El ángel

En su dormitorio de 80 Front Street, mi madre tenía un maniquí de modista en posición de firmes junto a su cama, como un sirviente a punto de despertarla, como un centinela que la custodiaba mientras dormía… como un amante poco antes de acostarse a su lado. Mi madre tenía mano para la costura; en otra vida podría haber sido costurera. Su gusto no era nada complicado y se hacía toda la ropa. Mediaba un abismo entre su máquina de coser, que también estaba en el dormitorio, y la antigualla que los niños maltratábamos en el desván; la máquina de madre era sorprendentemente moderna y de mucha utilidad.

Durante los años anteriores a su casamiento con Dan Needham, mi madre no desempeñó un trabajo de verdad ni siguió cursos de enseñanza superior; aunque nunca le faltó dinero —porque mi abuela era generosa con ella—, sabía reducir al mínimo sus gastos personales. Traía a casa unas vestimentas encantadoras, de Boston, pero no las compraba; se las ponía al maniquí y las copiaba. Luego devolvía los originales a las diversas tiendas de Boston; nos contaba que siempre les explicaba lo mismo y que nunca se enfadaban con ella… más bien se compadecían y aceptaban la devolución sin ponerle pegas.

«A mi marido no le gusta», les decía.

Se reía de ello con mi abuela y conmigo.

—¡Deben de creer que estoy casada con un auténtico tirano! ¡Nada le gusta! —Mi abuela, plenamente consciente de que mi madre no tenía ningún marido, reía incómoda, pero la travesura era tan aislada e inocente que estoy seguro de que Harriet Wheelwright no ponía objeciones a que su hija se divirtiera un poco.

La ropa que hacía mi madre era preciosa: sencilla, como ya he dicho… casi todo en blanco o negro, aunque con los mejores paños, y le sentaba de maravilla. Los vestidos, blusas y faldas que llevaba a casa eran multicolores y de estampados diversos, pero ella imitaba expertamente el corte en blanco y negro. Como en tantas cosas, en la costura sabía ser muy competente sin tener la menor originalidad o siquiera inventiva. El juego que realizaba sobre el cuerpo perfecto del maniquí debía de complacer su faceta frugal y yanqui… el lado Wheelwright que había en ella.

Mi madre detestaba la oscuridad. Nunca había luz suficiente para su gusto. Yo veía al maniquí como un cómplice en su guerra contra la noche. Mi madre sólo cerraba las cortinas cuando se estaba desnudando para acostarse; en cuanto tenía puesto el camisón y la bata, las descorría. Cuando apagaba la lámpara de la mesilla, toda luz que hubiese fuera se colaba en su habitación; siempre había alguna luminosidad. En Front Street había farolas, Mr. Fish dejaba luces encendidas en su casa toda la noche, y mi abuela una lámpara, que iluminaba inútilmente las puertas del garaje. Además de estas luces vecinas, estaba la de las estrellas, o la de la luna, o ese innominable resplandor que emana del horizonte oriental si vives cerca de la costa atlántica. No había noche en que mi madre no viese desde la cama la reconfortante figura del maniquí, que no sólo era su cómplice contra la oscuridad, sino su doble.

El maniquí nunca estaba desnudo. No quiero decir que mi madre fuese tan aficionada a la costura como para tener siempre un vestido en curso, pero sea por un sentido del decoro o por cierta índole lúdica que nunca había perdido —de cuando solía ataviar a sus muñecas—, siempre lo tenía cubierto. Y nunca de forma descuidada; mi madre jamás permitió que estuviese en paños menores. Quiero decir que el maniquí siempre estaba completamente vestido… y bien engalanado.

Recuerdo el despertar de alguna pesadilla, o un malestar, y haber bajado el pasillo a oscuras desde mi habitación hasta la suya, palpando las paredes hasta encontrar el pomo de su puerta. Una vez allí, sentía que había viajado a otra zona temporal; después de la oscuridad de mi habitación y la negrura del pasillo, el dormitorio de mi madre resplandecía; en comparación con el resto de la casa, en su habitación siempre estaba a punto el alba. Y allí se alzaba el maniquí, vestido para la vida real, vestido para el mundo. A veces lo confundía con mi madre, creía que ya había saltado de la cama e iba camino de mi cuarto… probablemente me había oído toser, o gritar dormido; quizá se había levantado temprano; o tal vez acababa de llegar a casa, muy tarde. En otras ocasiones, el maniquí me sobresaltaba; había olvidado su existencia y bajo la media luz gris de esa habitación pensaba que era un asaltante… pues una figura erguida y tan quieta junto a un cuerpo dormido podía ser tanto un agresor como un protector.

El caso es que el maniquí era una réplica exacta del cuerpo de mi madre.

—Es como verte doble —solía decir Dan Needham.

Después de casarse con mi madre, Dan me contó algunas historias sobre el maniquí. Cuando nos trasladamos a su apartamento de Gravesend Academy, el maniquí y la máquina de coser se convirtieron en residentes estables del comedor, en el que nunca comíamos. Hacíamos casi todas nuestras comidas en el refectorio de la escuela; si comíamos en casa, nos instalábamos en la cocina.

Dan sólo intentó compartir el dormitorio con el maniquí unas pocas veces. «¿Qué pasa, Tabby?», le preguntó la primera noche, pensando que mi madre se había levantado. «Vuelve a la cama», le dijo otra vez. Y en una ocasión le preguntó al maniquí: «¿Estás enferma?». Mi madre, no del todo dormida a su lado, murmuró: «Yo no. ¿Y ?».

Por supuesto, fue Owen Meany quien experimentó los encuentros más intensos con el maniquí. Mucho antes de que el armadillo de Dan Needham cambiara su vida y la mía, mi amigo disfrutaba jugando a vestir y desvestir al maniquí de mi madre en 80 Front Street. Mi abuela observaba cejijunta este juego… sobre la base de que éramos varones. Mi madre, por su parte, se mostró precavida: al principio temía por su ropa. Pero confiaba en nosotros: siempre lo hacíamos con las manos limpias, restituíamos vestidos, blusas y faldas a sus perchas, y guardábamos sus prendas íntimas, correctamente plegadas, en los cajones correspondientes. Mi madre llegó a ser tan tolerante con nuestro juego que incluso nos felicitaba —de vez en cuando— por la creación de un conjunto en el que no había pensado. Y muchas veces Owen se exaltaba tanto con nuestra creación que le rogaba que luciera personalmente la insólita combinación.

Sólo Owen Meany era capaz de hacer ruborizar a mi madre.

—Hace años que tengo esta blusa y esta falda —decía—. ¡Nunca se me ocurrió ponérmelas con este cinturón! ¡Eres un genio, Owen!

—A TI TODO TE QUEDA BIEN —respondía Owen y ella se ponía de todos los colores.

Si Owen hubiese querido ser menos lisonjero, podría haber señalado que era fácil vestir a mi madre o a su maniquí, porque todas sus prendas eran blancas o negras: todo hacía juego con todo lo demás.

Había un único vestido rojo, y no conseguimos que a mi madre le gustara; nunca estuvo destinado a formar parte de su guardarropa, pero yo estaba convencido de que la Wheelwright que había en ella le imposibilitaba regalarlo o tirarlo a la basura. Lo había descubierto en una tienda excepcionalmente distinguida de Boston; le encantaba la caída de la tela, la espalda escotada, la cintura ceñida y la falda amplia, pero odiaba el color: rojo escarlata, rojo flor de Pascua. Su intención era copiarlo —en blanco o en negro—, como todos los demás, pero le gustaba tanto el corte que lo copió en blanco y en negro.

—Blanco cuando estoy morena —dijo— y negro para el invierno.

Nos contó que cuando fue a Boston a devolver el vestido rojo, se enteró de que la tienda se había incendiado hasta los cimientos. Estuvo un rato sin recordar el nombre de la tienda, pero le preguntó a la gente del barrio y apuntó el domicilio anterior. Había una crisis con la compañía de seguros y transcurrieron meses hasta que consiguió hablar con alguien, aunque sólo era un abogado.

—¡No pagué el vestido! —le dijo mi madre—. Era muy caro. Sólo me lo llevé para probármelo. Y no me lo quedaré. No quiero que me pasen la factura dentro de unos meses. Era demasiado caro —repitió, pero el abogado le aseguró que no importaba. Todo se había quemado. Se habían quemado las facturas, se había quemado el inventario, se habían quemado las existencias.

—El teléfono se fundió —dijo el abogado—. La caja registradora se fundió. Ese vestido es el menor de los problemas. Ahora es suyo. Ha tenido suerte —concluyó el abogado en un tono que la hizo sentir culpable.

—¡Santo cielo! —exclamó mi abuela—. ¡Es tan fácil hacer que un Wheelwright se sienta culpable! Domínate, Tabitha, y deja de quejarte. Es un vestido hermoso… de un color navideño —decidió mi abuela—. Siempre hay fiestas por Navidad. Será perfecto para la ocasión —pero nunca vi que mi madre sacara el vestido de su armario; las únicas veces que el vestido salió de allí, después de que mi madre lo copiara, fueron aquellas en que Owen jugaba a ponérselo al maniquí. Ni siquiera él encontró la forma de que a mi madre le gustara ese vestido rojo.

—Puede ser un color navideño —decía—, pero yo soy del color equivocado, sobre todo en la época de Navidad, con ese vestido —quería decir que su tez se veía cetrina cuando se vestía de rojo sin estar bronceada… ¿y quién está bronceado para Navidad en New Hampshire?

—¡ENTONCES USALO EN VERANO! —sugirió Owen.

Pero según mi madre era ostentoso usar un rojo tan brillante en verano, significaba dar demasiada importancia al bronceado. Dan le sugirió que lo donara para su desharrapado vestuario teatral. Pero mi madre consideró que sería un despilfarro, además de que ninguno de los chicos de Gravesend Academy, y sin la menor duda ninguna otra mujer de nuestra ciudad, tenía una figura que hiciera justicia al vestido.

Dan Needham no sólo se hizo cargo de las representaciones de los chicos de Gravesend Academy, sino que revitalizó la compañía teatral de aficionados de nuestra pequeña ciudad, los anteriormente deslucidos Gravesend Players. Convenció a medio mundo para que se integrara en el grupo; logró que la mitad de los profesores de la academia pusieran de relieve sus condiciones de comediantes, y sacó a flote la naturaleza histriónica de la mitad de los lugareños invitándolos a ensayar en sus puestas en escena. Hasta logró que mi madre fuese su primera actriz… aunque una sola vez.

Por mucho que a mi madre le gustara cantar, era sumamente tímida para interpretar. Accedió a actuar en una sola obra bajo la dirección de Dan —y creo que sólo aceptó como indicativo de su compromiso con tan prolongado noviazgo—, y únicamente en pareja con él —si él era el primer actor— y si no hacía el papel de amante. No quería ser la comidilla de la ciudad, que imaginaría todo tipo de cosas sobre su noviazgo, dijo. Después de casarse, mi madre no volvió a actuar; tampoco lo hizo Dan. Él siempre era el director, ella la apuntadora. Mi madre tenía buena voz como apuntadora: baja pero clara. Tantas lecciones de canto sirvieron para eso, supongo.

Sólo una vez pisó las tablas, en un papel estelar: la obra se llamaba Angel Street. Fue hace tanto tiempo que no recuerdo los nombres de los personajes ni ninguno de los decorados. Los Gravesend Players usaban el ayuntamiento, y allí nunca se prestó mucha atención a los decorados. Lo que sí recuerdo es la película que se hizo basada en Angel Street; se titulaba Luz que agoniza y la he visto varias veces. Mi madre hacía el papel de Ingrid Bergman; era la esposa a la que el canalla de su marido estaba volviendo loca. Y Dan era el canalla… el personaje de Charles Boyer. Si conoces el argumento, aunque Dan y mi madre hacían de marido y mujer, sabrás que hay muy pocas evidencias de amor entre ellos en escena; fue la única vez y el único lugar en que vi a Dan ser odioso con mi madre.

Dan me dice que en Gravesend todavía hay gente que lo «mira mal» a causa del papel de Charles Boyer que interpretó; lo miran como si él hubiese golpeado aquella lejana pelota fuera… y como si lo hubiera hecho intencionadamente.

Y sólo una vez en esa obra —en realidad en el ensayo general— mi madre usó el vestido rojo. Debía de ser la noche en que se acicala para ir al teatro (o a otro sitio) con su aborrecible marido, pero él esconde el cuadro y la acusa de haberlo ocultado, y le hace creer que ella lo ha hecho… y a continuación la destierra a su habitación y no la deja salir. O tal vez fuera el día que van a un concierto y él encuentra su reloj en el bolso de ella… donde lo ha puesto él, aunque consigue hundirla y hacerle rogar que le crea, delante de todos los presumidos que asisten al concierto. Fuera como fuese, se suponía que mi madre usaría el vestido rojo en una sola escena, y fue la única de toda la obra en que estuvo fatal. No podía dejar el vestido en paz: arrancaba pelusas imaginarias; se miraba incesantemente, como si el escote se hubiese bajado treinta centímetros por su cuenta; se movía impaciente, como si la tela del vestido le produjera escozor.

Owen y yo vimos todas las representaciones de Angel Street; de hecho presenciamos todas las obras de Dan —tanto las de la academia como las del grupo de aficionados—, pero Angel Street fue una de las pocas que vimos todas las veces que se representó. ¡Ver a mi madre en el escenario y contemplar el inhumano comportamiento de Dan con ella, era un embuste descarado! Lo que nos interesaba no era la obra… sino la mentira que contenía: que Dan fuese cruel con mi madre, que quisiera hacerle daño. Eso era lo fascinante de la obra. Owen y yo siempre conocíamos a todos los que participaban en las representaciones de los Gravesend Players. Mrs. Walker —el ogro de nuestra escuela dominical episcopaliana— interpretaba a la coqueta criada de Angel Street… el personaje de Angela Lansbury, aunque no lo creas. Owen y yo no podíamos creerlo. ¡Mrs. Walker haciendo de fulana! ¡Mrs. Walker siendo vulgar! En todo momento esperábamos oírla gritar: «¡Owen Meany, baja de allí! ¡Vuelve a tu asiento!». Y llevaba un uniforme de criada francesa, con la falda negra muy ceñida y medias estampadas, de modo que a partir del estreno, todos los domingos Owen y yo buscábamos en vano sus piernas. ¡Vaya sorpresa la que nos llevamos al ver las piernas de Mrs. Walker! ¡Y mayor sorpresa aún ver que las tenía bonitas!

El bueno de Angel Street —el papel de Joseph Cotten, como lo llamo yo— fue interpretado por nuestro vecino Mr. Fish. Owen y yo sabíamos que todavía estaba de luto por la intempestiva muerte de Sagamore; el horror del desastre de la furgoneta de pañales en Front Street aún era visible en la dolida expresión con que seguía todos los movimientos de mi madre en escena. Mr. Fish no se correspondía exactamente con la idea que Owen y yo teníamos de un héroe, pero Dan Needham —con su talento para formar repartos y dirigir a los aficionados más rancios— debió de inspirarse para aprovechar el pesar y la ira de nuestro vecino por el encuentro de Sagamore con la furgoneta de pañales.

De cualquier forma, después del ensayo general de Angel Street, el vestido rojo quedó encerrado en el armario… excepto las muchas ocasiones en que Owen se lo ponía al maniquí. Debía de percibir un desafío especial en el disgusto de mi madre por ese vestido. Al maniquí le quedaba estupendo.

Sólo consigno todo esto para demostrar que Owen estaba tan familiarizado como yo con ese maniquí… aunque no de noche. No estaba acostumbrado a la penumbra de la habitación de mi madre cuando dormía y el maniquí la custodiaba: un cuerpo inconfundible, de perfil, una silueta perfecta. El maniquí permanecía tan inmóvil que daba la impresión de estar contando cuántas veces respiraba mi madre.

