER CRUCIFICADO —dijo.

En la acera casi virgen de Front Street, sólo unas huellas habían pisado la nieve antes que nosotros; con excepción de las desmañadas meadas de perros, la acera era un intacto sendero blanco. La figura que había dejado las primeras huellas humanas en la nieve también iba abrigada y demasiado lejos como para que Owen y yo la reconociéramos.

—¿TU ABUELA NO ASISTIRÁ AL NACIMIENTO? —me preguntó.

—Es congregacionalista —le recordé.

—¿PERO ES TAN INFLEXIBLE QUE NO PUEDE CAMBIAR DE IGLESIA UN DOMINGO AL AÑO? LOS CONGREGACIONALISTAS NO HACEN EL PESEBRE.

—Lo sé, lo sé —respondí, pero sabía más que eso: sabía que los congregacionalistas ni siquiera celebran el clásico oficio matinal el domingo anterior a Navidad; se reúnen, en cambio, para las vísperas. Era un acontecimiento especial, dedicado a cantar villancicos. No se trataba de que el servicio de la iglesia de mi abuela estuviese en conflicto con nuestra función religiosa, sino que no le atraía ver a Owen interpretando al Niño Jesús. Había manifestado que consideraba «repulsiva» la idea. Además, montó tal jaleo con la posibilidad de romperse la cadera que anunció su intención de no asistir a las vísperas en la Iglesia Congregacional. A última hora de la tarde, cuando oscurecía, era más fácil todavía, razonó, romperse la cadera contra el hielo.

El hombre que iba delante era Mr. Fish, a quien alcanzamos en un instante. Mi vecino avanzaba lentamente y con gran precaución; también él debía de tener miedo de romperse la cadera. Se sobresaltó al ver a Owen Meany, tan envuelto en la bufanda de mi madre que sólo se le veían los ojos, aunque Mr. Fish se sobresaltaba con frecuencia cuando lo veía.

—¿Cómo es que todavía no estáis en la iglesia? Pensé que a estas horas os estaríais vistiendo —nos espetó. Le hicimos notar que llegaríamos con una hora de anticipación. Incluso a su ritmo, llegaría media hora antes. Pero nos sorprendió que asistiera a la función religiosa.

—USTED NO ES PRACTICANTE —le dijo Owen con tono acusador.

—No, no lo soy, es verdad —admitió Mr. Fish—. ¡Pero no me perdería esto por nada del mundo!

Owen observó prudentemente su coprotagonista en Canción de Navidad. Mr. Fish parecía tan deprimido, y al mismo tiempo impresionado, por el éxito de Owen, que su asistencia a la función navideña de Christ Church resultaba sospechosa. Creo que le encantaba deprimirse; además, era un esclavo tan devoto del teatro de aficionados que trataba por todos los medios de encontrar pistas observando la genial actuación de Owen.

—ES PROBABLE QUE HOY NO ESTE EN MI MEJOR MOMENTO —le advirtió Owen a Mr. Fish e hizo una dramática interpretación de su tos perruna.

—Un artista como tú no se deja amedrentar por un pequeño malestar, Owen —observó Mr. Fish. Los tres seguimos juntos; Mr. Fish se esforzaba por mantener nuestro ritmo.

Nos confió que estaba un tanto nervioso por asistir a una iglesia; de niño nunca lo habían obligado a ir —sus padres tampoco habían sido creyentes— y solamente «ponía los pies en la iglesia» en bodas o funerales. Ni siquiera estaba seguro de qué lapso de la vida de Cristo «cubría» la función navideña.

—NO TODA —replicó Owen.

—¿No cubre lo de la cruz? —preguntó Mr. Fish.

—¡NO LO CLAVARON EN LA CRUZ CUANDO ERA UN BEBE! —dijo Owen.

—¿Y cuando hace las curaciones… y echa sermones a los discípulos? —inquirió Mr. Fish.

—¡NO PASA DE NAVIDAD! —contestó Owen, exasperado—. ¡SOLO ES LA ESCENA DEL NACIMIENTO!

—No es un papel hablado —le recordé a Mr. Fish.

—Por supuesto, lo había olvidado —dijo mi vecino.

Christ Church estaba en Elliot Street, lindando con el campus de Gravesend Academy; Dan Needham nos estaba esperando en la esquina de Elliot y Front Street. Aparentemente él también pretendía pescar algunas pistas.

—¡Vaya, mira quién está aquí! —dijo Dan a Mr. Fish, que se ruborizó.

Owen se animó al ver que Dan asistiría a la representación.

—ME ALEGRA QUE ESTES AQUÍ, DAN —le dijo—, PORQUE ESTA ES LA PRIMERA FUNCIÓN NAVIDEÑA DE MISTER FISH Y ESTA UN POCO NERVIOSO.

—¡No sé cuándo hay que hacer genuflexiones y esas tonterías! —exclamó Mr. Fish, chasqueando la lengua.

—NO TODOS LOS EPISCOPALIANOS HACEN GENUFLEXIONES —anunció Owen.

—Yo no las hago —dije.

—YO SI —afirmó Owen Meany.

—Y yo a veces sí y a veces no —terció Dan—. Cuando estoy en la iglesia observo lo que hacen los demás y los imito.

Así llegó nuestro ecléctico cuarteto a Christ Church.

Pese al frío, el reverendo Dudley Wiggin estaba a la intemperie, en los peldaños de la iglesia, para recibir a los madrugadores; no llevaba sombrero y su cuero cabelludo brillaba con un rojo chillón bajo su ralo pelo gris; sus orejas parecían lo bastante exangües y heladas como para quebrarse. Barb Wiggin estaba a su lado, con un abrigo de pieles plateadas y un sombrero a juego.

—PARECE UNA AZAFATA DEL TRANSIBERIANO —observó Owen.

Me impresionó ver al reverendo Lewis Merrill y su californiana mujer junto a los Wiggin; Owen también se sorprendió.

—¿HAN CAMBIADO DE IGLESIA? —les preguntó.

Los sufrientes Merrill no parecían tener capacidad imaginativa para entender lo que quería decir Owen; la pregunta hizo estragos en el tartamudeo habitualmente leve de Mr. Merrill.

—¡N-n-n-n-nosotros celebram-m-m-m-m-mos las vísp-p-p-p-peras hoy! —contestó Mr. Merrill, pero Owen no entendió.

—Hoy los congregacionalistas celebran un servicio vespertino —expliqué—, en lugar del oficio matinal regular. Las vísperas son a última hora de la tarde.

—¡YA SE A QUE HORA SON LAS VÍSPERAS! —replicó Owen irritado.

El reverendo Wiggin pasó un brazo por los hombros del reverendo Merrill, dando a su colega clérigo tal apretón que éste, más menudo y pálido, se alarmó. Creo que los episcopalianos son, en un sentido general, más enérgicos que los congregacionalistas.

—Barb y yo asistimos a las vísperas todos los años, por los villancicos —anunció el rector Wiggin—. ¡Y los Merrill asisten a nuestro espectáculo navideño!

—Todos los años —apuntó Mrs. Merrill con tono neutro; parecía desdichadamente envidiosa de la bufanda que tapaba la cara a Owen.

El reverendo Mr. Merrill se tranquilizó. No lo había visto tan callado desde el funeral espontáneo de Sagamore y se me ocurrió que quizás era Owen quien con tanta eficacia lograba que perdiera el habla.

—Dedicamos mucha importancia a los villancicos, celebramos realmente las canciones de Navidad; siempre hemos puesto el acento en nuestro coro —dijo el pastor Merrill y pareció distinguirme con una sentida mirada cuando dijo coro, como si la mera mención de esos querubines especializados debiera recordarme la voz ausente de mi madre.

—¡Nosotros nos dedicamos más al milagro propiamente dicho! —dijo muy contento Mr. Wiggin—. Y este año —agregó, apretando repentinamente un hombro de Owen con su firme mano de piloto—, este año contamos con un Niño Jesús que os cortará la respiración —Dudley Wiggin le toqueteó a Owen la cabeza con su manaza, logrando bajarle la visera de la gorra a cuadros y dejándolo ciego, al mismo tiempo, al subir más la bufanda de la SUERTE de mi madre—. ¡Sí señor! —ahora el rector le quitó la gorra, tan rápido que la estática hizo que los sedosos y finos cabellos de Owen se pusieran de punta y ondearan en todas direcciones—. Este año —advirtió el rector—, no habrá un solo ojo seco en toda la iglesia.

Owen, que parecía estrangulado con la bufanda, estornudó.

—¡Owen, entra conmigo! —ordenó Barb Wiggin con tono agudo—. ¡Tengo que envolver a este pobre niño en sus pañales antes de que coja un resfriado! —explicó a los Merrill. Pero el pastor y su temblorosa mujer daban la impresión de tener que envolverse ellos mismos en pañales. Parecían horrorizados ante la idea de que Owen Meany interpretara al Príncipe de la Paz. Creo que los congregacionalistas son menos propensos a los milagros que los episcopalianos.

En el gélido vestíbulo de la casa parroquial, Barb Wiggin procedió a aprisionar a Owen Meany en los pañales. Pero tanto si lo envolvía ceñido como suelto en los amplios paños de algodón, Owen se quejaba.

—¡DEMASIADO APRETADO, NO PUEDO RESPIRAR! —decía tosiendo. En caso contrario gritaba—: ¡ME ENTRA CORRIENTE!

Barb Wiggin lo manipulaba con tal resolución y tan poca gracia que habrías pensado que lo estaba embalsamando; tal vez eso es lo que pensaba ella mientras lo envolvía… para serenarse.

La combinación de ser tratado tan bruscamente por Barb Wiggin y el descubrimiento de que mi abuela podría haber asistido a la función —pero eligió no hacerlo— fue perjudicial para el estado de ánimo de Owen; se puso quisquilloso y petulante. Insistió en que le quitaran los pañales y lo envolvieran en la bufanda de la SUERTE; una vez cumplida esta petición, podrían envolver los pañales blancos encima, para ocultarla. Su objetivo era tener la bufanda pegada a la piel.

—PARA QUE ME DE CALOR Y SUERTE —dijo.

—Owen, el Niño Jesús no necesita «suerte» —le dijo Barb Wiggin.

—¿ME ESTA DICIENDO QUE CRISTO TUVO SUERTE? —le preguntó Owen—. YO DIRÍA QUE LE HABRÍA VENIDO BIEN UN POCO MÁS DE SUERTE DE LA QUE TUVO. YO DIRÍA QUE AL FINAL LE FUE ADVERSA.

—Owen —intervino el rector—, fue crucificado pero se levantó de entre los muertos… resucitó. ¿Lo importante no es que fuera salvado?

—FUE UTILIZADO —recalcó Owen Meany, que no paraba de llevar la contraria.

El rector pareció considerar si era un momento adecuado para el debate eclesiástico; Barb Wiggin pareció considerar la idea de estrangular a Owen con la bufanda de mi madre. Que Cristo hubiese tenido buena o mala suerte, que hubiese sido salvado o utilizado, parecían diferencias bastante graves, incluso en la presurosa atmósfera del vestíbulo de la casa parroquial, llena de corrientes de aire de tanto abrir y cerrar la puerta, y al mismo tiempo oliendo al vapor emanado por las ropas de lana húmedas que chorreaban nieve derretida en los calentadores. ¿Pero quién era un mero rector de Christ Church para discutir con el bebé en pañales a punto de tumbarse en un pesebre?

—Envuélvelo como él quiera —indicó Mr. Wiggin a su mujer, pero su tono era amenazante, como si estuviera sopesando la posibilidad de que Owen Meany fuera el Cristo o el Anticristo. Con la furia de los golpes con que lo desenvolvió y volvió a envolver, Barb Wiggin demostró que para ella Owen no era el Príncipe de la Paz.

Las vacas —extórtolos— tropezaban por el abarrotado vestíbulo, como si les inquietara la falta de heno. Maribeth Baird se veía más bien exuberante —como una estrellita regordeta— con su vestimenta blanca; pero tanto el efecto de Santa Madre como el de Virgen Santa quedaban minados por su larga y disoluta coleta. Como típico José, yo iba ataviado con una insulsa túnica marrón, el equivalente bíblico de un terno. Harold Crosby, con la intención de demorar su ascenso en el frecuentemente defectuoso aparato izador de ángeles, había pedido permiso dos veces para hacer una «última» visita al lavabo. Es una suerte, pensé, que Owen no tenga que mear, envuelto como está en pañales. No podía levantarse, y aunque alguien lo hubiese puesto de pie, no podría haber caminado: Barb Wiggin había atado muy ceñidas sus piernas.

Ése fue el primer problema: cómo llevarlo hasta el pesebre. Para que nuestro creativo conjunto pudiera reunirse fuera de la vista de la congregación, habían situado un biombo de tres cuerpos delante del burdo pesebre: una cruz de brocado dorado adornaba cada panel purpúreo del tríptico. Se suponía que debíamos ocupar nuestros sitios detrás de este altar… y congelarnos allí en inmovilidad fotográfica. Y cuando el Angel Anunciador iniciara su angustioso descenso hacia los pastores, desviando así la atención de nosotros, quitarían el biombo purpúreo. La «columna de luz», siguiendo a pastores y reyes, atraería la embelesada atención del público hacia nuestro conjunto en el establo.

Naturalmente, Maribeth Baird quiso llevar a Owen al pesebre.

—¡Puedo hacerlo! —exclamó la Virgen Madre—. ¡Lo he alzado antes!

—¡NO, JOSÉ ES QUIEN LLEVA AL NIÑO JESÚS! —gritó Owen y me miró suplicante. Pero Barb Wiggin se empeñó en ocuparse personalmente de la tarea. Observando que la nariz del Niño Jesús goteaba, lo limpió hábilmente; dejó el pañuelo en su lugar y le dijo que «se sonara». Owen sopló un inhumano graznido. Maribeth Baird recibió un pañuelo limpio, por si la nariz del Niño Jesús se mostraba ofensiva en el pesebre; la Virgen Madre asumió con delectación esta responsabilidad física de Owen.

Antes de alzar al pequeño Príncipe de la Paz en sus brazos, Barb Wiggin se inclinó sobre él y le masajeó las mejillas. En sus atenciones a Owen Meany había una curiosa combinación de algo mecánico y algo erótico. Por supuesto, yo sólo vi algo azafatoide en su desempeño de estos deberes, como si estuviera despachando con Owen a la manera en que habría cambiado un pañal en un avión; al mismo tiempo había algo lujurioso en lo mucho que acercaba su cara a la de él, como si intentara seducirlo.

—Estás demasiado pálido —dijo y le pellizcó la cara para darle color.

—¡Aj! —exclamó Owen.

—El Niño Jesús debe estar sonrosado como una manzana —le dijo Barb Wiggin. Se inclinó más aún y con la punta de su nariz tocó la de Owen; imprevistamente, lo besó en la boca. No fue un beso tierno y afectuoso, sino un beso cruel y burlón que sobresaltó a Owen: se ruborizó adquiriendo la tez sonrosada que deseaba Barb Wiggin, y se le humedecieron los ojos.

