La Navidad siguiente a la muerte de mi madre fue la primera que no pasé en Sawyer Depot. Mi abuela dijo a mis tíos Alfred y Martha que si se reunía toda la familia, la ausencia de mi madre sería demasiado evidente. Si Dan, ella y yo estábamos solos en Gravesend, y los Eastman solos en Sawyer Depot, todos nos echaríamos de menos, argumentó mi abuela; por consiguiente, razonó, no echaríamos tanto en falta a mi madre. Desde aquella Navidad de 1953, he sentido que estas festividades son un infierno para las familias que han sufrido cualquier pérdida o que deben reconocerse alguna imperfección; el así llamado deseo de dar puede ser tan avaro como el de recibir. La Navidad es el momento que tenemos para tomar conciencia de nuestras carencias, de los que no están en el hogar.
Dividir mi tiempo entre la casa de mi abuela en 80 Front Street y el desertado edificio de la residencia de estudiantes donde Dan tenía su pequeño apartamento, también me proporcionó mis primeras impresiones de Gravesend Academy en navidades, cuando todos los internos se habían ido a sus casas. Las piedras y ladrillos desolados, la hiedra cubierta de nieve, los edificios de aulas y viviendas con todas las ventanas cerradas —en una uniformidad carcelaria— daban al campus la aureola de una prisión que soporta una huelga de hambre; sin los estudiantes yendo deprisa por los senderos del patio, los pelados abedules de color hueso se destacaban en blanco y negro contra la nieve, como dibujos de sí mismos al carbón, o esqueletos de los antiguos alumnos.
El tañido de la campana de la capilla y de la que marcaba las horas de clase, estaba suspendido; así, la ausencia de mi madre se vio subrayada por la ausencia de la música más rutinaria de Gravesend, el carillón de la academia que yo siempre había dado por hecho… hasta que no lo oí. Sólo sonaba cada hora el solemne reloj del campanario de Hurd’s Church; sobre todo en los días más crudos de diciembre y contra el paisaje de la nieve vieja —deshelada y vuelta a congelar hasta adquirir el apagado espejeo gris plateado del peltre—, la campana del reloj de Hurd’s Church daba las horas como un toque de difuntos.
No era momento de alegrías, aunque el querido Dan Needham lo intentó. Bebía demasiado y llenaba el vacío y resonante edificio con sus estridentes villancicos; había una dolorosa distancia abismal entre su interpretación de las canciones de Navidad y la voz de mi madre. Y toda vez que Owen se unía a él en una estrofa de «Que Dios os dé felicidad, caballeros», o de —peor aún— «Cayó la clara medianoche», los huecos de las viejas escaleras de piedra de la residencia estudiantil donde vivía Dan resonaban con una música funeraria nada pascual, estrictamente lúgubre; eran las voces de los fantasmas de los alumnos de Gravesend que no habían podido ir a su casa por Navidad y cantaban a sus familias lejanas.
Los dormitorios de Gravesend habían sido bautizados con los apellidos de miembros del claustro y directores muertos y enterrados hacía tiempo: Abbot, Amen, Bancroft, Dunbar, Gilman, Gorham, Hooper, Lambert, Perkins, Porter, Quincy, Scott. Dan Needham vivía en Waterhouse Hall, llamado así en honor a un difunto cascarrabias clasicista, el profesor de latín Amos Waterhouse, cuya versión de villancicos en latín —no me cabía la menor duda— no podía haber sido peor que el tenebroso barullo en que los convertían Dan y Owen.
La respuesta de mi abuela al hecho de que mi madre estuviera muerta por Navidad fue negarse a participar en la tradicional decoración de 80 Front Street; las guirnaldas quedaron clavadas demasiado bajas en las puertas y sólo de la mitad inferior del árbol de Navidad colgaban oropeles y adornos —resultado de que Lydia aplicara su desmañado toque al nivel de su silla de ruedas.
—Todos nos habríamos sentido mejor en Sawyer Depot —anunció Dan Needham, ya trompa.
Owen suspiró.
—SOSPECHO QUE NUNCA LLEGARE A IR A SAWYER DEPOT —dijo, malhumorado.
En lugar de ir allí, Owen y yo visitamos todas las habitaciones de todos los chicos que se habían ido de Waterhouse Hall para pasar las fiestas con su familia; Dan Needham tenía una llave maestra. Casi todas las tardes ensayaba con los Gravesend Players su versión anual de Canción de Navidad; la obra se había acabado por convertir en algo archisabido para muchos de sus intérpretes, pero para renovar las actuaciones Dan intercambiaba los papeles cada Navidad. Por lo tanto Mr. Fish, que un año había sido el Espectro de Marley —y otro el Espíritu de las Navidades Pasadas—, ahora era Scrooge. Tras años de elegir a niños convencionalmente adorables que se equivocaban en sus parlamentos, Dan le había rogado a Owen que hiciera de Tiny Tim, pero Owen dijo que todos se reirían de él, si no al verlo, al menos cuando hablara, además de que Mrs. Walker interpretaba a la madre de Tiny Tim. Eso, afirmó mi amigo, le PONDRÍA LA PIEL DE GALLINA.
Ya era bastante nefasto, sostenía Owen, verse sometido al ridículo de la temporada con el personaje que encarnaba en la función navideña de Christ Church.
—YA VERAS —me dijo con tono enigmático—. ¡LOS WIGGIN NO ME HARÁN REPRESENTAR OTRA VEZ A ESE ESTÚPIDO ÁNGEL!
Sería mi primera función del pesebre navideño, pues normalmente el último domingo antes de Navidad yo solía estar en Sawyer Depot; Owen se había quejado repetidas veces porque siempre hacía de Angel Anunciador, papel que le imponían el reverendo capitán Wiggin y su esposa y exazafata Barbara, quien insistía en que «nadie es tan mono» para representar ese personaje, cuyo papel consistía en descender por una «columna de luz» (con la sólida ayuda de un aparato semejante a una grúa, al que iba sujeto con cables, como una marioneta). Se suponía que Owen anunciaba la maravillosa presencia que yacía en el pesebre de Belén, agitando todo el tiempo los brazos (para llamar la atención sobre las gigantescas alas encoladas a su túnica de niño del coro, y para tratar de acallar las risitas de la congregación).
Todos los años, un tétrico grupo de pastores se amontonaba ante la barandilla de la comunión y demostraba su cobardía al Sagrado Mensajero de Dios; era una banda abigarrada de gente que se pisoteaba las túnicas, se arrancaba los turbantes y se tironeaba mutuamente de las barbas con sus cayados y bastones. Barb Wiggin tenía dificultades para localizarlos en la «columna de luz» e iluminar simultáneamente al Angel Descendente, Owen Meany.
El rector leía a Lucas: «Y había pastores en la misma tierra, que velaban y guardaban las vigilias de la noche sobre su ganado. Y he aquí que el ángel del Señor vino sobre ellos, y la claridad de Dios los cercó de resplandor; y tuvieron gran temor», aquí Mr. Wiggin hacía una pausa para que se notara el efecto de los pastores encogiéndose al ver a Owen esforzándose para apoyar los pies en el suelo. Además, Barb Wiggin operaba el chirriante aparato que «bajaba» a Owen, situándolo peligrosamente cerca de las velas encendidas que simulaban las fogatas a cuyo alrededor los pastores guardaban su ganado.
«NO TEMÁIS», anunciaba Owen, mientras se debatía en el aire; «PORQUE HE AQUÍ QUE OS DOY NUEVAS DE GRAN GOZO, QUE SERA PARA TODO EL PUEBLO. QUE OS HA NACIDO HOY, EN LA CIUDAD DE DAVID, UN SALVADOR, QUE ES CRISTO EL SEÑOR. Y ESTO OS SERA POR SEÑAL: HALLAREIS AL NIÑO ENVUELTO EN PAÑALES, ECHADO EN UN PESEBRE». A renglón seguido destellaba la deslumbrante aunque espasmódica «columna de luz» como un relámpago, o quizá Christ Church sufría una carga excesiva de tensión, y Owen era elevado hacia la oscuridad… a veces arrancado hacia la oscuridad, en una ocasión tan velozmente que una de sus alas se le desprendió de la espalda y cayó entre los confundidos pastores.
Lo peor era que Owen debía permanecer en el aire el resto de la función, pues no había forma de bajarlo sin que quedara totalmente iluminado. Para estar oculto en la oscuridad tenía que permanecer suspendido de los cables, encima del bebé echado en el pesebre, encima de los torpes asnos que movían la cabeza afirmativamente, los vacilantes pastores y los desequilibrados reyes que se tambaleaban bajo el peso de sus coronas.
Una pega adicional, decía Owen, era que quien interpretaba a José siempre sonreía… como si José tuviera algún motivo para sonreír.
—¿QUÉ TIENE QUE VER JOSÉ CON TODO ESO? —preguntaba, enfadado—. ¡SUPONGO QUE TIENE QUE ESTAR EN LOS ALREDEDORES DEL PESEBRE, PERO NO DEBERÍA SONREÍR! —y la chica más bonita siempre interpretaba a María—. ¿QUÉ TIENE QUE VER LA BELLEZA CON TODO ESTO? —preguntaba Owen—. ¿QUIEN HA DICHO QUE MARÍA ERA BONITA?
Y los toques individuales que los Wiggin incluían en la función navideña reducían a Owen a incoherentes bufidos de cólera, por ejemplo los niños más pequeños disfrazados de tórtolos. El vestuario era tan absurdo que nadie sabía qué se suponía que eran esos niños; parecían ángeles de fantaciencia, espectaculares formas de vida de otra galaxia, como si los Wiggin hubiesen decidido que al Santo Nacimiento habían asistido (o tendrían que haber asistido) seres de planetas distantes.
—¡NADIE SABE QUE SON ESOS ESTÚPIDOS TÓRTOLOS! —se quejaba Owen.
En cuanto al Niño Jesús propiamente dicho, Owen estaba escandalizado. Los Wiggin insistían en que el Niño Jesús no derramara una sola lágrima, y con este propósito reunían despiadadamente decenas de bebés entre bambalinas; reemplazaban con tanta libertad a los bebés que el Niño Jesús era arrancado del pesebre al primer refunfuño o gorjeo impío y al instante lo sustituía un bebé mudo, o al menos en estado de estupor. Para la tarea de proporcionar un nuevo bebé silencioso al pesebre —en un santiamén—, una extensa fila de adultos amenazantes alargaba el brazo en las tinieblas, más allá del púlpito, detrás del telón púrpura y marrón, bajo la cruz. Estos adultos grandotes y de mano certera, diestros en el manejo de bebés, o como mínimo seguros de que no dejarían caer a un Niño Jesús de movimientos rápidos, estaban totalmente fuera de lugar en el Nacimiento. ¿Eran reyes o pastores? ¿Y por qué eran mucho mayores y robustos que los otros reyes y pastores, aunque no exactamente más que de tamaño natural? Sus vestimentas resultaban infantiles, aunque algunas barbas eran reales, y no parecían gozar del espíritu navideño, sino resignados a cumplir su tarea, como una brigada de bomberos voluntarios con cubos de agua.
Entre bastidores, las madres se atormentaban; la competición por el Niño Jesús de mejor conducta era intensa. Todas las navidades, además del Niño Jesús, la función de los Wiggin daba a luz a muchos miembros nuevos de la hermandad más monstruosa: las madres de artistas. Una vez le dije a Owen que quizá se sentiría mejor situándose «por encima» de estos procedimientos, pero él insinuó que yo y otros miembros de nuestra clase en la escuela dominical éramos parcialmente responsables, en el mejor de los casos, de su humillante elevación. ¿Acaso no habíamos sido nosotros los primeros en alzarlo en el aire? Mrs. Walker, sugería Owen, debía de haberle dado a Barb Wiggin la idea de utilizarlo como ángel aerotransportado.
No es de extrañar que a Owen no le entusiasmara la propuesta de Dan para que hiciera el papel de Tiny Tim.
—CUANDO DIGO «NO TEMÁIS; PORQUE AQUÍ OS DOY NUEVAS DE GRAN GOZO», TODOS LOS BEBES LLORAN Y LOS QUE NO SON BEBES RÍEN. ¿QUÉ CREES QUE HARÁN SI DIGO: «DIOS OS BENDIGA A TODOS»?
Era su voz, por supuesto; podría haber dicho ESTE ES EL FIN DEL MUNDO y la gente también se habría desternillado de risa. Era una tortura para Owen carecer de sentido del humor —sólo era serio— y al mismo tiempo ejercer un efecto cómico sobre las multitudes.
No es de extrañar que comenzara a preocuparse por la función navideña a finales de noviembre, porque en el boletín de servicios del último domingo siguiente a Pentecostés ya publicaron un anuncio: «Cómo participar en la función de Navidad». El primer ensayo estaba programado para después de la reunión anual de la parroquia y de las elecciones de la junta parroquial, casi al comienzo de nuestras vacaciones de Navidad. «¿Qué quieres ser?», preguntaba el sensiblero boletín. «¡Necesitamos reyes, ángeles, pastores, asnos, tórtolos, María, José, bebés, y mucho más!».
—«PADRE, PERDONALOS, PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN» —dijo Owen.
Mi abuela se irritaba si jugábamos en 80 Front Street; en consecuencia, Owen y yo buscábamos la soledad de Waterhouse Hall. Como Dan estaba fuera por las tardes, teníamos todo el edificio casi para nosotros solos. Había cuatro plantas con dormitorios de alumnos, las duchas, urinarios y retretes comunes en cada planta, además del apartamento de un profesor en el extremo del pasillo, también en cada planta. El de Dan estaba en la segunda. El profesor que vivía en el primer piso había ido a pasar las navidades en su tierra, como uno cualquiera de los alumnos. El joven Mr. Peabody, un novato profesor auxiliar de matemáticas y soltero con pocas probabilidades de ascenso en su estado civil, era lo que mi madre habría llamado un «pazguato». Melindroso, tímido y fácil blanco de las bromas de los chicos de su piso, las noches en que tenía guardia en el edificio —las cuatro plantas—, en Waterhouse Hall bullía la revolución. En una de sus noches de guardia, a un chico de primer año lo colgaron de la puerta abierta de la rampa para la ropa sucia del tercer piso, sujetándolo por los talones; sus ahogados aullidos resonaron en toda la vivienda. Al abrir la puerta de la rampa del primer piso, Mr. Peabody se asombró al ver la cara chillona de un joven mirándole fijamente desde dos plantas más arriba.
Y reaccionó en una forma digna de Mrs. Walker.
—¡Van Arsdale! —gritó hacia lo alto—. ¡Sal de la rampa de la ropa sucia! ¡Cálmate, muchacho! ¡Pon los pies en el suelo!
Al pobre Mr. Peabody nunca se le pasó por la imaginación que a ese Van Arsdale lo estaban sujetando firmemente de los tobillos dos brutales defensas del equipo de fútbol de Gravesend, que lo torturaban diariamente.
O sea que Mr. Peabody se había ido a casa de sus padres, lo que dejaba el primer piso libre de autoridades; el fanático de Educación Física del tercero —Mr. Tubulari, entrenador de atletismo y carreras— también pasaba fuera las navidades. Al igual que Mr. Peabody, era soltero, y había insistido en ocupar la última planta… por razones de salud; según decía le encantaba correr escaleras arriba. Recibía muchas visitas del sexo femenino y cuando éstas llevaban faldas, los alumnos disfrutaban observándolas subir y bajar las escaleras desde los pisos más bajos. Las noches que Waterhouse Hall sufría su guardia, los alumnos se comportaban impecablemente. Mr. Tubulari era rápido y silencioso; estaba especializado en pescar a los chicos «con las manos en la masa», en cualquier masa: luchando con crema de afeitar, fumando en los dormitorios, incluso masturbándose. Cada planta tenía asignado un cuarto común —sala de colillas, lo llamaban— para los fumadores; pero fumar en los dormitorios estaba prohibido —como el sexo en todas sus formas, el alcohol en todas sus formas, y los fármacos no recetados por el médico de la escuela. Mr. Tubulari tenía sus reservas hasta con las aspirinas. Según Dan, ahora se había ido para competir en algún agotador encuentro atlético, de hecho un pentatlón de las más duras actividades invernales, un «invernatlón», lo había llamado Mr. Tubulari. Dan Needham detestaba las palabras inventadas y comenzó a alborotar en torno a la clase de encuentros invernales en que estaba participando su colega; el fanático había ido a Alaska, o tal vez a Minnesota.
Dan nos entretuvo a Owen y a mí describiendo el pentatlón de Mr. Tubulari, su «invernatlón».
—La primera prueba —dijo Dan Needham— es algo saludable, como partir un atado de troncos… y te quitan puntos si se te rompe el hacha. Luego tienes que correr quince kilómetros hundido en la nieve, o caminar cuarenta y cinco con raquetas. Después practicas un agujero en el hielo y acarreando el hacha nadas un kilómetro y medio sumergido en un lago congelado, y haces otro agujero para salir por la orilla opuesta. A continuación construyes un iglú, para entrar en calor. Después viene el trineo con perros. Tú tiras de un trineo lleno de perros, desde Anchorage hasta Chicago. Entonces construyes otro iglú, para echarte a descansar.