Una noche, en 80 Front Street —Owen estaba en la otra cama de mi habitación—, tardamos mucho en conciliar el sueño porque oíamos toser a Lydia pasillo abajo. Justo cuando creíamos que había superado un acceso de tos, o que había muerto, empezaba de nuevo. Yo no llevaba mucho tiempo durmiendo cuando Owen me despertó; estaba tan inmerso en un sueño reciente y profundo que no pude moverme: tenía la impresión de estar tendido en un ataúd muy afelpado y de que mis deudos me empujaban hacia bajo, aunque yo hacía todo lo posible por levantarme de entre los muertos.

—ME SIENTO MAL —estaba diciendo Owen.

—¿Vas a vomitar? —le pregunté, aunque seguía paralizado; ni siquiera podía abrir los ojos.

—NO SE —contestó—. ME PARECE QUE TENGO FIEBRE.

—Ve a decírselo a mi madre.

—CREO QUE ES UNA ENFERMEDAD RARA —dijo Owen.

—Ve a decírselo a mi madre —repetí. Lo oí chocar contra la silla del escritorio. Oí que mi puerta se abría y se cerraba. Oí sus manos rozando la pared del pasillo. Lo oí detenerse con mano temblorosa ante el pomo de la puerta de mi madre; tuve la impresión de que esperó allí muchísimo tiempo.

Entonces pensé: se llevará una sorpresa con el maniquí. Quise gritarle: «No te asustes con el maniquí; parece un fantasma con esa extraña luz». Pero yo estaba hundido en mi ataúd onírico y tenía la boca cerrada a cal y canto. Esperaba que gritara. Eso es lo que haría, estaba seguro; oiría un gemido espeluznante, «¡AAAAAAHHHHHH!», y toda la casa permanecería horas enteras en vela. De lo contrario, en un ataque de valentía, Owen le haría un placaje al maniquí y forcejearía con él hasta tirarlo al suelo.

Pero mientras imaginaba lo peor del encuentro de Owen con el maniquí, me di cuenta de que había vuelto a mi habitación y estaba junto a mi cama, tirándome del pelo.

—¡DESPIERTA! ¡PERO NO HAGAS RUIDO! —susurró—. TU MADRE NO ESTA SOLA. HAY ALGO EXTRAÑO EN SU CUARTO. ¡VEN A VER! ¡CREO QUE ES UN ÁNGEL!

—¿Un ángel?

—¡CHSSSSSSS!

Ahora estaba completamente despierto y ansioso por verlo hacer el ridículo, y no dije una sola palabra del maniquí; le cogí la mano y atravesamos el pasillo hasta la habitación de mi madre. Owen estaba temblando.

—¿Cómo sabes que es un ángel? —susurré.

—¡CHSSSSSSS!

Entramos subrepticiamente en el dormitorio de mi madre, arrastrándonos boca abajo como tiradores emboscados que tratan de ponerse a cubierto, hasta que fue visible toda la cama: su cuerpo en un signo de interrogación invertido, el maniquí de pie a su lado.

Un rato después, Owen dijo:

—SE HA IDO. DEBIÓ DE VERME LA PRIMERA VEZ.

Señalé inocentemente al maniquí.

—¿Qué es eso? —susurré.

—¡EL MANIQUÍ, IDIOTA! EL ÁNGEL ESTABA AL OTRO LADO DE LA CAMA.

Le toqué la frente: abrasaba.

—Owen, tienes fiebre —dije.

—VI A UN ÁNGEL —insistió.

—¿Sois vosotros, chicos? —preguntó mi madre, aletargada.

—Owen tiene fiebre —dije—. Se siente mal.

—Ven aquí, Owen —dijo mi madre, sentándose. Owen se acercó a ella, que le tocó la frente y me pidió que le fuera a buscar una aspirina y un vaso de agua.

—Owen vio a un ángel —dije.

—¿Has tenido una pesadilla, Owen? —le preguntó mi madre, mientras él se deslizaba en la cama a su lado.

La voz de Owen sonó amortiguada por las almohadas:

—NO EXACTAMENTE.

Cuando volví con el agua y la aspirina, mi madre se había quedado dormida, rodeando con un brazo a Owen; éste, con sus orejas sobresalientes extendidas en la almohada y el brazo de ella a través de su pecho, parecía una mariposa atrapada por un gato. Consiguió tomar la aspirina y beber el agua sin molestar a mi madre, y me devolvió el vaso con expresión estoica.

—ME QUEDARE AQUÍ —dijo valerosamente—. POR SI VUELVE.

Me pareció tan absurdo que no pude mirarlo.

—Creí oírte decir que era un ángel —susurré—. ¿Qué mal puede hacer un ángel?

—NO SE QUE CLASE DE ÁNGEL ERA —respondió en un susurro y mi madre se movió dormida; apretó más aún a Owen, lo que debió de asustarlo y emocionarlo simultáneamente. Volví solo a mi cuarto.

¿En qué disparate se inspiró Owen Meany para lo que más adelante denominaría PAUTA? ¿En su febril imaginación? Años después, cuando hizo referencia a ESA FATÍDICA PELOTA, lo corregí, impaciente.

—Ese accidente, querrás decir.

Se puso furioso cuando sugerí que cualquier cosa era un «accidente», especialmente cualquier cosa que le hubiese ocurrido a él; en el tema de la predestinación, Owen Meany acusaba a Calvino de mala fe. No había accidentes; había una razón para la existencia de esa pelota de béisbol… así como había una razón para que él fuese tan pequeño, y una razón para que tuviera esa voz. En su opinión, había INTERCEPTADO A UN ÁNGEL, había PERTURBADO A UN ÁNGEL EN FUNCIONES, había ALTERADO EL ESQUEMA DE LAS COSAS.

Ahora comprendo que en ningún momento creyó ver a un ángel de la guarda; estaba completamente convencido, especialmente después de ESA FATÍDICA PELOTA, que había interrumpido al Angel de la Muerte en funciones. Aunque (entonces) no me describió la trama de esta Narrativa Divina, sé que eso era lo que creía: él, Owen Meany, había interrumpido al Angel de la Muerte en su santa misión; el ángel había delegado la tarea… asignándosela a él. ¿Cómo pudieron estas fantasías llegar a ser tan monstruosas y tan convincentes para Owen?

Mi madre estaba demasiado amodorrada para tomarle la temperatura, pero es un hecho que tenía fiebre, y que su fiebre lo llevó a pasar una noche en la cama de ella, en sus brazos. ¿No habrá contribuido su excitación por encontrarse allí con mi madre —no digamos la fiebre— a su disposición a permanecer despierto y con los ojos bien abiertos, alerta para la llegada del siguiente intruso, fuera ángel o fantasma o desventurado miembro de la familia? Yo creo que sí.

Horas después, llegó a la habitación de mi madre la segunda aparición temible. Digo «temible» porque en esa época Owen le tenía miedo a mi abuela; debía de haber percibido su repugnancia por el negocio del granito. Yo había dejado encendida la luz del baño de mi madre y abierta la puerta que daba al pasillo; peor aún, había dejado abierto el grifo de agua fría (cuando llené un vaso para que Owen tomara la aspirina). Mi abuela siempre afirmaba que oía el contador de la electricidad registrando cada kilovatio; en cuanto oscurecía, seguía a mi madre por toda la casa, apagando las luces que ella encendía. Y aquella noche, además de notar que había quedado una luz encendida, mi abuela oyó correr el agua, ya fuese en la bomba del sótano, o en el grifo propiamente dicho. Al encontrar el baño en semejante abandono, mi abuela pasó a la habitación de mi madre… preocupada por la idea de que hubiese enfermado, o indignada por su dejadez presupuestaria y decidida a reprochárselo, aunque tuviese que despertarla.

Mi abuela podría haberse limitado a apagar la luz, cerrar el grifo y volver a la cama, si no hubiese cometido el error de cerrar el grifo de agua fría en sentido contrario al que correspondía: lo abrió mucho más, duchándose con un rocío de agua helada, ya que había estado corriendo horas enteras. Se empapó el camisón y tendría que cambiárselo. Esto debió de ser lo que la llevó a despertar a mi madre, que no sólo había estado desperdiciando electricidad y agua, sino que la había dejado calada hasta los huesos en su esfuerzo por acabar con la pérdida de energía inutilizada. Sospecho, en consecuencia, que al entrar en la habitación de mi madre, su talante no era precisamente sereno. Y aunque Owen estaba preparado para ver a un ángel, debía de esperar que hasta el Angel de la Muerte reaparecería con un humor tranquilo.

Mi abuela, chorreando agua —con su camisón habitualmente suelto ahora pegado a su cuerpo encorvado y adusto, el pelo cubierto de rulos, la cara con una gruesa capa de crema del color inane de la luna— irrumpió en la habitación de mi madre. Fue necesario que pasaran varios días para que Owen me contara lo que pensó: cuando ahuyentas al Angel de la Muerte, el Plan Divino convoca a un tipo de ángeles que no puedes ahuyentar, e incluso te llaman por tu nombre.

—¡Tabitha! —dijo mi abuela.

¡AAAAAAAHHHHHH!

Owen Meany pegó tal alarido que mi abuela se quedó sin respiración. Vio al lado de mi madre, en la cama, a un minúsculo demonio que se erguía rígido, impulsado por una fuerza tan repentina e irreal que mi abuela imaginó que se disponía a volar. Mi madre parecía levitar junto a él. Lydia —que todavía tenía las dos piernas— saltó de la cama y corrió golpeándose con la cómoda; durante días exhibió su nariz amoratada. Sagamore, al que faltaba poco para su cita con la furgoneta de pañales, despertó a Mr. Fish con sus ladridos. Por todo el barrio sonaron estrepitosas las tapas de los cubos de basura… mientras gatos y mapaches huían de la ululante sirena de Owen Meany. Un reducido grupo de ciudadanos de Gravesend debió de rodar en su cama, imaginando que el Angel de la Muerte había ido, evidentemente, a buscar a alguien.

—Tabitha —dijo mi abuela al día siguiente—. Me parece sumamente extraño e impropio que permitas a ese diablillo dormir en tu cama.

—Tenía fiebre —dijo mi madre—. Y yo estaba muy dormida.

—Ese chico tiene algo más grave que fiebre, siempre —diagnosticó mi abuela—. Se comporta y habla como si estuviera poseído.

—Tú le encuentras defectos a todo el que no es absolutamente perfecto —respondió mi madre.

—Owen creyó ver a un ángel —le expliqué a mi abuela.

—¿Pensó que yo era un ángel? —preguntó mi abuela—. Ya te dije que estaba poseído.

—Owen es un ángel —apostilló mi madre.

—Ni soñarlo —se apresuró a decir mi abuela—. Es un ratón. ¡El Ratón de Granito!

Cuando Mr. Fish nos vio en nuestras bicis, nos hizo señas de que nos acercáramos; fingía reparar una estaca suelta de su cerca, pero en realidad estaba vigilando nuestra casa… esperando a que alguien saliera.

—¡Hola, chicos! —dijo—. Vaya alboroto el de anoche. Supongo que lo habréis oído.

Owen meneó la cabeza.

—Yo oí ladrar a Sagamore —dije.

—¡No, no… antes! —dijo Mr. Fish—. Quiero decir si no oísteis lo que lo hizo ladrar. ¡Qué gritos! ¡Qué aullido! ¡Menudo cacao!

En cuanto recuperó el aliento, mi abuela también había gritado, y por supuesto Lydia gritó, tras chocar con su cómoda. Tiempo después Owen dijo que mi abuela había emitido un LAMENTO COMO EL DE UN HADA MALIGNA, aunque ni remotamente del calibre de su propio alarido.

—Owen creyó ver a un ángel —le expliqué a Mr. Fish.

—No parecía un ángel muy bueno, Owen —conjeturó Mr. Fish.

—BIEN, EN REALIDAD —reconoció Owen—, PENSÉ QUE MISSUS WHEELWRIGHT ERA UN FANTASMA.

—¡Ah, eso lo explica todo! —concluyó Mr. Fish comprensivamente. Él le tenía tanto miedo como Owen a mi abuela; al menos en todas las cuestiones concernientes a los reglamentos zonales y el tráfico de Front Street, siempre era muy deferente con ella.

Vaya frase: «¡Eso lo explica todo!». Hoy sé que no debo pensar que nada «explica nada».

Más adelante le conté toda la historia a Dan Needham, por supuesto… incluida la convicción de Owen de haber interceptado al Angel de la Muerte y cómo le había sido asignada su misión. Pero una de las cosas que no noté de Owen fue su precisión: siempre expresaba todo literalmente, característica nada habitual en el lenguaje infantil. Durante años dijo: «NUNCA OLVIDARE A TU ABUELA EMITIENDO UN LAMENTO COMO EL DE UN HADA MALIGNA». Pero no le presté atención; apenas me acordaba de que mi abuela hubiese hecho tanto jaleo… lo que recordaba era el alarido de Owen. Además pensaba que sólo era una expresión —«lamentarse como un hada maligna»— y no entendía por qué Owen le daba tanta importancia a la conmoción de mi abuela. Debí de repetirle textualmente a Dan Needham las palabras de Owen, porque años después me preguntó:

—¿Dijo Owen que tu abuela era un hada maligna?

—Dijo que había «emitido un lamento como el de un hada maligna» —repetí.

Entonces Dan cogió el diccionario; chasqueó la lengua, sacudió la cabeza y rió para sus adentros, diciendo:

—¡Ese chico! ¡Qué chico! ¡Brillante aunque absurdo!

Entonces supe por primera vez, literalmente, qué era un hada maligna: en el folklore irlandés, es un espíritu femenino cuyo lamento es señal de que en breve morirá un ser querido.

Dan Needham tenía razón, como de costumbre: «brillante aunque absurdo», una descripción atinada de Ratón del Granito; exactamente lo que yo pensaba que era Owen Meany, «brillante aunque absurdo». A medida que fue pasando el tiempo —como ya se verá—, quizá no tan absurdo.

A toda la ciudad, y a nosotros los Wheelwright, nos pareció un giro de ciento ochenta grados en el carácter de mi madre que mantuviera un noviazgo de cuatro años con Dan Needham, antes de consentir en casarse con él. Como diría mi tía Martha, mi madre no había esperado cinco minutos para «echar la cana al aire» cuyo producto fui yo. Pero tal vez ése fuera el motivo: si su propia familia, además de toda la ciudad, albergaba sospechas respecto de su moralidad —en relación con la facilidad con que, podían suponer, se dejaba convencer de cualquier cosa—, el prolongado compromiso con Dan Needham les demostró, por cierto, un par de cosas. Porque desde el principio fue obvio que Dan y mi madre estaban enamorados. Él sólo se dedicaba a ella. Ella no salió con ningún otro, en el plazo de unos pocos meses «se prometieron», y para todos era evidente cuánto me gustaba Dan. Hasta mi abuela, siempre alerta ante lo que temía fuese la proclividad de su díscola hija a precipitarse, estaba impaciente con ella porque no fijaba fecha para la boda. El encanto personal de Dan Needham —sin mencionar lo bien que cayó en la comunidad de Gravesend Academy— había desarmado rápidamente a mi abuela.

En general mi abuela no se dejaba desarmar rápidamente… por nadie. No obstante, estaba prendada de la magia que Dan llevó a los aficionados del grupo Gravesend Players, hasta el punto de aceptar un papel en La esposa fiel, de Maugham; era la majestuosa madre de la esposa engañada, y demostró poseer el perfecto toque frívolo para la comedia de salón: ejemplificaba el tipo de sofisticación del que muy bien todos podríamos prescindir. Incluso descubrió un acento británico sin indicaciones de Dan, que no era ningún tonto y comprendió que un acento británico no había estado nunca profundamente oculto en Harriet Wheelwright: sólo necesitaba la oportunidad de sacarlo a relucir.

«Odio dar respuestas directas a preguntas directas», decía mi abuela en el papel de Mrs. Culver, imperiosamente… y del todo identificada con el personaje. En otro momento memorable, comentando la aventura de su yerno con la «mejor amiga» de su hija, racionalizaba: «Si John ha de engañar a Constance, es bueno que sea con alguien a quien todos conocemos». Bien, mi abuela estuvo tan maravillosa que la sala se vino abajo con los aplausos; fue una representación grandiosa, algo desaprovechada —a mi juicio— en los pobres John y Constance, insípidamente interpretados por un tímido Mr. Fish —nuestro vecino amante de su perro (y actor regularmente seleccionado por Dan)— y por la tiránica Mrs. Walker, cuyas piernas eran su rasgo más sexy —y quedaban casi completamente cubiertas por los vestidos largos adecuados a este tipo de comedia. Mi abuela, a quien la falsa modestia volvía remilgada, se limitó a decir que siempre había captado muy especialmente el año 1927… y no lo dudo: entonces debía de ser una joven hermosa; «y tu madre», me dijo, «era más joven que tú ahora».