—Ya sé que no te gusta que te besen, Owen —le dijo, coquetona—, pero era para darte suerte… sólo para eso.

Yo sabía que era la primera vez que besaban a Owen en la boca desde que lo hiciera mi madre; estoy seguro de que se indignó por el mero hecho de que el gesto de Barb Wiggin le recordara a mi madre. Apretó los puños contra los costados del cuerpo cuando Barb Wiggin lo alzó, rígidamente horizontal, contra sus pechos. Las piernas de Owen, demasiado ceñidas por los pañales para doblarse en las rodillas, sobresalían rectas; parecía un experimento de levitación logrado en los brazos de una maga-ramera. Maribeth Baird, que una vez había implorado que le permitieran besar al Niño Jesús, sacaba por los ojos chispas de odio celoso hacia Barb Wiggin, que debió de ser una azafata excepcionalmente fuerte… en sus tiempos, en los cielos. No tuvo la menor dificultad en acarrear a Owen hasta el lugar que estaba preparado en el heno. Lo sostenía fácilmente contra su busto, con el austero sentido ceremonial de una zorra funebrera que traslada a un niño-faraón a la tumba escondida en la pirámide.

—Relájate, relájate —le susurró; acercó maliciosamente la boca a la oreja de Owen, que cada vez estaba más sonrosado.

Y yo, José —eternamente de pie entre bastidores—, vi lo que no vio la envidiosa Virgen María. Lo vi y estoy seguro de que Barb Wiggin también lo vio. Tengo la certeza de que por eso siguió ensañándose con él con tanta desfachatez. El Niño Jesús tuvo una erección; la protuberancia fue visible pese a las ceñidas capas de vendaje de los pañales.

Barb Wiggin lo tendió en el pesebre. Le sonrió astutamente y le dio otro insolente pellizco en la sonrosada mejilla… para desearle suerte, sin duda. No fue una lección de naturaleza cristiana para Owen Meany, echado en el pesebre, aprender que alguien a quien detestas puede provocarte una erección. La ira y la vergüenza arrebolaron su rostro; Maribeth Baird, interpretando mal la expresión del Niño Jesús, le limpió la nariz. Una vaca pisó a un ángel, que estuvo a punto de volcar el purpúreo biombo de tres cuerpos; la parte trasera de un asno recibió un empujón del tríptico vacilante. Yo fijé la mirada en la oscuridad de los falsos contrafuertes volantes en busca de un vislumbre tranquilizante del Angel Anunciador; pero Harold Crosby se había vuelto invisible: estaba oculto, sin duda asustado y tembloroso, más arriba de la «columna de luz».

—¡Suénate! —susurró Maribeth Baird a Owen, que parecía a punto de reventar.

Lo salvó el coro.

Se oyó un chasquido metálico, como el diente de un trinquete, cuando el mecanismo para bajar al ángel comenzó su tarea; a ello siguió un breve jadeo, la aspiración aterrada de Harold Crosby cuando el coro atacó.

¡Oh, pueblecito de Belén!,

Durmiendo en dulce paz,

Los astros brillan sobre ti

Con suave claridad.

Muy poco a poco el Niño Jesús abrió los puños; muy lentamente amainó la erección del Niño Dios. El brillo colérico se apagó en los ojos de Owen, como si lo hiciera mediante una inspirada modorra; un trance de paz bendijo la expresión del Niño Jesús, que arrancó lágrimas de adoración a los ojos ya húmedos de su Santa Madre.

—¡Suénate! ¿Por qué no soplas los mocos? —le susurró lastimeramente Maribeth Baird y sostuvo el pañuelo contra su nariz, cubriéndole al mismo tiempo la boca, como si lo estuviera anestesiando. Con gracia, con suavidad, Owen empujó su mano y el pañuelo; su sonrisa le perdonó todo, hasta la torpeza, y la Bendita Virgen titubeó un pelín sobre sus rodillas, como si estuviera al borde de un desmayo.

Oculta de la vista de los feligreses, pero agoreramente visible para nosotros, Barb Wiggin aferró los controles del aparato como el operador de un equipo pesado a punto de atacar la tierra firme con una azada. Cuando Owen la miró, Barb Wiggin pareció perder su confianza y su equilibrio; la mirada era a un tiempo desafiante y lasciva. Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Barb Wiggin, con la correspondiente sacudida de los hombros, lo que la distrajo de su tarea. El presunto descenso majestuoso de Harold Crosby a la tierra quedó momentáneamente suspendido.

—«No temáis» —comenzó Harold Crosby con voz temblequeante. Pero yo, José, percibí que alguien tenía miedo. Barb Wiggin, congelada en los controles de la «columna de luz», arrestada en sus obligaciones con el aparato del Angel Descendente, estaba asustada de Owen Meany; el Príncipe de la Paz había recuperado el dominio. Había hecho un descubrimiento pequeño pero importante: una erección es algo que viene y se va. La «columna de luz» —que según se suponía seguía el arriesgado descenso ahora interrumpido de Harold Crosby— parecía tener voluntad propia; iluminó a Owen en la montaña de heno, como si la luz hubiese luchado con Barb Wiggin por el control de sí misma. La luz que se suponía debía revelar al ángel, bañaba el pesebre.

De la congregación —mientras el portero salía de puntillas con el biombo de tres cuerpos— surgió un único murmullo; pero el Niño Dios lo serenó con un levísimo ademán. Dirigió una sardónica mirada impropia de un bebé a Barb Wiggin, quien sólo entonces recuperó su control; devolvió la «columna de luz» al Angel Descendente, como correspondía.

—«No temáis» —repitió Harold Crosby. Barb Wiggin, un tanto ansiosa en los controles del aparato, lo dejó caer de sopetón; fue una caída libre de unos tres metros, hasta que la mujer frenó bruscamente el descenso. La cabeza de Harold, con la boca abierta, saltaba de un lado a otro, y él se columpiaba por encima de los asustados pastores, como una gaviota gigantesca jugando con el viento—. «¡No temáis!». —gritó. Se interrumpió, pero no dejó de columpiarse; estaba atascado, había olvidado el resto de su parlamento.

Barb Wiggin, con la intención de evitar que el ángel oscilara, lo apartó de los pastores y la congregación… por lo que siguió balanceándose, aunque de espaldas a todos, como si hubiese decidido despreciar al mundo o retractarse de su mensaje.

—«No temáis» —musitó Harold confusamente. Desde el heno, en la oscuridad, brotó el cascado falsete, la voz desafinada de un apuntador inverosímil. ¿Pero qué otro podía conocer de memoria las líneas que había olvidado Harold Crosby? ¿Qué otro, salvo el ex Angel Anunciador?

—«PORQUE HE AQUÍ QUE OS DOY NUEVAS DE GRAN GOZO, QUE SERA PARA TODO EL PUEBLO» —susurró; pero Owen Meany no podía susurrar realmente: su voz tenía demasiada arena y gravilla. No sólo Harold Crosby oyó al Niño Jesús; todos los feligreses oyeron la santa voz forzada que hablaba desde el pesebre a oscuras, soplándole al ángel lo que debía decir. Harold repitió, sumisamente, palabra por palabra.

Así, cuando por fin la «columna de luz» siguió a los pastores y los reyes a su lugar de adoración, la congregación también estaba dispuesta a adorarlo… fuera quien fuese este Cristo especial, que no sólo conocía su personaje sino los demás papeles vitales de la historia.

Maribeth Baird estaba ensimismada. Su cara chocó primero contra el heno y luego golpeó con la mejilla la cadera del Niño Jesús; a continuación se lanzó postrada, apoyando su cabezota en el regazo de Owen. La «columna de luz» tembló ante esta desvergonzada conducta poco maternal. La furia de Barb Wiggin y su penetrante anticipación de cosas peores por venir, sugerían la intensidad de alguien a cargo de un nido de ametralladoras; hizo un esfuerzo por estabilizar la luz.

Noté que Barb Wiggin había izado tan alto a Harold Crosby como para hacerlo desaparecer de la vista; allá arriba, entre el polvo oscuro, en las tinieblas inspiradas por los falsos arbotantes, Harold Crosby —que probablemente seguía de cara hacia el otro lado— aleteaba como un murciélago varado. Aunque no lo veía, tuve una vaga impresión de su pánico y desamparo.

—«Te amo, Niño Jesús, mírame desde el cielo/ Y quédate junto a mi cuna hasta que la mañana esté cercana» —cantó el coro, anulando así «Allá en el pesebre». El reverendo Dudley Wiggin se demoró un poco en leer a Lucas. Tal vez se le había ocurrido que se suponía que la Virgen María esperaría hasta después de la lectura para «reverenciar» al Niño Jesús; ahora que la cabeza de Maribeth ya estaba estacionada en el regazo de Owen, el rector debió de temer qué consideraría apropiado la Virgen María como sustituto de «una reverencia».

—«Cuando el ángel se fue de ellos al cielo» —comenzó el rector; automáticamente la congregación registró el techo con la vista en busca de Harold Crosby. En los bancos delanteros de la iglesia, observé, nadie buscaba con tanto fervor al ángel desaparecido como Mr. Fish, quien ya se había sorprendido al oír que Owen Meany tenía un papel hablado.

Owen parecía a punto de estornudar; de lo contrario, el peso de la cabeza de Maribeth le impedía respirar; su nariz, sucia y mocosa, había chorreado dos brillantes arroyuelos en su labio superior; noté que estaba sudando; era un día tan frío que la vieja caldera de la iglesia despedía calor a toda velocidad; en la zona elevada del altar hacía mucho más calor que en los bancos de madera, donde varios feligreses seguían con los abrigos puestos. En el pesebre el calor era bochornoso. Me apiadé de los asnos y las vacas, que con sus disfraces debían de estar sudando la gota gorda. La «columna de luz» estaba lo bastante caliente para encender el heno donde yacía el Niño Jesús sujeto por la Santa Madre.

Seguíamos escuchando la lectura de Lucas cuando se desvaneció el primer asno; de hecho, sólo se desmayó medio burro, de modo que el efecto del colapso resultó sorprendente. Muchos asistentes ignoraban que los asnos tenían dos partes y la forma en que aquél se derrumbó tuvo que ser alarmante para ellos. Pareció que las patas traseras de un asno cedían mientras las delanteras se esforzaban por mantenerse erguidas, y la cabeza y el cogote se movían de un lado a otro, tratando de equilibrarse. Las patas traseras con la parte correspondiente del lomo cayeron al suelo, como si la bestia hubiese sufrido un ataque selectivo, o le hubiesen disparado por la espalda: tenía la grupa paralizada. La mitad delantera del asno hizo un esfuerzo intrépido, pero enseguida cayó tras sus partes incapacitadas. Una vaca, cegada por sus cuernos —y tratando de esquivar al burro caído— topó con un pastor, lanzándolo por encima del reclinatorio; el pastor dio un golpe oblicuo a las rodilleras y rodó hasta el pasillo central, junto a la primera fila de bancos.

Cuando cayó el segundo asno, el reverendo Mr. Wiggin comenzó a leer deprisa.

—«Mas María guardaba todas estas cosas» —dijo el rector—, «confiriéndolas en su corazón».

La Virgen María levantó la cabeza del regazo del Niño Jesús, con su cara arrebatada iluminada por una sonrisa mística; golpeó su corazón con ambas manos, como si una flecha o una lanza le hubieran atravesado la espalda; puso los ojos en blanco para mirarse la frente perlada como si, aún antes de caer, quisiera entregar el alma. El Niño Jesús, repentinamente ansioso por la dirección y fuerza del desmayo de la Santa Madre, tendió los brazos para cogerla. Pero Owen no era lo bastante fuerte para sustentar a Maribeth Baird: pecho a pecho, lo apretó contra el heno, donde dieron la impresión de celebrar un encuentro de lucha libre.

Y yo, José, vi cómo el Niño Dios se quitaba de encima a su Madre: le metió un dedo entre las nalgas. Fue un ataque rápido, oculto por un revuelo de heno; tenías que ser José —o Barb Wiggin— para saber lo que había ocurrido. Lo único que vio la congregación fue que la Santa Madre cayó rodando de la pila de heno y por el suelo del pesebre, donde se recompuso, a distancia segura del imprevisible Príncipe de la Paz; Owen la fulminó con una mirada tan despectiva como la que había dedicado a Barb Wiggin.

La misma mirada que entonces dirigió a la congregación… ajeno a —si no desdeñoso de— los regalos que reyes y pastores dejaban a sus pies. Como un comandante que pasa revista a sus tropas, el Niño Dios examinó a la congregación. Las caras que vi —en los primerísimos bancos— parecían tensas, temerosas de ser rechazadas. Mr. Fish y Dan —los dos infiltrados del teatro de aficionados— estaban boquiabiertos de admiración, pues allí había una presencia escénica capaz de derrotar no sólo la condición de aficionado sino un catarro; Owen había superado el error, la mala actuación y la desviación del guión.

Entonces pasé a los rostros de la congregación que Owen debió de ver al mismo tiempo que yo: no había expresiones más extasiadas que las de ellos. Eran las caras de Mr. y Mrs. Meany. El granítico semblante de Mr. Meany estaba destruido por el miedo, pero su atención era total; la expresión de papamoscas lunática de Mrs. Meany se caracterizaba por una incomprensión manifiesta. Tenía las manos unidas en actitud de violenta oración y su marido le había apoyado un brazo en los temblorosos hombros, pues estaba sacudida por un ataque de sollozos tan perturbadores como la desdicha animal de un niño retrasado.

Owen se sentó tan inesperadamente en la montaña de heno que varios asistentes de los primeros bancos mostraron su sobresalto con jadeos y grititos de alarma. Owen se dobló rígidamente a la altura de la cintura, como un resorte demasiado enroscado, y señaló con ferocidad a sus padres; para muchos miembros de la congregación, podía haber estado señalando a cualquiera, o a todos.

—¿QUÉ HACÉIS VOSOTROS AQUÍ? —gritó el enfadado Niño Jesús.

Muchos asistentes creyeron que se refería a ellos; adiviné que la pregunta debió de ser chocante para Mr. Fish, pero yo sabía a quiénes se dirigía Owen. Vi cómo se encogían Mr. y Mrs. Meany; se deslizaron del banco hasta los reclinatorios y Mrs. Meany se cubrió la cara con ambas manos.

—¡NO TENDRÍAIS QUE ESTAR AQUÍ! —les chilló Owen; pero Mr. Fish, y con toda probabilidad la mitad de los asistentes, sintieron que eran ellos los acusados. Vi los rostros del reverendo Lewis Merrill y de su californiana esposa; era evidente que también pensaron que se refería a ellos—. ¡VUESTRA PRESENCIA AQUÍ ES UN SACRILEGIO! —aulló.

Como mínimo doce o trece miembros de la congregación se levantaron con expresión culpable de los asientos del fondo de la iglesia, para largarse. Mr. Meany ayudó a su embotada mujer a ponerse de pie. Ella se santiguó repetidas veces: un inútil e impulsivo gesto católico que debió de enfurecer más a Owen.