—SON SEIS PRUEBAS —puntualizó Owen—. EN UN PENTATLÓN SÓLO ENTRAN CINCO.
—Entonces olvidemos el segundo iglú —contestó Dan Needham.
—ME GUSTARÍA SABER QUE HARÁ MISTER TUBULARI EN NOCHEVIEJA —dijo Owen.
—Zumo de zanahorias —respondió Dan mientras se servía otro whisky—. Míster Tubulari se prepara su propio zumo de zanahorias.
Fuera como fuese, Mr. Tubulari no estaba. Cuando Dan se iba por la tarde, Owen y yo controlábamos totalmente los tres pisos superiores de Waterhouse Hall. En la planta baja sólo teníamos que vérnoslas con los Brinker-Smith, que no nos planteaban problemas… si no alborotábamos mucho. Los Brinker-Smith, un joven matrimonio británico, habían tenido gemelos pocos meses atrás; estaban totalmente dedicados, casi siempre con alegría, a la forma de sobrevivir con mellizos. Mr. Brinker-Smith, que era biólogo, también se consideraba inventor. Había inventado una silla alta biplaza, un cochecillo biplaza y un balancín biplaza, este último colgado del dintel de una puerta, donde los gemelos colgaban como monos de una enredadera, en estrecha proximidad entre sí, suficiente para tirarse de los pelos. En la silla alta biplaza, solían arrojarse comida a la cara mutuamente, por lo que Mr. Brinker-Smith improvisó un muro entre ambos, demasiado alto para que se arrojaran la comida de un lado a otro. No obstante, cada uno de los gemelos golpeaba el muro para cerciorarse de que el otro seguía allí, y lo manchaba con papilla, casi como una forma de pintura con los dedos: una comunicación prealfabeta entre hermanos. Mr. Brinker-Smith consideraba «fascinantes» los métodos que empleaban los mellizos para desbaratar sus diversas invenciones; era un auténtico científico: para él, los fracasos de sus experimentos eran casi tan interesantes como sus éxitos, y su decisión de seguir adelante con nuevos inventos inspirados en los gemelos era resuelta.
Por su lado, Mrs. Brinker-Smith parecía un tanto fatigada. Era demasiado bonita para dar la impresión de estar derrumbada; su agotamiento a causa de los mellizos —y de los inventos de Mr. Brinker-Smith para llevar una vida mejor con ellos— se manifestaba en ataques de distracción tan pronunciados que Owen, Dan y yo sospechábamos que era sonámbula. No nos veía, literalmente. Se llamaba Ginger, como el jengibre, en alusión a su atractivas pecas y a su cabellera pelirroja; fue objeto de las fantasías lujuriosas de los alumnos de Gravesend, tanto antes como después de mi época en la academia; dada la imperiosa necesidad de los chicos de Gravesend por entregarse a fantasías lujuriosas, creo que Ginger Brinker-Smith era vista como un objeto sexual incluso embarazada de los gemelos. Pero para Owen y para mí —durante las navidades del 53—, el aspecto de Mrs. Brinker-Smith apenas era levemente seductor; daba la impresión de que dormía con la ropa puesta, y estoy seguro de que así era. En cuanto a su legendaria voluptuosidad, de la que más adelante yo guardaría un recuerdo tan firme como el de cualquier chico de Gravesend, quedaba bastante oculta por las enormes blusas sueltas que usaba y que sin duda facilitaban un aumento de la velocidad a que era capaz de abrirse el sostén para amamantar. Siguiendo la tradición europea —extrañamente incrementada con su traslado a New Hampshire—, parecía empeñada en amamantar a los gemelos hasta que tuvieran edad suficiente para ir solos a la escuela.
Los Brinker-Smith eran entusiastas de la lactancia natural, como ponía en evidencia el uso demostrativo que de su mujer hacía Mr. Brinker-Smith en sus clases de biología. Maestro muy querido, de métodos liberales no del todo digeridos por los miembros más cerriles del profesorado de Gravesend, Mr. Brinker-Smith aprovechaba todas las oportunidades que tenía de llevar «la vida», como decía él, al aula. Ello incluía el sorprendente espectáculo de Ginger alimentando a los gemelos, experiencia que lamentablemente se agotó en los estudiantes de biología de Gravesend, en el sentido de que ocurrió antes de que Owen y yo estuviéramos en edad de ir a la academia.
De cualquier modo, Owen y yo no temíamos a la interferencia de los Brinker-Smith mientras investigábamos los dormitorios de la planta baja de Waterhouse Hall; en realidad, nos decepcionó verlos tan poco durante aquellas navidades, ya que fantaseábamos con que podíamos vernos recompensados con un vislumbre de Ginger Brinker-Smith en el acto de amamantar. Incluso en ocasiones deambulábamos por el pasillo de la planta baja, con la remota esperanza de que Mr. Brinker-Smith abriera la puerta de su apartamento, nos viera allí —evidentemente sin propósitos educativos— y nos invitara a entrar para que viéramos cómo su mujer amamantaba a los gemelos. Pero ¡ay!, no lo hizo.
Un día glacial, Owen y yo acompañamos a Mrs. Brinker-Smith al supermercado, turnándonos para empujar a los gemelos, abrigados de la cabeza a los pies en su biplaza, e incluso cargamos con las compras hasta su apartamento, después de un trayecto con un tiempo tan inclemente que podría haberse clasificado como quinta prueba del pentatlón invernal de Mr. Tubulari. ¿Sacó Mrs. Brinker-Smith sus pechos y se ofreció a amamantar a sus gemelos delante de nosotros? ¡Ay!, no lo hizo.
Así las cosas, a Owen y a mí sólo nos quedaba descubrir qué guardaban en sus habitaciones los chicos de la escuela que habían ido a pasar las navidades con su familia. Cogimos la llave maestra de Dan Needham del gancho de la cocina contiguo al del abrelatas; empezamos por los dormitorios del tercer piso. La emoción de Owen con nuestro trabajo detectivesco era intensa; entraba en cada habitación como si el ocupante no estuviera lejos, sino escondido debajo de la cama o en el armario… con un hacha en la mano. Y no había forma de meterle prisa a Owen, ni siquiera en el dormitorio más aburrido. Registraba todos los cajones, examinaba todas las prendas de ropa. Se sentaba en todas las sillas de todos los escritorios, se tumbaba en todas las camas, siempre como último acto en cada una de las habitaciones: se tendía en la cama, cerraba los ojos, contenía el aliento. Sólo cuando retomaba la respiración normal pronunciaba su opinión sobre el ocupante: era feliz o desdichado en la academia, posiblemente estaba perturbado por acontecimientos distantes que ocurrían en su hogar o que habían ocurrido en el pasado. Owen siempre reconocía cuándo no lograba desvelar el misterio del ocupante de un dormitorio.
—¡ESTE TIPO ES UN VERDADERO MISTERIO! —decía—. DOCE PARES DE CALCETINES, NINGUNA PRENDA INTERIOR, DIEZ CAMISAS, DOS PANTALONES, UNA CHAQUETA DEPORTIVA, UNA CORBATA, DOS PALOS DE VILORTA, NINGUNA PELOTA, NINGUNA FOTO DE CHICAS, NINGÚN RETRATO FAMILIAR, NINGÚN ZAPATO.
—Tiene que tener puestos los zapatos —apunté.
—SOLO UN PAR —aclaró Owen.
—Envió un montón de ropa a la tintorería antes de salir de vacaciones —dije.
—NO SE ENVÍAN ZAPATOS A LA TINTORERÍA, NI RETRATOS DE FAMILIA —razonó Owen—. UN VERDADERO MISTERIO.
Aprendimos dónde debíamos buscar las revistas porno o las fotos verdes: entre el colchón y el elástico de la cama. Algunas LE PONÍAN LA PIEL DE GALLINA a Owen. En aquellos tiempos, esas fotos eran perturbadoramente confusas… o decepcionantemente claras; en esta última categoría figuraban los calendarios con chicas en bañador. Las imágenes de variedad más perturbadora tenían la calidad de las instantáneas que toman los chicos desde un coche en marcha; las propias mujeres parecían detenidas en sus movimientos y no en pose, como si hubieran estado haciendo algo a toda prisa en el momento en que las captó la cámara. Los actos que realizaban tampoco eran claros; por ejemplo, una mujer inclinada sobre un hombre sin propósito fijo, como si estuviese a punto de ejercer violencia en un cadáver impotente. Las partes pudendas de las mujeres solían estar desdibujadas por el vello púbico —algunas nos sorprendían, pues tenían más del que Owen y yo considerábamos posible— y sus pezones quedaban ocultos de la vista por las franjas negras de la censura. Al principio creíamos que esas franjas eran instrumentos de tortura: nos chocaban como más amenazantes que la desnudez total. La desnudez propiamente dicha era amenazadora… en gran parte debido a que las mujeres no eran bonitas o que sus expresiones serias y preocupadas juzgaban severamente su propia desnudez.
Muchas fotos y revistas estaban parcialmente destruidas por los efectos del peso de los chicos que, acostados, las aplastaban contra los resortes metálicos cubiertos de óxido; en ocasiones, en los cuerpos de las mujeres quedaba impreso un tatuaje en espiral, como si los viejos resortes hubieran grabado en su carne una siniestra versión de la espiral descendente de la lascivia propiamente dicha.
La presencia de pornografía nublaba, por supuesto, la opinión que se formaba Owen del ocupante de cada dormitorio; cuando se tendía en la cama con los ojos cerrados y por fin exhalaba el aliento largo tiempo contenido, decía:
—NO ES FELIZ. ¿QUIEN DIBUJA UN BIGOTE EN LA CARA DE SU MADRE Y LANZA DARDOS A LA FOTO DE SU PADRE? ¿QUIEN SE ACUESTA PENSANDO EN HACERLO CON PASTORES ALEMANES? ¿Y PARA QUE ESTA ESA CORREA DE PERRO EN EL ARMARIO? ¿Y EL COLLAR CONTRA LAS PULGAS EN EL CAJÓN DEL ESCRITORIO? NO ESTA PERMITIDO TENER ANIMALES DOMÉSTICOS EN EL DORMITORIO, ¿VERDAD?
—A lo mejor se le murió el perro durante el verano —sugerí—. Guardó como recuerdo la correa y el collar antipulgas.
—SEGURO —dijo Owen—. Y SUPONGO QUE SU PADRE ATROPELLO AL PERRO. SUPONGO QUE SU MADRE LO HIZO CON EL PERRO.
—Sólo son cosas —insistí—. ¿Qué podemos saber realmente del chico que vive aquí?
—NO ES FELIZ —reiteró Owen.
Pasamos toda una tarde investigando los dormitorios del tercer piso; Owen era tan sistemático en sus métodos de registro, tan lento en dejar todo exactamente donde lo había encontrado, como si los alumnos de Gravesend Academy fueran iguales a él, como si sus habitaciones fueran tan intencionales como el museo en que él había transformado su propio dormitorio. Su conducta en esas habitaciones recordaba la investigación de un santo en una catedral llena de antigüedades, como si allí pudiera adivinar alguna intención inmemorial y sagrada.
Owen consideró felices a muy pocos internos. Esos pocos, en su opinión, eran aquéllos cuyo espejo de la cómoda estaba bordeado de fotos familiares y de novias auténticas (podrían haber sido hermanas). Quien guardaba calendarios de mujeres en bañador quizás era feliz o rondaba la felicidad, pero los que habían recortado fotos de modelos en ropa interior y ligueros del catálogo de Sears eran como mínimo parcialmente desdichados… y no se salvaba nadie que guardara fotos de mujeres totalmente desnudas. Cuanto más vello púbico tenían, más desgraciado era ese chico; cuanto más tapados estaban los pezones con la franja de la censura, más infeliz era el interno.
—¿CÓMO PUEDES SER DICHOSO SI TE PASAS LA VIDA PENSANDO EN HACERLO?
Yo prefería pensar que las habitaciones que registrábamos eran fruto de la casualidad y menos reveladoras de lo que Owen imaginaba; al fin y al cabo, se suponía que hacían las veces de celdas monásticas de becarios en tránsito; estaban entre un nido y una habitación de hotel, no eran moradas naturales, y lo que allí encontrábamos correspondía a un desorden azaroso y una uniformidad deprimente. Hasta las fotos de ases del deporte y estrellas del cine eran las mismas de una habitación a otra; y de un chico a otro chico a menudo había un apunte similar de algo que echaban de menos de la vida en su hogar: la foto de un coche, con el chico orgulloso al volante (a los internos de Gravesend no se les permitía conducir ni pasear en coche); la foto de un patio trasero perfectamente sencillo, o incluso la instantánea de un momento tan profundamente personal —una silueta irreconocible alejándose de la cámara, de espaldas al observador— que la esencia de la foto quedaba encerrada a cal y canto en un recuerdo íntimo. Cuando Owen le dijo a mi madre que las residencias de estudiantes eran NOCIVAS se refería a estas celdas, con su terrible mismidad de la nostalgia de cada chico por su hogar y del caos que significaba viajar.
Desde la muerte de mi madre, Owen había insinuado que la fuerza más firme que lo obligaba a asistir a Gravesend Academy —concretamente la insistencia de mi madre— había desaparecido. Aquellas habitaciones nos permitieron imaginar en qué nos convertiríamos nosotros: aunque no exactamente internos (porque yo seguiría viviendo con Dan y mi abuela, y Owen en su casa), igualmente albergaríamos semejantes secretos, semejante desorden apenas contenido, incluso semejante lujuria que estos pobres residentes de Waterhouse Hall. Lo que estábamos indagando cuando registramos esos dormitorios era nuestra vida futura, y en consecuencia fue astuto de su parte hacer que ocupáramos en ello tanto tiempo.
En una habitación del segundo piso, Owen descubrió los profilácticos; todo el mundo los llamaba «gomas», pero en Gravesend, New Hampshire, los llamábamos «piel de escarabajo». Ignoro el origen de la expresión; técnicamente, una «piel de escarabajo» era un condón usado, más específicamente el que se encuentra en un aparcamiento, o arrojado por las aguas a una playa, o flotando en el urinario de un autocine. Creo que sólo éstos eran auténticas «pieles de escarabajo»: condones viejos y muy usados que se te aparecían de sopetón en los lugares públicos.
Fue en una habitación del segundo piso, ocupada por Potter, un estudiante del último curso —del que Dan era tutor—, donde Owen encontró más de media docena de profilácticos, con su envoltorio de estaño, no muy hábilmente escondidos en el compartimiento para calcetines de los cajones de la cómoda.
—¡PIELES DE ESCARABAJO! —gritó y los dejó caer al suelo; retrocedimos. Nunca habíamos visto gomas sin usar y en su envase original.
—¿Estás seguro? —le pregunté.
—PIELES DE ESCARABAJO SIN ESTRENAR —me dijo Owen—. LOS CATÓLICOS PROHÍBEN LOS ANTICONCEPTIVOS —agregó—. LOS CATÓLICOS SON CONTRARIOS AL CONTROL DE LA NATALIDAD.
—¿Por qué? —le pregunté.
—DA IGUAL —replicó—. YA NO TENGO NADA QUE VER CON LOS CATÓLICOS.
—Vale —dije.
Intentamos deducir si Potter sabría exactamente cuántas pieles de escarabajo tenía en el cajón de los calcetines, para resolver si se daría cuenta en el caso de que abriéramos uno de los envoltorios de estaño y examináramos el condón, que por supuesto no podríamos volver a meter en su envase; tendríamos que tirarlo. ¿Lo echaría de menos Potter? Esa era la cuestión. Owen decidió que lo sabríamos llevando a cabo una investigación de lo organizado que era Potter como interno. ¿Estaba toda su ropa interior en un cajón, guardaba las camisetas dobladas, sus zapatos formaban una línea recta en el piso del armario, estaban separados entre sí sus chaquetas, camisas y pantalones, todas las perchas miraban hacia el mismo lado, guardaba juntos las plumas y los lápices, los clips estaban en un recipiente, tenía abierto más de un tubo de dentífrico, las cuchillas de afeitar estaban en un lugar seguro, tenía un colgadero para corbatas o las guardaba descuidadamente? ¿Y tenía pieles de escarabajo porque las usaba… o para fanfarronear?
En el armario de Potter, hundida en una de sus botas de excursionismo, descubrimos una botella de Jack Daniel’s Old N.° 7, Black Label; Owen decidió que si Potter corría el riesgo de tener una botella de whisky en su habitación, no guardaba las pieles de escarabajo para fanfarronear. Si las usaba con cierta frecuencia, supusimos que no echaría a faltar una.
El examen de la piel de escarabajo fue una ocasión solemne; no era de las que vienen lubricadas —ni siquiera estoy seguro de que hubiera gomas lubricadas cuando Owen y yo teníamos once años— y con cierta dificultad, además de algún dolor, nos turnamos para envolver con ella nuestros diminutos penes. Nos resultaba especialmente difícil imaginar esta época de nuestro futuro cercano pero ahora comprendo que el ritual que representamos en el atrevido dormitorio de Potter también tuvo el significado de una rebelión religiosa para Owen Meany: fue casi una afrenta más para los católicos de quienes, según sus propias palabras, había ESCAPADO.