¿Entonces por qué esperaron cuatro años Dan y mi madre?

Si hubo discusiones, si hubo que salvar diferencias de opinión, nunca las presencié ni las oí. Habiendo sido tan indecorosa como para tenerme y no darme nunca una explicación, ¿no se estaba mostrando excesivamente decorosa la segunda vez? ¿Dan era precavido con ella? Nunca me lo pareció. Solía preguntarme a mí mismo si no sería yo el problema. Pero quería a Dan, quien a su vez me daba todos los motivos para sentir que me quería. que me quería; todavía me quiere.

—¿Es por los hijos, Tabitha? —le preguntó mi abuela una noche mientras cenábamos. Lydia y yo aguzamos el oído—. Me refiero a si él desea tenerlos… y tú no. ¿O al revés? No creo que debas preocuparte por tener o no tener hijos, Tabitha… no si el precio es un hombre tan encantador y leal.

—Sólo estamos esperando a estar seguros —dijo mi madre.

—¡Cielos, ya tendríais que estar seguros! —exclamó mi abuela—. Hasta yo estoy segura, y Johnny también lo está. ¿No estás segura , Lydia?

—Seguro que estoy segura —respondió Lydia.

—Los hijos no son el problema —dijo mi madre—. No hay ningún problema.

—Hay gente que se ha decidido por el sacerdocio en menos tiempo del que a ti te lleva casarte —comentó mi abuela.

Lo de decidirse por el sacerdocio era una expresión predilecta de Harriet Wheelwright; siempre la manifestaba en relación con alguna tontería inaguantable, alguna dificultad autoimpuesta, alguna acción tan inhumana como estrafalaria. Mi abuela se refería al sacerdocio católico; sé que una de las cosas que la alteraban acerca de la posibilidad de que mi madre se pasara conmigo a la Iglesia Episcopal era que los episcopalianos tenían sacerdotes y obispos… y hasta los de la «baja iglesia» eran mucho más semejantes a los católicos que los congregacionalistas, en su opinión. Algo bueno de mi abuela es que nunca supo mucho sobre los anglicanos.

Durante su largo noviazgo, Dan y mi madre asistían a los servicios congregacionalistas y episcopalianos, como si en secreto estuvieran siguiendo un seminario teológico de cuatro años, y también mi ingreso en la escuela dominical episcopaliana fue gradual; por sugerencia de mi madre, asistí a varias clases antes de que se casaran, como si ella ya supiera adonde nos dirigíamos. Y fue asimismo gradual la forma en que finalmente mi madre dejó de ir a Boston para sus lecciones de canto. Nunca percibí ningún indicio de que a Dan le molestara en lo más mínimo este ritual, aunque recuerdo que mi abuela le preguntó a mi madre si Dan ponía objeciones a que pernoctara una noche por semana en Boston.

—¿Por qué lo iba a hacer? —preguntó a su vez mi madre.

La respuesta —que no fue manifiesta— era tan obvia para mi abuela como para mí: el candidato más verosímil para la condición nunca reclamada de padre mío y misterioso amante suyo, era ese «famoso» maestro de canto. Pero ni mi abuela ni yo nos atrevimos a postular esta teoría delante de mi madre, y estaba claro que a Dan Needham no le preocupaba la consecución de las lecciones ni la noche semanal fuera de casa; por el contrario, Dan poseería algún conocimiento tranquilizador que permanecía secreto para mi abuela y para mí.

—TU PADRE NO ES EL MAESTRO DE CANTO —me dijo Owen Meany con tono objetivo—. ESO SERIA DEMASIADO OBVIO.

—Estamos hablando de la vida real, Owen —dije—. Esto no es una novela de misterio. —En la vida real, quería decir, no estaba escrito que el padre ausente no pudiera ser OBVIO… aunque de hecho yo tampoco pensaba que fuera el maestro de canto. Sólo era el candidato más probable por ser el único en quien podíamos pensar mi abuela y yo.

—SI FUERA ÉL, ¿PARA QUE MANTENERLO EN SECRETO? —preguntó Owen—. SI FUERA ÉL, ¿NO LO VERÍA TU MADRE MÁS DE UNA VEZ POR SEMANA… O DEJARÍA DE VERLO DEFINITIVAMENTE?

De todos modos, era un poco cogido por los pelos pensar que el maestro de canto fuese la razón por la que mi madre y Dan no se casaron en cuatro años. Así, llegué a la conclusión que Owen etiquetaría de DEMASIADO OBVIA: Dan esperaba a tener más información sobre , y mi madre no se la proporcionaba. ¿Acaso no era razonable que Dan quisiera conocer la historia del autor de mis días? Y sé que mi madre nunca se la habría relatado. Pero Owen censuró también esta idea.

—¿NO VES CUANTO AMA DAN A TU MADRE? —me preguntó—. ¡LA QUIERE TANTO COMO NOSOTROS! ¡JAMAS LA FORZARÍA A CONTARLE NADA!

Ahora lo creo. Owen tenía razón. Esa demora de lo obvio durante cuatro años era harina de otro costal.

Dan pertenecía a una familia de gran pujanza; todos eran médicos y abogados, y desaprobaban a Dan por no haber seguido una carrera más seria. Que se hubiera graduado en Harvard y no siguiera en la facultad de derecho, que no siguiera en la facultad de medicina… era índice de una pereza criminal; Dan provenía de una familia muy proclive a seguir adelante. No les gustó nada que terminara como simple profesor de escuela preparatoria, y que se entregara a su pasatiempo de las representaciones teatrales para aficionados: consideraban que estas nimiedades no eran dignas de una inclinación adulta. También desaprobaban a mi madre… y con esto Dan puso fin a la relación con su familia. La llamaban «la divorciada»; supongo que en la familia Needham nunca se había divorciado nadie, de modo que eso era lo peor que podía decirse de una mujer… peor aún que designar a mi madre por lo que realmente era: una madre soltera. Quizás a sus ojos una madre soltera significaba una simple desgracia, en tanto una divorciada involucraba intencionalidad: era una mujer que tenía el deliberado propósito de atrapar a su malogrado Dan.

No recuerdo bien a la familia de Dan; en la boda, decidieron no mezclarse. Mi abuela estaba indignada de que hubiese gente que realmente se atreviera a ser condescendiente con ella… a tratarla como a una provinciana melindrosa. Recuerdo que la madre de Dan tenía una lengua viperina y que cuando me la presentaron, dijo:

—De modo que éste es el niño. —A ello siguió un lapso en el que realizó un escrutinio a fondo de mi cara… en busca de algún indicativo revelador de la casta de mi progenitor ausente, sospeché. Pero eso es todo lo que recuerdo. Dan se negó a seguir tratándolos. No puedo pensar que jugaran ningún papel en el «compromiso» de cuatro años de duración.

Y entre comparaciones y contrastes de naturaleza teológica, nunca finalizaba la aprobación religiosa para unir a Dan y mi madre; de hecho, había doble aprobación: los congregacionalistas y los episcopalianos daban la impresión de competir por el privilegio de que Dan y mi madre rezaran con ellos. En mi opinión, no tendría que haber habido ninguna controversia; por descontado que me gustaba tener la oportunidad de alzar a Owen en el aire en la escuela dominical, pero esa era la única ventaja de los episcopalianos con respecto a los congregacionalistas.

No sólo existían las diferencias que he mencionado —de naturaleza atmosférica y arquitectónica—, junto con las diferencias eclesiásticas que volvían el servicio episcopal mucho más católico que el congregacional… CATÓLICO CON MAYÚSCULA, como decía Owen. También había amplias diferencias entre el reverendo Lewis Merrill —que me gustaba— y el reverendo Dudley Wiggin, rector de la Iglesia Episcopal, que era aburrido como una ostra.

Al comparar a estos dos sacerdotes tan sucintamente como lo he hecho, confieso que me estaba inspirando en una dosis de snobismo nada despreciable, heredada de mi abuela Wheelwright. Los congregacionalistas tenían pastores: el reverendo Lewis Merrill era nuestro pastor. Si creces oyendo esta palabra reconfortante, te resultará difícil aceptar a los rectores. La Iglesia Episcopal tenía rectores: el reverendo Dudley Wiggin era el rector de Christ Church, Gravesend. Yo compartía el disgusto de mi abuela por el término rector, sonaba demasiado semejante a rectum para ser tomado en serio.

Pero habría sido difícil tomarse en serio al reverendo Dudley Wiggin aunque hubiese sido pastor. Mientras el reverendo Mr. Merrill había cedido a su vocación de joven —siempre había estado en, y sido de, la iglesia—, el reverendo Mr. Wiggin era un expiloto de aviación; algún problema en la vista lo había obligado a retirarse prematuramente de los cielos, y había descendido a nuestra recelosa ciudad con un fervor recién descubierto: el celo del converso que se dota a sí mismo de la saludable pero frenética apariencia de uno de esos ciudadanos «de la tercera edad» que persisten en participar en vigorosas competiciones deportivas en la categoría de mayores de cincuenta. En tanto el pastor Merrill hablaba en un lenguaje culto —se había especializado en literatura inglesa en Princeton, había asistido a los seminarios de Niebuhr y Tillich en la Unión Teológica—, el rector Wiggin pronunciaba homilías de expiloto; en el púlpito era un tronido carente de dudas.

Lo que hacía infinitamente más atractivo a Mr. Merrill era que estaba plagado de dudas; expresaba nuestras dudas de la forma más elocuente y comprensiva. En su perspectiva totalmente lúcida y convincente, la Biblia es un libro con una trama problemática, aunque una trama que puede entenderse: Dios nos crea por amor, pero nosotros no necesitamos a Dios, o no creemos en Él, o le prestamos muy poca atención. No obstante, Dios sigue amándonos… al menos continúa tratando de llamar nuestra atención. El pastor Merrill hacía que la religión pareciera razonable. Y el ardid para tener fe, decía, consistía en que era necesario creer en Dios sin una prueba grandiosa o siquiera remotamente tranquilizadora en el sentido de que no habitamos en un universo sin Dios.

Aunque conocía las mejores historias —o como mínimo las menos aburridas— de la Biblia, Mr. Merrill resultaba más interesante porque nos tranquilizaba inculcándonos que la duda era la esencia de la fe y no su adversario. En comparación, lo que había visto el reverendo Dudley Wiggin que lo llevó a creer en Dios, lo había visto absolutamente… con toda probabilidad pilotando un avión demasiado cerca del sol. El rector no tenía el don del lenguaje, y era ciego a la duda o a la inquietud de cualquier índole; tal vez el problema de la «vista» que lo había obligado a retirarse prematuramente de las líneas aéreas, era en realidad un eufemismo para expresar la potencia enceguecedora de su total conversión religiosa… porque Mr. Wiggin era intrépido hasta el punto de transformarse en un piloto imprudente, hasta el punto de transformarse en un delirante como predicador.

Hasta sus selecciones de la Biblia eran extravagantes; un autor satírico no las habría elegido mejor. El reverendo Mr. Wiggin era especialmente aficionado a la palabra «firmamento»; siempre había un firmamento en sus selecciones de la Biblia. Y le encantaban todas las alusiones a la fe como una batalla que había de librarse encarnizadamente y ganarse; la fe era una guerra en la que se combatía contra los adversarios de la fe. «¡Vestíos de toda la armadura de Dios!», desvariaba. Nos decía que debíamos usar «los vestidos de la cota de la justicia»; nuestra fe era un «escudo» contra «los dardos de fuego del maligno». El rector decía que él llevaba un «yelmo de salvación». Esto es de los efesios; Mr. Wiggin era un fanático de los efesios. También pegaba gritos para hablar de Isaías… sobre todo cuando dice que «el Señor está sentado sobre un trono»; el rector era un entusiasta del Señor en un trono. El Señor está rodeado de serafines. Uno de éstos vuela hasta Isaías, quien se está quejando de que es «un hombre inmundo de labios». Aunque no por mucho tiempo, según el propio Isaías. El serafín le toca la boca con «un carbón encendido» e Isaías queda como nuevo.

Eso es lo que nos contaba el reverendo Dudley Wiggin: los milagros más inverosímiles.

—NO ME GUSTA EL SERAFÍN —protestó Owen—. ¿QUÉ SENTIDO TIENE SER ASUSTADIZO?

Pero aunque Owen coincidía conmigo en que el rector era un imbécil que amañaba la Biblia para creyentes indecisos, asaltándonos con lo peor de Dios el Todopoderoso y Dios el Terrible… y aunque reconocía que los sermones del reverendo Mr. Wiggin eran tan entretenidos y convincentes como la voz de un piloto por el intercomunicador —detallando dificultades técnicas mientras el avión se precipita a tierra en picado y las azafatas gritan—, en realidad prefería a Wiggin a lo poco que sabía del pastor Merrill. Debo agregar que no era mucho lo que Owen conocía sobre Mr. Merrill: nunca había sido congregacionalista. Pero Merrill era un predicador tan popular que los feligreses de las demás iglesias de Gravesend se saltaban a menudo un oficio propio para ir a escuchar sus sermones. Hasta Owen lo hacía de vez en cuando, pero siempre con oído crítico. Incluso cuando Gravesend Academy concedió al pastor Merrill el honor intelectual de nombrarlo predicador invitado asiduo de la iglesia aconfesional de la academia, Owen se mostró crítico.

—LA FE NO ES UNA CUESTIÓN INTELECTUAL —se quejó—. SI TIENE TANTAS DUDAS, SE HA EQUIVOCADO DE PROFESIÓN.

¿Pero quién, aparte de Owen Meany y el rector Wiggin, dudaba tan poco? La cuestión de la fe era innata en Owen, pero mi aprecio por Mr. Merrill y mi desdén por Mr. Wiggin se basaban en el sentido común. Yo los miraba con ojos específicamente yanquis; el Wheelwright que había en mí era totalmente favorable a Lewis Merrill, totalmente opuesto a Dudley Wiggin. Los Wheelwright no nos tomamos a broma la apariencia de las cosas. A menudo las cosas son lo que parecen. Las primeras impresiones cuentan. Ese templo de culto limpio y bien iluminado que era la Iglesia Congregacionalista —sus prístinas tablillas blancas, sus ventanas altas y claras que permitían ver las ramas contra el cielo— fue una primera impresión que perduró en mí; era un modelo de pureza y sensatez contra el que la lobreguez episcopaliana de piedra, tapizados y vidrieras no podía plantear ninguna competencia válida. Además, el pastor Merrill era apuesto… en un estilo nervioso, pálido, ligeramente desnutrido. Su cara era inmadura; una repentina sonrisa, encantadora y turbada, contradecía una mirada de preocupación casi constante que habitualmente le daba el aspecto de un niño angustiado. Un mechón de pelo errante caía sobre su frente cuando bajaba la vista hacia su sermón o se inclinaba sobre la Biblia; este problema era el travieso resultado de un pronunciado pico puntiagudo en el nacimiento del pelo, que contribuía aún más a su aspecto infantil. Y siempre extraviaba las gafas, que aparentemente no necesitaba… quiero decir que podía leer sin ellas, que podía mirar a su congregación sin ellas (al menos sin parecer ciego); luego, de sopetón, las buscaba frenéticamente. Era simpático, y también lo era su leve tartamudeo, pues nos ponía nerviosos por él: teníamos miedo de que le fuera arrebatada su elocuencia y quedara fulminado por una parálisis total del habla. Articulaba bien, pero nunca daba la impresión de que le resultara fácil pronunciar discursos; por el contrario, demostraba lo difícil que era esclarecer su fe al tiempo que sus dudas; lo esforzado que era hablar bien a pesar del tartamudeo.