La partida de los Meany fue torpe; eran personas grandotas, robustas, y su salida del abarrotado banco, su entrada en el pasillo —donde se destacaban, tan solos—, todos sus movimientos carecían de gracia.

—¡Sólo queríamos verte! —dijo su padre a Owen, excusándose.

Pero Owen Meany señaló la puerta del extremo de la nave, por la que ya habían salido varios fieles; los padres de Owen, como aquella pareja desterrada del paraíso, abandonaron Christ Church, como les ordenaban. Ni siquiera el entusiasmo con que el coro —atendiendo a frenéticas señales del rector— cantó «¡Oíd un son en alta esfera!», ahorró a la congregación la imagen indeleble de cómo habían obedecido los Meany a su único hijo.

El rector Wiggin, retorciendo la Biblia entre las manos, trataba de cruzar una mirada con su mujer; pero Barb Wiggin mostraba la inflexibilidad de una piedra. El reverendo Wiggin quería que su esposa apagara la «columna de luz», que seguía iluminando al iracundo Niño Jesús.

—¡SACAME DE AQUÍ! —ordenó el Príncipe de la Paz a José. ¿Y qué es José sino un hombre que hace lo que le mandan? Lo alcé. Maribeth Baird también quiso llevar una parte; no sé si el dedo hurgador profundizó su enamoramiento, o si la puso en su lugar sin disminuir una pizca de su ardor, pero da igual: era su esclava, estaba a sus órdenes. Juntos lo sacamos del heno. Estaba tan tieso en sus pañales que era lo mismo que acarrear un icono inmanejable; no había modo de doblarlo, lo lleváramos como lo lleváramos.

En un principio no supimos claramente por dónde llevarlo. El camino del fondo, detrás de la zona del altar —la ruta invisible que todos habíamos seguido para llegar al pesebre— estaba bloqueado por Barb Wiggin.

Como en otros momentos de indecisión, el Niño Jesús nos orientó; señaló el pasillo central, en la dirección que habían tomado sus padres. Dudo de que alguien diera instrucciones a las vacas y los asnos para que nos siguieran; probablemente necesitaban tomar el aire. Nuestra procesión adquirió la fuerza y el número de una banda en marcha. La tercera estrofa de lo que se suponía era el villancico de fin de oficio del reverendo Mr. Wiggin, anunció nuestra salida.

Apacible reposa en su gloria,

Nacido para poder al hombre salvar.

Nacido para elevar a los hijos de la tierra,

Para que en ella vuelvan a morar.

En el camino por el pasillo central, Barb Wiggin mantuvo la «columna de luz» sobre nosotros. ¿Qué fuerza pudo impulsarla a hacerlo? No había dónde ir salvo afuera, a la nieve y el frío. Las vacas y los asnos se arrancaron la cabeza para ver mejor al Niño Jesús; en su mayoría, eran los niños menores… algunos, muy pocos, más pequeños que Owen. Lo contemplaron con pavor reverencial. El viento azotaba los pañales y sus brazos desnudos se pusieron rosados; los cruzó sobre su pecho de pajarito. Los Meany, asustados, lo esperaban sentados en la cabina del camión de granito. La Virgen Madre y yo lo izamos hasta la cabina; por la forma en que iba envuelto tuvimos que extenderlo a lo largo del asiento; sus piernas quedaron sobre el regazo del padre, sin interferir el control del volante; la cabeza y la parte superior del tronco reposaban sobre su madre, que había recaído en su costumbre de no mirar del todo por la ventana, de no mirar nada del todo.

—MI ROPA —me dijo el Niño Jesús—. COGELA Y GUÁRDAMELA.

—Por supuesto —respondí.

—POR FORTUNA LLEVABA PUESTA MI BUFANDA DE LA SUERTE —me dijo—. ¡LLEVADME A CASA! —ordenó a sus padres. Mr. Meany arrancó dando tumbos.

Un quitanieves giraba por Front Street hacia Elliot; en Gravesend se acostumbraba a darles prioridad, pero hasta el quitanieves cedió el paso a Owen.

Toronto: 4 de febrero de 1987. No había casi nadie en la comunión matinal del viernes. La Sagrada Eucaristía es mejor cuando no tienes que arrastrar los pies por el pasillo en manada y hacer cola ante el reclinatorio como un animal que espera espacio en el comedero, como cualquier consumidor en un mostrador de comidas rápidas. No me gusta comulgar con un gentío.

Prefiero la forma en que sirve el pan el reverendo Foster al estilo travieso del canónigo Mackie; al canónigo le encanta darme el trozo más diminuto que tiene en la mano —un verdadero mendrugo— o un cacho de pan incomible que apenas me cabe en la boca y es imposible de tragar sin una prolongada masticación. Al canónigo le gusta tomarme el pelo.

«Bien, como comulgas con tanta frecuencia, me figuro que debe de ser malo para tu dieta. ¡Alguien tiene que ocuparse de tu dieta, John!», ríe entre dientes.

«Bien, comulgas con tanta frecuencia que me figuro que estás muerto de hambre. ¡Alguien tiene que darte una comida decente!», ríe otras veces entre dientes.

El reverendo Mr. Foster, nuestro párroco adjunto, al menos administra el pan con un sentido uniforme de la sacralidad, y eso es todo lo que pido. No me quejo del vino; es hábilmente servido por nuestros asistentes honorarios, el reverendo Mr. Larkin y la reverenda Mrs. Keeling. Mrs. Katherine Keeling es la directora de Bishop Strachan School y sólo me quejo de ella cuando está embarazada. La reverenda Katherine Keeling está embarazada a menudo y creo que no debería servir el vino cuando lo está tanto que inclinarse para acercarnos el cáliz a los labios significa un esfuerzo; eso me pone nervioso. Además, cuando está en avanzado estado de gestación y te arrodillas en el reclinatorio aguardando el vino, es una distracción ver acercarse su tripa al nivel de los ojos. También me quejo del reverendo Larkin; a veces retira el cáliz antes de que el vino te haya tocado los labios: tienes que ser rápido… y se muestra un tanto descuidado a la hora de limpiar el borde del cáliz entre uno y otro comulgante.

De todos, la mejor para conversar es la reverenda Mrs. Keeling, ahora que no está el canónigo Campbell. Me gusta sinceramente Katherine Keeling y la admiro. Lamenté no poder hablar hoy con ella, cuando realmente necesitaba hacerlo con alguien; pero Mrs. Keeling está de baja… por maternidad: va a tener otro bebé. El reverendo Larkin es tan veloz como con el cáliz para alejarse de una conversación; nuestro pastor adjunto, el reverendo Foster —aunque arde de celo misionero— es impaciente con las zozobras de un hombre maduro como yo, que vive con tanto confort en Forest Hill. Propicia el establecimiento de una misión en Jarvis Street —con asesoramiento para putas en el tema de las enfermedades de transmisión sexual— y está metido hasta el cuello en la oferta voluntaria de proyectos para los antillanos de Bathurst Street, los mismos que son verbalmente insultados por el mayordomo adjunto Holt; pero el reverendo Mr. Foster muestra escasa comprensión por mis preocupaciones que, dice, sólo están en mi mente. Adoro ese «sólo».

O sea que hoy el único con quien podía hablar era con el canónigo Mackie, que plantea un problema archiconocido.

—¿Has leído el periódico? —le pregunté—. El de hoy, quiero decir, The Globe and Mail. Está en primera plana.

—No, no he tenido tiempo de leer el periódico esta mañana —contestó el canónigo Mackie—, pero deja que adivine. ¿Era algo referente a los Estados Unidos? ¿Algo que dijo el presidente Reagan? —el canónigo Mackie no es exactamente condescendiente, es inexactamente condescendiente.

—Ayer hubo una prueba nuclear, la primera explosión de los Estados Unidos en el ochenta y siete —informé—. Estaba programada para mañana, pero la adelantaron… un ardid para engañar a los manifestantes. Naturalmente, había protestas organizadas para mañana.

—Naturalmente —dijo el canónigo Mackie.

—Y los demócratas habían programado una votación, para hoy, sobre una resolución destinada a disuadir a Reagan de la prueba —le dije—. El gobierno mintió incluso con respecto al día en que se haría la prueba. Vaya empleo del dinero de los contribuyentes.

Tú ya no eres contribuyente en los Estados Unidos —me recordó el canónigo.

—Los soviéticos dijeron que no probarían ningún tipo de armas hasta que lo hicieran los Estados Unidos. ¿No te das cuenta de que se trata de una provocación deliberada? ¡Qué arrogancia! ¡Qué indiferencia por cualquier acuerdo armamentista… de cualquier especie! Debería obligarse a todos los estadounidenses a vivir fuera de su país durante un par de años. ¡Así se verían obligados a ver lo ridículos que aparecen ante el resto del mundo! Deberían escuchar otras versiones de sí mismos. ¡La versión de cualquiera! ¡Todos los países conocen más de Estados Unidos de lo que los estadounidenses se conocen a sí mismos! ¡Y ellos no saben absolutamente nada sobre ningún otro país!

El canónigo Mackie me observó benévolamente. Lo vi venir; hablo sobre un tema y él lo remite a mí.

—Sé cuánto te alteraron las elecciones de la junta parroquial, John —dijo—. Nadie duda de tu dedicación a la iglesia y tú lo sabes.

Aquí estoy, hablando de la guerra nuclear y de la consabida y farisaica prepotencia estadounidense, y el canónigo Mackie quiere hablar de mí.

—Sin duda sabes cuánto te respeta esta comunidad, John —prosiguió—. ¿Pero no ves que tus… opiniones pueden ser perturbadoras? Es muy estadounidense tener opiniones tan… drásticas como las tuyas. Y es muy canadiense desconfiar de las opiniones drásticas.

—Soy canadiense —afirmé—. Hace veinte años que soy canadiense.

El canónigo Mackie es un hombre alto, cargado de espaldas, de cara afable, tan lisa y llanamente feo que su desgarbada figura no es amenazadora, y tan lisa y llanamente decente que ni siquiera su testarudez resulta ofensiva.

—John, John —dijo—. Eres un ciudadano canadiense, ¿pero de qué estás hablando siempre? ¡Hablas más de Estados Unidos que cualquier otro estadounidense que yo conozca! Y eres más estadounidense que cualquier canadiense que conozca. ¿No dirías que eres un poco… bien, monotemático?

—No, no lo diría —dije.

—John, John. Tu cólera… tampoco es muy canadiense —el canónigo sabe por dónde cogerme: a través de mi cólera.

—Y tampoco muy cristiana —reconocí—. Lo siento.

—¡No lo sientas! —dijo con tono alegre—. Trata de ser un poco… ¡diferente! —sus pausas son casi tan irritantes como sus consejos.

—Es la condenada Guerra de las Galaxias lo que me enerva —insistí—. El único límite que queda a la carrera armamentista es el Tratado de Misiles Antibalísticos del setenta y dos entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. ¡Ahora Reagan ha hecho a los soviéticos una invitación a probar sus armas nucleares; y si continúa con sus planes de misiles espaciales, hará a los soviéticos una invitación a saltarse también el tratado del setenta y dos!

—Tienes cabeza para la historia —comentó el canónigo—. ¿Cómo puedes recordar las fechas?

—Canónigo Mackie… —dije.

—John, John —dijo—. Sé que estás alterado; no me estoy burlando de ti. Sólo intento hacerte entender… lo de las elecciones de la junta parroquial…

—¡No me importan las elecciones de la junta parroquial! —exclamé colérico, poniendo de relieve cuánto me importaban, por supuesto—. Lo siento.

El canónigo apoyó su mano tibia y húmeda en mi brazo.

—Para nuestros funcionarios parroquiales más jóvenes eres algo así como un excéntrico. No comprenden nada de la época que te trajo aquí; se preguntan por qué… especialmente cuando difamas tan vocingleramente a los Estados Unidos como lo haces… por qué no eres más canadiense de lo que eres. Porque no eres en realidad un canadiense y lo sabes… lo que también preocupa a algunos miembros de más edad de esta parroquia; preocupa incluso a aquellos de nosotros que recordamos las circunstancias que te trajeron aquí. Si elegiste asentarte en Canadá, ¿por qué tienes tan poco que ver con el país? ¿Por qué has aprendido tan poco sobre nosotros? John, ya sabes que incluso circula una especie de chiste… porque ni siquiera sabes moverte en Toronto.

En pocas palabras, éste es el canónigo Mackie; yo me preocupo por una guerra y él se duele porque me extravío en cuanto salgo de los límites de Forest Hill. Hablo del deterioro del tratado más fundamental que existe entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, y él me toma el pelo con mi memoria para las fechas.

, tengo buena cabeza para las fechas. ¿Qué me dices del 9 de agosto de 1974? Richard Nixon estaba acabado. ¿Y el 8 de septiembre de 1974? Richard Nixon se benefició de un acuerdo de gracia. Y después, el 30 de abril de 1975: la Marina de los Estados Unidos evacuó a todo el personal que quedaba en Vietnam; la llamaron Operation Frequent Wind.

El canónigo Mackie es hábil conmigo, he de admitirlo. Menciona «fechas» y lo que llama mi «cabeza para la historia» a fin de confirmar una tesis conocida: vivo en el pasado. Hace que me pregunte si mi devoción por el recuerdo del canónigo Campbell no es también un aspecto de cuánto vivo en el pasado; años atrás, cuando me sentía tan cercano al canónigo Campbell, vivía menos en el pasado… o lo que ahora llamamos pasado era entonces presente; era el tiempo actual lo que compartíamos, y ambos estábamos atrapados en él. Si el canónigo Campbell estuviera vivo, si todavía fuera rector de Grace Church, quizá no sería más comprensivo conmigo de lo que hoy es el canónigo Mackie.

El canónigo Campbell estaba vivo el 21 de enero de 1977. Ese fue el día en que el presidente Jimmy Carter amnistió a los que «eludieron la llamada a filas». ¿Y qué interés tenía para mí? Yo ya era ciudadano canadiense.

Aunque el canónigo Campbell también me hacía advertencias sobre mi cólera, entendió por qué ese «perdón» me enfureció tanto. Le mostré la carta que le escribí a Jimmy Carter. «Estimado Presidente», escribí. «¿Quién perdonará a los Estados Unidos?».

¿Quién puede perdonar a los Estados Unidos? ¿Cómo se les puede perdonar Vietnam, su conducta en Nicaragua, su inquebrantable y grosera contribución a la proliferación de armas nucleares?

—John, John —dijo el canónigo Mackie—. Respecto a tu discursillo sobre la Navidad en la reunión del consejo parroquial. Sospecho que ni siquiera Scrooge habría escogido una reunión del consejo parroquial como ocasión propicia para semejante anuncio.

—Dije, meramente, que la Navidad me resultaba deprimente —me defendí.