Fue una lástima que Owen no pudiese escapar a la función navideña del reverendo Dudley Wiggin. El primer ensayo, en la nave de la iglesia, se hizo el segundo domingo de Adviento y siguió a una celebración de la Sagrada Eucaristía. Nos vimos demorados en la conversación sobre nuestros papeles porque nos precedió el informe de la Asociación de Mujeres, cuyas integrantes querían decir que el Día de Silencio que habían programado para comienzos del Adviento fue un éxito, que las meditaciones y el posterior período de silencio para reflexionar habían sido bien recibidos. Mrs. Walker, cuyo período como miembro de la junta parroquial estaba a punto de expirar —lo que le daría más energía aún para sus tiranías en la escuela dominical—, se quejó de que estaba flaqueando la asistencia nocturna al estudio de la Biblia para adultos.
—Bueno, ya sabes que todo el mundo tiene mucho trajín en navidades —dijo Barb Wiggin, impaciente por organizar el reparto de la función navideña, y contraria a tenernos esperando a los asnos y tórtolos en ciernes. Percibí la irritación anticipada que sentía Owen delante de Barb Wiggin.
Ciega a su animosidad, Barb Wiggin comenzó —como había comenzado, por cierto, el sagrado acontecimiento propiamente dicho— por el Angel Anunciador.
—Bien, todos sabemos quién es nuestro Angel Descendente —nos dijo.
—YO NO —dijo Owen.
—¡¿Por qué, Owen?! —exclamó Barb Wiggin.
—PONGA A OTRO EN EL AIRE —respondió Owen—. TAL VEZ LOS PASTORES PODRÍAN LIMITARSE A CONTEMPLAR LA COLUMNA DE LUZ. LA BIBLIA DICE QUE EL ÁNGEL DEL SEÑOR SE APARECIÓ A LOS PASTORES, NO A TODA LA CONGREGACIÓN. Y USE A ALGUIEN QUE TENGA UNA VOZ DE LA QUE NO SE RÍAN TODOS —concluyó, cerrando la boca mientras todos reían.
—Pero Owen… —insistió Barb Wiggin.
—No, no, Barbara —terció Mr. Wiggin—. Si Owen está cansado de ser el ángel, deberíamos respetar sus deseos… ésta es una democracia —añadió con poca convicción. La antigua azafata miró airada a su antiguo piloto, como si el hombre hubiese hablado y pensado con carencia del suficiente oxígeno.
—Y OTRA COSA —agregó Owen—. JOSÉ NO DEBERÍA SONREÍR.
—¡Por supuesto que no! —coincidió el rector sinceramente—. No tenía idea de que todos estos años hubiésemos estado aguantando a un José sonriente.
—¿Y quién piensas que haría bien el papel de José, Owen? —preguntó Barb Wiggin, sin la afabilidad proverbial de las azafatas.
Owen me señaló; ser escogido tan silenciosamente, con la autoridad propia de Owen, me erizó los pelos de la nuca; años más tarde, pensé que había sido elegido por el Elegido. Pero aquel segundo domingo de Adviento, en la nave de Christ Church, me enfurecí con Owen… una vez que se me relajaron los pelos de la nuca. ¡Qué personaje tan poco inspirador el de José, ese seguidor desventurado, ese suplente, ese mero acompañante!
—Normalmente seleccionábamos primero a María —dijo Barb Wiggin—. Después dejábamos que María eligiera a su José.
—Bien, este año podemos dejar que José elija a su María —dijo el reverendo Dudley Wiggin—. ¡No debemos temer el cambio! —agregó cordialmente, pero su mujer no le hizo caso.
—Normalmente empezábamos por el ángel —insistió Barb Wiggin—. Todavía no tenemos al ángel. Tenemos a José antes que a María y no tenemos ángel —repitió. (Las azafatas son personas ordenadas, que sienten un gran alivio siguiendo una rutina conocida.)
—Bien, ¿quién quiere estar suspendido en el aire este año? —preguntó el rector—. Háblales del panorama que se ve desde allá arriba, Owen.
—A VECES EL ARTEFACTO QUE TE MANTIENE EN EL AIRE TE DEJA MIRANDO PARA EL LADO QUE NO CORRESPONDE —advirtió Owen a los ángeles en potencia—. A VECES EL ARNÉS SE TE CLAVA EN LA PIEL.
—Estoy seguro de que eso podremos remediarlo, Owen —dijo el rector.
—CUANDO SUBES Y QUEDAS FUERA DE LA «COLUMNA DE LUZ», ALLÁ ARRIBA REINA LA OSCURIDAD.
Ningún ángel en potencia levantó la mano.
—Y EL PARLAMENTO A MEMORIZAR ES LARGUÍSIMO —prosiguió Owen—. YA SABÉIS: «NO TEMÁIS; PORQUE HE AQUÍ QUE OS DOY NUEVAS DE GRAN GOZO… QUE OS HA NACIDO… EN LA CIUDAD DE DAVID, UN SALVADOR, QUE ES CRISTO EL SEÑOR…».
—Lo sabemos, Owen, lo sabemos —se impacientó Barb Wiggin.
—NO ES FÁCIL —reiteró Owen.
—Quizá deberíamos elegir a nuestra María y volver más tarde al ángel —sugirió el reverendo Wiggin.
Barb Wiggin se retorció las manos.
Pero si pensaban que yo sería tan imbécil como para elegir a mi María, se equivocaban; escoger a María era ponerme en una situación perdedora. ¿Qué dirían de mí y de la chica que eligiera? ¿Y qué pensarían de mí las que no seleccionara?
—MARIBETH BAIRD NUNCA HA HECHO DE MARÍA —dijo Owen—. SI LO HACE ESTE AÑO, MARÍA SERA MARÍA.
—¡José es quien elige a María! —exclamó Barb Wiggin.
—SOLO ERA UNA SUGERENCIA.
¿Cómo podía negársele el papel a Maribeth Baird ahora que le había sido ofrecido? Maribeth era una niña pelma, tímida, torpe y fea.
—He sido tórtola tres veces —murmuró.
—ESA ES OTRA CUESTIÓN. NADIE SABE QUE SON LOS TÓRTOLOS —declaró Owen.
—Ya está bien, ya está bien… una cosa por vez —intervino Dudley Wiggin.
—¡Primera: José, elige a María! —se apresuró a decir Barb Wiggin.
—Maribeth Baird me parece bien —murmuré.
—¡Entonces María será María! —dijo Mr. Wiggin. Maribeth Baird se tapó la cara con las manos. Barb Wiggin también—. Ahora, Owen, ¿qué querías decir sobre los tórtolos? —preguntó el rector.
—¡Que esperen los tórtolos! —saltó Barb Wiggin—. Necesito un ángel.
Ex reyes y expastores guardaron silencio; ningún exasno dio un paso al frente… y eso que los asnos tenían dos partes y los cuartos traseros nunca veían la función. Ni siquiera los excuartos traseros de los asnos se ofrecieron voluntariamente para hacer de ángel. Ni siquiera los extórtolos se ofrecieron para ese personaje.
—El ángel es muy importante —apuntó el rector—. Hay un aparato especial sólo para levantarlo y bajarlo, y durante un rato ocupa él solo la «columna de luz». ¡Todos los ojos están puestos en el ángel!
Ningún niño de Christ Church pareció tentado a interpretar al ángel con la idea de que todos los ojos estarían puestos en él. En el fondo de la nave, más insignificante aún que de costumbre por su proximidad al gigantesco cuadro La convocatoria de los Doce, el gordito Harold Crosby parecía disminuido por la imagen de Jesús nombrando a sus discípulos; rara vez todos los ojos se deleitaban con la vista del gordito Harold Crosby, que no era lo bastante grotesco como para que le tomaran el pelo —o notaran su presencia—, pero sí lo bastante repugnante para ser rechazado toda vez que llamaba la más mínima atención sobre sí mismo. En consecuencia, Harold Crosby se abstuvo. Se inclinaba en su silla hacia atrás, ocupaba el último puesto en la fila, sólo hablaba cuando le dirigían la palabra, quería que lo dejaran en paz, y casi siempre lo dejaban. Durante varios años había interpretado a la perfección el trasero de un asno, y estoy seguro de que era el único papel que le interesaba. Noté que se ponía nervioso por el silencio que siguió a la solicitud de un ángel por parte del reverendo Mr. Wiggin; con toda probabilidad los encumbrados retratos de los discípulos en su cercanía hacían que se sintiera incómodo, o de lo contrario temía que —ante la falta de voluntarios— el rector eligiera a un ángel entre los niños acobardados, ¿y qué haría él (que Dios no lo permita) si lo elegía?
Harold Crosby inclinó su silla hacia atrás y cerró los ojos; o era un método de ocultamiento aprendido de los avestruces, o Harold imaginó que si parecía dormido nadie le pediría que fuese algo más que el trasero de un asno.
—Alguien tiene que ser el ángel —sentenció Barb Wiggin, amenazadora. Entonces Harold Crosby cayó hacia atrás con la silla; empeoró las cosas cuando trató de recuperar el equilibrio agarrándose del marco de la inmensa pintura La convocatoria de los Doce; se ve que volvió a pensar en lo que sería quedar aplastado bajo el peso de los discípulos de Cristo y se dejó caer libremente. Como casi todo lo que le ocurría a Harold Crosby, la caída resultó más llamativa por su torpeza que por alguna cuestión intrínsecamente espectacular. Al margen de estas dificultades, sólo el rector fue lo bastante insensible como para confundir su torpeza con una oferta voluntaria:
—¡Muy bien, Harold! ¡He ahí un niño valiente!
—¿Qué? —preguntó Harold Crosby.
—Ahora ya tenemos a nuestro ángel —dijo Mr. Wiggin alegremente—. ¿Qué falta ahora?
—Me dan miedo las alturas —confesó Harold Crosby.
—¡Tanto más valiente de tu parte! —replicó el rector—. No hay mejor momento que el presente para enfrentar nuestros temores.
—Pero la grúa… —dijo Barb Wiggin a su marido—. El aparato… —comenzó a decir, pero él la silenció con un ademán admonitorio. Supongo que no querrás hacer que el pobre chico se sienta peor a causa de su gordura, quería decir la mirada que el rector dirigió a su mujer; sin duda los cables y el arnés son suficientemente fuertes. Barb Wiggin volvió a mirar airada a su marido.
—AHORA LOS TÓRTOLOS —dijo Owen y la mujer del rector cerró los ojos; no inclinó su silla hacia atrás, pero se aferró al asiento con ambas manos.
—Sí, Owen, ¿qué era eso de los tórtolos? —inquirió el reverendo Wiggin.
—PARECEN SERES INTERPLANETARIOS —afirmó Owen—. NADIE SABE QUE SE SUPONE QUE SON.
—¡Son palomas! —dijo Barb Wiggin—. Todo el mundo sabe qué son las palomas.
—SON PALOMAS GIGANTES —aclaró Owen—. TAN GRANDES COMO MEDIO ASNO. ¿QUÉ CLASE DE PÁJARO ES ESE? ¿UN PÁJARO MARCIANO? DE HECHO, RESULTAN MÁS BIEN ATERRADORAS.
—No todos pueden ser rey, o pastor, o asno, Owen —dijo el rector.
—PERO NADIE ES LO BASTANTE PEQUEÑO PARA HACER DE TORTOLO —insistió Owen—. Y NADIE SABE QUE SIGNIFICAN TODAS ESAS SERPENTINAS DE PAPEL.
—¡Son plumas! —gritó Barb Wiggin.
—PUES LOS TÓRTOLOS PARECEN BICHOS QUE HUBIERAN SIDO ELECTROCUTADOS.
—Bien, supongo que había otros animales en el pesebre —conjeturó el rector.
—¿Harás tú los disfraces? —le preguntó Barb Wiggin.
—Bien… bien —vaciló el reverendo.
—LAS VACAS SE LLEVAN BIEN CON LOS ASNOS —sugirió Owen.
—¿Vacas? —se asombró el rector—. Bien, bien…
—¿Quién hará los disfraces de las vacas? —quiso saber Barb Wiggin.
—¡Yo! —propuso Maribeth. Con anterioridad, nunca se había ofrecido voluntariamente para hacer nada; era evidente que su elección como Virgen María la había dotado de energía, le había hecho creer que era capaz de realizar milagros, o como mínimo trajes de vacas.
—¡Felicitaciones, María! —exclamó el rector.
Pero Barb Wiggin y Harold Crosby cerraron los ojos; Harold tenía mal aspecto; parecía estar conteniendo una vomitera y su cara adquirió el matiz verde lima de la hierba donde apoyaban los pies los discípulos de Cristo, que se cernían sobre él.
—OTRA COSA. —Prestamos toda nuestra atención a Owen Meany—. EL NIÑO JESÚS —dijo y todos asentimos aprobadoramente.
—¿Qué pasa con el Niño Jesús? —preguntó Barb Wiggin.
—TODOS ESOS BEBES QUE ESPERAN —dijo Owen—. SOLO PARA QUE UNO ESTE TUMBADO EN EL PESEBRE SIN LLORAR, ¿TENEMOS QUE TENER AQUÍ A TODOS ESOS BEBES?
—Lo dice la canción, Owen —lo instruyó el rector—. «El Señor Jesucristo no llora».
—DE ACUERDO, DE ACUERDO. PERO SE OYE LLORAR A TODOS ESOS BEBES. INCLUSO ESTANDO ENTRE BASTIDORES SE LOS OYE. ¡Y ESA MULTITUD DE ADULTOS! —exclamó—. ESOS HOMBRES QUE SE PASAN LOS BEBES DE MANO EN MANO. SON TAN GRANDOTES QUE SE VEN RIDÍCULOS. HACEN QUE NOSOTROS PAREZCAMOS RIDÍCULOS.
—¿Conoces a algún bebé que no llore, Owen? —le preguntó Barb Wiggin y, por supuesto, en cuanto abrió la boca supo que Owen la había hecho caer en la trampa.
—CONOZCO A ALGUIEN QUE CABE EN LA CUNA —dijo Owen—. ALGUIEN LO BASTANTE MENUDO PARA PARECER UN BEBE. ALGUIEN LO BASTANTE MAYOR PARA NO LLORAR.
¡Maribeth Baird no pudo contenerse!
—¡Owen puede ser el Niño Jesús! —chilló. Owen Meany sonrió y se encogió de hombros.
—PUEDO CABER EN LA CUNA —dijo modestamente.
Harold Crosby tampoco pudo contenerse: vomitó. Pero lo hacía con tanta frecuencia que pasó casi inadvertido, especialmente ahora que Owen contaba con nuestra atención unánime.
—¡Y además podremos alzarlo! —exclamó Maribeth, exaltada.
—¡Nunca hemos alzado al Niño Jesús! —le hizo notar Barb Wiggin.
—Bien, quiero decir si tenemos que alzarlo, si queremos… —agregó Maribeth.
—BIEN, SI TODO EL MUNDO INSISTE EN QUE LO HAGA, SUPONGO QUE PODRE —dijo Owen.
—¡Sí! —gritaron reyes y pastores.
—¡Que lo haga Owen! —pidieron los asnos y las vacas… ahora extórtolos.
Fue una decisión bastante popular, pero Barb Wiggin miró a Owen como si estuviera modificando su opinión de lo «mono» que era, y el rector lo observó con una objetividad totalmente fuera de lugar en el caso de un expiloto. El reverendo Mr. Wiggin, veterano de tantas funciones navideñas, contempló a Owen Meany con profundo respeto, como si hubiese visto ir y venir al Niño Dios, pero nunca hubiese encontrado antes a un pequeño Señor Jesucristo tan perfecto para ese papel.
En el segundo ensayo de la función, Owen decidió que la cuna, en la que cabía —aunque muy apretujado—, era innecesaria e incluso incorrecta. Dudley Wiggin basaba su concepción de la conducta del Niño Jesús en el villancico «Allá en el pesebre», que sólo tiene dos estrofas.
Fue este villancico el que convenció al reverendo Mr. Wiggin de que el Niño Jesús no debe llorar.
La vaca mugiendo despierta al Señor,
Mas no llora el Niño, pues es puro amor.
Si Mr. Wiggin adjudicaba tanta importancia a la segunda estrofa de «Allá en el pesebre», argumentó Owen, también debíamos aprender de la primera.
Allá en el pesebre, do nace Jesús,
El lecho de paja nos vierte gran luz.
—SI DICE QUE ES PAJA, ¿POR QUÉ TENEMOS UNA CUNA? —preguntó Owen, a quien evidentemente constreñía la cuna—. «ESTRELLAS LEJANAS ASOMADAS AL CIELO MIRARON AL SEÑOR JESUCRISTO DORMIDO EN EL HENO» —cantó Owen.
Así, Owen volvió a salirse con la suya; «en el heno» debía acostarse, y procedió a acomodar todo lo que había en el pesebre de manera en que se asegurase la máxima comodidad y las suficientes elevación e inclinación hacia el público… para que nadie dejara de verlo.