Además, lo compadecíamos por su familia, y este hecho incrementaba su encanto. Su mujer era de la soleada California. Mi abuela solía conjeturar que había sido una de esas rubias muy activas, permanentemente bronceada… un tipo saludable, aunque persuadida con demasiada facilidad de que la buena salud y la energía ilimitada para las buenas acciones eran el resultado natural de la vida limpia y los valores prácticos. Nadie le había dicho que con tiempo inclemente no abundan tanto la salud, la energía y la obra del Señor. Mrs. Merrill sufría en New Hampshire.

Padecía visiblemente. Sus cabellos rubios se convirtieron en paja seca; las mejillas y la nariz se volvieron de color salmón crudo, le lloraban los ojos y cogía todas las gripes, todos los catarros que aparecían; ninguna epidemia la pasaba por alto. Horrorizada por la pérdida de su tez californiana, probó a maquillarse, lo que volvió arcilloso su cutis. Ni siquiera se ponía morena en verano; en invierno estaba tan pálida que lo único que podía hacer bajo el sol era quemarse. Siempre estaba enferma, lo que se llevó toda su energía; se volvió apática; adquirió tipo de matrona y la vaga mirada desenfocada de alguien de más de cuarenta años que puede tener sesenta… o cumplirlos mañana.

Todo esto le ocurrió a Mrs. Merrill mientras sus hijos todavía eran pequeños; también ellos salieron enfermizos. Aunque eran buenos estudiantes, enfermaban tan frecuentemente y perdían tantos días de clase que tenían que repetir cursos enteros. Dos de ellos eran mayores que yo, aunque no mucho; uno de ellos fue incluso degradado a mi curso… no recuerdo cuál, ni siquiera recuerdo de qué sexo. Y en esto consistía otro de los problemas de los niños Merrill: eran totalmente olvidables. Si no los veías unas semanas seguidas, al volver a encontrártelos creías que habían sido reemplazados por otros niños.

El reverendo Lewis Merrill daba la impresión de ser un hombre sencillo que, con educación y dedicación, se había elevado por encima de su mediocridad; su elevación se manifestaba en su don de la palabra. Pero su familia funcionaba con una insipidez tan virulenta que la opacidad de su mujer e hijos eclipsaban incluso su predisposición a la enfermedad, que era notable.

Se decía que Mrs. Merrill tenía problemas con la bebida… o, al menos, que su modesta ingestión de alcohol entraba en conflicto con su larga lista de medicamentos recetados. Una vez uno de los hijos se tragó todas las medicinas que había en la casa y tuvieron que hacerle un lavado de estómago. Y después de una especie de charla edificante que Mr. Merrill dio a la clase más joven de la escuela dominical, uno de sus propios hijos le tiró del pelo y le escupió a la cara. Cuando los niños Merrill se estaban haciendo mayorcitos, uno de ellos profanó un cementerio.

Ese era nuestro pastor, evidentemente brillante, evidentemente aferrado a los elementos más reflexivos de la fe religiosa y de la duda; y sin embargo, Dios había maldecido a su familia… evidentemente.

No existía comprensión comparable para el reverendo Dudley Wiggin… capitán Wiggin, lo llamaban sus críticos más severos. De tipo robusto y sanote, su sonrisa parecía una cuchillada en su cara, el rictus afectado de un superviviente desasosegado. Tenía la pinta de un antiguo piloto derribado, un veterano de los aterrizajes de emergencia, o un estrellado. Dan Needham me contó que el capitán Wiggin había sido piloto de bombardero durante la guerra, y Dan tenía que saberlo: había sido sargento en Italia y en Brasil, donde prestó servicios como técnico criptográfico. Incluso Dan estaba anonadado por la tosquedad con que Dudley Wiggin dirigía la representación navideña… y eso que Dan era más tolerante con el teatro de aficionados que el término medio de los lugareños de Gravesend. Mr. Wiggin inyectaba una especie de elemento de película de terror en el milagro de la Navidad; para el rector, toda historia de la Biblia era —si se la entendía correctamente— amenazadora.

Y su mujer no había sufrido, eso estaba claro. Antigua azafata, Barbara Wiggin era una pelirroja descarada y confianzuda; Mr. Wiggin la llamaba «Barb», y así se presentaba ella en sus múltiples llamadas telefónicas motivadas por fines caritativos.

«¡Hola! ¡Soy Barb Wiggin!», decía. «¿Está tu mami o tu papi?».

Y era una auténtica púa, cuando no un dardo,[2] para Owen, porque disfrutaba levantándolo por los pantalones… lo cogía del cinturón, con el puño en la barriga de mi amigo, y lo alzaba hasta su cara de azafata: un rostro francamente bonito, sano y eficaz. «¡Vaya si eres mooono!», le decía. «¡No te atrevas a crecer!».

Owen la odiaba; siempre le pedía a Dan que le adjudicara un papel de prostituta o de corruptora de menores, pero los Gravesend Players no contaban con muchos papeles de esa clase y Dan reconocía que no se le ocurría ningún otro para ella. Los niños Wiggin eran deportistas grandotes y torpes, irritantemente «esféricos». Todos los Wiggin «peloteaban» en partidos informales que organizaban los domingos por la tarde en los terrenos de la casa parroquial. Sin embargo —¡increíble!— nos trasladamos a la Iglesia Episcopal. No por el fútbol, que Dan despreciaba tanto como mi madre y yo. Sólo puedo conjeturar que habían hablado de tener descendencia y Dan quería que sus hijos fuesen bautizados como episcopalianos, aunque como ya he dicho, nada relativo a la iglesia parecía importarle demasiado. Tal vez mi madre se tomó el episcopalianismo de Dan más en serio que él mismo. Lo único que me explicó mi madre es que sería mejor que todos perteneciéramos a una sola iglesia, y que a Dan le importaba más la suya que a ella la nuestra. Además, agregó, ¿no era divertido para mí estar en la misma iglesia que Owen? Sí, lo era.

Menos mal que estaba Hurd’s Church; este era el desafortunado nombre de la iglesia aconfesional de Gravesend Academy, en honor del fundador de la academia, el puritano sin hijos reverendo Emery Hurd. Sin el terreno neutral de Hurd’s Church, mi madre podría haber tenido que iniciar una contienda interconfesional porque… ¿dónde se habría casado? Mi abuela quería que el reverendo Lewis Merrill celebrara la ceremonia, y el reverendo Dudley Wiggin tenía todas las razones para esperar que fuese él quien la oficiara.

Afortunadamente, existía ese territorio intermedio. Como miembro del profesorado de Gravesend Academy, Dan Needham tenía derecho a recurrir a Hurd’s Church —especialmente para la importantísima boda y el casi inmediato funeral—, y esta iglesia era una obra maestra de inocuidad. Nadie recordaba la confesión del pastor de la escuela, un anciano sepulcral aficionado a las corbatas de lazo y a sujetar sus vestiduras al suelo con una punzada errante de su bastón; sufría de gota. Su función en Hurd’s Church era, en términos generales, la de un afable maestro de ceremonias, pues rara vez pronunciaba personalmente un sermón; presentaba a un predicador invitado tras otro, todos más rimbombantes o polémicos que él. El reverendo «Pinky» Scammon también enseñaba religión en Gravesend Academy, donde sus clases eran famosas por comenzar y terminar con apologías a Kierkegaard; pero el viejo Pinky Scammon también delegaba, astutamente, gran parte de la enseñanza de su curso de religión a los predicadores invitados. Invariablemente convencía al ministro del domingo para que se quedara hasta el lunes y diera su clase de ese día; Mr. Scammon dedicaba el resto de la semana a discutir con sus alumnos lo que había dicho tan interesante invitado.

El edificio de granito gris de Hurd’s Church —tan sencillo que podría haber sido un registro de escrituras legales o una biblioteca municipal o una depuradora de aguas— parecía haberse conformado por su cuenta alrededor del cojeo gotoso y las facciones sepulcrales de Mr. Scammon. El templo se veía lóbrego y mezquino, pero era cómodo; los bancos eran anchos y tan suaves por el desgaste que invitaban a una siesta; la luz —absorbida por tanta piedra— era gris pero suave; la acústica, que debía de ser el único milagro de Hurd’s Church, era clara y profunda. Cada predicador sonaba mejor de lo que era; cada himno era definido; cada oración era resonante; el órgano tenía un tono catedralicio. Si cerrabas los ojos —y en Hurd’s Church te sentías inclinado a cerrarlos— podías fantasear que estabas en Europa.

Generaciones de estudiantes de Gravesend Academy habían tallado los atriles de los libros de himnos con los nombres de sus novias y los resultados del fútbol; generaciones de encargados de mantenimiento habían limpiado con arena las obscenidades más escandalosas, aunque de vez en cuando aparecía algún «sesos de pollón» o un «jeta de coño» recién grabado en los listones de madera que sustentaban los ajados ejemplares del Libro de himnos del Peregrino. Dada la penumbra del recinto, Hurd’s Church era más adecuada para un funeral que para una boda, pero mi madre tuvo allí uno y otra.

La celebración de la boda en Hurd’s Church fue compartida por el pastor Merrill y el rector Wiggin, quienes lograron evitar toda torpeza… o cualquier demostración abierta de que estuvieran compitiendo. El viejo Pinky Scammon asintió pacíficamente a todo lo que dijeron ambos ministros. Los elementos del oficio que permitían la improvisación quedaron en manos de Mr. Merrill, que fue breve y encantador… con su nerviosismo en evidencia, como de costumbre, sólo por su ligero tartamudeo. El pastor Merrill también tuvo que pronunciar el «Juramento de Amor». «Nos hemos reunido ante Dios para presenciar y bendecir la unión de este hombre y esta mujer en Sagrado Matrimonio…», empezó, y yo noté que la iglesia estaba de bote en bote: sólo había lugar para permanecer de pie. El claustro de la academia había acudido en rebaño, y estaban las consabidas manadas de mujeres de la generación de mi abuela, que aparecían siempre que tenían una oportunidad pública de observarla, pues para las mujeres de su edad mi abuela era lo más parecido a la realeza que había en la comunidad de Gravesend. Además, había algo especial en que tuviese una hija «caída» que escogía ese momento para volver a las filas de la respetabilidad. Estoy seguro de que esas arpías del club de bridge de mi abuela pensaban que Tabby Wheelwright era una fresca por casarse de blanco. Pero en mi caso, esta sensación de la abundancia de comadreos que impregnaba la sociedad de Gravesend, es sobre todo una percepción retrospectiva. En aquel entonces, pensaba prioritariamente que era una concurrencia espléndida.

El Ministerio del Verbo fue refunfuñado por el capitán Wiggin, que no tenía ni idea de la puntuación; o pasaba por encima de todo sin solución de continuidad, o hacía pausas y contenía la respiración durante tanto tiempo, que tenías la certeza de que alguien le estaba apuntando a la cabeza con una pistola. «¡Oh! gracioso y eterno Dios, nos has creado hombre y mujer a tu imagen: sé misericordioso con este hombre y esta mujer que han venido aquí buscando tu bendición y asístelos con tu gracia», resolló.

A continuación Mr. Merrill y Mr. Wiggin se entregaron a una especie de ping-pong, donde cada uno de ellos puso de manifiesto su noción específica de pasajes pertinentes de la Biblia: los de Mr. Merrill fueron más «pertinentes», los de Mr. Wiggin más floridos. El rector volvió a los efesios, diciendo con tono monocorde que debíamos prestar atención al «Padre del cual es nombrada toda la parentela»; luego pasó a los colosenses y el fragmento acerca del «amor que reconcilia todas las cosas en armonía»; concluyó con Marcos: «Así que no son más dos, sino una carne».

El pastor Merrill arranco con la Canción de Salomón: «Las muchas aguas no podrán apagar el amor», leyó. Después nos atacó con los Corintios («El amor es paciente y amable») y terminó con Juan: «Que os améis los unos a los otros como yo os he amado». En ese momento Owen Meany se sonó la nariz, lo que atrajo mi atención hacia su banco, donde lo vi sentado en una precaria pila de libros de himnos… con el propósito de ver por encima de la familia Eastman en general y de tío Alfred en particular.

Siguió una recepción en 80 Front Street. Hacía un calor bochornoso, con el sol nublado, y mi abuela se quejó porque el tiempo no favorecía su rosaleda; en efecto, las rosas parecían lánguidas por la canícula. Era uno de esos días que producen un sopor que no puede refrescarse con nada inferior a una tormenta violenta. Sin embargo, la barra y las mesas de buffet se instalaron en el jardín; los hombres se quitaron la chaqueta, se arremangaron, se aflojaron la corbata y mostraron las camisas sudadas… mi abuela desaprobó en especial que dejaran las chaquetas en los setos de alheñas, que daban al habitualmente inmaculado borde verde oscuro de la rosaleda el aspecto de estar regado con basura llegada con el viento desde otro punto de la ciudad. Algunas mujeres se abanicaban; varias se quitaron los zapatos de tacones altos y caminaban descalzas por el césped.

Había surgido un breve plan (enseguida abandonado) de organizar una pista de baile en la terraza de ladrillos, pero se marchitó en un desacuerdo concerniente a la música adecuada… lo que estaba muy bien, concluyó mi abuela; quería decir que estaba muy bien que no se bailara con una atmósfera tan húmeda.

Pero fue lo que debe ser una boda estival: sofocante, momentáneamente bonita, para dar paso a un calor imbatible. Tío Alfred presumió ante mis primos y ante mí haciendo ruidos explosivos con una cerveza. Un sabueso extraviado, de una gente recién llegada a Pine Street, arrambló con varios platos de tarta de la mesa de postres y café. Mr. Meany, tan rígido y erguido en la cola de espera que parecía tener granito en los bolsillos, se ruborizó cuando le tocó besar a la novia.

—El regalo lo ha traído Owen —dijo, volviendo la cara—. Hemos traído uno solo, de parte de los dos. —Mr. Meany y su hijo llevaban los únicos trajes oscuros de la boda, y Simon le hizo un comentario a Owen sobre lo inapropiado de su solemne aspecto de escuela dominical.

—Parece como si estuvieras asistiendo a un funeral, Owen —dijo Simon.

Owen se sintió herido y parecía contrariado.

—Estaba bromeando —se apresuró a aclarar Simon.

Pero Owen seguía enfurruñado y se empeñó en reacomodar todos los regalos de boda que estaban en la terraza para que el suyo y de su padre ocupara el centro. El envoltorio lucía árboles de Navidad y el regalo —Owen necesitó las dos manos para levantarlo— tenía el tamaño y la forma de un ladrillo. Yo estaba seguro de que era granito.

—Probablemente es el único traje que tiene Owen, estúpido —dijo Hester a Simon y riñeron. Fue la primera vez que vi a Hester con vestido, y la verdad es que estaba bonita. El vestido era amarillo y ella estaba bronceada por el sol; con el calor, su pelo negro aparecía enmarañado como un bancal de zarzas, pero sus reflejos parecían especialmente preparados para el desafío social de una boda al aire libre. Cuando Noah intentó asustarla con un sapo que había cogido, Hester se lo arrebató y abofeteó con él a Simon.

—Creo que lo has matado, Hester —dijo Noah, al tiempo que se inclinaba hacia el aturdido sapo, mostrando mucha más preocupación por el animal que por la cara de su hermano.

—Yo no tengo la culpa —replicó Hester—. Tú empezaste.

Mi abuela había decretado que los baños de arriba estaban «cerrados» a los invitados, de modo que había colas considerables en los dos de abajo. Lydia había pintado a mano dos cartones de camisas, con las palabras «Caballeros» y «Damas»; ante el de damas se formaban las colas más largas.

Hester trató de usar uno de los baños de arriba —sentía que era «de la familia» y, por lo tanto, que no estaba sometida a las leyes que gobernaban a los invitados—, pero su madre le dijo que debía hacer cola como todo el mundo. Mi tía Martha —como muchos ciudadanos estadounidenses— podía ser bastante tiránica en su defensa de la democracia. Noah, Simon, Owen y yo nos jactamos de que nosotros podíamos mear entre los arbustos, y Hester nos rogó un mínimo de cooperación para imitarnos en ese propósito. Pidió que uno de nosotros hiciera guardia, con el fin de que otros chicos y hombres apremiados a hacer pis en las zonas más densas de los setos de alheñas no la sorprendieran en cuclillas; también solicitó que uno de nosotros tuviera sus bragas a buen recaudo. Como era de prever, sus hermanos se negaron a esto último y aportaron comentarios burlones respecto de que fuera apetecible tener las bragas de Hester… bajo ninguna circunstancia. Como de costumbre, yo fui lento en responder. Hester se quitó las bragas de algodón blanco, sencillamente, y se las tendió a Owen Meany.