—«¡Meramente!». —exclamó el canónigo Mackie—. La iglesia cuenta mucho con las navidades… para sus misiones, para su sustento en esta ciudad. Y la Navidad es el epicentro para los niños de nuestra iglesia.

¿Y qué habría dicho el canónigo si le hubiera contado que para mí la Navidad del 53 supuso el toque de gracia de todas las navidades? Me habría repetido, una vez más, que vivo en el pasado. De manera que no dije nada. En primer lugar, ni siquiera era mi intención hablar de las navidades.

¿Es extraño que las navidades —desde aquella Navidad— me depriman? El Nacimiento que presencié en el 53 ha reemplazado al antiguo relato. El Cristo nace «milagrosamente», por cierto; pero más milagrosa aún es la aceptación de sus exigencias por parte de los demás, aun antes de saber andar. No sólo exige ser idolatrado y adorado —¡por campesinado y realeza, por los animales y sus propios padres!—, sino que destierra a la madre y el padre de la casa de la oración. Jamás olvidaré el color inflamado de su piel desnuda bajo el frío invernal, ni el hospitalario blanco sobre blanco de sus pañales contra la nieve recién caída: una visión del Niño Jesús nacido víctima, nacido en carne viva, nacido entre vendajes, nacido borrascoso y acusador; y en un envoltorio tan ceñido que no podía doblar las rodillas y tuvo que ir tumbado sobre las piernas de sus padres tan tieso como quien, mortalmente herido, yace en una camilla.

¿Cómo te puede gustar la Navidad después de algo así? Antes de ser creyente, al menos disfrutaba de la fantasía.

Aquel domingo, sentir que el viento acuchillaba mi túnica de José en Elliot Street contribuyó a mi fe en —y mi disgusto por— el milagro. La forma en que la congregación salió de la nave arrastrando los pies, la forma en que los feligreses detestaban que se corrigieran sus rituales sin advertencia previa. El rector no estaba en los peldaños para estrecharles la mano, porque muchos asistentes habían seguido nuestra triunfal salida, dejando encallado al reverendo Mr. Wiggin ante el altar, sin dar la bendición; se suponía que debía impartirla desde la nave, donde lo habría conducido (a él, no a nosotros) el himno de fin de oficio.

¿Y qué debía hacer Barb Wiggin con la «columna de luz» ahora que la había levantado para seguir al Niño Jesús y a su tribu hasta la puerta? Después Dan Needham me contó que el reverendo Dudley Wiggin hizo un gesto desacostumbrado para un rector de Christ Church desde el púlpito: se pasó el dedo índice por el cuello; era una señal para indicarle a su mujer que matara la luz, cosa que ella finalmente hizo (aunque sólo después de nuestra partida). Pero para muchos asistentes desconcertados, que inspiraban sus movimientos en los del rector —¿de lo contrario cómo podían saber qué debían hacer en esta singular celebración?—, el ademán del reverendo sacrificando su garganta significó un gran suspense. En su inexperiencia, Mr. Fish lo imitó como si fuera una orden, y luego miró a Dan en busca de aprobación. Dan observó que Mr. Fish no había sido el único.

¿Y qué se suponía que debíamos hacer nosotros? Los miembros de nuestro grupo del pesebre, desabrigados para las inclemencias del tiempo, nos acurrucamos indecisos después de que el camión de granito partiera, girara en Front Street y desapareciera de la vista. Los resucitados cuartos traseros de un asno corrieron a la puerta del vestíbulo de la casa parroquial y la encontraron cerrada con llave; las vacas patinaban en la nieve. ¿Qué podíamos hacer, salvo volver a entrar por la puerta principal? ¿Alguien había cerrado con llave la casa parroquial por miedo a que los ladrones nos robaran la ropa? Por lo que sabíamos, no había escasez de ropa como la nuestra en Gravesend, y tampoco rateros. De manera que arremetimos a contrapelo; forcejeamos con los feligreses —ellos salían— para volver a entrar. A Barb Wiggin, que deseaba que todos los oficios fueran tan suaves como un vuelo sin turbulencias —y con salida y llegada en el horario previsto—, la vista del embotellamiento de tráfico en la nave de la iglesia debió de alterarla más aún. Los ángeles y pastores más pequeños corrían entre las piernas de los adultos; los reyes, más majestuosos, aferraban sus coronas torcidas, y las vacas más torpes, y los burros en mitades, avanzaban torpemente contra la afluencia de abrigos voluminosos. Las expresiones de muchos feligreses reflejaban que estaban impresionados y ofendidos, como si el Niño Jesús acabara de escupirles a la cara, de juzgarlos sacrílegos a ellos. Entre los miembros mayores de la congregación —que no habían aceptado en un santiamén al capitán Wiggin y su descarada mujer— bullía la indignación, evidente en sus ceños fruncidos, como si el vergonzoso espectáculo que acababan de presenciar fuese la idea que tenía el rector de algo «moderno». Fuera lo que fuese, no les había gustado, y su renuente aceptación del expiloto se demoraría unos cuantos años más.

Me encontré cara a cara con el reverendo Lewis Merrill, que estaba tan desconcertado como la congregación episcopaliana respecto de lo que debían hacer él y su mujer. Estaban más cerca de la nave que el rector, a quien no se veía por ningún lado, y si el reverendo Merrill seguía presionando con el gentío hacia la puerta, podía encontrarse en los peldaños, en situación de estrechar la mano de las almas salientes antes de que el reverendo Mr. Wiggin hiciera su aparición. Sin duda no era responsabilidad del pastor Merrill estrechar la mano de los episcopalianos después de su chapucero pesebre. Que Dios perdonara a quien se le ocurriera pensar que él era la razón por la que habían hecho semejante birria del Nacimiento, o que así era como interpretaban los congregacionalistas la Natividad.

—Tu amiguito… —me susurró el reverendo Merrill—. ¿Siempre es… así?

¿Siempre es cómo?, pensé. Pero en la aglomeración me habría resultado difícil mantenerme firme mientras Mr. Merrill tartamudeaba lo que había querido decir.

—Sí —respondí—. El de hoy era Owen puro. Es imprevisible, pero siempre se hace cargo de todo.

—Es bastante… milagroso —Mr. Merrill sonrió débilmente, a todas luces contento de que los congregacionalistas prefirieran los villancicos a los pesebres, y evidentemente aliviado de que Owen Meany no hubiera seguido bajando más allá de los episcopalianos en los escalones protestantes. Con toda probabilidad el pastor estaba imaginando qué daños habría logrado Owen en unas vísperas.

Dan me alcanzó en el pasillo de comunicación con la casa parroquial; dijo que estaba esperando a que recogiera mi ropa y la de Owen para que volviéramos juntos a su apartamento o a 80 Front Street. Mr. Fish se veía dichoso y agitado; pensaba que el «corte de garganta» del reverendo Dudley Wiggin formaba parte de la representación anual del rector, y también imaginaba que todo lo que había hecho Owen estaba en el guión. Además, Mr. Fish estaba muy impresionado por la calidad dramática de la historia.

—Me encanta la parte en que sopla al ángel lo que debe decir. ¡Brillante! —admitió Mr. Fish—. Y la forma en que echa a un lado a su madre y comienza directamente con las críticas… Quiero decir que uno entiende, al instante, que no se trata de un bebé común y corriente. Es el Señor desde el primer día. Quiero decir que ha nacido dando órdenes, diciendo a todos lo que deben hacer. Pensaba que me habías dicho que su papel no era hablado. La verdad es que no tenía idea de que fuese un ritual… tan primitivo, tan violento, tan bárbaro. Pero es muy conmovedor —se apresuró a decir, para que Dan y yo no nos ofendiéramos al oír que describía nuestra religión como «primitiva» y «bárbara».

—No era esa la… intención del… autor —dijo Dan a Mr. Fish. Lo dejé explicando las desviaciones del original al emocionado actor aficionado. Quería vestirme y encontrar deprisa la ropa de Owen, sin tener que ver con ninguno de los Wiggin. Pero me llevó un buen rato poner mis manos en las prendas de Owen. Maribeth Baird había hecho un bulto con ellas, en un rincón del vestíbulo, junto con las suyas, y se había sentado a llorar encima. Era complicado conseguir que soltara la ropa de Owen sin golpearla, y resultaba imposible interrumpir sus sollozos. Todo lo que había perturbado al Niño Jesús era culpa suya, decía; no sólo había fracasado en serenarlo, sino que en general había sido una mala madre. Owen la odiaba, afirmó. ¡Cuánto lamentaba no haberlo comprendido mejor! Sí, de alguna manera —como me explicó entre sollozos— estaba segura de «comprenderlo» mejor que cualquier otra persona.

A los once años, yo era demasiado inmaduro para vislumbrar el tipo de madre sobreprotectora que sería Maribeth Baird; lo único que sentí fueron deseos de pegarla, de quitarle a la fuerza la ropa de Owen y dejarla en un charco de lágrimas. ¡La sola idea de que comprendiera a Owen Meany me daba náuseas! Lo que en realidad ella quería decir es que deseaba llevárselo a casa y echársele encima; su idea de que lo comprendía, comenzaba y acababa con su anhelo de cubrirle el cuerpo, de no dejarlo levantar.

Como tardé tanto en salir del vestíbulo, Barb Wiggin me pilló.

—Cuando le des la ropa, transmítele mi mensaje —me susurró al tiempo que me clavaba los dedos en el hombro y me sacudía—. Dile que ha de venir a verme si quiere que se le permita volver a esta iglesia; antes de la próxima clase en la escuela dominical, antes de presentarse a otro servicio. Debe venir a verme antes. ¡No está autorizado a poner un pie aquí hasta que hable conmigo! —repitió y por añadidura me dio otra sacudida.

Me dejó tan alterado que de buenas a primeras le solté todo a Dan, que daba vueltas por la zona del altar con Mr. Fish, quien a su vez contemplaba el heno esparcido en el pesebre y los pocos regalos allí abandonados por el Niño Jesús, como si pudiera extraer algún significado de la disposición de los escombros.

Le conté a Dan lo que había dicho Barb Wiggin, además de que le había provocado una erección a Owen, de que prácticamente se habían declarado la guerra… y ahora, estaba seguro, a mi amigo nunca le «permitirían» volver a ser episcopaliano. Si verla a ella era una condición previa para que Owen volviera a Christ Church, yo estaba seguro de que él nos rehuiría a los episcopalianos como ahora rehuía a los católicos. Mostré una gran preocupación al narrarle todo a Dan, que permaneció sentado a mi lado en un banco de la primera fila, escuchándome comprensivamente.

Se acercó Mr. Fish y nos dijo que el ángel seguía «en lo alto». Se preguntaba si eso formaba parte del guión: dejar a Harold Crosby colgado en las vigas mucho después de que se hubieran desocupado el pesebre y los bancos. Harold Crosby, convencido de que tanto su Dios como Barb Wiggin lo habían abandonado para siempre, oscilaba como la víctima de una matanza entre los falsos arbotantes; al ser Dan un consumado mecánico de equipos teatrales logró finalmente dominar el aparato y devolver al ángel desterrado a tierra firme. Harold se desplomó, aliviado y agradecido. Se había vomitado encima y, en un intento de limpiarse con una de sus alas, sólo logró hacer una asquerosidad insalvable con su disfraz.

En ese instante Dan asumió sus responsabilidades de padrastro en términos muy concretos, incluso heroicos. Arrastró al empapado Harold Crosby al vestíbulo de la casa parroquial, donde le preguntó a Barb Wiggin si podía hablar con ella.

—¿No se da cuenta de que éste no es el mejor momento? —replicó ella.

—No quisiera plantear a los miembros de la junta parroquial la forma en que dejó colgado a este chico —le dijo Dan. Sostenía a Harold Crosby con cierta dificultad, no sólo porque era pesado y estaba húmedo, sino porque el tufo a vómito, especialmente en el aire cargado del vestíbulo, era inaguantable.

—Este no es el mejor momento para plantearme nada a mí —advirtió Barb Wiggin, pero Dan Needham no era de los que se dejan intimidar por una azafata.

—A nadie le importan los líos que ocurren en un espectáculo infantil —afirmó Dan—, pero este niño quedó colgado seis metros por encima de un suelo de cemento. Podría haberse producido un grave accidente… debido exclusivamente a su negligencia —Harold Crosby cerró los ojos, como si temiera que Barb Wiggin lo golpeara, o volviera a sujetarlo al aparato izador de ángeles.

—Lamento… —empezó a decir Barb Wiggin, pero Dan la interrumpió.

—Usted no formulará ninguna ley para Owen Meany —le dijo Dan Needham—. No es el rector, sino su esposa. Su deber era devolver a este niño, sano y salvo, al suelo. Y lo olvidó. Yo también lo olvidaré… y usted olvidará eso de que quiere ver a Owen. Él está autorizado a entrar en esta iglesia en cualquier momento; no necesita permiso suyo para estar aquí. Si el rector quiere hablar con Owen, dígale que me llame —aquí Dan Needham soltó al resbaladizo Harold Crosby, cuya forma de tantear para encontrar la ropa sugería que el aparato había interrumpido la circulación en sus piernas; se bamboleaba inestable por el vestíbulo, mientras los otros chicos se apartaban de su camino por el hedor que despedía. Dan Needham me apoyó una mano en la nuca; me empujó suavemente hasta interponerme exactamente entre Barb Wiggin y él—. Este chico no es su mensajero, Missus Wiggin. No quisiera tener que plantearle nada de esto a los miembros de la junta —repitió.

Las azafatas tienen, cuando mucho, una autoridad marginal; Barb Wiggin sabía perfectamente dónde acababa la suya. Parecía sumamente dispuesta a complacer; tan dispuesta a complacer que me sentí incómodo por ella. Volcó toda su atención, ansiosa, en la tarea del cambio de ropa de Harold Crosby. Terminó justo a tiempo; la madre de Harold entró en el vestíbulo cuando Dan y yo salíamos de la casa parroquial.

—¡Vaya si parecía divertido! —exclamó Mrs. Crosby—. ¿Te has divertido, querido? —preguntó a su hijo. Cuando Harold asintió, Barb Wiggin lo apretó espontáneamente contra su cadera.

Mr. Fish había encontrado al rector. El reverendo Dudley Wiggin estaba atareado con las velas navideñas, midiéndolas para calcular cuáles estaban todavía lo bastante largas para ser usadas el año siguiente. El reverendo Wiggin tenía el sano instinto de los pilotos de mirar hacia delante; no se detenía en el presente… especialmente en los desastres. Nunca llamaría a Dan para decirle que quería hablar con Owen; éste tenía «permiso» para estar en Christ Church sin necesidad de consultar con el rector.

—Me gusta la forma en que José y María acarrean al Niño Jesús al sacarlo del pesebre —estaba diciendo Mr. Fish.

—¿Ah, sí? ¡Ah, sí! —respondió el rector.

—Es un final grandioso… muy teatral —observó Mr. Fish.

—Sí, lo es, ¿verdad? —dijo el rector—. Tal vez elaboremos uno similar… el año que viene.

