El armadillo

El nombre de mi madre era Tabitha, aunque nadie salvo mi abuela la llamaba así. Mi abuela odiaba los apodos… a pesar de que nunca me llamó John; para ella siempre fui Johnny, incluso mucho después de ser lisa y llanamente John para todos los demás. Para todos los demás, mi madre era Tabby. Recuerdo una ocasión en que el reverendo Lewis Merrill dijo «Tabitha», pero lo hizo delante de mi madre y de mi abuela, y se trataba de un entredicho, o al menos de una súplica. El tema era la decisión de mi madre de pasarse de la Iglesia Congregacionalista a la Episcopal, y el reverendo Mr. Merrill le hablaba a mi abuela como si mi madre no estuviera presente.

—Tabitha Wheelwright —dijo— es la única voz auténticamente angelical de nuestro coro, y si ella nos abandona seremos un coro sin alma. —Debo aclarar, en defensa del pastor Merrill, que no siempre hablaba con tan farragoso bizantinismo, pero estaba tan exaltado por la partida de mi madre y la mía de su iglesia que daba sus opiniones como si estuviese hablando desde el púlpito.

En New Hampshire, durante mi niñez, Tabby era un nombre corriente para los gatos domésticos atigrados, y en mi madre había una cualidad innegablemente felina… no en el sentido taimado o sigiloso de la palabra, sino en sus otras cualidades gatunas: un don de pulcritud, elegancia y dominio de sí misma. De un modo totalmente distinto al de Owen Meany, mi madre era tocable. Yo siempre tuve conciencia de cuánta gente deseaba, o necesitaba, tocarla. No sólo me refiero a los hombres, aunque —incluso a mi edad— sabía con cuánta inquietud movían ellos las manos en su compañía. Quiero decir que a todo el mundo le gustaba tocarla… y según su disposición hacia el que la tocaba, las respuestas de mi madre también eran felinas. Podía ser tan gélidamente indiferente que el contacto se interrumpía al instante; tenía buena coordinación, era sorprendentemente veloz y, al igual que un gato, retrocedía para que no la tocaran: se agachaba o esquivaba una mano tan instintivamente como los demás nos echamos a temblar. Y también respondía en el otro estilo de los gatos: sabía deleitarse siendo tocada; contorsionaba su cuerpo con desenfado, ejerciendo cada vez más presión contra la mano que la tocaba, hasta que (yo solía imaginar) cualquiera que estuviese lo bastante cerca la oía ronronear.

Owen Meany, que rara vez desperdiciaba palabras y que tenía la costumbre (que interrumpía cualquier conversación) de dejar caer observaciones como monedas en un pozo de aguas profundas —observaciones que se hundían como verdades hasta el fondo del pozo, donde permanecían inalcanzables—, me dijo una vez:

—TU MADRE ES TAN SEXY QUE SIEMPRE ME OLVIDO QUE ES LA MADRE DE ALGUIEN.

En cuanto a las insinuaciones de mi tía Martha transmitidas a mis primos, quienes más de diez años después me sugirieron que mi madre era «algo simplona», creo que son el resultado de un malentendido celoso de hermana mayor. Mi tía Martha nunca entendió lo esencial acerca de mi madre: había nacido con un cuerpo equivocado. Tabby Wheelwright parecía una starlet: exuberante, caprichosa, fácil de embaucar; parecía ansiosa por complacer, o «algo simplona», como había observado tía Martha; parecía tocable. Sin embargo, estoy vehementemente convencido de que mi madre poseía un carácter totalmente distinto al que sugería su aspecto; como hijo suyo me consta que fue casi perfecta como madre, y su única imperfección fue la de haber muerto antes de decirme quién era mi padre. Y además de ser una madre casi perfecta, también sé que era una mujer feliz… y una mujer auténticamente feliz vuelve locos de atar a algunos hombres y a la mayoría de las mujeres. Aunque su cuerpo parecía hormiguear, ella no era impaciente. Estaba contenta y en este sentido también era felina. No parecía querer de la vida más que un hijo y un marido cariñoso; es importante recalcar estos singulares: no deseaba hijos, deseaba tenerme a mí, sólo a mí, y me tuvo; no deseaba hombres en su vida, deseaba un hombre, el hombre adecuado, y poco antes de morir lo encontró.

He dicho que tía Martha es una «mujer entrañable» y lo digo en serio: es tierna, atractiva, decente, bondadosa y de intenciones honorables… y siempre fue cariñosa conmigo. También quería a mi madre, aunque nunca la comprendió… y siempre que una pizca de celos se mezcla con la incomprensión, acaba por haber problemas.

He dicho que mi madre era una chica de suéter, lo que se contradice con el pudor general de su vestimenta; destacaba su pecho, pero nunca mostraba la carne, con excepción de sus hombros atléticos y casi inocentes. Le gustaban los hombros descubiertos. Y su atuendo nunca era descuidado, nunca extravagante, nunca llamativo; era tan conservadora en su elección de los colores que recuerdo muy pocas prendas de su guardarropa que no fuesen negras o blancas, salvo algunos accesorios; le gustaba el rojo (en pañuelos, sombreros, zapatos, manoplas y guantes). Nunca llevaba nada ceñido en la cadera, pero le gustaba hacer resaltar su pequeña cintura y su pecho generoso… y en efecto tenía LOS MEJORES PECHOS DE TODAS LAS MADRES, como observara Owen.

No creo que coqueteara; no «se mostraba» a los hombres aunque a los once años ¿en qué medida podría haberlo notado yo? O sea que a lo mejor coqueteaba… un poquitín. Yo solía imaginar que sus coqueteos estaban reservados al Boston & Maine, que ella era absoluta y correctamente mi madre en todos los parajes de esta tierra —incluso en Boston, la ciudad pecaminosa—, pero que en el tren buscaba a los hombres. ¿De qué otro modo se explica que haya conocido allí al que fue mi padre? Y unos seis años después, en el mismo tren, conoció al hombre que se casaría con ella. ¿Lograba el ritmo del tren en las vías hacer aflorar su otra personalidad y comportarse de manera desacostumbrada? ¿Se alteraba en tránsito, cuando no tenía los pies sobre la tierra?

Sólo una vez expresé este absurdo temor, y sólo a Owen. Se impresionó.

—¿CÓMO PUEDES PENSAR ALGO SEMEJANTE DE TU PROPIA MADRE? —me preguntó.

—Pero dices que es sexy, tú eres el que delira con sus pechos.

—YO NO DELIRO —me dijo Owen.

—Bien, vale… quiero decir que te gusta. Ella gusta a todos los hombres y a todos los chicos.

—OLVIDATE DEL TREN —dijo Owen—. TU MADRE ES UNA MUJER PERFECTA. NO LE PASA NADA EN EL TREN.

Bien, aunque ella dijo que «conoció» a mi padre en el Boston & Maine, nunca se me pasó por la imaginación que allí me hubiera concebido; no obstante, es verdad que en ese tren conoció al hombre con quien se casaría. Esa historia no era una mentira ni un secreto. ¡Cuántas veces le pedí que me la contara! Y mi madre nunca vaciló, nunca careció de entusiasmo para contar esa historia… que todas las veces narraba de la misma manera. Y después de su muerte, cuántas veces le pedí a él que me la contara… y me la contaba todas las veces con entusiasmo y al pie de la letra.

Se llamaba Dan Needham. ¡Cuántas veces le rogué a Dios que él fuera mi verdadero padre!

Mi madre, mi abuela y yo —y Lydia, menos una pierna— estábamos cenando un jueves de la primavera de 1948. El jueves era el día que mi madre regresaba de Boston y siempre hacíamos una cena mejor que la cotidiana. Recuerdo que fue poco después de que le amputaran la pierna a Lydia, porque todavía era extraño que comiera con nosotros en la mesa (en su silla de ruedas), y que hubiese dos criadas nuevas poniendo y sacando la mesa, algo que hasta poco antes hacía ella misma. Y la silla de ruedas todavía era tan nueva para la propia Lydia, que no me permitía empujarla; sólo mi abuela y mi madre —y una de las dos criadas nuevas— estaban autorizadas a hacerlo. No recuerdo todas las complejidades triviales de las normas de la silla de ruedas de Lydia, pero sí que los cuatro estábamos terminando de cenar y su presencia en la mesa era tan novedosa y destacada como pintura fresca. Y mi madre dijo:

—He conocido a otro hombre en el buen y viejo Boston and Maine.

Creo que la observación no tenía una intención del todo maliciosa, pero se apoderó instantánea y sorprendentemente de Lydia, de mi abuela y de mí. La silla de ruedas arrancó marcha atrás separándose de la mesa y arrastrando consigo el mantel, de modo que todos los platos, los vasos y los cubiertos saltaron, y los candelabros se tambalearon. Mi abuela aferró el enorme broche que llevaba en el cuello del vestido —dio la impresión de ahogarse repentinamente con él— y yo me mordí de forma tan considerable el labio inferior que sentí el sabor de la sangre.

Todos pensamos que mi madre hablaba eufemísticamente. Yo no estaba presente cuando anunció los pormenores del caso del primer hombre que según afirmaba había conocido en el tren. Tal vez había dicho: «Conocí a un hombre en el buen y viejo Boston and Maine… y ahora estoy embarazada». Quizá dijo: «Voy a tener un hijo como resultado de una cana al aire que me eché con un hombre que conocí en el buen y viejo Boston and Maine… alguien a quien nunca volveré a ver».

De cualquier manera, si bien no puedo recrear el primer anuncio, el segundo fue lo suficientemente espectacular. ¡Todos pensamos que nos estaba informando que otra vez estaba embarazada… de un hombre distinto!

Y como ejemplo de cuánto se equivocaba mi tía Martha en su opinión de que era «algo simplona», mi madre se dio cuenta al instante de lo que estábamos pensando, se rió de nosotros brevemente y dijo:

—¡No, no! No voy a tener un hijo. Nunca volveré a tener otro… ya tengo a mi hijo. Sólo os estoy diciendo que he conocido a un hombre. Alguien que me gusta.

—¿Un hombre distinto, Tabitha? —preguntó mi abuela, todavía aferrada al broche.

—¡No es aquel hombre, no! No seas ingenua —dijo mi madre y volvió a reír… atrayendo con su carcajada la silla de ruedas de Lydia, aunque cautamente, hacia la mesa.

—¿Quieres decir un hombre que te gusta, Tabitha? —preguntó mi abuela.

—No lo mencionaría si no me gustara. Quiero que lo conozcáis —nos dijo a todos.

—¿Te has citado con él? —preguntó mi abuela.

—¡No! Acabo de conocerlo… hoy, en el tren de hoy —explicó mi madre.

—¿Y ya te gusta? —inquirió Lydia, en un tono de voz tan idéntico al de mi abuela que tuve que mirar para ver cuál de las dos había hablado.

—Bien, sí —respondió mi madre seriamente—. Ya sabéis cómo son esas cosas. No se necesita demasiado tiempo.

—¿Cuántas veces has sabido cómo son esas cosas… antes? —la interrogó mi abuela.

—En realidad ésta es la primera —dijo mi madre—. Por eso lo sé.

Lydia y mi abuela me miraron instintivamente, a lo mejor para comprobar si habían entendido correctamente a mi madre: que la vez «anterior», cuando había «echado una cana al aire», con la consecuencia de mi nacimiento, no había experimentado ningún sentimiento especial por quienquiera fuese mi padre. Pero yo tuve otra idea. Estaba pensando que tal vez este era mi padre, que tal vez era el primer hombre que había conocido en el tren, y que había oído hablar de mí, y sentía curiosidad por mí, y quería verme… y algo muy importante se lo había impedido durante los seis últimos años. Al fin y al cabo, se libraba una guerra cuando nací, en 1942.

Pero, como otro ejemplo de lo muy equivocada que estaba tía Martha, mi madre pareció notar inmediatamente lo que yo estaba imaginando, porque dijo:

—Por favor, Johnny, me gustaría que entendieras que este hombre no tiene ninguna relación con el que es tu padre… hoy lo vi por primera vez y me gusta. Eso es todo: sólo me gusta y creo que a ti también te gustará.

—Vale —dije, pero no pude mirarla. Recuerdo que fijé los ojos en las manos de Lydia, agarradas a su silla de ruedas, y en las manos de mi abuela, que jugaba con su broche.

—¿Qué hace ese hombre, Tabitha? —preguntó mi abuela. Una pregunta muy Wheelwright. En su opinión, lo que uno «hacía» se relacionaba con «de dónde» provenía su familia, y siempre abrigaba la esperanza de que fuera de Inglaterra y en el siglo XVII. Y la breve lista de cosas que mi abuela aprobaba que «se hicieran» no era menos específica que la Inglaterra del siglo XVII.

—Teatro —dijo mi madre—. Es una especie de actor… aunque en realidad no lo es.

—¿Un actor en paro? —preguntó mi abuela. (Ahora pienso que un actor con trabajo ya habría sido bastante inadecuado.)

—No, no está buscando trabajo como actor… es un hombre de teatro estrictamente aficionado —contestó mi madre. Y pensé en la gente que en las estaciones de tren movía títeres… en los artistas callejeros, aunque a los seis años no contaba con el vocabulario suficiente para sugerirlo—. Enseña interpretación y dirección de escena.

—¿Es director? —preguntó mi abuela, más esperanzada.

—No exactamente —respondió mi madre y frunció el ceño—. Venía a Gravesend para una entrevista.

—¡No creo que aquí haya muchas oportunidades para el teatro! —sentenció mi abuela.

—Tenía una entrevista en la academia —aclaró mi madre—. Un puesto en la enseñanza, historia del teatro o algo parecido. Ya sabes que los chicos montan sus propias producciones teatrales; Martha y yo solíamos asistir. ¡Era tan divertido verlos disfrazados de chicas!

Eso era lo más divertido de aquellos espectáculos, en mi recuerdo; yo no tenía noción de que dirigir esas representaciones fuera un trabajo.

—¿Entonces es profesor? —preguntó mi abuela. Esto estaba justo en la frontera de lo aceptable para Harriet Wheelwright… aunque era una mujer de negocios lo bastante astuta para saber que los emolumentos de la docencia (incluso en una escuela tan prestigiosa como Gravesend Academy) no estaban a su nivel.

—¡Sí! —dijo mi madre, con tono fatigado—. Es profesor. Ha estado dando clases de teatro en una escuela privada de Boston. Antes, estudió en Harvard… Promoción del cuarenta y cinco.

—¡Dios misericordioso! —exclamó mi abuela—. ¿Por qué no empezaste por Harvard?

—Porque para él no es importante —dijo mi madre.

Pero a juicio de mi abuela, Harvard 45 era suficientemente importante para tranquilizar sus manos; dejó el broche en paz y volvió a apoyarlas en su regazo. Después de una pausa civilizada, Lydia acercó su silla de ruedas, levantó la campanilla de plata y la agitó para que las criadas retiraran el servicio… la mismísima campanilla que con frecuencia la había llamado a ella (parecía ayer mismo). Y el tintineo tuvo el efecto de liberarnos a todos de la paralizante tensión a la que acabábamos de sobrevivir, aunque sólo por un instante. Mi abuela se había olvidado de preguntar cómo se llamaba ese hombre. Porque según su criterio, nosotros los Wheelwright no podíamos considerarnos del todo a salvo sin conocer el nombre del nuevo miembro en ciernes de la familia. ¡Dios no permita que sea un Cohen, ni un Calamari, ni un Meany! Las manos de mi abuela volvieron al broche.

—Se llama Daniel Needham —dijo mi madre. ¡Vaya! ¡Con qué alivio bajaron otra vez las manos de mi abuela! Needham era un buen apellido tradicional, un apellido de padres fundadores, un apellido que podías rastrear hasta Massachusetts Bay Colony… si no exactamente hasta el mismo Gravesend. Y Daniel era tan Daniel como Daniel Webster, un nombre tan bueno como el que podía desear un Wheelwright—. Pero lo llaman Dan —agregó, produciendo un ligero fruncimiento en el semblante de mi abuela. Nunca había aceptado hacer de Tabitha una Tabby, y si hubiese tenido un Daniel no lo habría convertido en un Dan. Pero Harriet Wheelwright era lo bastante liberal y lo bastante inteligente para ceder en el caso de una pequeña diferencia de opinión.

—¿Entonces has concertado una cita? —preguntó mi abuela.

—No exactamente —dijo mi madre—. Pero sé que volveré a verlo.

—¿Aunque no habéis hecho ningún plan? —a mi abuela le fastidiaban las vaguedades—. ¡Si no consigue el trabajo en la academia, podrías no volver a verlo!

—¡Pero yo que volveré a verlo! —repitió mi madre.

—Pareces una sabihonda, Tabitha Wheelwright —dijo mi abuela, enfadada—. No sé por qué a los jóvenes les cuesta tanto planificar por adelantado —y ante esta declaración, como ante casi todo lo que mi abuela decía, Lydia meneó sensatamente la cabeza: la explicación de su silencio era que mi abuela estaba expresando con toda precisión lo que habría expresado ella, sólo que unos segundos antes de que pudiera hacerlo.

Entonces sonó el timbre de la puerta.

Lydia y mi abuela me miraron, como si únicamente mis amigos fuesen tan groseros como para presentarse después de cenar, sin ser invitados.