Al verlo, cualquiera habría creído que acababa de recibir un armadillo vivo; la carita de Owen reflejó una curiosidad devota y una angustia extrema. Pero Noah se las arrebató de las manos, y Simon se las arrebató a su hermano, para calzarlas en la cabeza de Owen… donde se ciñeron fácilmente, dejando su cara a la vista a través de la abertura para uno de los amplios muslos de Hester. Owen se quitó las bragas de la cabeza, sonrojado; intentó meterlas en el bolsillo de su chaqueta, pero descubrió que todos los bolsillos laterales estaban cosidos. Aunque llevaba varios años usando ese traje para la escuela dominical, nadie le había descosido los bolsillos; quizás él creía que estaban destinados a estar siempre cerrados. No obstante, enseguida se recuperó y metió las bragas en el bolsillo interior, donde hacían bastante bulto. Pero al menos no las llevaba en la cabeza cuando su padre se acercó a él, y Noah y Simon comenzaron a arrastrar los pies en la hierba dura y las ramitas caídas junto al seto, logrando así ocultar el sonido de la meada de Hester.

Mr. Meany agitaba una copa de champagne con un eneldo en vinagre del tamaño de su grueso dedo índice. No había bebido una gota de champagne, pero parecía disfrutar usándolo como mojo del encurtido.

—¿Vendrás a casa conmigo, Owen? —preguntó a su hijo. Desde su llegada, Mr. Meany había anunciado que no podía quedarse mucho rato; de hecho, mi madre y mi abuela estaban muy impresionadas por su asistencia. No le gustaba salir. Su sencillo traje azul marino era de la misma familia de paños baratos que el de Owen; como Owen solía estar mucho en el aire con ese traje, era probable que el de Mr. Meany hubiese recibido un trato mejor; no sé si el del padre tenía los bolsillos descosidos. El traje de Owen estaba arrugado… justo más arriba de la vuelta de los pantalones y los puños de la chaqueta, lo que indicaba que le habían soltado los dobladillos; pero las mangas de la chaqueta y las perneras de los pantalones habían bajado tan poco, que Owen daba la impresión de estar creciendo al ritmo de un árbol desnutrido.

—QUIERO QUEDARME —dijo Owen.

—Tabby no te llevará a casa el día de su boda —le recordó Mr. Meany.

—Lo llevará mi madre o mi padre, señor —intervino Noah. Mis primos, groseros como podían ser con otros niños, habían sido educados en la amabilidad con los adultos, y aparentemente la cortesía de Noah sorprendió a Mr. Meany. Le presenté a mis primos, pero me di cuenta de que Owen quería alejar inmediatamente a su padre de nosotros… tal vez temiendo que Hester emergiera en cualquier momento desde los setos de alheña y exigiera la devolución de sus bragas.

Mr. Meany había llegado en su camioneta, y varios coches de los invitados la dejaron bloqueada en la rampa de acceso, de manera que fui con él y Owen para identificar los coches. Estábamos al otro lado del jardín, bastante lejos de los setos, cuando vi asomar el brazo desnudo de Hester por las alheñas verde oscuro.

—¡Dármelas! —exigía; Noah y Simon comenzaron a tomarle el pelo.

—¿Darte qué? —preguntaba Simon.

Owen y yo tomamos nota de los números de matrícula de los coches que impedían la salida de la camioneta de Mr. Meany; luego le llevé la lista a mi abuela, que gozó haciendo anuncios con una voz basada en la Mrs. Culver de La esposa fiel, de Maugham. Nos llevó un buen rato liberar a Mr. Meany; Owen estaba visiblemente más relajado después de la partida de su padre.

Se quedó con la copa casi llena de champagne en la mano, y le aconsejé que no bebiera: estaba seguro de que sabía a vinagre. Fuimos a ver los regalos; descubrí el destacado emplazamiento del presente de Owen y su padre.

—LO HICE YO MISMO —dijo. Al principio pensé que se refería al papel de Navidad, pero luego comprendí que había hecho el regalo propiamente dicho—. MI PADRE ME AYUDO A ESCOGER LA PIEDRA CORRECTA —admitió. ¡Dios mío, pensé, de modo que es granito!

A Owen le fastidió saber que los recién casados no abrirían sus regalos hasta después de la luna de miel, pero se abstuvo de describirme el suyo. Tendría muchos años para verlo con mis propios ojos, me explicó. Desde luego que los tendría.

Era un trozo del mejor granito en forma de ladrillo. «CALIDAD DE PANTEONES, TAN BUENOS COMO SALEN DE LA VETA», decía Owen. Él lo había cortado personalmente, lo había pulido personalmente; había diseñado y cincelado el borde personalmente, y el grabado también era suyo. Lo había trabajado al salir de la escuela, en el taller de la tienda de panteones, y durante los fines de semana. Parecía la losa de un animalito doméstico muy querido… o, en el mejor de los casos, la lápida para un bebé nacido muerto; pero en realidad era más apropiado para un gato o un hamster. Tenía que mantenerse longitudinal, como una barra de pan, y llevaba grabada la fecha aproximada del casamiento de mi madre con Dan:

JULIO

1952

No sé si Owen estaba inseguro del día exacto, o si habría significado muchas más horas de grabado… o estropeado su concepto de la estética de la piedra. Era demasiado grande y pesada para usar como pisapapeles. Aunque más adelante Owen sugirió esta utilidad, reconoció que era más práctica como tope de puerta. Durante años enteros —antes de regalármela—, Dan Needham la utilizó debidamente como tope de puerta y a menudo se golpeaba contra ella los dedos de los pies. Pero al margen de lo que llegaría a convertirse, había que dejarla al aire libre, donde Owen tuviera la certeza de verla cuando nos visitaba; estaba orgulloso de esa pieza, y mi madre la adoraba. Bueno, mi madre adoraba a Owen; si le hubiese regalado una lápida con la fecha de la muerte en blanco —para ser agregada cuando llegara el momento—, también le habría encantado. Tal como ocurrieron las cosas, en mi opinión —y en la de Dan—, Owen le había regalado una lápida. Había sido hecha en una tienda de panteones funerarios, con herramientas para grabar sepulturas; podía llevar la fecha de la boda, pero era una lápida en miniatura.

Y aunque hubo mucha alegría en la boda de mi madre, y hasta mi abuela mostró una tolerancia poco corriente hacia los muchos jóvenes y adultos no tan jóvenes que retozaban y se animaban con la bebida, la recepción terminó en una descarga de mal tiempo más adecuada para un funeral.

Owen se puso muy juguetón con su posesión de las bragas de Hester. No solía ser atrevido con las chicas, y sólo a un tonto —o a Noah y Simon— se le ocurriría serlo con Hester. Pero él logró rodearse en todo momento de una multitud, volviendo embarazoso para Hester recuperar sus bragas.

—Suéltalas, Owen —murmuró mi prima.

—SI, CLARO, ¿LAS QUIERES? —le preguntó Owen, mientras alargaba la mano hasta el bolsillo interior, en ese instante firmemente plantado entre tía Martha y tío Alfred.

—¡Aquí no! —replicó Hester con tono amenazante.

—¿O SEA QUE NO LAS QUIERES? ¿PUEDO QUEDARMELAS?

Hester lo acechó durante toda la fiesta; sólo estaba levemente furiosa, pensé… o disfrutando levemente. Fue un coqueteo que me puso un poco celoso, y duró tanto que Noah y Simon se aburrieron y comenzaron a armarse de confeti para la partida de mi madre y Dan.

Y ocurrió antes de lo esperado, porque apenas habían empezado a cortar el pastel de boda cuando se desató la tormenta. Había oscurecido y ahora el viento transportaba una fría llovizna; pero cuando se desencadenaron los truenos y relámpagos, cesó el viento y empezó a llover a cántaros, formando cortinas verticales de agua. Los invitados corrieron a guarecerse en la casa; mi abuela se cansó enseguida de decirle a la gente que se secara los pies. Los encargados del banquete luchaban con la barra y las mesas; habían levantado una tienda que sólo cubría media terraza, como un toldo, pero debajo no había lugar suficiente para los regalos y tanta comida y bebida; Owen y yo ayudamos a llevar los regalos al interior. Mi madre y Dan corrieron arriba para cambiarse y recoger sus maletas. Tío Alfred fue a buscar el Buick, que no había estropeado demasiado con el acostumbrado «Recién casados». Sólo lo había escrito con tinta en toda la parte posterior del coche, pero los letreros estaban prácticamente borrados por la lluvia cuando mi madre y Dan bajaron, vestidos de viaje y acarreando su equipaje.

Los invitados se arremolinaron en las diversas ventanas que daban a la rampa para ver marcharse a los recién casados, pero éstos tuvieron una partida confusa. La lluvia arreció cuando intentaban poner el equipaje en el coche; tío Alfred, que les hacía de valet, estaba empapado; Simon y Noah, que habían acaparado todos los confeti, eran los únicos lanzadores. Arrojaron la mayor parte sobre su padre, porque estaba tan mojado que los confeti se le pegaban, transformándolo instantáneamente en un payaso.

Todos ovacionaban desde las ventanas de 80 Front Street, pero mi abuela estaba ceñuda. El caos la perturbaba; una desfiguración del cuerpo era una desfiguración del cuerpo, aunque la gente lo estuviera pasando bien; el mal tiempo era mal tiempo, aunque a nadie pareciera importarle. Además, algunas de sus viejas brujas la estaban observando. (¿Cómo reacciona la realeza cuando llueve en una boda? Eso es lo que se merece Tabby Wheelwright… por vestir de blanco.) Tía Martha se expuso al aguacero para besar a mi madre y a Dan; Simon y Noah también la llenaron de confeti.

Luego, tan de sopetón como había cesado el viento y caído la lluvia, ésta se transformó en granizada. En New Hampshire ni siquiera en julio puedes contar con el clima. Las piedras de granizo rebotaban en el Buick como ráfagas de ametralladora, por lo que Dan y mi madre saltaron al interior del coche; tía Martha gritó y se cubrió la cabeza… ella y tío Alfred corrieron a la casa. Hasta Noah y Simon sintieron el escozor de las piedras y retrocedieron. Alguien gritó que el granizo había roto una copa de champagne en la terraza. La granizada era tan brutal que la gente amontonada cerca de las ventanas se apartó de los cristales. Entonces mi madre bajó las ventanillas del coche; pensé que lo hacía para despedirse con un ademán, pero me estaba llamando. Me sujeté la chaqueta sobre la cabeza, pero aun así me dolió el granizo. Una piedra del tamaño de un huevo de petirrojo me dio en el codo y retorcí la cara de dolor.

—¡Adiós, querido! —dijo mi madre al tiempo que me metía la cabeza en el coche, a través del hueco de la ventanilla, y me besaba—. Tu abuela sabe adónde vamos, pero no te lo dirá a menos que se presente una emergencia.

—¡Que lo paséis bien! —les deseé. Cuando miré hacia 80 Front Street, todas las ventanas de abajo eran retratos: rostros que nos miraban, a mí y a los recién casados. Bien, casi todos… pero no los dos benditos de Gravesend, que no nos miraban a mí ni a los recién casados. En extremos opuestos de la casa —cada uno de ellos solo ante una ventana pequeña—, el reverendo Lewis Merrill y el reverendo Dudley Wiggin contemplaban el cielo. Me pregunté si estarían asumiendo una perspectiva religiosa de la granizada. En el caso del rector Wiggin, imaginé que observaba la precipitación desde el punto de vista de un expiloto… y que estaba notando, sencillamente, que era un día jodido para volar. Pero el pastor Merrill registraba los cielos en busca del origen de tan violenta tormenta. ¿Habría algo en las Sagradas Escrituras que le auguraba el significado de la granizada? En su celo por demostrar su conocimiento de pasajes adecuados de la Biblia, ninguno de los dos había ofrecido a mi madre y a Dan la bendición más reconfortante, la de Tobías: «Déjame envejecer junto a ella».

Es una pena que ninguno de los oficiantes pensara en esa bendición, pero los libros apócrifos suelen omitirse en las ediciones protestantes de la Biblia. No envejecerían juntos Dan Needham y mi madre, a quien sólo faltaba un año para su cita con la pelota que bateó Owen.

Prácticamente estaba entrando en la casa cuando mi madre volvió a llamarme.

—¿Dónde está Owen? —me preguntó.

Me llevó un rato localizarlo en las ventanas, porque estaba arriba, en el dormitorio de mi madre; a su lado se erguía la figura de la mujer de rojo, la doble de mi madre, su maniquí. Hoy sé que aquel día, en 80 Front Street, había tres benditos: tres seres devotos con los ojos puestos en el tiempo. Owen tampoco estaba observando la partida de los recién casados. También él tenía la vista fija en los cielos, con un brazo alrededor de la cintura del maniquí, recostado sobre su cadera, mirando hacia arriba con expresión preocupada. Entonces yo tendría que haber sabido a qué ángel estaba vigilando; pero había sido un día ajetreado, mi madre estaba preguntando por Owen… corrí escaleras arriba y se lo llevé. A Owen no parecía importarle el granizo, las piedras rebotaban en el coche a su alrededor, pero no vi que ninguna lo golpeara. Metió la cabeza por la ventanilla y mi madre lo besó. Luego le preguntó cómo pensaba llegar a su casa.

—No irás andando ni en bici, Owen… con este tiempo —dijo—. ¿Quieres que te llevemos?

—¿EN VUESTRA LUNA DE MIEL? —se asombró.

—Sube —dijo mi madre—. Dan y yo te llevaremos.

Parecía sumamente complacido. ¡Acompañaría a mi madre en su luna de miel… aunque sólo fuera un corto trecho! Trató de deslizarse en el coche más allá de ella, pero tenía los pantalones húmedos y se le pegaron a la falda de mi madre.

—Espera un minuto —dijo ella—. Déjame salir. Entra tú primero —quería decir que Owen era lo bastante pequeño para sentarse a horcajadas en el montículo del eje de transmisión, entre ella y Dan, pero cuando se apeó del Buick (aunque sólo fue un segundo), una piedra saltó del techo del coche y le dio entre los ojos—. ¡Ay! —gritó, agarrándose la cabeza.

—¡LO SIENTO! —se apresuró a decir Owen.

—Sube, sube —lo apremió mi madre, riendo.

El coche arrancó.

En ese momento Hester se dio cuenta de que Owen había logrado largarse con sus bragas. Salió corriendo a la rampa de acceso y se quedó allí en jarras, contemplando el coche que se movía lentamente; a pesar de la granizada, Dan y mi madre, de frente, sacaron las manos por las ventanillas y saludaron. Owen se volvió y quedó mirando hacia atrás; sonrió de oreja a oreja y fue evidente, por el destello blanco, con qué estaba saludando a Hester.

—¡Eli, tú, monstruo! —gritó Hester. Pero el granizo volvió a convertirse en lluvia; mi prima quedó empapada instantáneamente en la rampa… y el vestido amarillo se le pegó tan tenazmente que resultaba fácil ver qué era lo que le faltaba. Se metió deprisa en la casa.

—Jovencita —le dijo mi tía Martha—, ¿dónde diablos están tus…?

—¡Cielos misericordiosos, Hester! —exclamó mi abuela.

Pero los cielos no eran misericordiosos en ese momento. Y las arpías de mi abuela, observando a Hester, debían de pensar: esa puede ser la hija de Martha, pero le esperan los mismos problemas que a Tabby.

Simon y Noah estaban haciendo bolas de nieve antes de que ésta se derritiera con la insistente lluvia. Corrí afuera y me reuní con ellos. Arremetieron contra mí con unas cuantas bien grandes; yo me hice con una buena provisión y les devolví el fuego graneado. Me sorprendió la frialdad del granizo… era como si hubiese viajado a la tierra desde otro universo, mucho más helado. Mientras estrujaba una piedra del tamaño de una canica y sentía cómo se derretía en la palma de mi mano, también me sorprendió su dureza: era dura como una pelota de béisbol.