—OTRA COSA —nos dijo a todos—. ¿HABÉIS NOTADO QUE LA CANCIÓN DICE «LA VACA MUGIENDO»? ENTONCES ESTA MUY BIEN QUE TENGAMOS VACAS. LOS TÓRTOLOS NO PODRÍAN MUGIR.
Si vacas era lo que teníamos, correspondían a una variedad cuya identificación exigía tanta imaginación como habían exigido los tórtolos. Los disfraces de vaca que hizo Maribeth Baird podían estar inspirados en su elevada condición de Virgen María, pero la Santa Madre no había ofrecido asistencia divina ni destreza divina para la confección del vestuario. Maribeth parecía sumamente confundida por todas las imágenes de Navidad; sus vacas no sólo tenían cuernos, sino cornamenta, auténticos percheros más propios de los renos, en los que debía de haberse inspirado. Para colmo, la cornamenta era ligera, estaba hecha con un material blando y por tanto los sorprendentes «cuernos» caían siempre sobre las caras de las vacas propiamente dichas, anulando del todo su ya defectuosa visión y provocando más confusión de la habitual en el Nacimiento: vacas que se pisaban entre sí, vacas que tropezaban con asnos, vacas que derribaban a reyes y pastores.
—Las vacas, si es que son eso —observó Barb Wiggin—, deberían quedarse en su lugar, y no moverse de allí. No nos gustaría nada que pisotearan al Niño Jesús, ¿verdad? —un destello delirante en la mirada de Barb Wiggin produjo la impresión de que consideraba que pisotear al Niño Jesús se inscribiría en la categoría de un acontecimiento divino, pero Owen, siempre preocupado de que no lo pisaran, y más ahora que estaba echado e impotente en el heno, se hizo eco de la inquietud de Barb Wiggin por las vacas.
—NO LO OLVIDÉIS, VACAS. SE SUPONE QUE DEBÉIS MUGIR, NO PASEAR.
—No quiero que las vacas mujan ni que paseen —apostilló Barb Wiggin—. Quiero que se oigan bien los cantos y la lectura de la Biblia. Nada de mugidos.
—EL AÑO PASADO HIZO QUE LOS TÓRTOLOS ARRULLARAN —le recordó Owen.
—¡Y supongo que querrás que los asnos rebuznen! —chilló Barb Wiggin.
—LA CANCIÓN NO DICE NADA DE LOS ASNOS —subrayó Owen.
—Me parece que nos estamos poniendo demasiado literales con ese cántico —intercedió el reverendo, pero yo sabía que no había nada «demasiado literal» para Owen Meany, quien se aferraba a la ortodoxia viniera de donde viniese.
No obstante, Owen cedió en la cuestión de los mugidos del ganado; comprendió que se ganaría más reformando el orden de la música, que siempre había considerado impropio. No tenía sentido, afirmó, empezar por «Tres reyes de Oriente somos» mientras observábamos descender al Angel Anunciador por la «columna de luz»; el ángel se le aparecía a los pastores, no a los reyes. Era mejor comenzar con «Pequeña aldea de Belén», mientras el ángel terminaba el descenso; su anuncio quedaría perfectamente sincronizado si lo hacía entre la segunda y la tercera estrofa. Luego, al tiempo que la «columna de luz» abandona al ángel —mejor dicho, mientras el ángel en rápido ascenso se separa de ella—, vemos a los reyes. De repente se han unido a los atónitos pastores. ¡Ahora había que atacar con «Tres reyes», y arrancar a toda velocidad!
Harold Crosby, quien aún no había intentado su vuelo de bautizo en el aparato que realzaba su credibilidad como ángel, quiso saber dónde estaban «Ori y Ente».
Nadie entendió su pregunta.
—«Tres reyes de Oriente somos» —dijo Harold—. ¿Dónde están «Ori» y «Ente»?
—«TRES REYES DE ORIENTE SOMOS» —lo corrigió Owen—. ¿NO SABES LEER?
Lo único que Harold Crosby sabía es que no volaba, hacía cualquier pregunta, procuraba cualquier distracción, aplazando por cualquier medio el momento en que sería lanzado por Barb Wiggin.
Yo —José— no tenía nada que hacer, nada que decir, nada que aprender. Maribeth Baird sugirió que, como marido servicial, me turnara con ella para manejar a Owen Meany, si no precisamente para levantarlo del heno, porque Barb Wiggin se había opuesto a ello con gran violencia, al menos —insinuó Maribeth— podíamos acariciarlo, o hacerle cosquillas, o palmearle la cabecita.
—NADA DE COSQUILLAS —advirtió Owen.
—¡Nada de nada! —recalcó Barb Wiggin—. Nadie debe tocar al Niño Jesús.
—¡Pero nosotros somos sus padres! —proclamó Maribeth, incluyendo muy generosamente al pobre José en su expresión.
—Maribeth, si tocas al Niño Jesús —le avisó Barb Wiggin—, te pondré un disfraz de vaca.
Y así fue como la Virgen María estuvo mohína durante todo el ensayo: ¡era una madre a la que se la negaban los placeres táctiles hacia su propio bebé! Y Owen, que había logrado erigirse un enorme nido —en una montaña de heno— parecía irradiar la auténtica cualidad intocable de una deidad con la que se podía contar, de un profeta en quien no cabía la duda.
Algunas dificultades técnicas con el arnés ahorraron a Harold Crosby su primera sensación de elevación angelical; notamos que su angustia con respecto a las alturas le había hecho olvidar las frases de su importantísima anunciación; de lo contrario, no había estudiado adecuadamente su papel, pues no lograba pasar sin titubear de «No temáis; porque he aquí que os doy nuevas…».
Los reyes y pastores no tenían forma de moverse con lentitud suficiente, siguiendo la «columna de luz» delante del altar, hacia la composición de María, José y los animales rodeando la dominante presencia del Niño Jesús entronizado en su montaña de heno; por muy lentamente que se movieran, llegaban a la conmovedora escena del establo antes del final de la quinta estrofa de «Tres reyes de Oriente somos». Allí tenían que esperar a que concluyera el villancico, dando la impresión de no sorprenderse por el coro que atacaba inmediatamente «Allá en el pesebre».
La solución, propuso el reverendo Dudley Wiggin, consistía en omitir la quinta estrofa de «Tres reyes», pero Owen denunció esta actitud como poco ortodoxa. Mediaba un abismo entre concluir con la cuarta estrofa y hacerlo con las aleluyas de la quinta; Owen nos rogó que prestáramos especial atención a las palabras de la cuarta estrofa: estaba seguro de que no querríamos ser recibidos por el Niño Jesús con semejante verso. Cantó para nosotros, con énfasis:
—«AFLI-GIDO, SUS-PIRANTE, SAN-GRANTE, AGO-NIZANTE, ENCERRADO EN UNA TUMBA FRÍA COMO LA PIEDRA».
—¡Pero luego viene el estribillo! —vociferó Barb Wiggin—. «Estrella maravillosa, estrella de la noche» —canturreó, pero Owen permaneció inconmovible.
El rector le aseguró a Owen que en la iglesia había una larga tradición de no cantar todas las estrofas de cada himno o villancico, pero de alguna manera Owen nos hizo sentir que la tradición de la iglesia —por larga que fuese— pisaba terreno menos firme que la palabra escrita. Cinco estrofas impresas significaba que debíamos cantar las cinco.
—«AFLIGIDO, SUSPIRANTE, SANGRANTE, AGONIZANTE» —reiteró—. SUENA MUY NAVIDEÑO.
Maribeth Baird nos hizo saber a todos que la cuestión se resolvería si le permitían colmar de afecto al Niño Jesús, pero era evidente que la única coincidencia entre Barb Wiggin y Owen era que no debía permitirse a Maribeth que magreara al Niño Jesús, y que las vacas no se pasearan.
Una vez debidamente compuesto el Nacimiento, que finalmente se cronometró con la conclusión en la cuarta estrofa de «Tres reyes», el coro cantaba «Allá en el pesebre», mientras nosotros adorábamos e idolatrábamos descaradamente a Owen Meany.
Tal vez habría que haber reconsiderado los «pañales». Owen se había negado a que lo envolvieran hasta el mentón; quería tener los brazos libres… probablemente para ahuyentar a una vaca o un asno tambaleante. De modo que le envolvieron todo el cuerpo hasta las axilas y luego entrecruzaron más «pañales» sobre su pecho, e incluso le cubrieron los hombros y el cuello; Barb Wiggin no cejó en su empeño de ocultarle el cuello porque, a su juicio, la nuez de Owen parecía «demasiado crecida». Era verdad; sobresalía, en especial cuando estaba echado; claro que también sus ojos parecían «demasiado crecidos»; eran saltones, o se veían un tanto atormentados en sus cuencas. Sus facciones eran pequeñas aunque afiladas, nada semejantes a las de un bebé… y menos aún en la «columna de luz», que era chillona. Tenía ojeras, la nariz era demasiado puntiaguda para un bebé, sus pómulos prominentes en exceso. Ignoro por qué no se envolvía directamente en una manta. Los «pañales» daban la impresión de ser capas y más capas de vendas de gasa, por lo que Owen recordaba a un quemado que se había visto encogido a un tamaño anormal en un incendio que sólo respetó su cara y sus brazos; la «columna de luz» y las posturas de veneración de quienes lo rodeábamos, hacían que Owen pareciera a punto de sufrir algún ritual de desempaquetado en un quirófano, donde nosotros éramos sus cirujanos y enfermeras.
Al concluir «Allá en el pesebre», Mr. Wiggin volvió a leer a Lucas:
—«Y aconteció que como el ángel se fue de ellos al cielo, los pastores dijeron los unos a los otros: “Pasemos pues hasta Belén y veamos esto que ha ocurrido, que el Señor nos ha manifestado”. Y fueron aprisa, y hallaron a María, y a José, y al niño acostado en el pesebre. Y viéndolo, hicieron notorio lo que les había sido dicho del niño; y todos los que oyeron se maravillaron de lo que los pastores les decían. Mas María guardaba todas estas cosas, confiriéndolas en su corazón».
Mientras el rector leía, los reyes se inclinaron ante el Niño Jesús y le dieron los habituales regalos: cajas y latas adornadas, baratijas brillantes, difíciles de distinguir desde la distancia de la congregación, pero de apariencia regia. Algunos pastores ofrecieron presentes más humildes, más rústicos; uno dio al Niño Jesús un nido de pájaro.
—¿QUÉ HARÍA CON UN NIDO DE PÁJARO? —protestó Owen.
—Es para la buena suerte —dijo el rector.
—¿LA BIBLIA DICE ESO? —quiso saber Owen.
Algún asistente al ensayo dijo que el nido parecía hierba vieja y marchita; otro dijo que era como «boñiga».
—Está bien, está bien… —concedió Dudley Wiggin.
—¡No importa lo que parece! —terció Barb Wiggin, con voz considerablemente tensa—. Los regalos son simbólicos.
Maribeth Baird previo un problema mayor. Dado que la lectura de Lucas concluía señalando que «María guardaba todas estas cosas, confiriéndolas en su corazón» —y sin duda las «cosas» que María así guardaba y confería eran mucho más sustanciales que esos banales regalos—, ¿no debería ella hacer algo para demostrar al público el esfuerzo monumental que significaba para su pobre corazón tanto guardar y conferir?
—¿Qué? —preguntó Barb Wiggin.
—LO QUE MARIBETH QUIERE DECIR ES SI NO DEBERÍA REPRESENTAR LA FORMA EN QUE UNA PERSONA CONFIERE ALGO —explicó Owen. Maribeth Baird estaba tan contenta de que Owen hubiese esclarecido su preocupación que pareció en un tris de abrazarlo o besarlo, pero Barb Wiggin se interpuso instantáneamente entre ambos desatendiendo los controles de la «columna de luz»; de manera fantasmal, la luz exploró nuestra reducida reunión con voluntad propia, asentándose en la Santa Madre.
Se produjo un respetuoso silencio mientras reflexionábamos en qué podía hacer Maribeth para demostrar lo arduamente que trabajaba su corazón; para la mayoría de nosotros era evidente que sólo se sentiría satisfecha si pudiera expresar físicamente la adoración que sentía por el Niño Jesús.
—Podría besarlo —dijo en voz baja—. Podría inclinarme y besarlo… en la frente, quiero decir.
—Bien, sí, podrías intentarlo, Maribeth —dijo el rector prudentemente.
—Veamos cómo queda —dijo Barb Wiggin dubitativamente.
—NO —decretó Owen—. NADA DE BESOS.
—¿Por qué, Owen? —inquirió Barb Wiggin con tono juguetón. Pensó que la oportunidad de tomarle el pelo se estaba presentando sola y supo aprovecharla.
—ESTE ES UN MOMENTO SAGRADO —dijo Owen lentamente.
—Claro que sí —coincidió el rector.
—MUY SAGRADO —dijo Owen—. SANTO —agregó.
—Sólo en la frente —imploró Maribeth.
—Veamos cómo queda. Hagamos la prueba, Owen —insistió Barb Wiggin.
—NO —repitió Owen—. SI SE SUPONE QUE MARÍA ESTA CONFIRIENDO «EN SU CORAZÓN», QUE YO SOY EL SEÑOR JESUCRISTO, EL VERDADERO HIJO DE DIOS… UN SALVADOR, RECORDADLO… ¿CREÉIS QUE ME BESARÍA COMO CUALQUIER MADRE ORDINARIA BESA A SU ORDINARIO BEBE? NO ES ESTA LA ÚNICA VEZ QUE MARÍA GUARDA COSAS EN SU CORAZÓN. RECORDAD QUE CUANDO VAN A JERUSALÉN EN PASCUA Y JESÚS SE DIRIGE AL TEMPLO Y HABLA CON LOS DOCTORES, Y JOSÉ Y MARÍA ESTÁN PREOCUPADOS POR EL PORQUE NO LO ENCUENTRAN, Y LO HAN BUSCADO POR TODAS PARTES, Y LES DICE: «¿QUÉ HAY? ¿POR QUÉ ME BUSCÁIS? ¿NO SABÉIS QUE EN LOS NEGOCIOS DE MI PADRE DEBO ESTAR?». SE REFIERE AL TEMPLO. ¿OS ACORDÁIS? BIEN, MARÍA TAMBIÉN GUARDA ESO EN SU CORAZÓN.
—¿Pero no debería hacer algo, Owen? —machacó Maribeth—. ¿Qué debo hacer?
—¡GUARDARTE COSAS EN EL CORAZÓN! —le contestó Owen.
—¿No debería hacer algo? —preguntó a Owen el rector, que como cualquiera de los doctores del templo parecía «pasmado». Así se describe la expresión de los doctores del templo en su respuesta al Niño Jesús: «Y todos los que le oían se pasmaban de su entendimiento y sus respuestas»—. ¿Quieres decir que no debe hacer nada, Owen? —repitió Mr. Wiggin—. ¿O que debe hacer algo menos o algo más que besarte?
—MAS —aseguró Owen. Maribeth se echó a temblar: haría cualquier cosa que él le pidiera—. INTENTA HACER UNA REVERENCIA —sugirió.
—¿Una reverencia? —preguntó Barb Wiggin, asqueada.
Maribeth Baird cayó de rodillas y bajó la cabeza. Como era una chica torpe, este movimiento repentino le hizo perder el equilibrio. Por último adoptó una posición con tres puntos de apoyo: arrodillada, con la frente en la montaña de heno, apretando con la coronilla la cadera de Owen.
Owen levantó la mano para bendecirla; en un estilo muy distante, le rozó ligeramente el pelo y luego dejó la mano suspendida sobre su cabeza, como si quisiera protegerle los ojos de la intensidad lumínica de la «columna». Es posible que Owen sólo quisiera tener los brazos libres para hacer este gesto.
Pastores y reyes quedaron fascinados con esta demostración de lo que María confería en su corazón; las vacas no se movieron. Hasta los traseros de los asnos, que no podían ver a la Santa Madre inclinándose ante el Niño Jesús —que no veían nada, si a eso vamos— parecieron percibir que era un momento reverencial; interrumpieron sus oscilaciones, y sus rabos colgaron rectos e inmóviles. Barb Wiggin contuvo el aliento, boquiabierta, y el rector puso la expresión estupidizada de quien siente al mismo tiempo admiración y pavor. Y yo, José, no hice nada: sólo era el testigo. Sabe Dios cuánto tiempo dejó Maribeth Baird la cabeza enterrada en el heno, pues sin duda estaba en éxtasis, teniendo en cuenta que su coronilla reposaba en la cadera del Niño Jesús. Podríamos haber mantenido eternamente nuestras posturas en este cuadro vivo; podríamos haber entrado en la historia de las funciones navideñas; éramos un pesebre congelado durante el ensayo y cada uno de nosotros estaba imbuido de la magia misma que intentábamos representar: Natividad por siempre jamás.
Pero el director del coro, al que le fallaba la vista, creyó haber perdido el pie para el último villancico, que el coro atacó con especial deleite.
Oíd un son en alta esfera: «En los cielos gloria a Dios,
Al mortal paz en la tierra», Canta la celeste voz.