—¡Cielos! ¿Quién es? —preguntó mi abuela, y tanto ella como Lydia echaron una larga e intencionada mirada a sus relojes de pulsera, aunque ni siquiera eran las ocho de una apacible tarde de primavera; todavía había algo de claridad.

—¡Apuesto a que es él! —dijo mi madre y se levantó de la mesa para ir a la puerta. Se miró rápida y aprobadoramente en el espejo de encima del aparador, donde se enfriaba el asado, y llegó deprisa al vestíbulo.

—¿Entonces concertasteis una cita? ¿Lo invitaste? —preguntó mi abuela.

—¡No exactamente! —gritó mi madre—. ¡Pero le dije dónde vivía!

—He notado que nada es exactamente con los jóvenes —comentó mi abuela, más para Lydia que para mí.

—En efecto —dijo Lydia.

Pero ya estaba harto de ellas: llevaba años oyéndolas. Seguí a mi madre; mi abuela, empujando a Lydia en su silla de ruedas, fue detrás de mí. La curiosidad —que según decían en New Hampshire en aquellos tiempos, mataba a los gatos— nos devoraba. Sabíamos que mi madre no tenía planes inmediatos de revelarnos una sola pista respecto del primer hombre al que supuestamente había conocido en el Boston & Maine, pero al segundo podíamos verlo con nuestros propios ojos. Dan Needham estaba en el umbral de 80 Front Street, Gravesend.

Naturalmente, mi madre había tenido «pretendientes» antes, pero jamás había dicho que quisiera que conociéramos a ninguno de ellos, o siquiera que le gustaba, o que sabía que volvería a verlo. De modo que desde el primer momento fuimos conscientes de que Dan Needham era alguien especial.

Supongo que tía Martha habría dicho que un aspecto de la «simplonería» de mi madre era su atracción por los hombres más jóvenes; pero en esta preferencia, mi madre se había adelantado a su época, sencillamente, porque es cierto que los hombres con los que salía solían ser algo menores que ella. Incluso salió con algunos chicos del último curso de Gravesend Academy cuando, si hubiese seguido estudiando, ella misma habría sido alumna del último curso del college universitario; pero sólo «salía» con ellos. Mientras sólo eran chicos de la secundaria y ella estaba en la veintena —y con un hijo ilegítimo—, lo único que hacía con ellos era bailar, o ir al cine o al teatro, o a encuentros deportivos.

Yo estaba habituado a que fueran a buscarla algunos idiotas, debo admitirlo, y nunca sabían cómo tratarme. Por ejemplo, no tenían la menor idea de lo que era un crío de seis años. O me llevaban patos de goma para la bañera u otros juguetes destinados a bebés… o el Modern English Usage, de Fowler, fuente en la que suponían que debía beber todo niño de seis años. Y cuando me veían, cuando se veían enfrentados a mi presencia baja y robusta, y al hecho de que se me había pasado la edad de jugar con patos de goma en la bañera y que aún no había alcanzado la de leer el Modern English Usage, se volvían frenéticamente inquietos para impresionarme con su sensibilidad hacia una persona que les llegaba a la cintura. Sugerían que peloteáramos en el patio trasero y luego me tiraban a la cara una bola imparable, o usaban la jerga de un bebé con la intención de que les mostrara mi juguete predilecto… para enterarse de qué sería más apropiado llevarme la próxima vez. Rara vez había próxima vez. Un día, uno le preguntó a mi madre si yo ya podía controlar mis necesidades: supongo que le pareció una pregunta adecuada antes de invitarme a que me sentara en sus rodillas para jugar al caballito.

—TENDRÍAS QUE HABER DICHO QUE SI —me dijo Owen Meany— Y LUEGO HABERLE MEADO LOS PANTALONES.

Debo consignar algo con respecto a los «pretendientes» de mi madre: siempre eran bien parecidos. De modo que a nivel superficial no estaba preparado para Dan Needham, que era alto y desgarbado, de pelo rizado color zanahoria, con gafas demasiado pequeñas para su cara en forma de huevo; los cristales perfectamente redondos le daban la expresión aprensiva y cazadora de un gran búho mutante. Mi abuela dijo, después de que se fuera, que debía de ser la primera vez en la historia de Gravesend Academy que habían contratado a «alguien que parece más joven que los estudiantes». Además, su ropa no le sentaba bien: la chaqueta era excesivamente ceñida —las mangas muy cortas— y los pantalones tan holgados que la entrepierna aleteaba más cerca de sus rodillas que de sus caderas, que eran feminoides y las únicas partes carnosas de su peculiar cuerpo.

Pero yo era demasiado joven y cínico para detectar su bondad. Aun antes de ser presentado a mi abuela o a Lydia, o a mí, me miró directamente y dijo:

—Tú tienes que ser Johnny. He oído hablar de ti tanto como se puede oír en una hora y media en el Boston and Maine; y sé que se te puede confiar un paquete importante —era una bolsa de la compra marrón, con otra bolsa de papel marrón dentro. Ya está, chico, pensé: un camello hinchable que flota y escupe. Pero Dan Needham agregó—: No es para ti, no es para nadie de tu edad. Pero confío en que lo pongas en algún sitio donde nadie lo pise… y fuera del camino de cualquier animal doméstico, si es que lo tienes. No debes permitir que ningún animalito se le acerque. Y hagas lo que hagas, no lo abras. Sólo avísame si se mueve.

Me lo entregó; no pesaba lo bastante para ser el Modern English Usage de Fowler, y si debía mantenerlo apartado de los animales domésticos —y avisarle si se movía—, evidentemente estaba vivo. Lo puse rápidamente bajo la mesa del vestíbulo —la llamábamos la mesa del teléfono— y permanecí entre el vestíbulo y el salón, desde donde podía observar cómo tomaba asiento Dan Needham.

Sentarse en el salón nunca fue fácil, porque muchos de los asientos disponibles no debían usarse; eran antigüedades que mi abuela conservaba por razones históricas, a las que no les haría ningún bien que alguien se sentara encima. Por ende, aunque el salón estaba arreglado bastante suntuosamente con butacas y sofás tapizados, muy pocos eran utilizables… de modo que cualquier invitado, ya con las rodillas dobladas en posición de sentarse, se quedaba inmóvil cuando mi abuela gritaba: «¡Por Dios, ahí no! Siéntate allá». Y la sobresaltada persona probaba a sentarse en la siguiente butaca o sofá, que en opinión de mi abuela también se derrumbaría por el esfuerzo a que se vería sometido. Y supongo que mi abuela notó que Dan Needham era alto y que tenía unas posaderas considerables, lo que para ella significaba, sin duda, que un número de asientos inferior al normal era apto para él… mientras Lydia, todavía poco diestra con su silla de ruedas, bloqueaba el camino aquí, bloqueaba el camino más allá, y ni mi madre ni mi abuela habían desarrollado aún el reflejo necesario para quitarla de en medio haciéndola rodar.

Así, el salón era escenario de idiotez y confusión; Dan Needham daba vueltas en espiral hacia una antigüedad vulnerable tras otra; mi madre y mi abuela chocaban con la silla de ruedas de Lydia mientras la abuela impartía tal o cual orden concerniente a quién debía sentarse y dónde. Yo permanecía en los umbrales de este intríngulis, sin quitarle ojo de encima a la amenazadora bolsa de la compra, imaginando que se había movido ligeramente… o que un misterioso animalito se materializaría de pronto a su lado y se comería —o sería comido por— el contenido de la bolsa. Nunca habíamos tenido un animal doméstico: mi abuela opinaba que quienes los tenían se empeñaban en la forma más despreciable de ridiculización de sí mismos, rebajándose intencionadamente al nivel de los animales. No obstante, estaba sumamente nervioso vigilando la bolsa, aguardando el menor movimiento, y más nervioso aún ante la boba agitación del ritual adulto que tenía lugar en el salón. Poco a poco empecé a prestar toda mi atención a la bolsa; me alejé del peldaño del salón y retrocedí al vestíbulo, donde me senté con la piernas cruzadas sobre la alfombra, junto a la mesa del teléfono. Los costados de la bolsa casi palpitaban y pensé que detectaría un olor extraño a la experiencia humana. La sospecha de este olor me atrajo cada vez más cerca de ese misterio; por último me arrastré debajo de la mesa, apoyé una oreja contra la bolsa, escuché, y me asomé por la abertura… pero la bolsa de dentro de la bolsa me bloqueaba la visión.

En el salón hablaban de historia; a Dan Needham lo habían citado en el departamento de esa asignatura. En Harvard había estudiado suficiente historia para estar en condiciones de dictar los cursos convencionales de ese campo en Gravesend.

—¡Oh, has conseguido el trabajo! —exclamó mi madre. Lo especial del enfoque de Dan Needham era su aplicación de la historia del teatro… y aquí dijo algo así como que el esparcimiento público de cualquier período distinguía a éste con la misma claridad que su así llamada política, pero yo entraba y salía a la deriva del sentido de sus observaciones, atento como estaba al contenido de la bolsa del vestíbulo. La cogí, me la apoyé en el regazo y esperé a que se moviera.

Además de su entrevista con los miembros del Departamento de Historia y con el director —estaba diciendo Dan Needham—, había solicitado permiso para entrevistarse con los estudiantes interesados por el teatro y también con cualquier profesor que tuviera el mismo interés. Durante la sesión había intentado demostrar que el desarrollo de ciertas técnicas del arte dramático, ciertas capacidades histriónicas, pueden realzar nuestra comprensión, no sólo de los personajes que actúan en el escenario, sino también de un momento y un lugar específicos. Y para las clases con los estudiantes de teatro —estaba diciendo Dan Needham—, siempre llevaba algún «accesorio», algo interesante para mantener o centrar la atención de los estudiantes, o para distraerlos de lo que sólo en última instancia les haría ver. Tiene bastante labia, pensé.

—¿Qué accesorios? —preguntó mi abuela.

—Sí, ¿qué accesorios? —se hizo eco Lydia.

Dan Needham explicó que un «accesorio» podía ser cualquier cosa; en una ocasión había usado una pelota de tenis… y una vez un pájaro vivo en su jaula.

¡Ya está!, pensé, sintiendo que lo que estaba en la bolsa era duro, sin vida y estaba inmóvil… una jaula cumple estos tres requisitos. No podía tocar el pájaro, por supuesto. Quise verlo, sin embargo, y trepidante de emoción —lo más silenciosamente posible, para que los pelmas del salón no oyeran crujir el papel—, abrí un poquitín la bolsa de dentro de la bolsa.

Los ojos que se fijaron intensamente en los míos no eran los de un pájaro; ninguna jaula impedía que el animalejo saltara sobre mí… y no sólo daba la impresión de estar en posición de hacerlo, sino que parecía ansioso. Su expresión era feroz; el hocico, estrecho como el morro de un zorro, apuntaba a mi cara como un arma de fuego; sus violentos ojos brillantes centelleaban con furia e intrepidez; las garras de sus patas delanteras, extendidas en mi dirección, eran largas y prehistóricas. Parecía una comadreja con caparazón, un hurón con escamas.

Grité. Olvidé que estaba sentado debajo de la mesa, porque me levanté de un salto, con lo que logré volcarla y enredarme los pies en el cordón del teléfono. No pude librarme; cuando me lancé precipitadamente al salón, arrastré tras de mí, con considerable estrépito, el teléfono, la mesa y la bestia en la bolsa. Por eso volví a chillar.

—¡Dios misericordioso! —gritó mi abuela.

Pero Dan Needham dijo alegremente a mi madre:

—Te dije que abriría la bolsa.

Al principio había pensado que Dan Needham era tan tonto como los demás y que no entendía nada de críos de seis años, porque decirle a un chico de esa edad que no abriera una bolsa era una invitación a que lo hiciera. Pero sabía muy bien lo que era un crío de seis años: Dan Needham siempre tuvo el mérito de ser un poco niño.

—¿Qué hay en esa bolsa? —preguntó mi abuela cuando por fin logré liberarme del cordón y arrastrarme hasta mi madre.

—¡Mi accesorio! —replicó Dan Needham.

Sí, era un «accesorio»: en la bolsa había un armadillo disecado. Para un chico de New Hampshire, un armadillo era como un pequeño dinosaurio porque… ¿quién ha oído hablar en New Hampshire de una rata de sesenta centímetros de largo con caparazón en el lomo y garras tan peculiares como las de un oso hormiguero? Los armadillos comen insectos y lombrices de tierra y arañas y caracoles, pero yo no tenía forma de saberlo. Aquél parecía dispuesto —si no ansioso— a engullirme.

Dan Needham me lo dio. Fue el primer regalo de uno de los «pretendientes» de mi madre que guardé. Durante años —mucho después de que perdiera sus garras, y se le cayera la cola, y se le saliera el relleno, y se derrumbaran los costados de su cuerpo, y se le partiera en dos la nariz, y desaparecieran sus ojos de cristal— conservé las placas córneas de su caparazón.

Adoraba al armadillo, por supuesto, y Owen Meany también lo quería muchísimo. Estábamos jugando en el desván, por ejemplo, abusando de la antigua máquina de coser de mi abuela, o disfrazándonos con la ropa de mi difunto abuelo, y Owen decía, sin que viniera a cuento:

—VAYAMOS A BUSCAR AL ARMADILLO. SUBÁMOSLO AQUÍ Y OCULTÉMOSLO EN EL ARMARIO.

El armario que albergaba la ropa de mi difunto abuelo era amplio y misterioso, lleno de ángulos y estantes altos, e hilera tras hilera de zapatos. Escondíamos al armadillo en la axila de un viejo smoking; lo escondíamos en la caña de un viejo par de botas de lluvia, o debajo de un bombín; lo colgábamos de unos tirantes. Uno de los dos lo ocultaba y el otro tenía que encontrarlo en el armario a oscuras, con la única ayuda de una linterna. Aunque habíamos visto al armadillo infinidad de veces, tropezar con él en la negrura del armario —iluminar de sopetón su expresión de locura violenta— siempre era aterrador. Cuando el que buscaba lo encontraba, vociferaba.

De vez en cuando el alarido de Owen hacía reaccionar a mi abuela, que no estaba dispuesta a trepar por la escalera desvencijada del desván ni a luchar con la trampilla de acceso. Se paraba al pie de la escalera y nos regañaba.

—¡No tan alto, niños! —A veces agregaba que tuviéramos cuidado con la máquina de coser antigua, y con la ropa del abuelo, porque algún día podría querer venderlas. «¡Ya sabéis que esa máquina de coser es una antigüedad!». En 80 Front Street casi todo era antiguo y casi nada, Owen y yo lo sabíamos perfectamente, no sería jamás vendido, al menos mientras viviera mi abuela. Le gustaban sus antigüedades, de lo que daba buena prueba el creciente número de butacas y sofás del salón donde nadie estaba autorizado a sentarse.

En cuanto a los descartes del desván, Owen y yo sabíamos que estaban salvados para siempre. Buscar entre esas piezas al temible armadillo —que en sí mismo parecía una reliquia del mundo animal, un retroceso a una edad en que los hombres arriesgaban la vida cada vez que salían de las cavernas— era uno de los juegos favoritos de Owen Meany.

—NO LO ENCUENTRO —gritaba desde el armario—. ESPERO QUE NO LO HAYAS PUESTO EN LOS ZAPATOS, PORQUE NO QUIERO PISARLO ANTES DE VERLO. Y ESPERO QUE NO LO HAYAS PUESTO EN EL ESTANTE ALTO PORQUE NO ME GUSTA TENERLO ENCIMA… DETESTO QUE ME MIRE DESDE ARRIBA. Y NO VALE PONERLO DONDE SE CAIGA SI TOCO OTRA COSA, PORQUE ESO ES PAVOROSO. Y SI ESTA DENTRO DE UNA MANGA, NO PUEDO ENCONTRARLO SIN INTRODUCIR MI MANO… ESO TAMPOCO VALE.

—Calla y busca, Owen —decía yo.

—NO VALE PONERLO EN LAS CAJAS DE SOMBREROS —decía Owen, mientras yo lo oía tropezar con los zapatos dentro del armario—. Y NO VALE QUE ME SALTE EN LA CARA PORQUE HAYAS ESTIRADO LOS TIRANTES. ¡aaaaaahhhhhh! ¡ESO NO VALE!

Antes de que Dan Needham llevara a mi vida algo tan exótico como su armadillo o su persona, mis expectativas respecto de lo extraordinario estaban reservadas a Owen Meany, a los asuetos escolares y a los días de las vacaciones de verano en que mi madre y yo viajábamos «al norte» para visitar a tía Martha y su familia.

Para un habitante de la costa de New Hampshire, «el norte» podía significar casi cualquier otro lugar del estado, pero tía Martha y tío Alfred vivían en White Mountains, en lo que todo el mundo llamaba «el territorio norteño», y cuando ellos o mis primos decían que iban «al norte», se referían a un recorrido en coche relativamente breve, hasta cualquiera de las diversas poblaciones que se encontraban un poco más al norte de su ciudad, a Bartlett o a Jackson, por ejemplo, donde se esquiaba de verdad. Y en verano, Loveless Lake —donde íbamos a nadar— también quedaba «al norte» de Sawyer Depot, donde vivían los Eastman. Sawyer Depot era la última estación del Boston & Maine antes de North Conway, donde se apeaba la mayoría de los esquiadores. Todas las vacaciones de Navidad y Pascua, mi madre y yo, con nuestros esquíes, bajábamos del tren en Sawyer Depot; desde la estación podíamos ir andando a casa de los Eastman. En verano los visitábamos como mínimo una vez y la caminata era más fácil aún, pues no cargábamos con los esquíes.