Mr. Chickering, nuestro rechoncho y bondadoso entrenador y director técnico de la liguilla —el hombre que aquel día decidió que Owen bateara por mí, el hombre que le dijo: «¡Bascula!»—, está pasando sus últimos días en el Hogar del Veterano de Court Street. Las destructivas imágenes a que cada tanto lo arroja su lucha contra la enfermedad de Alzheimer, lo dejan nervioso y atontado, aunque curiosamente alerta. Como un hombre sentado bajo un árbol y lleno de niños que lo acribillan con bellotas, parece esperar que lo golpeen en cualquier momento, incluso da la impresión de desearlo, pero no tiene idea de dónde llegan las bellotas (pese a la que debe de ser una firme sensación del tronco del árbol contra su espalda). Cuando lo visito —cuando las bellotas vuelan hacia él y lo golpean acertadamente—, se anima al instante. Una vez dijo alegremente: «¡Eres el siguiente, Johnny!». En una ocasión agregó: «¡Owen batea por ti, Johnny!». Pero otras veces lo noto muy distante; tal vez esté apoyando la cara de mi madre en el suelo, ocupándose de cerrarle los ojos antes… o le está bajando la falda, en nombre de la decencia, y uniendo sus rodillas abiertas. Una vez que no pareció reconocerme —no pude establecer ninguna comunicación coherente con él—, habló en voz alta justo cuando me iba; con tono triste y reflexivo, dijo: «No debes verla, Johnny».

Durante el funeral de mi madre, en Hurd’s Church, Mr. Chickering estaba visiblemente conmovido. Tengo la certeza de que la única vez que la tocó fue cuando acomodó su cuerpo en posición de reposo; tanto este recuerdo como el del interrogatorio del jefe de policía Pike respecto del «instrumento del delito», el «arma homicida», había crispado sin duda a Mr. Chickering, que en el funeral lloró abiertamente, como si llorara la muerte del béisbol propiamente dicho. Por cierto, no sólo Owen y yo abandonamos el equipo —y ese juego infernal— para siempre; otros miembros de nuestro equipo de liguilla aprovecharon el perturbador incidente como trampolín para librarse de tan pesada obligación, que correspondía mucho más a la noción de sus padres de que era algo «bueno para ellos» que a su propia elección deportiva. Mr. Chickering, un hombre de muy buen corazón, siempre nos había dicho que cuando ganábamos, ganábamos como equipo, y cuando perdíamos, perdíamos como equipo. Ahora —a sus ojos— habíamos matado como equipo; no obstante, él lloraba en su banco de la iglesia como si soportara una cuota mayor de la que le correspondía en la responsabilidad del equipo.

Había instado a otros compañeros de equipo y sus familias a sentarse con él… entre ellos al desventurado Harry Hoyt, que había conseguido una base a falta de dos lanzamientos y que por tanto había hecho su aportación para que Owen Meany ocupara la base de bateador. Al fin y al cabo, Harry podría haber sido el último eliminado… en cuyo caso mi madre nos habría llevado a Owen y a mí a casa después del partido, como de costumbre. Pero Harry había echado a andar. Estaba sentado en Hurd’s Church, con la vista clavada en las lágrimas de Mr. Chickering. Harry era casi inocente. Íbamos muy atrasados y todavía faltaban dos eliminaciones en nuestra última entrada; no tenía ningún sentido que Harry Hoyt echara a andar. ¿Qué beneficio podía darnos una base con toques? Harry tendría que haber estado basculando el bate.

Por otro lado, era una criatura inofensiva, aunque causaría grandes pesares a su madre. Su padre había muerto y durante años su madre fue recepcionista de la fábrica de gas; recibía todas las quejas de los errores de facturación y de los escapes. Harry nunca tuvo madera para Gravesend Academy. Concluyó debidamente los estudios en el instituto y se alistó en la Marina, que era muy popular en Gravesend. Su madre intentó librarlo del servicio diciendo que era viuda y necesitaba su ayuda aunque, en primer lugar, tenía trabajo y, en segundo lugar, Harry quería alistarse. Incluso le avergonzó la carencia de celo patriótico de su madre; con toda probabilidad fue la única vez que Harry discutió con alguien, pero ganó la discusión: fue a Vietnam, donde lo mató una serpiente venenosa de la región. Fue una víbora de Russell, y lo mordió mientras estaba meando bajo un árbol; más adelante se supo que el árbol crecía junto a un burdel, donde Harry esperaba su turno para entrar. Él era así: le gustaba andar, incluso cuando no había buenas razones para hacerlo.

Su muerte politizó bastante a su madre… o al menos lo bastante para Gravesend; se tildaba a sí misma de resistente de guerra y anunció que en su casa asesoraría gratuitamente a quien se lo pidiera sobre la forma de eludir la llamada a filas; nunca quedó exactamente demostrado que sus sesiones de asesoramiento nocturno la agotaran tanto como para convertirla en una recepcionista incompetente de la fábrica de gas… y sin embargo la despidieron. Algunos patriotas de la ciudad fueron aprehendidos cuando intentaban destrozar su coche y su garaje; no presentó denuncia legal, aunque se rumoreaba que era una corruptora de la moral de los jóvenes. Pese a ser una mujer sencilla —incluso algo desaliñada—, la acusaron de seducir a algunos de sus jóvenes aconsejados, y finalmente se alejó de Gravesend… creo que se trasladó a Portsmouth, que estaba suficientemente alejado. La recuerdo en el funeral de mi madre; no se sentó con su hijo Harry en el sector en que Mr. Chickering había reunido al equipo en bancos adyacentes. Mrs. Hoyt nunca fue una jugadora de equipo; Harry lo era.

Mrs. Hoyt fue la primera persona, en mi recuerdo, que dijo que criticar a un presidente concreto de los Estados Unidos no era antipatriótico, y que desaprobar nuestra implicación en una guerra específica contra los comunistas no era lo mismo que ponerse del lado del comunismo. Pero estas sutilezas no eran captadas por la mayor parte de los ciudadanos de Gravesend, aún hoy siguen sin significar nada para muchos de mis antiguos conciudadanos estadounidenses.

No recuerdo haber visto a Buzzy Thurston en el funeral. Tendría que haber estado allí. Después de que Harry Hoyt echara a andar, Buzzy Thurston tendría que haber sido la última eliminación. Tiró una rasa facilísima —una de las eliminaciones más seguras que he visto—, pero de alguna manera el defensa intermedio manipuló torpemente la pelota. Buzzy Thurston llegó a la base por error. ¿Quién era aquel defensa? También tendría que haber estado en Hurd’s Church.

Probablemente Buzzy no se había presentado porque era católico, sugirió Owen; pero asistieron otros católicos… por lo que Owen estaba expresando, sencillamente, sus prejuicios al respecto. Y quizá yo esté cometiendo una injusticia con Buzzy; tal vez asistió… a fin de cuentas, Hurd’s Church estaba abarrotada, tan desbordante como en la boda de mi madre. Allí estaban las mismas arpías de mi abuela. Sé lo que fueron a ver. ¿Cómo reacciona ante esto la realeza? ¿Cómo respondería Harriet Wheelwright al Destino con D mayúscula… a un Accidente Monstruoso (también con M mayúscula), o a un Acto Divino (si eso es lo que crees que fue)? Todas esas brujas, negras y encorvadas como cuervos reunidos alrededor de un muerto en accidente de circulación, asistieron al servicio como diciendo: reconocemos, Dios, que no se permitió a Tabby Wheelwright salir impune.

Salir «impune» era un delito capital en New Hampshire. Y por la alerta de aves de rapiña visible en los ojos como dardos de las arpías de mi abuela, sé que —en su opinión— mi madre no había escapado a su justo castigo.

Buzzy Thurston, estuviese o no en el funeral, tampoco saldría impune. En realidad no me disgustaba Buzzy, sobre todo después de que defendiera a Owen cuando éste y yo nos metimos en un lío con algunos condiscípulos católicos de Buzzy a causa de un pequeño incidente en la escuela parroquial de St. Michael. Pero Buzzy fue duramente castigado por el papel desempeñado en llegar a la base y hacer que Owen Meany bateara (si crees que aquello fue un castigo). Tampoco él tenía madera para Gravesend Academy; no obstante, hizo un año de posgrado en la academia porque era un buen deportista… de la variedad corriente de deportes al aire libre de Nueva Inglaterra: jugaba al fútbol, hockey y béisbol. No siempre necesitaba llegar a la base por error.

No sobresalía en nada, pero era lo bastante aceptable para ir a la universidad estatal, donde se destacó en tres deportes. Perdió un año de competición por una lesión en la rodilla y consiguió con artimañas asistir por quinto año consecutivo al college… manteniendo así durante otro año su prórroga del servicio, en su condición de estudiante. Después ya era «carne de reclutamiento», pero no escatimó esfuerzos con tal de perderse el viaje a Vietnam, intoxicándose para el examen físico. Durante dos semanas bebió una botella de bourbon diaria, fumó tanta marihuana que su pelo olía como una alacena llena de orégano, incendió la cocina de casa de sus padres horneando peyote; fue hospitalizado con un trastorno de colon, posterior a una experiencia con LSD en la que se convenció de que su camisa hawaiana era comestible y consumió una parte, incluyendo los botones y el contenido del bolsillo: un estuche de fósforos, un paquete de papel de fumar y un sujetapapeles.

Dado el provincianismo de la junta de reclutamiento de Gravesend, Buzzy fue declarado «psicológicamente no apto» para el servicio, con lo que quedó satisfecha su hábil previsión. Lamentablemente, se había aficionado al bourbon, la marihuana, el peyote y el LSD; de hecho, idolatraba hasta tal punto estos excesos que una noche, en Maiden Hill Road, lo mató el volante de su Plymouth, cuando se empotró en el contrafuerte del puente ferroviario que estaba apenas a unos cientos de metros de la Meany Granite Quarry. Fue Mr. Meany quien llamó a la policía. Owen y yo conocíamos bien ese puente. Hacía una curva muy cerrada al final del tramo de una empinada cuesta abajo… y exigía mucha prudencia, incluso cuando íbamos en bicicleta.

Fue la maltratada Mrs. Hoyt quien voceó que Buzzy Thurston era lisa y llanamente otra víctima de la guerra de Vietnam; aunque nadie le prestó la menor atención, afirmó que la guerra era la causa de los muchos abusos a que se había entregado Buzzy… así como la guerra había cercenado la vida de su Harry. Para Mrs. Hoyt, estas cosas eran sintomáticas de la época de Vietnam: el consumo excesivo de drogas y alcohol, la forma de conducir suicida y los burdeles del sudeste asiático, donde a muchos chicos estadounidenses vírgenes regalaban su primera y última experiencia sexual… ¡para no hablar de las víboras de Russell que acechaban bajo los árboles!

Mr. Chickering tenía que llorar… no sólo por el capricho que lo había llevado a decirle a Owen Meany que bateara. De haber sabido todo lo que seguiría, habría bañado su cara mofletuda en más lágrimas aún de las que derramó aquel día en Hurd’s Church, cuando se estaba lamentando por y como un equipo.

Naturalmente, el jefe de policía se sentó apartado; a los policías les gusta sentarse junto a la puerta. Y Jefe Pike no estaba llorando. Para él, mi madre seguía siendo un «caso»; para él, el funeral era una oportunidad de ver a los sospechosos… porque todos éramos sospechosos a los ojos de Jefe Pike. Sospechaba que entre los dolientes se encontraba el ladrón de la bola.

Jefe Pike siempre había sido hombre de estar «junto a la puerta». Cuando yo salía con su hija, siempre temía que el jefe de policía irrumpiera a través de una puerta —o de una ventana— en cualquier momento. Sin duda a causa de mi ansiedad por su aparición súbita, una vez me enganché el labio inferior en el alambre del aparato que su hija llevaba en los dientes, retrocediendo con excesiva presteza de su beso… seguro de que había oído el crujido de las botas de Jefe Pike en las cercanías.

Aquel día, en Hurd’s Church, casi oías crujir esas botas junto a la puerta, como si el hombre esperara que la pelota robada saltara del bolsillo del culpable y rodara por la alfombra carmesí oscuro con autoridad incriminatoria. Para Jefe Pike, el hurto de la pelota que mató a mi madre tenía un carácter mucho más grave que un mero delito menor; como mínimo, era obra de un malvado. El hecho de que la pelota hubiese matado a mi madre no parecía preocupar a Jefe Pike; que el pobre Owen Meany hubiese bateado la pelota apenas tenía un poco más de interés para nuestro jefe de policía… pero sólo porque establecía un motivo para que Owen poseyera ahora la pelota en cuestión. Por tanto, no fue en el ataúd cerrado de mi madre donde nuestro jefe de policía clavó la mirada; Jefe Pike tampoco prestó especial atención al anteriormente aerotransportado capitán Wiggin… ni tampoco mostró mucho interés por el ligero tartamudeo del conmocionado pastor Merrill. Más bien, fijó su intensa mirada en la nuca de Owen Meany, que estaba precariamente sentado sobre seis o siete ejemplares del Libro de himnos del Peregrino; Owen se tambaleaba en la pila de libros de himnos, como si la mirada del jefe de policía lo desequilibrara. Estaba sentado lo más cerca posible de los bancos de la familia, exactamente donde se había sentado para la boda de mi madre: detrás de la familia Eastman en general y del tío Alfred en particular. En esta ocasión Simon no bromearía acerca de la impropiedad del traje azul marino de la escuela dominical, un diminuto clónico del traje que llevaba su padre. El granítico Mr. Meany estaba sentado pesadamente al lado de Owen.

—«Soy la resurrección y la vida, dijo el Señor» —dijo el reverendo Dudley Wiggin—. «Benditos sean los que mueren en el Señor».

—«Oh Dios, cuyas mercedes son incontables» —dijo el reverendo Lewis Merrill—. «Acepta nuestras oraciones en favor de tu sierva Tabby y concédele la entrada en la tierra de luz y júbilo, en compañía de tus santos».

Bajo la tenue luz de Hurd’s Church, sólo brillaba la silla de ruedas de Lydia… en el pasillo, junto al banco que ocupaba únicamente Harriet Wheelwright. Dan y yo estábamos en el de atrás. Los Eastman, detrás de nosotros.

El reverendo capitán Wiggin invocó a los corintios:

—«Dios enjugará todas las lágrimas». —Tras lo cual Dan se echó a llorar. El rector, siempre entusiasta de representar la fe como una batalla, citó a Isaías—: «Él tornará la muerte en victoria».

Entonces oí que mi tía Martha sumaba sus lágrimas a las de Dan; pero entre los dos no igualaron a Mr. Chickering, que había empezado a llorar a lágrima viva aun antes de que los pastores iniciaran sus lecturas del Antiguo y el Nuevo Testamento. El pastor Merrill tartamudeó abriéndose camino hacia las Lamentaciones:

—«Bueno es el Señor a los que en Él esperan».

A continuación fuimos orientados en el Salmo 23, como si hubiera un alma en Gravesend que no lo supiera de memoria: «El Señor es mi pastor; nada me faltará…», y así sucesivamente. Cuando llegamos al trozo que dice: «Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno», comencé a oír la voz de Owen por encima de las demás.

—«Da valor a los desconsolados» —dijo el rector y yo ya temí lo alta que sería la voz de Owen durante el último himno, pues sabía que era su preferido.

—«Ayúdanos, te rogamos, en medio de cosas que no podemos entender» —dijo el pastor y yo ya estaba canturreando el himno, tratando de ahogar la voz de Owen… por adelantado.

Y cuando Mr. Wiggin y Mr. Merrill se esforzaron por decir al unísono: «Concédenos que confiemos a Tabitha a tu eterno amor», supe que había llegado el momento: estuve a un tris de taparme los oídos.

¿Qué otra cosa cantamos ante una muerte prematura, qué otra cosa salvo ese ritmo pegadizo que en el Libro de himnos del Peregrino está clasificado como un himno favorito de «ascensión y reino», el popular «A Cristo coronad», que desgarra sin compasión el órgano auditivo?