Con los cielos alabemos, Al eterno Rey cantemos,
A Jesús, que es nuestro bien, Con el coro de Belén;
Cante la celeste voz: «En los cielos gloria a Dios».
María levantó la cabeza al primer «¡Oíd!». Tenía el pelo revuelto y moteado de heno; se puso en pie de un salto, como si el pequeño Príncipe de la Paz la hubiese expulsado de su nido. Los asnos volvieron a oscilar, las vacas —con los cuernos caídos alrededor de la cabeza— se movieron un poquitín, los reyes y pastores recuperaron su consabida falta de compostura. El rector, cuyo aspecto sugería el de un antiguo inmortal groseramente devuelto a las reglas de este mundo, descubrió que otra vez era capaz de hablar.
—Me ha parecido perfecto —dijo—. Ha sido realmente maravilloso.
—¿No deberíamos ensayarlo otra vez? —preguntó Barb Wiggin, mientras el coro continuaba anunciando el nacimiento del «Eterno Rey».
—NO —se negó rotundamente el Príncipe de la Paz—. CREO QUE LO HEMOS HECHO BIEN.
Días laborables en Toronto: 8.00 a. m., Oración Matinal; 5.15 p. m., Oración Vespertina; Sagrada Eucaristía todos los martes, miércoles y viernes. Prefiero estos servicios entre semana a la adoración en domingo; hay menos distracciones cuando tengo Grace Church on-the-Hill casi para mí solo, y además no hay sermón. A Owen nunca le gustaron los sermones… aunque sospecho que habría disfrutado pronunciando algunos.
Otra característica que hace preferibles los servicios en días laborables es que nadie asiste contra su voluntad. Esta es otra distracción frecuente los domingos. ¿Quién no ha sufrido la experiencia de tener a toda una familia sentada en el banco de delante, con los niños librando su guerra particular y encajados entre la madre y el padre, que los obligan a ir a la iglesia? Un aura de rancias discusiones se adhiere casi visiblemente a la ropa que los hijos se pusieron precipitadamente. «¡Es el único día que puedo dormir hasta tarde!», dice el suéter con pelusas de la hija. «¡Me aburro a rabiar!», dice la solapa de la chaqueta del hijo. Por cierto, los niños aprisionados como un sandwich entre sus padres se mueven constante e impacientemente en el banco; están tan enloquecidos de autocompasión que parecen dispuestos a chillar.
El padre de mirada severa, que ocupa el asiento del pasillo, ve interrumpida su atención por ataques de vacuidad; su severidad y su concentración van acompañadas de una expresión tan absolutamente vacía que creo vislumbrar una verdad soterrada en la asistencia de ese hombre a la iglesia: sólo lo hace por los hijos, a la manera en que tantos hombres de expresión vacía se sienten comprometidos con su matrimonio. Cuando los hijos tengan edad suficiente para decidir por sí mismos, este hombre se quedará en casa los domingos.
La agotada madre, que es el trozo interior de pan de este sandwich familiar —oprimida en la parte del banco desde la que sólo es posible la visión menos halagüeña del predicador (dilectamente bajo sus barbas)—, está tratando de mantener la mano apartada de las piernas de su hija. Si alisa una sola vez más la falda de su hija, ambas saben que la niña se echará a llorar.
El hijo saca del bolsillo de la chaqueta un minúsculo camión rojo; el padre se lo arrebata, doblando y aplastando considerablemente los dedos del chico en el proceso. «Una sola impertinencia más», susurra duramente el padre, «y te quedarás encerrado… el resto del día».
«¿El resto del día?», pregunta el niño, incrédulo. La evidente imposibilidad de mantener una conducta no impertinente siquiera una parte del día, pesa terriblemente sobre el muchacho y lo abruma con una claustrofobia tan impenetrable como la de la iglesia propiamente dicha.
La hija se ha echado a llorar.
«¿Por qué llora?», pregunta el chico a su padre, que no responde. «¿Tienes la regla?», pregunta a su hermana; la madre se inclina por encima del regazo de la hija y pellizca el muslo al hijo en un movimiento prolongado y con mucho retorcimiento. Él también se echa a llorar. ¡Momento de orar! Las almohadillas para hincarse están caídas, la familia se arrodilla. El hijo realiza el viejo truco del himnario: desliza un libro de himnos en el asiento, situándolo donde se sentará la hermana cuando termine de rezar.
«Una sola cosa más»; murmura el padre en medio de sus oraciones.
¿Y cómo puedes rezar pensando en la regla de la hija? Parece lo bastante mayor para tenerla y lo bastante pequeña para que sea la primera vez. ¿Moverías tú el himnario antes de que termine de rezar y se siente encima? ¿Cogerías el himnario y le darías un librazo al niño con él? Pero al que quisieras golpear es al padre, y te gustaría pellizcar el muslo de la madre como hizo ella con el de su hijo. ¿Cómo puedes rezar?
Ha llegado la hora de criticar la sotana del canónigo Mackie; es del color de la sopa de guisantes. Ha llegado la hora de criticar la verruga del mayordomo Harding. Y el adjunto de mayordomo Holt es racista; siempre se queja de que «los antillanos han tomado Bathurst Street»; cuenta una historia terrible que presenció haciendo cola en la tienda de las fotocopias: dos jóvenes negros están fotocopiando todo el contenido de una revista pornográfica. El adjunto de mayordomo Holt quiere que los arresten por este delito. ¿Cómo puedes rezar?
A los servicios de los días laborables no asiste casi nadie; todo está silencioso y tranquilo. El tamborileo aleteante del ventilador que se mueve lentamente en lo alto es metronómico, lo que intensifica la concentración; desde la cuarta y quinta fila de bancos, sientes moverse regularmente el aire contra la cara. En el clima canadiense, el ventilador está destinado a empujar hacia abajo el aire tibio ascendente, devolviéndoselo a la aterida congregación. Pero allí es posible imaginar que estás en una iglesia misionera, en pleno trópico.
Algunos dicen que Grace Church está excesivamente iluminada. Los contrafuertes de madera con manchas oscuras, contra el alto techo abovedado de yeso blanco, acentúan lo bien iluminada que está la iglesia; pese al predominio de la piedra y los vidrios de colores en el recinto, ningún rincón se pierde en la oscuridad o la penumbra. Según los críticos, la luz es demasiado artificial y demasiado contemporánea para un edificio tan añejo; pero sin duda el ventilador colgante también es demasiado contemporáneo —y no lo activa la madre naturaleza— y nadie se queja.
Los contrafuertes de madera han sido muy trabajados; están revestidos con tablas y hasta las líneas del entablado son visibles, pese a su altura: en efecto, la iglesia está brillantemente iluminada. Ni Harold Crosby, ni ningún otro Angel Anunciador podría ocultarse en estos contrafuertes. Cualquier aparato elevador o arriador de un ángel sería demasiado visible. Aquí el milagro del Nacimiento parecería menos milagroso; por cierto, nunca he asistido a una función navideña en Grace Church. Ya he visto ese milagro y una vez fue suficiente. Me basta con el Nacimiento de 1953.
Aquella Navidad, los anocheceres eran largos; las cenas con Dan o con mi abuela, lentas y solemnes. Mi perdurable percepción de aquellas noches es que la silla de ruedas de Lydia necesitaba ser lubricada y que Dan se quejaba, con amargura rara en él, acerca del desastre que podían hacer los aficionados con Canción de Navidad. El humor de Dan no mejoraba con la frecuente presencia de nuestro vecino Mr. Fish, el más veterano de sus aficionados.
—Esperaba con tantas ansias ser Scrooge —decía Mr. Fish, fingiendo detenerse por cualquier otro motivo en 80 Front Street, después de cenar, siempre que veía el coche de Dan en la rampa de acceso. A veces era para ponerse de acuerdo una vez más con mi abuela acerca de la reglamentación todavía pendiente sobre las correas de perros; él y mi abuela abrazaban la causa de los perros atados a sus correas. Mr. Fish no daba muestras de sentirse siquiera levemente alterado por su hipocresía en esta cuestión: Sagamore se revolvería en su tumba si oyera a su antiguo amo apoyar restricciones caninas de cualquier especie. Sagamore había corrido en libertad hasta el fin de sus días.
Pero lo que en realidad interesaba a Mr. Fish no era la reglamentación de las correas sino Scrooge, un papel que era una perita en dulce, estropeado (a su juicio) por los fantasmas aficionados.
—Los fantasmas sólo son el principio de todo lo que anda mal —dijo un día Dan—. Al final de la obra, el público estará deseando que Tiny Tim muera, alguien sería capaz, incluso, de subir al escenario y matar a ese mocoso con su propia muleta —Dan seguía decepcionado porque no lograba persuadir a Owen de que interpretara al valiente lisiado, pero el pequeño Niño Jesús no se dejaba convencer por sus ruegos.
—¡Qué fantasmas tan lamentables! —gemía Mr. Fish.
El primer fantasma, el Espectro de Marley, era un pésimo comicastro del Departamento de Literatura Inglesa de Gravesend Academy; Mr. Early encarnaba todos los papeles que Dan le adjudicaba como si fuera el Rey Lear: la locura y la tragedia alimentaban todos sus actos, de él emanaba una extraviada melancolía en incontenibles ataques y arranques.
«He venido aquí esta noche para advertirte», dice Mr. Early a Mr. Fish, «que aún tienes una esperanza y una oportunidad de escapar a mi destino…», desenvolviendo todo el tiempo el vendaje que llevan los muertos para evitar que se les caiga sobre el pecho la mandíbula inferior.
«Siempre fuiste un buen amigo», dice Mr. Fish a Mr. Early, pero éste se ha enredado en el vendaje de su mandíbula y mientras lo desenrolla olvida su parlamento.
«Serás visitado por… cuatro espíritus», dice Mr. Early y Mr. Fish cierra los ojos.
«¡Tres, no cuatro!», grita Dan.
«¿Acaso yo no soy el cuarto?», pregunta Mr. Early.
«¡Tú eres el primero!», indica Mr. Fish.
«Pero hay otros tres», dice Mr. Early.
«¡Cristo!», exclama Dan.
Pero el Espectro de Marley no estaba tan mal como el Espíritu de las Navidades Pasadas, una joven irritante que era miembro de la junta de la Biblioteca Municipal y usaba ropa masculina, además de fumar agresivamente un pitillo tras otro; pero ella no estaba tan mal como el Espíritu de la Navidad Presente, Mr. Kenmore, un carnicero del supermercado A&P local quien (afirmaba Mr. Fish) apestaba a gallina cruda y cerraba los ojos cada vez que él hablaba; Mr. Kenmore necesitaba concentrarse con tal fervor en su propio personaje que consideraba desviatoria la presencia de Scrooge. Y ninguno de ellos lo hacía tan mal como el último de los fantasmas, el Espíritu de las Navidades Futuras, Mr. Morrison, nuestro cartero, que antes parecía perfecto para ese papel. Era un hombre alto y flaco, de presencia lúgubre; irradiaba cierta acritud: los perros no sólo se abstenían de morderlo, sino que al verlo se escabullían; debían de saber que su sabor era tan tóxico como el de un sapo. Mr. Morrison poseía una naturaleza pesimista e indiferente —que Dan imaginó apropiada para el macabro espectro—, pero cuando descubrió que no tenía letra, que el Espíritu de las Navidades Futuras no habla en ningún momento, comenzó a despreciar el personaje; amenazó con abandonar la obra, pero luego decidió seguir interpretando el papel con ánimo vengativo, poniendo expresión desdeñosa y socarrona ante las preguntas del pobre Scrooge, mirando de reojo al público, con la intención de apartar la atención de Mr. Fish (como si acusara a Dan y a Dickens de idiotez… por negar a tan importante espíritu el poder de la palabra).
Nadie recordaba que Mr. Morrison hubiese hablado nunca —como cartero— y sin embargo, en tanto presagio del juicio final, el pobre hombre sentía, evidentemente, que tenía mucho que decir. Pero el peor fracaso era que ninguno de estos fantasmas resultaba aterrador.
—¿Cómo puedo ser Scrooge si no estoy asustado? —preguntó Mr. Fish a Dan.
—Eres actor, tienes que fingirlo —respondió Dan. Según mi criterio, que no se expresaba oralmente, las bien torneadas piernas de Mrs. Walker quedaban otra vez desaprovechadas en el papel de madre de Tiny Tim.
Pobre Mr. Fish. Nunca supe cómo se ganaba la vida. Era el amo de Sagamore, era el buen tipo de Angel Street —al final tomaba del brazo a mi madre—, era el marido infiel en La esposa fiel, era Scrooge. ¿Pero qué hacía? Nunca me enteré. Podría habérselo preguntado a Dan, todavía podría hacerlo. Pero Mr. Fish era la quintaesencia del vecino; era todos los vecinos, todos los dueños de perros, todos los rostros afables de los patios traseros familiares, todas las manos en los hombros en el funeral de tu madre. No recuerdo si tenía mujer. Ni siquiera recuerdo su aspecto, pero evidenciaba la puntillosa concentración de un hombre a punto de recoger una hoja caída; era todos los rastrilladores de todos los jardines, todos los que apaleaban nieve en todas las aceras. Y aunque comenzó la temporada navideña como un Scrooge sin miedo, también lo vi aterrorizado.
También lo conocí cuando era joven y despreocupado, que es como aparecía ante mis ojos antes de la muerte de Sagamore. Recuerdo una luminosa tarde de septiembre en que los arces de Front Street empezaban a tornarse amarillos y rojizos; por encima de las frágiles tablillas blancas y la línea de tejados de pizarra de las casas, los enrojecidos arces parecían extraer sangre de la tierra. Mr. Fish no tenía hijos, pero le gustaba jugar con una pelota de fútbol americano, lanzándola con la mano y pateándola; aquellas tardes otoñales de cielos azules, nos engatusaba a Owen y a mí para que jugáramos con él. A nosotros no nos interesaba ese deporte, excepto cuando podíamos incluir a Sagamore en el juego. Aquel perro, como muchos labradores, era un cobrador de pelotas bastante tonto, y nos divertíamos viendo cómo trataba de recoger el balón con la boca; lo retenía entre las patas delanteras, lo inmovilizaba contra el suelo con el pecho, pero jamás lograba atraparlo con la boca. Recubría de baba la pelota, lo que luego dificultaba que nos la pasáramos y atajáramos, para no hablar de que estropeaba lo que Mr. Fish llamaba estética del juego. En el peloteo no había ninguna estética accesible para Owen Meany y para mí; yo no dominaba el pase en espiral y la mano de mi amigo era tan pequeña que se negaba a lanzar la pelota; sólo la pateaba. La ferocidad con que Sagamore intentaba contener el balón en la boca y nuestros esfuerzos por mantenerlo apartado de él eran los aspectos más interesantes del juego para Owen y para mí, pero Mr. Fish se tomaba en serio la perfección en pasar y recibir la pelota.
—Esto será más divertido cuando seáis un poco mayores —solía decir, mientras la pelota rodaba bajo las alheñas, o se deslizaba en los arriates de rosas de mi abuela; Owen y yo la dejábamos caer a propósito delante de Sagamore, pues nos proporcionaba un enorme placer observar cómo el perro se tiraba a fondo y babeaba, babeaba y se tiraba a fondo.
Pobre Mr. Fish. Owen y yo perdíamos muchos pases perfectos. A mi amigo le gustaba correr con el balón hasta que Sagamore lo alcanzaba; entonces lo pateaba en cualquier dirección. Lo que jugábamos aquellas tardes era balonperro y no balonpié, pero Mr. Fish siempre era optimista y suponía que algún día Owen y yo —milagrosamente— creceríamos y jugaríamos como era debido a pasar y atajar.
Unas pocas casas más abajo vivía una pareja joven con un bebé recién nacido; Front Street no valía gran cosa para los matrimonios jóvenes y ese bebé era el único de nuestra calle. La pareja navegaba por el barrio con el aire de una especie totalmente novedosa… como si fuera la primera de New Hampshire en haber dado a luz. Owen chillaba tanto cuando peloteábamos con Mr. Fish que la joven madre o el joven padre surgía de pronto por encima de un seto, pidiéndonos que bajáramos la voz «… por el bebé».
Los años de intérprete en los Gravesend Players perfeccionaron la habilidad natural de Mr. Fish para poner los ojos en blanco; después de que el joven progenitor retornara a cuidar a su precioso recién nacido, Mr. Fish ponía los ojos en blanco con expresión de abandono.
—ESTÚPIDO BEBE —se quejaba Owen—. ¿A QUIEN SE LE OCURRE TRATAR DE CONTROLAR EL RUIDO AL AIRE LIBRE?
Eso acababa de ocurrir —por enésima vez— el día que Owen logró patear el balón más allá del patio… del de mi abuela y también del de Mr. Fish; el balón flotó por encima del tejado del garaje de mi abuela y rodó de un lado a otro de la rampa hacia Front Street, con Owen, Sagamore y yo en su persecución. Mr. Fish se quedó suspirando, con las manos en las caderas; nunca perseguía pases y patadas errantes —imperfecciones que trataba de eliminar de nuestro juego—, pero aquel día se impresionó por la inusual potencia de la patada de Owen Meany (ya que no de su orientación).