—Desde luego, el papel requiere a alguien con la presencia de Owen —comentó Mr. Fish—. Apuesto a que no todos los años consigue un Niño Jesús como él.

—No, como él no —convino el rector.

—Es un actor nato —declaró Mr. Fish.

—Sí, ¿verdad? —dijo Mr. Wiggin.

—¿Ha visto Canción de Navidad? —le preguntó Mr. Fish.

—Este año no —contestó el rector.

—¿Qué hará en Nochebuena? —le preguntó Mr. Fish.

Yo sabía qué habría querido hacer en Nochebuena: estar en Sawyer Depot, esperando con mi madre la llegada de Dan en el tren de medianoche. Así habían sido todas las vísperas de Navidad desde que mi madre conociera a Dan. Mi madre y yo disfrutábamos de la hospitalidad de los Eastman, yo me agotaba con mis violentos primos, y Dan se reunía con nosotros después de la representación de los Gravesend Players en Nochebuena. Estaba cansado cuando se apeaba del tren, a medianoche, pero todos en casa de los Eastman —incluso mi abuela— lo esperaban levantados. Tío Alfred le preparaba «la última copa», mientras mi madre y tía Martha nos acostaban a Noah, a Simon, a Hester y a mí.

A las doce menos cuarto, Hester, Simon, Noah y yo nos abrigábamos y cruzábamos la calle hasta la estación; en el territorio norteño el tiempo en Nochebuena, a medianoche, no era apetecible para los adultos… y todos aprobaban que fuéramos los chicos al encuentro del tren que traía a Dan. Nos gustaba llegar temprano, para hacer muchas bolas de nieve; el tren siempre llegaba a la hora prevista… en aquellos tiempos. Viajaban pocas personas y casi nadie, salvo Dan, bajaba en Sawyer Depot, donde lo recibíamos acribillándolo con las bolas de nieve. Y fatigado como estaba, Dan aceptaba librar una batalla.

Más temprano, al atardecer, mi madre y tía Martha cantaban villancicos; a veces mi abuela unía su voz a la de ellas. Los niños recordábamos casi todas las palabras de las primeras estrofas; en las últimas estrofas de los villancicos, mi madre y tía Martha ponían a prueba los años pasados en el coro de la Iglesia Congregacional. Siempre salía ganadora mi madre; conocía todas las palabras de todas las estrofas, de modo que a medida que progresaba un villancico dejábamos de oír la voz de la abuela, y oíamos cada vez menos la de tía Martha. Mi madre siempre terminaba cantando sola las últimas estrofas.

—¡Qué desperdicio, Tabby! —decía tía Martha—. ¡Qué forma de desaprovechar tu memoria… saber todas esas palabras que nadie canta nunca!

—¿Y para qué otra cosa necesito mi memoria? —preguntaba mi madre a su hermana; las dos se sonreían, tía Martha siempre ansiosa por conocer el rincón de la memoria de mi madre que podía contarle quién era mi padre. Lo que en realidad irritaba a Martha de que recordara la totalidad de los villancicos era que mi madre terminaba cantando sola las últimas estrofas; hasta tío Alfred dejaba lo que estaba haciendo para escuchar su voz.

Recuerdo —fue en su funeral— cuando el reverendo Lewis Merrill le dijo a mi abuela que había perdido dos veces la voz de mi madre. La primera cuando Martha se casó, porque entonces las dos comenzaron a pasar las vacaciones de Navidad en Sawyer Depot. Mi madre seguía practicando villancicos con el coro, pero desde el domingo de vísperas estaba de visita en casa de su hermana. La segunda vez que el pastor Merrill perdió la voz de mi madre fue cuando ella se pasó a Christ Church… entonces la perdió para siempre. Pero yo no había perdido su voz hasta la Nochebuena de 1953, cuando la ciudad donde nací y me crié me resultó desconocida; Gravesend nunca fue mi ciudad de Nochebuena.

Por supuesto, estaba agradecido de tener algo que hacer. Aunque había visto todas las puestas en escena de Canción de Navidad —incluyendo el ensayo general—, me alegré especialmente de que existiera la última función para llenar el tiempo el día de Nochebuena; creo que tanto Dan como yo queríamos ocupar el tiempo. Dan había programado una fiesta para todo el reparto después de la obra, y entendí por qué lo había hecho: para ocupar cada minuto hasta medianoche, e incluso después de medianoche, para así no pensar en el tren que iba a Sawyer Depot (y en mi madre que lo esperaba en la acogedora casa de los Eastman). Imaginé que también ellos pasarían mal la Nochebuena; después de la primera estrofa, tía Martha tendría que luchar sola con cada villancico.

Dan había manifestado su deseo de hacer la fiesta en 80 Front Street… y también entendí eso: quería que mi abuela estuviera tan ocupada como él. Por supuesto, mi abuela se habría quejado amargamente de los asistentes… y de una lista de invitados tan «variopinta», dadas las diversas personalidades y posiciones sociales de los miembros de un reparto típico de Dan Needham; aunque al menos Abuela habría estado ocupada. Pero se negó; Dan tuvo que rogarle, incluso, que fuera a ver la obra.

Al principio puso todo tipo de excusas; no podía dejar sola a Lydia, Lydia estaba enferma, tenía congestionados los pulmones o los bronquios, y quedaba descartado que saliera; además, argumentó mi abuela, por ser Nochebuena había dado permiso a Ethel para que visitara a sus parientes cercanos (Ethel no estaría en Navidad ni al día siguiente), y sin duda Dan sabía cuánto odiaba Lydia que la dejaran sola con Germaine.

Dan señaló que creía que Germaine había sido contratada, específicamente, para cuidar a Lydia. Sí, reconoció mi abuela, eso era cierto… no obstante, la chica era una compañía deprimente y supersticiosa, y lo que Lydia necesitaba en Navidad era compañía. Era, razonó el amable Dan, «precisamente por mor de la compañía» que quería que mi abuela viese Canción de Navidad, e incluso pasara un rato disfrutando de la atmósfera festiva de la reunión. Como mi abuela le había negado el uso de 80 Front Street, Dan había decorado todo el segundo piso de Waterhouse Hall, abriendo algunos dormitorios de estudiantes (los menos abarrotados) y el salón común de esa planta para recibir al reparto; su pequeño apartamento no sería suficiente. Había alertado a los Brinker-Smith de que esa noche podría haber alboroto dos pisos más arriba del suyo; les dijo que serían bien recibidos en la fiesta, o que podían taponar con algodón los oídos de los gemelos, como les pareciera mejor.

A la abuela nada le parecía mejor, pero le cayeron bien los esfuerzos de Dan por sacarla de su inveterada y arisca antisociabilidad: accedió a ir a ver la obra; en cuanto a la fiesta, ya vería cómo se sentía después de la representación. Me tocó la tarea de acompañar a mi abuela a la última función de Canción de Navidad en el ayuntamiento de Gravesend. Tomé muchas precauciones en el camino para evitar que se fracturara la cadera… aunque las aceras estaban bien enarenadas, no había vuelto a nevar, y la lustrada madera de la sala de reuniones del ayuntamiento era más resbaladiza que cualquier superficie que la abuela pudiera encontrar a la intemperie.

Las bisagras de las antiguas sillas plegables crujieron al unísono cuando conduje a Harriet Wheelwright a un asiento privilegiado del pasillo central, en la tercera fila; nuestros conciudadanos volvieron la cabeza a la manera en que una congregación la vuelve para mirar a una novia, porque mi abuela entró en el teatro como si todavía estuviera respondiendo a una llamada a escena para saludar, después de su lejana interpretación en La esposa fiel de Maugham. Harriet Wheelwright tenía el don de hacer entradas regias. Incluso hubo algún aplauso, que ella acalló con una mirada furiosa y bien apuntada; el respeto en su forma reverencial —preferiblemente silencioso— era algo que buscaba, pero batir palmas, dadas las circunstancias, era una vulgaridad.

Le llevó cinco minutos quedar cómodamente sentada: se sacó el abrigo de visón pero lo colocó cuidadosamente sobre sus hombros; se aflojó el fular, pero dejó que cubriera su nuca para protegerse de las corrientes de aire (que, como se sabe, atacan por la espada); se dejó el sombrero puesto, pese a que nadie que se sentara detrás podría ver la obra (graciosamente, el caballero que estaba detrás cambió de lugar). Por fin me sentí libre de aventurarme entre bastidores, donde me había acostumbrado al aura de serenidad espiritual que rodeaba a Owen Meany ante el espejo de maquillaje.

El trauma del pesebre navideño brillaba en sus ojos como si hubiera habido una muerte en la familia; se le había asentado el catarro en lo más profundo del pecho, y la fiebre le hacía sufrir estados alternativos: primero ardía, luego sudaba, a continuación sentía escalofríos. Necesitó muy poca sombra para ahondar la oscuridad que sepultaba sus ojos; las nocturnas aplicaciones excesivas de talco en la cara —que ya estaba tan blanca como la de una muñeca de porcelana— habían cubierto la mesa de maquillaje con un limo tan fino como polvo de yeso, en el que Owen escribió su nombre con letras de molde cuadradas, en el estilo predilecto de la Meany Monument Shop.

Owen no había dado ninguna explicación de los motivos que lo habían llevado a ofenderse por la asistencia de sus padres al Nacimiento en Christ Church. Cuando sugerí que su respuesta a la presencia de ellos en la congregación había sido radical y severa, descartó mis palabras de una manera que había perfeccionado: perdonándome por lo que no podía esperarse que yo supiera y que él jamás me explicaría, el añejo AGRAVIO INCALIFICABLE que habían perpetrado los católicos y la incapacidad de sus padres para sobreponerse a lo que venía a ser la PERSECUCIÓN RELIGIOSA que habían sufrido; sin embargo, en mi opinión, era Owen quien estaba persiguiendo a sus padres. Y para mí era un misterio por qué aceptaban semejante persecución.

Entre bambalinas estaba singularmente situado para registrar con la vista a los asistentes, en busca de la presencia consentida de Mr. y Mrs. Meany, pero no estaban allí. No obstante, mi registro se vio recompensado por el descubrimiento de un sanguinario Mr. Morrison, el cartero cobarde, cuyos ojos lanzaban dagas en todas direcciones mientras se retorcía las manos —como si estuviera retorciendo un cogote— sobre el regazo. La mirada de un hombre que asiste a Lo Que Podría Haber Sido suele estar cargada de sangre y nostalgia; Mr. Morrison parecía dispuesto a interpretar el papel, si Owen sucumbía a la fiebre.

La sala estaba de bote en bote; noté, sorprendido, que muchos de los presentes habían estado en funciones anteriores. El reverendo Lewis Merrill, por ejemplo, había vuelto por segunda o tercera vez. Siempre asistía a los ensayos generales y a menudo a otra representación posterior; le había dicho a Dan que disfrutaba viendo cómo los actores se «instalaban» en sus personajes. Por ser pastor, debía de gustarle especialmente Canción de Navidad, la representación de una conversión sentida, no sólo una lección sobre la caridad navideña, sino un ejemplo de la humildad del hombre enfrentado al mundo espiritual. Aun así, no descubrí al rector Wiggin entre el público; tampoco esperaba encontrar a Barb… conjeturé que la exposición de ambos a la interpretación que había hecho Owen Meany del mundo espiritual era inspiración suficiente hasta la próxima Navidad.

Lewis Merrill, siempre acompañado del agrio vigor que irradiaba de su mujer, también estaba en compañía de sus borrascosos hijos; a menudo rebeldes, casi siempre ingobernables, uniformemente malhumorados, los niños Merrill manifestaban su enojo por haber sido arrastrados a una función de teatro de aficionados. El más alto —el famoso vándalo del cementerio— extendió las piernas hacia el pasillo central, creando con total indiferencia un riesgo para los ancianos, los enfermos y los desprevenidos. La hija del medio —con el pelo tan brutalmente corto, acorde con su cuerpo cuadrangular e informe, que podía haber sido un chico— mascaba audiblemente un chicle. Se había hundido tanto en el asiento que sus rodillas causaban una considerable incomodidad en la nuca del desafortunado que estaba sentado delante, un hombre maduro, regordete y bondadoso, que enseñaba algo relativo a las ciencias en Gravesend Academy; cuando se volvió para reprobar a la niña con una mirada científica, ella hizo estallar un globo en su cara. El tercer retoño —de sexo indeterminado— gateaba debajo de los asientos, tocando los tobillos de varios sorprendidos asistentes y cubriéndose con una capa de mugre y ceniza… y todo tipo de porquerías que los presentes habían arrastrado con sus botas de invierno.

Mrs. Merrill padecía en silencio todas las molestias provocadas por sus hijos. Aunque evidentemente le procuraban dolor, no protestaba: como casi todo le procuraba dolor, consideraba injusto distinguirlos especialmente. Mr. Merrill no apartaba la vista del centro del escenario, aparentemente absorto en la rendija por donde se abriría el telón; parecía creer que con su escrutinio de esa brecha, mediante un acto supremo de concentración, inspiraría que se abriera el telón. ¿Por qué, entonces, se asombró tanto cuando esto ocurrió?

¿Y por qué me asombré tanto yo con el aplauso que recibió al viejo Scrooge en su oficina de contabilidad? Así había comenzado la obra todas las noches; pero sólo en la víspera de Navidad se me ocurrió cuántos de esos mismos ciudadanos tenían que haber estado presentes en los asientos de las gradas aquel día estival… aplaudiendo, o a punto de aplaudir, la fuerza con que Owen Meany golpeó la pelota.

Sí, allí estaba el gordo Mr. Chickering, cuyo chándal me había impedido ver de cerca la herida mortal; sí, allí estaba el jefe de policía Pike. Como siempre, apostado junto a la puerta, recorriendo con su mirada suspicaz al público al mismo tiempo que al escenario, como si jefe Pike sospechara que el culpable había llevado la pelota robada a la función en el ayuntamiento.

—«Si pudiese hacer mi voluntad» —dijo indignado Mr. Fish—, «a cada imbécil que me viniera con el “Feliz Navidad”, lo cocería en su propio jugo y lo enterraría con un estaca de acebo clavada en el corazón».

Vi que Mr. Morrison movía en silencio los labios a cada palabra; puesto que no tenía nada que estudiar (como Espectro de las Navidades Futuras), había aprendido de memoria todos los parlamentos de Scrooge. ¿Qué impresión le había producido a él la pelota fuera que hizo girar tan espectacularmente a mi madre? ¿Había estado allá y había visto a Mr. Chickering juntar sus piernas abiertas, en nombre del pudor?

Justo antes de que Owen bateara, mi madre había notado la presencia de alguien en las gradas; por lo que yo recordaba, estaba saludando a alguien con la mano inmediatamente antes de recibir el golpe. Tuve la certeza de que ese alguien no era Mr. Morrison; su cínica presencia no despertaba un saludo tan espontáneo como un ademán: el tétrico cartero no inspiraba siquiera una inclinación de cabeza a modo de reconocimiento.