¿Porque en qué otro momento, sino en la muerte de un ser querido, necesitamos más que nunca oír hablar de la resurrección, de la vida eterna… de Aquel que ha ascendido?

A Cristo coronad Divino Salvador,

Sentado en alta majestad es digno de loor.

Al rey de gloria y paz loores tributad,

Y bendecid al inmortal por toda la Eternidad.

A Cristo coronad Señor de nuestro amor,

Al Rey triunfante celebrad glorioso vencedor.

Potente Rey de paz el triunfo consumó

Y por su muerte de dolor su grande amor mostró.

Pero lo que inspiraba especialmente a Owen era la tercera estrofa.

A CRISTO CORONAD SEÑOR DE VIDA Y LUZ,

CON ALABANZAS PROCLAMAD LOS TRIUNFOS DE LA CRUZ.

A EL SOLO ADORAD SEÑOR DE SALVACIÓN

LOOR EXTERNO TRIBUTAD DE TODO CORAZÓN.

Más adelante, en el entierro, oí resonar la espantosa voz de Owen.

—«En medio de la vida estamos en la muerte» —dijo Mr. Wiggin, pero era como si Owen siguiese canturreando la melodía de «A Cristo coronad», porque yo no oía nada más; ahora pienso que el fenómeno corresponde a la naturaleza de los himnos: nos hacen desear su reiterada repetición; se incluyen en todos los servicios y suelen ser la única parte de un oficio de difuntos en que sentimos que todo es aceptable. Por cierto, lo inaceptable es el entierro, y doblemente en el caso de mi madre porque —después del tranquilizador entumecimiento de Hurd’s Church— estábamos al aire libre, un típico día veraniego de Gravesend, de un calor bochornoso, expuestos a los importunos sonidos de las voces de los niños que llegaban desde el cercano campo deportivo del instituto.

El cementerio, al final de Linden Street, estaba a la vista de la escuela de bachillerato superior y elemental. Sólo asistí dos años a esta última, tiempo suficiente para oír —muchas veces— las observaciones que con mayor frecuencia hacían los alumnos atrapados en la sala de estudio y sentados más cerca de las ventanas que daban al cementerio: algo en el sentido de que estarían menos aburridos allí, en el camposanto.

—En la cierta y segura esperanza de la resurrección a la vida eterna a través de nuestro Señor Jesucristo, encomendamos a Dios Todopoderoso a nuestra hermana Tabitha, y entregamos su cuerpo a la tierra —dijo el pastor Merrill. En ese momento noté que su mujer se había llevado las manos a las orejas. Estaba terriblemente pálida, con excepción de la rellenita parte posterior de sus brazos, dolorosa a la vista porque allí la quemadura de sol era intensa; llevaba un vestido suelto y sin mangas, más gris que negro… pero tal vez no tenía un adecuado vestido negro sin mangas, y no podía pretenderse que sometiera la quemadura al encierro de unas mangas. Se balanceó ligeramente, entrecerrando los ojos. Al principio pensé que se tapaba las orejas debido a un cegador dolor de cabeza; su reseca melena rubia parecía a punto de llamear, y había liberado un pie de las tiras de la sandalia. Uno de sus enfermizos hijos estaba recostado en su cadera—. «Tierra a la tierra, cenizas a las cenizas, polvo al polvo» —dijo su marido, pero Mrs. Merrill no pudo haberlo oído: no sólo se apretaba las orejas, sino que daba la impresión de estar metiéndoselas a presión en el cráneo.

Hester lo había notado. Observaba a Mrs. Merrill tan intensamente como yo a ella; de repente la expresión dura de mi prima se contrajo de dolor —o por algún repentino recuerdo doloroso— y también ella se tapó los oídos. Pero la melodía de «A Cristo coronad» seguía en mi cabeza; no oí lo que oían Mrs. Merrill y Hester. Las consideré a ambas culpables de una imperdonable grosería con el pastor Merrill, que luchaba como podía con la bendición… aunque ahora hablaba a toda prisa, y hasta el normalmente imperturbable capitán Wiggin sacudía la cabeza, como si quisiera librar a sus oídos de agua o de un ruido desagradable.

—«Que el Señor la bendiga y la guarde» —dijo Lewis Merrill. Entonces miré a Owen. Tenía los ojos cerrados, movía los labios; daba la impresión de estar bufando, pero era todo lo que podía hacer como tarareo… lo que oí era «A Cristo coronad», no mi imaginación. Pero también Owen se tapó las orejas.

Entonces vi que Simon levantaba las manos; Noah ya las había elevado… y mis tíos Alfred y Martha también se cubrieron las orejas. Hasta Lydia se tapó los oídos con las manos. Mi abuela frunció el entrecejo pero no levantó las manos; se obligó a escuchar, aunque adiviné que para ella era doloroso… y en ese momento lo oí yo: eran los chicos en el campo deportivo de la escuela. Estaban jugando al béisbol. Los gritos de costumbre, las discusiones ocasionales, las voces aglutinadas y luego el silencio, o el casi silencio, se vio interrumpido —como ocurre siempre en los partidos de béisbol— por el crujido del bate. Un golpe de sonido sólido y noté que incluso la cara de piedra de Mr. Meany se contorsionaba, apretando los dedos en el hombro de Owen. Y Mr. Merrill, tartamudeando más que nunca, concluyó:

—«Que el Señor haga brillar su rostro sobre ella y sea indulgente con ella, que el Señor levante su semblante hacia ella y le conceda paz. Amén».

De inmediato se inclinó y cogió un puñado de tierra; fue el primero en echar tierra sobre el ataúd de mi madre, en cuyo interior yo sabía que llevaba puesto un vestido negro… el que había copiado del rojo que tanto detestaba. El modelo blanco, había dicho Dan, no le sentaba tan bien; supuse que la muerte había afectado negativamente su bronceado. Ya me habían dicho que la hinchazón en la sien —y la lividez circundante— había vuelto desaconsejable un féretro abierto… y no es que nosotros los Wheelwright fuésemos partidarios de los ataúdes abiertos, en ninguna circunstancia; los yanquis son gente de puertas cerradas.

Uno a uno, los deudos arrojaron tierra sobre el ataúd; después resultaba inoportuno volver a taparse los oídos con las manos, aunque Hester lo hizo, sin pensarlo dos veces. La base del pulgar polvoriento le dejó una mancha en la oreja y en el costado de la cara. Owen no arrojó un puñado de tierra; también noté que no apartó las manos de las orejas. Tampoco abrió los ojos y su padre tuvo que sacarlo del cementerio. Dos veces le escuché decir:

—¡LO SIENTO!

Oí unos cuantos crujidos más del bate antes de que Dan Needham me llevara a 80 Front Street. En casa de mi abuela sólo estaba «la familia». Tía Martha me llevó a mi antigua habitación y nos sentamos juntos en mi antigua cama. Me dijo que podía ir a vivir con ella y tío Alfred, y Noah y Simon y Hester, «al norte», donde siempre sería calurosamente recibido; me abrazó y me besó y me pidió que no olvidara que siempre existía esa posibilidad.

Después llegó mi abuela a mi cuarto: hizo salir a tía Martha y se sentó a mi lado. Me dijo que si no me molestaba vivir con una vieja, mi antiguo dormitorio estaba a mi disposición… que siempre sería mi habitación, que nunca nadie más que yo tendría derecho a ocuparla. También me abrazó y me besó; insistió en que los dos debíamos querer mucho a Dan y prestarle mucha atención.

Dan fue el siguiente. También se sentó en mi cama. Me recordó que me había adoptado legalmente, que aunque yo era Johnny Wheelwright para todo el mundo en Gravesend, era Johnny Needham para la escuela, lo que significaba que podía ir a Gravesend Academy —cuando llegara el momento, y tal como había sido el deseo de mi madre— como hijo legítimo de un miembro del profesorado, como si fuera su verdadero hijo. Reiteró que de cualquier modo me consideraba su hijo, y que no aceptaría un trabajo que lo apartara de Gravesend Academy hasta que yo hubiese tenido la posibilidad de graduarme. Dijo que entendería perfectamente si me encontraba más cómodo en 80 Front Street que en su apartamento de la residencia comunitaria, pero que le gustaba que viviera allí, con él, si no estaba harto de las limitaciones de espacio. Tal vez prefería pasar unas noches con él y unas noches en 80 Front Street… todas las noches que quisiera, en cualquiera de los dos sitios…

Contesté que esto último me parecía bien y le pedí que transmitiera a tía Martha —de manera que no hiriera sus sentimientos— que en realidad yo era un chico de Gravesend y no quería mudarme «al norte». De hecho, la sola idea de vivir con mis primos me agotaba y aterraba, y estaba convencido de que si me iba a vivir con los Eastman me consumiría el pecaminoso deseo de cometer actos contra natura con Hester. (No le pedí a Dan que le transmitiera esto último a tía Martha.)

Cuando muere inesperadamente una persona que amas, no la pierdes de golpe; la vas perdiendo a fragmentos durante largo tiempo… a la manera en que deja de llegar correspondencia, y su aroma se desvanece de las almohadas e incluso de la ropa de su armario y de la cómoda. Poco a poco acumulas los fragmentos de ella que ya no están. Y cuando llega el día en que un determinado fragmento que falta te abruma con la sensación de que ella se ha ido para siempre… llega otro día y otro fragmento específicamente ausente.

La noche después de su funeral, sentí que mi madre ya no estaba cuando llegó la hora de que Dan volviera al apartamento. Comprendí que Dan tenía varias opciones: podía regresar solo a su apartamento, o yo podía ofrecerme a ir con él; podía quedarse en 80 Front Street, incluso en la otra cama de mi dormitorio, porque ya le había dicho a mi abuela que no quería que Noah o Simon durmieran allí esa noche. Pero en cuanto me di cuenta de cuáles eran las opciones de Dan, también supe que todas y cada una eran imperfectas. Me di cuenta de que todas sus posibilidades con respecto a dónde dormir serían siempre imperfectas, y que siempre habría algo insatisfactorio imaginándolo a solas… y algo también incompleto estando conmigo.

—¿Quieres que vuelva contigo al apartamento? —le pregunté.

—¿Quieres que me quede contigo? —me preguntó.

¿Pero qué importancia tenía eso?

Lo vi bajar Front Street en dirección a las luces de la academia. Era una noche calurosa, con frecuentes golpes de puertas de tela metálica y sonidos de hamacas en los porches protegidos. Los chicos del barrio jugaban a algo con una linterna; por suerte, estaba demasiado oscuro para que siquiera el más norteamericano de los chicos norteamericanos bateara una pelota de béisbol.

Mis primos estaban inusitadamente contenidos por la tragedia.

—¡No puedo creerlo! —repitió Noah y me puso una mano en el hombro.

—¿Quién podía pensar que Owen era capaz de golpear tan fuerte una pelota? —dijo Simon con muy poco tacto, pero inocentemente.

Mi tía Martha se había acurrucado en el sofá del salón, con la cabeza sobre las piernas de tío Alfred; permanecía inmóvil, como una chiquilla con dolor de oídos. Mi abuela ocupaba su acostumbrado sillón semejante a un trono; de vez en cuando ella y Alfred intercambiaban una mirada y meneaban la cabeza. En una ocasión tía Martha se sentó, con el pelo hecho un revoltijo, y dio un puñetazo a la mesita del café.

—¡No tiene ningún sentido! —gritó; volvió a apoyar la cabeza en el regazo de tío Alfred y lloró un rato. Ante este arranque, mi abuela no meneó la cabeza ni asintió; fijó la vista en el techo, ambiguamente… buscando allí moderación o paciencia, o algún sentido posible, que Martha no había descubierto.

Hester no se había cambiado de ropa después del funeral; llevaba un vestido de hilo negro, de una sencillez y buen corte que mi madre habría aprobado; se veía especialmente adulta con ese vestido, aunque estaba muy arrugado. No dejaba de sujetarse el pelo en lo alto de la cabeza, a causa del calor, pero algunas greñas incómodas le caían en la cara y el cuello hasta que, exasperada, lo dejó caer otra vez. Las finas gotas de sudor sobre el labio superior dotaban a su cutis de la suavidad y el brillo del cristal.

—¿Quieres ir a dar una vuelta? —me preguntó.

—Sí.

—¿Quieres que Noah y yo vayamos con vosotros? —preguntó Simon.

—No —respondió Hester.

Casi todas las casas de Front Street tenían encendidas las luces de la planta baja; había perros afuera, ladrando, pero los chicos que antes jugaban con la linterna habían entrado. La acera despedía calor hacia arriba; en las noches bochornosas, en Gravesend, lo primero que te atacaba el calor era la entrepierna. Hester me cogió la mano mientras andábamos.

—Es la segunda vez en la vida que te veo con un vestido —dije.

—Ya lo sé —dijo.

La noche estaba especialmente oscura, nublada y sin estrellas; la luna sólo asomaba como una raja opaca en la bruma.

—Acuérdate de que tu amigo Owen se siente peor que tú —dijo.

—Ya lo sé —contesté, pero sentí una punzada de celos nada despreciable por tener que reconocerlo… y también por enterarme de que Hester estaba pensando en Owen.

Dejamos Front Street en la Gravesend Inn; vacilé antes de cruzar Time Street, pero Hester parecía conocer nuestro destino: me tironeó de la mano. En cuanto estuvimos en Linden Street, después del instituto a oscuras, para ambos estaba claro adónde nos encaminábamos. Había un coche de policía en el aparcamiento del instituto… al acecho de vándalos, supongo, o para impedir que durante la noche los estudiantes utilizaran el aparcamiento y el campo deportivo con fines ilícitos.

Oímos funcionar un motor; el sonido era demasiado fuerte y gutural para ser del coche patrulla, y después que pasamos el instituto, aumentó. Yo no creía que fuese necesario un motor para cuidar el cementerio, pero de allí llegaba el ruido. Ahora pienso que probablemente deseaba ver su tumba de noche, sabiendo cuánto odiaba ella la oscuridad; creo que quería cerciorarme de que alguna luz penetraba incluso en el cementerio, durante la noche.

Las farolas de Linden Street iluminaban un trecho del cementerio y dejaban ver nítidamente el camión de la Meany Granite Company, aparcado y con el motor al ralentí ante la entrada principal; Hester y yo vislumbramos la expresión solemne de Mr. Meany detrás del volante, con la cara iluminada por las prolongadas chupadas que daba a su cigarrillo. Estaba solo en la cabina del camión, pero yo sabía dónde se encontraba Owen.

Mr. Meany no se sorprendió al verme, aunque mi prima lo puso nervioso. Hester ponía nervioso a todo el mundo: con buena luz, de cerca, representaba su edad: una chica de doce años robusta y muy desarrollada. Pero desde cierta distancia, con un poco de ayuda de las sombras, aparentaba dieciocho… y parecía proclive a generar problemas.

—Owen tenía que decir algo más —nos confió Mr. Meany—. Pero lleva un buen rato dentro. Seguro que está a punto de terminar.

Sentí otra oleada de celos, pensando que la preocupación de Owen por la primera noche de mi madre bajo tierra había precedido a la mía. Con la atmósfera húmeda, los gases de escape del diesel eran pesados y malolientes, pero tuve la certeza de que Mr. Meany no se dejaría convencer para apagar el motor; con toda probabilidad lo dejaba funcionar con la intención de apremiar a Owen en sus oraciones.

—Quiero que sepas algo —me dijo Mr. Meany—. Haré caso a tu madre. Me dijo que no interfiriera si Owen quería ir a la academia. Y no interferiré. Se lo prometí —agregó.

Me llevaría años asimilar que desde el momento en que Owen golpeó esa pelota, Mr. Meany no «interferiría» en nada que quisiera su hijo.

—También me dijo que no me preocupara por el dinero —prosiguió Mr. Meany—. No sé qué pasará con eso… ahora —agregó.

—Owen obtendrá una beca completa —dije.

—Yo no sé nada de eso. Supongo que así será, si él lo desea —agregó Mr. Meany—. Tu madre se refirió a la ropa. Un montón de chaquetas y corbatas.

—No se preocupe —le dije.

—¡No me estoy preocupando! —exclamó—. Sólo te estoy prometiendo que no interferiré… ésa es la cuestión.