—¡Eso es lo que se llama meter la pata en el balón, Owen! —gritó Mr. Fish. Mientras la pelota entraba en Front Street seguida de cerca por Sagamore, sonó persistentemente esa especie de sonajero que era la campanilla de la furgoneta de pañales, incluso en el momento de la repentina confluencia del vehículo con la desgraciada cabeza de Sagamore.
Pobre Mr. Fish. Owen y yo corrimos a buscarlo, pero él había oído el chirrido de los neumáticos —e incluso el golpe seco— e iba por la mitad de la rampa cuando Owen salió a su encuentro.
—NO CREO QUE DEBA VERLO —le dijo Owen—. ¿POR QUÉ NO SE SIENTA Y DEJA QUE NOSOTROS NOS OCUPEMOS DE TODO?
Mr. Fish estaba en su porche cuando los jóvenes padres aparecieron en Front Street para protestar una vez más por el ruido… o para investigar la demora, pues su bebé era el único motivo de que la furgoneta estuviese allí.
El conductor estaba sentado en el estribo de la cabina.
—Mierda —dijo. La furgoneta expelía oleadas de olor a orina. A mi abuela le entregaban las astillas para encender el fuego en sacos de arpillera y mi madre me ayudó a vaciar uno; ayudé a Owen a meter dentro a Sagamore. A la pelota, todavía sucia de babas, se le había pegado gravilla y un papel de caramelo; yacía en el bordillo, muy poco atractiva.
A finales de septiembre, en Gravesend la atmósfera era de agosto o de noviembre; cuando Owen y yo llegamos al patio de Mr. Fish con Sagamore en el saco, el sol estaba nublado, la vida parecía detenida en los arces y el viento que agitaba las hojas muertas alrededor del jardín era más frío. Mr. Fish informó a mi madre que «donaría» el cadáver de Sagamore… a la rosaleda de mi abuela. Con eso daba a entender que un perro muerto era algo muy apreciado entre los jardineros serios; mi abuela quiso intervenir en la discusión y en breve acordaron qué rosales serían temporalmente desenterrados y luego vueltos a plantar; Mr. Fish puso la pala en movimiento. Cavar en la rosaleda era mucho más fácil que en su patio; la joven pareja y su bebé estaban lo bastante conmovidos como para asistir al funeral, junto con un nutrido grupo de niños de Front Street; hasta mi abuela pidió que la llamaran cuando el hoyo estuviese listo, y mi madre —aunque había refrescado mucho— no quiso entrar a buscar un abrigo. Llevaba pantalones de franela gris oscuro, un suéter negro de escote en V, y se cubrió el cuerpo con los brazos cruzados, apoyando el peso en un pie, luego en el otro, mientras Owen juntaba artículos surtidos para que acompañaran a Sagamore al otro mundo. Reprimió su deseo de meter el balón en el saco de arpillera porque Mr. Fish —mientras cavaba la tumba— insistió en que el fútbol seguía siendo un juego que nos brindaría placer cuando fuésemos «un poco mayores». Owen encontró unas cuantas pelotas de tenis muy mordidas, el plato de Sagamore, su manta para viajar en el coche, e incluyó todo en el saco, junto con brillantes hojas de arce y una costilla de cordero sobrante (de la cena de la noche anterior) que Lydia había guardado para el perro.
En algunas casas estaban encendidas las luces cuando Mr. Fish terminó de cavar la tumba; Owen y yo decidimos que los asistentes sostuvieran velas, pero Lydia se negaba a proporcionarlas; a instancias de mi madre fue a buscarlas y llamó a mi abuela.
—ERA UN BUEN PERRO —dijo Owen, tras lo cual se oyeron murmullos de aprobación.
—Nunca tendré otro —aseguró Mr. Fish.
—Se lo recordaré cuando llegue el momento —observó mi abuela; debía de encontrar irónico que sus rosales, después de sufrir durante años los patinazos de Sagamore, estuvieran a punto de ser los beneficiarios de su proceso de descomposición.
El ritual a la luz de las velas debía de ser chocante desde la acera de Front Street; probablemente por ese motivo el reverendo Lewis Merrill y su mujer se vieron atraídos hacia nuestro patio. Precisamente cuando nos encontrábamos sin palabras, el reverendo Merrill —que ya estaba pálido como los meses invernales— apareció en la rosaleda. Su esposa, con la nariz roja a causa del primer resfriado otoñal, llevaba el abrigo de invierno y parecía prematuramente hundida en lo más profundo de enero. Mientras daban su escueto paseo higiénico, los Merrill debieron de detectar la presencia de una ceremonia religiosa.
Mi madre, temblorosa de frío, pareció sorprendida por la aparición de los Merrill.
—Me da frío mirarte, Tabby —dijo Mrs. Merrill, pero su marido paseó una mirada nerviosa por todas las caras, como si estuviera contando quiénes quedaban vivos en el barrio a fin de determinar «qué» pobre almita descansaba en el saco de arpillera.
—Gracias por haber venido, pastor —dijo Mr. Fish, un actor aficionado nato—. ¿Quiere decir unas palabras apropiadas al deceso del mejor amigo del hombre?
Pero la expresión de Mr. Merrill era al mismo tiempo de sorpresa y de incomprensión. Nos miró a mi madre y a mí, fijó la vista en el saco, echó un vistazo al hoyo de la rosaleda como si fuera su propio sepulcro… y no una casualidad el que una breve caminata con su mujer lo hubiese llevado hasta allí.
Mi abuela, al ver tan tenso y mudo a su pastor, lo cogió del brazo y le susurró:
—Sólo es un perro. Diga algo, por los niños.
Pero Mr. Merrill comenzó a tartamudear; cuanto más se estremecía mi madre, más se estremecía Mr. Merrill, más temblaba su boca y más incapaz era de musitar el rito más simple —ni siquiera logró dar voz a la primera oración. Mr. Fish, que nunca frecuentó ninguna de las iglesias locales, levantó el saco de arpillera y dejó caer a Sagamore en el otro mundo.
Fue Owen Meany quien encontró las palabras adecuadas:
—«SOY LA RESURRECCIÓN Y LA VIDA, DIJO EL SEÑOR: QUIEN CREA EN MI, AUNQUE ESTE MUERTO VIVIRÁ, QUIEN VIVA Y CREA EN MI, NUNCA MORIRÁ».
Parecía demasiado —tratándose de un perro— y el reverendo Merrill, liberado de su tartamudeo, mantuvo su silencio.
—«… NUNCA MORIRÁ» —repitió Owen. El viento racheado azotó el rostro de mi madre con sus cabellos cuando alargó el brazo para coger la mano de Owen.
Owen Meany presidía todo ceremonial, todo oficio, todo rito de tránsito.
Aquella Navidad del 53, ensayando el Nacimiento o probando el profiláctico de Potter en la segunda planta de Waterhouse Hall, sólo tuve una vaga noción de Owen como director de una orquesta de acontecimientos, y era totalmente inconsciente de que esa orquestación conduciría a un único sonido. Ni siquiera en la extraña habitación de Owen percibí lo suficiente, aunque nadie podía escapar a la sensación de que, como mínimo, allí se estaba levantando un altar.
Es difícil saber si los Meany celebraban la Navidad. Había un conglomerado de ramas de pino burdamente reunidas y sujetas a la puerta rústica con una grapa enorme y fea, una de esas armellas que se lanzan con una pistola industrial. La grapa parecía lo bastante fuerte para unir granito con granito, o para tener bien sujeto a Cristo en la cruz. Pero las ramas de pino no estaban acomodadas de ninguna manera especial (sin duda no se parecían en nada a una guirnalda); formaban una masa tan informe como el nido de un animal comenzado a toda prisa y abandonado en medio del pánico. Dentro de la casa herméticamente cerrada, no había ningún árbol. No se veían decoraciones navideñas, ni siquiera velas en las ventanas, ni siquiera un decrépito Papa Noel apoyado contra una lámpara de sobremesa.
En la repisa de la chimenea con un fuego siempre latente —donde los leños estaban crónicamente húmedos o, en caso contrario, las brasas llevaban horas sin que nadie las agitara— había un Nacimiento con figuras de madera mal pintadas. La vaca tenía tres patas y se veía tan precaria como cualquiera de las de Maribeth Baird; estaba apuntalada contra una gallina más bien amenazadora que tenía casi la mitad de su tamaño, a semejanza de las proporciones de los tórtolos de Barb Wiggin. Un escoplo a través de la pintura color carne del rostro de la Santa Madre la había dejado evidentemente ciega y tan horrorosa como para sospechar que alguien, en la familia Meany, la había desviado a propósito de la cuna del Niño Dios… sí, había una cuna. José había perdido una mano; quizá se la había hachado él mismo, en un ataque de celos, porque algo ardía a fuego lento en su expresión, como si las ascuas humeantes que revestían de hollín la repisa, también hubiesen coloreado su estado de ánimo. El arpa de un ángel estaba rota y de la boca en forma de O de otro era más fácil imaginar el gemido de un doliente que la dulzura de un villancico.
Pero el mensaje más agorero del Nacimiento era que faltaba el Niño Jesús; la cuna estaba vacía; por eso la Virgen María había vuelto su rostro mutilado; por eso un ángel había destrozado su arpa y otro gritaba angustiado; por eso José había perdido una mano y la vaca una pata. El Niño Jesús había desaparecido: secuestrado o huido. El objeto de adoración propiamente dicho estaba ausente de la convencional reunión.
Se evidenciaba más orden, más composición divina en el cuarto de Owen; sin embargo, allí no había nada que representara algo tan temporal como la Navidad, con excepción del vestido rojo flor de Pascua que llevaba el maniquí de mi madre; pero yo sabía que ese vestido era lo único que tenía para ponerse el maniquí a lo largo de todo el año.
El maniquí había adoptado en la cabecera de la cama una posición que lo acercaba al lecho de Owen mucho más que antes al de mi madre. Instantáneamente me di cuenta de que, por la noche, acostado, a Owen le bastaba levantar la mano para tocar la familiar silueta.
—NO CONTEMPLES EL MANIQUÍ —me aconsejaba—, NO TE HARÁ BIEN.
Aparentemente, no obstante, le hacía bien a él, porque allí estaba, de guardia a su lado.
Las fichas de béisbol, en otra época expuestas en la habitación, no habían desaparecido —yo estaba seguro—, pero estaban fuera de la vista. Tampoco se veía ninguna pelota de béisbol, aunque yo tenía la certeza de que la fatal se encontraba en ese cuarto. Y sin duda estaban allí las garras delanteras de mi armadillo, pero tampoco las vi expuestas. Y el Niño Jesús arrebatado de su cuna… no me cabía duda de que estaba en la habitación de Owen, tal vez en compañía del profiláctico de Potter, que Owen se había llevado consigo, aunque no era más visible que las garras del armadillo, el raptado Príncipe de la Paz, y el así llamado instrumento de la muerte de mi madre.
No era una habitación que invitara a una visita prolongada; nuestras apariciones en casa de los Meany eran breves, a veces sólo para que Owen se cambiara de ropa porque —sobre todo durante las vacaciones de aquella Navidad— pasaba más noches conmigo que en su casa.
Mrs. Meany nunca me dirigía la palabra ni se daba por enterada de mi presencia; yo no recordaba la última vez que Owen se había tomado la molestia de anunciarme —o de anunciarse a sí mismo, si a eso vamos— a su madre. Pero en general Mr. Meany era amable; no diría que le causaba alegría, o algún entusiasmo, y no era proclive a la charla, pero me expresaba su cauta versión del sentido del humor.
—¡Vaya, si es Johnny Wheelwright! —exclamaba, como si le sorprendiera que estuviera allí o llevara años sin verme. Quizás esa era su manera poco sutil de anunciar mi presencia a Mrs. Meany, pero la señora no se inmutaba por el saludo del marido; seguía de perfil a la ventana y a nosotros. Para variar, a veces fijaba la vista en el fuego, aunque lo que veía nunca la llevó a atender los leños ni las brasas; posiblemente prefería el humo a las llamas.
Un día en que debía de sentirse especialmente charlatán, Mr. Meany dijo:
—¡Vaya, si es Johnny Wheelwright! ¿Cómo van esos ensayos?
—Owen es la estrella del pesebre —respondí. En cuanto lo dije, sentí los nudillos del diminuto puño de Owen clavados en la espalda.
—No me habías dicho que eras la estrella —dijo Mr. Meany a su hijo.
—¡Es el Niño Jesús! —exclamé—. Yo sólo soy el viejo José.
—¿El Niño Jesús? —se asombró Mr. Meany—. Owen, creía que eras un ángel.
—ESTE AÑO NO —dijo mi amigo—. VAMOS, TENEMOS QUE IRNOS —me tironeó de la espalda de la camisa.
—¿Eres el Niño Jesús? —le preguntó su padre.
—SOY EL ÚNICO QUE CABE EN LA CUNA —contestó Owen.
—Ahora ni siquiera usamos la cuna —expliqué—. Owen está a cargo de todo… es la estrella y el director —Owen me dio tal tirón a la camisa que se me salió de los pantalones.
—Director —repitió categóricamente Mr. Meany. En ese momento sentí frío, como si en la casa se hubiera introducido una corriente de manera antinatural, por la chimenea tibia. Pero no era una corriente: fue Mrs. Meany. Se había movido. Clavó la mirada en Owen. Su expresión era confusa. Una mezcla de terror y respeto; parecía impresionada pero también poseída por un resentimiento muy conocido. Comprendí el alivio que debía de significar para Owen Meany el perfil de su madre comparado con esa mirada.
Afuera, bajo el viento frío del Squamscott, le pregunté a Owen si había dicho algo que no debía.
—CREO QUE LES GUSTO MÁS COMO ÁNGEL —dijo.
Aparentemente la nieve nunca se adhería a Maiden Hill; nunca se pegaba a los inmensos bloques verticales de granito que señalaban los bordes de las canteras. En las minas la nieve era sucia, mezclada con arena, rastreada por pájaros y ardillas; los costados de las canteras eran demasiado escarpados para los perros. Siempre hay muchísima arena alrededor de una cantera de granito; de alguna manera se abre paso hasta la capa de nieve superior, y en torno a la casa de Owen soplaba siempre tanto viento que la arena te escocía la cara, como ocurre en invierno en la playa.
Vi que Owen bajaba las orejeras de su gorra de cazador a cuadros rojos y negros; entonces me di cuenta de que había dejado la mía sobre su cama. Estábamos bajando Maiden Hill; Dan había dicho que iría a nuestro encuentro con el coche, en el cobertizo para botes de Swasey Parkway.
—Espera un segundo, me olvidé la gorra —le dije y volví corriendo a la casa; lo dejé pateando una piedra que se había helado en los baches de la rampa de tierra.
No llamé; de todos modos, el amasijo de ramas de pino de la puerta bloqueaba el lugar natural para golpear con los nudillos. Mr. Meany estaba de pie junto a la repisa de la chimenea, mirando el Nacimiento o el fuego.
—Me olvidé la gorra —dije cuando levantó la vista.
Tampoco llamé a la puerta de la habitación de Owen. Al principio creí que el maniquí se había movido; pensé que de alguna manera había encontrado la forma de doblarse por la cintura y se había sentado en la cama. Después me di cuenta de que quien estaba sentada en la cama era Mrs. Meany; contemplaba intensamente la figura de mi madre y siguió con la mirada fija cuando entré.
—Me olvidé la gorra —repetí; no sé si me oyó.
Me puse la gorra y estaba saliendo de la habitación, cerrando la puerta con el menor ruido posible, cuando la oí decir:
—Lamento lo de tu pobre madre —fue la primera vez que me dirigió la palabra. Volví a asomarme al interior. Mrs. Meany no se había movido; permanecía con la cabeza ligeramente inclinada hacia el maniquí, como si aguardara instrucciones.
Era mediodía cuando Owen y yo pasamos bajo el puente ferroviario de caballete, al pie de Maiden Hill Road, unos cientos de metros más abajo de la Meany Granite Quarry; años después, el contrafuerte de ese puente significaría la muerte para Buzzy Thurston, que había logrado eludir el reclutamiento obligatorio. Pero aquella Navidad del 53, cuando Owen y yo pasamos bajo el puente, fue la primera vez que coincidimos con el paso de The Flying Yankee, el expreso que recorría la distancia entre Portland y Boston en sólo dos horas. Todos los mediodías se oía su estrépito en Gravesend; aunque Owen y yo lo habíamos visto pasar como un rayo por la ciudad desde la estación de Gravesend, y aunque poníamos monedas en las vías para que el Flying Yankee las aplanara, nunca habíamos estado debajo del puente de caballete en el momento exacto en que pasaba por arriba.
Aún pensaba en la actitud de súplica de Mrs. Meany ante el maniquí de mi madre, cuando comenzó a tabletear el caballete. Una fina arenisca se coló entre las traviesas y los caballetes, y se instaló sobre nosotros; hasta los contrafuertes de hormigón se sacudieron y —protegiéndonos los ojos de la arena flotante— levantamos la vista para ver la gigantesca y oscura parte inferior del tren acelerando por encima de nuestras cabezas. A través de las brechas entre los vagones que pasaban, destellos del plomizo cielo invernal nos hacían guiños.