Esos viajes en tren —como mínimo dos horas desde Gravesend— eran mis oportunidades más concretas para imaginar a mi madre montada en el Boston & Maine en dirección opuesta… rumbo sur, con destino a Boston, donde yo casi nunca iba. Pero siempre pensé que los pasajeros que se dirigían al norte eran muy diferentes a los viajeros con destino a la ciudad: esquiadores, excursionistas, nadadores de lagos de montaña, no eran hombres y mujeres que buscaran citas o mantuvieran encuentros. Para mí es inolvidable el ritual de aquellos viajes al norte, aunque no recuerdo nada del mismo número de viajes de retorno a Gravesend; todavía hoy los trayectos de regreso —desde cualquier sitio— son meras invitaciones a trances insulsos o sopores plomizos.

Pero cada vez que íbamos en tren a Sawyer Depot, mi madre y yo sopesábamos las ventajas de sentarnos del lado izquierdo, para ver Mt. Chocorua, o del lado derecho, para contemplar Ossipee Lake. Chocorua era nuestro primer indicativo de cuánta nieve encontraríamos donde íbamos, pero la actividad es más visible alrededor de un lago que de una montaña… de manera que a veces «optábamos por Ossipee», como describíamos mi madre y yo nuestra decisión. También jugábamos a adivinar dónde se apearía cada uno de los pasajeros, y yo siempre comía demasiados sandwiches de miga de los que sirven con el té; el exceso de comida servía para justificar mi inevitable visita al pozo abismal con las traviesas pasando bajo mis pies, borrosas, y el soplo de aire fétido que subía hacia mi trasero descubierto.

Mi madre siempre decía:

—Prácticamente hemos llegado a Sawyer Depot, Johnny. ¿No estarías más cómodo si esperaras a llegar a casa de tu tía Martha?

Sí, pero no. Casi siempre podría haber esperado; sin embargo, no sólo necesitaba vaciar mi vejiga y mis intestinos antes de encontrarme con mis primos… era una prueba de coraje sentarme con los pantalones y los calzoncillos bajos sobre ese peligroso hoyo, imaginando que trozos de carbón y barrotes sueltos de los raíles subían precipitadamente hacia mí a la velocidad del rayo. Tenía que vaciar la vejiga y los intestinos porque en breve me esperaba un trato rudo; mis primos siempre me saludaban con acrobacias, cuando no con auténtica violencia, y yo necesitaba prepararme, asustarme un poco a fin de soportar los futuros terrores que me reservaban las vacaciones.

Nunca describiría a mis primos como peleones; eran brutos bondadosos, desenfrenados y atrevidos, que deseaban sinceramente que me divirtiera… pero en el territorio norteño la diversión no era la misma a la que estaba acostumbrado en mi vida con las mujeres de 80 Front Street, Gravesend. No luchaba con mi abuela ni boxeaba con Lydia, ni siquiera cuando ésta tenía las dos piernas. Jugaba al croquet con mi madre, pero el croquet no es un deporte de contacto. Y dado que mi mejor amigo era Owen Meany, yo no sentía mucha inclinación por los deportes violentos.

Mi madre quería a su hermana y a su cuñado —que siempre la recibían, lo mismo que a mí, como a un ser especialmente bienvenido—, y sin duda apreciaba una temporada lejos del autoritario sentido común de mi abuela.

Mi abuela sólo pasaba unos días en Sawyer Depot durante las navidades, y todos los veranos hacía una aparición espectacular para pasar un fin de semana, pero el territorio norteño no gozaba de sus simpatías. Y aunque toleraba perfectamente mi solitario desbaratamiento de la vida adulta en 80 Front Street —e incluso toleraba moderadamente mis juegos con Owen en su vieja casona—, tenía escasa paciencia con el desbarajuste provocado en cualquier casa por todos sus nietos. Para el día de Acción de Gracias, los Eastman visitaban 80 Front Street, perturbación a la que mi abuela se refería, durante varios meses después de su estancia, en términos de «las bajas sufridas».

Mis primos eran deportistas enérgicos, combativos —mi abuela los llamaba «los guerreros»—, y mi vida siempre cambiaba cuando nos reuníamos. Yo estaba loco por ellos y al mismo tiempo les temía; no podía contener mi exaltación a medida que se acercaba el momento de encontrarnos, pero unos días después no veía la hora de alejarme: echaba de menos la paz de mis juegos solitarios y echaba de menos a Owen Meany; incluso echaba de menos las críticas constantes pero coherentes de mi abuela.

Todos mis primos —Noah, Simon y Hester (en orden de edades)— eran mayores que yo: Hester me llevaba menos de un año, aunque siempre fue más corpulenta; Simon me llevaba dos y Noah tres. No son grandes diferencias, por cierto, pero lo eran en los años anteriores a mi adolescencia… cuando cada uno de mis primos era mejor que yo en todo.

Como se criaron en el territorio norteño, eran esquiadores fabulosos. Yo era, en el mejor de los casos, un esquiador cauto, que había copiado mis curvas lentas y abiertas de la graciosa pero nada osada cuña Christie de mi madre, una bonita esquiadora de habilidad intermedia que sabía lo que hacía; no pensaba que la esencia del deporte fuera la velocidad, ni luchaba contra la montaña. Mis primos se perseguían pendiente abajo, se interponían entre sí, se atropellaban y derribaban, y rara vez limitaban sus rutas de descenso a las pistas marcadas. Me llevaban a una profunda e inmanejable nieve en polvo del bosque, y yo, en mis esfuerzos por estar a su nivel, abandonaba el estilo conservador y controlado que mi madre me había enseñado y terminaba despatarrado en los árboles, abrazado a vallas y perdiendo mis anteojos en arroyuelos helados.

Mis primos eran sinceros en su empeño por enseñarme a mantener paralelos los esquíes —y a brincar con ellos— pero un esquiador de vacaciones nunca es equiparable al nativo de un territorio norteño. Establecían tales niveles de temeridad, que finalmente dejé de disfrutar esquiando con mi madre. Me sentía culpable de dejarla sola, aunque rara vez permanecía mucho tiempo sin compañía. Al final del día, algún hombre —un aspirante a monitor, cuando no un verdadero monitor de esquí— intentaba entrenarla.

Lo que más recuerdo de haber esquiado con mis primos son las largas, humillantes y aparatosas caídas, seguidas por el ajetreo de mis primos recuperando mis bastones, mis manoplas y mi gorro… de los que inevitablemente terminaba separado.

—¿Estás bien? —me preguntaba Noah, mi primo mayor—. Me pareció duro.

—¡A mí me pareció cojonudo! —decía mi primo Simon, a quien le encantaba caer: esquiaba para estrellarse.

—Si sigues haciendo eso te volverás estéril —decía mi prima Hester, para quien todo acontecimiento de nuestra infancia compartida era sexualmente estimulante o sexualmente perjudicial.

Los veranos practicábamos esquí acuático en Loveless Lake, donde los Eastman tenían un cobertizo, con el piso de arriba remodelado a imitación de un pub inglés: tío Alfred admiraba todo lo que fuese británico. Mi madre y tía Martha navegaban a vela, pero tío Alfred conducía la motora frenética y velozmente, con una cerveza en la mano libre. Como él no lo practicaba, consideraba que era responsabilidad del conductor de la embarcación volver lo más angustiosas posible las sensaciones del esquí acuático. Doblaba en medio de una curva de manera tal que la cuerda se aflojaba, a veces hasta tal punto que quedaba muerta y pasabas por encima de ella. Trazaba una asesina senda en forma de 8; parecía disfrutar sorprendiéndote, situándote directamente en el camino de otra embarcación o de otro sorprendido esquiador en el concurrido lago. Al margen de cuál fuera la causa de tu caída, tío Alfred se adjudicaba el mérito. Cuando el que iba detrás de su motora lanzaba un fabuloso rocío, volando longitudinal a ras del agua, perdidos los esquíes, con la cabeza sumergida un segundo, salida a la superficie al siguiente, y otra vez sumergida… tío Alfred gritaba:

—¡Bingo!

Soy la prueba viviente de que las aguas de Loveless Lake son potables, porque cada verano me tragaba medio lago practicando esquí acuático con mis primos. Una vez choqué con tanta fuerza contra la superficie del lago, que se me enrolló el párpado del ojo derecho de una manera muy rara. Mi primo Simon afirmó que había perdido el párpado… y Hester acotó que el párpado perdido me llevaría a la ceguera. Pero en unos minutos tío Alfred logró localizar el párpado extraviado.

De puertas adentro, la vida con mis primos no era menos vigorosa. El salvajismo de las peleas con almohadas me dejaba sin aliento, y había otro juego en el que Noah y Simon me ataban y me metían en el cesto de la ropa sucia de Hester, donde ella siempre me descubría; antes de desatarme, me acusaba de olisquear sus paños menores. Sé que Hester ansiaba mis visitas especialmente, porque sufría la condición de ser siempre inferior a sus hermanos, aunque ellos no la maltrataban ni le tomaban el pelo. Considerando que eran varones y mayores, y que ella era niña y más joven, me parecía que la trataban con guante blanco, pero todas las actividades que desplegaban mis primos eran competitivas, y sin duda a ella le fastidiaba perder. Sus hermanos la superaban en todo, naturalmente. Hester debía de disfrutar mucho teniéndome cerca, pues a mí me superaba en todo… incluso cuando íbamos al depósito y aserradero para el transporte de troncos. También había un juego que consistía en ocupar una pila de serrín; esas pilas solían tener siete u ocho metros de altura y el serrín más próximo a la base, en contacto con el suelo, a menudo estaba congelado o como mínimo endurecido como una costra. El objetivo era hacerse rey de la montaña, arrojar a los que llegaban a lo alto… o enterrar a los atacantes en el serrín.

Lo peor de ser enterrado en la pila —hasta la barbilla— era que el perro del almacén —el baboso boxer de los Eastman—, una bestia estúpidamente amistosa con una halitosis repugnante que te hacía pensar en cadáveres desenterrados de sus tumbas, ese perro de boca letal era llamado para que te lamiera la cara. Y rodeado de serrín —manco como el tótem de Watahantowet—, no podías ahuyentarlo.

Pero me encantaba estar con mis primos; eran tan estimulantes que en su casa rara vez dormía; solía permanecer en vela toda la noche, a la espera de que se abalanzaran sobre mí, o que soltaran en mi habitación al boxer Firewater, donde me mataría a lengüetazos; otras veces permanecía despierto imaginando las agotadoras pruebas que me aguardaban al día siguiente.

Para mi madre, nuestras excursiones a Sawyer Depot significaban serenidad: aire fresco, charlas de muchachas con tía Martha, y cierto alivio, sin duda necesario, de lo que debía de ser la claustrofobia de su vida cotidiana con mi abuela, Lydia y las criadas en 80 Front Street. Mi madre debía de morirse de ganas de escapar del hogar. Claro que casi todo el mundo se muere de ganas de escapar del hogar, finalmente, y casi todos lo necesitan. Para mí, en cambio, Sawyer Depot era un campo de instrucción, aunque el deporte violento no era —por sí sólo— lo que más me emocionaba del tiempo que pasaba con mis primos. Lo que volvía emocionantes esas actividades era la tensión presexual que siempre relacioné con las competiciones… en particular con Hester.

Aún hoy debatimos, con Noah y Simon, si Hester fue «creada» por su entorno, a su vez creado casi en su totalidad por ellos —esta es mi opinión—, o si nació con una sobredosis de agresividad sexual y animosidad familiar, según sostienen Noah y Simon. Los tres coincidimos en que tía Martha, como modelo femenino, no podía competir con la impresión superior que causaba tío Alfred… como hombre. Talar árboles, despejar terrenos, aserrar madera: la Eastman Lumber Company era una empresa muy masculina.

La casa de Sawyer Depot era amplia y bonita; tía Martha había heredado el buen gusto de mi abuela y había aportado dinero propio al matrimonio. Pero tío Alfred ganaba más de lo que los Wheelwright teníamos, sencillamente. También era un dechado de masculinidad en el sentido de que a pesar de su riqueza se vestía como un leñador; el hecho de que pasara casi todo el día detrás de un escritorio no influía en su aspecto. Aunque sólo visitaba fugazmente el aserradero, y no se aventuraba más de dos veces por semana en los bosques de tala y transporte, encajaba en el personaje. Pese a ser sumamente fuerte, jamás lo vi realizar ningún trabajo físico. Irradiaba una salud de hierro y aunque pasaba poco tiempo «en el campo», siempre había serrín en su pelo tupido como un matorral, astillas entre los cordones de sus botas, y algunas fragantes agujas de pino en las rodillas de sus tejanos. Muy posiblemente guardaba las agujas, las astillas y el serrín en el cajón del escritorio.

¿Qué importa? Luchando con mis primos y conmigo, tío Alfred era un púgil amistoso, siempre impregnado de la colonia de su tosco negocio, la verdadera esencia de los bosques. No sé cómo tía Martha lo toleraba, pero a menudo Firewater dormía en la gigantesca cama de su dormitorio… otra manifestación de la virilidad de tío Alfred: cuando no estaba abrazando a mi encantadora tía Martha, retozaba en la cama con un perrazo.

Tío Alfred me parecía fabuloso; era un padre maravilloso y, para sus hijos, lo que los idiotas de nuestros días llamarían un ejemplo supremo de «rol modélico». Sin embargo, debió de ser un «rol modélico» difícil para Hester, pues creo que la adoración que sentía por él —además de sus constantes derrotas en las competiciones diarias con los hermanos mayores— la abrumaba, y despertó en ella un injustificable desdén por mi tía Martha.

Pero sé lo que respondería Noah a eso; diría que son «gilipolladas», que tía Martha era un modelo de dulzura y atenciones —y lo era, no lo niego—, y que Hester nació antagonista de su madre, que nació para enfrentarse al amor de su padres con hostilidad hacia ambos, y que la única forma en que podía desquitarse con sus hermanos por esquiar mejor que ella (tanto en el agua como en la nieve), y por arrojarla de las montañas de serrín, y por meter a su primo en un cesto con su ropa interior sucia, consistía en intimidar a todas las amiguitas o novias que ellos tuvieron, y en sorberles los sesos a todos los chicos que conocieron. Y aparentemente así era.

Es un dilema… dilucidar con qué nacemos y qué hace de nosotros nuestro entorno. Un dilema peliagudo, además, porque simplifica los misterios que acompañan tanto a nuestro nacimiento como a nuestro desarrollo.

Personalmente, sigo siendo más indulgente con Hester que su propia familia. Creo que ella llevaba desventaja desde el principio, y que todo lo que llegaría a ser comenzó cuando Noah y Simon me obligaron a besarla… dejando en claro que besar a Hester era un castigo, la penalización del juego: besar a Hester significaba que habías perdido.

No recuerdo exactamente cuántos años teníamos Hester y yo la primera vez que nos vimos forzados a besarnos, pero fue algún tiempo después de que mi madre conociera a Dan Needham —porque Dan estaba pasando las vacaciones navideñas con nosotros en casa de los Eastman en Sawyer Depot—, y algún tiempo antes de que se casaran, porque mi madre y yo todavía vivíamos en 80 Front Street. Fuera cuando fuese, Hester y yo aún vivíamos nuestra etapa preadolescente… nuestra etapa presexual, si es que esto puede decirse con alguna certeza; quizá no lo sea con respecto a Hester, pero prometo que en mi caso puede decirse con plena certidumbre.

Hubo derretimientos de nieve en el territorio norteño, y algo de lluvia, y después una tormenta de hielo que congeló la nieve medio derretida en los surcos profundos. La nieve tenía la textura del cristal mellado, lo que volvía más atractivo el esquí para Noah y Simon, aunque del todo imposible para mí. Por eso Noah y Simon fueron al norte a desafiar los elementos, y yo no salí de la comodísima casa de los Eastman; he olvidado por qué, pero Hester también se quedó en casa. Tal vez estaba de un humor de perros, o quería dormir un rato más. Cualquiera fuese la razón, estábamos juntos y al final del día, cuando regresaron Noah y Simon, nos encontrábamos en la habitación de ella jugando al Monopoly. Odio el Monopoly, pero hasta un juego de mesa capitalista significaba un alivio comparado con las actividades encarnizadas a que me sometían mis primos… y Hester estaba excepcionalmente tranquila, o yo rara vez la veía sin Noah y Simon, con los cuales era imposible estar en paz.

Nos habíamos repantigado en la suave y tupida alfombra de la habitación de Hester, con algunos de sus viejos animales de peluche rellenos como almohadas, cuando los chicos —las manos y las caras congeladas después de esquiar— nos atacaron. Pisotearon tan eficazmente el tablero del Monopoly que perdimos la esperanza de recrear dónde habían estado nuestras casas, nuestros hoteles y nuestras fichas.

—¡Eh! —gritó Noah—. ¡Aquí hay trampa!

—¡Aquí no hay ninguna trampa! —replicó ella, enfadada.

—¡Eh! —chilló Simon—. ¡Cuidado, que Hester siempre quiere joder!

—¡Fuera de mi cuarto! —gritó Hester.

—¡El último a través de la casa tiene que besar a Hester siempre quiere joder! —dijo Noah, al tiempo que salía corriendo con Simon. Presa del pánico, miré a Hester y me largué tras ellos.