Parpadeó una luz en el cementerio; Mr. Meany notó que Hester y yo mirábamos en esa dirección.

—Ha traído una linterna —dijo Mr. Meany—. No sé por qué tarda tanto. Ya lleva demasiado tiempo dentro —pisó el acelerador, como si unas cuantas revoluciones pudieran meter prisa a Owen. Pero después de una pausa, agregó—: Tal vez será mejor que entréis a ver qué lo retiene.

En el cementerio la luz era tenue; Hester y yo avanzamos con gran cuidado, pues no queríamos pisotear las flores ni despellejarnos las espinillas contra cualquier sepultura pequeña. A medida que nos alejábamos del camión, fue disminuyendo el ruido del motor… aunque al mismo tiempo parecía más profundo, como si fuera el motor del corazón de la tierra, el que la hacía rotar y convertía el día en noche. Oímos fragmentos de las oraciones de Owen; pensé que había llevado la linterna para poder leer el libro de oraciones… y con toda probabilidad estaba leyendo de la primera a la última.

—«QUE LOS ÁNGELES TE CONDUZCAN AL PARAÍSO» —leyó.

Hester y yo interrumpimos nuestros pasos; ella se quedó detrás de mí y me rodeó la cintura con los brazos. Sentí sus pechos contra mis omoplatos y —como era un poco más alta— su garganta contra mi nuca; me hizo bajar la cabeza con el mentón.

—«PADRE DE TODOS NOSOTROS» —leyó Owen—. «REZAMOS POR AQUELLOS QUE AMAMOS PERO YA NO PODEMOS VER». —Hester me apretó; me besó las orejas. Mr. Meany aceleró, pero Owen no dio muestras de advertirlo; estaba arrodillado delante de la primera hilera de flores, al pie del túmulo de tierra nueva, frente a la lápida de mi madre. Había abierto el libro de oraciones en el suelo y sostenía la linterna entre las rodillas.

—Owen —dije, pero no me oyó—. ¡Owen! —llamé en voz más alta. Levantó la vista, pero no hacia mí; quiero decir que levantó la vista: había oído su nombre sin reconocer mi voz.

—¡YA TE HE OÍDO! —gritó, echando chispas por los ojos—. ¿QUÉ DESEAS? ¿QUÉ ESTÁS HACIENDO? ¿QUÉ QUIERES DE MI?

—Soy yo, Owen —dije; sentí que Hester jadeaba a mis espaldas. De pronto me había percatado con quién creía estar hablando Owen—. Somos Hester y yo —añadí, porque se me había ocurrido que la figura de mi prima detrás, con aspecto de surgir amenazadoramente, también podía confundir a Owen Meany, siempre atento a la aparición del ángel que lo había asustado en la habitación de mi madre.

—AH, ERAS TÚ —Owen parecía decepcionado—. HOLA, HESTER. NO TE RECONOCÍ… PARECES MAYOR CON VESTIDO. LO SIENTO.

—No es nada, Owen —dije.

—¿CÓMO ESTA DAN? —me preguntó.

Le dije que estaba bien, pero que se había ido a pasar la noche solo en su apartamento; la noticia devolvió a Owen su sentido práctico.

—SUPONGO QUE EL MANIQUÍ SIGUE ALLÍ, EN EL COMEDOR, ¿NO? —preguntó.

—Por supuesto —respondí.

—PUES ESO ESTA MUY MAL —dijo—. DAN NO DEBE ESTAR A SOLAS CON ESE MANIQUÍ. ¿QUÉ PASARA SI LE DA POR QUEDARSE CONTEMPLÁNDOLO? ¿O SI DESPIERTA A MEDIANOCHE Y SE LO ENCUENTRA CAMINO DE LA NEVERA? TENEMOS QUE IR A BUSCARLO… AHORA MISMO.

Acomodó la linterna entre las flores de manera que la masa radiante quedara totalmente envuelta por ellas, y la luz propiamente dicha brillara sobre el túmulo. Se incorporó y se quitó el polvo de las perneras de los pantalones a la altura de las rodillas. Cerró el libro de oraciones y comprobó cómo caía el haz de luz en la tumba de mi madre; pareció satisfecho. Yo no era el único que sabía cuánto detestaba mi madre la oscuridad.

Como no cabíamos todos en la cabina del camión, Owen se sentó con Hester y conmigo en la plataforma polvorienta del remolque, mientras Mr. Meany nos llevaba a la residencia de Dan. Los estudiantes del último curso estaban levantados; nos cruzamos con ellos en el hueco de la escalera y en la sala; algunos iban en pijama y todos se comieron a Hester con los ojos. Oí tintinear los cubitos de hielo en el vaso de Dan antes de que nos abriera la puerta.

—HEMOS VENIDO A BUSCAR EL MANIQUÍ, DAN —se apresuró a decir Owen, haciéndose cargo de todo desde el primer momento.

—¿El maniquí? —preguntó Dan.

—NO DEBES DEDICARTE A CONTEMPLARLO —le dijo Owen. Se precipitó en el comedor, donde el maniquí mantenía su posición de centinela sobre la máquina de coser de mi madre; todavía había algunos materiales de costura desparramados en la mesa del comedor; el dibujo de un patrón nuevo estaba pinchado sobre la mesa, junto a unas tijeras. Sin embargo, el maniquí no estaba recién ataviado. Tenía puesto el vestido rojo que tanto disgustaba a mi madre. Owen había sido el último en vestirlo; esta vez le había puesto un ancho cinturón negro, uno de los favoritos de mi madre, en una nueva tentativa por volver más seductor el vestido.

Le quitó el cinturón, lo dejó sobre la mesa —¡como si Dan pudiese darle alguna utilidad!— y levantó al maniquí por las caderas. Cuando estaban de pie uno al lado del otro, Owen apenas le llegaba al busto; al alzarlo, lo pechos del maniquí quedaron por encima de su cabeza… señalando el camino.

—PUEDES HACER LO QUE QUIERAS, DAN —le dijo Owen—, PERO NO TE QUEDARAS CON LA VISTA FIJA EN ESTE MANIQUÍ, FOMENTANDO TU DESDICHA.

—De acuerdo —aceptó Dan, y dio otro trago de whisky—. Gracias, Owen —agregó, pero mi amigo ya estaba en la puerta.

—VAMOS —nos dijo a Hester y a mí. Lo seguimos.

Salimos en el camión por Court y recorrimos Pine Street, con los árboles pasando raudos por encima de nuestras cabezas y el polvo de granito azotándonos la cara. En un momento dado Owen aporreó la cabina.

—¡MÁS RÁPIDO! —gritó a su padre. Mr. Meany aceleró.

En Front Street, justo cuando Mr. Meany estaba reduciendo la velocidad, Hester dijo:

—Podría seguir así toda la noche. Podría ir a la playa y volver. Produce una sensación deliciosa. Es la única forma de sentir un poco de fresco.

Owen volvió a aporrear la cabina del camión.

—¡VE HASTA LA PLAYA! —chilló—. ¡VE HASTA LITTLE BOAR’S HEAD!

Hacia allí partimos.

—¡MÁS RÁPIDO! —gritó Owen una vez, en el desierto camino a Rye. Fueron quince kilómetros vertiginosos; en breve desapareció el polvo de granito de la plataforma, y lo único que de vez en cuando nos azotaba la cara era un insecto despistado. Hester tenía el pelo alborotado. El viento soplaba demasiado a nuestro alrededor como para que pudiéramos hablar. Los sudores se secaron instantáneamente; también las lágrimas. El vestido rojo se pegaba al maniquí de mi madre y aleteaba con el viento; Owen se había sentado con la espalda contra la cabina y lo llevaba extendido en su regazo… como si ambos estuviesen realizando un experimento de levitación casi exitoso.

En la playa, en Little Boar’s Head, nos descalzamos y entramos en la rompiente, mientras Mr. Meany esperaba sumiso… con el motor al ralentí. Owen acarreó todo el tiempo el maniquí, procurando no internarse en las olas; el vestido rojo no se mojó en ningún momento.

—ME QUEDARE CON EL MANIQUÍ —anunció—. TAMPOCO TU ABUELA TIENE QUE TENER LA OPORTUNIDAD DE CONTEMPLARLO… PARA NO HABLAR DE TI —agregó.

—Para no hablar de ti —acotó Hester, pero Owen hizo caso omiso de sus palabras, saltando por encima de la espuma.

Cuando Mr. Meany nos dejó a Hester y a mí en 80 Front Street, las luces de abajo de todas las casas de la calle estaban apagadas —con excepción de las de mi abuela—, pero todavía había algunos leyendo en la planta alta, en la cama. En noches sofocantes, Mr. Fish dormía en la hamaca de su porche rodeado de tela metálica, de modo que Hester y yo nos despedimos de Owen y Mr. Meany en voz baja; Owen indicó a su padre que no diera la vuelta en la rampa de nuestra casa. Dado que era imposible meter al maniquí en la cabina —porque no se doblaba—, cuando el camión arrancó Owen seguía en la plataforma rodeando con un brazo las caderas del vestido rojo. Con la mano libre, se agarraba firmemente a una de las cadenas de carga, que servían para sujetar los bordillos o los panteones.

Si Mr. Fish hubiese estado en su hamaca, y se hubiera despertado, habría visto pasar algo inolvidable bajo las farolas de Front Street. El camión imponente y oscuro avanzando con ruido sordo en plena noche, y la mujer de rojo —acéfala y de silueta despampanante, aunque sin brazos— sostenida a la altura de las caderas por un chico sujeto a una cadena, o un enano.

—Espero que sepas que Owen está loco —me dijo Hester con voz cansada.

Pero yo contemplaba maravillado la imagen de Owen alejándose: había logrado orquestar mi tristeza la noche del funeral de mi madre. Y tal como había hecho con las garras de mi armadillo, se había llevado lo que deseaba… en este caso la réplica de mi madre, su tímido maniquí con ese vestido no querido. Más adelante pensé que Owen debía de saber que el maniquí era importante; debía de haber previsto que hasta ese vestido superfluo sería útil… que tenía un propósito. Pero en aquellos tiempos, esa noche, me sentí inclinado a coincidir con Hester; pensé que el vestido rojo era meramente la idea que tenía Owen de un talismán, de un amuleto para ahuyentar los poderes malignos del «ángel» que imaginaba haber visto. Entonces yo no creía en los ángeles.

Toronto: 1 de febrero de 1987… cuarto domingo después de la Epifanía. Ahora creo en los ángeles, lo que no significa necesariamente que sea una ventaja; por ejemplo, no me sirvió de nada en las elecciones de anoche para la junta parroquial: ni siquiera fue propuesta mi candidatura. He sido diácono de la parroquia tantas veces y durante tantos años, que no debería quejarme; tal vez mis compañeros de congregación pensaron que estaban siendo bondadosos conmigo al concederme un año de descanso. En efecto, si me hubiesen propuesto para mayordomo o mayordomo adjunto, quizás habría tenido que declinar la candidatura. Reconozco que estoy cansado; he hecho más de lo que me corresponde por Grace Church on-the-Hill. No obstante, me sorprendió que no me propusieran para ningún cargo; por consideración —si no por reconocimiento a mi fidelidad y devoción—, pensé que lo harían.

No tendría que haber permitido que la ofensa —si se trata de una ofensa— me distrajera del oficio dominical; eso no estaba bien. Una vez fui mayordomo de rector con el canónigo Campbell… cuando el canónigo Campbell era nuestro rector; he de admitir que cuando él estaba vivo me sentía mejor tratado. Pero desde que es rector el canónigo Mackie, he sido mayordomo adjunto una vez… y también mayordomo de la grey. Y un año fui presidente de mayordomos; también he sido presidente del consejo parroquial. El canónigo Mackie no tiene la culpa de no poder reemplazar jamás al canónigo Campbell en mi corazón; Mackie es afectuoso y bondadoso… y su locuacidad no me ofende. Pero Campbell era un ser extraordinario, sencillamente, y aquellos primeros tiempos también lo fueron.

No debería rumiar sobre una tontería como el nombramiento anual de los colaboradores parroquiales; en especial, no debería permitir que tales pensamientos me distrajeran de la Eucaristía coral y del sermón. Debo confesar que padezco de cierto infantilismo.

El predicador visitante también me distrajo. Al canónigo Mackie le gusta que pronuncien el sermón los pastores invitados —lo que no nos dispensa de su labia—, pero quienquiera fuese el de hoy, era una especie de anglicano «reformado» y en apariencia su tesis consistía en que todo lo que en principio parece diferente, en realidad es igual. No pude dejar de pensar en lo que habría dicho de esto Owen Meany.

En la tradición protestante, nos volcamos en la Biblia; cuando necesitamos una respuesta, allí la buscamos. Pero hoy hasta la Biblia me distrajo. Para el cuarto domingo después de la Epifanía, el canónigo Mackie escogió a Mateo… sus fastidiosas Bienaventuranzas; al menos siempre nos fastidiaron a Owen y a mí.

Bienaventurados los pobres de espíritu,

porque de ellos es el reino de los cielos.

Es muy difícil imaginar que «los pobres de espíritu» logren tanto.

Bienaventurados los que lloran,

porque ellos recibirán consolación.

Tenía once años cuando murió mi madre; todavía la lloro. También lloro por más cosas. No me siento «consolado»; todavía no.

Bienaventurados los mansos,

porque ellos recibirán la tierra por heredad.

—PERO NO HAY PRUEBAS DE ESO —le dijo Owen a Mrs. Walker en la escuela dominical.

Y así sucesivamente:

Bienaventurados los de limpio corazón,

porque ellos verán a Dios.

—¿PERO LES AYUDARA… VER A DIOS? —preguntó Owen Meany a Mrs. Walker.

¿Ayudó a Owen… ver a Dios?

«Bienaventurados sois cuando os vituperaren y os persiguieren, y dijeren de vosotros todo mal por mi causa, mintiendo», dice Jesús. «Gozaos y alegraos, porque vuestra recompensa es grande en los cielos; que así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros».

Eso fue algo que siempre nos resultó difícil de aceptar a Owen y a mí: una recompensa en los cielos.

—LA BONDAD COMO SOBORNO —decía Owen… argumento que eludía a Mrs. Walker.

Y luego —después de las bienaventuranzas y del sermón por el forastero—, me fue impuesto el Credo de Nicea. El canónigo Campbell solía explicármelo todo. Me molestaba eso de creer en una iglesia «Única, Santa, Católica y Apostólica»; el canónigo Campbell me ayudaba a ver más allá de las palabras, me hacía comprender en qué sentido «Católica», en qué sentido «Apostólica». El canónigo Mackie dice que me preocupo demasiado por «meras palabras». ¿Meras palabras?

También estaba la cuestión de «todas las naciones» y, específicamente, «nuestra Reina»; ya no soy estadounidense, pero aún tengo problemas con eso de «concede a tu sierva ISABEL nuestra Reina». ¡Y pensar que es posible «conducir a todas las naciones por el camino de la justicia» resulta totalmente ridículo!

Y antes de recibir la Sagrada Comunión, me resistía a la confesión general.

«Reconocemos y confesamos nuestros muchos pecados y debilidades». Algunos domingos, me cuesta decirlo, el canónigo Campbell me toleraba que le confesara que esta confesión me era difícil, pero el canónigo Mackie emplea conmigo la tesis de las «meras palabras», y ha logrado que lo vea bajo una luz implacable. Y cuando el canónigo Mackie procedió a la Sagrada Eucaristía, a la Acción de Gracias y a la Consagración —que él cantaba—, incluso lo juzgué injustamente por su voz para el canto, que no es ni nunca será equiparable a la del canónigo Campbell… que Dios tenga en su gloria.

En todo el servicio, sólo el salmo me pareció auténtico, y por ende me avergonzó. Era el Salmo 37, y tuve la impresión de que el coro me lo cantaba directamente:

Déjate de la ira, y depón el enojo:

no te excites en manera alguna a hacer lo malo.

Sí, es verdad: debería «dejarme de la ira y deponer el enojo». ¿De qué sirve la ira? He estado airado antes. También me he sentido «excitado a hacer lo malo»… como ya se verá.