—¡ES THE FLYING YANKEE! —consiguió gritar Owen para ser oído a pesar del estruendo. Todos los trenes eran especiales para Owen Meany, que nunca había viajado en tren, pero el Flying Yankee, con su aterradora velocidad y su negativa a detenerse en Gravesend, representaba para él el cenit de los viajes. Owen (que nunca había estado en ningún otro lugar) era considerablemente romántico en este tema.
—¡Qué casualidad! —exclamé después de su paso; quería decir que era una suerte increíble que estuviésemos debajo del puente justo a mediodía, pero Owen me sonrió con su combinación especialmente irritante de leve conmiseración y leve desdén. Por supuesto, ahora sé que Owen no creía en las casualidades. Owen Meany estaba convencido de que la «casualidad» era un refugio estúpido y superficial que buscaba la gente estúpida y superficial, incapaz de aceptar que sus vidas estaban conformadas por un aterrador designio… más poderoso e imparable que The Flying Yankee.
La criada que cuidaba a mi abuela —quien reemplazó a Lydia después de que ésta sufriera su amputación— se llamaba Ethel y no tenía más remedio que aguantar las sutiles comparaciones que tanto Lydia como mi abuela hacían respecto de su eficacia laboral. Digo «sutiles» sólo porque mi abuela y Lydia nunca hacían las comparaciones directamente referidas a Ethel, aunque delante de ella mi abuela decía:
—Lydia, ¿te acuerdas que solías subir las mermeladas y jaleas de los estantes del pasadizo secreto, donde se llenaban de polvo, y las alineabas en la cocina, según las fechas?
—Sí, me acuerdo —respondía Lydia.
—Entonces yo las miraba y decía: «Bien, deberíamos tirar aquélla, parece que no le apetece a nadie y ya tiene dos años». ¿Lo recuerdas? —preguntaba mi abuela.
—Sí. Un año tiramos todas las de membrillo.
—Daba gusto saber lo que teníamos en el pasadizo secreto —observaba mi abuela.
—Siempre digo que no hay que permitir que las cosas la dominen a una —decía Lydia.
Y a la mañana siguiente, por supuesto, la pobre Ethel —correcta aunque indirectamente informada— acarreaba hasta la cocina los potes de mermeladas y jaleas, y les quitaba el polvo para que mi abuela los inspeccionara.
Ethel era una mujer baja y rechoncha, con una fuerza eterna y consistente; sin embargo, su capacidad física quedaba socavada por una mente lerda y una brutal falta de confianza en sí misma. Sus movimientos hacia delante, incluso en algo tan elemental como limpiar la casa, se caracterizaban por los golpetazos de sus brazos gordinflones, pero estos esfuerzos de confianza eran seguidos de o precedidos por los pasos vacilantes y desequilibrados de sus pies cortos y anchos sobre sus gruesos tobillos; era una tropezona. Owen afirmaba que era demasiado lenta para asustarla como es debido y, por lo tanto, rara vez la molestábamos, aunque descubrimos oportunidades de sorprenderla en el oscuro pasadizo secreto. También en esto Ethel era inferior a Lydia: nada tan divertido como aterrorizar a Lydia cuando tenía las dos piernas.
La criada contratada para cuidar a Lydia era «otro cantar», como decíamos en Gravesend. Se llamaba Germaine; Lydia y Ethel la intimidaban; mi abuela la ignoraba olímpicamente. Entre estas despreciativas mujeres, la pobre Germaine tenía la desventaja de ser joven… y casi bonita, en su estilo tímido y ratonil. Poseía la torpeza no específica de quien hace un esfuerzo tan constante para pasar inadvertida, que termina siendo creativamente torpe: sin intentarlo, Germaine atraía toda la atención; su nerviosismo casi eléctrico perturbaba la atmósfera que la rodeaba.
Las ventanas, cuando Germaine trataba de deslizarse a su lado, se cerraban de golpe; las puertas se abrían de par en par. Los preciosos jarrones se tambaleaban cuando se acercaba Germaine; ella alargaba el brazo para estabilizarlos y se hacían añicos. La silla de ruedas de Lydia funcionaba mal en cuanto la temblorosa Germaine la tocaba. La luz de la nevera se fundía en el instante en que Germaine abría la puerta. Y si la luz del garaje quedaba encendida toda la noche, se descubría —durante la temprana investigación de mi abuela a la mañana siguiente— que Germaine había sido la última en retirarse.
—La última que se retira debe apagar las luces —repetía siempre Lydia como una letanía.
—No sólo estaba acostada sino dormida cuando entró Germaine —anunciaba Ethel—. Sé que estaba dormida porque me despertó.
—Lo siento —musitaba Germaine.
Mi abuela suspiraba y meneaba la cabeza, como si varias habitaciones de la casona se hubiesen consumido de la noche a la mañana en un incendio y no quedara nada que salvar… ni que decir.
Pero conozco el motivo por el que mi abuela trataba de ignorar a Germaine. En un acceso de frugalidad yanqui, le había regalado toda la ropa de mi madre. Germaine era más menuda, pero como se trataba de las prendas más bonitas que había tenido en su vida, las usaba con alegría y reverencia. Nunca se dio cuenta de que mi abuela se resentía al verla con atuendos tan dolorosamente familiares. Tal vez mi abuela no sabía cuánto le dolería ver esas prendas en Germaine cuando se las dio, y era demasiado orgullosa para reconocer su error. Lo único que podía hacer era apartar la vista. El hecho de que la ropa no le quedara a la medida se consideraba un fallo de Germaine.
—Tendrías que comer más, Germaine —decía mi abuela sin mirarla, y sin enterarse de lo que comía; sólo sabía que la ropa de mi madre le colgaba como un trapo. Y aunque Germaine se hubiese atiborrado de comida, jamás habría igualado el pecho de mi madre.
—¿John? —susurraba Germaine cuando entraba en el pasadizo secreto. La única lamparilla colgante al pie de la escalera de caracol nunca iluminó mucho el pasadizo—. ¿Owen? ¿Estáis allí? No me asustéis.
Owen y yo esperábamos hasta que hubiese doblado la esquina en L entre los altos y polvorientos estantes que le llegaban a los hombros, con las raras sombras de potes de mermelada y gelatina zigzagueando a través del techo cubierto de telarañas; las sombras más altas e irregulares proyectadas por los grandes recipientes con condimento de tomate y pimiento morrón, y de ciruelas al brandy, surgían amenazadores y se contorsionaban como formaciones volcánicas.
—NO TE ASUSTES —le susurraba Owen en la oscuridad.
Una vez, durante aquellas vacaciones navideñas, Germaine se echó a llorar.
—¡LO SIENTO! —le dijo Owen—. ¡SOLO SOY YO!
Pero Germaine temía precisamente a Owen. Era una chica que creía en lo sobrenatural, en lo que llamaba «señales», por ejemplo la bastante común mutilación y muerte de un petirrojo en las garras de los gatos de Front Street; presenciar esta tortura era «señal segura» de que te verías implicado en una futura violencia mayor aún. El propio Owen era una «señal» para la pobre Germaine; su diminuto tamaño le sugería que mi amigo era lo bastante pequeño para entrar realmente en el cuerpo y el alma de otra persona… llevándola a realizar actos antinaturales.
Durante una cena, una conversación sobre la voz de mi amigo me reveló el punto de vista de Germaine referente a ese aspecto antinatural de Owen. Mi abuela me había preguntado si él o su familia se habían tomado alguna vez la molestia de averiguar si podía «hacerse» algo con su voz.
—En una consulta médica, me refiero —dijo mi abuela y Lydia asintió tan enérgicamente que creí que se le caerían las horquillas en el plato.
Sabía que una vez mi madre había sugerido a Owen que su antiguo maestro de vocalización y canto podía estar en condiciones de darle algún consejo de reeducación, o incluso sugerirle ejercicios vocales, destinados a enseñarle a hablar más… bien… normalmente. Mi abuela y Lydia intercambiaron las habituales miradas ante la mera mención de aquel maestro de vocalización y canto; agregué que mi madre había apuntado incluso el domicilio y el teléfono de ese personaje misterioso, y le había dado el papel a Owen. Yo estaba seguro de que nunca se había puesto en contacto con el maestro de Boston.
—¿Por qué? —preguntó mi abuela. Efectivamente, ¿por qué?, pareció preguntar Lydia, asintiendo con la cabeza. El asentimiento de Lydia era la manifestación más detectable del grado en que su senilidad se adelantaba a la de mi abuela, o al menos eso me había dicho en privado mi abuela, que se interesaba mucho, casi clínicamente, por la senilidad de Lydia, porque interpretaba su conducta como un barómetro de lo que le ocurriría a ella a corto plazo.
Ethel estaba sacando la mesa con su curiosa combinación de agresividad y movimiento a cámara lenta; recogió muchos platos de una sola vez, pero perdió tanto tiempo alrededor de la mesa con ellos en la mano, que tenías la certeza de que volvería a poner algunos en su sitio. Ahora pienso que sólo estaba ordenando sus pensamientos pues no sabía dónde llevarlos. Germaine también quitaba objetos, a la manera en que una golondrina lisiada puede abalanzarse a buscar una miga de tu plato en un picnic. Germaine quitaba muy pocas cosas: una cuchara por vez, y a menudo la que no correspondía; o te retiraba el tenedor de la ensalada antes de que te hubieras servido. Pero si bien su perturbación de tu zona en la mesa era leve y extravagante, también estaba cargada de una vasta propensión a los accidentes. Cuando se aproximaba Ethel, temías que se te cayera encima un deslizamiento de platos, pero nunca ocurría. Si se acercaba Germaine, cuidabas el plato y los cubiertos, temiendo que te fuera arrebatado algo que necesitabas, y que tu copa de agua se volcara durante el repentino y caprichoso ataque, lo que ocurría con frecuencia.
Por tanto, en el marco de esa arena angustiosa —el momento en que sacaban la mesa— anuncié a mi abuela y a Lydia por qué Owen Meany no le había pedido consejo al maestro de vocalización y canto de mi madre.
—A Owen no le parece correcto tratar de cambiar su voz —dije.
Ethel —apartándose tambaleante de la mesa bajo la considerable carga de dos fuentes, la ensaladera, todos los platos y el servicio de plata— se mantuvo firme. Mi abuela, percibiendo la precipitada presencia de Germaine, sujetó su copa de agua con una mano y la de vino con la otra.
—¿Por qué no cree que sea correcto? —preguntó, mientras Germaine retiraba inútilmente el pimentero y dejaba el salero.
—Considera que su voz tiene un propósito, que hay una razón para que suene así.
—¿Qué razón? —quiso saber mi abuela.
Ethel se había acercado a la puerta de la cocina, pero parecía esperar, equilibrando su carga de platos y preguntándose —probablemente— si no debería llevarlos al salón. Germaine se situó directamente detrás de la silla de Lydia, con lo que logró ponerla más nerviosa.
—Owen opina que esa voz se la ha dado Dios —dije tranquilamente, mientras Germaine alargaba la mano para coger la cucharilla de postre que Lydia aún no había usado, y dejaba caer el pimentero en su copa de agua.
—¡Cielos misericordiosos! —dijo Lydia; ésa era una de las frases predilectas de mi abuela, por lo que miró a Lydia como si el robo de su lenguaje favorito fuera otra manifestación de que la senilidad de Lydia se adelantaba a la suya.
Para asombro de todos, intervino Germaine.
—Yo creo que esa voz se la ha dado el Diablo —dijo.
—¡Paparruchas! —exclamó Abuela—. ¡Paparruchas que se la haya dado Dios… o el Diablo! Esa voz se la ha dado el granito. ¡Respiró todo ese polvo siendo un bebé! ¡Eso volvió extraña su voz y atrofió su crecimiento!
Asintiendo, Lydia impidió que Germaine tratara de sacar el pimentero de su copa de agua; para ponerse a salvo, lo hizo ella misma. Ethel chocó con gran estrépito contra la puerta de la cocina, que giró sobre sus goznes y se abrió de par en par; Germaine huyó del comedor… con las manos vacías.
Mi abuela exhaló un profundo suspiro e incluso ante ese suspiro, Lydia asintió, aunque con un movimiento más modesto de la cabeza.
—¡Se la ha dado Dios! —repitió mi abuela desdeñosamente. Enseguida agregó—: La dirección y el teléfono del maestro de vocalización y canto… no creo que tu amigo los haya conservado, sobre todo si no tenía la intención de usarlos —ante esta astuta pregunta indirecta, mi abuela y Lydia intercambiaron sus miradas habituales.
Pero yo sopesé cuidadosamente el asunto: para mí eran evidentes sus diversos niveles de seriedad. Sabía que mi abuela nunca había contado con esa información, a pesar de lo mucho que debía de interesarle. Por supuesto, también sabía que Owen jamás habría tirado el papel; la cuestión no era que tuviera o no la intención de usarlo. Él rara vez tiraba nada; algo que le hubiese dado mi madre, no sólo lo habría conservado, sino que lo habría puesto en un relicario.
Debo muchas cosas a mi abuela; entre ellas el buen empleo de una pregunta astuta.
—¿Para qué iba a guardarlos? —inquirí con tono inocente.
Abuela volvió a suspirar; Lydia volvió a asentir.
—Efectivamente, ¿para qué? —dijo Lydia tristemente. Le tocó a mi abuela asentir. Las dos se están volviendo viejas y frágiles, observé, pero pensaba por qué me guardé el secreto de la probable posesión, por parte de Owen, de la dirección y el teléfono del maestro de canto. Lo ignoraba… entonces. Hoy sé que Owen Meany se habría apresurado a decir que no era CASUALIDAD.
¿Y qué habría dicho referente a nuestro descubrimiento de que en Navidad no éramos los únicos usuarios de las habitaciones vacías de Waterhouse Hall? ¿También habría dicho que no fue por CASUALIDAD que (una tarde) mientras realizábamos nuestra acostumbrada investigación en un dormitorio del primer piso oyéramos girar otra llave maestra en la cerradura? Me metí deprisa en el armario, temiendo que las perchas vacías no hubiesen dejado de tintinear cuando el nuevo intruso estuviera dentro. Owen se lanzó como una flecha debajo de la cama; se tumbó de espaldas con las manos cruzadas sobre el pecho, como un soldado en una tumba improvisada. Al principio pensamos que Dan nos había pescado, pero evidentemente estaba ensayando con los Gravesend Players, a menos que (desesperado) los hubiese echado a todos y cancelado el estreno de la obra. Sólo podía ser Mr. Brinker-Smith, el biólogo, pero él residía en la planta baja. Owen y yo hacíamos tan poco ruido que no creíamos que hubiese detectado desde allí nuestra presencia.
—¡Hora de la siesta! —oímos decir a Mr. Brinker-Smith; Mrs. Brinker-Smith rió entre dientes.
Inmediatamente fue evidente para nosotros que Ginger Brinker-Smith no había llevado a su marido a esa habitación vacía con la idea de amamantarlo; los gemelos no estaban con sus padres, también para ellos era la «hora de la siesta». Hoy me sorprende que los Brinker-Smith hubieran sido bendecidos con una iniciativa enérgica, con un admirable y creativo sentido de la picardía. ¿De qué otro modo podrían haber mantenido uno de los placeres de las relaciones conyugales sin perturbar a sus exigentes gemelos? En aquella época, naturalmente, Owen y yo pensamos que los Brinker-Smith tenían una peligrosa sobrecarga sexual; que hicieran un uso tan temerario de las camas del edificio, incluyendo —como supimos más adelante— un proceso sistemático a través de todos los dormitorios de Waterhouse Hall… bien era una conducta pervertida tratándose de un padre y una madre, a juicio de Owen y mío. Día a día, siesta a siesta, cama a cama, los Brinker-Smith se iban abriendo paso hasta la tercera planta. Dado que Owen y yo íbamos hacia la planta baja, quizás era inevitable —como habría sugerido Owen— y no una CASUALIDAD que nos encontráramos con ellos en una habitación del primer piso.
No vi nada pero oí mucho a través de la puerta cerrada del armario. (Nunca había oído a Dan con mi madre.) Como siempre, Owen Meany tuvo una percepción más cercana e intensa que yo de tan apasionado evento: las ropas de los Brinker-Smith cayeron a ambos lados de su cuerpo; el legendario sostén de lactancia de Ginger cayó a pocos centímetros de su cara. Owen me contó que además tuvo que ladearla para evitar el hundimiento de los muelles, que comenzaron a hacer una violenta sacudida de frotación con su nariz. Aun con la cara de costado, de vez en cuando el elástico de la cama llegaba lo bastante cerca del suelo como para rasparle la mejilla.
—LO PEOR FUE EL RUIDO —me dijo lacrimoso después de que los Brinker-Smith regresaran con sus gemelos—. ¡ME SENTÍA COMO SI ESTUVIERA DEBAJO DEL FLYING YANKEE!