¿Quién era ese alguien a quien mi madre estaba saludando, de quién era el último rostro que ella había visto, el que había singularizado en medio de la multitud, el que encontró allí y sobre el cual había cerrado los ojos en el momento de su muerte? Estremecido, traté de imaginar quién podía haber sido… si no era el rostro de mi abuela, si no era el de Dan…

—«Llevo la cadena que forjé en vida» —dijo el fantasma de Marley a Scrooge.

Con mi atención fija en el público, supe por dónde iba la obra gracias al arrastrar de cadenas de Marley.

—«Hice negocio con la humanidad entera» —dijo Marley a Scrooge—. «Hice negocio con el bien común, la caridad, la piedad, la clemencia y la benevolencia: con todos ellos hice negocio. ¡Mis operaciones comerciales no fueron sino una gota de agua en el extenso océano de mi negocio!».

Estremecido, imaginé que había sido mi padre el que estaba en las gradas. ¡Mi madre había saludado a mi padre con la mano en el instante en que murió! Sin la menor idea de cómo podía abrigar la esperanza de reconocerlo, empecé por la primera fila, centro-izquierda; recorrí con la mirada a todos los espectadores, cara por cara. Desde mi perspectiva, entre bambalinas, veía las caras del público casi uniformemente inmóviles, y nadie dirigía su atención hacia mí; los rostros me eran, al menos en parte, desconocidos y —especialmente en las últimas filas— más pequeños que los que aparecen en las fichas de béisbol.

Era una búsqueda inútil, pero fue entonces cuando comencé a recordar. Entre bambalinas, observando las caras navideñas de mis conciudadanos, logré empezar a poblar las gradas de aquel día de verano; fila a fila, rememoré a unos cuantos fanáticos del béisbol. Mrs. Kenmore —la mujer del carnicero— y su hijo Donny que, afectado de fiebre reumática, no podía jugar al béisbol, presenciaban todos los partidos. Habían asistido a Canción de Navidad para ver cómo Mr. Kenmore aniquilaba el papel del Espíritu de la Navidad Presente; pero yo los veía con ropa de verano, de manga corta, con sus narices idénticamente quemadas por el sol: siempre se sentaban en las gradas más bajas porque Donny no era ágil y Mrs. Kenmore temía que se cayera entre las tablillas.

Y estaba la hija de Mr. Early, Maureen, famosa por haberse meado cuando Owen Meany hizo la prueba para el papel de Espíritu de las Navidades Futuras. Había ido todas las noches para observar los vanos intentos de su padre por hacer que el Espectro de Marley se pareciera al Rey Lear. Idolatraba y despreciaba simultáneamente a su padre, un terrible snob que la cubría tanto de inmerecidos elogios como de una asombrosa lista de las expectativas que él tenía para ella; como mínimo, algún día tendría su doctorado… y si cedía a su fantasía y llegaba a estrella del cine, ganaría su fama en la pantalla sólo después de numerosos triunfos en el teatro «auténtico». Maureen Early era una soñadora que se revolvía en su asiento… tanto si observaba el modo en que sobreactuaba su padre como si observaba a Owen Meany aproximarse a la base de meta. Recordé que estaba sentada en la grada más alta, retorciéndose al lado de Caroline O’Day, cuyo padre llevaba el negocio de Chevy. Caroline O’Day era una de esas raras chicas de la escuela parroquial que lograba llevar su uniforme de St. Michael —la falda de franela plisada y los calcetines a juego, color borgoña, hasta las rodillas— como si fuera una camarera de un salón de reputación dudosa. Con los chicos, Caroline O’Day era tan agresiva como un Corvette, y a Maureen Early le gustaba estar con ella porque su padre juzgaba que los O’Day eran ordinarios. A Mr. Early no le había sentado bien que el padre de Caroline, Larry O’Day, hubiese conseguido el papel de Bob Crachit; pero Mr. O’Day era más joven y guapo que Mr. Early, y Dan Needham sabía que las hazañas de un vendedor de Chevy eran preferibles, con mucho, a las tentativas de Mr. Early por transformar a Bob Crachit en el Rey Lear.

Las recordé aquel día veraniego —Maureen Early y Caroline O’Day—, recordé cuánto habían reído y se habían retorcido en sus asientos cuando Owen Meany iba a batear.

¡Qué poder descubrí en mí! Tuve la certeza de que era capaz de volver a llenar los asientos de las gradas; algún día, estaba seguro, «vería» a todos los asistentes al partido; encontraría a ese alguien especial a quien mi madre había saludado con la mano, al final.

Mr. Arthur Dowling estaba allá; lo vi protegerse los ojos con una mano y los de su mujer con la otra: así era de servil con ella. Arthur Dowling estaba presente en la representación de Canción de Navidad, porque su mujer, el miembro más oficioso de la junta de la Biblioteca Municipal, había orientado su yo carente de sentido del humor en la tarea de ser el Espíritu de las Navidades Pasadas. Amanda Dowling era pionera en el desafío de los estereotipos sexuales; usaba ropa masculina —para ella la elegancia significaba usar chaqueta y corbata— y cuando fumaba arrojaba el humo a la cara de los hombres para expresar su opinión respecto a cómo ellos se comportaban con las mujeres. Tanto Amanda como su marido estaban a favor de desvirtuar los estereotipos sexuales, o de invertir los roles sexuales tan ardua y conscientemente como les fuera posible… de ahí que con frecuencia él se pusiera un delantal para ir a la compra, de ahí que ella llevara el pelo más corto que él, excepto en las piernas y las axilas, donde se lo dejaba crecer. Empleaban ciertas palabras positivas en su vocabulario, entre ellas «europeo»; las mujeres que no se afeitaban las axilas ni las piernas eran más «europeas» que las estadounidenses, para su indudable ventaja.

No tenían hijos —Dan Needham sugería que sus roles sexuales podían estar tan «invertidos» como para dificultar la fecundación— y su asistencia a los partidos de la liguilla estaban marcados por una constante desaprobación de ese deporte: que no se permitiera a las niñas jugar en la liguilla era un ejemplo de discriminación sexual que ejercitaba la furia y la ausencia de sentido del humor en los Dowling. Si ellos tuvieran una hija, advertían, jugaría en la liguilla. Eran una pareja dedicada a un tema… lamentablemente un tema único e insignificante, y lo exageraban; pero una pareja joven con tan ardiente misión resultaba interesante para los tipos en general lentos y conformistas, más típicos de Gravesend. Mr. Chickering, nuestro rechoncho entrenador y representante, temía el día en que los Dowling produjeran una hija. Mr. Chickering pertenecía a la vieja escuela; creía que sólo los varones debían jugar al béisbol, y que las chicas debían verlos jugar o, de lo contrario, jugar al softball.

Como muchos de los que cambian el mundo en pequeñas poblaciones, los Dowling eran ricos cada uno por su lado; de hecho, él no hacía nada, salvo ser un incesante decorador de interiores de su propia casa bien amueblada y un artista si se trataba de cortar el césped. Apenas treintañero, Arthur Dowling había desarrollado la costumbre de ocuparse de fruslerías hasta un nivel de frenesí que superaba la capacidad de los jubilados que, se supone convencionalmente, son los que se ocupan de fruslerías. Amanda Dowling tampoco trabajaba, pero era infatigable en su pasatiempo vital de miembro de juntas. Era apoderada de todo y la junta de la Biblioteca Municipal no era la única en la cual se desempeñaba sino, sencillamente, aquella donde colaboraba más a menudo, porque era una junta a la que se entregaba de verdad.

Entre sus métodos preferidos para cambiar el mundo, la prohibición de libros ocupaba uno de los primeros lugares de la lista. Le gustaba decir que los estereotipos sexuales no llovían del cielo; lo que tenía mayor influencia en los niños eran los libros… y los libros donde los chicos eran chicos y las chicas eran chicas, se encontraban entre los peores. Por ejemplo, Tom Sawyer y Huckleberry Finn. ¡Significaban una educación condescendiente con las mujeres y por sí solos, creaban estereotipos sexuales! Por ejemplo, Cumbres borrascosas: la forma en que ese libro enseñaba a una mujer a someterse a un hombre hacía «ver todo rojo» a Amanda Dowling, como ella misma solía decir.

En cuanto a la participación de los Dowling en las representaciones de los Gravesend Players, debo decir que se turnaban. Su campaña era incesante, aunque nimia; ella se probaba para papeles normalmente adjudicados a hombres; él buscaba los papeles de mujeres insignificantes, preferiblemente no hablados. Amanda era más ambiciosa que Arthur, como corresponde a una mujer decidida a invertir los estereotipos sexuales; opinaba que los papeles hablados para hombres le iban a la perfección.

Dan Needham les daba lo que podía; rechazarlos directamente habría atraído la acusación que a ellos les encantaba hacer y que hacían a menudo: que fulano de tal era «discriminador». Un absurdo patrón marcaba los personajes de cada uno de los Dowling en las tablas; Amanda era terrible como hombre —pero habría sido igualmente terrible como mujer, se apresuraba a señalar Dan— y Arthur era simplemente terrible. La gente del lugar se divertía con ellos a la manera en que sólo los habitantes de ciudades pequeñas —que saben dónde le aprieta el zapato a cada uno y quién se lo aprieta— puede divertirse con los excéntricos pesados. Los Dowling eran pesados; su excentricidad se estropeaba y empequeñecía por la absoluta previsibilidad de sus pasiones altamente selectivas; sin embargo, eran un accesorio de los Gravesend Players que proporcionaba un constante, aunque repetitivo, entretenimiento. Dan Needham sabía que no convenía tratar de forzarlos.

¡Cuánto me asombré aquella Nochebuena! Supe que con diligencia, con meses —incluso años— detrás del escenario del ayuntamiento de Gravesend, encontraría el rostro al que mi madre había saludado en las gradas. Quizá te preguntes por qué no en los partidos de béisbol, ¿por qué no observar a los auténticos forofos en las auténticas gradas? La gente tiende a ocupar los mismos asientos. Pero en el teatro de Dan yo llevaba ventaja; podía mirar al público sin ser visto, no llamaría la atención hacia mí mismo interponiéndome entre el campo de juego y ellos. La parte de atrás del escenario, y todo lo que esto implica, es invisible. Ves más cosas en las caras de los que no te ven. Si estaba buscando a mi padre, ¿no debería hacerlo sin ser observado?

—«¡Espíritu!». —dijo Scrooge al Espíritu de las Navidades Pasadas—. «Sácame de aquí».

Y observé a Mr. Arthur Dowling observando a su mujer, que dijo:

—«Te advertí que sólo eran sombras de cosas pasadas. ¡No me eches la culpa de que sean como fueron!». —noté que mis conciudadanos reían entre dientes… todos con excepción de Mr. Arthur Dowling, seriamente impresionado por la inversión sexual que tenía ante sus ojos.

Que los Dowling «se turnaran» para participar con los Gravesend Players —que ambos nunca interpretaran papeles en la misma obra— era una inagotable fuente de júbilo para Dan, que disfrutaba tomándole el pelo a Mr. Fish.

—Me pregunto si los Dowling se turnarán sexualmente —decía Dan.

—Es muy desagradable imaginarlo —decía Mr. Fish.

¡Qué ensueños alcancé detrás del escenario en Nochebuena! ¡Cuánto me alimenté de memorias de los rostros de mis conciudadanos! Cuando Mr. Fish preguntó al Espíritu de la Navidad Presente si esos niños horrendos, miserables y desgraciados eran suyos, el espectro respondió: «Son hijos del hombre». ¡Qué orgullosa se sintió Mrs. Kenmore de su marido, el carnicero; cómo saltó de alegría el corazón reumático de su hijo Donny al ver a su padre con palabras en lugar de carne entre los dedos!

—«Este niño es la Ignorancia» —dijo el carnicero—. «Esta niña es la Indigencia». Guárdate de ambos y de toda su especie; pero, sobre todo, guárdate de este niño, pues en su frente veo escrita la palabra Condenación, a menos que alguien la “corte” —debía haber dicho “borre”, pero con toda probabilidad Mr. Kenmore estaba pensando en una res. En los rostros confiados de mis conciudadanos no noté que hubiesen captado el error de Mr. Kenmore más que él mismo; entre las caras que recorrí con la mirada, sólo la de Harriet Wheelwright (que había visto casi tantas versiones de Canción de Navidad como las que había dirigido Dan Needham) se contorsionó al oír al carnicero hacer una carnicería literaria. Mi abuela, crítica innata, cerró fugazmente los ojos y suspiró.

Era tal mi interés por el público, que no me volví hacia el escenario hasta que hizo su aparición Owen Meany.

No me hizo falta verlo para saber que estaba en escena. Reinó el silencio entre el público. Las expresiones de mis conciudadanos —tan divertidas, tan curiosas, tan diversas— se volvieron chocantemente similares; cada rostro se convirtió en el modelo del miedo de cada uno de los demás. Hasta mi abuela —tan distante, tan superior— se cerró las pieles alrededor de los hombros y tembló: aparentemente una corriente de aire había tocado la nuca de todos los asistentes; el temblor que atravesó el cuerpo de mi abuela pareció atravesarlos a todos. Donny Kenmore aferró su corazón reumático; Maureen Early, resuelta a no volver a mearse encima, cerró los ojos. La mirada de temor de Mr. Arthur Dowling superó incluso su interés por la inversión de los roles sexuales… porque ni el sexo ni la identidad de Owen Meany estaban claros; lo único seguro a ciencia cierta es que era un fantasma.

—«¡Espíritu del Futuro!». —exclamó Mr. Fish—. «Eres el más temible de todos los espectros que he visto» —observar el terror en las caras de mis conciudadanos resultó del todo convincente; era obvio que coincidían con Mr. Fish en la aseveración de las espantosas cualidades de ese fantasma—. «¿No vas a hablarme?». —suplicó Scrooge.

Owen tosió. No fue, como esperaba Dan, un sonido «humanizador» sino un estertor tan hondo y tan profundamente asociado con la muerte que el público se sobresaltó; la gente se revolvió en sus asientos; Maureen Early, abandonando toda esperanza de contener la orina, abrió los ojos desorbitadamente y miró con fijeza la fuente de tan extraterrena convulsión. En ese momento me volví a mirarlo, en el preciso instante en que su mano entalcada salió disparada de entre los pliegues negros de su capa y señaló. Un estremecimiento febril lanzó un espasmo por su brazo tembloroso y su mano respondió a la sacudida como una descarga eléctrica. Mr. Fish retrocedió, acobardado.

—«¡Guíame!». —gritó Scrooge—. «¡Guíame!». —Deslizándose por el escenario, Owen Meany lo guió. Pero el futuro no estaba lo bastante claro para que Scrooge lo viera… hasta que por fin llegaron al cementerio. «Un lugar digno de él», lo había descrito Dickens, «invadido por la hierba y la maleza, productos de una vegetación muerta, no viva; saturado de enterramientos; henchido por un inagotable apetito»—. «Antes de acercarme a esa losa que estás señalando…». —comenzó a decir Scrooge.