«A través de la casa» era una carrera en la que teníamos que recorrer los dormitorios de atrás —el de Noah y Simon, y el de huéspedes, que era el mío—, bajar la escalera trasera, rodear el rellano de la habitación de servicio, donde con toda probabilidad nos gritaría May, la criada, y meternos en la cocina por la entrada que habitualmente usaba ésta (que también era la cocinera). Luego nos perseguíamos a través de la cocina y el comedor, de la sala y el solano, y a través del estudio de tío Alfred —siempre que él no estuviera dentro—, subíamos la escalera principal, pasábamos por los cuartos de huéspedes delanteros, que salían del recibidor principal, y atravesábamos el dormitorio de mis tíos —siempre que ellos no estuviesen dentro—, para pasar al recibidor del fondo, contiguo al baño de mi prima. La siguiente habitación era la línea de llegada: precisamente la de Hester.

Por supuesto, May salió de su cuarto para gritar a Noah y Simon por correr en la escalera, pero el único que estaba en el rellano era yo… y sólo yo tuve que aminorar la velocidad y pedirle disculpas. Mis primos cerraron la puerta de vaivén que comunica la cocina con el dormitorio después de atravesarla, de modo que sólo yo tuve que detenerme el tiempo suficiente para abrirla. Tío Alfred no estaba en su estudio, pero sí Dan Needham, leyendo, y sólo yo me detuve lo suficiente para saludarlo. Firewater me interceptó el paso en lo alto de la escalera principal; sin duda estaba dormido cuando Noah y Simon pasaron como centellas a su lado, pero ahora se había espabilado lo suficiente para jugar. Logró coger con la boca el talón de mi calcetín cuando intenté esquivarlo, y no llegué muy lejos en el recibidor —con él a rastras— sin tener que detenerme para dárselo.

O sea que fui el último a través de la casa —siempre era el último a través de la casa— y por ende debía pagar el precio del perdedor, que consistía en besar a Hester. Con el propósito de que este acto se cumpliera, había sido necesario que Noah y Simon impidieran a su hermana encerrarse en el baño —cosa que intentó— y luego fue necesario que la ataran a su cama, lo que consiguieron después de un violento forcejeo que incluyó la decapitación de uno de los más frágiles animales de peluche de Hester, que ella misma estropeó golpeando en vano a sus hermanos con él. Finalmente quedó atada a la cama, donde amenazó con arrancarle los labios a mordiscos a quien se atreviera a besarla… idea que me dio tal susto que Noah y Simon tuvieron que emplear más cuerda de escalar para atarme encima de ella. Quedamos incómodamente unidos cara a cara —pecho a pecho, caderas a caderas, para aumentar nuestra humillación— y nos dijeron que no nos desatarían hasta que cumpliéramos la prenda.

—¡Bésala! —me gritó Noah.

—¡Deja que te bese, Hester! —gritó Simon.

Ahora se me ocurre que esta sugerencia era menos atractiva para ella que para mí, pero en aquel entonces sólo pensé que la boca gruñona de Hester era tan sugerente como la de Firewater; no obstante, creo que ambos comprendimos que la potencial turbación de estar apareados en esta posición conyugal durante cualquier período de tiempo —mientras Noah y Simon observaban nuestra respiración y nuestros menores movimientos—, probablemente nos llevaría a mayores sufrimientos que consentir en darnos un solo beso. ¡Qué tontos fuimos al creer que Noah y Simon eran tan tontos como para contentarse con uno! Probamos a darnos un besito, pero Noah exclamó:

—¡No vale, no ha sido en los labios!

Intentamos otro besito con los labios cerrados —tan fugaz que no necesitamos respirar—, pero esta vez el que quedó insatisfecho fue Simon:

—¡Abrid la boca! —Abrimos la boca. Se planteó el problema de acomodar las narices antes de entregarnos al nervioso intercambio de saliva… el resbaladizo contacto de las lenguas, el sorprendente entrechocar de los dientes. Nuestros labios estuvieron unidos tanto tiempo que fue indispensable respirar; me quedé atónito por lo dulce y fresco de la respiración de mi prima; todavía ahora abrigo la esperanza de que la mía no le haya parecido todo lo contrario.

Mis primos anunciaron que el juego se había terminado, con la misma brusquedad con que lo habían concebido. Nunca volvieron a mostrar igual entusiasmo por las muchas repeticiones del juego llamado «el último a través de la casa tiene que besar a Hester»; quizá se dieron cuenta, más adelante, de que yo empecé a perder adrede. Tampoco sé qué impresión les produjo el que después de desatarnos Hester me dijera:

—Sentí cómo se te ponía dura.

—¡No es cierto! —respondí.

—Es cierto. No era gran cosa, pero la sentí.

—¡No es cierto! —exclamé.

—Sí lo es —dijo.

Y es verdad: no era gran cosa, por cierto; no era una gran erección, tal vez, pero la tuve.

¿Pensaron alguna vez Noah y Simon en el peligro que entrañaba ese juego? La forma en que esquiaban, en el agua y en la nieve —y más tarde la forma en que conducían sus coches— me sugería que a sus ojos nada entrañaba riesgos. Pero Hester y yo éramos peligrosos. Y fueron ellos quienes empezaron con esto: Noah y Simon lo empezaron.

Owen Meany me salvó. Como ya se verá, Owen siempre me estaba salvando; pero inició el proceso de salvación, salvándome de Hester.

Owen era muy irritable respecto al tiempo que yo pasaba con mis primos. Empezaba a refunfuñar varios días antes de que me fuera a Sawyer Depot, se mostraba picajoso y retraído varios días después de mi vuelta. Aunque me empeñaba en describirle lo físicamente dañinos y psicológicamente perturbadores que eran los períodos que pasaba con mis primos, Owen se mostraba hosco; yo pensaba que estaba celoso.

—HE ESTADO PENSANDO UNA COSA —me dijo—. SABES QUE CUANDO ME PIDES QUE ME QUEDE A PASAR LA NOCHE, CASI SIEMPRE TE DOY EL GUSTO… Y LO PASAMOS GENIAL, ¿NO?

—Claro que sí, Owen.

—BIEN, SI ME PIDIERAS QUE FUESE CONTIGO Y TU MADRE A SAWYER DEPOT, PROBABLEMENTE IRÍA. ¿O CREES QUE NO LES CAERÍA BIEN A TUS PRIMOS?

—Claro que les caerías bien —respondí—, pero no sé si ellos te caerían bien a ti —no sabía cómo decirle que en mi opinión lo pasaría muy mal con ellos, que si en la escuela dominical lo alzábamos y nos lo pasábamos por encima de las cabezas, era terrible imaginar qué juegos serían capaces de idear mis primos para jugar con él—. Tú no sabes esquiar —le dije—. Ni practicas esquí acuático —agregué—. Y no creo que te gustara el transporte de troncos… ni las montañas de serrín —podría haber añadido «ni besar a Hester», pero no me imaginaba a Owen haciendo eso. Dios mío, pensé: ¡mis primos lo matarían!

—BIEN, A LO MEJOR TU MADRE PODRÍA ENSEÑARME A ESQUIAR. Y NO HAY POR QUÉ TRASLADAR TRONCOS SI UNO NO QUIERE, ¿VERDAD? —me preguntó.

—Mis primos suelen hacer que todo ocurra tan precipitadamente, que no siempre tienes tiempo de decir sí o no a algo.

—BIEN, TAL VEZ SI TÚ LES PIDIERAS QUE NO FUERAN TAN RUDOS CONMIGO… HASTA QUE ME ACOSTUMBRE, TE HARÍAN CASO, ¿NO?

No podía imaginarlo: ¡Owen con mis primos! Tenía la impresión de que perderían la cabeza al verlo y calculé que cuando hablara —en su primer encuentro con esa voz—, reaccionarían inventando la forma de usarlo como proyectil: lo convertirían en la pluma de un partido de badminton; lo atarían a un solo esquí, lo lanzarían desde la cumbre de la montaña y lo perseguirían hasta el pie. Lo sentarían en una ensaladera y lo remolcarían —a alta velocidad— de un lado a otro de Loveless Lake. Lo enterrarían en serrín y lo perderían; nunca lograrían encontrarlo. Firewater se lo engulliría.

—Son más bien difíciles de controlar… mis primos —dije—. Ése es el problema.

—HABLAS COMO SI FUERAN ANIMALES SALVAJES —observó Owen.

—Lo son… más o menos.

—PERO TÚ TE DIVIERTES CON ELLOS. ¿NO ME DIVERTIRÍA YO, TAMBIÉN?

—Me divierto y no me divierto —le dije—. Pero pienso que mis primos serían demasiado para ti.

—LO QUE PIENSAS ES QUE YO SERIA DEMASIADO ENCLENQUE PARA ELLOS —afirmó.

—No creo que seas enclenque, Owen.

—¿PERO CREES QUE TUS PRIMOS LO PENSARÍAN?

—No sé —dije.

—PODRÍA CONOCERLOS EN TU CASA, CUANDO VENGAN EL DÍA DE ACCIÓN DE GRACIAS —sugirió—. ES MUY RARO QUE NUNCA ME INVITES CUANDO ELLOS ESTÁN AQUÍ.

—Mi abuela opina que ya hay demasiados niños en la casa… cuando están ellos —le expliqué, pero puso tan mala cara que lo invité a pasar la noche conmigo, algo que siempre le encantaba. Pasó por el ritual de llamar a su padre para preguntarle si le parecía bien, pero a Mr. Meany siempre le parecía bien; Owen se quedaba con tanta frecuencia en 80 Front Street, que siempre había un cepillo de dientes suyo en mi cuarto de baño y un pijama en mi armario.

Y después de que Dan Needham me regalara el armadillo, Owen se encariñó tanto como yo con el animalito… y con Dan. Cuando dormía en la otra cama de mi dormitorio, con la mesilla de noche en medio, acomodábamos con mucho cuidado al armadillo debajo de la lámpara; de perfil a ambos, exactamente equidistante, el animal quedaba con la vista fija en los pies de nuestras camas. La lámpara de noche, que estaba sujeta a una de las patas de la mesita, brillaba hacia arriba, iluminando el mentón del armadillo y las fosas nasales de su delgado morro. Charlábamos hasta que nos vencía el sueño, pero a la mañana siguiente yo siempre notaba que el armadillo había sido movido, que estaba más vuelto hacia él que hacia mí; su perfil ya no era exacto. Y una vez, al despertarme, vi que Owen ya tenía los ojos abiertos: lo miraba y sonreía. Después de la irrupción del armadillo de Dan Needham en mi vida, cuando llegó el momento de viajar a Sawyer Depot, no me sorprendió que Owen aprovechara la oportunidad para expresar cuánto lo inquietaba su bienestar.

—POR LO QUE ME HAS DICHO DE TUS PRIMOS, CREO QUE NO DEBES LLEVAR AL ARMADILLO A SAWYER DEPOT. —No se me había pasado por la imaginación llevármelo, pero evidentemente Owen había meditado en la potencial tragedia de semejante viaje—. PODRÍAS OLVIDÁRTELO EN EL TREN. O EL PERRO QUE TIENEN PODRÍA MORDERLO. ¿CÓMO SE LLAMA EL PERRO?

—Firewater —respondí.

—ESO, FIREWATER…[1] ME PARECE PELIGROSO PARA EL ARMADILLO. Y SI TUS PRIMOS SON TAN BESTIAS COMO DICES, ES IMPOSIBLE SABER QUE CLASE DE JUEGO PODRÍAN INVENTAR… SERIAN CAPACES DE DEJARLO HECHO JIRONES. O DE PERDERLO EN LA NIEVE.

—Sí, tienes razón.

—SI QUISIERAN LLEVÁRSELO A HACER ESQUÍ ACUÁTICO, ¿PODRÍAS IMPEDIRLO?

—Probablemente no —admití.

—ES LO QUE PENSABA —dijo Owen—. SERA MEJOR QUE NO TE LO LLEVES.

—De acuerdo.

—MÁS VALE QUE YO ME LO LLEVE A CASA. LO CUIDARE MIENTRAS TÚ NO ESTÁS. SI SE QUEDA SOLO AQUÍ, ALGUNA DE LAS CRIADAS PODRÍA HACER UNA ESTUPIDEZ… O PODRÍA HABER UN INCENDIO.

—No se me había ocurrido —confesé.

—BIEN, CONMIGO ESTARÁ MUY SEGURO —coincidí con él, por supuesto—. Y HE PENSADO EN EL PRÓXIMO DÍA DE ACCIÓN DE GRACIAS —agregó—. COMO TUS PRIMOS ESTARÁN AQUÍ, TAMBIÉN SERA MEJOR QUE ME LO LLEVE A CASA. A MÍ ME PARECE QUE SERIAN DEMASIADO VIOLENTOS CON ÉL. SU NARIZ ES MUY DELICADA… Y LA COLA PUEDE ROMPERSE. Y NO ME PARECE BUENA IDEA ENSEÑARLES A TUS PRIMOS EL JUEGO CON EL ARMADILLO EN EL ARMARIO, ENTRE LA ROPA DE TU ABUELO —dijo—. A MÍ ME PARECE QUE LO PISOTEARÍAN EN LA OSCURIDAD —o lo tirarían por la ventana, pensé.

—De acuerdo —dije.

—BIEN, ENTONCES ESTA TODO RESUELTO: YO CUIDARE AL ARMADILLO CUANDO TU NO ESTES, Y TAMBIÉN LO CUIDARE CUANDO VENGAN TUS PRIMOS… PARA EL DÍA DE ACCIÓN DE GRACIAS, EN QUE ME INVITARAS A CONOCERLOS. ¿VALE?

—Vale, Owen —dije.

—BIEN —concluyó.

Owen quedó muy satisfecho, aunque un tanto nervioso. La primera vez que se lo llevó, trajo una caja forrada de algodón, una caja de transporte tan complejamente ideada y firmemente construida, que en ella el armadillo podría haber llegado sano y salvo al otro lado del océano. Me explicó que había sido utilizada para embarcar unos instrumentos de tallar granito —un equipo para cincelar lápidas— y por eso era tan resistente. Mr. Meany, en un esfuerzo por dar aliento a la decepcionante empresa de la cantera, había expandido su negocio con la venta de panteones. Owen dijo que para su padre era un insulto tener que vender algunos de sus mejores bloques de granito a otros fabricantes de lápidas, que cobraban por ello un ojo de la cara… según Mr. Meany. Había abierto en el centro una espantosa tienda —se llamaba Meany Monuments— y las lápidas expuestas en el escaparate no parecían muestras, sino auténticas sepulturas alrededor de las cuales se había construido una tienda.

—Es horroroso —opinó mi abuela—. Un cementerio en una tienda —observó indignada. Pero Mr. Meany era novato en la venta de panteones; probablemente sólo necesitaba un poco más de tiempo para mejorar su fachada.

Sea como fuere, el armadillo quedó embalado en una caja destinada a transportar cinceles —algo que Owen llamaba CUÑAS Y BISELES— y Owen prometió solemnemente que no sufriría ningún daño. Aparentemente, Mrs. Meany se asustó al verlo… Owen no había advertido a sus padres que recibirían la visita del armadillo; después alegó que la pequeña impresión le estuvo bien empleada a su madre, por entrar en su dormitorio sin permiso. La habitación de Owen (lo poco que vi de ella) estaba tan ordenada y era tan intocable como un museo. Creo que por eso me resultó tan fácil imaginar, durante años, que la pelota de béisbol que mató a mi madre era un souvenir residente de ese extraño habitáculo.

Nunca olvidaré las vacaciones de Acción de Gracias en que reuní a Owen Meany con mis desaforados primos. El día anterior a su llegada a Gravesend, Owen se presentó en 80 Front Street para recoger el armadillo.

—No llegarán hasta mañana —le dije.

—¿Y SI LLEGAN TEMPRANO? —me preguntó—. PODRÍA OCURRIR ALGO. MEJOR NO CORRER RIESGOS.

Owen quería conocer a mis primos inmediatamente después de la cena de Acción de Gracias; en cambio yo opinaba que era mejor dejarlo para el día siguiente; sugerí que después de la cena todos estaban tan llenos que nunca había animación.

—PERO HE PENSADO QUE PODRÍAN ESTAR MÁS SERENOS DESPUÉS DE COMER —dijo Owen. Reconozco que en esos momentos disfruté con su nerviosismo. Me preocupaba que mis primos estuviesen excepcionalmente apagados cuando Owen los conociera; eso lo llevaría a pensar que yo había inventado las historias de su rudeza… y en consecuencia que no había ninguna excusa para no haberlo invitado nunca a Sawyer Depot. Quería que Owen gustara a mis primos, porque a me gustaba (era mi mejor amigo), pero al mismo tiempo no quería que todo fuera tan gozoso como para tener que invitarlo a casa de los Eastman en mi siguiente visita. Estaba seguro de que eso sería un desastre. Me ponía nervioso pensar que mis primos se reirían de él; y he de confesar que temía que Owen me hiciera quedar mal… de lo que aún hoy me avergüenzo.

O sea que tanto Owen como yo estábamos nerviosos. La noche de Acción de Gracias hablamos por teléfono en murmullos.

—¿ESTÁN ESPECIALMENTE INDÓMITOS? —me preguntó.

—No especialmente —dije.