El hecho de que los Brinker-Smith hubiesen encontrado un modo de empleo de Waterhouse Hall más creativo y original que el que podíamos encontrar Owen y yo, ejerció un efecto radical en el resto de nuestras vacaciones navideñas. Impresionado y magullado, Owen sugirió que volviéramos a las investigaciones más domésticas de 80 Front Street.
—¡Dura! ¡Dura! —había gritado Ginger Brinker-Smith.
—¡Húmeda! ¡Húmeda! —le había contestado Mr. Brinker-Smith. Y tracatrá, ñaca, ñaca, ñaca, los muelles en la cabeza de Owen Meany.
—ESTÚPIDA DUREZA, ESTÚPIDA HUMEDAD —se quejó Owen—. EL SEXO VUELVE LOCA A LA GENTE.
Me bastaba pensar en Hester para estar de acuerdo con él.
Por eso, a causa de nuestro primer contacto con el acto del amor, Owen y yo estábamos en 80 Front Street —aburriéndonos— el día que nuestro cartero, Mr. Morrison, anunció que abandonaba el papel del Espíritu de las Navidades Futuras.
—¿Y por qué me lo dice a mí? —preguntó mi abuela—. Yo no soy el director.
—Dan no está en mi recorrido —explicó el sombrío cartero.
—Yo no transmito mensajes de este tipo, ni siquiera a Dan —dijo mi abuela a Mr. Morrison—. Debe ir al próximo ensayo y decírselo personalmente.
Abuela mantuvo entreabierta la contrapuerta y el cortante aire de diciembre debía de soplar helado contra sus piernas; hacía bastante frío para Owen y para mí, aunque estábamos más adentro, en el vestíbulo, detrás de ella, y los dos teníamos pantalones de franela. Sentíamos emanar el aire gélido de Mr. Morrison, que sujetaba en la mano enguantada el pequeño atado de correspondencia de mi abuela; parecía reticente a entregárselo a menos que ella accediera a transmitirle el mensaje a Dan.
—Nunca volveré a pisar un ensayo —afirmó Mr. Morrison, arrastrando por el suelo las botas altas, cambiando de lugar su pesada saca de cuero.
—Si quisiera renunciar a su puesto de cartero, ¿le pediría a alguien que se lo dijera al jefe de correos? —le preguntó mi abuela.
Mr. Morrison lo pensó; su cara larga estaba alternativamente roja y azul a causa del frío.
—No es el papel que yo creía —respondió.
—Dígaselo a Dan —insistió Abuela—. Yo no sé nada de eso.
—YO SI —terció Owen Meany. Abuela lo observó, dudosa; antes de permitir que la reemplazara ante la puerta abierta, alargó la mano y le arrebató la correspondencia al indeciso Mr. Morrison.
—¿Qué sabes tú de eso? —preguntó el cartero a Owen.
—ES UN PAPEL IMPORTANTE —dijo Owen—. USTED ES EL ULTIMO DE LOS FANTASMAS QUE SE LE APARECEN A SCROOGE. ES EL ESPÍRITU DEL FUTURO… ¡EL MÁS PAVOROSO DE TODOS!
—¡Si no digo una sola palabra! —protestó Mr. Morrison—. Ni siquiera es lo que llaman un papel hablado.
—UN GRAN ACTOR NO NECESITA HABLAR —dijo Owen.
—¡Y llevo una gran capa negra con capucha! —se quejó Mr. Morrison—. Nadie me ve la cara.
—Eso al menos es bastante justo —me dijo Abuela en voz muy baja.
—UN GRAN ACTOR NO NECESITA CARA —prosiguió Owen.
—¡Un actor tiene que hacer algo! —gritó el cartero.
—¡USTED LE MUESTRA A SCROOGE LO QUE LE OCURRIRÁ SI NO CREE EN LA NAVIDAD! —vociferó Owen—. ¡LE MUESTRA A UN HOMBRE SU PROPIA TUMBA! ¿HAY ALGO MÁS ESPANTOSO QUE ESO?
—Pero lo único que hago es señalar —gimió Mr. Morrison—. Nadie sabría siquiera lo que señalo si el viejo Scrooge no estuviera todo el tiempo hablando en voz alta consigo mismo. «Si hay alguien en la ciudad que sienta alguna emoción por la muerte de este hombre, muéstrame a esa persona. ¡Espíritu, te lo ruego!». Éste es el tipo de discurso que siempre larga el viejo Scrooge —chilló Mr. Morrison—. «Permíteme que vea alguna compasión provocada por esa muerte» y así sucesivamente —dijo con amargura el cartero—. ¡Y lo único que hago es señalar! ¡No digo nada y lo único que se me ve es un dedo! —gritó; se arrancó el guante y con un dedo largo y huesudo señaló a Owen Meany, que retrocedió ante su esquelética mano.
—ES UN GRAN PAPEL PARA UN GRAN ACTOR —reiteró Owen, tercamente—. USTED TIENE QUE SER UNA PRESENCIA. NO HAY NADA MÁS TEMIBLE QUE EL FUTURO.
En el vestíbulo, detrás de Owen, se había reunido un ansioso grupo. Lydia en su silla de ruedas, Ethel —que estaba lustrando un candelabro— y Germaine, que pensaba que Owen era el Diablo… las tres acurrucadas a espaldas de mi abuela, que tenía edad suficiente para tomarse a pecho el punto de vista de Owen: nada es tan temible como el futuro, ella lo sabía, salvo alguien que conoce el futuro.
Owen levantó las manos tan bruscamente que las mujeres se sobresaltaron y se apartaron de él.
—¡USTED SABE TODO LO QUE VA A OCURRIR! —gritó al contrariado cartero—. SI CAMINA POR EL ESCENARIO COMO SI CONOCIERA EL FUTURO… COMO SI CONOCIERA TODO, QUIERO DECIR, TODOS SE CAGARAN DE MIEDO.
Mr. Morrison lo pensó; apareció incluso una tenue luz de comprensión en su mirada, como si viera —aunque momentáneamente— su propio potencial aterrador, pero sus ojos se nublaron enseguida con el aliento que exhalaba bajo el aire frío.
—Dígale a Dan que abandono, eso es todo. —Acto seguido giró sobre sus talones y se largó «muy poco dramáticamente», diría después mi abuela. En ese momento, a pesar de su disgusto por el lenguaje vulgar, parecía encantada con Owen Meany.
—Ahora apártate de la puerta abierta, Owen —le dijo—. Has prestado a ese tonto más atención de la que merece y te morirás de frío.
—LLAMARE A DAN AHORA MISMO —nos dijo Owen con tono práctico. Fue directamente al teléfono y marcó el número; ni las mujeres ni yo nos movimos del vestíbulo, aunque creo que no éramos conscientes de que nos habíamos convertido en su público—. HOLA, DAN. ¿DAN? ¡SOY OWEN! —(Como si pudiera haber alguna duda con respecto a eso)—. DAN, ES UN CASO DE EMERGENCIA. HAS PERDIDO AL ESPÍRITU DE LAS NAVIDADES FUTURAS. SI, ME REFIERO A MORRISON. ¡EL CARTERO COBARDE!
—¡El cartero cobarde! —repitió admirada mi abuela.
—SI, SI, YA SE QUE NO LO HACIA NADA BIEN —dijo Owen a Dan—. PERO SUPONGO QUE NO QUERRÁS QUEDARTE ATASCADO POR LA FALTA DE UN ESPÍRITU DEL FUTURO.
En ese momento lo vi venir; al futuro, quiero decir… o al menos una pequeña porción del futuro. Owen no había convencido a Mr. Morrison de que hiciera el papel, pero se había convencido a sí mismo de que el personaje era importante, mucho más atractivo que Tiny Tim, ese santurrón. Más aún, el Espíritu de las Navidades Futuras no hablaba; Owen no tendría que usar la voz, ni como Niño Jesús ni como Espíritu del Futuro.
—NO TE ASUSTES POR ESO, DAN —dijo Owen—, CREO QUE CONOZCO A ALGUIEN QUE ESTARÍA PERFECTO EN ESE PAPEL… BIEN, SI NO PERFECTO, AL MENOS DIFERENTE.
Fue con la palabra DIFERENTE que mi abuela se estremeció; también fue la única vez que miró a Owen Meany con algo parecido al respeto.
Una vez más, pensé, el pequeño Príncipe de la Paz se ha hecho cargo de todo. Miré a Germaine, que tenía el labio inferior apretado entre los dientes; supe lo que estaba pensando. Lydia, balanceándose en su silla de ruedas, parecía hipnotizada por la conversación unilateral; Ethel blandía el candelabro como un arma.
—LO QUE EXIGE EL PAPEL ES CIERTA PRESENCIA. EL FANTASMA TIENE QUE DAR LA IMPRESIÓN DE CONOCER VERDADERAMENTE EL FUTURO. EL OTRO PERSONAJE QUE INTERPRETO ESTA NAVIDAD, PARADÓJICAMENTE… SI, SI, ME REFIERO AL ESTÚPIDO ESPECTÁCULO EN LA IGLESIA… PARADÓJICAMENTE, ME PREPARA PARA ESTE PAPEL. QUIERO DECIR QUE AMBOS OBLIGAN A HACERSE CARGO DE LAS COSAS SIN PALABRAS… ¡SI, SI, CLARO QUE ME REFIERO A MI! —se produjo una extraña pausa durante la cual Owen escuchó a Dan—. ¿QUIEN HA DICHO QUE EL ESPÍRITU DE LAS NAVIDADES FUTURAS TIENE QUE SER ALTO? —preguntó Owen, furioso—. SI, POR SUPUESTO QUE SE LO ALTO QUE ES MISTER FISH. DAN, NO ESTÁS USANDO TU IMAGINACIÓN —otra breve pausa y Owen agregó—: HAY UNA PRUEBA MUY SENCILLA. DEJAME ENSAYARLO. SI TODOS SE RÍEN, ME VOY. SI TODOS SE ASUSTAN, EL PAPEL ES MIO. SI, NATURALMENTE, «INCLUIDO MISTER FISH». SE RÍEN, ME LARGO. SE ASUSTAN, ME QUEDO.
Pero yo no necesitaba esperar a conocer los resultados de esa prueba. Bastaba observar la cara ansiosa de mi abuela y las actitudes de las mujeres que la rodeaban, el miedo a Owen Meany que se traslucía en la expresión transfigurada de Lydia, en los nudillos blancos de Ethel alrededor del candelabro, en el labio tembloroso de Germaine. Yo no necesitaba aplazar mi creencia o incredulidad en Owen Meany hasta después de su primer ensayo; ya sabía la presencia que era capaz de ser, sobre todo con referencia al futuro.
Esa tarde, mientras cenábamos, Dan nos habló del triunfo de Owen. Todos estaban hechizados, sin siquiera saber qué enano era aquél, pues Owen quedaba completamente oculto bajo la capa y la capucha negras; no importó que no hablara ni que nadie viera su cara. Ni siquiera Mr. Fish sabía por anticipado quién era la temible aparición.
Como escribió Dickens: «¡Oh, fría, fría, rígida, terrible muerte, erige aquí tu altar y revístelo con todos los errores de que dispongas, porque este es tu dominio!».
Owen se deslizaba por el escenario; varias veces sobresaltó a Mr. Fish, que perdía el sentido de dónde se encontraba el fantasma. Cuando Owen señaló, lo hizo con un movimiento súbito, convulsivo, crispado; su manita blanca salió como un destello de los pliegues de la capa, a la que hizo aletear. Se deslizaba lentamente, como un patinador que pierde impulso, pero sabía pasar rozando apenas, con la repelente velocidad de un murciélago.
Ante el sepulcro de Scrooge, Mr. Fish dijo:
—«Antes de acercarme a esa losa que estás señalando, respóndeme a una pregunta. ¿Son estas las sombras de las cosas que van a suceder, o solamente de las que es posible que sucedan?».
Como nunca con anterioridad, la pregunta captó la atención de todos los aficionados de los Gravesend Players; hasta Mr. Fish pareció mortalmente interesado en la respuesta. Pero el liliputiense Espíritu de las Navidades Futuras fue inexorable; la indiferencia del minúsculo fantasma a la pregunta hizo temblar a Dan Needham.
En ese momento Mr. Fish se aproximó a la lápida lo suficiente como para leer su propio nombre.
—«Ebenezer Scrooge… ¿soy yo ese hombre?». —gritó Mr. Fish y cayó de rodillas. Y fue desde la perspectiva de sus rodillas, cuando su cabeza sólo estaba ligeramente por encima de la de Owen Meany, que Mr. Fish recibió la primera mirada directa del rostro desviado bajo la capucha. No rió; gritó.
Se suponía que debía decir: «¡No, Espíritu! ¡Oh, no, no! ¡Escúchame! ¡Ya no soy el que era!», etcétera, etcétera. Pero Mr. Fish gritó, sencillamente. Apartó las manos tan violentamente de la capucha de Owen, que se le cayó de la cabeza, descubriéndolo a los otros miembros del reparto. Algunos también gritaron; nadie rió.
—Se me ponen los pelos de punta de sólo recordarlo —nos dijo Dan mientras cenábamos.
—No me sorprende —dijo mi abuela.
Después de la cena, apareció Mr. Fish, más bien sumiso.
—Bien, al menos tenemos un buen fantasma —dijo—. Facilita mucho mi trabajo, en realidad —racionalizó—. El chiquillo es bastante eficaz, bastante eficaz. Será interesante ver su… el efecto que tiene en el público.
—Ya lo hemos visto —le recordó Dan.
—Bien, sí… —reconoció deprisa; parecía preocupado.
—Alguien me contó que la hija de Mister Early se mojó las bragas —nos informó Dan.
—No me sorprende —dijo mi abuela. Germaine, que quitaba las cucharillas de té de una en una, parecía estar a punto de mojarse las suyas.
—¿No podrías contenerlo un poco? —sugirió Mr. Fish a Dan.
—¿Contenerlo? —preguntó el director de la obra.
—Bien, tratar de reprimir un poco lo que hace —aclaró Mr. Fish.
—No estoy nada seguro de qué es lo que hace —admitió Dan.
—Yo tampoco —dijo Mr. Fish—. Pero es… tan perturbador.
—Tal vez cuando la gente esté sentada unas cuantas filas atrás, cuando haya público, me refiero, no sea tan… preocupante —dijo Dan.
—¿Te parece? —preguntó Mr. Fish.
—En realidad, no —reconoció Dan.
—¿Y si viéramos su cara… desde el principio? —sugirió Mr. Fish.
—Si no le tironearas de la capucha, nunca veríamos su cara —puntualizó Dan—. Creo que eso será mejor.
—Sí, mucho mejor —coincidió Mr. Fish.
Mr. Meany dejó a Owen en 80 Front Street, donde pasaría la noche. Sabía que mi abuela se irritaba con el alboroto que hacía su camión en la rampa; por eso no lo oímos llegar ni marcharse: Owen se apeó de la cabina en Front Street.
Fue mágico; la sincronización, quiero decir. Mr. Fish despidiéndose, abriendo la puerta para irse, precisamente al mismo tiempo que Owen alargaba el brazo para tocar el timbre. En ese instante mi abuela encendió la luz del porche; Owen parpadeó por el resplandor. Desde debajo de su gorra de cazador a cuadros rojos y negros, levantó su pequeña cara afilada y miró a Mr. Fish, como una zarigüeya bajo el haz de luz de una linterna. Una pálida magulladura amarilla, del brillo de la plata deslustrada, resaltaba en la mejilla de Owen —donde lo había golpeado la cama móvil de los Brinker-Smith—, dotándolo del color desigual de un cadáver. Mr. Fish retrocedió de un salto hasta el vestíbulo.
—Hablando del rey de Roma… —dijo Dan, sonriente. Owen nos sonrió a todos.
—¡SUPONGO QUE YA ESTÁIS ENTERADOS! ¡CONSEGUÍ EL PAPEL! —nos dijo a mi abuela y a mí.
—No me sorprende, Owen —dijo mi abuela—. Entra —mantuvo la puerta abierta para que pasara; incluso le hizo una encantadora reverencia, inadecuadamente pueril, pero Harriet Wheelwright estaba dotada con las características esencialmente regias que hacen funcionar un gesto inapropiado: gracia y sarcasmo.
No pasó inadvertida para Owen Meany la ironía en la voz de mi abuela; no obstante, le sonrió de oreja a oreja y retribuyó su reverencia con una confiada inclinación de cabeza y un toque ínfimo a su gorra de cuadros rojos y negros. Owen Meany había triunfado y lo sabía; mi abuela también lo sabía. Hasta Harriet Wheelwright —con su indiferencia de Mayflower hacia todos los Meany de este mundo—, hasta mi abuela sabía que en el Ratón de Granito había más de lo que saltaba a la vista.
Mr. Fish, tal vez para recomponerse, tarareaba la melodía de un conocido villancico. Hasta Dan Needham conocía la letra. Mientras Owen terminaba de sacudirse la nieve de las botas —mientras el pequeño Niño Jesús entraba en nuestra casa—, Dan cantaba a medias y a medias murmuraba el estribillo que tan bien conocíamos: «¡Oíd! Canta la celeste voz: “¡En los cielos gloria a Dios!”».