Entre las lápidas de cartón piedra, donde estaba Mr. Fish, una se destacaba sobre las demás; Owen señaló esa piedra una y otra vez, señaló y señaló. Para que Mr. Fish se dejara de rodeos —y llegara a la escena en que lee su propio nombre en esa tumba—, Owen se acercó a la lápida. Scrooge empezó a balbucear.

—«Las vidas de los hombres presagian los finales a los que se verán conducidos si perseveran en su conducta. Pero» —dijo Mr. Fish a Owen—, «si se apartan de esas formas de vida, los finales habrán de cambiar. ¡Dime que es así lo que tú me muestras!».

Owen Meany, decidido a no hablar, se inclinó sobre la lápida; pareció leer para sus adentros el nombre que allí figuraba y se desplomó.

—¡Owen! —protestó indignado Mr. Fish, pero Owen estaba tan empeñado como el Espíritu de las Navidades Futuras en guardar silencio—. ¿Owen? —preguntó Mr. Fish, más comprensivamente; el público dio la impresión de compartir la renuncia de Mr. Fish a tocar la encapuchada figura caída.

Sería muy propio de Owen, pensé, recuperar el conocimiento poniéndose en pie de un salto y gritando; eso fue exactamente lo que hizo, antes de que Dan Needham tuviera tiempo de pedir que bajaran el telón. Mr. Fish tropezó con la que estaba destinada a ser su tumba y el terror contenido en el alarido de Owen fue igualado por un terror correspondiente en el público. Se oyeron gritos y jadeos; supe que Maureen Early había vuelto a mearse. ¿Qué había visto en realidad el Espíritu del Futuro?

Mr. Fish, veterano en aprovechar cualquier confusión, se encontraba echado de bruces en el escenario, en una posición perfecta para «leer» su propio nombre en la losa de cartón piedra que había aplastado a medias al caerse encima.

—«¡Ebenezer Scrooge! ¿Soy yo ese hombre?». —preguntó, pero algo le pasaba a Owen, que parecía más asustado que el propio Scrooge de la lápida de cartón piedra; siguió retrocediendo. Atravesó el escenario marcha atrás, mientras Mr. Fish le imploraba una respuesta. Sin decir una palabra, sin señalar siquiera otra vez la losa que tenía incluso el poder de asustar al Espíritu de las Navidades Futuras, Owen Meany hizo mutis por el foro.

En el camerino, sollozaba sobre la mesa de maquillaje, cubriéndose el pelo con talco, golpeándose la cara con la sombra negra para párpados. Dan Needham le tocó la frente.

—¡Estás ardiendo, Owen! —dijo Dan—. Te llevaré directamente a tu casa y te meterás en la cama.

—¿Qué pasa? ¿Qué ocurrió? —pregunté a Owen, pero él meneó la cabeza y lloró más fuerte.

—¡Se desmayó, eso es lo que ocurrió! —explicó Dan, pero Owen meneó la cabeza.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Mr. Fish desde la puerta; Dan había cerrado el telón antes de la última escena de Mr. Fish—. ¿Estás bien, Owen? ¡Dios mío, dabas la impresión de ser quien había visto un fantasma!

—Ya lo he visto todo —dijo Dan—. ¡He visto a Scrooge perder la atención del público, he visto al fantasma del futuro asustarse a sí mismo!

El reverendo Lewis Merrill entró en el abarrotado camerino para ofrecer su ayuda, aunque Owen parecía más necesitado de un médico que de un pastor.

—Owen, ¿estás bien? —preguntó Merrill. Owen meneó la cabeza—. ¿Qué has visto?

Owen dejó de llorar y lo miró. Me sorprendió que el reverendo Merrill pareciera tan seguro de que Owen había visto algo. Por ser pastor, por haber hecho profesión de fe, tal vez estaba más familiarizado que los demás con las «visiones»; posiblemente tenía la habilidad de reconocer los momentos en que a otros se les aparecen visiones.

—¿QUÉ QUIERE DECIR? —preguntó Owen a Mr. Merrill.

—Has visto algo, ¿verdad? —le preguntó a Owen, que le clavó la mirada—. ¿Verdad? —repitió Mr. Merrill.

—VI MI NOMBRE… EN LA TUMBA —dijo Owen Meany.

Dan lo rodeó con sus brazos y lo abrazó.

—¡Owen, Owen, forma parte del relato! ¡Estás enfermo, tienes fiebre! Estás demasiado excitado. Ver un nombre en esa tumba es propio del cuento… es simulado, de metirijillas, Owen —le dijo.

—ERA MI NOMBRE —insistió Owen—. NO EL DE SCROOGE.

El reverendo Merrill se arrodilló a su lado.

—Es natural ver eso, Owen —le dijo—. Tu propio nombre en tu propia tumba… es una visión que todos tenemos. Sólo es una pesadilla, Owen.

Pero Dan Needham observó extrañado a Mr. Merrill, como si semejante visión fuera del todo desconocida en su experiencia; no estaba nada seguro de que ver el propio nombre en la propia tumba fuese exactamente «natural». Mr. Fish contempló al reverendo Lewis Merrill como si esperara más «milagros» de la categoría del Nacimiento que muy recientemente, y por primera vez, experimentara.

En el talco de la mesa de maquillaje todavía era visible el nombre OWEN MEANY, tal como él lo había escrito. Lo señalé.

—Owen, mira lo que escribiste tú mismo, esta noche —dije—. Como ves, ya estabas pensando en eso… en tu nombre, quiero decir.

Pero Owen Meany se limitó a mirarme y me hizo bajar la vista. Luego miró a Dan, hasta que éste le dijo a Mr. Fish:

—Levantemos el telón y terminemos con esto.

Entonces Owen miró al reverendo Merrill hasta que éste dijo:

—Te llevaré a tu casa ahora mismo, Owen. No deberías esperar a que te llamen a saludar con una fiebre de sabe Dios cuántos grados.

Fui con ellos; la última escena de Canción de Navidad me aburría; después de la partida del Espíritu de las Navidades Futuras, la historia se vuelve almibarada.

Owen prefirió fijar la vista en la oscuridad, por la ventanilla del acompañante, en vez de mirar el camino iluminado.

—Tuviste una visión, Owen —repitió el pastor Merrill. Pensé que era muy bondadoso preocupándose tanto y llevando a Owen a su casa… dado que Owen nunca había sido congregacionalista. Noté que Mr. Merrill no tartamudeaba cuando se mostraba servicial con alguien, aunque Owen respondió con poca generosidad a su ayuda; parecía tétricamente empeñado en su «visión», como en tantas ocasiones se presentaba ante mí en su condición de típico profeta seguro de sí. Había «visto» su propio nombre en su propia tumba; al mundo, para no hablar del pastor Merrill, le resultaría difícil convencerlo de que no era así.

Mr. Merrill y yo nos quedamos en el coche, viéndolo cojear por los surcos cubiertos de nieve del camino de entrada; habían dejado una luz encendida afuera para su regreso, y vi otra encendida —en su dormitorio—, pero me chocó comprobar que en Nochebuena sus padres no lo habían esperado levantados.

—Un chico fuera de lo común —dijo el pastor con tono neutro, mientras me llevaba a casa. Sin que se le ocurriera preguntarme a cuál de mis dos «hogares» debía llevarme, Mr. Merrill me dejó en 80 Front Street. Yo quería asistir a la fiesta que daba Dan para el reparto en Waterhouse Hall, pero Mr. Merrill se había alejado cuando me acordé de que ese era mi deseo. Entonces pensé que entraría a ver si mi abuela había vuelto, o si Dan la había convencido de que se divirtiera un poco —tanto como estuviera dispuesta a hacerlo— en la reunión. En cuanto abrí la puerta supe que mi abuela no estaba en casa; quizá todavía llamaban a los actores a saludar en el ayuntamiento; quizá Mr. Merrill había conducido más velozmente de lo que parecía.

Aspiré el aire apacible de la vieja casona; Lydia y Germaine debían de estar profundamente dormidas, porque hasta alguien que lee en la cama hace un poquitín de ruido y la vivienda de 80 Front Street estaba silenciosa como una tumba. Fue en ese momento cuando tuve la impresión de que era una tumba; la casa me dio miedo. Sabía que con toda probabilidad me había puesto nervioso después de la alarmante «visión» —o lo que fuese— de Owen y estaba a punto de largarme y bajar corriendo Front Street hasta el campus de Gravesend Academy (al edificio de Dan), cuando oí a Germaine.

Era difícil oírla porque se había escondido en el pasadizo secreto y hablaba apenas en un murmullo; pero el resto de la casa estaba tan silencioso que la oí.

—¡Oh, Jesús, ayúdame! —decía—. ¡Oh, Dios, oh, querido Jesucristo… oh, bendito Señor… ayúdame!

De modo que había ladrones en Gravesend, pensé. Los miembros de la junta tuvieron razón cuando cerraron con llave la casa parroquial. ¡La víspera de Navidad unos bandidos habían saqueado 80 Front Street!

Germaine había escapado al pasadizo secreto. ¿Pero qué le habían hecho los asaltantes a Lydia? Quizá la habían raptado, o le habían robado la silla de ruedas, dejándola impotente.

La mitad de los libros de la puerta-biblioteca que daba al pasadizo estaban desparramados por el suelo, como si Germaine, presa del pánico, hubiese olvidado dónde quedaban ocultas la cerradura y la llave. Como si no recordara en qué estante, detrás de cuáles libros. Había hecho tal revoltijo que ahora la cerradura y la llave eran totalmente visibles para cualquiera que entrara en el salón… sobre todo teniendo en cuenta que los libros dispersos en el suelo atraían la atención hacia la puerta-biblioteca.

—¿Germaine? —susurré—. ¿Se han ido?

—¿Quiénes? —susurró.

—Los ladrones —susurré.

—¿Qué ladrones? —me preguntó.

Abrí la puerta del pasadizo. Estaba acurrucada detrás, cerca de las mermeladas y jaleas; tenía en el pelo tantas telarañas como las que adornaban los frascos de condimentos y salsas, las latas de esponjosas pelotas de tenis desgastadas que se remontaban a los tiempos en que mi madre guardaba las más viejas para Sagamore. Germaine llevaba el camisón de franela que le llegaba a los tobillos, pero iba descalza… lo que sugería que su forma de esconderse en el pasadizo secreto no había sido distinta a la forma en que sacaba la mesa.

—Lydia ha muerto —dijo. No emergió de entre sombras y telarañas, aunque mantuve abierta la pesada puerta para que pasara.

—¡La han matado! —exclamé, alarmado.

—Nadie la ha matado —dijo Germaine; de sus ojos emanó cierta objetividad mística, lo que le hizo corregir ligeramente su declaración—. La Muerte ha venido a buscarla —aclaró y se estremeció dramáticamente. Era ese tipo de chica que personificaba la Muerte; al fin y al cabo, estaba convencida de que la voz de Owen Meany era, sencillamente, el vehículo oral del diablo.

—¿Cómo murió? —le pregunté.

—En la cama, mientras yo le leía —contestó Germaine—. Acababa de corregirme —Lydia siempre estaba corrigiendo a Germaine, por supuesto; la pronunciación de ésta era especialmente ofensiva para Lydia, cuya pronunciación imitaba exactamente la de mi abuela, y también hacía responsable a Germaine de cualquier fallo en su emulación de esa misma voz. Abuela y Lydia se solían turnar para leerse mutuamente… porque sus ojos, decían, necesitaban descansar. De manera que Lydia había muerto mientras hacía descansar sus ojos, informándole a Germaine de la mala pronunciación de tal o cual palabra. De vez en cuando, Lydia interrumpía la lectura de Germaine y le pedía que repitiera algún término. Tanto si lo pronunciaba correcta como incorrectamente, Lydia decía: «Apuesto a que no sabes lo que significa esa palabra». O sea que Lydia había muerto mientras educaba a Germaine, tarea sin fin en opinión de mi abuela.

Germaine se había quedado con el cadáver tanto tiempo como lo soportó.

—Al cuerpo le ocurren cosas —me explicó, aventurándose cautamente en el salón. Miró sorprendida los libros desparramados… como si la Muerte también hubiese ido a buscarlos; o tal vez la Muerte la estaba buscando a ella y había tirado los libros en el proceso.

—¿Qué cosas? —quise saber.

—Cosas nada bonitas —dijo, sacudiendo la cabeza.

Imaginé la vieja casona acomodándose y crujiendo, gruñendo por el viento invernal; la pobre Germaine había llegado a la conclusión, seguramente, de que la Muerte seguía por allí. Quizá la Muerte había creído que llevarse a Lydia le daría más trabajo; como la encontró y se la llevó con tanta facilidad, probablemente se sintió inclinada a quedarse para llevarse otra alma. ¿Por qué no pasarse la noche de juerga?

Nos cogimos de la mano, como si fuéramos hermanos que corren un riesgo juntos, y fuimos a ver a Lydia. Me impresionó bastante verla, porque Germaine no me había hablado de los esfuerzos que hizo para cerrarle la boca; había sujetado las mandíbulas de Lydia con uno de sus calentadores de color rosa, y se lo había atado en lo alto de la cabeza. En una inspección más detenida, vi que Germaine también había ejercido una considerable creatividad en su intento por cerrarle permanentemente los ojos; después de cerrárselos, había adherido con cinta adhesiva dos monedas distintas —una de cinco y otra de veinticinco— a los párpados de Lydia. Me contó que las únicas monedas iguales que había encontrado eran de diez y resultaron muy pequeñas… y que uno de los párpados se había agitado, o le había dado la impresión de que se agitaba, tirando al suelo la moneda de cinco, por lo que había agregado la cinta. Lo había hecho en ambos párpados, me explicó —aunque la de veinticinco no se había movido de su lugar— porque pegar una moneda y la otra no, iba contra su sentido de la simetría. Años después, recordé que había empleado esa palabra y llegué a la conclusión de que Lydia y la abuela habían logrado educar un pelín a Germaine; estaba seguro de que el término «simetría» no pertenecía a su vocabulario antes de haberse instalado en 80 Front Street. También recordé que, aunque yo sólo tenía once años, esas palabras estaban en mi vocabulario, principalmente gracias a los esfuerzos de Lydia y de mi abuela por educarme. Mi madre nunca había prestado demasiada atención a las palabras, y Dan Needham dejaba que los niños fueran niños.

Cuando Dan regresó a 80 Front Street con mi abuela, Germaine y yo nos sentimos muy aliviados; habíamos permanecido con el cadáver de Lydia, tranquilizándonos con la idea de que la Muerte, después de encontrar lo que había ido a buscar, se había largado, que había dejado en paz 80 Front Street, al menos por el resto de la Nochebuena. Pero no podríamos haber seguido con Lydia mucho tiempo.