—¿A QUE HORA SE LEVANTAN? ¿A QUE HORA DEBO IR MAÑANA? —me preguntó.

—Los chicos se levantan temprano —dije—, pero Hester duerme un poco más… o al menos se queda hasta más tarde en su habitación.

—¿NOAH ES EL MAYOR? —preguntó Owen, aunque había verificado mil veces conmigo las estadísticas.

—Sí.

—¿Y SIMON EL SEGUNDO, AUNQUE ES TAN GRANDE COMO NOAH… E INCLUSO UN PELÍN MÁS ALOCADO?

—Sí, sí.

—Y HESTER ES LA MENOR, AUNQUE MÁS GRANDE QUE TÚ —dijo— Y ES BONITA, AUNQUE NO TANTO, ¿VERDAD?

—Así es —dije.

En Hester se perdía la belleza de los Eastman, una estampa exclusivamente masculina que Noah y Simon heredaron de tío Alfred —hombros anchos, osamenta grande, mandíbula pesada—, aunque eran rubios y aristocráticos como tía Martha. Pero la osamenta grande y la mandíbula pesada y los hombros anchos… resultaban menos atractivos en Hester, que no era rubia ni aristocrática como su madre. Mi prima era morena y velluda como tío Alfred —incluidas las cejas pobladas, de hecho una sola ceja sin separación en el caballete de la nariz—, y también tenía sus manazas. Las manos de Hester parecían zarpas.

Sin embargo tenía sex-appeal, al estilo en que en aquellos tiempos se consideraba que las chicas robustas también eran sexy. Su cuerpo era grande y atlético, y de adolescente tendría que cuidarse para no engordar; pero tenía el cutis terso y sus curvas eran sólidas; la boca era agresiva —enseñaba un montón de dientes saludables— y sus ojos provocaban con una inteligencia de índole peligrosa. Tenía el pelo tupido y revuelto.

—Tengo un amigo… —le dije esa noche a Hester. Había decidido empezar por ella y tratar de ganármela, para luego hablar de Owen con Noah y Simon; pero aunque lo dije en voz baja, y creía que mis primos estaban ocupados buscando una emisora perdida en la radio, me oyeron y al instante mostraron su curiosidad.

—¿Qué amigo? —preguntó Noah.

—Bien, es mi mejor amigo y quiere conoceros —dije prudentemente.

—Bien, fantástico… ¿dónde está y cómo se llama? —quiso saber Simon.

—Owen Meany —dije con la mayor claridad posible.

—¿Qué? —inquirió Noah; los tres rieron.

—¡Suena a poca cosa! —exclamó Simon.

—¿Qué tiene de malo? —me preguntó Hester.

—No tiene nada de malo —dije, demasiado a la defensiva—. Es más bien pequeño.

—Más bien pequeño —repitió Noah, con voz británica.

—Más bien enclenque, ¿no? —dijo Simon, imitando a su hermano.

—No, no es ningún enclenque —dije—. Sólo menudo. Y tiene una voz rara —barboté.

—¡Una voz rara! —dijo Noah con voz rara.

—¿Una voz rara? —dijo Simon con una voz rara diferente.

—O sea que es un pigmeo de voz rara —terció Hester—. ¿Y qué más? ¿Me dirás qué tiene de malo?

—¡Nada! —insistí.

—¿Por qué iba a tener algo de malo, Hester? —le preguntó Noah.

—Probablemente Hester lo quiere joder —dijo Simon.

—Cierra el pico, Simon —gritó Hester.

—Cerrad el pico los dos —dijo Noah—. Quiero saber por qué Hester piensa que todo el mundo tiene algo de malo.

—Todos tus amigos tiene algo de malo, Noah —afirmó Hester—. Y todos los amigos de Simon —agregó—. Y apuesto a que los amigos de Johnny también tienen algo de malo.

—Supongo que tus amigos no tienen nada de malo —dijo Noah a su hermana.

—¡Hester no tiene ningún amigo! —declaró Simon.

—¡Cerrad el pico! —repitió Hester.

—¿Por qué será? —dijo Noah.

—¡Cierra el pico! —insistió Hester una vez más.

—Bien, Owen no tiene nada de malo —intervine—. Sólo que es pequeño y su voz suena un poco diferente.

—Parece divertido —dijo Noah amablemente.

—Oye —Simon me palmeó la espalda—, si es amigo tuyo, no te preocupes… seremos buenos con él.

—Oye —Noah me palmeó la espalda—, no te preocupes. Todos nos divertiremos.

Hester se encogió de hombros.

—Veremos —dijo. No la besaba desde Pascua. En mi visita veraniega a Sawyer Depot, permanecíamos al aire libre desde que nos despertábamos hasta que nos acostábamos, y nadie propuso jugar a «el último a través de la casa tiene que besar a Hester». Yo dudaba de que jugáramos a eso en las vacaciones de Acción de Gracias, porque mi abuela no permitía carreras en 80 Front Street. Probablemente tendré que esperar hasta Navidad, pensé.

—Tal vez a tu amigo le guste besar a Hester —insinuó Simon.

Yo decido quién me besa —dijo Hester.

—¡Ja! —exclamó Noah.

—Sospecho que Owen se sentirá tímido con todos vosotros —aventuré.

—¿Estás diciendo que no le gustará besarme? —me preguntó Hester.

—Sólo estoy diciendo que podría sentirse un poco cohibido… con todos vosotros.

—A ti te gusta besarme —afirmó Hester.

—No —mentí.

—Sí —dijo ella.

—¡Ja! —repitió Noah.

—No hay quién la pare: ¡Hester siempre quiere joder! —dijo Simon.

—¡Cierra el pico! —perseveró Hester.

Así quedó lista la escena del recibimiento de Owen Meany.

El día siguiente al de Acción de Gracias, mis primos y yo hacíamos tanto ruido en el desván que no oímos a Owen Meany cuando subió la escalera y abrió la trampilla. Imagino qué estaba pensando Owen; probablemente aguardaba a que notáramos su presencia para no tener que anunciarse… para que lo primero que mis primos conocieran de él no fuera esa voz. Por otro lado, la visión de su aspecto peculiar habría significado una impresión semejante para mis primos. Owen debió de sopesar dos formas de presentarse: hablar, lo que siempre significaba un sobresalto para los demás, o esperar a que alguno de ellos lo viera, lo que podía ser más pasmoso aún. Más adelante me contó que se limitó a permanecer junto a la trampilla, que había cerrado de golpe a propósito, con la esperanza de que el portazo llamara nuestra atención. Pero no lo oímos.

Simon le estaba dando con tanta fuerza a los pedales de la máquina de coser que la aguja y la canilla desplegaban una actividad febril; Noah había logrado empujar el brazo de Hester tan cerca de la aguja y el hilo, que la manga de su blusa se había cosido con el trozo de paño en que estaba dando unas puntadas, y tuvo que quitarse la blusa a fin de librarse de la máquina, pues Simon, en plena chifladura, se negaba a soltar los pedales. Owen observó que Noah golpeaba a Simon en las orejas para que interrumpiera el pedaleo y vio a Hester de pie, en camiseta, tensa y arrebatada, gimoteando por su única blusa blanca, de la que intentaba extraer un azaroso diseño de hebras moradas. Y yo decía que si no dejábamos de alborotar, nos esperaba una feroz perorata por parte de nuestra abuela… respecto del valor de reventa de su máquina de coser antigua.

Mientras ocurría todo esto, Owen Meany permaneció de pie junto a la trampilla, contemplándonos, juntando coraje para presentarse y decidiendo, alternativamente, huir a su casa antes de que notáramos su presencia. En ese momento mis primos debieron de parecerle peores que sus peores pesadillas sobre ellos.

Era impresionante ver cómo le gustaba a Simon ser aporreado; nunca vi a un chico cuya mejor defensa contra las palizas que por rutina le propinaba un hermano mayor, consistiera en deleitarse con los golpes. Así como le encantaba rodar cuesta abajo, ser arrojado de las montañas de serrín, y esquiar tan violentamente como para chocar oblicuamente contra los árboles, gozaba bajo una lluvia de puñetazos de Noah. La mayoría de las veces era indispensable que éste lo hiciera sangrar para que le implorara piedad… y si había sangre, de alguna manera el ganador era Simon y el avergonzado Noah. Ahora Simon parecía empeñado en mover los pedales de la máquina hasta la destrucción, sujeto con ambas manos al soporte de madera de la máquina, los ojos cerrados para protegerlos de los puñetazos, las rodillas pedaleando con la misma furia que si estuviese bajando en bicicleta una escarpada colina, con la marcha más corta. El salvajismo con que Noah golpeaba a su hermano habría engañado a cualquiera respecto de su disposición verdaderamente relajada y su carácter noble; Noah había aprendido que golpear a su hermano era una labor que exigía paciencia, deliberación y estrategia; que no servía de nada hacerle sangrar la nariz deprisa; lo mejor era golpearlo donde le doliera sin que sangrara fácilmente; lo mejor era desgastarlo.

Pero sospecho que quien más impresionó a Owen Meany fue Hester. En camiseta, no dejaba lugar a duda de que algún día tendría un busto impresionante; su precoz plenitud resaltaba tanto como sus bíceps masculinos. Y la forma en que arrancaba las hebras de su blusa estropeada con los dientes —gruñendo y renegando en el proceso, como si se estuviera comiendo la blusa— debió de demostrar a Owen el pleno potencial de la peligrosa boca de Hester; en ese momento quedaba generosamente de relieve su rapacidad esencial.

Por supuesto, mis ruegos respecto de lo inevitable —la reprimenda de la abuela— no sólo fueron desatendidos; pasaron tan inadvertidos como Owen Meany, que permaneció con las manos cruzadas en la espalda; el sol que entraba por la claraboya del desván atravesaba sus prominentes orejas, que habían adquirido un color rosa encendido: los rayos del sol brillaban tanto que las diminutas venas y vasos sanguíneos de sus orejas parecían iluminados desde el interior. El potente sol matinal caía sobre su cabeza desde arriba, y un poco hacia atrás, de modo que daba la impresión de estar siendo presentado por la luz propiamente dicha. Exasperado con mis incontenibles primos, levanté la vista de la máquina de coser y vi a Owen. Con las manos unidas en la espalda, aparentaba ser tan manco como Watahantowet, y en ese resplandor aparecía como un gnomo recién arrancado de una hoguera, con las orejas aún en llamas. Contuve la respiración y en ese instante Hester —con su rabiosa boca llena de hilo morado— levantó la vista y también lo vio. Pegó un grito.

«No me pareció humano», me comentó tiempo después. Y desde el momento en que se presentó ante mis primos, con frecuencia pensé hasta qué punto era humano Owen Meany; indudablemente, bajo las deslumbrantes configuraciones del sol que se derramaban a través de la claraboya, impresionaba como un ángel descendente… un dios minúsculo pero fogoso, enviado a juzgar nuestros errores.

Cuando Hester chilló, asustó tanto a Owen que él también gritó… y cuando Owen gritó, mis primos no sólo conocieron su extraña voz, sino que congelaron todos sus movimientos. Con excepción del vello de la nuca, se les pusieron los pelos de punta… como si hubiesen oído un coche pasando lentamente por encima de un gato. Y desde lo profundo de algún rincón remoto de la casona, mi abuela levantó la voz:

—¡Dios misericordioso, otra vez ese chico!

Yo intentaba recuperar la respiración para decir: «Éste es mi mejor amigo, del que ya os hablé», porque nunca había visto a mis primos tan boquiabiertos ante nadie —y en el caso de Hester se trataba de una boca abierta de la que manaban hebras moradas—, pero Owen me ganó por la mano.

—BIEN, PARECE QUE HE INTERRUMPIDO VUESTRO JUEGO —dijo—. ME LLAMO OWEN MEANY Y SOY EL MEJOR AMIGO DE VUESTRO PRIMO. PROBABLEMENTE YA OS HA HABLADO DE MI. A MI, POR CIERTO, ME HA HABLADO MUCHO DE VOSOTROS. TU TIENES QUE SER NOAH, EL MAYOR —le tendió la mano a Noah, que se la estrechó, mudo— Y POR SUPUESTO TU ERES SIMON, EL SEGUNDO… AUNQUE CASI TAN GRANDE E INCLUSO UN PELÍN MÁS INDÓMITO QUE TU HERMANO. HOLA, SIMON —le tendió la mano a Simon, que jadeaba y sudaba después de su furioso pedaleo, aunque aceptó enseguida la mano de Owen y se la estrechó—. Y TU ERES HESTER, NATURALMENTE —dijo, desviando la mirada—. HE OÍDO HABLAR MUCHO DE TI Y ERES TAN BONITA COMO ESPERABA.

—Gracias —musitó Hester, arrancándose hilos de la boca, remetiendo la camiseta en sus tejanos.

Mis primos lo miraban fijamente y temí lo peor; pero de pronto comprendí lo que son las poblaciones pequeñas. Son lugares en los que te crías de la mano de lo peculiar: vives durante tanto tiempo con lo insólito y lo inverosímil, que todas las personas y todas las cosas se vuelven comunes y corrientes. Mis primos eran habitantes de poblaciones pequeñas y al mismo tiempo forasteros; no se habían criado con Owen Meany, tan extraño a sus ojos como para inspirarles pavor… aunque con toda probabilidad no caerían sobre él ni pergeñarían formas de torturarlo, así como no es probable que un rebaño ataque a un gato. Además del resplandor del sol que brillaba sobre él, la cara de Owen tenía un color rojo sangre y palpitaba —supuse que por haber ido en bici al centro—, pues pedalear a finales de noviembre Maiden Hill abajo, con el viento predominante del Squamscott, producía un frío cortante. E incluso antes de Acción de Gracias, había hecho frío suficiente para congelar el río de agua dulce; había hielo negro desde Gravesend hasta Kensington Corners.

—BIEN, HE ESTADO PENSANDO QUE PODRÍAMOS HACER —anunció Owen, y mis ingobernables primos le dedicaron toda su atención—. EL RÍO ESTA CONGELADO, DE MODO QUE SE PATINA MUY BIEN, Y SE QUE PREFERÍS LOS JUEGOS ENÉRGICOS… QUE DISFRUTÁIS DE LA VELOCIDAD Y DEL PELIGRO Y DEL FRÍO. O SEA QUE PATINAR ES UNA OPCIÓN, Y AUNQUE EL RÍO ESTA CONGELADO TENGO LA CERTEZA DE QUE HAY GRIETAS EN ALGUNOS SITIOS, E INCLUSO POZOS DE AGUA… ME CAI EN UNO EL AÑO PASADO. NO SOY UN BUEN PATINADOR, PERO ME ENCANTARÍA ACOMPAÑAROS, AUNQUE ME ESTOY REPONIENDO DE UN RESFRIADO Y SUPONGO QUE NO DEBERÍA ESTAR MUCHO RATO A LA INTEMPERIE CON ESTE TIEMPO.

—¡No! —exclamó Hester—. Si estás saliendo de un resfriado, debes quedarte dentro. Podemos jugar en la casa. No tenemos por qué salir a patinar. Siempre estamos patinando.

—¡Vale! —coincidió Noah—. Si Owen está acatarrado, deberíamos hacer algo de puertas adentro.

—¡Adentro es mejor! —dijo Simon—. Owen tiene que reponerse —tal vez mis primos sintieron alivio al enterarse de que Owen estaba «reponiéndose de un resfriado», pensando que eso justificaba parcialmente la hipnótica atrocidad de su voz; yo podría haber puntualizado que la voz de Owen no sufría los efectos de un catarro… y que eso de que se estaba «reponiendo de un resfriado» era una novedad para mí, pero me tranquilicé tanto al ver que se comportaban respetuosamente, que no quise minar la impresión que les había producido Owen.

—BIEN, YO TAMBIÉN HE PENSADO QUE DENTRO ESTARÍAMOS MEJOR —dijo Owen—. Y LAMENTABLEMENTE NO PUEDO INVITAROS A MI CASA PORQUE ALLÍ NO HAY NADA QUE HACER, Y COMO MI PADRE TIENE UNA CANTERA DE GRANITO ES MUY SEVERO CON EL EQUIPO Y CON LAS MINAS PROPIAMENTE DICHAS, QUE DE TODOS MODOS ESTÁN A CIELO ABIERTO. EN MI CASA NO NOS DIVERTIRÍAMOS PORQUE MIS PADRES SON BASTANTE RAROS CON LOS NIÑOS.

—¡Eso no es ningún problema! —barbotó Noah.

—¡No te preocupes! —dijo Simon—. En esta casa podemos hacer muchas cosas.

—¡Todos los padres son raros! —le dijo Hester en tono tranquilizador, pero a mí no se me ocurrió qué decir. A pesar de mis años de amistad con Owen, nunca habíamos hablado de lo raros que eran sus padres… y no sólo «con los niños». Parecía una convención en la ciudad el que este hecho no se mencionara… excepto de pasada, o entre paréntesis, o en un aparte con los allegados.

—BIEN, HE PENSADO QUE PODRÍAMOS PONERNOS LA ROPA DE VUESTRO ABUELO… ¿LES HAS HABLADO DE LA ROPA A TUS PRIMOS? —me preguntó Owen, pero yo nunca lo había hecho. Pensaba que creerían que disfrazarse con las prendas del abuelo era un juego de bebés, o algo morboso, o ambas cosas; o que destrozarían la ropa al descubrir que el mero hecho de ponérsela no era bastante violento… lo que los llevaría a un juego consistente en arrancarse mutuamente las prendas: el último en quedar desnudo «ganaba».