Como de costumbre, Dan Needham se hizo cargo de la situación; había acompañado a mi abuela a casa —después de su breve aparición en la fiesta—, dejando que el reparto siguiera divirtiéndose sin él. Hizo que Abuela se acostara y le dio a beber un ponche de ron; desde luego, la explosión de Owen en Canción de Navidad la había alterado… y entonces expresó su convicción de que de alguna manera Owen había previsto la muerte de Lydia y la había confundido con la propia. Este punto de vista fue instantáneamente convincente para Germaine, quien observó que mientras le leía a Lydia, justo inmediatamente antes del fallecimiento, ambas creyeron oír un grito.

Abuela se sintió insultada al ver que Germaine coincidía realmente con ella en algo y quiso demostrar que no tenía nada que ver con las creencias de la criada; era una ridiculez pensar que Lydia y Germaine pudieran oír el grito de Owen desde el ayuntamiento de Gravesend, una ventosa noche invernal, con todas las puertas y ventanas cerradas. Germaine era supersticiosa y muy probablemente oía gritos de algún tipo todas las noches; en cuanto a Lydia —ahora quedaba demostrado con toda evidencia—, padecía una senilidad muy avanzada con respecto a la suya. No obstante, en opinión de mi abuela, Owen Meany poseía ciertos «poderes» inverosímiles; que hubiese «previsto» la muerte de Lydia no era una ridiculez supersticiosa… al menos de las del nivel de Germaine.

—Owen no previó absolutamente nada —dijo Dan Needham a las agitadas mujeres—. ¡Debía de tener cuarenta grados de temperatura! El único poder que tiene es el de su imaginación.

Pero mi abuela y Germaine se sintieron aliadas en contra de este razonamiento. Había como mínimo cierta relación ominosa entre la muerte de Lydia y lo que Owen «vio»; los poderes de «ese chico» iban mucho más allá que los de la imaginación.

—Tómese otro ponche, Harriet —aconsejó Dan Needham a mi abuela.

—Dan, no me vengas con aires protectores —replicó Harriet Wheelwright—. Y debería darte vergüenza —agregó— haber permitido que un estúpido carnicero pusiera sus sanguinolentas manos en un papel tan maravilloso. Una elección lamentable.

—De acuerdo, de acuerdo —coincidió Dan.

También estuvieron de acuerdo en permitir que Lydia permaneciera en su dormitorio, con la puerta cerrada. Germaine dormiría en la otra cama de mi habitación. Aunque yo prefería volver con Dan a Waterhouse Hall, me dijeron que la «jarana» podía prolongarse hasta altas horas de la noche —probabilidad que yo ya había considerado— y que Germaine, que estaba «fuera de sí», no debía dormir sola. Era impropio que compartiera una habitación con Dan, e impensable que mi abuela durmiera en la misma habitación que una criada. Al fin y al cabo, yo sólo tenía once años.

Había compartido muchas veces esa habitación con Owen y ahora me desvivía por hablar con él. ¿Qué pensaría de la sugerencia de mi abuela en el sentido de que había previsto la muerte de Lydia? ¿Le aliviaría saber que la Muerte no tenía pensado llevárselo a él? ¿Lo creería? Sabía que se sentiría muy decepcionado si no veía a Lydia. Además, quería hablarle de mi descubrimiento mientras recorría con la vista las caras del público del teatro: estaba convencido de que por ese medio, recordaría de verdad los rostros de los asistentes al que Owen denominaba partido de béisbol PREDESTINADO. ¿Qué diría Owen Meany de mi repentina inspiración referente a que había sido mi padre la persona a quien mi madre saludó en la fracción de segundo anterior a que la pelota la golpeara? En el mundo de lo que el reverendo Lewis Merrill llamaba «visiones», ¿cómo interpretaría ésa Owen Meany?

Pero Germaine me distraía. Se había empeñado en dejar encendida la luz, daba vueltas y se sacudía, clavaba la vista en el techo. Cuando me levanté para ir al lavabo, me pidió que no tardara: no quería que la dejara sola… ni un minuto.

Si se quedara dormida, pensé, podría telefonear a Owen. En casa de los Meany había un solo teléfono; estaba en la cocina, justo saliendo de su dormitorio. Podía llamarlo a cualquier hora de la noche, porque se despertaba en un instante y sus padres dormían toda la noche como piedras… como bloques inamovibles de granito.

Entonces recordé que era Nochebuena. Una vez mi madre me había dicho que «estaba bien» que pasáramos las navidades en Sawyer Depot, porque así Owen no podía comparar lo que recibía él con lo que recibía yo para Navidad.

Yo tenía media docena de regalos de cada pariente o ser querido; de mi abuela, de mi tía, de mi tío, de mis primos, de Dan, y más de media docena de mi madre. Este año había espiado debajo del árbol de Navidad, en el salón de 80 Front Street, y me conmovieron los esfuerzos de Dan y de mi abuela por igualar el número de regalos —para mí— que normalmente estaban en el árbol de los Eastman en Sawyer Depot. Ya los había contado; había más de cuarenta regalos envueltos, además de que en general escondían algo demasiado grande para ser envuelto, en el sótano o en el garaje.

Nunca supe qué regalos recibía Owen para Navidad, pero se me ocurrió que si ni siquiera lo habían esperado levantados —¡la víspera!—, al menos ese año nadie había hecho demasiado hincapié sobre la festividad en casa de los Meany. En el pasado, a mi regreso de Sawyer Depot, la mitad de mis juguetes menos importantes se habían roto o perdido, y los que valía la pena guardar eran descubiertos gradualmente por Owen, a lo largo de un período de días o semanas enteras.

—¿DE DÓNDE HAS SACADO ESO?

—Por Navidad.

—AH, SÍ, CLARO…

Bien pensado, no logré recordar que nunca me hubiese mostrado un solo regalo recibido «por Navidad». Tenía ganas de llamarlo, pero Germaine me retenía acostado. Cuanto más tiempo llevaba en la cama y más conciencia tenía de su presencia —todavía en vela—, más extraño me sentía. Comencé a pensar en Germaine del modo en que solía pensar en Hester… ¿Cuántos años tendría Germaine en el 53? Supongo que estaba en la veintena. Empecé a desear realmente que se metiera en mi cama y a imaginar que yo me metía en la suya; no creo que me lo hubiese impedido; pienso, más bien, que habría aprobado un inocente achuchón, e incluso a un niño no tan inocente en sus brazos, aunque sólo fuera para mantener alejada a la Muerte. Comencé a tramar, no a la manera de un chico de once años sino a la de uno mayor y cachondo. Empecé a imaginar cuánto podría aprovecharme de Germaine, dada su aflicción. Y dije en voz alta:

—Te creo en eso de que lo oíste gritar —mentí. ¡No le había creído una sola palabra!

—Era su voz —respondió al instante—. Ahora que lo pienso, sé que era su voz.

Alargué la mano hacia el espacio que separaba ambas camas; encontré su mano, que cogió la mía. Recordé la forma en que Barb Wiggin había besado a Owen; me vi recompensado con una erección lo bastante poderosa para levantar ligeramente las mantas, pero cuando estrujé con fuerza la mano de Germaine, no obtuve respuesta; se limitó a no soltarme.

—Duérmete —dijo. Cuando su mano se deslizó de la mía, comprendí que se había quedado dormida; la observé largo rato, pero no me atreví a acercarme. Estaba avergonzado de las sensaciones que experimentaba. En el vocabulario considerablemente adulto al que había estado expuesto por intermedio de mi abuela y Lydia, nunca había oído el término lujuria; no era una palabra que hubiese podido aprender de ellas… no era una sensación que pudiera etiquetar. Lo que estaba experimentando era malo, sencillamente; me hacía sentir culpable, esa parte de mi ser era enemiga del resto de mi persona, y entonces creí comprender de dónde provenía: de mi padre. Era la parte de él que se agitaba en mi interior. Y por vez primera, comencé a considerar que mi padre podía ser un depravado, o que lo que él me había transmitido era la dosis de depravación que había en mí.

A partir de entonces, cada vez que me preocupaba algún sentimiento o alguna sensación —especialmente cuando sentía de esa manera, cuando lujuriaba—, pensaba que mi padre se estaba afirmando en mí. Mi deseo de saber quién era adquirió nueva urgencia; no quería saber quién era porque lo echara de menos ni porque estuviese buscando a quién amar; contaba con Dan y su amor, contaba con mi abuela, con todo lo que recordaba y (estoy seguro) exageraba acerca de mi madre. No era por amor que quería conocer a mi padre, sino por una tenebrosa curiosidad: poder reconocer, en mí mismo, de qué depravación sería capaz.

¡Cuánto deseaba hablar de esto con Owen!

En cuanto Germaine empezó a roncar, salté de la cama y bajé arrastrándome por la escalera hasta el teléfono de la cocina.

La luz repentina en la cocina impulsó a un ratón residente al abandono inmediato de su investigación de la caja del pan; la luz también me sorprendió a mí, pues convirtió la miríada de cristales de estilo colonial de la ventana en reflejos fragmentados de mí mismo; de repente aparecieron muchos yo, que me miraban desde el otro lado de la ventana. En una imagen de mi cara asombrada creí reconocer el miedo y el desasosiego peculiares de Mr. Morrison; según Dan, la respuesta de Mr. Morrison al vahído y al arrebato de Owen había sido impresionante: el cartero cobarde se había desmayado. Jefe Pike había sacado al trágico servidor postal caído, para que respirara el aire tónico de la noche, y una vez fuera Mr. Morrison se reanimó de verdad, luchando en la nieve con el decidido jefe de policía de Gravesend, hasta que no tuvo más remedio que rendirse al fuerte brazo de la autoridad.

Pero yo estaba solo en la cocina; los pequeños paneles cuadrados, de color negro espejado, reflejaban muchas versiones de mi rostro, aunque ningún otro se asomó a mirarme mientras marcaba el número de la casa de mi amigo. El teléfono sonó más de lo que esperaba y estuve en un tris de colgar. Recordé la fiebre de Owen y temí que estuviese más profundamente dormido que de costumbre, y que mi llamada despertara a Mr. y Mrs. Meany.

—FELIZ NAVIDAD —dijo cuando finalmente atendió.

Le conté todo. Se mostró muy comprensivo con la idea de que podía recordar a los asistentes al partido de béisbol observando al público de la obra de Dan; se ofreció a vigilar conmigo: dos pares de ojos ven más que uno. En cuanto a lo que había «imaginado» en el sentido de que mi madre estaba saludando con la mano a mi verdadero padre en sus últimos segundos de vida, Owen Meany opinó que había que confiar en esas intuiciones; dijo que yo debía de estar en el BUEN CAMINO, porque esa idea le PONÍA LA PIEL DE GALLINA, señal segura de buena orientación. En cuanto a que mi deseo de Germaine me hubiera producido una erección, Owen no pudo ser más solidario: si Barb Wiggin era capaz de provocar lujuria en él, no era ninguna vergüenza que Germaine me produjera a mí tan temibles sensaciones. Owen había preparado un pequeño sermón sobre el tema de la lujuria, sensación que más adelante describiría como UNA GENUINA PREMONICIÓN DE QUE LA CONDENACIÓN ES REAL. Respecto de que la desagradable sensación se originaba en mi padre —de que estos detestables sentimientos en mí mismo eran la primera señal de la contribución de mi padre a mi persona—, estuvo totalmente de acuerdo. La lujuria, diría Owen más adelante, era la forma en que Dios me ayudaba a identificar a mi padre; en la lujuria había sido concebido, en la lujuria descubriría a mi padre.

Hoy me sorprende pensar hasta qué punto tan desatadas imaginaciones y filosofías —inspiradas por una noche cargada de terrores y calamidades— adquirieron sentido para Owen y para mí; claro que los buenos amigos están para apoyarse mutuamente.

Por supuesto, coincidió conmigo, Germaine era una estúpida al imaginar que lo había oído gritar desde el ayuntamiento de Gravesend.

—¡NO GRITE TAN FUERTE! —dijo, indignado.

La única diferencia de opinión entre nosotros fue la interpretación de mi abuela sobre lo que él había previsto. Si tenía que creer algo, ¿por qué no creía en mi abuela, o sea, que lo que había pronosticado la lápida era la muerte de Lydia, que él había «visto», sencillamente, un nombre equivocado?

—NO —dijo—. ERA MI NOMBRE. NO EL DE SCROOGE… Y TAMPOCO EL DE LYDIA.

—Pero ése fue precisamente tu error —sugerí—. Estabas pensando en ti mismo, incluso habías escrito tu nombre poco antes. Y tenías una fiebre altísima. Si esa lápida te dijo realmente algo, te dijo que alguien moriría. Ese alguien era Lydia. Está muerta, ¿no? Y tú estás vivo, ¿no?

—ERA MI NOMBRE —repitió tercamente.

—Enfócalo de otra manera: lo viste a medias —traté de dar la impresión de que era un perro viejo en «visiones» y su interpretación. Traté de dar la impresión de que sabía más que el pastor Merrill sobre ese tema.

—NO SOLO ERA MI NOMBRE —dijo Owen—. NO COMO YO SIEMPRE LO ESCRIBO, QUIERO DECIR. NO COMO LO ESCRIBÍ EN EL TALCO. ERA MI NOMBRE VERDADERO… ESTABA COMPLETO.

Que Owen no cediera ni un milímetro me obligó a hacer una pausa. Su «verdadero» nombre era Paul, el nombre de su padre. Su verdadero nombre era Paul O. Meany, Jr; lo habían bautizado como católico. Naturalmente, tenía que llevar el nombre de un santo; nunca supe que existiera un san Owen. Y supongo que lo llamaban Owen porque ya había un Paul en la familia; nunca me dijo de dónde había salido su segundo nombre, y nunca lo supe.

—La lápida decía «Paul O. Meany, Junior…», ¿no es así? —le pregunté.

—DECÍA TODO COMPLETO —repitió Owen y colgó.

¡Estaba tan loco que me volvía loco! Me quedé levantado, tomando zumo de naranja y galletas; puse un poco de bacon fresco en la ratonera y apagué la luz. Al igual que mi madre, odiaba la oscuridad, y fue en la oscuridad donde se me ocurrió… qué quería decir Owen con eso de TODO COMPLETO. Encendí la luz y volví a telefonearle.

—FELIZ NAVIDAD —dijo al levantar el auricular.

—¿Había una fecha en la lápida? —le pregunté. Su vacilación lo delató.

—NO.

—¿Cuál era la fecha, Owen? —insistí. Volvió a vacilar.

—NO HABÍA NINGUNA FECHA —dijo. Tuve ganas de echarme a llorar, no porque creyera una sola palabra de su estúpida «visión», sino porque era la primera vez que me mentía.

—Feliz Navidad —dije y colgué.

Cuando apagué la luz por segunda vez, había más oscuridad en la oscuridad.

¿Cuál era la fecha? ¿Cuánto tiempo se había dado Owen a sí mismo?

Sólo quería plantearle a la oscuridad la única pregunta de la que Scrooge quiso obtener respuesta: «¿Son estas las sombras de las cosas que van a suceder, o solamente de las que es posible que sucedan?». Pero el Espíritu del Futuro no respondió.