—¿La ropa del abuelo? —preguntó Noah con desacostumbrada reverencia.

Simon tembló; Hester tironeó de algunas hebras moradas, nerviosa.

Y Owen Meany, en ese momento nuestro líder, dijo:

—BIEN, TAMBIÉN ESTA EL ARMARIO DONDE SE GUARDA LA ROPA. EN EL INTERIOR, A OSCURAS, DA UN POCO DE MIEDO, Y PODRÍAMOS JUGAR A QUE UNO DE NOSOTROS SE ESCONDE Y OTRO TIENE QUE ENCONTRARLO… EN LA OSCURIDAD. ESO PODRÍA SER INTERESANTE.

—¡Sí! ¡El escondite a oscuras! —exclamó Simon.

—Yo no sabía que la ropa que hay allí era del abuelo —dijo Hester.

—¿Piensas que está hechizada, Hester? —preguntó Noah.

—Cierra el pico —replicó Hester.

—Que Hester se esconda en el armario a oscuras —propuso Simon— y nosotros nos turnaremos para buscarla.

—No quiero que me deis manotazos en la oscuridad —protestó Hester.

—Hester, sólo tenemos que descubrirte antes que tú a nosotros —dijo Noah.

—¡No, se trata de quién toca primero a quién! —intervino Simon.

—Si me tocas te tironearé de la pilila, Simon —amenazó Hester.

—¡Bravo! —exclamó Noah—. ¡Eso es! ¡En eso consiste el juego! Tenemos que encontrar a Hester antes de que nos tironee de la pilila.

—¡Hester siempre quiere joder! —dijo Simon, como era previsible.

—¡Sólo si me dais tiempo para acostumbrarme a la oscuridad! —cedió Hester—. ¡Alguna ventaja tengo que tener! Yo puedo acostumbrarme a la oscuridad… pero el que me está buscando entra en el armario sin la menor posibilidad de adaptarse.

—HAY UNA LINTERNA —dijo Owen Meany, nervioso—. PODRÍAMOS USARLA, PORQUE IGUALMENTE ESTARÍA BASTANTE OSCURO.

—¡Nada de linterna! —se impacientó Hester.

—¡No! —dijo Simon—. Al que entra a buscar a Hester en el armario se le ilumina la cara con la linterna antes… para que vaya a ciegas, para que esté lodo lo contrario de acostumbrado a la oscuridad.

—¡Buena idea! —exclamó Noah.

—Debo tener todo el tiempo que quiera para esconderme —dijo Hester—. Y para acostumbrarme a la oscuridad.

—¡No! —dijo Simon—. Contaremos hasta veinte.

—¡Hasta cien! —dijo Hester.

—Cincuenta —dijo Noah y quedamos en cincuenta. Simon empezó a contar, pero Hester le pegó.

—Tienes que esperar hasta que esté completamente dentro del armario —dijo.

Al avanzar hacia el armario rozó a Owen Meany y le sucedió algo curioso. Permaneció inmóvil y alargó la mano hacia él… la manaza de Hester, desacostumbradamente indecisa y suave, tocó la cara de Owen, como si en su vecindad inmediata hubiese una fuerza que obligara al que pasaba a tocarlo. Hester lo tocó y sonrió: la carita de Owen estaba al nivel de las mazorcas de los tempranos senos de Hester, que parecían implantados bajo su camiseta. Owen estaba acostumbrado a que la gente se sintiera compelida a tocarlo, pero en el caso de mi prima retrocedió un tanto angustiado de su contacto… aunque no tanto como para ofenderla.

Luego Hester entró en el armario, tropezando con los zapatos; la oímos moverse entre la ropa y rechinaron las perchas en las varillas metálicas; las cajas de sombreros se deslizaron en los estantes altos. Una vez dijo: «¡Mierda!». En otro momento oímos: «¿Qué es eso?». Cuando los sonidos se acallaron, teníamos a Simon completamente turulato bajo el destello de la linterna; él quería ser el primero y cuando lo empujamos dentro del armario estaba decididamente ciego… aunque había intentado dar unos pasos a la luz del día. En cuanto Simon estuvo dentro y cerramos la puerta, oímos que Hester lo atacaba; debió de cogerle la «pilila» con más fuerza de la prevista, porque él aulló con más dolor que sorpresa; cuando salió a trompicones del armario y rodó por el suelo del desván tenía los ojos llenos de lágrimas, estaba doblado y se sujetaba las partes pudendas.

—¡Cristo, Hester! —exclamó Noah—. ¿Qué le hiciste?

—Fue sin querer —nos llegó la voz de Hester desde la oscuridad.

—¡No vale tironear de la pilila y de las bolas! —chilló Simon, todavía doblado en el suelo.

—Fue sin querer —repitió Hester dulcemente.

—¡Zorra! —gritó Simon.

—Tú siempre eres bruto conmigo, Simon —le recordó Hester.

—¡Pero no puedes ser bruta con las bolas y la pilila! —dijo Noah.

Pero Hester había dejado de hablar; la oímos situarse para su próximo ataque, y Noah nos susurró a Owen y a mí que ya que el armario tenía dos puertas nosotros debíamos sorprender a Hester entrando por la otra.

—¿QUIENES SON NOSOTROS? —susurró Owen.

Noah lo señaló en silencio; hice brillar la luz de la linterna en los ojos grandes y movedizos de Owen, dotando a su rostro de la repentina ansiedad de un ratón acorralado.

—¡No es justo apretar tan fuerte, Hester! —gritó Noah, pero mi prima no contestó.

—ESTA TRATANDO DE NO REVELAR SU ESCONDITE —susurró Owen… para tranquilizarse.

Noah y yo metimos a Owen por la otra puerta; el armario tenía forma de L y Noah y yo imaginamos que entrando por el brazo corto no daría con Hester antes del primer ángulo… y sólo si ella lograba moverse, pues sin duda su escondite estaba más cerca del brazo largo de la L.

—¡No vale usar la otra puerta! —gritó enseguida Hester, lo que Noah y yo consideramos ventajoso para Owen, porque debió de delatar su posición en el armario, al menos en un sentido general. Después reinó el silencio. Yo sabía lo que estaba haciendo Owen: abrigaba la esperanza de que sus ojos se adaptaran a la oscuridad antes de que Hester lo descubriera, y no se movería para tratar de buscarla hasta no ver al menos un poco.

—¿Qué demonios ocurre allí? —inquirió Simon, pero no hubo respuesta.

Luego detectamos un topetazo de alguno de los cientos de zapatos del abuelo. Después silencio. Luego un ligero movimiento de zapatos. Más adelante me enteré de que Owen se arrastraba a cuatro patas, porque lo que más temía —y esperaba— era un ataque desde uno de los grandes estantes de arriba. No podía saber que Hester se había tumbado en el suelo del armario y que se había cubierto con uno de los abrigos del abuelo, encima del que acomodó el habitual número de zapatos. Estaba inmóvil e invisible, con excepción de la cabeza y las manos. Pero su cabeza apuntaba en el sentido que no correspondía, o sea que tenía que poner los ojos en blanco, hacia arriba, para ver cómo se aproximaba Owen Meany, mirándolo del revés, con la vista en su propia frente y su considerable maraña de pelo. Lo primero que tocó Owen, al acercarse a gatas, fue la electrizada y ensortijada mata de pelo de Hester, que de sopetón se movió bajo su manita… y mi prima levantó los brazos por encima de la cabeza, cogiéndolo por la cintura.

Hay que reconocer que en ningún momento Hester tuvo la intención de cogerle la «pilila» a Owen; pero al descubrir lo fácil que era sostenerlo por la cintura, decidió subir las manos por sus costillas y hacerle cosquillas. Owen se mostró sumamente susceptible —como siempre— al cosquilleo; el gesto de ella era bienintencionado —sobre todo tratándose de Hester—, pero la combinación del contacto de la mano con un pelo electrizado, a oscuras, y el cosquilleo de una chica que, pensó Owen, sólo le hacía cosquillas en route a su pilila, fue demasiado para él: se hizo pis.

El reconocimiento instantáneo del accidente de Owen sorprendió tanto a Hester que lo soltó. Cayó encima de ella… y serpenteó para separarse, salir del armario, atravesar la trampilla y bajar la escalera. Owen recorrió la casa tan veloz y silenciosamente que ni siquiera mi abuela se dio cuenta; si por casualidad mi madre no hubiese estado asomada a la ventana de la cocina, no lo habría visto —con la cremallera de la chaqueta abierta, los cordones de las botas desatados y la gorra ladeada— montar con cierta dificultad en su bici, bajo el viento helado.

—¡Cristo, Hester! —exclamó Noah—. ¿Qué le has hecho?

—¡Yo sé lo que le ha hecho! —intervino Simon.

—No fue eso —dijo Hester, sencillamente—. Sólo le hice cosquillas y se meó. —No lo aclaró para burlarse de Owen y, como testimonio de la naturaleza básicamente decente de mis primos, debo decir que no recibieron la nueva con su habitual grosería, que yo relacionaba tan íntimamente con Sawyer Depot como sus diversas formas de esquiar y chocar.

—¡Pobrecillo! —se condolió Simon.

—Fue sin querer —insistió Hester.

Mi madre me llamó y tuve que contarle lo que le había ocurrido a Owen; inmediatamente me dijo que me abrigara mientras ponía el coche en marcha. Yo creía saber qué camino tomaría Owen, pero debía de haber pedaleado vivamente, porque no lo alcanzamos en la manufactura de gas de Water Street, y cuando pasamos por Dewey Street sin avistarlo —y tampoco había rastro de él en Salem Street—, comencé a pensar que había seguido Swasey Parkway para salir del centro. De modo que dimos un rodeo junto al Squamscott, pero tampoco lo vimos allí.

Por fin lo descubrimos, ya en las afueras, subiendo penosamente Maiden Hill; disminuimos la velocidad al divisar su cazadora de lana a cuadros rojos y negros, y la gorra a juego, con las orejeras sobresalientes; cuando nos detuvimos a su lado, estaba sin aliento y se había bajado para llevar la bicicleta andando. Sabía que éramos nosotros sin mirarnos, pero no dejó de avanzar… por lo que mi madre condujo lentamente a su lado y yo bajé la ventanilla.

—FUE UN ACCIDENTE, ME EXCITE DEMASIADO, TOME DEMASIADO ZUMO DE NARANJA EN EL DESAYUNO… Y YA SABÉIS QUE NO SOPORTO QUE ME HAGAN COSQUILLAS. NADIE DIJO NADA DE COSQUILLAS.

—Por favor, Owen, no te vayas —le pidió mi madre.

—No pasa nada —le dije—. Mis primos lo lamentan.

—¡LA MEE A HESTER! Y EN CASA TENDRÉ UN LÍO —dijo… todavía llevando la bici a buen paso—. MI PADRE SE VUELVE LOCO CON ESO DEL PIS. DICE QUE YA NO SOY UN BEBE, PERO A VECES ME EXCITO DEMASIADO.

—Owen, haré lavar y secar tu ropa en casa —le dijo mi madre—. Puedes ponerte algo de Johnny mientras se seca.

—NINGUNA COSA DE JOHNNY ME SENTARA BIEN. Y TENGO QUE BAÑARME.

—Puedes bañarte en casa, Owen —le dije—. Vuelve, por favor.

—Tengo algunas cosas que le han quedado pequeñas a Johnny y a ti te irán bien —dijo mi madre.

—ROPA DE BEBE, ME IMAGINO —dijo Owen, pero dejó de andar; apoyó la cabeza en el manillar de la bici.

—Owen, sube al coche, por favor —dijo mi madre. Bajé y lo ayudé a poner la bici atrás; se deslizó en el asiento delantero, entre mi madre y yo.

—¡NECESITABA CAUSARLES BUENA IMPRESIÓN PORQUE QUERÍA IR A SAWYER DEPOT! AHORA NUNCA ME LLEVAREIS.

Me resultó increíble que todavía deseara ir, pero mi madre dijo:

—Owen, puedes ir con nosotros a Sawyer Depot cuando quieras.

—JOHNNY NO QUIERE QUE VAYA —le dijo a mi madre… como si yo no estuviera en el coche.

—No es eso, Owen —dije—. Pensé que mis primos serían demasiado para ti —y ante la evidencia de que se había meado, aunque no lo dije, sospechaba que mis primos eran demasiado para él—. Tratándose de ellos, ese juego fue muy suave, Owen —agregué.

—¿CREES QUE ME IMPORTA LO QUE ME HAGAN? —vociferó, pataleando sobre el montículo del eje de transmisión—. ¿CREES QUE ME IMPORTA QUE PONGAN EN MARCHA UNA AVALANCHA CONMIGO? ¿CUANDO IRÉ A ALGÚN LADO? SI NO FUESE A LA ESCUELA O A LA IGLESIA O A OCHENTA FRONT STREET, JAMAS SALDRÍA DE MI CASA —se quejó—. SI TU MADRE NO ME LLEVARA A LA PLAYA, NUNCA SALDRÍA DE LA CIUDAD. Y NUNCA HE ESTADO EN LA MONTAÑA —chilló—. ¡NUNCA HE VIAJADO EN TREN! ¿NO TE PARECE QUE ME GUSTARÍA VIAJAR EN TREN… A LA MONTAÑA?

Mi madre paró el coche, lo abrazó, lo besó y le dijo que siempre podría acompañarnos, fuéramos donde fuésemos; lo rodeé torpemente con un brazo y permanecimos así en el coche, hasta que se sosegó lo suficiente para regresar a 80 Front Street, donde entró por la puerta trasera, pasó junto a la habitación de Lydia y la cocina —donde trajinaban las criadas—, subió la escalera de atrás, recorrió el rellano de las habitaciones del servicio hasta llegar a mi dormitorio y mi baño, donde se encerró y llenó la bañera. Me alcanzó su ropa empapada; se la llevé a las asistentas, que pusieron manos a la obra. Mi madre llamó a la puerta del baño y mirando hacia el otro lado metió un brazo, del que Owen cogió una pila de prendas que me quedaban pequeñas… y no era ropa de bebé, como él temía; sólo era ropa muy pequeña.

—¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó Hester mientras esperábamos que Owen se reuniera con nosotros en el estudio de arriba: así se llamaba en vida de mi abuelo; siempre que nos visitaban mis primos era un cuarto de juegos.

—Lo que él quiera —dijo Noah.

—¡Eso es lo que hicimos! —dijo Simon.

—No del todo —terció Hester.

—BIEN, HE ESTADO PENSANDO —dijo Owen cuando entró en el estudio, más sonrosado aún que de costumbre; estaba limpio como una patena, como suele decirse, con el pelo alisado hacia atrás. Iba en calcetines y resbalaba un poco en el suelo de madera dura; cuando llegó a la antigua alfombra oriental, hizo equilibrio con un pie encima del otro, contoneando las caderas; sus manos revoloteaban como mariposas entre su cintura y sus hombros—. ME DISCULPO POR HABERME SOBREEXCITADO. CREO QUE CONOZCO UN JUEGO QUE NO SERA TAN EXCITANTE PARA MÍ Y AL MISMO TIEMPO NO SERA ABURRIDO PARA VOSOTROS. UNO TIENE QUE ESCONDERME EN ALGÚN SITIO, PUEDE SER EN CUALQUIER SITIO, Y LOS DEMÁS HAN DE HALLARME. EL QUE ME ESCONDA EN EL LUGAR QUE LOS DEMÁS TARDEN MÁS TIEMPO EN ENCONTRARME, GANA. YA SABÉIS QUE EN ESTA CASA ES MUY FÁCIL ENCONTRAR UN ESCONDITE PARA MI… PORQUE ESTA CASA ES ENORME Y YO SOY PEQUEÑO —añadió Owen.

—Yo primera —dijo Hester—. Tengo que ser la primera. —Nadie discutió. Lo escondiera donde lo escondiese, no lo encontramos. Noah, Simon y yo creímos que sería fácil. Yo conocía hasta el último centímetro de la casa de mi abuela, Noah y Simon conocían casi todo acerca de la diabólica mente de Hester; pero no lo encontramos. Hester se tendió en el sofá del estudio, repasando ejemplares viejos de la revista Life, más contenta a medida que registrábamos y registrábamos, mientras caía la oscuridad; incluso expresé a Hester mi inquietud de que hubiese escondido a Owen en algún lugar donde pudiera quedarse sin aire o, al ver que pasaban las horas, donde padecería unos terribles calambres por tener que mantener una posición incómoda. Pero Hester descartó mi preocupación con un ademán, y cuando llegó la hora de cenar tuvimos que rendirnos. Mi prima nos hizo esperar en el recibidor de abajo; apareció con Owen, que iba muy alegre, sin cojear y respirando sin dificultad… aunque por el pelo daba la impresión de que acababa de levantarse de la cama. Cenó con nosotros, y después me dijo que no le molestaría quedarse a pasar la noche: mi madre lo había invitado porque (según ella dijo) la ropa de Owen no estaba del todo seca.

Y aunque le pregunté dónde había estado oculto, le rogué que me diera alguna pista, que me dijera en qué parte de la casa, en qué planta… no quiso revelarme el secreto. Estaba despierto, desvelado, e irritantemente filosófico respecto del auténtico carácter de mis primos; me reprochó que no les había hecho justicia en mis descripciones.

—LOS HAS JUZGADO MAL —me sermoneó—. QUIZÁ LO QUE TU LLAMAS DESENFRENO SOLO SEA FALTA DE ORIENTACIÓN. YA SABES QUE ALGUIEN TIENE QUE ORIENTAR A CUALQUIER GRUPO DE PERSONAS. —Yo no veía la hora de que fuera a Sawyer Depot, mis primos le pusieran unos esquíes y lo orientaran cuesta abajo; eso le haría contener la lengua respecto de una adecuada «orientación». Pero no había modo de hacerlo callar; parloteaba y parloteaba.

Yo estaba medio dormido y de espaldas a él, por eso me sentí confundido cuando le oí decir:

—CUESTA DORMIR SIN EL UNA VEZ QUE UNO SE ACOSTUMBRA… ¿NO?

—¿Sin qué? —le pregunté—. ¿Acostumbrarse a qué, Owen?

—AL ARMADILLO —respondió.

Así, el día siguiente al de Acción de Gracias, en que Owen Meany conoció a mis primos, me proporcionó dos imágenes suyas muy intensas… especialmente intensas la noche en que intenté conciliar el sueño después de que aquella pelota matara a mi madre. Permanecí en la cama sabiendo que también Owen estaría pensando en ella, y que estaría pensando no sólo en mí sino en Dan Needham —en cuánto ambos la estaríamos echando de menos—, y supe que si pensaba en Dan, también estaría pensando en el armadillo.

Asimismo fue importante ese día que mi madre y yo perseguimos a Owen en el coche… y vi la postura de su cuerpo sacudiéndose en la bici, tratando de pedalear Maiden Hill arriba; vi que avanzaba penosamente y que tuvo que bajarse de la bici para llevarla andando el resto del camino. Ese día me proporcionó una imagen invernal del aspecto que Owen debía de tener aquella calurosa tarde estival en que se esforzaba por llegar a su casa después del partido de liguilla, con el equipo de béisbol pegado a la espalda. ¿Qué pensaba decirles a sus padres?

Me llevaría años recordar la toma de decisión respecto de si pasaría la noche del partido fatal con Dan Needham —en el apartamento al que él y mi madre se habían mudado conmigo después de casarse, un apartamento para profesores en una de las viviendas colectivas de la academia— o si estaría mejor, esa noche terrible, en mi viejo dormitorio de la casa de mi abuela en 80 Front Street. ¡Tardaría años en recordar muchísimos detalles de aquel partido!

Sea como fuere, Dan Needham y mi abuela acordaron que para mí sería mejor dormir esa noche en 80 Front Street, y así —además de la desorientación de despertar a la mañana siguiente, después de dormir poco y mal, de comprender poco a poco que no era un sueño el sueño en que mi madre moría golpeada por una pelota que había bateado Owen Meany— enfrenté la desorientación de no saber instantáneamente dónde me encontraba. Era semejante a despertar como un viajero de ciencia ficción, alguien que ha «retrocedido en el tiempo», porque ya me había acostumbrado a despertar en mi habitación del apartamento de Dan Needham.

Y por si todo esto no fuese suficientemente desconcertante, oí un ruido que nunca había asociado con 80 Front Street; llegaba desde la rampa de acceso y las ventanas de mi dormitorio no daban a ese lado, por lo que tuve que levantarme e ir a ver qué era. Estaba casi seguro de saberlo. Lo había oído muchas veces en la Meany Granite Quarry; era la inconfundible primera marcha del enorme camión con plataforma de remolque en el que Mr. Meany solía acarrear los bloques de granito, los bordillos y piedras angulares, los panteones. En efecto, el camión de la Meany Granite Company estaba en la calzada de casa de mi abuela —la ocupaba en su totalidad— e iba cargado con granito y lápidas.

Imaginé fácilmente la indignación de mi abuela… si estaba levantada y veía el camión. Fue como si la oyera decir: «¡Es increíble el mal gusto de ese hombre! Mi hija todavía no está fría… y se le ocurre traernos una piedra sepulcral. ¡Supongo que ya ha grabado las letras!». De hecho, es lo que yo pensé.

Pero Mr. Meany no se apeó de la cabina. Fue Owen quien bajó por el lado del acompañante, dio la vuelta hasta la parte de atrás de la plataforma y retiró varias cajas grandes colocadas con el resto de la carga; evidentemente no estaban llenas de granito, pues en ese caso Owen no habría podido levantarlas. Pero no sólo las levantó, sino que las llevó hasta el umbral de la puerta trasera, donde yo sabía que tocaría el timbre. Aún oía su voz diciendo «¡LO SIENTO!». —mi cabeza tapada con el chándal de Mr. Chickering—, y por más que quería verlo, sabía que me echaría a llorar a moco tendido en cuanto él hablara o yo tuviera que hablarle. En consecuencia, me alivió que no tocara el timbre; dejó las cajas en la puerta trasera y corrió como una saeta hasta la cocina; Mr. Meany sacó el camión de la rampa, todavía en primera.

En las cajas estaban las fichas de béisbol de Owen, toda su colección. Mi abuela estaba alelada, pero durante varios años no comprendió a Owen ni supo apreciarlo; para ella era «ese chico», o «ese pequeñín» o «esa voz». Yo sabía que esas tarjetas eran el bien más preciado de Owen, su tesoro… Al instante supe cuánto había cambiado para él todo lo relativo al béisbol, así como había cambiado para mí (aunque nunca me gustó tanto como a Owen). Entendí sin hablar con él que ninguno de los dos volvería a jugar en la liguilla, y que a ambos nos esperaba algún ritual necesario… en el que tendríamos que tirar nuestros bates, guantes y equipos, y hasta la última pelota extraviada que encontráramos en nuestras casas y patios (salvo aquella pelota que, sospechaba, Owen había ascendido a la categoría de pieza de museo).

Pero tuve que hablar con Dan Needham sobre las fichas de béisbol, porque eran la posesión más preciada de Owen —su única posesión preciada, en realidad—, y dado que el accidente de mi madre había convertido el béisbol en un juego mortífero, ¿qué pretendía Owen que hiciera con sus fichas? ¿Representaban, meramente, que se lavaba las manos del gran pasatiempo norteamericano, o quería que paliara mi dolor entregándome al placer que experimentaría quemando todas esas tarjetas? Ese día habría sido un placer quemarlas.

—Quiere que se las devuelvas —dijo Dan Needham.

Yo sabía desde el principio que mi madre había escogido a un hombre maravilloso al elegir a Dan, pero sólo el día después de su muerte supe que también había escogido a un hombre inteligente. Eso era lo que Owen esperaba de mí, por supuesto: me daba sus fichas para demostrarme cuánto lamentaba el accidente, y cuán apenado estaba él, también… porque había querido a mi madre casi tanto como yo, no me cabía la menor duda, y darme todas sus fichas era su manera de hacerme saber que me quería tanto como para confiarme su famosa colección. ¡Pero quería recuperarlas, naturalmente!

—Miremos unas cuantas —dijo Dan Needham—. Apuesto a que están en algún orden… incluso dentro de las cajas. —Sí, lo estaban… Dan y yo no logramos dilucidar las reglas exactas, pero estaban organizadas según un sistema extremo; colocadas en orden alfabético por el nombre de los jugadores, pero los bateadores, me refiero a los grandes bateadores, estaban alfabetizados en un grupo aparte; y los defensas de guante dorado también tenían reservada una categoría para ellos; y los lanzadores estaban todos juntos. Parecía haber incluso un subíndice relacionado con la edad de los jugadores; pero a Dan y a mí nos resultó difícil mirar las fichas largo rato: muchos jugadores enfrentaban la cámara con sus bates letales confiadamente apoyados en los hombros.

Conozco a mucha gente, aún hoy, que instintivamente se acobarda ante cualquier ruido levemente semejante a un cañonazo o al estallido de una bomba. El tubo de escape de un coche produce explosiones, el palo de una escoba o una pala choca horizontal contra un suelo de cemento o de linóleo, un niño hace detonar un petardo en un cubo de basura vacío, y mis conocidos se cubren la cabeza, a la espera (como todos, hoy) del ataque terrorista o del asesino fortuito. Pero yo no, y Owen Meany nunca. Gracias a un partido de béisbol mal jugado, a un balanceo desafortunado —y al más inverosímil de los contactos—, gracias a una fatal pelota fuera, entre millones, Owen Meany y yo quedamos permanentemente condicionados a encogernos al oír otro tipo de disparo; el muy querido y más norteamericano sonido del verano, el viejo crujido del bate.

Así, como haría con frecuencia, seguí el consejo de Dan Needham. Cargamos en el coche las cajas con las fichas de Owen, y pensamos cuál sería el momento menos llamativo del día para ir a la Meany Granite Quarry —cuando no necesariamente tuviéramos que saludar a Mr. Meany, ni perturbar el macabro perfil de Mrs. Meany en alguna ventana, ni siquiera tener que hablar con Owen. Dan comprendía que yo quería a mi amigo, y que sobre todo deseaba hablar con él… aunque era mejor aplazar esa conversación, tanto por el bien de Owen como por el mío. Pero antes de que termináramos de cargar las cajas en el coche, Dan Needham me preguntó:

—¿Qué le darás tú a él?

—¿Cómo?

—Para expresar que le quieres —me explicó Dan Needham—. Eso es lo que él te estaba diciendo a ti. ¿Qué tienes tú para darle?

Yo sabía qué tenía capaz de expresarle a Owen que lo quería, por supuesto; sabía cuánto significaba mi armadillo para él, pero era un poco engorroso «darle» el armadillo delante de Dan Needham, que me lo había regalado… ¿Y si Owen no me lo devolvía? Había necesitado de la ayuda de Dan para entender que se suponía que devolvería a Owen las condenadas fichas de béisbol. ¿Y si él decidía que se suponía que debía quedarse con el armadillo?

—Lo principal, Johnny —dijo Dan Needham—, es que tienes que demostrarle que le quieres lo suficiente como para confiarle cualquier cosa… sin importarte si la recuperas o no. Tiene que ser algo que él sepa que quieres recuperar. Eso es lo que la vuelve especial.

—Supón que le diera el armadillo. ¿Y si se lo guarda? —pregunté.

Dan Needham se sentó en el parachoques delantero de su ranchera Buick, color verde hoja con paneles de madera auténtica en los costados y en la parte posterior, y una rejilla de cromo que parecía la boca abierta de un pez voraz; desde donde estaba sentado Dan, el Buick daba la impresión de estar dispuesto a comérselo… y Dan se veía lo bastante fatigado para ser engullido sin mucho esfuerzo. Estoy seguro de que se había pasado la noche llorando, como yo, y que a diferencia de mí, probablemente también había bebido. Su aspecto era lamentable. Pero dijo, con gran paciencia y mucha delicadeza:

—Johnny, me sentiría honrado si cualquier cosa que yo te haya dado puede emplearse realmente en algo importante. Si tuviera un propósito especial, me sentiría muy orgulloso.

Entonces comencé a pensar por primera vez que ciertos acontecimientos o cosas específicas son «importantes» y tienen «propósitos especiales». Hasta ese momento, la idea de que algo tuviese un propósito señalado, y mucho menos especial, había sido una majadería para mí. Yo no era lo que comúnmente se denomina creyente y ahora lo soy; creo en Dios, y creo en el «propósito especial» de ciertos acontecimientos o cosas específicas. Observo todos los días de precepto, que sólo los anglicanos más anticuados denominan así. No hace mucho, un día de precepto, tuve razones para pensar en Owen Meany: el 25 de enero de 1987, en que las lecturas de la Biblia correspondientes a la conversión de san Pablo me lo trajeron a la memoria. El Señor dice a Jeremías:

Antes de que te formase en el vientre

te conocí,

y antes de que salieses de la matriz

te santifiqué;

te di por profeta a las

gentes.

Pero Jeremías dice que no sabe hablar; que es «sólo un niño», dice Jeremías. Entonces el Señor le aclara esta cuestión; el Señor dice:

No digas «Sólo soy niño»;

porque a todo lo que te enviaré irás tú,

y dirás

todo lo que te mandaré.

No temas delante de ellos,

porque contigo soy para librarte, dice Jehová.

Entonces el Señor toca la boca de Jeremías y dice:

He aquí, he puesto mis palabras en tu boca.

Mira que te he puesto en este día

sobre gentes y sobre reinos,

para arrancar y para destruir,

y para arruinar y para derribar,

y para edificar y para plantar.

Es sobre todo en los días de precepto cuando pienso en Owen; a veces pienso en él con demasiada intensidad, habitualmente cuando me salto un servicio dominical o dos… y trato de eludir mi libro de oraciones durante un tiempo. Supongo que la conversión de san Pablo tiene una influencia especial en un converso como yo.

Y me resulta imposible no pensar en Owen… cuando leo la epístola de Pablo a los gálatas, el fragmento en que Pablo dice: «Y no era conocido de vista a las iglesias de Judea, que eran en Cristo; solamente habían oído decir: “Aquel que en otros tiempos nos perseguía, ahora anuncia la fe que en otro tiempo destruía”. Y glorificaban a Dios en mí».

¡Qué bien conozco esa sensación! Confío en Dios gracias a Owen Meany.

Como confiaba en Dan Needham le di el armadillo a Owen. Lo puse en una bolsa de papel marrón, que introduje en otra bolsa de papel marrón, y aunque no tenía dudas de que mi amigo sabría exactamente qué era antes de abrir las bolsas, consideré fugazmente lo impresionada que quedaría su madre si ella las abría; pero no era asunto suyo abrirlas, pensé.

Owen y yo teníamos once años; no conocíamos otra forma de expresar lo que sentíamos por lo ocurrido a mi madre. Él me dio sus fichas de béisbol, pero en realidad quería recuperarlas; yo le di mi armadillo disecado con la esperanza de que me lo devolviera… sólo porque nos resultaba imposible decirnos lo que realmente sentíamos. ¿Qué sintió bateando con fuerza una pelota… y comprendiendo luego que esa pelota mató a la madre de su mejor amigo? ¿Qué sentí al ver a mi madre tendida en el suelo, con el retrasado mental del jefe de policía quejándose por la desaparición de esa estúpida pelota… etiquetándola de «instrumento del delito» y «arma homicida»? Owen y yo no podríamos haber hablado de esas cosas… al menos entonces. Por tanto, nos dimos nuestros bienes más preciados, con la esperanza de recuperarlos. Bien pensado, no es ninguna tontería.

Según mis cálculos, Owen se retrasó un día en la devolución del armadillo; pasó con él dos noches, lo que a mis ojos significaba una de más. Pero me lo devolvió. Otra vez oí la primera marcha del camión de granito; otra vez hubo una entrega temprana en 80 Front Street, antes de que Mr. Meany siguiera adelante con el pesado trabajo del resto del día. Y en el umbral de la puerta trasera estaban las mismas bolsas de papel marrón que yo había usado; había cierto riesgo en dejar el armadillo fuera, pensé, dados los indiscriminados apetitos del labrador de nuestro vecino, Mr. Fish. Entonces recordé que Sagamore había muerto.

Pero aún no me había acometido la mayor indignación: al armadillo le faltaban las garras delanteras, las partes más útiles e impresionantes de su curioso cuerpo. Owen había devuelto el armadillo, pero se había quedado con las garras.

Bien, la amistad es una cosa y el armadillo otra: me encolericé tanto al descubrirlo que tuve que irle con mis cuitas a Dan Needham. Como siempre, se puso a mi disposición. Se sentó en el borde de mi cama mientras yo gimoteaba; sin las garras, el animalito ya no podía estar erguido, no sin caer hacia delante y apoyar el hocico. Prácticamente no existía ninguna posición en la que el armadillo no pareciera suplicante, para no mencionar que quedaba idéntico a un lamentable amputado. Me violentó mucho que mi mejor amigo pudiera haberme hecho eso, hasta que Dan Needham me informó que eso era precisamente lo que Owen sentía que me había hecho a mí, y que se había hecho a sí mismo: los dos estábamos tullidos y mutilados por lo que nos había ocurrido.

—Tu amigo es muy original —dijo Dan Needham, con gran respeto—. ¿No comprendes, Johnny? Si pudiera, se cortaría las manos por ti… así se siente por haber tocado ese bate, por haberlo basculado con esas consecuencias. Así nos sentimos todos: tú y yo y Owen. Hemos perdido una parte de nosotros mismos. —Dan cogió al desgraciado armadillo y comenzó a experimentar con él en mi mesilla de noche, tratando, como había tratado yo, de encontrar una postura que le permitiera estar erguido, o incluso tendido, con alguna apariencia de confort o dignidad, pero era del todo imposible. El animalito estaba baldado, era un inválido. Me pregunté qué habría hecho Owen con las garras. ¿Qué clase de espantoso altar habría erigido? ¿Estaban las garras aferradas a la letal pelota?

Dan y yo nos pusimos muy emotivos mientras nos esforzábamos por volver aceptable el aspecto del armadillo… pero justamente de eso se trataba, concluyó Dan: no había manera de que aquello, en parte o en su totalidad, fuera aceptable. ¡Lo que había ocurrido era inaceptable! No obstante, teníamos que seguir viviendo.

—En realidad es brillante… absolutamente original —siguió murmurando Dan, hasta que se quedó dormido en la otra cama de mi dormitorio, en la que Owen había pasado tantas noches; lo arropé y lo dejé dormir. Cuando mi abuela entró para darme las buenas noches, también besó a Dan. Entonces, bajo el tenue destello de la lámpara, descubrí que abriendo el cajón de arriba de la mesilla podía acomodar al armadillo de manera que me fuese posible imaginar que era otra cosa. A medias dentro y a medias fuera del cajón poco profundo, el animalito semejaba una especie de criatura acuática: era puro torso y cabeza; en esa posición, podía imaginar que donde antes estaban sus garras ahora había unas aletas mal desarrolladas.

Antes de quedarme dormido, me di cuenta de que todo lo que había dicho Dan sobre las intenciones de Owen era correcto. ¡Cuánto ha significado en mi vida que Dan Needham casi nunca se equivocara! Entonces yo no estaba tan familiarizado con la Historia de Gravesend de Wall como a los dieciocho años, cuando lo leí de cabo a rabo por mi cuenta. Pero sí lo estaba con los fragmentos que Owen Meany consideraba «importantes». Y antes de quedarme dormido, también reconocí a mi armadillo por lo que era… además de todas las cosas que Dan me había dicho. Mi armadillo había sido amputado hasta parecerse al tótem de Watahantowet, el trágico y misterioso hombre sin brazos. ¿Acaso los indios no fueron lo bastante sabios para comprender que todo tenía su propia alma, su propio espíritu?

Fue Owen Meany quien me dijo que sólo el hombre blanco es lo bastante vano para creer que los seres humanos son únicos porque tienen alma. Según Owen, Watahantowet sabía cómo eran las cosas. Watahantowet creía que los animales tenían alma, y que hasta el maltratado río Squamscott tenía alma… Watahantowet sabía que la tierra que vendió a mis ancestros estaba repleta de espíritus. Las rocas que tuvieron que mover para cultivar un campo… fueron, eternamente, espíritus inquietos y desplazados. Y los árboles que talaron para construir sus hogares… tenían un espíritu diferente al de los espíritus que escapaban de esas casas en forma de humo de leña. Watahantowet puede haber sido el último residente de Gravesend, New Hampshire, que realmente entendía lo que cuesta todo. ¡Tomad, coged mi tierra! ¡Allá van mis brazos!

Me llevaría años saber todo lo que Owen Meany estaba pensando, y aquella noche no lo comprendí del todo bien. Ahora sé que el armadillo me dijo lo que mi amigo estaba pensando, aunque él mismo no lo hiciera hasta que ambos estudiábamos en Gravesend Academy; hasta entonces no supe que Owen ya me había transmitido su mensaje… por intermedio del armadillo. He aquí lo que Owen Meany (y el armadillo) dijeron: «DIOS SE HA LLEVADO A TU MADRE. MIS MANOS FUERON EL INSTRUMENTO. DIOS SE HA LLEVADO MIS MANOS. YO SOY EL INSTRUMENTO DE DIOS».

¿Cómo se me podía ocurrir que un crío de once años pensara semejante cosa? Nada tan distante de mi mente como que Owen Meany fuera un Elegido; me habría sorprendido que el propio Owen pudiera considerarse un Señalado por Dios. De haberlo visto en el aire en la escuela dominical, no se habría pensado que trabajaba por Designación Divina. Y has de recordar —olvidándote de Owen— que a los once años yo no creía que existiesen los «elegidos», ni que Dios «señalara» a nadie, ni que hiciera «designaciones». En cuanto a la creencia de Owen de que era el «instrumento de Dios», yo ignoraba que había otras evidencias en las que él basaba su convencimiento de haber sido especialmente seleccionado para llevar a cabo la obra del Señor; pero la idea de Owen —la de que de alguna manera el razonamiento de Dios predeterminaba todos sus movimientos— se había gestado en mucho más que aquel desafortunado balanceo y crujido del bate. Como ya se verá.

Hoy —30 de enero de 1987— nieva en Toronto; en opinión del perro, Toronto mejora con la nieve. Disfruto sacándolo de paseo cuando nieva, porque su entusiasmo es contagioso; en la nieve, el perro establece sus derechos territoriales sobre St. Clair Reservoir como si fuese el primer perro que hace allí sus necesidades, ilusión facilitada por la nieve reciente que cubre la legión de cacas de perro que ha dado fama al embalse.

Con nieve, la torre del reloj de Upper Canadá College da la impresión de presidir una escuela preparatoria de una pequeña población de Nueva Inglaterra; cuando no nieva, los coches y autobuses son numerosos en los caminos circundantes, los sonidos del tráfico están menos amortiguados, y la presencia del centro de Toronto parece más cercana. Con nieve, la visión de la torre del reloj de Upper Canadá College —sobre todo desde Kilbarry Road o, más cerca, desde el final de Frybrook Roadme recuerda la torre del reloj del edificio principal de Gravesend Academy: exigente, sepulcral.

Con nieve, hay algo casi idéntico a Nueva Inglaterra alrededor de donde vivo, en Russell Hill Road; por descontado, los habitantes de Toronto no son proclives a las casas revestidas de chilla blanca con postigos de color negro o verde oscuro, pero la casona de mi abuela en 80 Front Street era de ladrillos… y los torontianos prefieren el ladrillo y la piedra. Inexplicablemente, recargan sus casas de ladrillo y piedra con demasiados adornos, o con ventanas decorativas… y postigos —y también tallan estos últimos con hojas de arce o corazones—, pero la nieve oculta estos adornos; algunos días, como hoy, cuando la nieve está especialmente húmeda y pesada, blanquea incluso las casas de ladrillo. Toronto es sobria, pero no austera; Gravesend es austera, pero también bonita; Toronto no es bonita, pero con nieve puede tener el aspecto de Gravesend: es al mismo tiempo bonita y austera.

Y desde la ventana de mi dormitorio en Russell Hill Road, veo Grace Church on-the-Hill y la capilla de Bishop Strachan School. ¡Qué oportuno que un chico que dividió su niñez entre dos iglesias viva en el presente con vistas a otras dos! Pero ahora esto me va: ambas iglesias son anglicanas. Las frías piedras grises de Grace Church y de Bishop Strachan también mejoran con la nieve.

Mi abuela solía decir que la nieve era «curativa», que lo curaba todo. Un punto de vista típicamente yanqui: si nieva mucho, la nieve tiene que ser buena para ti. En Toronto, es buena para mí. Y los chiquillos que van en trineo por St. Clair Reservoir también me recuerdan a Owen… porque lo he fijado en un tamaño permanente, la talla que tenía a los once años, que era la de un niño de cinco años. Pero debo cuidarme de adjudicar demasiado mérito a la nieve: son muchísimas las cosas que me recuerdan a Owen.

Evito la televisión, las revistas y los periódicos de Estados Unidos… y a los demás estadounidenses de esta ciudad. Pero Toronto no está lo bastante lejos. Apenas anteayer —28 de enero de 1987—, la primera plana de The Globe and Mail reproducía un relato completo del «Mensaje del estado de la Unión», del presidente Ronald Reagan. ¿Nunca aprenderé? Cuando veo este tipo de cosas, sé que no debería leerlas, que debería en cambio coger el libro de oraciones. No debería ceder a la cólera; pero leí el «Mensaje del estado de la Unión», que Dios me perdone. Tras casi veinte años en Canadá, hay ciertos lunáticos de Estados Unidos que todavía me fascinan.

«No tiene que haber ninguna cabeza de playa soviética en América Central», dijo el presidente Reagan. Asimismo insistió en que no sacrificaría sus propuestos misiles nucleares en el espacio —su querido plan Guerra de las Galaxias— a un acuerdo de armas nucleares con la Unión Soviética. Llegó a decir que «un elemento clave de la agenda EEUU-URSS» es «una conducta soviética más responsable en el mundo». ¡Como si Estados Unidos fuese un bastión de «conducta responsable en el mundo»!

Sospecho que el presidente Reagan sólo puede decir estas barbaridades porque sabe que el pueblo de Estados Unidos nunca lo responsabilizará de lo que diga; es la historia la que te responsabiliza, y ya he manifestado que el fuerte de los estadounidenses no es la historia. ¿Cuántos de ellos recuerdan siquiera su propia historia presente? ¿Veinte años son tantos para los estadounidenses? ¿No recuerdan el 21 de octubre de 1967? Cincuenta mil manifestantes antibélicos se reunieron en Washington; estuve allí, fue la «Marcha sobre el Pentágono». ¿La recuerdas? Dos años después —en octubre del 69— volvieron a reunirse cincuenta mil personas en Washington; portaban antorchas, pedían la paz. Otras cien mil personas pidieron la paz en Boston, y doscientas cincuenta mil en Nueva York. Ronald Reagan todavía no había entumecido a los Estados Unidos, pero había logrado adormecer a California; decía que las protestas contra la guerra de Vietnam «proporcionaban ayuda y consuelo al enemigo». Como presidente, aún no sabía quién era el enemigo.

Hoy creo que Owen Meany siempre lo supo; él lo sabía todo.

En febrero de 1962 cursábamos el último año en Gravesend Academy; veíamos mucha televisión en 80 Front Street. El presidente Kennedy dijo que los consejeros de Estados Unidos en Vietnam responderían con fuego al fuego.

—ESPERO QUE ESTÉN ACONSEJANDO A LOS TIPOS QUE CORRESPONDE —dijo Owen Meany.

Esa primavera, menos de un mes antes de los ejercicios de graduación en Gravesend Academy, la TV nos mostró un mapa de Tailandia; enviarían allí cinco mil marines y cincuenta cazas a reacción «en respuesta a la expansión comunista en Laos», dijo el presidente Kennedy.

—ESPERO QUE SEPAMOS LO QUE ESTAMOS HACIENDO —dijo Owen Meany.

En el verano del 63, el siguiente a nuestro primer año en la universidad, se estaban manifestando los budistas de Vietnam; hubo sublevaciones. Owen y yo vimos nuestra primera autoinmolación… por televisión. Fuerzas gubernamentales sudvietnamitas, conducidas por Ngo Dinh Diem —el presidente electo— atacaron varias pagodas budistas; esto ocurría en agosto. En mayo, el hermano de Diem —Ngo Dinh Nhu, cabeza de la policía secreta— había disuelto una celebración budista matando a ocho niños y una mujer.

—DIEM ES CATÓLICO —anunció Owen Meany— ¿QUÉ HACE UN CATÓLICO COMO PRESIDENTE EN UN PAÍS DE BUDISTAS?

Fue el verano en que Henry Cabot Lodge ocupó el cargo de embajador de los Estados Unidos en Vietnam; ese mismo verano Lodge recibió un cable del Departamento de Estado aconsejándole que Estados Unidos «no siguiera tolerando la influencia» de Ngo Dinh Nhu en el régimen del presidente Diem. En dos meses, un golpe militar derribó al gobierno de Diem en Vietnam del Sur; al día siguiente fueron asesinados Diem y su hermano Nhu.

—PARECE QUE HEMOS ESTADO ACONSEJANDO A LOS TIPOS QUE NO CORRESPONDÍA —dijo Owen.

Y el verano siguiente, cuando vimos por la tele las barcas patrulleras norvietnamitas en el Golfo de Tonkin —en dos días atacaron dos destructores norteamericanos—, Owen dijo:

—¿NOS CREEMOS QUE ESTO ES UNA PELÍCULA?

El presidente Johnson solicitó al Congreso poderes para «tomar todas las medidas necesarias destinadas a rechazar un ataque armado contra las fuerzas de los Estados Unidos y a impedir nuevas agresiones». La Cámara aprobó la resolución del Golfo de Tonkin por unanimidad: 416 votos a cero; el Senado la aprobó por 88 a 2. Pero Owen Meany le hizo una pregunta al televisor de mi abuela:

—¿ESO SIGNIFICA QUE EL PRESIDENTE PUEDE DECLARAR LA GUERRA SIN DECLARARLA?

La víspera de Año Nuevo —recuerdo que Hester bebió demasiado; estaba vomitando—, apenas había más de veinte mil soldados estadounidenses en Vietnam, y sólo una docena (más o menos) había muerto. Cuando el Congreso anuló la resolución del Golfo de Tonkin —en mayo de 1970—, más de medio millón de soldados estadounidenses habían estado en Vietnam, y más de cuarenta mil habían muerto.

Ya en 1965, Owen Meany detectó un problema de estrategia.

En marzo, la Fuerza Aérea de los Estados Unidos inició la Operation Rolling Thunder —para atacar blancos en Vietnam del Norte; para interrumpir la afluencia de pertrechos al sur— y las primeras tropas de combate de Estados Unidos desembarcaron en Vietnam.

—ESTO NO TIENE FIN —dijo Owen—. NO HAY UNA BUENA MANERA DE TERMINARLO.

El día de Navidad, el presidente Johnson suspendió la Operation Rolling Thunder; interrumpió el bombardeo. Un mes después se retomó, y el Comité del Senado para Relaciones Exteriores inició sus audiencias públicas sobre la guerra. Fue entonces cuando mi abuela empezó a prestar atención.

En el otoño de 1966 se difundió que la Operation Rolling Thunder estaba «rodeando Hanoi», pero Owen Meany dijo:

—CREO QUE HANOI SABRÁ ARREGLÁRSELAS.

¿Recuerdas la Operation Tiger Hound? ¿Y qué me dices de la Operation Masher/White Wing/Than Phong II? Esa produjo 2389 «bajas enemigas conocidas». También se creó Operation Paul Revere/Than Phong 14, no del todo exitosa: sólo 546 «bajas enemigas conocidas». ¿Y qué decir de la Operation Maeng Ho 6? Hubo 6161 «bajas enemigas conocidas».

En la Nochevieja de 1966, habían muerto en acción un total de 6644 soldados estadounidenses; fue Owen Meany quien recordó que eso significaba 483 bajas más de las que había sufrido el enemigo en la Operation Maeng Ho.

—¿Cómo recuerdas esas cosas, Owen? —le preguntó mi abuela.

Desde Saigón, el general Westmoreland solicitaba «tropas de refuerzo»; Owen también recordaba eso. Según el Departamento de Estado, según Dean Rusk —¿lo recuerdas?— estábamos «ganando una guerra de desgaste».

—ESE NO ES UN TIPO DE GUERRA QUE GANEMOS —dijo Owen Meany.

A finales del 67 había quinientos mil militares estadounidenses en Vietnam. Fue entonces cuando el general Westmoreland dijo: «Hemos llegado a un punto importante en el que comienza a vislumbrarse el final».

—¿QUE FINAL? —preguntó Owen Meany al general—. ¿QUÉ OCURRIÓ CON LAS «TROPAS DE REFUERZO»? ¿RECUERDAS LAS «TROPAS DE REFUERZO»?

Hoy creo que Owen recordaba todo; una parte de saberlo todo es recordarlo todo.

¿Recuerdas la Ofensiva del Tet? Corría enero del 68; «Tet» es una festividad tradicional vietnamita —el equivalente de nuestras celebraciones de Navidad y Año Nuevo— y se acostumbraba, durante la guerra de Vietnam, a observar un alto el fuego durante esos días. Pero aquel año, Vietnam del Norte atacó más de cien ciudades sudvietnamitas… entre ellas más de treinta capitales de provincia. Ese fue el año en que el presidente Johnson anunció que no se presentaría a la reelección. ¿Lo recuerdas? Fue el año en que asesinaron a Robert Kennedy; esto podrías recordarlo. Fue el año en que eligieron presidente a Richard Nixon; tal vez lo recuerdes. El año siguiente, 1969 —el año en que Ronald Reagan dijo que las protestas contra Vietnam «proporcionaban ayuda y consuelo al enemigo»—, aún había medio millón de estadounidenses en Vietnam. Nunca fui uno de ellos.

También prestaron servicios en Vietnam más de treinta mil canadienses. Y casi el mismo número de estadounidenses se instalaron en Canadá durante la guerra de Vietnam; fui uno de ellos… uno que se quedó. En marzo de 1971 —cuando condenaron al teniente William Calley por homicidio premeditado— ya era residente legal y había solicitado la ciudadanía canadiense. El presidente Nixon bombardeó Hanoi en las navidades de 1972; fue un ataque de once días, en el que se emplearon más de cuarenta mil toneladas de explosivos de gran potencia. Como había dicho Owen, Hanoi supo arreglárselas.

¿Alguna vez Owen ha dicho algo que no fuese correcto? Recuerdo lo que dijo sobre Abbie Hoffman, por ejemplo… ¿recuerdas a Abbie Hoffman? Fue el tipo que intentó hacer «levitar» el Pentágono desde sus cimientos; era un payaso. Fue el tipo que fundó el Partido Internacional de la Juventud (los «Yippies»); desplegaba una gran actividad en las protestas antibélicas, pero al mismo tiempo concebía una revolución significativa aproximadamente como cualquier cosa que transmitiera irreverencia en tono de comedia y vulgaridad.

—¿A QUIEN CREE ESTAR AYUDANDO ESTE MAMARRACHO? —dijo Owen.

Fue Owen quien me salvó de ir a Vietnam con un truco del que sólo él era capaz.

—PIENSA QUE ESTA ES MI PEQUEÑA OFRENDA —fue lo que dijo en ese momento.

Me avergüenza recordar que me enfurecí con él por haberse quedado con las garras del armadillo. Sabe Dios que Owen me dio más de lo que nunca tomó de mí… incluso teniendo en cuenta que se tomó la vida de mi madre.